Tito Livio, La historia de Roma – Libro V (Ab Urbe Condita)

Tito Livio, La historia de Roma - Libro quinto: Los veyentinos y la destrucción de Roma por los galos. (Ab Urbe Condita).

La historia de Roma

Tito Livio

Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.

La historia de Roma

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Libro quinto

Los veyentinos y la destrucción de Roma por los galos.

[5,1] Mientras que la paz reinaba en otros lugares, Roma y Veyes se enfrentan mediante las armas, animados por tanta furia y odio que, claramente, sólo la ruina esperaba a los vencidos. Cada una elegía a sus magistrados, pero según principios totalmente diferentes. Los romanos aumentaron el número de sus tribunos militares con potestad consular [tribunorum militum consulari potestate en el original latino; a veces el autor lo abrevia en tribunorum militum. La traducción literal y correcta sería «tribunos militares con potestad consular»; sin embargo, la tradición traductora se refiere a esta magistratura abreviándola en tribunos consulares o tribuno consular para el singular, y es la que seguiremos aquí.- N. del T.] a ocho, el número más grande que nunca hubieran elegido. Fueron Marco Emilio Mamerco (por segunda vez), Lucio Valerio Potito (por tercera vez), Apio Claudio Craso, Marco Quintilio Varo, Lucio Julio Julo, Marco Postumio, Marco Furio Camilo y Marco Postumio Albino -403 a.C.-. Los veyentinos, por otra parte, cansados de votar cada año para elegir magistrado, eligieron un rey. Esto ofendió gravemente a los pueblos etruscos, debido a su odio por la monarquía y su aversión personal al que fue elegido. Él ya resultaba a la nación por el orgullo que mostraba por su riqueza, por su temperamento autoritario y por haber puesto abrupto fin a la fiesta de los Juegos, lo que era un acto de impiedad. Su candidatura para el sacerdocio no había tenido éxito, otro resultó preferido por el voto de los doce pueblos y, en venganza, de repente, retiró a los participantes, muchos de los cuales eran sus propios esclavos, en medio de los Juegos. Los etruscos, como nación, se distinguieron sobre todas las demás por su devoción a las prácticas religiosas, ya que sobresalían en el conocimiento y en la dirección de ellas, y decidieron, en consecuencia, que no se debía prestar ninguna ayuda a los veyentinos mientras estuviesen bajo un rey. La noticia de esta decisión se ocultó en Veyes por miedo al rey; éste trataba a quienes mencionasen cosas por el estilo no como autores de cuentos ociosos, sino como cabecillas de sedición. Aunque los romanos habían recibido información de inteligencia diciendo que no había ningún movimiento por parte de los etruscos, aun así, como se informaba de que el asunto se discutía en cada uno de sus consejos, dispusieron sus líneas como para presentar una doble cara: la una frente a los veyentinos para prevenir salidas de la ciudad y la otra mirando a Etruria, para interceptar cualquier socorro de ese lado.

Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.

[5,2] Como los generales romanos empezaban a confiar más en un bloqueo que en un asalto, empezaron a construir barracones para invernar [hibernaculum en el texto latino original: alojamientos más protegidos (de adobe, ladrillo o piedra) que las contubernia de piel.- N. del T.], una novedad para el soldado romano. Su plan era mantener la guerra durante el invierno. Los tribunos de la plebe, durante mucho tiempo, habían sido incapaces de hallar un pretexto para provocar una revuelta. Sin embargo, cuando esta noticia llegó a Roma, se apresuraron a la Asamblea y promovieron gran excitación al declarar que esta era la razón por la que se había dispuesto el pago de l de este fue llevado a Roma, que corrió a la Asamblea y produjo gran emoción al declarar que esta era la razón por la que se había resuelto al pago de las tropas. Ellos, los tribunos, no habían estado ciegos ante el hecho de que este regalo de sus adversarios podría resultar envenenado. Se había hecho un cambalache con las libertades del pueblo, sus hombres capaces habían sido enviados fuera permanentemente, desterrados de la Ciudad y del Estado, sin importar que fuese invierno o verano ni tener la posibilidad de visitar sus hogares o cuidad sus propiedades. ¿Cuál creían que era la razón para esta campaña continua? Con seguridad no era otra más que el miedo de que si una gran cantidad de tales hombres, que constituían la mayor fortaleza de la plebe, estuviesen presentes, sería posible discutir reformas en favor de los plebeyos. Además, estaban sufriendo más carencias y opresión que los veyentinos, porque éstos pasaban el invierno bajo sus techos, en una ciudad protegida por sus magníficas murallas y su fuerte posición natural; mientras, los romanos, entre trabajos y fatigas, enterrados en el hielo y la nieve, esperando pacientemente bajo sus toscas tiendas de piel sin poder abandonar sus armas ni en invierno, cuando hay un descanso en todas las guerras, sean por tierra o por mar. Esta forma de esclavitud, al hacer perpetuo el servicio militar, nunca fue impuesta por los reyes, ni por los cónsules que tan dominantes eran antes de la institución del tribunado, ni bajo el severo gobierno del dictador o el de los decenviros sin escrúpulos: eran los tribunos consulares quienes ejercían tal despotismo real sobre la plebe romana. ¿Qué escandalosas crueldades no habrían hecho estos hombres de haber sido cónsules o dictadores, teniendo en cuenta de que su autoridad proconsular es sólo una sombra de las otras? Pero el pueblo había tenido lo que se merecía. Ni un plebeyo había sido elegido para uno de los ocho tribunados militares. Hasta ahora, con los mayores esfuerzos, los patricios sólo ocupaban tres puestos a la vez; ahora había ocho de ellos empeñados en mantener su poder. Ni siguiera había salido un plebeyo de entre aquella multitud, aunque sólo hiciera eso, para advertir a sus colegas de que aquellos que servían como soldados eran sus propios conciudadanos y no esclavos, y que debían ser devueltos, en todo caso para el invierno, a sus casas y hogares para que en algún momento del año visitasen a sus familias y esposas e hijos, y que ejerciesen sus derechos como ciudadanos libres al elegir a los magistrados.

[5,3] Aunque se complacían en declamaciones de este tipo, encontraron un oponente de su altura en Apio Claudio. Éste, desde joven, había tomado parte en los enfrentamientos con la plebe, como se ha indicado anteriormente, y algunos años antes había recomendado el Senado que rompiese el poder de los tribunos, asegurándose la intervención de sus colegas. No sólo era un hombre de mente rápida y versátil sino, en aquel momento, un experimentado polemista. Pronunció el siguiente discurso en esta ocasión: -«Si, Quirites, siempre ha habido dudas sobre si era en vuestro interés o en el suyo que los tribunos siempre se mostraban partidarios de la sedición, me parece evidente que este año ha dejado de haberlas. Si bien me alegro de que al fin se haya puesto término a un engaño de tan larga data, os felicito, y en vuestro nombre a todo el Estado, de que su desaparición se haya producido justo en el momento en que sus circunstancias son las más prósperas. ¿Hay alguien que dude de que cualesquiera males que hayáis sufrido en algún momento, nunca molestaron tanto y provocaron a los tribunos como el generoso tratamiento recibido por la plebe del Senado al establecer el sistema de paga a los soldados? ¿Qué otra cosa creéis que temían entonces, y que hoy con gusto cambiarían, sino la armonía entre ambos órdenes, que creían mayoritariamente que se dirigía a destruir su poder? Son, en realidad, como tantos medicastros en busca de trabajo, siempre ansiosos por encontrar alguna cosa enferma en la república por la que les llaméis a curarla». Luego, dirigiéndose a los tribunos, les dijo: «¿Estáis defendiendo o atacando a la plebe? ¿Estáis tratando de lesionar a los hombres en el servicio o está pidiendo su causa? O quizá sea esto lo que queréis decir: «Sea lo que sea que haga el senado, tanto en interés del pueblo como contra él, nos oponemos». Así como los amos prohíben a los extranjeros que tengan comunicación con sus esclavos, pues creen que es justo que se abstengan de mostrarles tanto bondad como maldad, así vosotros prohibís a los patricios todo trato con la plebe, no sea que se les muestre nuestra bondad y generosidad y se nos hagan leales y obedientes. ¿Cuánto más respetuoso habría sido por vuestra parte mostrar una pizca, no diré ya de patriotismo, sino de humanidad común, al contemplar con agrado, tanto como pudieseis, que los patricios y la plebe estuviesen en buen que hubiera sido de usted, si usted ha tenido una chispa – No voy a decir de patriotismo, pero – de la humanidad común, que ve con buenos ojos, y en cuanto a fijar en ti, que fomentó la amabilidad los sentimientos de los patricios y agradece la buena voluntad de la plebe. Y si esta armonía resultase duradera, ¿Quién no se atrevería a asegurar que este Imperio en poco tiempo sería el más grande entre los Estados vecinos?».

[5,4] «Yo, por lo tanto, os muestro no sólo la conveniencia, sino incluso la necesidad de la política que mis colegas han adoptado de negarse a retirar al ejército de Veyes hasta que hayan alcanzado su objetivo. Por el momento, prefiero hablar de las condiciones reales en que está sirviendo; y si yo no estuviera hablando sólo ante vosotros, sino ante todo el campamento, creo que lo que digo parecería justo y equitativo a juicio de los propios soldados. Incluso si no se presentaran los mismos argumentos ante mí, hallaría los de mis adversarios más que suficientes para mi propósito. Decían últimamente que no se debía entregar una paga a los soldados, porque nunca se les había dado. ¿Cómo entonces pueden ahora indignarse porque a los que han obtenido beneficios adicionales profesan indignación a los que han obtenido beneficios adicionales que se deben someterse a un esfuerzo adicional en proporción? En ningún lugar hallamos trabajo sin recompensa, ni, por regla general, la recompensa, sin parte de los gastos de mano de obra. Trabajo y placer, completamente diferentes por naturaleza, han sido unidos entre sí por la naturaleza en una especie de asociación. Anteriormente, el soldado consideraba un agravio tener que prestar servicio al Estado a su propia costa; tenía la satisfacción, no obstante, de poder cultivar sus tierras durante parte del año y adquirir los medios para sostenerse él y su familia tanto si estaba en su hogar como si estaba de servicio. Ahora tenía la satisfacción de saber que el Estado resultaba una fuente de ingresos para él, y se alegraba de recibir su paga. Bien puede esperar pacientemente estar ausente un poco más de su hogar y su propiedad, sobre las que no caen ahora tan fuertes gastos. Si el Estado tuviese que reclamarle un cálculo exacto, no estaría justificado que dijese: «Recibes un año de paga, debes dar un año de trabajo. ¿Creéis que es justo recibir doce meses de paga completa por seis meses de servicio?». Con renuencia, Quirites, insisto en este tema, porque son los que emplean mercenarios quienes suelen tratar las cosas así; pero queremos tratar con vosotros como conciudadanos, y creemos que lo justo es que vosotros tratéis con nosotros como con vuestra patria.

«Puede que esta guerra no se debiera haber empezado, pero ahora debe conducirse como corresponde a la dignidad de Roma y terminarla tan pronto como se pueda. Sin duda, le daremos un final si presionamos con el asedio, pero no si nos retiramos antes de haber cumplido nuestras esperanzas con la captura de Veyes. Si, ¡por Hércules!, no hubiera otra razón, el mismo desprestigio de la retirada debería inspirarnos a perseverar. Una ciudad fue una vez sitiada por toda la Grecia durante diez años, por culpa de una mujer, ¡y a cuánta distancia de sus casas, y con cuántas tierras y mares entre ellos! ¿Nos estamos cansando de mantener un asedio durante un año, a menos de veinte millas de distancia [29.600 metros.- N. del T.], casi a la vista de la Ciudad? Supongo que pensáis que el motivo de la guerra es trivial y que no sentimos el suficiente resentimiento como para perseverar. Siete veces han reanudado la guerra contra nosotros; nunca han mantenido fielmente los términos de la paz; han asolado nuestros campos mil veces; han obligado a los Fidenenses a rebelarse; han asesinado a los colonos que asentamos allí; han instigado el impío asesinato de nuestros embajadores, violando el derecho de gentes; han querido levantar contra nosotros a toda la Etruria y aún están en ello; cuando les enviamos embajadores a pedir satisfacción, casi les ultrajaron.

[5,5] «¿A éstos debe hacerse la guerra sin entusiasmo y con dilaciones? Si tales razones no son bastantes para mover vuestro odio, ¿no lo serán tampoco, os lo ruego, las siguientes? La ciudad está cercada por una inmensa fábrica de asedio que confina al enemigo dentro de sus muros. No ha labrado sus tierras, y lo que había trabajado antes se ha visto devastado por la guerra. Si hacemos regresar otra vez a nuestro ejército, ¿alguien tiene la menor duda de que invadirán nuestro territorio? No sólo por sed de venganza, sino también por la pura necesidad de saquear lo de otros al haber perdido lo suyo. Si aprobamos vuestra política no aplazaremos la guerra, simplemente la trasladaremos dentro de nuestras propias fronteras. Bueno, y ahora, ¿qué hay de los soldados en los que esos dignos tribunos se han interesado de pronto después de tratar en vano de robarles sus salarios?, ¿qué hay de ellos? Han construido una rampa y un foso, trabajos inmensos cada uno de ellos, sobre toda esa extensión de terreno; han construido fuertes, pocos al principio, pero muy numerosos conforme crecía el ejército; han levantado defensas no sólo contra la ciudad, sino también como una barrera contra Etruria por si llegaba ayuda de allí. ¿Hace falta describir las torres, los manteletes, los testudos y otros ingenios usados para asaltar ciudades? Ahora que tanto trabajo se ha hecho y que por fin se le ha dado fin, ¿creéis que se debe abandonar para que el próximo verano nos agotemos otra vez construyéndolos de nuevo? ¡Cuánto menos problema hay en defender lo ya construido, en seguir adelante y perseverar y así terminar con nuestras preocupaciones y trabajos! Porque de cierto que la empresa no será larga si se realiza con un esfuerzo continuo, y si no retrasamos el cumplimiento de nuestras esperanzas con nuestras propias interrupciones y paros».

«He estado hablando de los trabajos y de la pérdida de tiempo. Ahora se reúne frecuentemente el Consejo Nacional de Etruria para discutir la cuestión del envío de ayuda a Veyes. ¿Nos hará esto olvidar el peligro en que caemos al prolongar la guerra? En el estado actual de cosas, ellos están enojados, resentidos, y dicen que no enviarán ninguna ayuda; por lo que a ellos respecta, Veyes puede ser capturada. Pero, ¿quién garantiza que si la guerra se prolonga seguirán pensando igual? Porque, si le damos respiro a los veyentinos, enviarán una embajada más numerosa e influyente y lo que ahora produce disgusto a los etruscos, es decir, la elección de un rey, puede luego ser anulado, sea por el actuar unánime de los ciudadanos para ganarse la simpatía de Etruria, o mediante la abdicación voluntaria del propio rey, para no permitir que su corona ponga en peligro la seguridad de su pueblo. «Ved cuántas consecuencias desastrosas se derivan de la política que recomendáis: sacrificar las obras construidas con tanto esfuerzo; la amenaza de devastación de nuestras fronteras; una guerra con el conjunto de Etruria, en lugar de una sóla contra Veyes. Este, tribunos, es el precio de vuestras propuestas; mucho, según mi opinión; como si uno fuese a tentar a una persona enferma, que sometiéndose a un estricto tratamiento pudiera recuperarse rápidamente, para que se dé a la comida y la bebida y alargue y haga quizá incurable su enfermedad».

