Tito Livio, La historia de Roma – Libro XXXVI (Ab Urbe Condita)

Tito Livio, La historia de Roma - Libro trigesimosexto: Guerra contra Antíoco - Primera Etapa. (Ab Urbe Condita).

La historia de Roma

Tito Livio

Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.

La historia de Roma

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Libro trigesimosexto

Guerra contra Antíoco – Primera Etapa.

[36,1] Al tomar posesión de su cargo los nuevos cónsules, Publio Cornelio Escipión y Manio Acilio Glabrión -191 a.C.-, el Senado les ordenó que antes de sortear sus provincias atendieran al sacrificio de víctimas mayores en todos los templos donde, durante la mayor parte del año, se celebraban lectisternios, y que ofrecieran rogativas especiales para que la intención del Senado de comenzar una nueva guerra trajera prosperidad y felicidad al Senado y al pueblo de Roma. Todos estos sacrificios resultaron favorables, dándose buenos presagios ya desde las primeras víctimas ofrecidas. En consecuencia, los arúspices aseguraron a los cónsules que las fronteras de Roma se verían ampliadas por esta guerra y que todo apuntaba a una victorio y a un triunfo. Informado de esto el Senado, sus mentes quedaron libres de toda preocupación religiosa y ordenaron que se planteara al pueblo si era su deseo e intención que se emprendiera la guerra contra Antíoco y contra todos los que eran de su partido. Si se aprobaba esta propuesta, los cónsules, si les parecía bien, plantearían nuevamente el asunto ante el Senado. Publio Cornelio formuló la propuesta al pueblo, que la aprobó; después, el Senado decretó que los cónsules sortearan las provincias de Grecia e Italia. Aquel a quien se le asignara Grecia, se haría cargo del ejército que, por orden del Senado, había alistado o exigido [alistar, en latín scribere, o exigir, en latín imperare; los ciudadanos, al obtener esa condición, se inscribían en la tribu correspondiente y quedaban encuadrados a efectos militares; a los aliados, en función de los diversos tratados, se les podía exigir cierta aportación, pero la designación personal correspondía a cada ciudad o estado.-N. del T.] Lucio Quincio a base de ciudadanos romanos y aliados para servir en aquella provincia, además del ejército que Marco Bebio, mediante un decreto del Senado, había llevado a Macedonia. También se le autorizaba, si la situación lo hacía necesario, a llevar refuerzos en número no superior a cinco mil hombres, de los aliados de fuera de Italia. Se decidió que Lucio Quincio, el cónsul del año anterior, sería nombrado legado para aquella guerra. El otro cónsul, al que le correspondiera Italia, se encargaría de dirigir las operaciones contra los boyos con cualquiera de los ejércitos que prefiriera, de los dos que habían tenido los últimos cónsules, enviando el otro a Roma para formar las legiones urbanas y quedar dispuestas a marchar donde el Senado dispusiera.

Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.

[36,2] Tales fueron las órdenes impartidas por el Senado para la asignación de las provincias. Finalmente, los cónsules procedieron a sortear y Grecia recayó sobre Acilio, quedando Italia para Cornelio. Cuando esto quedó decidido, se aprobó un senadoconsulto en los siguientes términos: «Considerando que el pueblo romano, en aquellos momentos, había ordenado que hubiera guerra con Antíoco y con todos cuantos estuvieran bajo su dominio, los cónsules deberían llevar a cabo en su nombre rogativas públicas y Marco Acilio ofrecería mediante voto unos Grandes Juegos a Júpiter, así como regalos y ofrendas en todos los templos». El cónsul efectuó dicha ofrenda siguiente la fórmula dictada por el Pontífice Máximo, Publio Licinio: «Si la guerra que el pueblo ha ordenado que se haga contra el rey Antíoco termina como el Senado y el pueblo de Roma desean, entonces todo el pueblo romano celebrará en tu honor, Júpiter, Grandes Juegos por espacio de diez días, haciéndose ofrendas de dinero en todos tus santuarios en la cantidad que decrete el Senado. Cualquiera que sea el magistrado que celebre estos Juegos, donde y cuandoquiera que sean celebrados, se tendrán por debidamente celebrados y las ofrendas por debidamente presentadas» A continuación, ambos cónsules decretaron que se ofrecieran durante dos días rogativas especiales. Después del sorteo de las provincias consulares, los pretores sortearon las suyas. Marco Junio Bruto obtuvo ambas jurisdicciones civiles [la urbana y la peregrina.-N. del T.]; el Brucio correspondió a Aulo Cornelio Mámula; Sicilia fue para Marco Emilio Lépido; Cerdeña recayó en Lucio Opio Salinator; el mando de la flota fue para Cayo Livio Salinator y la Hispania Ulterior para Lucio Emilio Paulo.

La distribución de los ejércitos entre ellos fue la siguiente: los nuevos alistamientos, efectuados por Lucio Quincio el año anterior, quedarían asignados a Aulo Cornelio, teniendo como obligación la protección de toda la costa alrededor de Tarento y Brindisi. Se decretó que Lucio Emilio Paulo se encargaría del ejército que Marco Fulvio había mandado como procónsul el año anterior, alistando además tres mil nuevos infantes y trescientos jinetes para servir en la Hispania Ulterior, compuestos en dos tercios por fuerzas aliadas y el restante por romanos. Se enviaría la misma cantidad de refuerzos a Cayo Flaminio, que conservaría su mando en Hispania Citerior. Se ordenó a Marco Emilio Lépido que se hiciera cargo de la provincia y del ejército de Sicilia, que tenía Lucio Valerio, al que iba a suceder, y que si lo veía aconsejable lo conservaría como propretor y dividiría la provincia con él; una parte se extendería entre Agrigento y el cabo Paquino, y la otra desde el Paquino hasta Tindaris. Lucio Valerio debía también proteger la costa correspondiente con veinte buques de guerra. Se encargó a Lépido la requisa de dos décimas de grano en la isla y su transporte a la costa y luego a Grecia. Se ordenó a Lucio Opio que hiciera la misma requisa en Cerdeña; el grano, sin embargo, no se enviaría a Grecia, sino a Roma. Cayo Livio, el pretor que iba a mandar la flota, recibió instrucciones para navegar a Grecia con veinte buques que habían completado su armamento y que se hiciera cargo de los buques que había mandado Atilio. La reparación y equipamiento de los buques en los astilleros se puso en manos de Marco Junio, así como seleccionar de entre los libertos a las tripulaciones para la flota.

[36,3] Se enviaron seis delegados a África para adquirir grano con destino a Grecia, con los costos a cargo de Roma; tres se dirigieron a Cartago y tres a Numidia. Tan decididos estaban los ciudadanos a mantenerse completamente dispuestos para la guerra, que el cónsul publicó un edicto prohibiendo a cualquiera que fuese senador, que tuviera derecho a hablar en el senado o que desempeñara una magistratura menor [tenían derecho a hablar ante el senado los cónsules, pretores o ediles curules electos que no figuraban en el último censo y que lo harían en las listas del siguiente; los magistrados menores podían hablar en el Senado durante su año de ejercicio.-N. del T.], que abandonasen Roma hacia parte alguna desde la que no pudieran regresar en un día. También se prohibió la ausencia simultánea de la ciudad de cinco senadores. Mientras Cayo Livio hacía todo lo posible para que la flota se pudiera hacer a la mar, se vio retrasado durante un tiempo por una disputa con los ciudadanos de las colonias marítimas. Cuando ya estaban alistados en la flota, apelaron a los tribunos de la plebe, quienes los remitieron al Senado. El Senado por unanimidad, decretó que no había exención del servicio para los colonos. Las colonias afectadas eran las de Ostia, Fregenas, Castro Nuevo, Pirgo, Anzio, Terracina, Minturnas y Mondragone [la antigua Sinuesa.-N. del T.]. El cónsul Acilio, en cumplimiento de un senadoconsulto, presentó dos cuestiones ante el colegio de Feciales: Una de ellas era si debía hacerse la declaración de guerra personalmente ante Antíoco o si sería bastante anunciarla ante una de sus guarniciones fronterizas. La otra era si debía hacerse una declaración aparte a los etolios y si, en tal caso, debía primero denunciarse el tratado de amistad y alianza. Los feciales contestaron que, en una ocasión anterior, cuando se les consultó en el caso de Filipo, ya habían contestado que resultaba indiferente que la declaración se le hiciera a él personalmente o a una de sus guarniciones. En cuanto al tratado de amistad, sostenían que ya había sido evidentemente denunciado, en vista de que tras las frecuentes demandas presentadas por nuestros embajadores, y los etolios no habían entregado las ciudades ni dado satisfacción alguna. En el caso de estos, en realidad habían declarado la guerra a Roma al apoderarse por la fuerza de Demetríade, una ciudad perteneciente a los aliados de Roma, así como al ir a atacar Calcis por tierra y mar, y al traer a Antíoco a Europa para hacer la guerra a Roma. Cuando todos los preparativos quedaron finalmente completados, Acilio emitió un edicto para efectuar una revista general, el día quince de mayo en Brindisi, de todos los soldados romanos que había alistado Lucio Quincio y de aquellos que le proporcionaron los aliados latinos, que tenían órdenes de ir con él a su provincia junto con los tribunos militares de las legiones primera y tercera. Él mismo salió de la ciudad vistiendo su paludamento el día tres de aquel mes [es decir, con vestimenta militar, pues para aquella época no se podía hablar de uniformidad en el sentido moderno del término.-N. del T.]. Los pretores partieron, al mismo tiempo, hacia sus respectivas provincias.

[36,4] Justo antes de esto, llegaron a Roma los embajadores de los dos soberanos, Filipo y Ptolomeo. Filipo se ofrecía a proporcionar tropas, dinero y grano para la guerra; Ptolomeo envió mil libras de oro y veinte mil libras de plata [o sea, 327 y 6540 kilos, respectivamente.-N. del T.]. El Senado se negó a aceptar ninguna de ellas y aprobó un voto de agradecimiento a ambos reyes. A la oferta de cada uno de ellos para entrar en Etolia con todas sus fuerzas y tomar parte en aquella guerra, se excusó a Ptolomeo, pero se informó a los embajadores de Filipo que el Senado y el pueblo de Roma le agradecerían que prestase su apoyo a Acilio. Los cartagineses y Masinisa enviaron legaciones similares. Los cartagineses ofrecieron mil modios de trigo y quinientos mil de cebada para el abastecimiento del ejército [otras traducciones dan quinientos mil modios de ambos; en nuestra versión latina, así como en la traducción castellana de 1794, y suponiendo modios civiles de 8,75 litros de capacidad, se trataría de 7000 kilos de trigo y 3.062.500 kilos de cebada.-N. del T.]; llevarían la mitad a Roma, insistiendo en que la aceptaran como un regalo. También se ofrecían a disponer una flota a sus expensas y abonar en un único pago el tributo que aún restaba durante muchas anualidades. Los embajadores de Masinisa declararon que este estaba dispuesto a suministrar quinientos mil modios de trigo y trescientos mil de cebada para el ejército en Grecia, así como trescientos mil modios de trigo y doscientos cincuenta mil de cebada a Roma, al cónsul Manio Acilio [respectivamente 3500 Tn, 1837,5 Tn, 2100 Tn y 1531,25 Tn.-N. del T.]. También le proporcionarían quinientos jinetes y veinte elefantes. Con respecto al grano, se informó a ambas legaciones de que el pueblo romano haría uso de aquel a condición de que se pagara por él; el ofrecimiento cartaginés de una flota se declinó, aparte de las naves que estaban obligados a proporcionar según los términos del tratado, y en cuanto a la oferta del dinero, los romanos rehusaron aceptar nada antes del vencimiento de los plazos.

[36,5] Mientras sucedían todas estas cosas en Roma, Antíoco, que estaba en Calcis durante el invierno, no se mantuvo inactivo. Trataba de ganarse el apoyo de algunas de las ciudades griegas enviándoles embajadores, y otras se los solicitaban espontáneamente a él, como los epirotas, por acuerdo unánime de sus ciudadanos, así como los eleos, que llegaron desde el Peloponeso. Los eleos solicitaron su ayuda contra los aqueos, por los que esperaban ser atacados en primer lugar al haberse mostrado en contra de la declaración de guerra contra Antíoco. Se les envió un destacamento de mil infantes bajo el mando del cretense Eufanes. La delegación epirota mostró un ánimo en modo alguno abierto y honesto; deseaban congraciarse com Antíoco pero, al mismo tiempo, no deseaban ofender a los romanos. Pidieron al rey que no les involucrase en la guerra de inmediato, pues, por su posición en Grecia, frente a Italia, serían los que debían enfrentar la primera embestida de los romanos. Pero si él podía proteger al Epiro con su flota y ejército, los epirotas le darían encantados la bienvenida a sus ciudades y puertos; si no podía hacerlo así, le rogaban que no les expusiera, desprotegidos e indefensos, a la hostilidad de Roma. Su objetivo estaba perfectamente claro: Si, como se inclinaban a creer, él se mantenía lejos del Epiro, todos estarían a salvo por lo que se refería a los ejércitos romanos, al tiempo que se habrían asegurado la benevolencia del rey al expresarle su disposición a recibirle en caso de que fuera hacia ellos. Si, por otra parte, él llegaba a entrar en Epiro, esperaban que los romanos les perdonasen por ceder ante la superior fuerza de quien ya estaba allí y no esperar el distante auxilio. Como Antíoco no tenía respuesta inmediata para una propuesta tan ambigua, dijo que les mandaría delegados para discutir aquellos asuntos que les concernían a ambos por igual.

[36,6] Marchó después a Beocia, de la que ya he mencionado anteriormente las razones que tenían para mostrarse resentidos contra Roma: el asesinato de Braquiles y el ataque de Quincio contra Coronea a consecuencia de la masacre de soldados romanos. Sin embargo, esa nación, tan famosa tiempo atrás por su disciplina, llevaba en realidad varias generaciones viendo deteriorada su vida pública y privada, estando muchos de sus ciudadanos en tal condición que la situación ya no podría seguir mucho más sin que cambiaran las cosas. Los dirigentes beocios de todas partes del país se reunieron en Tebas, y allí acudió Antíoco a su encuentro. A pesar del hecho de que con su ataque a los destacamentos romanos de Delio y Calcis había cometido actos hostiles que ni eran ni insignificantes ni podían ser excusados, siguió el mismo tenor al dirigirse a la asamblea beocia que el empleado en su primera conferencia en Calcis y el que había ordenado emplear a sus embajadores en la asamblea de los aqueos. Se limitó a pedirles que establecieran relaciones amistosas con él, sin que tuvieran que declarar la guerra a Roma. Nadie se engañaba en cuanto a lo que realmente significaba aquello; no obstante, se aprobó una resolución en términos inofensivos, apoyando al rey y en contra de Roma. Habiéndose asegurado esta nación, regresó a Calcis. Había remitido con anterioridad cartas a los dirigentes etolios, convocándoles a reunirse con él en Demetríade para que pudieran discutir la dirección general de la guerra; él llegó allí por mar el día señalado para la asamblea. Estuvieron presentes Aminandro, a quien se hizo venir desde Atamania para participar en la discusión, y Aníbal el cartaginés, al que llevaba tiempo sin consultar. Se levantó una discusión en relación con el pueblo de Tesalia; todos los presentes eran de la opinión de que se les debía ganar para su causa, la divergencia residía solo respecto a cuándo y cómo debía hacerse. Algunos opinaban que le debía hacer enseguida; otros preferían posponerlo hasta la primavera, pues ya estaban a mitad del invierno; algunos otros pensaban que sería suficiente con enviar una legación y los había que estaban a favor de ir allí con todas sus fuerzas y obligarlos mediante el miedo en caso de que vacilaran.

[36,7] Girando el debate enteramente acerca de estos detalles, se preguntó su opinión a Aníbal quien, al expresar su opinión, hizo que los pensamientos del rey y de todos los presentes giraran a considerar la guerra en su conjunto al hablar de la siguiente manera: «Si se me hubiera invitado a vuestros consejos después que hubierais desembarcado en Grecia y estuvieseis deliberando sobre Eubea, los aqueos y Beocia, habría expresado la misma opinión que voy a exponer ahora respecto a los tesalios. Considero que es de primordial importancia que usemos de todos los medios posibles para atraernos a Filipo y a los macedonios a una alianza militar con nosotros. En cuanto a Eubea, los beocios y la Tesalia, ¿quién puede dudar de que estos pueblos, carentes de fuerzas propias y siempre inquietos ante una potencia presente ante ellos, mostrarán el mismo ánimo cobarde que caracteriza las actuaciones de sus consejos al implorar perdón, en cuanto vean un ejército romano en Grecia, regresando a su acostumbrada obediencia? Tampoco se les podrá culpar por negarse a probar tu fuerza cuanto tú y tu ejército estáis cerca y el de los romanos tan lejos. Así pues ¿no deberíamos, y cuán mejor sería, asegurarnos antes la adhesión de Filipo que la de este pueblo? Pues una vez que este se una a nuestra causa no tendrá otra opción y contribuirá con tal cantidad de fuerzas que no serán solamente un refuerzo, pues no hace tanto pudieron resistir a los romanos. Confío en no ofender a nadie si digo que, con él como aliado, no tengo dudas en cuanto al resultado, pues veo que aquellos con cuya asistencia los romanos vencieron a Filipo son ahora los mismos hombres a quienes se enfrentan los romanos. Los etolios, que como es universalmente admitido derrotaron a Filipo, lucharán ahora en su compañía contra los romanos. Aminandro y los atamanes, cuya ayuda en la guerra fue la segunda en importancia después de la de los etolios, estarán de nuestro lado. Tú, Antíoco, aún no habías intervenido y Filipo sostuvo todo el peso de la guerra; ahora, tú y él, los más poderosos monarcas de Asia y Europa, dirigiréis vuestras fuerzas unidas contra un pueblo solo que, por no mencionar mi buena o mala fortuna, no fue rival en los días de nuestros padres ni siquiera para un rey de Epiro, quien, por cierto, no se podía comparar con vosotros.

«¿Qué consideraciones me dan motivos para creer que Filipo puede ser nuestro aliado? Una de ellas es la identidad de intereses, que es el lazo más seguro de una alianza. La otra es vuestro propio aval, etolios; pues entre varias de las razones que dio vuestro embajador Toante para convencer a Antíoco de que viniera a Grecia, estuvo su constante aseveración de que Filipo estaba quejoso y no se resignaba por las serviles condiciones que se le impusieron bajo la apariencia un tratado de paz. Solía comparar la ira del rey con la de un animal encadenado y encerrado, deseoso de quebrar los barrotes de su prisión. Si ese es su estado de ánimo, quitémosle sus cadenas y rompamos los barrotes que le encierran, para que pueda descargar su rabia largamente contenida sobre nuestro común enemigo. Pero si nuestros delegados no son capaces de influir en él, tratemos por todos los medios de lograr que no se ponga del lado de nuestro enemigo, ya que no podremos tenerlo de nuestro lado. Tu hijo Seleuco está en Lisimaquia; si, con el ejército que tiene con él, atraviesa Tracia y empieza a devastar los territorios fronteros de Macedonia, obligará a Filipo a separarse de los romanos para acudir en defensa de sus propios dominios.

«Ya sabes mi opinión respecto a Filipo. En cuanto a la estrategia general de la guerra, has tenido conocimiento desde el principio de cuál era mi punto de vista. Si se me hubiera escuchado entonces, no habría sido de la captura de Calcis o del asalto a una fortaleza en el Euripo de lo que los romanos habrían oído hablar; habrían tenido noticia de que en la Etruria, y en las costas de la Liguria y de la Galia Cisalpina, habían estallado las llamas de la guerra; y, lo que les habría alarmado más que cualquier otra cosa, habrían sabido que Aníbal estaba en Italia. Soy de la opinión de que, incluso ahora, deben hacer venir todas tus fuerzas terrestres y navales, y que toda la flota de transportes las acompañen con su carga de suministros. Estando aquí, somos pocos para las necesidades de la guerra, pero demasiados para nuestros escasos suministros. Cuando hayas concentrado todas tus fuerzas, Antíoco, divide tu flota y mantén una escuadra navegando frente a Corfú, para que los romanos no puedan hacer una travesía fácil ni segura; la otra la enviarías hacia la costa italiana frente a Cerdeña y África. Tú mismo podrías avanzar, con todas tus fuerzas de tierra, hasta el territorio de Bulis [población próxima a Apolonia.-N. del T.]; desde aquí podrás proteger Grecia y dar la impresión a los romanos de que vas a navegar hacia Italia; si las circunstancias lo hicieran necesario, estarías en disposición de hacerlo. Esto es lo que yo te aconsejo que hagas, y aunque no esté profundamente versado en todas las clases de guerra, a costa de mis propios éxitos y fracasos he aprendido a hacer la guerra a los romanos. Para cuantas medidas te he propuesto, te prometo toda mi leal cooperación y mi energía. Confío en que cualquiera que sea la decisión que te parezca mejor, Antíoco, reciba la aprobación de los dioses».

[36,8] Esto fue lo esencial del discurso de Aníbal, que fue aplaudido en su momento, pero que no condujo a resultados prácticos. No se llevó a cabo ni una sola de las medidas que propuso, más allá del envío de Polixénidas para traer la flota y tropas desde Asia. Se enviaron embajadores a la asamblea de los tesalios, que estaba reunida en Lárisa; también se fijó un día para que Aminandro y los etolios reunieran sus ejércitos en Feras, a donde se dirigió inmediatamente el rey con sus tropas. Mientras esperaba allí la llegada de Aminandro y los etolios, envió a Filipo de Megalópolis con dos mil hombres para reunir los huesos de los macedonios caídos en la batalla de Cinoscéfalos, donde había terminado la guerra con Filipo. Puede que se lo sugiriese el propio Filipo a Antíoco, como una manera de conseguir popularidad entre los macedonios y eliminar el enfado contra su rey por haber dejado insepultos a sus soldados; o bien Antíoco, con la vanidad natural de los reyes, ideó este proyecto, aparentemente importante pero, a la postre, trivial. Los huesos, que estaban esparcidos por doquier, se reunieron y enterraron bajo un túmulo; este acto, sin embargo, no despertó ninguna gratitud entre los macedonios y sí provocó resentimiento en Filipo, que hasta entonces había estado esperando acontecimientos, pero que ahora, a consecuencia de esto, envió inmediatamente noticia al propretor Marco Bebio para informarle de que Antíoco había invadido Tesalia y que, si lo consideraba adecuado, trasladara sus cuarteles de invierno; él mismo iría a su encuentro para discutir sobre los pasos que se habían de dar.

[36,9] Antíoco estaba acampado en Feres, donde los etolios y Aminandro se le habían sumado, cuando llegó una delegación de Lárisa para preguntarle qué habían hecho o dicho los tesalios para justificar que les hiciera la guerra. Le rogaban que retirase su ejército y que discutiera con ellos, por medio de sus embajadores, cuanto considerase preciso. Al mismo tiempo, enviaron un destacamento de quinientos hombres al mando de Hipóloco para proteger Feres. Encontrando cerradas todas las rutas por las tropas del rey, retrocedieron sobre Escotusa. El rey contestó amablemente a la delegación, explicándoles que no había entrado en Tesalia con ánimo de agredirles, sino únicamente para asentar y proteger su libertad. Envió un delegado a Feras para decirles lo mismo, pero, sin darle ninguna respuesta, los ferenses enviaron ante Antíoco a su primer ciudadano, Pausanias. Este le habló, más o menos, en el mismo sentido que antes lo habían hecho los calcidenses en la conferencia que, bajo circunstancias parecidas, habían sostenido en el Euripo, aunque en algunas cosas de las que dijo mostró mayor valor y determinación. El rey les aconsejó considerar muy cuidadosamente su posición antes de adoptar ninguna resolución que, por ser demasiado cautos cara al futuro, les hiciera arrepentirse en lo inmediato; tras este consejo, despidió a su enviado. Cuando se presentó en Feres el resultado de esta misión, el pueblo no dudó ni un momento; estaban dispuestos a sufrir cuanto les deparase la guerra en defensa de su lealtad hacia Roma y tomaron todas las medidas posibles para la defensa de su ciudad. El rey lanzó un ataque simultáneo contra todas las partes de la muralla; como sabía perfectamente, pues ello era indiscutible, que de la suerte que corriera la primera ciudad que atacara dependía que los tesalios lo despreciaran o lo temieran, hizo todo lo posible por extender el terror por todas partes. Al principio, la guarnición sitiada ofreció una tenaz resistencia a sus furiosos ataques; pero al ver a muchos de los defensores muertos o heridos, su valor empezó a hundirse y solo mediante las recriminaciones de sus oficiales volvían a sostener su propósito inicial. Su número llegó a ser tan reducido que abandonaron el circuito exterior de sus murallas y se retiraron al interior de la ciudad, que estaba rodeada por una línea de fortificaciones más corta. Finalmente, su posición se volvió desesperada y, temiendo no encontrar misericordia si la ciudad era capturada al asalto, se rindieron. El rey no tardó en aprovecharse del temor provocado por esta captura y mandó cuatro mil hombres a Escotusa. Aquí, los ciudadanos se rindieron rápidamente en vista del reciente ejemplo de los ferenses, que se vieron obligados a hacer por la fuerza lo que en principio estaban decididos a rechazar. Hipóloco y su guarnición de lariseos fueron incluidos en la capitulación. Todos ellos salieron indemnes, pues el rey pensó que esto haría mucho para ganarse las simpatías de los lariseos.

[36,10] Todas estas operaciones las llevó a cabo en los diez días siguientes a su aparición ante Feras. Continuó, marchando con todo su ejército, hasta llegar a Cranón [quedan sus ruinas en el lugar llamado Paleá Lárissa, al suroeste de Lárisa.-N. del T.], que tomó inmediatamente después de su llegada. A continuación se hizo con Cierio, Metrópolis y las diversas fortalezas a su alrededor; para entonces, todo aquel territorio, excepto Atrage y Girtón, estaban en su poder. Su siguiente objetivo era Lárisa, donde espera que, bien por el temor a sufrir el destino de las otras ciudades tomadas al asalto, bien por gratitud al dejar marchar libre a su guarnición o por el ejemplo de tantas ciudades que se habían rendido voluntariamente, quedaran disuadidos de presentar una resistencia tenaz. Para intimidar a los defensores, llevó sus elefantes delante de sus líneas, siguiéndoles el ejército en orden de batalla hasta la ciudad. El espectáculo hizo que gran parte de los lariseos oscilaran entre el miedo al enemigo que esta ante sus puertas y el de ser infieles a sus distantes aliados. Durante este tiempo Aminandro y sus atamanes se apoderaron del Pelineo, y Menipo avanzó en Perrebia con una fuerza etolia de tres mil infantes y doscientos jinetes, tomando Malea y Cirecia al asalto y asolando el territorio de Trípoli. Después de estas rápidas victorias, volvieron con el rey en Lárisa, donde lo encontraron celebrando un consejo de guerra para decidir qué se debía hacer con esta ciudad. Hubo mucha diversidad de opiniones. Algunos estaban a favor de lanzar inmediatamente un asalto, pues la ciudad estaba situada en una llanura abierta por todas partes y sin pendientes, instando a que no hubiera retraso alguno en la construcción de obras de asedio y artillería con las que atacar las murallas, al mismo tiempo y por todos los lados. Otros recordaron al consejo que no se podían comparar las fuerzas de esta ciudad con las de Feres; además, ahora era invierno, una estación bastante inapropiada para desarrollar operaciones bélicas y aún menos para el asedio y asalto de una ciudad. Estando el rey indeciso sobre si había más que ganar o que perder con el intento, se fortaleció su ánimo con la llegada de embajadores desde Farsala para presentarle la rendición su ciudad. Entretanto, Marco Bebio se había reunido con Filipo en Dasarecia, coincidiendo ambos en que se debía enviar a Apio Claudio para proteger Lárisa. Claudio atravesó Macedonia a marchas forzadas y llegó a la cumbre de las montañas que dominan Gonos, un lugar distante veinte millas de Lárisa [29600 metros.-N. del T.], casi a la entrada del desfiladero de Tempe. Hizo aquí medir un campamento de dimensiones mayores de lo que sus fuerzas precisaban y encendió más fuegos de los necesarios, para dar la impresión al enemigo de que estaba allí todo el ejército romano junto con el rey Filipo. Antíoco, dejando pasar solo un día, abandonó Lárisa y regresó a Demetríade, alegando la proximidad del invierno como razón para su retirada. Los etolios y los atamanes también se retiraron tras sus propias fronteras. Aunque Apio vio que el propósito de su marcha, el levantamiento del asedio, se había cumplido, marchó no obstante hasta Lárisa para tranquilizar a sus aliados respecto al futuro. Estos tuvieron doble motivo de satisfacción: el primero era la retirada del enemigo de su suelo, después, el ver las tropas romanas dentro de sus murallas.