[5.6] «Aunque no afectase a esta guerra, aún sería de la mayor importancia para la disciplina militar que nuestros soldados se acostumbrasen no sólo a disfrutar de la victoria una vez lograda, sino también, cuando la campaña progresa más lentamente, a lidiar con el tedio y a esperar la consecución de sus esperanzas, aunque se retrasen. Si una guerra no ha terminado en verano tienen que aprender a pasar el invierno y no, como las aves de paso, a buscar techos para protegerse al llegar el otoño. La pasión y el placer de la caza lleva a los hombres a través del hielo y la nieve hasta los bosques y las montañas. Por tanto, les ruego que me digan si no vamos a emplear en las exigencias de la guerra la misma capacidad de persistencia que usamos para el deporte o el placer. ¿Debemos suponer que los cuerpos de nuestros soldados están tan afeminados y sus espíritus son tan endebles que no pueden permanecer en el campamento o mantenerse fuera de sus hogares durante un solo invierno? ¿Debemos creer que, al igual que los que luchan en la guerra naval, tienen que mirar las estaciones y buscar el tiempo favorable y por tanto estos hombres no pueden soportar momentos de frío y de calor? ¡Vergüenza deberían tener quienes así piensen!; y más habrían de sostener resueltamente que tanto en cuerpo como en espíritu con capaces de resistir duramente y mantenerse en campaña tanto en invierno como en verano. Deberían deciros que no os han nombrado sus tribunos para que actuéis como protectores de los afeminados o de los indolentes, ni que fue bajo frescas sombras o techos protectores donde sus antepasados crearon este poder tribunicio. El valor de vuestros soldados, la dignidad de Roma, demandan que no limitemos nuestras miras a Veyes y a la presente guerra, sino que busquemos la reputación para tiempos venideros en relación con otras guerras y entre todas las demás naciones».

«¿Creéis que la opinión que los hombres se formen de nosotros en esta crisis es asunto de poca importancia? ¿Da igual que nuestros vecinos recuerden a Roma como una ciudad de la que, una vez se soporta su primer ataque, no hay nada que temer?, ¿o qué, al contrario, nuestro nombre provoque el terror de quien no se cansa de un largo sitio, sin temor al invierno, ni retira un ejército del asedio de una ciudad hasta que la ha capturado, que no pone fin a una guerra si no es con la victoria y que conduce sus campañas más con la perseverancia que con el arrebatamiento? La perseverancia es necesaria en toda clase de operación militar, pero especialmente en la conducción de los asedios pues la mayoría de las ciudades son inexpugnables, debido a la fuerza de sus fortificaciones y a su posición, y es el tiempo quien las vence por hambre y sed, y las captura como capturará Veyes a menos que los tribunos de la plebe extiendan su protección al enemigo y los veyentinos encuentren en Roma el apoyo que vanamente van buscando en Etruria. ¿Puede pasar algo más de acuerdo con los deseos veyentinos, sino que la ciudad de Roma se llene de rebeliones y que éstas se contagien al campo? Porque entre el enemigo hay en realidad tanto respeto por la ley y el orden que no han sido incitados a la revolución ni por el cansancio del sitio ni por su aversión a la monarquía absoluta, ni han mostrado exasperación ante la negativa de ayuda de Etruria. El hombre que defienda la rebelión será condenado a muerte en ese mismo lugar, y a nadie se le permitirá decir las cosas que impunemente se dicen entre vosotros. Entre nosotros, el hombre que abandona su estandarte o deserta de su puesto merece ser apaleado hasta la muerte, pero aquellos que le incitan a abandonar los estandartes y desertar del campamento son escuchados no sólo por uno o por dos; tienen a todo el ejército como audiencia. A tal punto os habéis habituado a escuchar tranquilamente cualquier cosa que un tribuno de la plebe pueda decir, incluso si significa la traición de vuestra patria y la destrucción de la república. Cautivados por la atracción que ese cargo tiene para vosotros, permitís que toda clase de males se cobijen a su sombra. Lo único que les queda es llevar al campamento, ante los soldados, los mismos argumentos que tan notoriamente han expuesto aquí y así corromper al ejército para que no deseen obedecer a sus jefes. Pues, evidentemente, la libertad en Roma simplemente significa que los soldados dejen de sentir respeto por el Senado, o por los magistrados, o por las leyes o las tradiciones de sus antepasados, o por las instituciones de sus padres o la disciplina militar».

[5,7] Ya hasta en las asambleas del pueblo estaba Apio a la altura de los tribunos, y ahora su victoria sobre ellos quedó asegurada por el más inesperado desastre, a consecuencias del cual se unieron todos los órdenes en una vehemente voluntad de proseguir el asedio de Veyes aún más vigorosamente. Se había construido una rampa que ya casi llegaba hasta la ciudad y el mantelete estaba casi situado en contacto con las murallas; pero se había prestado más atención a su construcción durante el día que a protegerlas durante la noche. De repente las puertas se abrieron y una enorme multitud, en su mayoría armados con antorchas, lanzó los misiles en llamas a las obras, y en sólo una hora las llamas consumieron tanto la rampa como el mantelete, que tantos días de trabajo habían costado. Muchos pobres hombres que en vano trataron de ayudar, perecieron en las llamas o por la espada. Cuando la noticia de esto llegó a Roma hubo luto general, y el Senado se llenó de temor porque llegasen a estallar disturbios en la ciudad o el campamento que no pudieran reprimir, y porque los tribunos de la plebe se burlaran de la vencida república. De pronto, sin embargo, cierta cantidad de hombres a los que, aunque habían sido considerados como caballeros, no se les había provisto de caballos, tras acordar un plan común de acción se dirigieron a la Curia [así se llamaba al edificio donde habitualmente se reunía el Senado.- N. del T.] y declararon que servirían como jinetes a sus expensas y en sus propios caballos. El Senado les dio las gracias en los términos más corteses. Cuando la noticia de este incidente se extendió por el Foro y la Ciudad, los plebeyos se reunieron apresuradamente ante la Curia y declararon que ellos ahora formaban parte de las fuerzas de infantería y que, aunque no era su turno de ser alistados, prometían prestar servicio a la república marchando a Veyes o a cualquier otro sitio donde se les mandase. Dijeron que, si se les llevaba a Veyes, no regresarían hasta que la ciudad fuese tomada.

Al oír esto, el Senado con dificultad pudo refrenar su alegría. No hicieron, como en el caso de los caballeros, una resolución de agradecimiento para ser transmitida a través de los magistrados presidentes, ni se convocó a nadie a la Curia para recibir su réplica, ni siquiera permanecieron dentro del recinto del edificio. Salieron al espacio abierto frente a la Curia y cada uno por separado dieron a entender al pueblo que estaba en los comicios, con sus voces y sus gestos, la alegría que sentían, y expresaron su confianza en que esta unidad de sentimientos haría de Roma una Ciudad bendita, invencible y eterna. Aplaudieron a los caballeros, aplaudieron al pueblo, llovieron los elogios al día mismo y admitieron francamente que el Senado había sido superado en cortesía y amabilidad. Los senadores y plebeyos por igual derramaron lágrimas de alegría. Por fin, se reanudó la sesión y se aprobó una resolución por la que los tribunos consulares con potestad consular debían convocar una asamblea pública y dar gracias a la infantería y a los caballeros, y decirles que el Senado nunca olvidaría esta prueba de su amor por su país. Se decidió además que las pagas se abonarían a partir de aquel día a quienes, aunque no habían sido llamados a filas, se presentaron a servir voluntariamente. Se asignó una cantidad fija a cada caballero; aquella fue la primera vez que los caballeros recibieron paga militar. El ejército de voluntarios marchó a Veyes, y no sólo reconstruyó las obras que se habían perdido sino que construyó otras nuevas. Se puso gran cuidado en llevar suministros desde la Ciudad, para que nada faltase a un ejército que tan bien se había comportado.

[5,8] Los tribunos consulares con potestad consular del año siguiente fueron Cayo Servilio Ahala (por tercera vez), Quinto Servilio, Lucio Verginio, Quinto Sulpicio, Aulo Manlio (por segunda vez) y Manio Sergio (también por segunda vez) -402 a.C.-. Durante su mandato, mientras todos estaban preocupados por la guerra Veyentina, se perdió Anxur. La guarnición se había debilitado por la ausencia de los hombres con licencia y los comerciantes volscos fueron admitidos sin control, con el resultado de que la guardia ante las puertas fue sorprendida y el puesto fortificado fue capturado. La pérdida en hombres fue escasa pues, con excepción de los enfermos, todos ellos estaban dispersos por los campos y las ciudades vecinas dedicados a sus negocios particulares. En Veyes, el principal punto de interés, las cosas no fueron mucho mejor. No sólo se enfrentaban los comandantes romanos entre sí con más fuerza que la que oponían el enemigo: la guerra adquirió un carácter más serio con la llegada repentina de los capenates y los faliscos. Dado que estos dos Estados eran los más cercanos, creyeron que si caía Veyes ellos serían los siguientes a quienes Roma haría la guerra. Los faliscos tenían sus propias razones para temer las hostilidades, pues ya habían participado en la guerra anterior contra Fidenas. Así, ambos Estados, después de despachar mutuamente embajadores al efecto, juraron aliarse entre si y sus dos ejército llegaron inesperadamente a Veyes. Sucedió que atacaron las trincheras por el lado donde Manio Sergio estaba al mando y crearon una gran alarma, pues los romanos estaban convencidos de que toda Etruria se había levantado y se presentaba con gran fuerza. De la misma opinión fueron los veyentinos en la ciudad, de modo que el campamento romano fue atacado desde dentro y desde fuera. Corriendo de un lado a otro para enfrentar primero un ataque y luego el otro, no fueron capaces de confinar suficientemente a los veyentinos en sus fortificaciones ni de repeler el asalto de sus propias obras y defenderse del enemigo exterior. Su única esperanza era que llegase ayuda del campamento principal de modo que las legiones pudiesen combatir espalda contra espalda, unos contra los capenates y faliscos y los otros contra los que salían de la ciudad. Pero Verginio estaba al mando de ese otro campamento, y él y Sergio se detestaban mutuamente el uno al otro. Cuando se le informó de que la mayor parte de los fuertes habían sido atacados, que las líneas que los conectan habían sido superadas y que el enemigo se abría paso desde ambos lados, mantuvo a sus hombres parados y con las armas listas, declarando en repetidas ocasiones que si su colega necesitaba ayuda que se la pidiera. Este egoísmo suyo fue acompañado por la obstinación del otro, pues Sergio, para no dar la impresión de haber pedido ayuda a un enemigo personal, prefirió la derrota a manos del enemigo antes que deber la victoria a un compatriota. Durante algún tiempo los soldados fueron sacrificados entre las dos fuerzas atacantes; por fin, un pequeño número abandonó sus líneas y alcanzó el campamento principal; el propio Sergio, con la mayor parte de su fuerza, se dirigió a Roma. Una vez aquí echó toda la culpa a su colega, y se decidió que se debía convocar a Verginio del campamento y que sus lugartenientes quedasen al mando en su ausencia. El caso fue debatido en el Senado; pero pocos miraron el interés de la república y la mayoría de los senadores apoyaban a uno u otro de los litigantes según sus simpatías particulares o preferencias de partido.

[5,9] Los líderes del Senado dieron su opinión de que aunque la vergonzosa derrota hubiera sido culpa del infortunio de los jefes, no se debía esperar hasta las próximas elecciones y se debía proceder en seguida a nombrar nuevos tribunos consulares, para que tomasen posesión del cargo el primero de octubre. Al proceder a la votación de esta propuesta, los otros tribunos consulares no ofrecieron ninguna oposición pero, por extraño que parezca, Sergio y Verginio (los mismos hombres de cuyo desempeño como magistrados, obviamente, el Senado no estaba nada satisfecho), tras protestar contra tal humillación, vetaron la resolución. Declararon que no renunciarían al cargo antes del 13 de diciembre, el día en que habitualmente asumían el cargo los nuevos magistrados. Al oír esto, los tribunos de la plebe, que habían mantenido un silencio renuente mientras el Estado disfrutaba de concordia y prosperidad, atacaron ahora repentinamente a los tribunos consulares y amenazaron, si no se sometían a la autoridad del Senado, con ordenar que les encarcelasen. A esto, Cayo Servilio Ahala, el tribuno consular, respondió: «En cuanto a vosotros, tribunos de la plebe, y vuestras amenazas, tienen tan poca fuerza legal como vosotros valor para llevarlas a cabo, porque es un error atacar la autoridad del Senado. Dejad, por lo tanto, de buscar ocasión para meter cizaña en nuestras disputas; o mis colegas actuarán conforme a la resolución del Senado o, si persisten en su obstinación, yo nombraré en seguida un dictador que les pueda obligar a dimitir». Este discurso fue recibido con general aprobación y el Senado se alegró al ver que había otro método más eficaz para ejercer presión sobre los magistrados, sin necesidad de introducir el fantasma del poder de los tribunos de la plebe. En deferencia al sentir general, los dos tribunos recalcitrantes celebraron una elección a tribunos consulares, quienes tomarían posesión el primero de octubre, habiendo ellos previamente dimitido de su cargo.

[5.10] Los tribunos recién elegidos fueron Lucio Valerio Potito (por cuarta vez), Marco Furio Camilo (por segunda vez), Marco Emilio Mamerco (por tercera vez), Cneo Cornelio Coso (por segunda vez), Cesón Fabio Ambusto y Lucio Julio Julo. Su año -401 a.C.- en el cargo estuvo marcado por numerosos incidentes tanto en casa como en el extranjero. Hubo varias guerras al mismo tiempo: en Veyes, en Capena, en Faleria y contra los volscos para recuperar Anxur. En Roma las demandas simultáneas para el alistamiento y para el tributo de guerra provocaron dificultades; hubo un litigio sobre la cooptación de los tribunos de la plebe y el juicio a dos hombres que hacía poco habían ostentado la potestad consultar provocó gran expectación. Los tribunos consulares hicieron del alistamiento su primera tarea. No sólo fueron inscritos los jóvenes, también a los veteranos se les obligó a dar sus nombres para actuar como guardas de la Ciudad. Pero el aumento en el número de soldados necesitaba un incremento correspondiente del dinero necesario para pagarles, y quienes quedaban en casa no estaban dispuestos a aportar su parte porque, además, se les iba a cargar con obligaciones militares en la defensa de la Ciudad, como servidores del Estado. Esto era en sí una queja grave, pero lo pareció aún más por culpa de las arengas sediciosas de los tribunos de la plebe, que afirmaban que la razón por la que se estableció la paga militar fue para que la mitad de la plebe estuviese obligada por el tributo de guerra y la otra por el servicio militar. Una sola guerra estaba alargándose en su tercer año, y estaba siendo mal conducida, deliberadamente, para prolongarla tanto como pudieran. Luego, una vez más, se movilizaron los ejércitos en un único alistamiento para enfrentar cuatro guerras, arrancando incluso de sus hogares a los muchachos y a los ancianos. Ya no había diferencia entre verano e invierno, para que los miserables plebeyos no tuviesen nunca un respiro. Y ahora, para colmo, incluso tendrían que pagar un impuesto de guerra, de manera que cuando regresaran, agotados por el esfuerzo, las heridas y al fin por la edad, encontrasen todas sus tierras sin cultivar por la ausencia del propietario y hubiesen de afrontar los impuestos de su gastada propiedad y devolver al Estado varias veces sus pagas de soldados, como si se les hubiese prestado en usura. El alistamiento, el impuesto de guerra y la preocupación de los hombres con aún más graves asuntos, hicieron imposible que se pudiesen elegir a todos los tribunos de la plebe. Empezó entonces una lucha para garantizar la cooptación de los patricios a los puestos vacantes. Esto resultó ser imposible, pero con el fin de debilitar la autoridad de la Ley Trebonia [«Si en un día de elección no se había podido elegir el número completo de los tribunos (10), los que hubieran sido elegidos los primeros tendrían derecho a nombrar sus colegas».- N. del T.] se acordó, sin duda por influencia de los patricios, que Cayo Lucerio y Marco Acucio debían ser cooptados como tribunos de la plebe.