[36.11] El rey marchó desde Demetríade a Calcis. Allí se enamoró de una joven calcidense hija de Cleptólemo; primero a través de otros y luego rogando con insistencia a su padre, que era reacio a entablar parentesco con alguien de rango tan gravoso para su fortuna, logró su propósito y se casó con la muchacha. La boda se celebró como si fuera tiempo de paz y, olvidando las dos grandes empresas en las que se había embarcado – la guerra con Roma y la liberación de Grecia – abandonó sus ocupaciones y pasó el resto del invierno entre banquetes y los placeres del vino, durmiendo sus desenfrenos y más cansado que satisfecho. Todos los prefectos del rey que estaban al mando de los diferentes cuarteles de invierno, en especial los de Beocia, cayeron en el mismo modo de vida disoluto; también los soldados comunes lo hicieron y ni un hombre entre ellos se puso su armadura o entró de servicio o de centinela, desentendiéndose de cualquier deber militar. Por lo tanto, cuando, al comienzo de la primavera, pasó Antíoco por la Fócide camino de Queronea, donde había dado órdenes para que se reuniera todo su ejército, le resultó fácil comprobar que los hombres habían pasado el invierno bajo una disciplina tan poco estricta como su comandante. Ordenó a Alejandro, el acarnane, y al macedonio Menipo que, desde Queronea, llevasen a las tropas hacia Estrato, en Etolia. Él, después de ofrecer un sacrificio a Apolo en Delfos, marchó hacia Lepanto. Aquí mantuvo una entrevista con los líderes de Etolia y luego, tomando la carretera que pasa por Calidón y Lisimaquia, llegó a Estrato, donde se reunió con su ejército, que venía del golfo Malíaco. Mnasíloco, uno de los hombres principales entre los acarnanes, comprado por Antíoco mediante multitud de regalos, estaba tratando personalmente de convencer a su pueblo de que se pusieran de parte del rey. Había logrado incluso convencer al pretor Clito, que detentaba por entonces la máxima magistratura, sobre sus puntos de vista, pero veía que sería difícil convencer a Leucas, la capital, para que se rebelara contra Roma, a causa de su temor a la flota romana al mando de Atilio, una parte de la cual navegaba frente a Cefalonia. Por consiguiente, decidió adoptar una estratagema. En una reunión del Consejo, les dijo que se debían proteger los puertos de Acarnania, y que todos los que pudieran portar armas debe ir hasta Medión y Tirreo para impedir que fuesen tomadas por Antíoco y los etolios. Algunos de los presentes protestaron contra esta división sin sentido de sus fuerzas, considerándola totalmente innecesaria, y dijeron que bastaría para ese propósito una fuerza de quinientos hombres. Cuando llegó este grupo, situó trescientos hombres en Medión y doscientos en Tirreo, con la intención de que cayeran en manos del rey y poder usarlos luego como rehenes.

[36.12] Entretanto, llegaron a Medión unos embajadores del rey. Fueron recibidos en audiencia por la asamblea y a continuación se discutió la respuesta que se debía enviar al rey. Unos opinaban que debían mantener su alianza con Roma y otros insistían en que no se debía rechazar la amistad que ofrecía el rey; Clito propuso un término intermedio que la asamblea decidió adoptar, a saber, enviar ante el rey y pedirle que dejara a los madionios consultar al consejo nacional de Acarnania sobre asunto tan importante. Mnasíloco y sus partidarios lograron ser nombrados en la legación, mandando un mensaje secreto a Antíoco urgiéndole a traer su ejército mientras ellos ganaban tiempo. La consecuencia de esto fue que apenas había partido la embajada cuando apareció Antíoco por sus fronteras y, en poco tiempo, ante sus puertas. Mientras que los que no estaban al tanto de la trama se apresuraban confusamente por las calles y llamaban a los jóvenes a las armas, Antíoco fue introducido en la ciudad por Mnasíloco y Clito Muchos llegaron a su alrededor por su propia voluntad, e incluso sus oponentes, constreñidos por el temor, se le unieron. Él calmó sus temores mediante un discurso lleno de amabilidad y, al hacerse de conocimiento general su clemencia, varias de las ciudades de Acarnania se pasaron a su lado. Desde Medión marchó a Tirreo, habiendo enviado por delante a Mnasíloco y a sus embajadores. Sin embargo, el descubrimiento del engaño usado en Medión hizo que los tirreanos, en vez de intimidarse, se pusieran aún más en guardia. Dieron una respuesta completamente ambigua a sus requerimientos y le dijeron que no establecerían ninguna alianza nueva a menos que los comandantes romanos los autorizaran; al mismo tiempo, cerraron sus puertas y guarnicionaron sus murallas. Quincio envió a Cneo Octavio, al mando de un destacamento de tropas y algunos barcos de Aulo Postumio, a quien el general Atilio había puesto al mando de Cefalonia; su oportuna llegada a Leucas dio a los acarnanes nuevos ánimos, pues les informó de que el cónsul Manio Acilio había cruzado el mar con sus legiones y que los romanos estaban acampados en la Tesalia. Sus noticias resultaron más creíbles debido a que la estación del año era ya más favorable a la navegación; el rey, tras colocar guarniciones en Medión y en una o dos de las demás ciudades de Acarnania, se retiró de Tirreo y, pasando por las ciudades de Etolia y Fócide, regresó a Calcis.

[36,13] Marco Bebio y Filipo, tras su reunión en Dasarecia y después de enviar a Apio Claudio para levantar el sitio de Lárisa, habían regresado a sus respectivos cuarteles de invierno, pues era demasiado pronto para emprender operaciones militares. Al comienzo de la primavera bajaron con sus fuerzas unidas hasta Tesalia; Antíoco, por entonces, estaba en Acarnania. Filipo atacó Malea, en Perrebia, y Bebio atacó Facio, tomando esta plaza al primer asalto y capturando luego Festo con igual rapidez. Marchando de vuelta a Atrage, avanzó desde allí contra Cirecias y Ericio [en Perrebia.-N. del T.], apoderándose de ambos lugares; tras colocar guarniciones en las ciudades capturadas se reunió con Filipo, que estaba sitiando Malea. A la llegada del ejército romano se rindió la guarnición, fuera porque se viese intimidada por las fuerzas de asedio o porque esperase lograr términos más favorables. A continuación, los dos comandantes se dirigieron, con sus fuerzas unidas, a recuperar aquellas ciudades que mantenían los atamanes, es decir, Eginio, Ericinio, Gonfos, Silana, Trica, Melibea y Faloria. Después, asediaron Pelineo, donde se encontraba Filipo de Megalópolis con quinientos infantes y cuarenta jinetes; antes de lanzar su asalto, advirtieron a Filipo para que no les obligara a tomar medidas extremas. Este les envió una respuesta desafiante, diciéndoles que se habría puesto en manos de los romanos o de los tesalios, pero que no se pondría a merced de Filipo. Como resultaba evidente que habría de emplearse la fuerza y que mientras se efectuaba el asedio se podía atacar también Limneo, se decidió que el rey marchara a Limneo mientras Bebio se quedaba para llevar a cabo el asedio de Pelineo.

[36.14] Mientras tanto, el cónsul Manio Atilio había desembarcado con diez mil infantes, dos mil jinetes y quince elefantes. Ordenó a los tribunos militares que llevasen la infantería a Lárisa, mientras él iba con la caballería a reunirse con Filipo en Limneo. A la llegada del cónsul, el lugar se rindió de inmediato y entregaron la guarnición de Antíoco junto con los atamanes. Desde Limneo, el cónsul marchó a Pelineo. Aquí, los atamanes fueron los primeros en rendirse, siguiéndoles Filipo de Megalópolis. Cuando salía de la fortaleza, llegó Filipo de Macedonia para reunirse con él y ordenó a sus hombres que lo saludaran, en son de burla, como rey; luego, con un tono de desprecio indigno de su propio rango, se dirigió a él como «hermano». Cuando fue llevado ante el cónsul, este ordenó que se le custodiara estrechamente y, no mucho después, se le encadenó y se le envió a Roma. Todas las guarniciones que se habían entregado, tanto las de los atamanes como las de Antíoco, fueron entregadas a Filipo; su número ascendió a cuatro mil hombres. El cónsul fue a Lárisa para celebrar un consejo de guerra y decidir sobre las siguientes operaciones; de camino, se encontró con delegados de Cierio y Metrópolis, que ofrecieron la rendición de sus ciudades. Filipo tenía la esperanza de apoderarse de Atamania, por lo que trató a sus prisioneros atamanes con especial indulgencia, con el propósito de ganarse a sus compatriotas a través de ellos. Llevó a su ejército hacia aquel país después de enviarlos por delante a sus hogares. La noticia que llevaron los prisioneros sobre la clemencia y generosidad del rey para con ellos, tuvo gran efecto sobre sus compatriotas. De haber estado presente Aminandro en su reino, podría haber mantenido leales a su autoridad a algunos de sus súbditos; sin embargo, el miedo a ser traicionado a su antiguo enemigo Filipo y a los romanos, irritados justamente con él por su traición, le hizo huir, junto con su esposa e hijos, a Ambracia. Toda Atamania, en consecuencia, quedó sometida a Filipo.

El cónsul permaneció unos días en Lárisa, principalmente con el fin de dar descanso a los caballos y al ganado de tiro que, debido al viaje marítimo y la posterior marcha, había quedado agotado. Cuando su ejército quedó, por así decir, renovado tras el breve descanso, se dirigió a Cranón y sobre la marcha recibió la rendición de Farsala, Escotusa y Feres, junto con las guarniciones que Antíoco había dispuesto en ellas. Preguntó a estas tropas si estarían dispuestas a quedarse con él. Entregó a Filipo sobre un millar de voluntarios y al resto, desarmados, los envió de vuelta a Demetríade. A continuación capturó Proerna [entre Farsala y Táumacos, aunque se desconoce su ubicación exacta.-N. del T.] y las fortalezas próximas, siguiendo su marcha hacia el golfo Malíaco. Cuando se acercaba al desfiladero sobre el que se encuentra Táumacos, todos los jóvenes se armaron, dejaron la ciudad y ocuparon los bosques y caminos, lanzando ataques contra la columna romana desde los terrenos más elevados. El cónsul envió partidas para aproximarse a ellos y hablarles a distancia, advirtiéndoles contra aquella locura; pero al ver que persistían, ordenó a un tribuno militar que los rodeara con dos manípulos y cortase su retirada hacia la ciudad, que fue ocupada por el cónsul ante la ausencia de sus defensores. Al oír los gritos en la ciudad capturada detrás de ellos, huyeron de regreso desde todas partes y fueron destrozados. Al día siguiente, el cónsul marchó de Táumacos al río Esperqueo, asolando desde allí los campos de los hipateos.

[36,15] Antíoco estuvo durante todo este tiempo en Calcis, descubriendo finalmente que nada había logrado en Grecia, aparte de un muy agradable invierno en Calcis y una boda humillante. Acusaba ahora a los etolios de haberle hecho promesas vacías y admiraba a Aníbal, no solo como hombre prudente y previsor, sino como poco menos que un profeta, al ver cómo había predicho cuanto estaba sucediendo. Para que su aventura temeraria no se arruinara por su propia inactividad, envió un mensaje a los etolios pidiéndoles que concentraran todas sus fuerzas en Lamia, donde él mismo se les uniría con unos diez mil infantes, en su mayoría soldados llegados de Asia, y quinientos de caballería. Los etolios se reunieron en números considerablemente inferiores a ocasiones anteriores: solo se presentaron algunos de los notables con unos pocos de sus clientes. Dijeron que habían hecho todo lo posible para reunir a la mayor cantidad posible de sus respectivas ciudades, pero ni su influencia personal, sus recursos o su autoridad bastaron contra los que declinaron servir. Al verse abandonada por todos, tanto por sus propias tropas, reacios a salir de Asia, y por sus aliados, que no cumplían con lo que se comprometieron a proporcionar cuando le habían llamado, se retiró por el paso de las Termópilas. Esta cordillera corta Grecia en dos, igual que Italia está atravesada por los Apeninos. Al norte del desfiladero se encuentran Epiro, Perrebia, Magnesia, Tesalia, la Ftiótide de Acaya y el Golfo Malíaco. Al sur se encuentra la mayor parte de Etolia, Acarnania, la Fócide y la Lócride, Beocia, la isla contigua de Eubea y el Ática, que se proyecta en el mar como un promontorio; más allá de estos está el Peloponeso. Esta cordillera se extiende desde Leucas, en el mar occidental, ya través de Etolia hasta el mar oriental, y es tan abrupta y quebrada que incluso la infantería ligera -no digamos ya un ejército- tendría grandes dificultades en hallar caminos por los que atravesarla. El extremo oriental de la cordillera se llama Eta, y su pico más alto lleva el nombre de Calídromo. El camino que discurre por el terreno más bajo, entre su base y el golfo Malíaco, no tiene más de sesenta pasos de anchura y es la única vía militar que puede ser transitada por un ejército, pero sólo si no se encuentra con ninguna oposición [desde tiempos de Heródoto, que lo describe en VII-176, hasta nuestros días, el paso de las Termópilas, o puertas calientes, ha ido aumentando su anchura gracias a las aportaciones sedimentarias del río Esperqueo.-N. del T.]. Por esta razón el lugar se llama Pilas y también las Termópilas, a causa de las aguas termales que allí existen; es famosa por la batalla contra los persas, pero más aún por la muerte gloriosa de los lacedemonios que lucharon allí.

[36,16] En un estado de ánimo muy diferente al de estos, Antíoco asentó su campamento en la parte más estrecha del paso, bloqueándolo con trabajos de fortificación y protegiendo cada parte de él con una doble línea de foso y empalizada; allí donde le pareció necesario, colocó un muro hecho con las piedras que yacían por todas partes. Estaba bastante seguro de que el ejército romano nunca atacaría por allí; por ello, envió dos destacamentos compuestos por los cuatro mil etolios que se le habían unido, uno a defender Heraclea, una plaza justo enfrente del desfiladero, y el otro a Hípata. Esperaba que el cónsul atacase Heraclea y ya le estaban llegando numerosos mensajes diciendo que estaban siendo asolados los territorios alrededor de Hípata. El cónsul devastó en primer lugar el territorio de Hípata y luego el de Heraclea; en ninguno de estos lugares resultó eficaz la ayuda de los etolios y los romanos, finalmente, acamparon frente al rey, a la entrada del desfiladero y junto a las aguas termales. Ambos destacamentos etolios se guarecieron en Heraclea. Antes de que apareciera su enemigo, Antíoco consideraba que todo el paso estaba bloqueado y fortificado por sus tropas; ahora, sin embargo, estaba inquieto ante la posibilidad de que los romanos pudieran encontrar algún camino por las alturas vecinas mediante el que pudieran rodear sus defensas, pues se contaba que los lacedemonios habían sido tomados por la retaguardia, de aquel modo, por los persas y, más recientemente, Filipo por los romanos. En consecuencia, envió un mensaje a los etolios en Heraclea, pidiéndoles que le hicieran este último servicio en la guerra, es decir, tomar y guarnecer las crestas de las montañas alrededor para impedir que los romanos la cruzaran por algún punto. Al recibir este mensaje, se produjo diferencia de opiniones entre los etolios. Algunos pensaban que debían cumplir con la petición del rey y marchar; otros se pronunciaron a favor de permanecer en sus cuarteles en Heraclea, dispuestos para cualquiera de las dos posibles eventualidades. Si el rey era derrotado, ellos tendrían luego sus fuerzas intactas y podrían ayudar en la defensa de las ciudades de alrededor; si, por el contrario, resultaba vencedor, estarían entonces en posición de lanzarse en persecución de los romanos fugitivos. Cada parte mantuvo su opinión, y no sólo la mantuvo sino que actuó según la misma; dos mil se quedaron en Heraclea y los demás, divididos en tres grupos, ocuparon las tres alturas de Calídromo, Roduncia y Tiquiunte, que allí se llamaban.

[36,17] Cuando el cónsul vio que las alturas estaban ocupadas por los etolios, envió a los legados consulares [es decir, generales, bajo las órdenes de los cónsules, que habían desempeñado el consulado; era un modo de proporcionar al cónsul una especie de estado mayor experimentado y con un claro matiz político, capaz tanto de hacerse cargo de la continuación de las operaciones en ausencia del cónsul como de ofrecer hombres de la suficiente significación para el desempeño de ciertas operaciones.-N. del T.] Marco Porcio Catón y a Lucio Valerio Flaco, con dos mil hombres escogidos cada uno, para atacar sus fortalezas; Flaco contra el Roduncia y el Tiquiunte, y Catón contra el Calídromo. Antes de hacer avanzar a sus tropas contra el enemigo, el cónsul hizo formar a sus hombres y les dirigió unas palabras. «Soldados,-dijo- veo que hay muchos entre vosotros, de todos los empleos, que habéis estado sirviendo esta provincia bajo el mando y los auspicios de Tito Quincio. En la guerra de Macedonia el desfiladero del río Áoo fue más difícil de forzar que este, pues aquí tenemos puertas y este pasaje provisto por la naturaleza es el único disponible, cualquier otra ruta entre ambos mares está bloqueada. En aquella ocasión, además, las defensas enemigas eran más fuertes y construidas en terreno más ventajoso; el ejército enemigo era más numeroso y compuesto por mejores soldados; había en aquel ejército macedonios, tracios e ilirios, pueblos mucho más belicosos; aquí tenemos sirios y griegos asiáticos, gentes de lo más despreciable y nacidas solo para la esclavitud. El rey que entonces se nos oponía era un auténtico soldado, entrenado desde su juventud en guerras contra los tracios, los ilirios y todos los pueblos vecinos; este hombre de ahora, para no hablar de su vida anterior, que pasó de Asia a Europa para hacer la guerra a los romanos, nada ha hecho durante los meses de invierno más memorable que casarse con una joven de una casa particular y de origen oscuro incluso entre sus mismos compatriotas; y ahora, el novio recién casado y, por así decir, engordado por los festines nupciales viene aquí a combatir. Su principal esperanza y su mayor fuerza residía en los etolios, el pueblo menos de fiar y más desagradecido, como ya habíais aprendido vosotros y ahora está aprendiendo Antíoco. Ni han venido en número considerable ni se les ha podido mantener en el campamento; están en desacuerdo entre sí y, tras insistir en que se debía defender Hípata y Heraclea, rehusaron defender ambos lugares y se refugiaron, unos en las alturas de las montañas y otros en Heraclea. El mismo rey ha demostrado claramente que no se atrevía a enfrentarse con nosotros en campo abierto y ni siquiera ha asentado su campamento en terreno abierto; ha abandonado todo el territorio que se jactaba de habernos arrebatado a nosotros y a Filipo, escondiéndose entre las rocas. Ni siquiera situó su campamento a la entrada del desfiladero, como dicen que hicieron los lacedemonios con el suyo, sino que se retiró a su interior. ¿Qué diferencia hay, para que veáis su miedo, entre encerrarse aquí o tras las murallas de una ciudad sitiada? El paso, sin embargo, no protegerá a Antíoco, ni defenderán a los etolios las alturas que han ocupado. Se han tomado medidas y precauciones bastantes para impedir que, durante la lucha, os tengáis que preocupar de nada que no sea combatir al enemigo. Considerad que no solo estáis luchando por la libertad de Grecia, aunque sería algo espléndido librar de manos de los etolios y de Antíoco el país que antes rescatasteis de Filipo, ni tampoco será únicamente vuestra recompensa lo que obtengáis del campamento del rey; serán también vuestro botín todos esos suministros que se espera que lleguen desde Éfeso de un día para otro; después abriréis al dominio de Roma Asia, y Siria, y todos los ricos reinos del más lejano oriente. ¿Qué nos impedirá, entonces, extender nuestros dominios desde Cádiz hasta el Mar Rojo, sin más límite que el Océano que envuelve el mundo, y hacer que toda la raza humana reverencie Roma solo por detrás de los dioses? Mostrad un ánimo digno de tan gran recompensa, para que mañana, con ayuda de los dioses, libremos la batalla decisiva».

[36.18] Después de esta arenga, los soldados rompieron filas y prepararon armas y armaduras antes de tomar alimento y descansar. En cuanto amaneció, el cónsul hizo dar la señal para la batalla y formó a sus hombres en un estrecho frente, para adaptarse a la angostura del terreno. Cuando el rey vio los estandartes del enemigo, hizo también formar a sus hombres. Situó frente a su empalizada a parte de su infantería ligera, para formar la primera línea. Detrás de ellos, para apoyarles, situó a los macedonios, conocidos como «sarisóforos» [portadores de la sarisa, la lanza larga.-N. del T.], desplegados para guardar las defensas. A la izquierda de estos, al mismo pie de las montañas, dispuso un grupo de lanzadores de jabalinas, arqueos y honderos, para que desde terreno más elevado pudieran hostigar el flanco desprotegido del enemigo. A la derecha de los macedonios, y hasta el final de sus líneas, donde el terreno se vuelve intransitable hasta el mar por culpa de los pantanos y las arenas movedizas, colocó a los elefantes con su escolta habitual, y detrás de ellos a la caballería; por último, un poco más atrás y con un breve espacio, al resto de sus tropas en segunda línea. Los macedonios, por delante de la muralla, no tenían inicialmente ninguna dificultad para resistir a los romanos, que trataban de abrirse paso por todas partes, y recibían una ayuda considerable que los que estaban en terreno más elevado, descargando sus hondas, y lanzando sus flechas y venablos todos a la vez, en una completa lluvia de proyectiles. Pero según se hacía mayor la presión del enemigo y se atacaba con más fuerza, fueron retrocediendo poco a poco en buen orden hacia su empalizada, formando allí prácticamente un segundo valladar con sus lanzas en ristre. La empalizada, debido a su moderada altura, no sólo ofrecía una posición más elevada desde la que luchar, sino que también les permitía mantener al enemigo, por debajo, a su merced gracias a sus largas lanzas. Muchos resultaron atravesados, en su temerario intento por coronar la empalizada, y se tendrían que haber retirado en desorden, tras fracasar su asalto, o haber sufrido graves pérdidas, de no haber aparecido Marco Porcio sobre una colina que dominaba el campamento. Había desalojado a los etolios de la cima del Calídromo, matando a su mayor parte, tras atacarlos cuando estaban descuidados y casi todos dormidos.

[36,19] Flaco no tuvo tanta suerte y su intento de llegar a los puestos fortificados sobre el Tiquiunte y el Roduncia fue un fracaso. Los macedonios y las demás tropas en el campamento del rey, al principio, al distinguirse en la distancia solo una masa de hombres en movimiento, creyeron que los etolios habían visto el combate desde lejos y venían en su ayuda. Sin embargo, cuando reconocieron los estandartes y las armas de los que se aproximaban, descubrieron su error y se aterrorizaron de tal manera que huyeron tras arrojar sus armas. La persecución se vio obstaculizada por las trincheras del campamento y el reducido espacio por el que los perseguidores tenían que pasar; aunque los elefantes eran el mayor obstáculo, ya que era difícil para la infantería pasar a través de ellos, e imposible para la caballería; los atemorizados caballos crearon más confusión, de hecho, que la misma batalla. El saqueo del campamento aún retrasó más la persecución. No obstante, persiguieron al enemigo hasta Escarfea y luego regresaron al campamento. Gran número de hombres y caballos murieron o fueron capturados en el camino, y los elefantes, de los que no se pudieron apoderar, fueron muertos. Mientras tenía lugar la batalla, los etolios que habían estado guardando Heraclea lanzaron un ataque sobre el campamento romano, pero sin obtener ningún resultado en su empresa que, ciertamente, no careció de audacia. Sobre la tercera guardia de la noche siguiente, el cónsul envió a la caballería para que siguiera la persecución, haciendo marchar a las legiones al amanecer. El rey había logrado una ventaja inicial considerable, ya que no se detuvo en su precipitada carrera hasta llegar a Elacia. Aquí recogió lo que quedaba de su ejército tras la batalla y la huida, retirándose con un pequeño grupo de soldados a medio armar hacia Calcis. La caballería romana no logró alcanzar al mismo rey en Elacia, pero cayó sobre gran parte de sus soldados cuando, agotados, se detenían o cuando se perdían por los caminos de un país desconocido, cosa normal al carecer de guías. De todo el ejército no escapó ni un solo hombre, aparte de los quinientos que formaban la guardia personal del rey, un número insignificante aun si aceptamos la afirmación de Polibio, anteriormente mencionada, de que las fuerzas que el rey trajo con él desde Asia no excedían los diez mil hombres. ¿Qué podríamos decir, si hubiéramos de creer a Valerio Antias cuando escribe que había sesenta mil hombres en el ejército del rey, de los que cayeron cuarenta mil y se hicieron más de cinco mil prisioneros, capturándose doscientos treinta estandartes? En la propia batalla, las pérdidas romanas ascendieron a ciento cincuenta hombres, muriendo no más de cincuenta en la defensa del campamento contra los etolios.

[36,20] Aunque el cónsul estaba llevando a su ejército a través de la Fócide y Beocia, los ciudadanos de las ciudades rebeldes, conscientes de su culpa y temiendo ser tratados como enemigos, salieron fuera de las puertas de sus ciudades con atuendo de suplicantes. El ejército, sin embargo, desfiló delante de todas sus ciudades, una tras otra, sin causar ningún daño, como si estuvieran en territorio amigo, hasta que llegaron a Coronea. Aquí se despertó una gran indignación ante la visión de una estatua de Antíoco erigida en el templo de Minerva Itonia, y se permitió a los soldados el saqueo de los dominios del templo. Sin embargo, después se consideró que, habiendo sido erigida allí por decisión de todos los beocios, era injusto tomar venganza únicamente sobre el territorio de Coronea. Hizo llamar inmediatamente de vuelta a sus soldados y se detuvo el pillaje, contentándose con reprender severamente a los beocios por su ingratitud para con Roma, después de los muchos beneficios que hacía tan poco habían recibido. En el momento de la batalla, diez de los barcos del rey, al mando del prefecto Isidoro, permanecían fondeadas en Tronio, en el golfo Malíaco. Alejandro de Acarnania, que había resultado gravemente herido, huyó hasta allí con la noticia de la derrota, y los barcos se apresuraron a navegar hasta Ceneo, en Eubea. Aquí murió y fue sepultado Alejandro. Tres buques, que habían venido desde Asia e iban hacia el mismo puerto, al tener noticia del desastre que se había apoderado del ejército, regresaron a Éfeso. Isidoro dejó Ceneo en dirección a Demetríade, por si la huida llevaba al rey hacia allí. Durante todo este tiempo, Aulo Atilio, que estaba al mando de la flota romana, interceptó un gran convoy de suministros para el rey que había pasado por el estrecho entre Andros y Eubea. Hundió algunos de los buques y capturó otros; los que estaban más a retaguardia variaron su rumbo hacia Asia. Atilio navegó de vuelta con su columna de naves capturadas y repartió la gran cantidad de grano que había a bordo entre los atenienses y otras ciudades aliadas de aquel territorio.