[5.11] El azar quiso que Cneo Trebonio fuera tribuno de la plebe ese año y se presentó como defensor de la Ley Trebonia, al parecer como un deber para con su familia y el nombre que llevaba. Declaró en tono emocionado que la posición que el Senado había asaltado, a pesar de haber sido rechazado en su primer intento, había sido finalmente tomada por los tribunos consulares. La Ley Trebonia había sido derogada y los tribunos de la plebe no habían sido elegidos por el voto del pueblo sino por cooptación, por orden de los patricios, de manera las cosas habían llegado a tal punto que ahora debían tener a patricios o a secuaces de los patricios como tribunos de la plebe. Las sagradas leyes les estaban siendo arrebatadas, se les quitaba el poder y la autoridad de sus tribunos. Esto, afirmaba, se hacía por las artimañas y astucias de los patricios y por la traicionera villanía de sus colegas. La llama de la indignación popular empezó a inflamar no sólo al Senado, sino incluso a los tribunos de la plebe, cooptados y cooptantes por igual, cuando tres miembros del colegio tribunicio, Publio Curiacio, Marco Metilio y Marco Minucio, temiendo por su propia seguridad, iniciaron una acusación contra Sergio y Verginio, los tribunos consulares del año anterior. Al fijar una fecha para enjuiciarles, desviaron de ellos mismos hacia aquellos hombres la ira y odio de la plebe. Recordaron al pueblo que aquellos que habían soportado la carga del alistamiento, el tributo de guerra y la duración excesiva de ésta, los que estaban dolidos por la derrota sufrida ante Veyes, aquellos cuyas casas estaban de luto por la pérdida de hijos, hermanos y familiares, todos ellos tenían el derecho y la potestad de cargar sobre dos cabezas culpables su dolor personal y el de todo el Estado. La responsabilidad de todas sus desgracias caía en Sergio y en Verginio; ni siquiera el acusador lo probaba mejor que los propios acusados pues, siendo ambos culpables, cada uno echaba la culpa al otro: Verginio denunciaba la huida de Sergio y Sergio la traición de Verginio. Se habían comportado con locura tan increíble que, con toda probabilidad, aquello era un plan concertado y llevado con la complicidad general de los patricios. Estos hombres habían proporcionado primero a los veyentinos una salida para prender fuego a las obras de asedio, y ahora habían traicionado al ejército y entregado el campamento romano a los faliscos. Todo se había hecho para que los jóvenes envejecieran ante Veyes e imposibilitar que sus tribunos les asegurasen la ayuda de toda la Asamblea en la Ciudad, tanto en su resistencia a la acción concertada del Senado, como en sus propósitos concernientes al reparto de tierra y otras medidas en interés de la plebe. Ya se había sometido a los acusados a juicio por el Senado, el pueblo de Roma y sus propios colegas, habiendo votado el Senado para destituirlos de su cargo; fueron sus propios colegas quienes, ante su rechazo a dimitir, les obligaron con la amenaza de un dictador, y fue el pueblo quien eligió tribunos consulares para tomar posesión, no el día usual, el 13 de diciembre, sino inmediatamente tras la elección, el primero de octubre, pues la república no estaría segura si tales hombres seguían en sus cargos. Y todavía, destrozados como estaban por tantas sentencias adversas y condenados de antemano, se presentaban a juicio creyendo que habían pagado su pena y sufrido un castigo adecuado con el retiro a la vida privada dos meses antes de tiempo. No entendían que no se trataba de una sanción, sino simplemente de impedirles seguir haciendo más daño, pues sus colegas también hubieron de dimitir sin, en todo caso, haber cometido ningún delito. Los tribunos siguieron: «Olvidad los sentimientos, Quirites, que os produjo oír el desastre que sufrimos al ver el ejército fugitivo tambalearse por las puertas, presa del pánico, cubierto de heridas y acusando no la Fortuna o a cualquier dios, sino a sus jefes. Estamos seguros de que no hay un hombre en esta Asamblea que ese día no maldijera las personas, casas y fortunas de Lucio Verginio y Manio Sergio. Sería absolutamente incoherente que no usaseis vuestro poder, cuando es vuestro derecho y deber hacerlo, contra los hombres sobre los que habéis implorado la ira de los cielos. Los dioses nunca ponen ellos mismos las manos sobre los culpables, se contentan con dar al injuriado la oportunidad de la venganza.

[5.12] Estos discursos excitaron a la plebe y condenaron a cada acusado a pagar diez mil ases cada uno, pese al intento de Sergio de echarle la culpa a la Fortuna y a los azares de la guerra, y a las quejas de Verginio de que no debía ser más desafortunado en casa de lo que había sido en la campaña. Al tornarse hacia ellos la indignación popular, quedó en la sombra la memoria de la cooptación de los tribunos y el fraude contra la Ley Trebonia. Como recompensa a los plebeyos por la sentencia que habían aprobado, los victoriosos tribunos en seguida promulgaron una Ley Agraria. También impidieron que se pagasen las contribuciones del impuesto de guerra, aunque los salarios eran necesarios en todos los ejércitos, y el modo en que se obtuvieron tales éxitos sólo sirvió para impedir que se terminase cualquiera de las guerras en marcha. El campamento en Veyes, que se había perdido, fue recuperado y fortalecido con fuertes y hombres para guarnecerlos. Los tribunos consulares, Marco Emilio y Céson Fabio, estaban al mando. Marco Furio en el territorio falisco y Cneo Cornelio en el de Capena no encontraron ningún enemigo fuera de sus murallas; se trasladó el botín, las tierras fueron arrasadas y las granjas y los cultivos fueron quemados. Las ciudades fueron atacadas, pero no invadidas; Anxur, sin embargo, en territorio volsco y situado en un terreno elevado, desafió todos los asaltos, y después de que un ataque directo resultase infructuosa se inició la construcción de una rampa y un foso. La conducción de la campaña volsca recayó sobre Valerio Potito.

Mientras los asuntos militares se encontraban en este punto, los problemas internos resultaron más difíciles de manejar que las guerras extranjeras. Debido a los tribunos [de la plebe.- N. del T.], no se pudo recaudar el impuesto de guerra ni enviar los fondos necesarios a los comandantes; los soldados clamaban por su paga y parecía como si el campamento estuviese contaminado por el contagio del espíritu sedicioso que prevalecía en la Ciudad. Aprovechándose de la exasperación de la plebe contra el Senado, los tribunos les dijeron que había llegado el momento tan esperado de asegurar sus libertades y hacer que el más alto cargo del Estado pasara de gente como Sergio y Verginio a plebeyos fuertes y enérgicos. No obstante, ellos no buscaban tanto el ejercicio de sus derechos como asegurarse la elección de un miembro de la plebe como tribuno militar con potestad consular, a saber, Publio Licinio Calvo y sentar un precedente; el resto fueron patricios: Publio Manlio, Lucio Titino, Publio Melio, Lucio Furio Medulino y Lucio Publilio Volsco -400 a.C.-. Los plebeyos quedaron tan sorprendidos de su éxito como el propio tribuno electo; él no había desempeñado antes ningún alto cargo en el Estado y era sólo un senador veterano y de edad ya avanzada. Nuestros autores no están de acuerdo en cuanto a la razón por la que fue el primero en ser elegido para degustar las mieles de esta nueva dignidad. Algunos creen que fue empujado a tan alta posición por la popularidad de su hermano, Cneo Cornelio, que había sido tribuno consular el año anterior y había concedido paga triple a los caballeros. Otros la atribuyen a un oportuno discurso que pronunció sobre la concordia entre ambos órdenes y que fue bien acogido tanto por patricios como por plebeyos. En su exaltación por la victoria electoral, los tribunos de la plebe autorizaron el impuesto de guerra y así eliminaron la mayor dificultad política que existía. Se recaudó sin un murmullo y se envió al ejército.

[5.13] La Anxur volsca fue recapturada debido a la laxitud de la guardia durante un festival. El año fue notable por un invierno tan frío y nevado que las carreteras quedaron bloqueadas y no se pudo navegar por el Tíber. No hubo cambios en el precio del grano gracias a la acumulación previa de suministros. Publio Licinio había ganado su posición sin provocar ningún disturbio, más para deleite de la plebe que para molestia del Senado, y desempeñó su cargo de tal modo que hubo un deseo general, para la próxima elección, de elegir los tribunos consulares de entre los plebeyos. El único candidato patricio que se aseguró un puesto fue Marco Veturio. El resto, que eran plebeyos, recibió el apoyo de casi todas las centurias. Sus nombres eran Marco Pomponio, Cneo Duilio, Volero Publilio y Cneo Genucio -399 a.C.-. Fuera a consecuencia de las insalubres condiciones meteorológicas ocasionadas por el súbito cambio del frío al calor o por cualquier otro motivo, al severo invierno le siguió un pestífero verano que resultó fatal para hombres y bestias. Como no se podía hallar ni la causa ni la cura para sus estragos mortales, el Senado ordenó que se consultasen los Libros Sibilinos [Libros custodiados en un cofre de piedra bajo el tempo de Júpiter capitolino y que, según la tradición fueron ofrecidos por la Sibila de Cumas a Tarquinio Prisco o a Tarquinio el Soberbio. Se consideraba que estos libros contenían los secretos mediante los que el poderío romano podría extenderse y mantenerse.- N. del T.] Los sacerdotes que estaban a su cargo decretaron, por primera vez en Roma, una de ellos designados por primera vez en Roma, un lectisternio [Culto que los antiguos romanos tributaban a sus dioses colocando sus estatuas en bancos alrededor de una mesa con manjares.- N. del T.]. Apolo y Latona, Diana y Hércules, Mercurio y Neptuno fueron propiciados durante ocho días en tres sofás cubiertos de las más hermosas colchas que se pudieron obtener. Las solemnidades se llevaron a cabo también en las casas particulares. Se afirma que en toda la Ciudad las puertas de las casas fueron abiertas y colocado todo tipo de cosas para su uso público en espacios descubiertos; con todos los visitantes, conocidos o desconocidos, se compartió la hospitalidad. Los hombres que habían sido enemigos mantenían amigables y educadas conversaciones entre sí y cesaban de todo litigio; durante este periodo, se quitaron los grilletes a los prisioneros y luego pareció un acto de impiedad volver a poner las cadenas a hombres que habían obtenido esa medida de los dioses. Entre tanto, en Veyes la inquietud fue a más por culpa de que las tres guerras se combinaron en una sola. Resultó que llegaron los hombres de Capena y Faleria para aliviar la ciudad y, como en la ocasión anterior, los romanos hubieron de combatir en una batalla espalda contra espalda, alrededor de las trincheras, contra tres ejércitos. Lo que más les ayudó fue el recuerdo de la condena de Sergio y Verginio. Desde el campamento principal, donde en la ocasión anterior hubo inacción, se llevaron rápidamente las fuerzas alrededor y atacaron a los capenatos por la retaguardia, mientras su atención se concentraba en las líneas romanas. La lucha que siguió provocó también el pánico en las filas faliscas y, mientras estaban indecisos, una más que oportuna carga desde el campamento les puso en fuga y los vencedores, persiguiéndoles, causaron enormes pérdidas entre ellos. No mucho después, las tropas que estaban devastando el territorio de Capena se encontraron con los supervivientes como por casualidad y los masacraron cuando se creían a salvo. También muchos de los veyentinos que huían hacia la ciudad resultaron muertos frente a las puertas, al no poder entrar, que habían sido cerradas para impedir que los romanos irrumpiesen.

[5.14] Tales fueron los sucesos del año. Y ahora se aproximaba el momento de la elección de los tribunos consulares. El Senado estaba casi más preocupado por esto que por la guerra, pues reconocían que no estaban simplemente compartiendo el poder supremo con la plebe, sino que casi lo habían perdido por completo. Se llegó a un compromiso por el cual sus miembros más distinguidos se presentarían candidatos; creyeron que se les votaría por vergüenza. Además de esto, echaron mano de todos sus recursos, como si cada uno de ellos fuese candidato, y llamaron en su ayuda no solo a los hombres, sino hasta a los mismos dioses. Hicieron de las dos últimas elecciones una cuestión religiosa. El año anterior, dijeron, se sufrió un invierno intolerablemente severo, en lo que parecía ser una advertencia divina; en el último año no hubo advertencias, sino sólo los propios juicios. La peste que visitó los distritos rurales y la Ciudad era sin duda una señal de disgusto divino, pues se habían encontrado en los libros del destino que para evitar ese azote los dioses debían ser apaciguados. Se tomaron los auspicios previos a cada elección, y los dioses consideraron un insulto que los cargos más elevados se convirtieran en comunes y que se confundiese la distinción de clases. Los hombres se atemorizaron, no sólo por la dignidad y el rango de los candidatos, sino por el aspecto religioso de la cuestión y eligieron a todos los tribunos militares con poder consular de entre los patricios, siendo en su mayoría hombres muy distinguidos. Los elegidos fueron Lucio Valerio Potito (por quinta vez), Marco Valerio Máximo, Marco Furio Camilo (por segunda vez), Lucio Furio Medulino (por tercera vez), Quinto Servilio Fidenate (por segunda vez) y Quinto Sulpicio Camerino (por segunda vez) -398 a.C.-. Durante el año de su magistratura no se hizo nada de importancia en Veyes; toda su actividad se limitó a realizar correrías. Dos de los comandantes en jefe consiguieron saquear una enorme cantidad de botín: Potito de Faleria y Camilo de Capena. No dejaron atrás nada que pudiera destruirse con el fuego o con la espada.

[5.15] Durante este período se tuvo noticia de muchos prodigios, pero al descansar en el testimonio de individuos aislados y no habiendo adivinos a los que consultar sobre el modo de expiarlos, por la actitud hostil de los Etruscos, por lo general se despreció tales noticias y no se las creyó. Un incidente, sin embargo, provocó inquietud general. El lago Albano se elevó a una altura inusual, sin lluvia u otra causa que impidiese creer que el fenómeno no tenía un origen sobrenatural. Se enviaron orantes al oráculo de Delfos para averiguar por qué enviaban los dioses el portento. Sin embargo, apareció una explicación más a mano. Un anciano veyentino fue impulsado por el destino a anunciar, en trance profético y en medio de las burlas de los soldados romanos y etruscos de los puestos avanzados, que los romanos nunca se apoderarían de Veyes hasta que el agua hubiese sido drenada del lago Albano. Esto se consideró al principio como algo propio de salvajes, pero luego se empezó a hablar de ello. Debido a la duración de la guerra había frecuentes conversaciones entre las tropas de ambas partes, y un romano de un puesto de guardia preguntó a un ciudadano que estaba próximo a él quién era el hombre que lanzaba aquellas insinuaciones sobre el lago Albano. Cuando se enteró de que era un arúspice, siendo él mismo un hombre no exento de temores religiosos, invitó al profeta a una entrevista con el pretexto de querer consultarle, si tenía tiempo, sobre un portento que exigía su expiación personal. Cuando los dos se habían apartado a cierta distancia de sus respectivas líneas, desarmados y sin temor, el romano, un hombre joven de inmensa fuerza, se apoderó del hombre anciano y débil a la vista de todos y, a pesar de las protestas de los etruscos, se lo llevó a sus líneas. Fue llevado ante el comandante en jefe y luego enviado al Senado en Roma. En respuesta a la pregunta sobre qué quería que la gente entendiese con su comentario sobre el lago Albano, dijo que los dioses sin duda debían estar enojados con el pueblo de Veyes el día en que le inspiraron la decisión de divulgar la ruina que los Hados habían preparado para su ciudad natal. De lo que había entonces predicho bajo inspiración divina, no podía ahora arrepentirse o desdecirse, y quizá incurriese en mayor pecado guardando silencio sobre las cosas que eran la voluntad de los cielos que revelando lo que debía ser ocultado. Tanto los libros del Destino como la oculta ciencia Etrusca aseguraban que cada vez que el agua del lago Albano se desbordase y los romanos la drenasen del modo adecuado, la victoria sobre los veyentinos les sería segura; hasta que no ocurriese así, los dioses no abandonarían las murallas de Veyes. Luego explicó el modo prescrito para drenar las aguas. El Senado, sin embargo, no le consideró de suficiente confianza en asunto de tal importancia, y decidieron esperar el regreso de su embajada con la respuesta del oráculo Pythio.