[36,21] Justo antes de la llegada del cónsul, Antíoco dejó Calcis y se dirigió a Tenos, en primer lugar, y desde allí a Éfeso. Al acercarse el cónsul a Calcis, el prefecto del rey, Aristóteles, salió de la ciudad y se abrieron las puertas al cónsul. Todas las restantes ciudades de Eubea se entregaron sin lucha, y en pocos días quedó restablecida la paz en toda la isla, regresando el ejército a las Termópilas sin dañar una sola ciudad. Esta moderación, mostrada tras la victoria, fue mucho más digna de alabanza que la propia victoria. Para que el Senado y el pueblo pudieran recibir, mediante un testigo con autoridad, un informe sobre las operaciones efectuadas, el cónsul envió a Roma a Marco Catón. Esté navegó desde Creúsa, emporio de los tespienses situado en la parte más interior del golfo de Corinto, hasta Patras, en Acaya; desde Patras marchó a Corfú, bordeando las costas de Etolia y Acarnania, pasando desde allí hasta Otranto [la antigua Hidrunto.-N. del T.], en Italia. Desde allí viajó rápidamente por tierra, y alcanzó Roma en cinco días. Entrando en la ciudad antes de que amaneciera, fue directamente a ver al pretor, Marco Junio, quien convocó una reunión del Senado al amanecer. Lucio Cornelio Escipión había sido enviado por el cónsul algunos días antes, encontrándose a su llegada que Catón se le había adelantado. Entró en el Senado mientras Catón estaba presentando su informe y ambos generales fueron llevados ante la Asamblea por orden del Senado, donde dieron los mismos detalles sobre la campaña etolia que habían expuesto ante el Senado. Se aprobó un decreto para ofrecer durante tres días una acción de gracias, debiendo sacrificar el pretor cuarenta víctimas adultas a los dioses que considerara conveniente. Marco Fulvio Nobilior, que había ido a Hispania dos años antes como pretor, entró por entonces en la Ciudad en Ovación. Llevó ante él ciento treinta mil monedas de plata acuñadas con la biga y doce mil libras de plata sin acuñar, además de ciento veintisiete libras de oro [507 y 3924 kilos de plata, respectivamente, y 41,53 kilos de oro.-N. del T.].

[36.22] Mientras Acilio estaba en las Termópilas, envió un mensaje a los etolios aconsejándoles, ahora que habían visto cuán vacías eran las promesas del rey, que volvieran a su sano juicio y devolvieran Heraclea, solicitando el perdón del Senado por su locura o su error. Otras ciudades de Grecia, les recordó, habían sido infieles a sus mejores amigos, los romanos, en esa guerra; pero después de la huida del rey, cuyas promesas les habían apartado de sus obligaciones, no agravaron su culpa mediante su voluntaria tozudez y habían sido recibidas inmediatamente como aliadas. Incluso en el caso de los etolios, a pesar de que no habían seguido al rey, sino que lo habían invitado, y que no fueron sus aliados en aquella guerra, sino sus guías, aún existía para ellos la posibilidad, si mostraban un verdadero arrepentimiento, de salir indemnes. Este mensaje se encontró con una respuesta desafiante; la cuestión, evidentemente, habría de quedar resuelta mediante las armas y estaba claro que, aunque el rey había sido derrotado, la guerra contra los etolios no había hecho más que empezar. En consecuencia, el cónsul desplazó su ejército desde las Termópilas hasta Heraclea, cabalgando el mismo día de su llegada alrededor de las murallas para determinar la situación de la ciudad. Heraclea se encuentra al pie del monte Eta; la ciudad misma está situada en una llanura y tiene una ciudadela que la domina desde una posición de altura considerable, cortada a pico por todos lados. Después de considerar cuidadosamente cuanto había observado, decidió lanzar un ataque simultáneo desde cuatro puntos diferentes. En dirección al río Asopo [al sureste de la ciudad.-N. del T., donde estaba el gimnasio, situó a Lucio Valerio al mando de las operaciones de asedio. Encargó a Tiberio Sempronio Longo el ataque contra la zona situada fuera de las murallas, casi más poblada que la propia ciudad. En el lado que daba al golfo Malíaco, donde la aproximación presentaba dificultades considerables, puso al mando a Marco Bebio. Hacia el arroyo que llaman Mélana, frente al templo de Diana, situó a Apio Claudio. Merced a los denodados esfuerzos de estos, tratando cada uno de superar a los demás, en pocos días quedaron completadas las torres, los arietes y demás preparativos para el asalto. El terreno que rodea Heraclea es pantanoso y está cubierto por árboles altos que proporcionan una fuente abundante de madera para toda clase de obras de asedio; como los etolios que vivían en el suburbio se habían refugiado en la ciudad, las casas desiertas proporcionaron materiales útiles para diversos propósitos, incluyendo no solo vigas y tablones, sino también ladrillos y piedras de todas las formas y tamaños.

[36.23] Los romanos, en su ataque a la ciudad, empleaban más las máquinas de asedio que las armas; los etolios, por el contrario, confiaban más en sus armas para defenderse. Cuando batían las murallas con los arietes, no desviaban, como es habitual, los golpes mediante el uso de lazos de cuerda, sino que efectuaban salidas con fuerzas considerables, llevando algunas antorchas encendidas para arrojar contra las obras de asedio. También había poternas en las murallas, y cuando reconstruían estas donde habían quedado destruidas, dejaban abiertas más de aquellas para permitir salidas más numerosas. Durante los primeros días del asedio, mientras sus fuerzas permanecieron intactas, fueron frecuentes e impetuosas estas salidas; conforme pasó el tiempo, se volvieron más escasas y débiles. Entre las muchas dificultades, la falta de sueño fue una de las que más les presionaban. Los romanos, debido a su número, podían disponer relevos regulares para sus hombres; pero los etolios eran pocos en comparación y al tener que estar continuamente de servicio los mismos hombres, noche y día, quedaban completamente agotados por el incesante esfuerzo. Durante veinticuatro días, sin un momento de respiro por el día ni por la noche, tuvieron que sostener los ataques del enemigo, que los lanzaba simultáneamente desde cuatro lugares distintos. Considerando el tiempo que llevaban atacando, y a la vista de la información llevada por los desertores, el cónsul se convenció de que los etolios estaban finalmente agotados e ideó el siguiente plan: Cuando llegara la media noche, daría la señal para retirarse y llamaría de vuelta a todos los soldados del asedio. Los mantendría tranquilos en el campamento hasta la hora tercia del día siguiente [sobre las 9 de la mañana.-N. del T.], cuando recomenzaría el ataque y lo sostendría hasta la media noche, cuando lo suspendería nuevamente hasta la hora tercia del día siguiente. Los etolios supondrían que el motivo para no continuar el asalto sería el mismo que les ocurría a ellos, es decir, el excesivo cansancio, y cuando se diera a los romanos la señal para retirarse, también ellos, como si les hubiesen llamado igualmente, abandonarían sus posiciones y no reanudarían las guardias en las murallas hasta la hora tercia del día siguiente.

[36.24] Tras la suspensión de las operaciones a media noche, el cónsul reanudó el asalto en la cuarta guardia, con extrema violencia y por tres lados. Ordenó a Tiberio Sempronio que mantuviera a sus soldados alerta y dispuestos en el cuarto lado, pues no tenía duda de que los etolios, en la confusión nocturna, correrían hacia los lugares donde escuchasen los gritos del combate. Algunos de los etolios estaban dormidos, agotados por el esfuerzo y la falta de descanso, pudiéndose levantar solo con gran dificultad; los que aún estaban despiertos, al escuchar el ruido de la batalla, se lanzaron a ella en la oscuridad. Los atacantes trataban de escalar sobre las partes caídas de la muralla hacia el interior de la ciudad, otros trataban de coronar el muro mediante escalas de asalto y los etolios se apresuraban a todas partes para enfrentarse al ataque. El único lado que quedó sin atacar y sin vigilar fue el de los edificios del suburbio; los que debían atacarlo esperaban con impaciencia la señal y nadie quedaba allí para defenderlo. Ya amanecía cuando el cónsul dio la señal y penetraron en la ciudad sin ninguna oposición; algunos sobre las murallas derruidas, otros, donde los muros estaban intactos, mediante escalas de asalto. En cuanto se oyeron los gritos que anunciaban que se había capturado la ciudad, los etolios abandonaron sus puestos y huyeron a la ciudadela.

El cónsul dio a sus tropas victoriosas permiso para saquear la ciudad, no como un acto de venganza, sino para que los soldados, a quienes se les había prohibido en tantas ciudades, pudieran probar, al menos en un único lugar, los frutos de la victoria. Hacia el mediodía, llamó de vuelta a sus hombres y los formó en dos grupos. Ordenó a uno de ellos que marchara alrededor de la falda de la montaña, hasta un pico que tenía la misma altura que la ciudadela y que estaba separado de esta por un barranco, como si la hubieran arrancado de ella. Las alturas estaban tan próximas la una a la otra que se podían arrojar proyectiles desde la cumbre sobre la ciudadela. Con el otro grupo, el cónsul trataría de subir hasta la ciudadela, esperando la señal de aquellos que debían coronal el otro pico. Sus gritos al ocupar la otra altura y el ataque del grupo restante desde la ciudad fueron demasiado para los etolios, con sus ánimos completamente quebrados y sin preparación para soportar un asedio en la ciudadela, que apenas podían sostener y mucho menos proteger, pues se habían congregado allí las mujeres, los niños y otros no combatientes. Así pues, al primer asalto depusieron sus armas y se rindieron. Entre ellos, junto a otros notables etolios, se encontraba Damócrito. Al comienzo de la guerra le había contestado a Tito Quincio, cuando este le pidió una copia del decreto de invitación a Antíoco, que se lo daría en Italia, cuando los etolios hubieron acampado allí. Aquella muestra de arrogancia hizo su rendición aún más grata a los vencedores.

[36,25] Mientras los romanos se encontraban asediando Heraclea, Filipo, según lo acordado con el cónsul, atacaba Lamia. Había ido a las Termópilas para felicitar al cónsul y al pueblo de Roma por la victoria y, al mismo tiempo, para disculparse por la enfermedad que le impidió tomar parte en las operaciones contra Antíoco. A continuación, ambos comandantes se separaron en distintas direcciones, para proceder al asedio simultáneo de ambas plazas. Distan unas siete millas entre sí [10360 metros.-N. del T.] y como Lamia se encuentra sobre un terreno elevado, mirando sobre todo hacia el monte Eta, parece que la distancia entre ellas es muy corta, viéndose desde una cuando sucede en la otra. Los romanos y los macedonios compitieron enérgicamente entre sí, tanto en las operaciones de asedio como en los mismos combates noche y día. Pero la tarea de los macedonios tenía mayor dificultad, pues las galerías y manteletes romanos, así como todas sus máquinas de asedio, estaban en terreno elevado, mientras que los macedonios dirigían el ataque mediante minas subterráneas en las que a menudo topaban con lugares arduos por culpa de rocas sobre las que sus herramientas de hierro hacían poca mella. Viendo que no progresaba mucho, el rey celebró conferencias con los dirigentes de la ciudad, esperando poder convencerles para que se rindieran. Estaba seguro de que, si Heraclea era tomada antes, se rendirían antes a los romanos que a él mismo y el cónsul se ganaría su gratitud por haber levantado el sitio. Su suposición resultó correcta, pues apenas se tomó Heraclea le llegó un mensaje pidiéndole que abandonara el asedio, pues habiendo sido los romanos quienes habían combatido contra los etolios en batalla campal, resultaba justo que fueran ellos quienes lograran el premio de la victoria. Así, tuvo lugar la retirada de Lamia y, gracias a la caída de la ciudad vecina, escapó de un destino similar.

[36.26] Poco antes de la caída de Heraclea, los etolios celebraron una asamblea en Hípata y resolvieron enviar embajadores a Antíoco; entre ellos se encontraba Toante, que ya había sido enviado anteriormente. Se les ordenó que pidiesen al rey que llamase una vez más a sus fuerzas terrestres y navales y que cruzara a Grecia; si algo se lo impedía, entonces debían pedirle que enviara dinero y tropas, precisándole que importaba a su dignidad real y a su honor personal el no traicionar a sus aliados; si permitía que los romanos, tras destruir a los etolios, quedaran con las manos totalmente libres y desembarcasen en Asia con todas sus fuerzas, pondría en peligro la seguridad de su propio reino. Cuanto dijeron era cierto y, por tanto, causaron la más profunda impresión en el rey. Les dio dinero para los gastos inmediatos de la guerra y se comprometió a enviar ayuda terrestre y naval. Retuvo junto a él a uno de los embajadores, Toante, que se alegró mucho de quedarse pues, permaneciendo allí, podría asegurar el cumplimiento de sus promesas.