[5.16] Antes de su regreso y antes de descubrir el modo de tratar con el portento albano, los nuevos tribunos consulares tomaron posesión del cargo. Eran Lucio Julio Julo, Lucio Furio Medulino (por cuarta vez), Lucio Sergio Fidenas, Aulo Postumio Regilense, Publio Cornelio Maluginense y Aulo Manlio -397 a.C.-. Este año surgió un nuevo enemigo. El pueblo de Tarquinia vio que los romanos estaban ocupados en numerosas campañas – contra los volscos en Anxur, donde la guarnición estaba bloqueada; contra los ecuos en Labici, que atacaban a los colonos romanos, y, además de estos, en Veyes, Faleria y Capena, mientras que, debido a las disputas entre la plebe y el Senado, las cosas no estaban más tranquilas dentro de las murallas de la ciudad. Considerando así que había una oportunidad favorable, enviaron algunas cohortes ligeramente armadas para saquear el territorio romano, en la creencia de que los romanos dejarían pasar el ultraje sin castigo para evitar echar otra guerra a sus espaldas o se enfrentarían a ellos con una fuerza débil y pequeña. Los romanos se sintieron más indignados que inquietos por la correría, y sin hacer ningún gran esfuerzo tomaron medidas inmediatas para vengarse. Aulo Postumio y Lucio Julio dispusieron una fuerza, no mediante un alistamiento regular (pues fueron obstruidos por los tribunos de la plebe) sino con voluntarios a los que habían inducido con enérgicas arengas a seguirles. Con éstos avanzaron a marchas forzadas a través del territorio de Cere y sorprendieron a los tarquinios cuando regresaban pesadamente cargados con el botín. Mataron a gran número de ellos, les despojaron de todos sus bagajes y regresaron a Roma con los bienes recuperados de sus granjas. Dieron dos días a los propietarios para identificar sus bienes; lo que quedó sin reclamar, que en su mayor parte era del enemigo, al tercer día fue vendido en subasta y el producto se distribuyó entre los soldados. La marcha de las otras guerras, especialmente la de contra Veyes, aún estaba indecisa, y los romanos ya estaban desesperando de vencer por sus propios esfuerzos y buscaban en los hados y en los dioses, cuando regresó la embajada de Delfos con la sentencia del oráculo. Concordaba con la respuesta dada por el arúspice veyentino y rezaba así:

«Guárdate, romano, de que el creciente flujo
en Alba sea contenido en sus orillas y que no lleguen sus aguas por su cauce hasta el mar.
Sin daño, por los campos
dispérsalas a través de arroyuelos.
Luego presiona fuertemente sobre las murallas de vuestro enemigo,
Pues ahora los hados os han dado la victoria.
Esa ciudad que habéis sitiado durante largos años
será ahora vuestra. Y cuando la guerra haya terminado,
Tú, el vencedor, lleva un generoso regalo
a mi templo, y los ritos ancestrales
hoy en desuso, mira de celebrarlos
de nuevo con toda su acostumbrada pompa».

[5.17] A partir de ese momento el profeta cautivo comenzó a tenerse en muy alta estima, y los tribunos consulares, Cornelio y Postumio, comenzaron a emplearle para la expiación del portento albano y con el método apropiado para aplacar a los dioses. Al fin se descubrió por qué los dioses estaban visitando a los hombres por ceremonias olvidadas y deberes religiosos no cumplidos. En realidad, no se debía a otra cosa más que al hecho de que había un error en la elección de los magistrados, y por consiguiente no se había proclamado el festival de la Liga Latina ni se había hecho el sacrifico en el Monte Albano con los ritos adecuados. Sólo había un modo posible de expiación, y era que los tribunos consulares debían renunciar el cargo, debían tomarse nuevamente los auspicios y se debía nombrar un interrex. Todas estas medidas se tomaron con base en un decreto del Senado. Hubo tres interrex en sucesión: Lucio Valerio, Quinto Servilio Fidenas y Marco Furio Camilo. Durante todo este tiempo hubo disturbios incesantes debido a que los tribunos de la plebe obstaculizaron las elecciones hasta que se llegó a un compromiso para que la mayoría de los tribunos consulares fuesen elegidos de entre los plebeyos. Mientras esto ocurría, el Consejo Nacional de Etruria se reunió en el templo de Voltumna. Los capenatos y los faliscos exigieron que todos los pueblos de Etruria se unieran en una acción común para levantar el asedio de Veyes; se les contestó que se había rechazado previamente ayudar a los veyentinos porque no tenían derecho a recibir ayuda de aquellos cuyos consejos no habían seguido en asunto de tanta importancia. Ahora, sin embargo, eran sus desgraciadas circunstancias y no su voluntad lo que les obligó a rehusar. Los galos, una raza extraña y desconocida, había invadido recientemente la mayor parte de Etruria y no estaban en condiciones de paz cierta ni de guerra abierta con ellos. Ellos, sin embargo, harían tanto como pudieran por los de su sangre y nombre, considerando el peligro inminente de sus parientes, no impidiendo a ninguno de sus jóvenes que acudiesen voluntariamente a la guerra. La noticia que se difundió en Roma fue que un gran número de ellos había llegado a Veyes y, como de costumbre, la alarma general calmó las disensiones internas.

[5.18] Las centurias prerogativas [se trataba de las primeras centurias en votar.- N. del T.] eligieron tribuno consular a Publio Licinio Calvo, aunque no era candidato. Su nombramiento no era en absoluto desagradable para el Senado, pues cuando había desempeñado el cargo anteriormente se había mostrado como un hombre de opiniones moderadas. Era, sin embargo, de edad avanzada. A medida que avanzaba la votación se hizo evidente que todos los que habían sido antes sus colegas en el cargo estaban siendo nombrados de nuevo uno tras otro. Eran Lucio Titinio, Publio Menio, Quinto Manlio, Cneo Genucio y Lucio Atilio -396 a.C.-. Después de que las tribus hubieran sido debidamente convocadas para escuchar el resultado del escrutinio, pero antes que fuese efectivamente publicado, Publio Licino Calvo, con permiso del interrex, habló así: «Veo, Quirites, que al recordar nuestro antiguo desempeño del cargo buscáis en estas elecciones un presagio de concordia para el próximo año, algo de lo más necesario en el actual estado de cosas. Pero aunque mis antiguos compañeros, a quienes ahora habéis elegido, son ahora más sabios y fuertes con la experiencia, ya no veis en mí al hombre que fui, sino sólo una simple sombra y el nombre de Publio Licinio. Mis fuerzas se han agotado, mi vista y oído se han endurecido, me falla la memoria y mi energía mental se ha embotado. «Aquí», dijo, tomando a su hijo con la mano, «hay un hombre joven, la imagen y la contraparte de aquel a quien en días pasados elegisteis tribuno consular de entre las filas de la plebe. Este joven a quien he formado y moldeado, ahora entrego y dedico a la República para tomar mi lugar, y os ruego, Quirites, que confiráis este honor, que yo no he buscado, a él que lo está buscando y cuya candidatura apoyo y promuevo con mis oraciones». Su petición fue concedida, y su hijo Publio Licinio fue nombrado oficialmente tribuno consular en unión de los anteriormente mencionados. Titinio y Genucio marcharon contra faliscos y Capenatos, pero procedieron con más valor que prudencia y cayeron en una emboscada. Genucio expió su temeridad con una muerte honorable y cayó luchando destacadamente delante de los estandartes. Titinio agrupó a sus hombres, desde el desorden en que habían caído, y ganó cierto terreno elevado donde rehizo sus líneas, pero no bajó para seguir luchando en términos de igualdad.

Se sufrió más deshonor que pérdidas, pero casi terminó en un terrible desastre por la terrible alarma que produjo en Roma, donde se recibieron noticias muy exageradas, así como en el campamento frente a Veyes. Aquí se propagó el rumor de que tras la destrucción de los generales y sus ejércitos, los victoriosos capenatos y faliscos y toda las fuerzas militares de Etruria se encaminaban hacia Veyes y no estaban muy lejos; a consecuencia de esto, difícilmente se puedo retener a los soldados e impedir que huyeran. Rumores aún más inquietantes corrían por Roma; unas veces imaginaban que el campamento frente a Veyes había sido asaltado, otras que una parte de las fuerzas enemigas estaban en marcha hacia la Ciudad. Se apresuraron a las murallas; las matronas, a quienes la alarma general había sacado de sus casas, rezaban y suplicaban en los templos; se ofrecían solemnes peticiones a los dioses para que evitaran la destrucción de los hogares y templos de la Ciudad y las murallas de Roma, y que volviesen aquellos miedos e inquietudes contra Veyes si los ritos sagrados habían sido debidamente restaurados y expiados los portentos.

[5.19] Por entonces se habían celebrado de nuevo los Juegos y el festival Latino, y se habían drenado las aguas del lago Albano por los campos y ahora el hado fatal se abatía sobre Veyes. En consecuencia, el comandante destinado por los hados para la destrucción de esa ciudad y la salvación de su país (Marco Furio Camilo) fue nombrado dictador. Nombró como su Jefe de Caballería a Publio Cornelio Escipión. Con el cambio en el mando, de repente todo cambió; las esperanzas y el espíritu de los hombres eran diferentes, incluso la suerte de la Ciudad presentaba un aspecto diferente. Su primera medida fue la de castigar según la disciplina militar a los que habían huido del campamento por el pánico, e hizo que los soldados se dieran cuenta de que no era al enemigo a quien más debían temer. Designó entonces un día para alistar las tropas y entretanto fue a Veyes para animar a los soldados, después volvió a Roma para disponer el nuevo ejército. Ni un hombre trató de evitar el alistamiento. Incluso las tropas extranjeras, latinos y hérnicos, vinieron a ofrecer su ayuda para la guerra. El dictador les dio las gracias formalmente en el Senado, y como todos los preparativos para la guerra estaban suficientemente avanzada, se comprometió, en virtud de un decreto senatorial, a que tras la captura de Veyes celebraría los grandes juegos y restauraría y dedicaría el templo de Mater Matuta [diosa del amanecer, así como de los bebés recién nacidos, el mar y los puertos; su fiesta se celebraba el 11 de junio.- N. del T.], que había sido dedicado originalmente por Servio Tulio. Partió de la Ciudad con su ejército en medio de una sensación general de ansiosa expectación más que de esperanzada confianza, y su primer enfrentamiento fue contra los faliscos y capenatos en territorio de Nepete [actual Nepi.- N. del T.]. Como siempre que algo se hacía con maestría consumada y prudencia, el éxito llegó. No sólo derrotó al enemigo en el campo de batalla, sino que le arrebató su campamento y se hizo con un inmenso botín. La mayor parte fue vendida y los beneficios entregados al cuestor, el resto menor se dio a los soldados. Desde allí, el ejército fue llevado a Veyes. Construyó las fortificaciones más juntas entre sí. Se habían producido frecuentes escaramuzas, al azar, en el espacio entre las murallas y las líneas romanas, así que publicó un edicto para que nadie combatiese sin órdenes, manteniendo así a los soldados ocupados en la construcción de las obras de asedio. Con mucho, la mayor y más difícil de ellas fue una mina que inició con la finalidad de introducirse en la ciudadela enemiga. Para que los trabajos no sufriesen interrupción y que no se empleasen siempre las mismas fuerzas, dividió el ejército en seis partes. Cada división trabajó en turnos de seis horas; los trabajos siguieron sin interrupción hasta que lograron abrirse camino hasta la ciudadela.

[5,20] Cuando el dictador vio que la victoria estaba a su alcance, que una ciudad muy rica estaba a punto de capturarse y que habría más botín del que se había acumulado en todas las guerras anteriores, quiso por un lado evitar incurrir en la ira de los soldados con una distribución muy mezquina del mismo, y por otro no provocar los celos del Senado con una concesión demasiado generosa. Envió un despacho al Senado en el que afirmaba que por el favor del cielo, su propio mérito y la perseverancia de sus soldados, Veyes estaría en muy pocas horas en poder de Roma, y les pedía su decisión en cuanto a la disposición del botín. El Senado se dividió. Se dice que el anciano Publio Licinio, a quien su hijo pidió opinión en primer lugar, urgió a que se diera noticia pública al pueblo de que cualquiera que quisiera participar en el saqueo debería ir al campamento ante Veyes. Apio Claudio tomó la línea opuesta. Estigmatizó la propuesta generosidad como algo sin precedentes, despilfarradora, injusta y temeraria. Sí, dijo, alguna vez consideraban pecaminoso que el dinero tomado al enemigo fuese a parar al Tesoro, que había sido drenado por las guerras, él aconsejaría que la paga de los soldados se proveyese de aquella fuente para que la plebe tuviese que pagar mucha menos cantidad del impuesto de guerra. «Todos los hogares debían sentir por igual el común beneficio, las recompensas ganadas por los valientes guerreros no serían robadas por las manos ociosas de la ciudad, siempre ávidas de botín, pues sucedía constantemente que aquellos que buscaban los lugares más peligrosos y de más penalidad eran los menos activos a la hora de apropiarse de los despojos». Licinio, por otra parte, dijo que «este dinero se vería siempre con sospechas y aversión, y daría motivos de acusación ante la plebe, y por tanto provocaría disturbios y medidas revolucionarias. Era mejor, por tanto, conciliarse con la plebe mediante este regalo, que aquellos que habían sido aplastados y agotados por tantos años de impuestos fuesen liberados y obtuviesen algún placer de los despojos de una guerra en la que tantos habían casi envejecido. Cuando alguien trae a casa algo tomado al enemigo con sus propias manos, le da más placer y satisfacción que si hubiese recibido muchas veces su valor por una cosa capturada por otro. El dictador había remitido la cuestión al Senado porque quería evitar el odio y las malas interpretaciones que podría ocasionar; el Senado, a su vez, debía confiarla a la plebe y permitir a cada uno guardar lo que la fortuna de la guerra le hubiera dado». Este se consideró el camino más seguro, y también el que haría más popular al Senado. Por consiguiente, se avisó de que aquellos que lo creyesen oportuno debían ir ante el dictador, en el campamento, para participar en el saqueo de Veyes.

[5.21] Una enorme multitud se marchó y llenó el campamento. Después de que el dictador hubiera tomado los auspicios y dado órdenes a los soldados de armarse para la batalla, pronunció esta oración: «Apolo Pítico, guiados e inspirados por ti, saldré para destruir la ciudad de Veyes y te dedicaré una décima parte del botín. También a ti, reina Juno, que ahora habitas en Veyes, te suplico que nos sigas, después de nuestra victoria, a la Ciudad que está presta a ser la tuya, donde un templo digno de tu majestad te recibirá». Después de esta oración, viéndose superior numéricamente, atacó la ciudad por todas partes para distraer la atención de los enemigos del peligro inminente de la mina. Los veyentinos estaban todos ignorantes de que su destino ya había sido sellado por sus propios profetas y por oráculos extranjeros, de que algunos de sus dioses ya habían sido invitados a participar en el botín mientras que otros, exhortados por oraciones para que abandonasen su ciudad, buscaban nuevas moradas en los templos de sus enemigos; todos seguían inconscientes de estar pasando su último día, sin la menor sospecha de que sus murallas habían sido minadas y su ciudadela estaba llena de enemigos, y se apresuraron con sus armas hasta las murallas, cada uno lo mejor que pudo, preguntándose qué había pasado para que los romanos, tras no haberse movido de sus líneas durante tantos días, se abalanzaban imprudente y temerariamente contra las murallas, como poseídos de una repentina locura.

En este punto se cuenta una historia fabulosa, en el sentido de que mientras el rey de los veyentinos estaba ofreciendo un sacrificio, el arúspice declaró que la victoria sería para quien cortase las entrañas de la víctima. Al escucharse esto dentro de la mina, incitó a los soldados romanos para salir abruptamente de la mina, tomar las entrañas y llevárselas al dictador. Pero en cuestiones de tan remota antigüedad, deberíamos conformarnos con admitir como cierto sólo aquello que tenga aspecto de serlo. Relatos como éste, más apropiados para representar en un escenario que deleite con milagros que para inspirar verosimilitud, no merecen ser afirmados o negados. La mina, que estaba ahora llena de soldados escogidos, descargó su fuerza armada dentro del templo de Juno, que estaba dentro de la ciudadela de Veyes. Algunos atacaron por detrás al enemigo de las murallas, otros forzaron los travesaños de las puertas, otros prendieron fuego a las casas desde donde las mujeres y los esclavos lanzaban piedras y baldosas. Todo resonaba con el sonido confuso de las terribles amenazas y los gritos de angustia y desesperación que se mezclaban con el llanto de mujeres y niños. En un tiempo muy corto, los defensores fueron expulsados de las murallas y las puertas de la ciudad se abrieron. Algunos entraron rápidamente en orden cerrado, otros escalaron los muros desiertos; la ciudad se llenó de romanos y la lucha siguió por todas partes. Por fin, después de una gran carnicería, el combate declinó y el dictador ordenó a los heraldos proclamar que se perdonaría a los que estuviesen desarmados. Esto puso fin al derramamiento de sangre, los que estaban desarmados empezaron a rendirse y los soldados se dispersaron, con autorización del dictador, en busca de botín. Este superó con creces todas las expectativas, tanto en cantidad como en valor, y cuando el dictador lo tuvo ante él, se dice que levantó las manos al cielo y rezó porque si este éxito suyo y del pueblo romano parecía excesivo a algún dios o a algún hombre, debía permitirse al pueblo romano apaciguar esos celos con tan poco daño como se pudiese para con él o para con el pueblo de Roma. La tradición dice que mientras estaba dando vueltas durante esta devoción, tropezó y cayó. Para aquellos que juzgaron después el evento, parecía como si ese augurio señalase la propia condena de Camilo y la posterior captura de Roma por los galos que ocurrieron unos pocos años después. Ese día transcurrió entre la masacre del enemigo y el saqueo de la ciudad con su enorme riqueza.

[5.22] Al día siguiente el dictador vendió como esclavos a todos los hombres libres que habían sido perdonados. El dinero así obtenido fue lo único que se ingresó en el tesoro público, pero incluso esto levantó las iras de la plebe. En cuanto a los despojos que se trajeron a casa, no reconocían tener ninguna obligación por él ni con su general, quien, pensaban, había sometido un asunto de su propia competencia al Senado con la esperanza de apoyar con la autoridad de aquel su mezquindad, ni sentían tampoco gratitud alguna hacia el Senado. Era a la familia Licinia a quien daban todo el mérito, pues fue el padre quien defendió la medida popular y el hijo quien llevó el dictamen del Senado sobre ella. Cuando todo lo perteneciente a los hombres hubo sido llevado fuera de Veyes, se empezó a sacar de los templos los presentes votivos hechos a los dioses y después se sacó a los propios dioses; pero esto lo hicieron más como fieles que como saqueadores. El traslado de la reina Juno a Roma fue confiado a un grupo de hombres seleccionados de entre todo el ejército, que después de realizar sus abluciones y ataviarse con vestiduras blancas, entraron reverentemente en el templo y pusieron sus manos en la estatua con santo temor pues, de acuerdo con la costumbre etrusca, sólo el sacerdote de cierta familia concreta estaba autorizado a tocarla. Entonces, uno de ellos, fuera en virtud de repentina inspiración o con alegre espíritu juvenil, dijo: «¿Estás dispuesta, Juno, para ir a Roma?» El resto se le unió exclamando que la diosa había asentido con la cabeza. Se añadió a la historia, en este sentido, que se le escuchó decir: «Estoy dispuesta». En todo caso, resultó que se pudo trasladar usando sólo máquinas de poca potencia, siendo ligera y fácil de transportar, como si lo fuese por su propia voluntad. Fue llevada sin contratiempos al Aventino, su sede eterna, a donde las oraciones del dictador romano la habían llamado y donde esa misma tarde Camilo le dedicó el templo que había ofrecido. Así fue la caída de Veyes, la ciudad más rica de la liga etrusca, mostrando su grandeza incluso en su derrota final, ya que después de ser sitiada durante diez veranos e inviernos y provocar más pérdidas de las que sufrió, sucumbió finalmente al destino, pues cayó por una mina y no por un asalto directo.

[5,23] Cuando llegaron las nuevas de la captura de Veyes, aunque los prodigios habían sido expiados y tanto las respuestas de los adivinos como las del oráculo eran de dominio público, y aunque todo lo que podían hacer los hombres fue hecho bajo la guía de Marco Furio, el mejor de todos los comandantes, tras tantos años de guerra indecisa y tantas derrotas, el regocijo fue tan grande como si no hubiese habido esperanza de victoria. Anticipándose a la orden del Senado, todos los templos se llenaron de matronas romanas dando gracias a los dioses. El Senado ordenó que la acción de gracias, pública debía durar cuatro días, un periodo más largo que el de cualquier otra guerra anterior. La llegada del dictador, a quien todos los órdenes salieron a cumplimentar, fue también bienvenida por una multitud mayor que cualquier otra anterior. Su triunfo fue mucho más allá de la forma habitual de celebrar tal día; siendo él mismo lo más llamativo de todo, fue llevado a la Ciudad por una yugada de caballos blancos, lo que se consideraba impropio de cualquier hombre mortal y aún menos adecuado para un ciudadano romano. Se vio con supersticiosa alarma que el dictador se pusiera a un nivel igual al de Júpiter y el Sol, y esta sola circunstancia hizo de su triunfo algo más brillante que popular. Después de esto, firmó un contrato para la construcción del templo de la reina Juno en el Aventino y dedicó uno a Mater Matuta. Después de haber cumplido así sus deberes para con los dioses y los hombres, renunció a su dictadura. Posteriormente surgió una dificultad acerca de la ofrenda a Apolo. Camilo dijo que había prometido una décima parte del botín a la deidad y el colegio de pontífices decidió que el pueblo debía cumplir sus obligaciones religiosas. Pero no era fácil encontrar una manera de ordenar a la gente que devolviese su parte del botín para que se pudiera dedicar la parte debida a la ofrenda sagrada. Al final se recurrió a lo que pareció ser el plan más suave, es decir, que cualquiera que desease cumplir con su obligación y la de su familia debería hacer una valoración de su parte y contribuir con el valor de la décima parte de ella al tesoro público, para que con lo resultante se pudiera hacer una corona de oro digna de la grandeza del templo y de la augusta divinidad del dios, tal y como lo exigía el honor del pueblo romano. Esta contribución alejó aún más los sentimientos de los plebeyos hacia Camilo. Durante estos acontecimientos llevaron embajadores de los volscos y ecuos a pedir la paz. La consiguieron, no tanto por merecérselo como porque la república, cansada de una guerra tan larga, debía disfrutar de un reposo.

[5.24] El año siguiente -395 a.C.- a la captura de Veyes tuvo como dos de los seis tribunos militares con potestad consular a los Publios Cornelios, es decir, Coso y Escipión, a Marco Valerio Máximo (por segunda vez), a Cesón Fabio Ambusto (por tercera vez), a Lucio Furio Medulino (por quinta vez) y a Quinto Servilio (por tercera vez). La guerra contra los faliscos fue encargada a los Cornelios y la guerra contra Capena se adjudicó a Valerio y a Servilio. No hicieron ningún intento de tomar las ciudades, ni por asalto ni por asedio, sino que se limitaron a devastar el campo y llevarse las propiedades de los campesinos; ni un solo árbol frutal o de otra clase se dejó en la tierra. Estas pérdidas quebraron la resistencia de los capenatos, pidieron la paz y se les concedió. Contra los Faliscos, la guerra continuó. En Roma, mientras tanto, surgieron disturbios por diversos asuntos. Con el fin de calmarlos, se había decidido fundar una colonia en la frontera volsca, y para ello se dieron los nombres de 3.000 ciudadanos romanos. Se nombraron triunviros para dividir la tierra en lotes de 3 yugadas y 7/12 por hombre [0,9675 hectárea, siendo 1 yugada = 0,27 hectáreas aprox.- N. del T.] . Esta donación comenzó a ser mirada con desprecio, pues la consideraban como una concesión ofrecida para impedirles esperar algo mejor. «¿Por qué», se preguntaban, «iban a enviar a los plebeyos al destierro entre los volscos cuando la espléndida ciudad de Veyes y sus territorios estaban a la vista, más fértiles y más amplios que el territorio de Roma?» Ya fuera por su situación o por la magnificencia de sus edificios públicos y privados y sus espacios abiertos, preferían esta ciudad sobre Roma. Incluso presentaron una propuesta, que aún reunió más apoyo tras la captura de Roma por los Galos, para emigrar a Veyes. Pretendían, sin embargo, que Veyes debía ser habitada por una parte de la plebe y una parte del Senado; pensaban que era un proyecto viable que dos ciudades separadas fuesen habitadas por el pueblo romano y formasen un Estado. En oposición a estas propuestas, la nobleza llegó tan lejos como a declarar que prefería morir ante los ojos del pueblo romano a que ninguna de esas propuestas fuese sometida a votación. Si, argumentaban, había tanta disensión en una ciudad, ¿cuánta no habría en dos? ¿Podía alguien preferir una ciudad vencida sobre una vencedora y permitir que Veyes disfrutase de mejor fortuna tras su captura que antes de ella? Es posible que al final sus conciudadanos les dejasen atrás en su Ciudad natal; pero ningún poder sobre la Tierra podría obligarles a abandonar su Ciudad y a sus conciudadanos para seguir a Tito Sicinio (el que propuso aquella medida) a Veyes, como su nuevo fundador, y abandonar así a Rómulo, un dios e hijo de un dios, el padre y el creador de la Ciudad de Roma.

[5,25] Este debate fue aliñado por peleas vergonzosas, pues el Senado había atraído a una parte de los tribunos de la plebe a sus puntos de vista, y la única cosa que impedía a los plebeyos ejercer la violencia personal era el uso que los patricios hacían de su influencia personal. Cada vez que se levantaba un clamor para iniciar una revuelta, los líderes del Senado eran de los primeros en mezclarse con la multitud y decirles que soltaran su ira sobre ellos, que los golpeasen y matasen. La multitud se abstuvo de ejercer violencia sobre hombres de su edad, rango y distinción, y este sentir les impidió atacar a los demás patricios. Camilo fue por todas partes lanzando arengas y diciendo que no era de extrañar que los ciudadanos se hubiesen vuelto locos, porque, aunque obligados por un voto, ellos se preocupaban por todo excepto por cumplir con sus obligaciones religiosas. Él no decía nada acerca de la contribución, que en realidad era una ofrenda sagrada y no un diezmo, y puesto que cada individuo se obligó a pagar el diezmo, el Estado, como tal, estaba libre de esa obligación. Pero su conciencia no le permitió guardar silencio acerca de la afirmación de que el diezmo sólo se aplicaba a los bienes muebles y que nada se dijo de la ciudad y su territorio, que en realidad también estaban incluidos en el voto. Como el Senado consideró la cuestión de difícil resolución, la remitieron a los pontífices y Camilo fue invitado a discutirla con ellos. Se decidió que de todo lo que había pertenecido a los veyentinos antes de que el voto se pronunciase, y que posteriormente pasó a poder de Roma, una décima parte estaba consagrada a Apolo. Así, la ciudad y el territorio entraron en la estimación. El dinero fue sacado del tesoro y se comisionó a los tribunos consulares para que comprasen oro con él. Como no había suficiente, las matronas, después de una reunión para hablar sobre el asunto, prometieron sus joyas y ornamentos a los tribunos y los enviaron al tesoro. El Senado se sintió altamente agradecido por ello, y la tradición dice que en compensación por esta generosidad, a las matronas se les otorgó el honor de acudir en coches cerrados a los actos sagrados y a los juegos, y en coches abiertos al ir a festivales en días laborables. Se valoró el oro de cada uno, para que se pudiese pagar la cantidad adecuada de dinero por él, y se decidió que se haría una copa de oro y se llevaría a Delfos como regalo a Apolo. Cuando la cuestión religiosa ya no colmó su atención, los tribunos de la plebe renovaron su agitación; las pasiones de la plebe se levantó contra todos los hombres importantes, y sobre todo contra Camilo. Decían que al dedicar el botín de Veyes al Estado y a los dioses, les había reducido a la nada. Atacaron a los senadores con furia en su ausencia; cuando estaban presentes y se enfrentaban a su ira, la vergüenza les mantenía en silencio. Tan pronto como los plebeyos vieron que el asunto se prolongaría hasta el año siguiente, volvieron a nombrar como tribunos a los que apoyaban la propuesta; los patricios se dedicaron a asegurarse el mismo apoyo de aquellos que habían vetado la propuesta. En consecuencia, fueron reelegidos casi los mismos tribunos de la plebe.

[5.26] En la elección de los tribunos consulares, los patricios lograron con el mayor esfuerzo garantizar el regreso de Marco Furio Camilo. Fingieron que en vista de las guerras se proveían de un general; su verdadero objetivo era conseguir un hombre que se opusiese a la corrupta política de los tribunos plebeyos. Sus compañeros en el tribunado fueron Lucio Furio Medulino (por sexta vez), Cayo Emilio, Lucio Valerio Publícola, Espurio Postumio y Publio Cornelio (por segunda vez). A principios de año -394 a.C.- los tribunos de la plebe no hicieron ningún movimiento hasta que Camilo se marchó para las operaciones contra los faliscos, que era el teatro de guerra que se le había asignado. Este retraso aflojó su intención de provocar agitación, mientras que Camilo, el adversario al que más temían, se cubría de nueva gloria contra los faliscos. Al principio, el enemigo se mantuvo dentro de sus murallas pensando que este era el proceder más seguro; pero al devastar sus campos y quemar sus granjas, le forzó a salir de su ciudad. Temían ir muy lejos, y establecieron su campamento a una milla de distancia [1480 metros.- N. del T.]; lo único que les daba sensación de seguridad era la dificultad para aproximarse, pues todo el terreno alrededor era quebrado y ásperos y los caminos estrechos a veces y escarpados otras. Camilo, sin embargo, había obtenido información de un prisionero capturado en la vecindad y le obligó a actuar como guía. Tras dejar el campamento en medio de la noche, llegó al amanecer a una posición considerablemente más alta que la del enemigo. Los romanos de la tercera línea empezaron a atrincherarse mientras el resto del ejército permanecía dispuesto para la batalla. Cuando el enemigo trató de obstaculizar la labor de atrincheramiento, los derrotó y los puso en fuga, y tal pánico se apoderó de los faliscos que en su desbandada pasaron más allá de su propio campamento, que estaba más próximo a ellos, y se dirigieron a su ciudad. Muchos fueron muertos y heridos antes de que pudieran atravesar las puertas. Se tomó el campamento, se vendió el botín y los beneficios se entregaron a los cuestores para gran indignación de los soldados; pero fueron intimidados por la dureza de la disciplina de su general y, aunque odiaban su firmeza, al mismo tiempo la admiraban. La ciudad quedó entonces cercada y se construyeron obras de asedio. Durante algún tiempo, los habitantes de la ciudad solían atacar los puestos de avanzada romanos siempre que veían oportunidad y se producían frecuentes escaramuzas. Pasó el tiempo y la esperanza no se inclinaba hacia ninguna de las partes; el grano y otros suministros habían sido previamente cosechados y los sitiados estaban mejor provistos que los sitiadores. El asedio parecía que iba a ser tan largo como lo había sido en Veyes si la fortuna no hubiera dado al comandante romano una oportunidad de mostrar de nuevo la grandeza de espíritu de la que ya había hecho gala en asuntos de guerra y que le aseguraría una pronta victoria.

[5.27] Era costumbre de los faliscos emplear a la misma persona como maestro y sirviente de sus hijos, y solían encomendar a varios muchachos al cuidado de un único hombre; una costumbre que aún persiste en Grecia en la actualidad. Naturalmente, el hombre que tenía la mejor reputación en cuanto a la enseñanza era el que se encargaba de instruir a los hijos de los hombres principales. Este hombre había tomado la costumbre, en tiempos de paz, de ir con los muchachos fuera de las murallas, para jugar y ejercitarlos, y mantuvo la costumbre después de comenzada la guerra, llevándolos unas veces más cerca y otras más lejos de las puertas de la ciudad. Aprovechando una oportunidad favorable, prolongó los juegos y las conversaciones más de lo habitual, siguiendo hasta que estuvo en medio de los puestos de avanzada romanos. A continuación, los llevó al campamento y llegó hasta la tienda de mando de Camilo. Allí agravó su malévolo acto con un ultraje aún peor. Había, dijo, puesto a los faliscos en manos romanas pues estos muchachos, cuyos padres estaban al frente de los asuntos de la ciudad, estaban ahora en su poder. Al oír esto Camilo le respondió: «Tú, malvado, no pienses que has llegado con tu traición ante un jefe o una nación como tú. Entre nosotros y los faliscos no hay unión como la basada en un pacto formal entre hombres, pero sí existe la unión que se basa en el instinto natural y seguirá existiendo. Hay derechos de guerra como hay derechos de paz, y hemos aprendido a librar nuestras guerras con tanta justicia como valor. Nosotros no usamos nuestras armas contra aquellos que por su edad están a salvo incluso en la captura de una ciudad, sino contra los que están armados como nosotros y los que sin ofensa o provocación nuestra atacaron el campamento romano en Veyes. Con estos hombres has hecho cuanto podías para vencerlos por un acto de traición sin precedentes; yo los venceré como vencí a Veyes, por las artes romanas: valor, estrategia y fortaleza de las armas». A continuación, ordenó que lo desnudaran y que le atasen las manos a la espalda, y lo entregaron a los niños para que lo llevasen de vuelta a Faleria, dándoles unos bastones con los que azotar al traidor hasta la ciudad. El pueblo fue en masa a ver el espectáculo, los magistrados, entonces, convocaron al Senado para discutir tan extraordinario incidente y, al fin, tuvo lugar tal cambio de parecer que la misma gente que en la locura de su ira y odio casi prefería compartir el destino de Veyes antes que disfrutar de la paz que gozaba Capena, ahora se veían junto al resto de la ciudad pidiendo la paz. El sentido romano del honor y el amor del tribuno por la justicia estaban en boca de todos los hombres en el foro y en el Senado y, de acuerdo con el deseo general, se enviaron embajadores a Camilo en el campamento, y con su permiso al Senado de Roma, para proceder a la rendición de Faleria.