[36.27] La caída de Heraclea, sin embargo, quebró el ánimo de los etolios. A los pocos días de su solicitud a Antíoco, pidiéndole la reanudación de las hostilidades y su retorno a Grecia, dejaron de lado todos los planes bélicos y enviaron emisarios al cónsul para pedir la paz. Cuando empezaron a hablar, el cónsul les interrumpió al poco diciéndoles que había otras cuestiones de las que se debía ocupar antes. A continuación les concedió una tregua de diez días y les ordenó regresar a Hípata acompañados por Lucio Valerio Flaco, ante el que debía plantear las cuestiones que quisieran discutir con él, así como cualquier otro asunto del que quisieran hablar. A su llegada a Hípata, Flaco encontró a los líderes etolios reunidos en un consejo y deliberando entre ellos qué posición debían adoptar en las negociaciones con el cónsul. Se disponían a alegar los antiguos tratados vigentes y sus servicios a Roma, cuando Flaco les aconsejó que desistieran de recurrir a los tratados que ellos mismos habían violado y roto. Ganarían mucho más, les dijo, si confesaban sus faltas y se limitaban a pedir clemencia. Su única esperanza de seguridad residía no en la fuerza de su causa, sino en la clemencia del pueblo romano; si adoptaban una actitud suplicante, él estaría a su lado ante el cónsul y ante el Senado, en Roma, pues también tendrían que enviar allí a sus embajadores. Todos los presentes vieron que sólo un camino conducía a la seguridad, a saber, ponerse a merced de los romanos. Pensaban que, apareciendo como suplicantes, les causaría vergüenza dañarles y podrían seguir preservando su independencia si la fortuna les ofrecía algo mejor.

[36,28] Cuando se presentó ante el cónsul, Feneas, el jefe de la delegación, pronunció un largo discurso, compuesto en diversos modos para mitigar la ira del vencedor, y concluyó diciendo que los etolios sometían sus personas y cuanto poseían al honor y la buena fe del pueblo de romano. Cuando el cónsul escuchó esto, le dijo: «Mirad dos veces, etolios, estas condiciones en que os entregáis». Feneas, entonces, le mostró el decreto en el que se indicaba todo aquello detalladamente. «Así pues, -les respondió-, ya que os entregáis en estos términos, os exijo que entreguéis de inmediato a Dicearco, vuestro compatriota, y a Menestas del Epiro -este era el hombre que había introducido un cuerpo de tropas en Lepanto e indujo a los ciudadanos a la rebelión-, así como a Aminandro y a los líderes atamanes que os convencieron para rebelaros contra nosotros». Feneas apenas dejó que el romano terminase su frase y le replicó: «No nos hemos entregado como esclavos, sino a tu protección y buena fe; y estoy seguro de que, al no conocernos, nos das órdenes contrarias a las costumbres de los griegos». A esto, el cónsul respondió: «Pues no, ¡por Hércules!, no me preocupa lo que los etolios consideren que son las costumbres de los griegos, pues yo sigo las costumbres de los romanos y doy mis órdenes a quienes, tras ser vencidos por la fuerza de las armas, acaban de entregarse por decisión propia. Así pues, si mi orden no se obedece de inmediato, mandaré ahora mismo que se os encadene». Ordenó entonces que se trajeran los grilletes y que los lictores rodearan a Feneas. Este, junto a los demás etolios, perdió toda su arrogancia, dándose finalmente cuenta de su situación, declarando Feneas que él y los etolios se daban cuenta de la necesidad de cumplir con las órdenes del cónsul, pero que era preciso que que se aprobara un decreto a tal efecto en una asamblea de los etolios. A fin de que se pudiera hacer esto, le pidieron una tregua de diez días. Flaco apoyó la solicitud, que fue concedida, y se volvieron a Hípata. Una vez aquí, Feneas informó al consejo restringido -conocido como apokleti- sobre las condiciones que se les había impuesto y el destino que habían estado a punto de sufrir él y sus colegas. Los notables deploraron la situación a que se veían reducidos, pero decidieron que su vencedor debía ser obedecido y que se debía convocar una reunión de los etolios de todas sus ciudades.

[36.29] Así, se reunió la asamblea de todos los ciudadanos etolios; al escuchar las condiciones se exasperaron de tal manera por lo duro y humillante de las imposiciones que, si hubieran estado en tiempo de paz, el estallido de ira los habría hecho lanzarse a la guerra. Además de la cólera que se levantó, hubo dificultades para llevar a cabo lo ordenado. ¿Cómo, se preguntaban, podrían ellos entregar al rey Aminandro? Y, además, la presencia de Nicandro, que acababa de regresar de su misión junto a Antíoco, levantó vanas esperanzas de que se estaba preparando una guerra enorme por tierra y por mar. Después de un viaje de doce días desde Éfeso desembarcó en Falara, en el golfo Malíaco, de camino a Etolia. De allí pasó a Lamia, donde dejó el dinero que el rey les había dado, partiendo después, a primera hora de la tarde y con una escolta de tropas ligeras, para seguir por caminos que conocía bien. Mientras recorría el territorio entre los campamentos romanos y macedonios, llegó hasta un puesto avanzado macedonio y fue conducido ante el rey. Filipo no había terminado de cenar, y cuando se le informó de la detención lo trató no como un enemigo, sino como un invitado, invitándole a sentarse y participar en el banquete [otras traducciones dicen que estaba comiendo.-N. del T.]. Luego, una vez despedidos los restantes invitados, se quedó a solas con él y le aseguró que no tenía nada que temer. Culpó a los etolios por sus desatinadas decisiones, que siempre se volvían en su contra, pues ellos fueron los que trajeron primero a los romanos a Grecia y después a Antíoco. Llegó a decir que él olvidaría el pasado, que era más fácil de criticar que de modificar, y que no haría nada para ofender a los etolios en su desgracia; a cambio, ellos pondrían fin a su odio contra él y Nicandro, en particular, nunca olvidaría el día en que él había salvado su vida. A continuación, le asignó una escolta que lo llevaría a un lugar seguro, y Nicandro llegó a Hípata mientras que los etolios estaban debatiendo la cuestión de la paz con Roma.

[36.30] El botín obtenido alrededor de Heraclea fue vendido por Manio Acilio o entregado a los soldados. Al enterarse de que en Hípata no se había llegado a la decisión de hacer la paz y que los etolios se habían concentrado en Lepanto, donde tenían intención de resistir todo el peso de la guerra, el cónsul envió a Apio Claudio con cuatro mil hombres para ocupar las alturas que dominaban los difíciles pasos montañosos mientras él mismo ascendía al monte Eta. Ofreció allí sacrificios a Hércules, en un lugar llamado Pyra pues allí fue donde fue incinerado el cuerpo mortal del dios. Desde allí continuó su marcha con la totalidad de su ejército y progresando satisfactoriamente hasta llegar al Córace. Este es el pico más alto entre Galípoli y Lepanto y, mientras lo cruzaba, muchos de sus animales de tiro se precipitaron con sus alforjas, produciéndose víctimas entre las tropas. Era fácil ver con cuán torpe enemigo habían de contender, pues no hicieron intento alguno de enviar fuerzas con el fin de cerrarles el paso, que era tan difícil y peligroso. Así las cosas, pese a haber sufrido bajas el ejército, el cónsul descendió a Lepanto. Estableció una posición fortificada frente a la ciudadela y sitió las partes restantes de la ciudad, distribuyendo las tropas según la situación de las murallas. Este asedio conllevó mucho más trabajo y esfuerzo que el de Heraclea.

[36,31] Mesenia, en el Peloponeso, se había negado a unirse a la Liga Aquea, y ahora los aqueos la sitiaron. Había fuera de la Liga dos ciudades, Mesenia y Élide, cuyas simpatías estaban con los etolios. Los eleos, sin embargo, después de la salida de Antíoco de Grecia, dieron una respuesta más conciliadora al enviado de los aqueos, diciéndole que cuando se retirase la guarnición del rey considerarían qué debían hacer. Los mesenios, por otra parte, despidieron a los delegados sin darles respuesta e iniciaron las hostilidades. Sin embargo, la devastación por doquier de sus tierras por el fuego y la espada, así como la contemplación del campamento aqueo cerca de su ciudad, los hizo temer por su seguridad y enviaron un mensaje a Tito Quincio, que estaba en Calcis, en el sentido de que, siendo él el autor de su libertad, los ciudadanos de Mesenia estaban dispuestos a abrir sus puertas a los romanos y entregar a ellos la ciudad, pero no a los aqueos. Al recibir este mensaje, Quincio dejó Calcis inmediatamente y envió recado a Diófanes, el pretor de los aqueos, para que retirase enseguida su ejército de Mesenia y se reuniera con él. Diófanes obedeció y levantó el sitio; y luego, apresurando el avance de su ejército, se reunió con Quincio cerca de Andania, una pequeña población fortificada que se encuentra entre Megalópolis y Mesenia. Cuando empezó a explicar sus razones para atacar el lugar, Quincio, suavemente, le reprendió por dar un paso tan importante sin su consentimiento y le ordenó que licenciara a su ejército y no perturbara la paz que se había logrado para bien de todos. Ordenó a los mesenios que hicieran volver a sus ciudadanos exiliados y que se unieran a la liga aquea; si tenían que objetar algo, o deseaban alguna salvaguarda para el futuro, debían acudir a él en Corinto. Al mismo tiempo, ordenó a Diófanes que convocara inmediatamente para él una reunión de la Liga Aquea. En su discurso ante ella, señaló cómo se había tomado a traición la isla de Zacinto, y exigió su devolución a los romanos. La isla, explicó, había sido en otro tiempo parte de los dominios de Filipo, y este la había entregado a Aminandro como pago por haberle permitido marchar a través de Atamania hacia el norte de Etolia, resultando de esta expedición que los etolios abandonaron toda resistencia ulterior y pidieron la paz. Aminandro nombró a Filipo de Megalópolis prefecto de la isla. Posteriormente, cuando Aminandro se unió a Antíoco en la guerra contra Roma, hizo llamar a este Filipo para encargarse de asuntos militares y envió a Hierocles de Agrigento para sucederlo.

[36.32] Después de la huida de Antíoco de las Termópilas y de la expulsión de Aminandro de Atamania a manos de Filipo, Hierocles entró en negociaciones con Diófanes y entregó la isla a los aqueos previa entrega de una suma concertada. Los romanos la consideraban un justo premio bélico, pues Manio Acilio y las legiones romanas no lucharon en las Termópilas a beneficio de Diófanes y los aqueos. En su respuesta, Diófanes trató de disculparse él y su nación, presentando argumentos para justificar su acción. Algunos de los presentes protestaron, diciendo que desde el principio habían desaprobado aquel acto y que protestaban ahora contra la actitud pertinaz de su pretor. Consiguieron aprobar un decreto remitiendo a Quincio la resolución de todo el asunto. Era Quincio tan severo con quienes se le oponían como benévolo con quienes cedían. Apartando de su mirada y su voz cualquier vestigio de ira, declaró: «Si yo pensara que la posesión de esa isla pudiera ser una ventaja para los aqueos, aconsejaría al Senado y al pueblo de Roma que os permitieran poder conservarla. Sin embargo, igual que cuando se ve una tortuga que se ha encogido completamente en su caparazón, segura contra cualquier golpe, así cuando muestra cualquier parte de su cuerpo, esta parte queda expuesta e indefensa. Lo mismo os ocurre a vosotros, aqueos. Mientras quedan todas vuestras partes cerradas por el mar, no tenéis dificultad en incorporar a vuestra liga cuanto está dentro de las fronteras del Peloponeso, y proteger después lo incorporado, pero si la pasión por el engrandecimiento os lleva a ir más allá de esas fronteras, todo cuanto poseéis fuera queda indefenso y a merced de cualquier agresor». Con la aprobación unánime del Consejo, pues Diófanes no se atrevió a plantear ninguna oposición, Zacinto fue entregada a los romanos.

[36.33] Cuando el cónsul estaba partiendo hacia Lepanto, Filipo le preguntó si deseaba que él recuperase las ciudades que habían abandonado su alianza con Roma. Al recibir el consentimiento del cónsul, marchó con su ejército a Demetríade, pues estaba advertido de la confusión que reinaba allí. Los ciudadanos estaban desesperados, pues se veían abandonados por Antíoco y sin esperanza de ayuda por los etolios, esperando cada día la llegada de su enemigo Filipo o de otro aún más implacable, los romanos, que aún tenían más motivo para estar enojados con ellos. Había en la ciudad un grupo desorganizado de soldados de Antíoco, la pequeña fuerza que había dejado para mantener la ciudad, a la que se habían unido los fugitivos de la batalla que llegaron tras la derrota, en su mayoría, sin armas. No tenían ni la fuerza ni la resolución para sostener un asedio, y cuando los emisarios de Filipo les ofrecieron la esperanza de obtener el perdón, le mandaron a decir que las puertas estaban abiertas para el rey. Algunos de los hombres principales abandonaron la ciudad al entrar él; Euríloco se suicidó. De conformidad con la estipulación, los soldados de Antíoco fueron enviados, a través de Macedonia y Tracia, a Lisimaquia bajo la protección de una escolta de macedonios. Había también en Demetríade unos cuantos barcos bajo el mando de Isidoro, a los que también se dejó partir con su prefecto. Filipo, después, marchó a reducir Dolopia, Aperancia y algunas ciudades de Perrebia.

[36,34] Mientras Filipo estaba ocupado con todo esto, Tito Quincio, tras la entrega de Zacinto por el consejo aqueo, navegó a Lepanto, donde ya hacía dos meses que se mantenía el asedio, aunque su caída estaba próxima. Parecía que su captura por la fuerza pudiera llevar a la ruina de toda la nación etolia. Quincio tenía toda la razón para estar encolerizado con ellos; no había olvidado que fueron el único pueblo que había hablado de él con desprecio cuando obtenía la gloría de liberar Grecia, habiendo rechazado su autoridad cuando trató de disuadirlos de su desatinado proyecto y les advirtió lo que les ocurriría, advertencia que los recientes acontecimientos habían demostrado ser cierta. Sin embargo, como se consideraba especialmente obligados a procurar que ninguna ciudad de la Grecia que él había liberado se viera totalmente destruida, decidió caminar hasta las murallas para que los etolios pudieran identificarle fácilmente. Fue reconocido inmediatamente por los puestos de avanzada, extendiéndose rápidamente entre las tropas la noticia de que Quincio estaba allí. Todos corrieron a las murallas; todo el pueblo levantaba sus manos en señal de súplica y con una sola voz lo llamaban por su nombre y le suplicaban que acudiera en su auxilio y los salvara. Se sintió profundamente conmovido por esta súplica, pero, al mismo tiempo, les hizo saber por señas que no estaba en su poder ayudarles. Luego, al verse con el cónsul, le dijo: «¿No ves lo que está pasando, Marco Acilio, o es que pese a verlo claramente no crees que afecte al supremo interés de la República?» Esto despertó el interés del cónsul, que le respondió: «¿Por qué no te explicas?, ¿de qué se trata?» Quincio prosiguió: «¿No ves que, ahora que has derrotado a Antíoco, estás perdiendo el tiempo asediando un par de ciudades cuando tu periodo en el cargo casi ha expirado? Mientras tanto, Filipo, que nunca ha visto los estandartes o la línea de batalla del enemigo, se está anexionando, no ya ciudades, sino pueblos enteros como Atamania, Perrebia, Aperancia y Dolopia. Y aun así, no es tan importante para nosotros que se debilite la fuerza y los recursos de los etolios, como el no permitir a Filipo que extienda indefinidamente sus dominios y obtenga todas esas ciudades mientras que tú y tus hombres, como premio por tu victoria, aún no tenéis dos ciudades».

[36.35] El cónsul se mostró de acuerdo, pero su amor propio le hacía considerar humillante el abandonar el asedio sin lograr nada. Por último, dejó en manos de Quincio el llegar a un acuerdo. Este regresó a aquella parte de las murallas desde las que los etolios habían estado dando voces. Todavía estaban allí, y empezaron a suplicarle aún más intensamente que se apiadara del pueblo de los etolios. Ante esto, les dijo que salieran a verle algunos de ellos; salieron enseguida Feneas y otros dirigentes suyos. Al postrarse a sus pies, les dijo: «Vuestra infeliz situación hace que contenga mi ira. Lo que os predije que pasaría ha venido a ocurrir en la realidad, y ni siquiera os queda el consuelo de pensar que no habéis merecido vuestro destino. Sin embargo, ya que, por así decirlo, parezco destinado a ser la nodriza de Grecia, no dejaré de mostrar bondad ni siquiera a aquellos que se han mostrado tan ingratos. Enviad una delegación al cónsul y pedidle una tregua durante la que de tiempo a enviar embajadores a Roma, por cuyo medio os entreguéis completamente a merced del Senado. Os apoyaré ante el cónsul, como vuestro abogado e intercesor». Ellos siguieron su consejo y el cónsul no hizo oídos sordos a su súplica; se les concedió un armisticio hasta que se conociera el resultado de su embajada en Roma; se levantó el asedio y se envió el ejército a Focea. El cónsul, acompañado por Tito Quincio, marchó por mar a Egio para asistir a una reunión del consejo aqueo. Los temas a debatir eran la entrada de los eleos en la liga y la devolución de los exiliados lacedemonios. Ninguna de esas cuestiones quedó resuelta; los aqueos prefirieron reservarse la cuestión de los exiliados para ganar méritos ellos; en cuanto a los eleos, prefirieron que su incorporación a la liga fuera por propia iniciativa antes que por mediación de los romanos.

Una delegación de los epirotas visitó al cónsul. Había constancia de que no se habían mostrado leales al tratado de amistad pues, aunque no proporcionaron tropas a Antíoco, se alegaba que le habían dado ayuda pecuniaria y ni siquiera negaban que habían iniciado negociaciones con el rey. Su petición de que se permitiera seguir vigente al antiguo tratado de amistad, se enfrentó con la observación del cónsul de que no sabía si les debía considerar amigos o enemigos. El Senado lo decidiría; remitió toda su causa a Roma y, para ello, les concedió una tregua de noventa días. Cuando comparecieron los epirotas ante el Senado, estaban más preocupados por hablar de actos hostiles que no habían cometido que por responder a las acusaciones que se les hacían. La respuesta que recibieron fue en el sentido de darles a entender que habían sido perdonados, más que hubieran demostrado su inocencia. Justo antes de ellos, se presentó ante el Senado una delegación de Filipo para congratularse por la reciente victoria y solicitar que se les permitiera ofrecer sacrificios en el Capitolio y colocar un presente de oro en el templo de Júpiter Óptimo Máximo. Tras recibir el permiso del Senado, depositaron una corona de oro que pesaba cien libras [32,7 kilos.-N. del T.]. No solo se les dio esta amable acogida, sino que se les devolvió al hijo de Filipo, Demetrio, que residía en Roma en calidad de rehén, para que lo llevaran de vuelta con su padre. Tal fue el cierre de la campaña que el cónsul Manio Acilio cabo contra Antíoco en Grecia.

[36,36] El otro cónsul, Publio Cornelio Escipión, había obtenido la Galia como provincia en el sorteo. Antes de partir a la guerra que se avecinaba contra los boyos, pidió al Senado que votara la concesión de una suma de dinero para los Juegos que había ofrecido en la lo más duro de la batalla, durante su pretura en Hispania [en el 193 a.C. y, en realidad, era propretor.-N. del T.]. Consideraron su petición como algo sin precedentes e injustificable, aprobando una resolución en el sentido de que, pues él había ofrecido unos Juegos por propia iniciativa y sin consultar al Senado, él debería cubrir su costo a partir de los despojos del enemigo, si es que había alguna cantidad reservada con tal propósito, o soportar los gastos de su propia fortuna. Publio Cornelio celebró los Juegos durante diez días. También por entonces se dedicó el templo de la Gran Madre -del Ida-. Fue durante el consulado de Publio Cornelio Escipión, llamado después «Africano», y de Publio Licino [205 a.C.-N. del T.] cuando se trajo a la diosa de Asia y el arriba mencionado Publio Cornelio la condujo desde el puerto hasta el Palatino. Los censores, Marco Livio y Cayo Claudio, habían firmado el contrato para la construcción de conformidad con las instrucciones del Senado durante el consulado de Marco Cornelio y Publio Sempronio [el 204 a.C.-N. del T.]. Después de un lapso de trece años, Marco Junio Bruto lo dedicó, y los Juegos ofrecidos con este motivo fueron, según Valerio Antias, los primeros juegos escénicos llamados Megalesios. Otra dedicación fue la del templo de la Juventud en el Circo Máximo, que fue llevada a cabo por Cayo Licinio Lúculo. Marco Livio lo había ofrecido mediante voto el día que destruyó a Asdrúbal y a su ejército, habiendo firmado el contrato para su construcción siendo censor, durante el consulado de Marco Cornelio y Publio Sempronio. También se celebraron Juegos con motivo de esta dedicación, practicándose todo con la mayor solemnidad, en vista de la nueva guerra que se cernía con Antíoco.

[36.37] A principios del año en el sucedieron los hechos relatados, antes de que Marco Acilio hubiera partido para la guerra y mientras Publio Cornelio estaba todavía en Roma, se anunciaron diversos portentos. Hay una tradición que dice que dos bueyes mansos, en las Carinas [barrio de la zona sur del Esquilino.-N. del T.], subieron por las escaleras hasta la azotea de un edificio. Los arúspices ordenó que fueran quemados vivos y sus cenizas arrojadas al Tíber. En Terracina y Pescara se contó que cayeron varias lluvias de piedras. En Menturnas, el templo de Júpiter y las tiendas de los alrededores del foro fueron alcanzados por el rayo; y en Volturno, dos barcos, en la desembocadura del río, que habían resultado igualmente alcanzados, se incendiaron. A consecuencia de estos portentos, el Senado dio órdenes a los decenviros para que consultaran los Libros Sibilinos, aquellos ordenaron que se debía instituir un día de ayuno en honor a Ceres, a celebrar cada cinco años, que se ofrecieran sacrificios durante nueve días y rogativas solemnes durante uno, llevando los suplicantes coronal de laurel, y que el cónsul Publio Cornelio ofreciera sacrificios a los dioses que dijeren los decenviros, con las víctimas que ellos mandasen. Una vez apaciguados los dioses y debidamente expiados los presagios, el cónsul partió hacia su provincia. A su llegada, ordenó el procónsul Cneo Domicio que licenciara su ejército y marchara a Roma; él mismo llevó sus legiones hacia el territorio de los boyos.

[36.38] Poco antes de esto, los ligures habían reunido un ejército bajo una ley sagrada, y lanzaron un ataque nocturno por sorpresa contra el campamento que mandaba el procónsul Quincio Minucio. Este mantuvo a sus hombres formados junto a la empalizada, hasta el amanecer, para impedir que el enemigo rompiera sus líneas en algún punto. En cuanto hubo luz, efectuó una salida simultánea por dos de las puertas del campamento. Sin embargo, los ligures no resultaron, como él había esperado, rechazados en la primera carga y mantuvieron indecisa la lucha durante más de dos horas, sin que ninguna de ambas partes lograra ventaja. Al fin, como salieran una tras otra fuerzas de refresco para relevar a las que ya estaban exhaustas por el combate, los ligures, agotados y sufriendo sobre todo por la falta de sueño, se dieron la vuelta y huyeron. Murieron unos cuatro mil enemigos; los romanos y las fuerzas aliadas perdieron menos de trescientos. Unos dos meses más tarde, Publio Cornelio se enfrentó, con el mayor de los éxitos, contra el ejército de los boyos. Valerio Antias afirma que resultaron muertos veintiocho mil enemigos, cayendo prisioneros tres mil cuatrocientos, y que el botín incluyó ciento veinticuatro estandartes, mil doscientos treinta caballos y doscientos cuarenta y siete carros; en el ejército victorioso, cayeron mil cuatrocientos ochenta y cuatro hombres. Aunque no podemos confiar mucho en este autor en lo que se refiere a las cantidades, pues no hay nadie más proclive a exagerarlas, fue claramente una gran victoria, pues el campamento de los boyos fue capturado y se rindieron inmediatamente después de la batalla. Aún más, el Senado ordenó que se ofrecieran acciones de gracias especiales y que se sacrificaran víctimas adultas con motivo de esta victoria.

[36.39] Marco Fulvio Nobilior, por estas fechas, entró en la Ciudad en ovación tras su regreso de Hispania Ulterior. Llevó más de diez mil libras de plata, ciento treinta mil denarios bigados de plata y ciento veintisiete libras de oro [o sea, 3270 kilos de plata sin acuñar, 507 kilos en denarios de plata acuñados con la biga y 41’529 kilos de oro.-N. del T.]. Después de recibir a los rehenes de los boyos, Publio Cornelio Escipión, a modo de castigo, confiscó casi la mitad de su territorio para que el pueblo romano, si así lo deseaba, pudiera establecer colonias en él. Cuando estaba a punto de marchar a Roma, donde esperaba confiadamente poder celebrar su triunfo, licenció a su ejército con órdenes de que estuviera en Roma el día del triunfo. Al día siguiente de su llegada, convocó al Senado en el templo de Belona y, tras dar cuenta de su campaña, solicitó que se le permitiera entrar en triunfo en la Ciudad. Uno de los tribunos de la plebe, Publio Sempronio Bleso, era de la opinión de que no se le podía negar el honor del triunfo, aunque se debía retrasar. Según dijo, las guerras con los ligures siempre estuvieron estrechamente relacionadas con las de los galos, pues aquellas naciones vecinas se prestaban mutuo auxilio. Si después de su derrota decisiva sobre los boyos, Escipión hubiera cruzado las fronteras de Liguria con su ejército victorioso o hubiera enviado una parte de sus fuerzas en ayuda de Quinto Minucio, que ya llevaba allí estancado tres años de guerra indecisa, la resistencia ligur podría haber quedado rota por completo. Con el fin de engrosar su triunfo, había traído unos soldados que podrían haber prestado un servicio inestimable a la república, y aún podrían hacerlo si el Senado acordaba reparar lo que, en su prisa por disfrutar de un triunfo, había dejado por hacer. Se debería ordenar al cónsul que regresara a su provincia con sus legiones y viera de someter completamente a los ligures; a menos que quedaran completamente sometidos al dominio del pueblo de Roma, los boyos estarían en constante estado de intranquilidad; resultaba imprescindible estar en paz o en guerra con ambas partes. Una vez hubiera sometido a los ligures, Publio Cornelio podría disfrutar de su triunfo unos meses después, siendo procónsul y siguiendo el ejemplo de muchos otros antes que él, que no celebraron su triunfo en el año de su mandato.