Al ser presentados ante el Senado, se cuenta que hicieron el siguiente discurso: «¡Senadores! Vencidos por vosotros y por vuestro general con una victoria que nadie, ni hombre ni dios, puede censurar, nos rendimos a vosotros, pues creemos que es mejor vivir bajo vuestro imperio que bajo nuestras propias leyes, y ésta es la mayor gloria que un vencedor puede obtener. Mediante esta guerra, se han sentado dos saludables precedentes para la humanidad. Habéis preferido el honor del soldado a una victoria que estaba a vuestro alcance; nosotros, desafiados por vuestra buena fe, os hemos dado voluntariamente la victoria. Estamos a vuestra disposición; enviad hombres a recibir nuestras armas, a recibir los rehenes, a recibir la ciudad cuyas puertas están abiertas para vosotros. Nunca tendréis motivos de queja de nuestra lealtad, ni nosotros de vuestro gobierno». Tanto el enemigo como sus propios compatriotas dieron las gracias a Camilo. Se ordenó a los faliscos que proveyesen la paga de las tropas ese año, a fin de que el pueblo romano se viese libre del impuesto de guerra. Después que la paz les fue concedida, el ejército marchó de regreso a Roma.

[5.28] Después de haber así sometido al enemigo mediante la justicia y la buena fe, Camilo volvió a la Ciudad investido de una gloria aún más noble que cuando fue llevado por caballos blancos en su triunfo. El Senado no podía soportar el delicado reproche de su silencio, pero enseguida procedieron a liberarlo de su voto. Lucio Valerio, Lucio Sergio y Aulo Manlio fueron nombrados para llevar la copa de oro, hecha como regalo a Apolo, a Delfos, pero el solitario buque de guerra en el que navegaban fue capturado por piratas liparienses, no lejos del estrecho de Sicilia, y les llevaron a las islas de Lipari. La piratería era considerada como una especie de institución del Estado, y era costumbre del gobierno distribuir el botín así obtenido. Ese año la magistratura suprema la ostentaba Timasiteo, un hombre por su carácter más afín a los romanos que a sus propios compatriotas. Como él mismo reverenciaba el nombre y el cargo de los embajadores, el regalo que tenían a cargo y el dios al que iba dedicado, inspiró a la multitud, que habitualmente compartía el parecer de su gobernante, con un profundo sentido religioso del propio deber. La delegación fue conducida a la casa de invitados del Estado y, desde allí, se les envió a Delfos con una escolta adecuada de buques, luego los trajeron de regreso salvos a Roma. El Estado estableció relaciones amistosas con él [con Timasiteo.- N. del T.] y se le otorgaron presentes.

Durante este año hubo guerra con los ecuos, de tan indeciso resultado que es difícil decir quién resultó vencedor y quién vencido. Los dos tribunos consulares, Cayo Emilio y Espurio Postumio, estaban al mando del ejército romano. Al principio realizaban operaciones conjuntas; después que el enemigo hubo sido derrotado en batalla, acordaron que Emilio tomaría Verrugo mientras Postumio devastaba su territorio. Mientras marchaba de modo un tanto descuidado tras su victoria, con sus hombres en desorden, fue atacado por los ecuos y tanto cundió el pánico que sus fuerzas fueron arrastradas a las colinas cercanas, extendiéndose la alarma incluso hasta al otro ejército, en Verrugo. Tras haberse retirado a una posición segura, Postumio convocó una asamblea de sus hombres y les reprendió severamente por su pánico y su huida, y por haber sido derrotados por un enemigo tan cobarde y fácil de vencer. Con una sola voz el ejército exclamó que se merecían sus reproches; se habían comportado de modo vergonzoso, pero ellos mismos repararían su falta y el enemigo ya no tendría más motivo de regocijo. Le pidieron que les llevara enseguida contra el campamento enemigo (que estaba a plena vista en la llanura) y ningún castigo sería demasiado severo si no lograban tomarlo antes del anochecer. Postumio elogió su afán y les ordenó que se refrescaran y estuviesen listos en la cuarta guardia [la última antes del amanecer.- N. del T.]. El enemigo, esperando que los romanos intentasen una huida nocturna de su colina, se posicionaron para cortarles el camino en dirección a Verrugo. La acción comenzó antes del amanecer pero, como hubo luna toda la noche, la batalla tuvo tanta visibilidad como si se hubiera combatido de día. Los gritos llegaron a Verrugo, y pensaron que el campamento romano estaba siendo atacado. Esto creó tal pánico que, a pesar de todos los llamamientos de Emilio en su esfuerzo por detenerlos, la guarnición se marchó y huyó en grupos dispersos a Túsculo. Desde allí llegó a Roma el rumor de que Postumio y su ejército había sido aniquilado. Tan pronto como la naciente aurora disolvió todos los temores de una sorpresa en caso de que la persecución llegase demasiado lejos, Postumio bajó por las filas demandando el cumplimiento de su promesa. El entusiasmo de la tropa era tan grande que los ecuos no pudieron resistir el ataque. Luego siguió una masacre de los fugitivos, como era de esperar cuando los hombres se dejan llevar más por la ira que por el valor; el ejército [ecuo.- N. del T.] fue destruido. El lúgubre informe de Túsculo y los temores infundados en la Ciudad dieron paso a un laureado informe de Postumio anunciando la victoria de Roma y la aniquilación del ejército ecuo.

[5.29] Como los disturbios de los tribunos de la plebe no habían obtenido hasta ahora ningún resultado, los plebeyos se esforzaron por asegurarse de la continuación en el cargo de los proponentes de la ley agraria, mientras que los patricios procuraron la reelección de aquellos que la habían vetado. Los plebeyos, sin embargo, vencieron en las elecciones y el Senado, en venganza por esa mortificación, aprobó una resolución para proceder al nombramiento de cónsules, magistratura que la plebe detestaba. Después de quince años, se volvió a elegir cónsules en las personas de Lucio Lucrecio Flavio y Servio Sulpicio Camerino. A principios de año -393 a.C.-, como ninguno de su colegio estaba dispuesto a interponer su veto, los tribunos se pusieron de acuerdo en un esfuerzo decidido para aprobar su medida mientras los cónsules, por la misma razón, ofrecieron una resistencia no menos decidida. Mientras todos los ciudadanos estaban preocupados por esta contienda, los ecuos atacaron con éxito la colonia romana de Vitelia, que estaba situada en su territorio. La mayoría de los colonos resultaron ilesos, pues el haber tenido lugar la traicionera captura por la noche les dio ocasión de huir en dirección opuesta al enemigo y llegar a Roma. Ese campo de operaciones se encargó a Lucio Lucrecio. Avanzó contra el enemigo y lo derrotó en una batalla regular, y luego regresó victorioso a Roma, donde le esperaba un problema todavía más grave.

Se había fijado fecha para el procesamiento de Aulo Verginio y Quinto Pomponio, que habían sido tribunos de la plebe dos años antes. El Senado acordó por unanimidad que a su honor ocupaba su defensa, pues nadie había presentado ningún cargo contra ellos por su vida privada ni por su acción pública; la única base para la acusación era que habían tratado de complacer al Senado al ejercer su derecho de veto. La influencia del Senado, sin embargo, fue vencida por el airado temperamento de la plebe, y aún se sentó un precedente todavía más vicioso al condenar a aquellos hombres inocentes a una multa de diez mil ases cada uno. El Senado quedó muy angustiado. Camilo acusó abiertamente a los plebeyos de traición por volverse contra sus propios magistrados, porque no veían que con aquella sentencia inicua habían desposeído a sus tribunos del poder de veto y con ello se habían privado a sí mismos de su poder. Se engañaban si esperaban que el Senado se contuviera de ascender ante la ausencia de ninguna restricción por parte del poder de aquella magistratura. Si a la violencia tribunicia no se la pudiera enfrentar con el veto de los tribunos, el senado hallaría otra arma. Culpó también a los cónsules por haber permitido en silencio que se comprometiera el honor del Senado en el caso de los tribunos que habían seguido las instrucciones del Senado. Repitiendo abiertamente estas acusaciones, amargó cada vez más el ánimo del populacho.

[5.30] Por otra parte, incitaba permanentemente al Senado a oponerse a la medida. No debían, les dijo, bajar al Foro, cuando llegase el día de la votación, con ánimo distinto al de hombres que se han dado cuenta de que tienen que luchar por sus hogares y altares, por los templos de los dioses y aún por el suelo sobre el que habían nacido. En cuanto a él, si osase pensar en su propia reputación cuando la existencia de su país que estaba en juego, sería en verdad un honor que la ciudad que había tomado fuera densamente poblada, que ese monumento a su gloria le diera gozo diario, que pudiera tener ante sus ojos la ciudad que había llevado en su procesión triunfal y que todos pisaran el rastro de su fama. Sin embargo, consideraba que era una ofensa contra el cielo que una ciudad fuese repoblada tras haber quedado desierta y abandonada por los dioses, y para el pueblo romano el habitar un suelo esclavizado y cambiar la patria conquistadora por otra conquistada. Estimulados por los llamamientos de su líder, los senadores, viejos y jóvenes, bajaron todos al Foro cuando la propuesta se sometía a votación. Se dispersaron entre las tribus, y cada uno tomó sus compañeros de tribu de la mano, implorándoles con lágrimas que no abandonasen la patria por la que ellos y sus padres habían luchado tan valientemente y con tanto éxito. Señalaban el Capitolio, el templo de Vesta y los demás templos alrededor de ellos, y les rogaban que no les permitieran conducir al pueblo romano, como exiliados sin hogar, fuera de su tierra ancestral y de sus dioses nacionales hasta la ciudad de sus enemigos. Llegaron tan lejos como a decir que habría sido mejor que nunca se hubiese tomado Veyes a que se abandonase Roma. Como no recurrieron a la violencia, sino a los ruegos, e intercalaban entre ellos frecuentes menciones a los dioses, se convirtió para la mayoría en una cuestión religiosa y la propuesta fue derrotada por mayoría de una tribu. El Senado quedó tan contento con su victoria que al día siguiente aprobó una resolución, a propuesta de los cónsules, para que se adjudicaran siete yugadas [1,89 hectáreas aprox.- N. del T.] de territorio veyentino a cada plebeyo; y no sólo a los pater familias, sino a todas las personas libres de cada casa, para que con esta esperanza estuviesen dispuestas a criar a sus hijos.

[5,31] Esta recompensa calmó los sentimientos de la plebe y no se opuso a la elección de cónsules. Los dos elegidos fueron Lucio Valerio Potito y Marco Manlio, que más tarde recibió el título de Capitolino -392 a.C.-. Ellos se encargaron de celebrar los Grandes Juegos que Marco Furio había ofrendado cuando fue dictador durante la guerra Veyentina. Ese mismo año, el templo de la reina Juno, que se había prometido al mismo tiempo, fue dedicado, y la tradición dice que su consagración produjo gran interés entre las matronas, que estuvieron presentes en gran número. Se llevó a cabo una campaña de importancia contra los ecuos en Álgido; el enemigo fue derrotado casi antes de llegar al cuerpo a cuerpo. Valerio mostró la mayor de las energías al perseguir a los fugitivos; por esto se le concedió un triunfo y a Manlio una ovación. El mismo año hubo una nueva guerra con los volsinios. Debido a la hambruna y la peste en los campos de Roma, por el excesivo calor y la sequía, fue imposible que saliese el ejército. Esto incitó a los volsinios, en conjunción con los sapinatos, a hacer incursiones en territorio romano. Entonces se declaró la guerra contra los dos Estados. Cayo Julio, el censor, murió, y Marco Cornelio fue nombrado en su lugar. Este procedimiento fue posteriormente considerado como un delito contra la religión porque fue durante ese lustro cuando Roma fue tomada y desde entonces nunca se ha designado a censor a nadie en sustitución de uno muerto. Los cónsules fueron atacados por la epidemia, por lo que se decidió que los auspicios deben tomarse de nuevo por un interrex. En consecuencia, los cónsules dimitieron de su cargo en cumplimiento de una resolución del Senado y Marco Furio Camilo fue nombrado interrex. Nombró a Publio Cornelio Escipión como su sucesor, y Escipión designó a Lucio Valerio Potito. Éste último nombró seis tribunos consulares, de modo que si alguno de ellos quedaba incapacitado por enfermedad, aún pudiera haber una cantidad suficiente de magistrados para administrar la república.

[5.32] Se trataba de Lucio Lucrecio, Servio Sulpicio, Marco Emilio, Lucio Furio Medulino (por séptima vez), Agripa Furio y Cayo Emilio (por segunda vez). Tomaron posesión del cargo el 1º de julio -391 a.C.-. Lucio Lucrecio y Cayo Emilio fueron encargados de la campaña contra los volsinios; a Agripa Furio y a Servio Sulpicio se les encargó de la campaña contra los sapinatos. La primera acción se llevó a cabo contra los volsinios; se enfrentó a un número inmenso de enemigos, pero el combate no fue en absoluto grave. Su línea quedó dispersa al primer choque; ocho mil, que fueron rodeados por la caballería, depusieron las armas y se rindieron. Al enterarse de esta batalla, los sapinatos no tuvieron confianza en librar una batalla campal y buscaron la protección de sus murallas. Los romanos saquearon en todas partes, tanto en territorio volsinio como sapinato, sin encontrar resistencia alguna. Al fin, los volsinios, cansados de la guerra, obtuvieron una tregua por veinte años a condición de pagar un año de salario del ejército y una indemnización por sus anteriores incursiones. Fue en este año cuando Marco Cedicio, miembro de la plebe, informó a los tribunos que mientras estaba en la Vía Nova, donde está ahora la capilla, por encima del templo de Vesta, oyó en el silencio de la noche una voz, más poderosa que cualquier voz humana, ordenándole advertir a los magistrados que los galos se acercaban. No se tuvo en cuenta, en parte debido al rango humilde del informante y en parte porque los galos eran una nación lejana y, por tanto, poco conocida. Y no sólo se ignoraron las admoniciones de los dioses sobre el destino que amenazaba. La única ayuda humana que tenían para enfrentarlo, Marco Furio Camilo, fue expulsado de la Ciudad. Fue acusado por el tribuno de la plebe, Lucio Apuleyo, cuyo hijo adolescente había muerto por entonces, por su actuación en relación con el botín de Veyes. Camilo invitó a los miembros de su tribu y a sus clientes, que formaban una parte considerable de la plebe, a su casa y sondeó sus sentimientos hacia él. Le dijeron que pagarían cualquier multa que le impusieran, pero que les era imposible absolverlo. Entonces se fue al exilio, después de ofrecer una oración a los dioses inmortales diciendo que «si tal ultraje se le hacía sin merecerlo, dieran pronto ocasión a sus desagradecidos conciudadanos de lamentar su ausencia». Fue condenado en ausencia a pagar una multa de quince mil ases.