[36.40] El cónsul, en su respuesta, recordó al tribuno que él no recibió Liguria como su provincia, ni había librado la guerra contra los ligures, ni reclamaba un triunfo sobre los ligures. Estaba seguro de que Quinto Minucio pronto los sometería y luego solicitaría un triunfo, que se le concedería al merecerlo cumplidamente. Él estaba pidiendo un triunfo sobre los galos boyos, tras derrotarlos en el campo de batalla, privarlos de su campamento, recibir la sumisión de todo el pueblo tras dos días de combates y llevar de entre ellos rehenes como garantía de paz para el futuro. Como razón mucho más importante, estaba el hecho de que ningún otro general romano había luchado antes contra un número mayor de galos de los que resultaron muertos en la batalla; por lo menos, no contra tantos miles de boyos. De los cincuenta mil hombres, habían caído más de la mitad, muchos miles resultaron prisioneros y solo quedaban vivos entre los boyos viejos y niños. ¿Podía entonces alguien preguntarse por qué el ejército victorioso, después de no dejar ni un solo enemigo en la provincia, había venido a Roma para celebrar el triunfo de su cónsul? «Si -continuó- el Senado desea emplear estos soldados en otra campaña, ¿de qué otra manera creéis que estarán más dispuestos a afrontar nuevas fatigas y peligros? ¿Recompensándoles plenamente por los peligros y trabajos que ya han sufrido o enviándolos fuera con esperanzas de recompensas, y no realidades, tras haber defraudado las ya formadas? En cuanto a mí, yo tengo gloria suficiente para toda mi vida desde el momento en que el Senado me consideró el mejor y más digno de la república y me envió a recibir a la Madre del Ida. La imagen de Publio Escipión Nasica será honrada y respetada suficientemente solo por esta inscripción, sin necesidad de añadirle ni el consulado ni el triunfo».

No solo fue unánime el Senado al decretarle un triunfo, sino que indujo al tribuno de la plebe, mediante su prestigio, a retirar el veto. Así, Publio Cornelio celebró el triunfo sobre los boyos siendo aún cónsul. Durante el desfile triunfal, fueron llevados en carros galos toda clase de armaduras, armas, estandartes y botín, incluyendo vasos galos de bronce. También se llevó en la procesión mil cuatrocientos setenta y un torques de oro, doscientas cuarenta y siete libras de oro, dos mil trescientas cuarenta libras de plata, parte sin labrar y parte en vasijas labradas al modo nativo, no carente, así como doscientas treinta y cuatro mil denarios con la biga. Regaló ciento veinticinco ases a cada uno de los soldados que marchaba tras su carro, el doble a cada centurión y el triple a cada uno de los jinetes. Al día siguiente convocó una asamblea y, en su discurso, hizo una reseña de su campaña y de la injusta pretensión del tribuno, tratando de involucrarlo en una guerra fuera de su provincia y, de esta manera, robarle el fruto de la victoria que había logrado. Al término de su discurso, liberó a sus hombres de su juramento militar y los licenció.

[36.41] Durante todo este tiempo, Antíoco estuvo detenido en Éfeso, bien despreocupado de la guerra con Roma, como si los romanos no tuvieran intención de desembarcar en Asia. Esta apatía se debía tanto a la ceguera como a la adulación de la mayoría de sus consejeros. Aníbal, que en ese momento tenía gran influencia sobre el rey, fue el único que le dijo la verdad. Dijo que no le cabía ninguna duda sobre que los romanos fueran a venir y que de lo que se asombraba era de que no estuviesen ya allí. El viaje, señaló, desde Grecia hasta Asia era más corto que desde Italia a Grecia, Antíoco era un enemigo más peligroso que los etolios y las armas de Roma no eran menos poderosas en el mar que en tierra. Su flota había estado navegando durante algún tiempo frente a Malea, y él había tenido noticia de que habían llegado desde Italia naves de refresco y un nuevo comandante. Por lo tanto, pedía a Antíoco que renunciase a sus esperanzas de que lo dejaran en paz. En Asia y por Asia tendría que combatir por mar y tierra; o bien arrebataba el poder absoluto a quienes perseguían todo el orbe, o bien había de perder su propio trono. El rey se dio cuenta de que Aníbal era el único que veía lo que se avecinaba y le decía la verdad desnuda. Siguiendo su consejo, el mismo rey llevó todos los buques que estaban listos para el combate al Quersoneso, de modo que pudieran fortalecer sus plazas con guarniciones en caso de que los romanos llegaran por tierra. Polixénidas recibió órdenes para armar el resto de la flota y hacerse a la mar, enviando cierto número de buques de reconocimiento a inspeccionar las aguas que rodeaban las islas.

[36,42] Cayo Livio estaba al mando de la flota romana. Se dirigió con cincuenta buques con cubierta a Nápoles, donde estaban las naves descubiertas que habían proporcionado, como obligaban sus tratados, las ciudades costeras. De allí se dirigió a Sicilia y navegó pasando el estrecho de Mesina; allí se le unieron seis barcos enviados por Cartago, así como los de Regio y Locrios, y los enviados por las otras ciudades obligadas por el mismo tratado, revistó la flota frente a Lacinio y puso rumbo a mar abierto. Al llegar a Corfú, que fue la primera ciudad griega a la que arribó, hizo preguntas sobre el estado de la guerra -pues no había paz en toda Grecia- y el paradero de la flota romana. Cuando se enteró de que el cónsul y el rey estaban acampados cerca del paso de las Termópilas, y que la flota romana estaba en el Pireo, estimó que no debía perder tiempo y zarpó inmediatamente hacia el Peloponeso. Como Same [es el antiguo nombre de Cefalonia.-N. del T.] y Zacinto habían tomado partido por los etolios, devastó aquellas islas y luego siguió su rumbo hacia Malea; como el tiempo le fuera favorable, llegó al Pireo en pocos días y encontró allí a la antigua flota. En las proximidades de Escileo salió a su encuentro el rey Eumenes con tres naves. Este había permanecido durante algún tiempo en Egina, sin poder decidirse sobre qué hacer, si regresar a su hogar y defender su reino, pues constantemente se le decía que Antíoco estaba concentrando fuerzas navales y terrestres en Éfeso, o permanecer en estrecho contacto con los romanos, de quienes sabía que dependía su suerte. Aulo Atilio entregó a su sucesor los veinticuatro buques con cubierta que estaban en el Pireo y partió después hacia Roma. Livio navegó a Delos con ochenta y un barcos con cubierta y muchos más pequeños, algunos sin cubierta y con espolón, y otras de reconocimiento, sin espolón.

[36.43] El cónsul, por aquel entonces, se encontraba sitiando Lepanto. Livio quedó detenido en Delos durante varios días a causa de los vientos contrarios; las Cícladas están separadas entre sí por tramos marinos más o menos anchos, que a veces están batidos por fuertes vientos. Polixénidas fue informado, por las naves de reconocimiento que patrullaban aquellas aguas, de que la flota romana estaba fondeada en Delos y remitió esa información al rey. Antíoco dejó de lado sus planes en el Helesponto y regresó a Éfeso a la mayor velocidad, llevando con él sus buques con espolón. Convocó en el acto un consejo de guerra para decidir si debía arriesgarse a un enfrentamiento. Polixénidas se oponía a cualquier demora, diciendo que ciertamente debían enfrentárseles, antes de que el rey Eumenes y los rodios se unieran a la flota romana. En ese caso, ya no sería un combate tan desigual en número y podrían aventajarles en otros diversos aspectos como la velocidad de sus naves y la diversidad de tropas auxiliares, pues los buques romanos eran de construcción torpe y resultaban lentos; como, además, habían viajado a un país enemigo, estarían pesadamente cargados con impedimenta, mientras que las del rey, no teniendo más que aliados alrededor, no llevarían más que soldados con sus equipos. También les resultaría de mucha ayuda tanto su conocimiento de aquel mar y las costas como su conocimiento de los vientos; el enemigo, por otra parte, ignorante de todo esto, sería presa de la confusión. El consejo aprobó por unanimidad la propuesta, pues el hombre que la presentó era también el que iba a llevarla a cabo.

Los preparativos llevaron dos días y al tercero zarparon rumbo a Focea con una flota de un centenar de barcos, setenta con cubierta y el resto sin ella, aunque todos eran de menor tamaño. Al saber que la flota romana se aproximaba, el rey, que no tenía intención de tomar parte en un combate naval, se retiró a Magnesia del Sípilo para reunirse con sus fuerzas terrestres; la flota siguió navegando hacia Cisunte, el puerto de Eritras [Eritras está en la parte norte de la península de Cesme.-N. del T.], pues pareció el lugar más adecuado en el que esperar al enemigo. Los romanos habían quedado detenidos en Delos durante algunos días por los vientos del norte; cuando estos amainaron, zarparon de Delos y pusieron rumbo al puerto de Fanas, en el extremo sur de Quíos, frente al mar Egeo. Llevaron desde allí sus barcos a la ciudad y, tras aprovisionarse, navegaron hacia Focea. Eumenes, que había marchado junto a su flota en Elea, regresó a los pocos días con veinticuatro buques con cubierta y un mayor número de los descubiertos; navegó hacia Focea, donde encontró a los romanos alistando sus buques y haciendo todos los preparativos para el inminente combate naval. Desde Focea, se hicieron a la mar con ciento cinco naves cubiertas y unas cincuenta descubiertas. En un primer momento, los aquilones [vientos del norte.-N. del T.], soplando por su través, los arrastraban hacia tierra y se vieron obligados a navegar en una estrecha fila, casi uno detrás del otro; cuando el viento amainó, se las arreglaron para dirigirse al puerto de Córico, que está más allá de Cisunte.

[36,44] Cuando llegó a Polixénidas la noticia de la aproximación de la flota romana, se alegró ante la perspectiva de un combate. Desplegando su ala izquierda hacia mar abierto, ordenó a los capitanes de la derecha que desplegaran sus naves hacia tierra, avanzando con este frente en línea al combate. Al ver esto, el comandante romano arrió las velas, bajó los mástiles, guardó los aparejos y esperó la llegada de las naves que venían detrás. Su línea frontal estaba ahora compuesta por treinta buques, y para hacerla extenderse tanto como el ala izquierda enemiga, mandó izar los trinquetes [dolonibus, de dolon, en el original latino: era la vela que se colocaba sobre un mástil inclinado lanzado sobre la proa; en términos modernos, corresponde a la vela trinquete que se iza sobre el bauprés.-N. del T.] y dirigirse a mar abierto; ordenó que las posteriores, según llegaran, alinearan sus proas frente al ala derecha, cercana a tierra. Eumenes cerraba la retaguardia, pero en cuanto vio el retiro apresurado de mástiles y aparejos, hizo dar a sus naves toda la velocidad posible. Ya a la vista ambas flotas, dos de los buques cartagineses se adelantaron a la flota romana, saliendo a su encuentro tres barcos del rey. La desigualdad numérica permitió que dos de estos cerraran sobre una de las naves cartaginesas; tras destrozar los órdenes de remos de ambas bandas, la abordaron y mataron o echaron por la borda a los defensores, capturando el buque. El otro barco cartaginés, que solo tenía un adversario, viendo capturada su nave hermana, huyó de nuevo hacia la flota romana antes de que los tres pudieran lanzar un ataque simultáneo sobre ella. Livio se enfureció y llevó su buque insignia directamente contra el enemigo; como los dos buques que se habían apoderado del cartaginés se abalanzaran sobre él, esperando tener el mismo éxito, ordenó que hundieran los remos en el agua para estabilizar la nave. Luego ordenó que lanzaran sus garfios contra las naves enemigas y cuando convirtieron el combate en uno de infantería, que recordaran el valor romano y no considerasen hombres a aquellos esclavos del rey. Este único barco, entonces, derrotó y capturó a los otros dos con mucha mayor facilidad de lo que estos habían capturado a uno solo anteriormente. Para aquel momento, las flotas se enfrentaban en toda la línea y los combates se producían con los buques mezclados por todas partes. Eumenes, que había llegado después que hubiera comenzado la batalla, viendo que Livio había puesto en confusión al enemigo, atacó el ala derecha, donde la lucha estaba más igualada.

[36.45] No pasó mucho tiempo antes de que el ala izquierda enemiga se diera a la fuga, pues cuando Polixénidas vio que estaba claramente derrotado y que el valor de sus soldados disminuía, izó los trinquetes y huyó en desorden; aquellos que habían estado combatiendo contra Eumenes, cerca de tierra, hicieron muy pronto lo mismo. Mientras los remeros pudieron aguantar y hubo alguna posibilidad de acosar a los buques de retaguardia, Eumenes y los romanos mantuvieron una vigorosa persecución. Pero, finalmente, al comprobar que debido a la velocidad de los barcos enemigos, que eran más ligeros que los suyos, cargados como iban con suministros, su intento de alcanzarlos era vano, desistió de la persecución tras la captura de trece buques, con sus soldados y tripulaciones, el hundimiento de diez naves. El único buque que se perdió en la flota romana fue el cartaginés, dominado por dos atacantes al principio de la batalla. Polixénidas dejó de huir hasta llegar al puerto de Éfeso. Los romanos permanecieron durante ese día a Cisunte, desde donde había partido hacia el combate la flota del rey; al día siguiente continuó en seguimiento del enemigo. A mitad de camino en su ruta, se les unieron veinticinco barcos con cubierta de Rodas, bajo el mando Pausístrato, prefecto de la flota. Con sus flotas unidas, aún siguieron al enemigo y aparecieron en línea de batalla ante la entrada del puerto. Tras forzar de este modo al enemigo a admitir su derrota, se envió a casa a los rodios y a Eumenes, mientras que los romanos partieron hacia Quíos. Navegaron pasando Fenicunte, uno de los puertos de Eritrea, y anclaron por la noche. Al día siguiente se dirigieron a la isla, cerca de la ciudad misma. Allí permanecieron durante unos días, principalmente para dar descanso a los remeros, partiendo después hacia Focea. Aquí se dejaron cuatro quinquerremes para guardar la ciudad y la flota siguió hasta Canas [situada unos kilómetros al este de Elea.-N. del T.], donde, como se aproximaba el invierno, se llevaron a tierra las naves y se rodearon con foso y empalizadas. A finales de año se celebraron las elecciones [para el 190 a.C.-N. del T.]. Los nuevos cónsules fueron Lucio Cornelio Escipión y Cayo Lelio, y todos ponían su atención en el Africano para que pusiera fin a la guerra con Antíoco. Los pretores elegidos al día siguiente fueron Marco Tucio, Lucio Aurunculeyo, Cneo Fulvio, Lucio Emilio, Publio Junio y Cayo Atinio Labeón.