[5.33] Después de la expulsión de tal ciudadano, cuya presencia, si hay algo seguro en los asuntos humanos, habría hecho imposible la captura de Roma, el destino de la sentenciada Ciudad se aproximó rápidamente. Llegaron embajadores desde Clusium [actual Chiusi.- N. del T.] pidiendo ayuda contra los galos. La tradición es que esta nación, atraída por las noticias de los deliciosos frutos y sobre todo del vino (un placer nuevo para ellos) cruzó los Alpes y ocupó las tierras antes cultivadas por los etruscos, y que Aruncio de Clusium importó vino a la Galia para atraerlos a Italia. Su esposa había sido seducida por Lucumo, que había sido su tutor, y de quien, por ser un hombre joven de considerable influencia, era imposible conseguir una reparación sin ayuda del extranjero. En venganza, Aruncio guio a los galos a través de los Alpes y los llevó a atacar Clusium. No voy a negar que los galos fueran guiados hasta Clusium por Aruncio o por alguna otra persona que viviera allí, pero es evidente que quienes atacaron la ciudad no fueron los primeros que cruzaron los Alpes. De hecho, los galos entraron en Italia dos siglos antes de que atacasen Clusium y tomasen Roma. Tampoco fueron los clusinos los primeros etruscos con cuyos ejércitos chocaron los galos; parece ser que mucho antes ya habían combatido los galos con los etruscos que moraban entre los Apeninos y los Alpes. Antes de la supremacía romana, el poder de los etruscos se había extendido ampliamente, tanto por mar como por tierra. Hasta qué punto se extendió por los dos mares por los que Italia está rodeada como una isla, queda demostrado por los nombres de esos mares, pues las naciones de Italia llaman a uno el «mar etrusco» [mar tirreno, en la actualidad.- N. del T.] y al otro el «adriático», que viene de «Atria», una colonia etrusca. Los griegos también los llaman el Tirreno y el Adriático. Las tierras que se extienden entre ambos mares estaban habitadas por ellos. Se asentaron primero a este lado de los Apeninos, en el mar occidental, en doce ciudades; después fundaron doce colonias más allá de los Apeninos, correspondientes al número de las ciudades madre. Estas colonias poseían todo el país entre el Po y los Alpes, con excepción de la esquina habitada por los vénetos, que habitaban alrededor de un brazo de mar. Las tribus de los Alpes son, sin duda, del mismo tronco, especialmente los retios, que por la naturaleza de su país se han vuelto tan incivilizados que no guardan la menor traza de su condición original excepto su lengua, e incluso ésta no está libre de corrupción.

[5,34] He aquí lo que hemos aprendido sobre la entrada de los galos en Italia. Mientras Tarquinio Prisco era rey de Roma, el poder supremo entre los celtas, que formaban una tercera parte de toda la Galia, estaba en manos de los biturigos; de entre ellos solía nombrarse el rey de toda la raza celta. Ambigato era el rey en ese momento, un hombre eminente por su valor personal y su riqueza tanto como por sus dominios. Durante su gobierno, las cosechas fueron tan abundantes y la población creció tan rápidamente en la Galia que el gobierno de un número tan vasto parecía casi imposible. Era ya un hombre anciano, y ansioso por aliviar su reino de la carga del exceso de población. Con este objeto manifestó su intención de enviar a los hijos de su hermana, Beloveso y Segoveso, ambos hombres jóvenes, a asentarse en cualquier lugar que los dioses les asignasen mediante augurios. Fueron a invitar a tantos como quisieran acompañarlos, suficientes para impedir que cualquier nación rechazase su llegada. Una vez tomados los auspicios, el bosque Hercinio le tocó a Segoveso; a Beloveso los dioses concedieron el más dulce camino a Italia. Invitó a la población excedente de seis tribus: los biturigos, los avernos, los senones, los eduos, los ambarros, los carnutos y los aulercios. Desplazándose con una enorme fuerza de caballería e infantes, llegaron donde los triscatinos. Más allá se extendía la barrera de los Alpes, y no me sorprende que les parecieran insuperables, pues nunca antes habían sido atravesados, al menos hasta donde alcanzaba la memoria, a menos que se crean las fábulas acerca de Hércules. Mientras las altas cumbres contenían a los galos y buscaban por todas partes un paso por el que cruzar las montañas que llegaban al cielo y así llegar a un nuevo mundo, fueron impedidos de seguir avanzando por un sentido de obligación religiosa al llegarles noticia de que algunos extranjeros que buscaban tierras estaban siendo atacados por los salvuos. Los atacados eran masaliotas [de Massilia, actual Marsella.- N. del T.] que habían salido de Focea. Los galos, viendo en esto un presagio de su propia fortuna, fueron en su ayuda y así pudieron fortificar el lugar donde habían primeramente desembarcado, sin que los salvuos les molestasen. Después de cruzar los Alpes por los pasos de los taurinos y el valle de los durios, derrotaron a los etruscos en una batalla no lejos de Ticino, y cuando se dieron cuenta de que el país en el que se habían establecido pertenecía a los ínsubros, un nombre que también llevaba un cantón de los eduos, aceptaron el presagio del lugar y construyeron una ciudad a la que llamaron Mediolanum [actual Milán.- N. del T.].

[5,35] Posteriormente otra parte, compuesta por los cenomanos bajo el mando de Elitovio, siguió el camino de los anteriores y cruzaron los Alpes por el mismo paso, con el visto bueno de Beloveso. Ellos tenían sus asentamientos donde ahora están las ciudades de Verona y Brixia. Luego llegaron los Libuanos y los saluvios; se asentaron cerca de la antigua tribu de los ligures levios, que vivían alrededor de Ticino. Luego los boyos y lingones cruzaron los Alpes Peninos, y como todo el país entre el Po y los Alpes estaba ocupado, cruzaron el Po en balsas y expulsaron no sólo a los etruscos sino también a los umbros. Permanecieron, sin embargo, al norte de los Apeninos. Entonces, los senones, los últimos en llegar, ocuparon el país entre el Utente y el Aesis [actual Esino.- N. del T.]. Fue esta última tribu, me parece, la que llegó hasta Clusium, y de allí a Roma; pero no es seguro que llegaran solos o ayudados por contingentes de todos los pueblos Cisalpinos. El pueblo de Clusium quedó aterrorizado por esta nueva guerra al ver el número y el extraño aspecto de aquellos hombres, la clase de armas que usaban y al oír que las legiones de Etruria habían sido a menudo derrotadas por ellos a ambos lados del Po. A pesar de que no tenían ningún tratado de amistad o alianza con Roma, a no ser el no haber ayudado a sus parientes de Veyes contra los romanos, enviaron embajadores a Roma para solicitar al Senado su ayuda. No obtuvieron ayuda directa. Fueron enviados como embajadores los tres hijos de Marco Fabio Ambusto, para negociar con los galos y advertirles de que no atacasen a aquellos de quienes no habían recibido ninguna ofensa, que eran amigos y aliados de Roma y a los que, si las circunstancias les obligaban, defendería Roma con las armas. Preferían evitar la presente guerra y les gustaría entablar tratos con los galos, que eran extraños para ellos, más en son de paz que de guerra.

[5,36], Era una misión bastante pacífica, si no hubieran figurado en ella legados de carácter violento, más parecido a los galos que a los romanos. Después de haber cumplido con sus instrucciones ante el consejo de los galos, se les dio la siguiente respuesta: «Aunque acabamos de oír hablar por vez primera de los romanos, creemos sin embargo que sois hombres valientes, pues los clusinos están solicitando vuestra ayuda al verse en peligro. Dado que preferís proteger a vuestros aliados contra nosotros más con negociación que por las armas, nosotros por nuestra parte no rechazamos la paz que ofrecéis, a condición de que los clusinos nos cedan a los galos, que estamos necesitados de tierras, una parte del territorio que poseen, que es más de lo que pueden cultivar. En cualquier otra condición, no podemos acordar la paz. Deseamos recibir su respuesta en vuestra presencia, y si se nos niegan esas tierras lucharemos, mientras aún estéis aquí, para que podáis informar a los vuestros hasta qué punto superan los galos en valor a todos los demás hombres». Los romanos les preguntaron qué derecho tenían para exigir, bajo amenaza de guerra, las tierras de quienes eran sus propietarios, y qué intereses tenían los galos en Etruria. La respuesta arrogante que les dieron fue que su derecho estaba en sus armas y que todas las cosas eran propiedad de los hombres valientes. Se encendieron los ánimos por ambos lados, corrieron a las armas y empezó el combate. Entonces, contrariamente al derecho de gentes, los embajadores empuñaron sus armas, pues los hados ya empujaban a Roma a su ruina. El hecho de que tres de los más nobles y bravos romanos lucharan en las filas etruscas no se pudo ocultar, tan llamativo fue su valor. Y lo que es más, Quinto Fabio se adelantó hacia un jefe galo, que cargaba con ímpetu justo contra los estandartes etruscos, lo atravesó de lado con su lanza y lo mató. Mientras estaba despojando el cuerpo, los galos lo reconocieron y todo el ejército se enteró de que se trataba de un embajador romano. Olvidando su ira contra los clusinos y gritando amenazas contra los romanos, dieron voz de retirada.

Algunos querían avanzar inmediatamente contra Roma. Los ancianos pensaron que primero se debían mandar embajadores a Roma para presentar una queja formal y exigir la entrega de los Fabios como satisfacción por la violación del derecho de gentes. Después que los embajadores hubieran expuesto su caso, el Senado, al tiempo que desaprobaba la conducta de los Fabios y reconocía la justicia de la demanda que hacían los bárbaros, se abstuvo, por intereses políticos, de registrar sus convicciones en forma de un decreto, dado el alto rango de los hombres implicados. Por lo tanto, para que la culpa de cualquier derrota que se pudiera sufrir en una guerra contra los galos no recayese sobre ellos, remitieron las exigencias de los galos a la consideración del pueblo. Aquí se impuso la popularidad personal y la influencia de los acusados, y aquellos mismos hombres cuyo castigo se discutía fueron elegidos tribunos militares con potestad consular para el año siguiente. Los galos consideraron esto como se merecía, es decir, como un acto hostil, y tras amenazar abiertamente con la guerra, volvieron junto a su pueblo. Los otros tribunos consulares elegidos con los Fabios fueron Quinto Sulpicio Longo, Quinto Servilio (por cuarta vez) y Publio Cornelio Maluginense (por segunda vez) -390 a.C.-.

[5.37] Hasta tal punto ciega la Fortuna los ojos de los hombres cuyas fuerzas desea quebrantar, que aunque el peso de tal catástrofe se cernía sobre el Estado, no se tomaron medidas especiales para evitarla. En las guerras contra Fidenas, Veyes y otros Estados vecinos, se había designado muchas veces un dictador como último recurso. Pero ahora, cuando un enemigo, al que nunca antes habían visto ni del que habían oído hablar, levantaba una guerra desde el océano y los rincones más remotos del mundo, no se recurrió a un dictador ni se hicieron esfuerzos extraordinarios. Fueron elevados al mando supremo y elegidos tribunos los hombres por cuya temeridad se había producido la guerra; y el alistamiento que llevaron a cabo no fue tan extenso como lo había sido en otras campañas ordinarias, incluso lo hicieron menor, a la luz de la gravedad de la guerra. Mientras tanto, los galos vieron que su embajada había sido tratada con desprecio y que se habían otorgado honores a los hombres que habían violado el derecho de gentes. Ardiendo de ira (como nación que no puede controlar sus pasiones), tomaron sus estandartes y se pusieron rápidamente en marcha. Al ruido de su tumulto mientras se desplazaban, las atemorizadas ciudades se apresuraron a tomar las armas y los campesinos huían. Caballos y hombres, extendidos a lo largo y lo ancho, cubrían una inmensa extensión del campo; dondequiera que iban daban a entender con grandes voces que se dirigían a Roma. Pero a pesar de que fueron precedidos por rumores, por los mensajes de Clusium y luego por los mensajes de cada ciudad por la que pasaban, fue la rapidez de su marcha lo que produjo mayor alarma en Roma. Un ejército alistado a toda prisa por una recluta masiva salió a su encuentro. Las dos fuerzas se enfrentaron apenas a once millas [16.280 metros.- N. del T.] de Roma, en un lugar donde el Alia, fluyendo por un cauce muy profundo desde las montañas crustuminianas, se une al Tíber un poco por debajo de la carretera. El país entero, al frente y alrededor, estaba plagado de enemigos que, siendo una nación dada a salvajes explosiones, llenaba todo con el ruido espantoso de sus horribles gritos y su clamor discordante.

[5.38] Los tribunos consulares no habían asegurado la posición de su campamento, no habían construido trincheras tras las que poder retirarse y habían mostrado tanta falta de atención a los dioses como al enemigo, pues formaron su línea de batalla sin haber obtenido auspicios favorables. Extendieron sus líneas para evitar que sus flancos fuesen desbordados, pero aun así no consiguieron igualar el frente enemigo y, adelgazando así sus líneas, debilitaron el centro de manera que apenas podría soportar el choque. A su derecha había una pequeña elevación en la que decidieron colocar las reservas; y esta disposición, cuando empezó el pánico y la huida, resultó ser la única medida que dio seguridad a los fugitivos. Pero Brenno, el rey galo [regulus gallorum en el original latino; no hemos empleado el castellano régulo porque el sentido actual no responde a la realidad de aquel momento en el que Brenno era más el jefe político-militar de una gran confederación de tribus que, como lo define hoy el diccionario de la Real Academia, un «Rey o señor de un territorio pequeño y atrasado».- N. del T.], temiendo que hubiera un engaño en el escaso número de los enemigos, y pensando que la elevación del terreno había sido ocupada para que las reservas pudiesen atacar el flanco y la retaguardia galas mientras su frente combatía a las legiones, dirigió su ataque contra las reservas, confiando en que, si les expulsaba de su posición, su superioridad numérica le daría una fácil victoria en el terreno bajo. Así que tanto las tácticas como la Fortuna estaban de parte de los bárbaros. En el otro ejército, nada había que recordase que era romano, ni entre los generales ni entre los soldados. Estaban aterrados y en lo único que pensaban era en huir; y tan completamente perdieron la cabeza que la mayor parte huyó a Veyes, una ciudad enemiga, aunque el Tíber les quedaba al paso y no siguieron el camino directo a Roma, hacia sus esposas e hijos. Durante un corto lapso de tiempo las reservas quedaron protegidas por su posición. El resto del ejército, tan pronto escucharon el grito de guerra en su flanco los más próximos a las reservas, y luego al ser oído por la otra parte de la línea a sus espaldas, huyó al completo e ilesos, casi antes de haber visto a sus enemigos, sin intentar luchar ni aun devolver el grito de guerra. En realidad, ninguno fue muerto al combatir; fueron heridos por detrás mientras se obstaculizaban la huida unos a otros en una masa que se esforzaba confusa. A lo largo de la orilla del Tíber, por donde había huido toda el ala izquierda tras arrojar sus armas, se produjo una gran masacre. Muchos, que fueron incapaces de nadar o se vieron obstaculizados por el peso de sus corazas y otras defensas, fueron tragados por la corriente. La mayor parte, sin embargo, llegó a Veyes a salvo, pero no sólo no enviaron desde allí a las tropas para defender la Ciudad sino que ni siquiera mandaron un mensajero para informar a Roma de la derrota. Todos los hombres del ala derecha, que habían sido colocados a cierta distancia del río y más cerca de la base de la colina, volvieron a Roma y se refugiaron en la Ciudadela sin siquiera cerrar las puertas de la Ciudad.

[5.39] Los galos, por su parte, estaban casi mudos de asombro ante tan repentina y extraordinaria victoria. Al principio no se atrevían a moverse del lugar, como si estuviesen desconcertados por lo que había ocurrido, después empezaron a temer una sorpresa y por fin empezaron a despojar a los muertos apilando, como es su costumbre, las armas en montones. Por último, como se veía ningún movimiento hostil por ninguna parte, reiniciaron su marcha y llegaron a Roma poco antes del atardecer. La caballería, que cabalgaba al frente, informó que las puertas no estaban cerradas, que no había destacamentos de guardia frente a ellas ni tropas en las murallas. Esta segunda sorpresa, tan extraordinaria como la anterior, les hizo retraerse y, temiendo un combate nocturno en las calles de una Ciudad desconocida, detenerse para acampar entre Roma y el Anio. Enviaron partidas de reconocimiento para examinar el circuito de las murallas y las otras puertas, así como para informarse de los planes que hacían sus enemigos ante su situación desesperada. En cuanto a los romanos, ya que la mayor parte había huido del campo de batalla en dirección de Veyes en lugar de hacia Roma, todos creían que los únicos supervivientes eran los que se habían refugiado en Roma; el luto por todos los que se habían perdido, vivos o muertos, llenó toda la Ciudad con llantos de lamentación. Pero los gemidos del dolor personal quedaron acallados por el terror general al saberse que el enemigo estaba encima. Ahora se oían los alaridos y salvajes gritos de guerra de las turmas [aquí emplea T. Livio una expresión romana para referirse a las unidades de caballería galas; una turma eran treinta jinetes.- N. del T.] que cabalgaban alrededor de las murallas. Todo el tiempo, hasta el amanecer del día siguiente, los ciudadanos se encontraban en tal estado de incertidumbre que esperaban de un momento a otro un ataque a la Ciudad. Lo esperaron, al principio, cuando el enemigo se aproximó a las murallas, pues no suponían que su objetivo fuese permanecer en el Alia; luego, justo antes de la puesta de sol, pensaron que el enemigo atacaría porque no quedaba mucha luz; y más tarde, tras caer la noche, imaginaron que el ataque se había retrasado hasta entonces para crear aún mayor terror. Por último, la aproximación del día siguiente les dejó atónitos; la entrada por las puertas de los estandartes enemigos fue el terrible clímax de un temor que no había conocido tregua.

Pero durante toda esa noche y el día siguiente los ciudadanos ofrecieron un contraste total con los que habían huido aterrorizados en el Alia. Consciente de la inutilidad de intentar cualquier defensa de la Ciudad con el pequeño número de los que quedaban, decidieron que los hombres en edad militar y las personas sanas entre los senadores debían, con sus esposas e hijos, encerrarse en la Ciudadela y el Capitolio, y después de conseguir en los almacenes armas y alimentos, defenderían desde esas posiciones a sus dioses, a sí mismos y el nombre de Roma. El Flamen y las sacerdotisas de Vesta pusieron los objetos sagrados del Estado lejos de los derramamientos de sangre y del fuego, y no se abandonaría el culto sagrado mientras quedase una sola persona para observarlo. Si sólo la Ciudadela y el Capitolio, la morada de los dioses; si sólo el Senado, cabeza directora de la política nacional; si sólo los hombres en edad militar sobreviviesen a la ruina inminente de la Ciudad, entonces podría fácilmente superarse la pérdida de la multitud de ancianos que quedaron abandonados en la Ciudad; de todas formas, tenían ya la certeza de que iban a perecer. Para conformar a los ancianos plebeyos con su destino, los hombres que habían sido cónsules y disfrutado triunfos se dieron cuenta de que debían enfrentar su hado hombro con hombro junto a ellos y no cargar las escasas fuerzas de los guerreros con cuerpos demasiado débiles para llevar armas o defender su patria.

[5.40] Así buscaron consuelo unos con otros, estos hombres ancianos condenados a muerte. Luego se volvieron con palabras de aliento a los hombres más jóvenes que iban camino a la ciudadela y el Capitolio, y solemnemente encomendaron a su fuerza y coraje todo lo que quedaba de la fortuna de una Ciudad que durante 360 años había salido victoriosa en todas sus guerras. Cuando aquellos que llevaban consigo toda esperanza y socorro finalmente se separaron de los que habían resuelto no sobrevivir a la caída de la Ciudad, la miseria del paisaje se vio acentuada por la angustia de las mujeres. Sus lágrimas, sus carreras sin sentido según perseguían primero a sus maridos, luego a sus hijos, sus ruegos implorándoles que no las abandonasen a su destino, pintaban un cuadro en el que no faltaba ningún elemento del infortunio humano. Una gran parte de ellas, en realidad, siguió a sus hijos al Capitolio, sin que nadie se lo prohibiese o las invitase, pues aunque disminuir el número de los no combatientes habría ayudado a los sitiados, resultaba una medida demasiado inhumana de tomar. Otra multitud, principalmente de plebeyos, para la que no había sitio en tan pequeño cerro ni suficiente comida en parco almacén de grano, salió la ciudad en una fila continua y se dirigió hacia el Janículo. Desde allí se dispersaron, algunos por la campiña, otros hacia las ciudades vecinas, sin nadie que les guiara y sin coordinación alguna, cada cual siguiendo sus propios intereses y sus propias ideas, despreocupándose todos de la seguridad pública. Mientras todo esto ocurría, el flamen de Quirino y las vírgenes vestales, sin pensar en sus propiedades particulares, deliberaban sobre cuáles de los objetos sagrados debían conservar con ellos y cuáles dejar atrás, pues no tenían bastantes fuerzas para llevarlas todas, y también sobre cuál sería el lugar más seguro para custodiarlas. Pensaron que lo mejor para ocultar lo que no podían llevar sería ponerlo en pequeñas tinajas y enterrarlas bajo la capilla próxima a la casa del Flamen, donde ahora está prohibido escupir. El resto lo repartieron entre ellos y se lo llevaron, tomando la carretera que conduce desde el puente Sublicio al Janículo. Mientras subían esa colina, fueron vistos por Lucio Albinio, un plebeyo romano que abandonaba la Ciudad con el resto de la multitud que no era apta para la guerra. Incluso en esa hora crítica, no se olvidó la distinción entre lo sagrado y lo profano. Llevaba con él, en una carreta, a su mujer e hijos, y le pareció un acto de impiedad que se le viera junto a su familia en un vehículo mientras los sacerdotes nacionales avanzaban penosamente a pie, llevando los vasos sagrados de Roma. Ordenó a su esposa e hijos que bajasen, puso a las vírgenes y a su sagrada carga en la carreta y los llevó a Caere, su destino.

[5.41] Después de haber tomado todas las medidas que permitían las circunstancias para la defensa del Capitolio, los ancianos regresaron a sus respectivos hogares y, plenamente dispuestos a morir, esperaron la llegada del enemigo. Los que habían desempeñado magistraturas curules [los cónsules, dictadores, censores, pretores y ediles curules tenían derecho a sentarse en la llamada silla curul, que dio nombre a este tipo de magistratura. La ley Ovinia del siglo V a.C. reconoció el derecho a ser senador a quienes hubieran ejercido una magistratura curul.- N. del T.] decidieron enfrentar su destino llevando las insignias de su antiguo cargo, honor y distinciones. Vistieron las espléndidas vestiduras que llevaban al conducir los carros de los dioses o al cabalgar en triunfo por la Ciudad; y así ataviados, se sentaron en sus sillas de marfil en el vestíbulo de sus casas [medio aedium en el original latino: en medio de la habitación; se traduce como «en el vestíbulo de sus casas» para dar consistencia al hecho que se relata más adelante acerca de la visión de los senadores por los galos.- N. del T.]. Algunos autores afirman que, guiados por Marco Fabio, el Pontífice Máximo, recitaron la fórmula solemne por la que se ofrecían a morir por su patria y los Quirites. Como los galos estaban frescos tras una noche de descanso después de una batalla que en ningún momento había resultado muy disputada, y como no estaban tomando entonces la ciudad por asedio o asalto, su entrada al día siguiente no estuvo marcada por ningún signo de ira o ardor. Pasando la puerta Colina, que estaba abierta, llegaron al Foro y miraban los templos y la Ciudadela, que era lo único que mostraba alguna apariencia de guerra. Dejaron allí un pequeño destacamento de guardia para protegerse de cualquier ataque desde la ciudadela o el Capitolio; luego se dispersaron por las calles en las que no se veía un alma, en busca de botín. Algunos se precipitaban a la vez en las casas cercanas, otros se dirigían a las más distantes, esperando encontrarlas intactas y llenas de despojos. Consternados por la misma desolación del lugar y temiendo que alguna estratagema pudiera sorprender a los rezagados, regresaron a las inmediaciones del Foro en orden cerrado. Las casas de los plebeyos estaban atrancadas, los atrios de los patricios estaban abiertos; pero sentían más indecisión a la hora de entrar en las casas abiertas que en las cerradas. Contemplaban con auténtica veneración a los hombres que permanecían sentados en los vestíbulos de sus mansiones, no sólo por la sobrehumana magnificencia de sus vestiduras, por su porte y su comportamiento, sino también por la majestuosa expresión de sus rostros, que semejaba la apariencia de los dioses. Así quedaron, en pie, mirándolos como si fueran estatuas, hasta que, según se dice, uno de los patricios, Marco Papirio, suscitó la ira de un galo, que empezó a tirarle de la barba (que en aquellos tiempos todos llevaban larga), al golpearle en la cabeza con su bastón de marfil. Él fue el primero en ser asesinado, los otros fueron luego masacrados en sus sillas. Después de esta masacre de los principales, no quedó nadie con vida; las casas fueron saqueadas y luego les prendieron fuego.

[5,42] Ahora bien, fuese que no todos los galos estuviesen animados por el ardor de destruir la Ciudad, que sus jefes hubieran, por un lado, decidido que el espectáculo de unos cuantos fuegos intimidaría a los sitiados para rendirse deseando salvar sus hogares, o por otro, que al abstenerse de un combate general mantenían en su poder lo que quedaba de la Ciudad como una promesa con la que debilitar la determinación del enemigo, lo cierto es que los incendios estuvieron lejos de ser tan indiscriminados o extensos como se habría esperado del primer día de una ciudad conquistada. Cuando los romanos observaron, desde la Ciudadela, la Ciudad llena de enemigos corriendo por todas las calles, cómo sucedían a cada momento nuevos desastres, primero en un barrio y luego en otro, no pudieron controlar más sus ojos y oídos, ni mucho menos sus pensamientos y sentimientos. En cualquier dirección, su atención era atraída por los gritos del enemigo, los chillidos de las mujeres y los niños, el rugir de las llamas y el desplome de las casas al caer; dondequiera que volviesen sus ojos y mentes, eran como espectadores obligados por la Fortuna a contemplar la caída de su patria, impotentes para proteger nada de lo que tenían, más allá de sus vidas. Eran mucho más dignos de lástima que cualquier otro que hubiera sufrido un asedio, separados como estaban de su tierra natal y viendo todo lo que había sido suyo en poder del enemigo. El día que había pasado en una tal miseria fue seguido por una noche sin un ápice de descanso, y luego de nuevo por otro día de angustia; no hubo ni una hora libre de la visión de alguna nueva calamidad. Y, sin embargo, no obstante agobiados y abrumados con tantas desgracias, habiendo visto todo caer en llamas y ruinas, ni por un momento declinaron su determinación de defender con su valor el único punto que les restaba de libertad: la colina que poseían, por pequeña y pobre que pudiera ser. Por fin, al prolongarse este estado de cosas día tras día, se acostumbraron a este estado de miseria y volvían sus pensamientos, de las circunstancias que les rodeaban, a sus armas y a sus espadas en la mano derecha, a las que miraban como lo único que podía darles esperanza.

[5.43] Durante algunos días los galos se limitaron a hacer una guerra inútil por las casas de la Ciudad. Ahora que ya no sobrevivía nada entre las ruinas y las cenizas de la capturada Ciudad, excepto un enemigo armado al que ya no espantaban todos esos desastres y que no tenía intención de rendirse sin combatir, decidieron como último recurso hacer un asalto contra la Ciudadela. Al amanecer se dio la señal y todos formaron en el Foro. Lanzando su grito de guerra y juntando sus escudos sobre sus cabezas, avanzaron. Los romanos esperaban el ataque sin excitación ni miedo, se reforzaron los destacamentos para guardar todas las vías de aproximación, y en cualquier dirección que viesen avanzar al enemigo apostaban un cuerpo selecto de hombres que permitía al enemigo escalar, pues cuanto más subían los escaladores más fácil resultaba tirarlos abajo por la pendiente. Hacia la mitad de la colina los galos se detuvieron; luego, desde el terreno elevado que casi les lanzaba, los romanos cargaron y derrotaron a los galos con tales pérdidas que nunca más intentaron aquel modo combatir, fuese con grupos o al completo de su fuerza. Perdieron cualquier esperanza, por tanto, de forzar el paso por asalto directo y se prepararon para un bloqueo. Hasta ese momento nunca habían pensado en ello; todo el grano de la Ciudad había quedado destruido en los combates mientras que el de los campos de alrededor se había llevado apresuradamente a Veyes desde la ocupación de la Ciudad. Así que los galos decidieron dividir sus fuerzas; una parte se dedicaría a asediar la Ciudadela y la otra a forrajear entre los estados vecinos para abastecer de grano a los que estaban dedicados al asedio. Fue la propia Fortuna la que llevó a los galos, tras salir de la Ciudad, hacia Ardea, para que pudieran tener alguna experiencia del coraje romano. Camilo estaba viviendo allí como exiliado, más dolido por la suerte de su patria que por la suya, comiéndose el corazón con reproches a los dioses y a los hombres, preguntándose con indignación dónde estaban los hombres con los que él había conquistado Veyes y Faleria; hombres cuyo valor en aquellas guerras fue mayor que su fortuna. De pronto, se enteró de que el ejército galo se acercaba y que los ardeates deliberaban inquietos sobre ello. Generalmente, había evitado las reuniones del Consejo; pero ahora, apoderado de una inspiración en cierto modo divina, se dirigió apresuradamente a los consejeros reunidos y se dirigió a ellos como sigue:

[5,44] «¡Hombres de Ardea!, antiguos amigos y ahora mis conciudadanos (pues vuestra bondad así lo dispuso y mi buena fortuna lo alcanzó), que nadie piense que vengo aquí habiendo olvidado mi posición. La fuerza de las circunstancias y el peligro común empujan a cada hombre a aportar lo que pueda para ayudar a resolver la crisis. ¿Cuándo iba a ser capaz de mostrar mi gratitud por todos los favores que me habéis otorgado si no cumplo ahora con mi deber? ¿Cuándo seré de alguna utilidad para vosotros, si no es en la guerra? Fue por eso por lo que mantuve mi posición en mi Ciudad natal, pues jamás conocí la derrota; en tiempos de paz, mis ingratos compatriotas me desterraron. Ahora se os brinda la oportunidad, hombres de Ardea, de demostrar vuestra gratitud por cuantas bondades Roma os ha mostrado (no habéis olvidado cuán grande es, ni necesito mencionarlo a quienes tan bien lo recuerdan); se os brinda la oportunidad de ganar para vuestra ciudad una notable fama en la guerra a expensas de nuestro común enemigo. Esos que vienen hacia aquí de forma libre y desordenada son una raza cuya naturaleza produce cuerpos y mentes más grandes y fuertes que firmes. Es éste el motivo de que en cada batalla presenten más una apariencia aterradora que una fuerza real. Tomad como ejemplo el desastre de Roma. Tomaron la ciudad porque ya estaba abierta para ellos; una pequeña fuerza les expulsó de la Ciudadela y el Capitolio. Ya el aburrimiento de un asedio ha resultado ser demasiado para ellos y están vagando dispersos por los campos, arriba y abajo. Cuando están atiborrados con la comida y el vino que beben tanta voracidad, se lanzan como fieras; al llegar la noche se dejan caer por las orillas, sin atrincherarse ni apostar guardias o escuchas avanzados. Y ahora, después de su éxito, están más descuidados que nunca. Si es vuestra intención de defender vuestras murallas y no permitir que todo este país se convierta en una segunda Galia, tomad las armas, reunid vuestras fuerzas en la primera vigilia y seguidme a lo que será una masacre, no una batalla. Si no los pongo en vuestras manos, encadenados por el sueño, para ser sacrificados como ganado, estoy dispuesto a aceptar el mismo destino en Ardea que el que enfrenté en Roma».

[5,45] Amigos y enemigos, por igual, estaban convencidos en aquel tiempo de que en ninguna otra parte había maestro en la guerra tan señalado. Después que se levantase el consejo, se refrescaron y esperaron impacientes que se diera la señal. Cuando ésta se dio en el silencio de la noche todos fueron a las puertas, junto a Camilo. Tras marchar a no mucha distancia de la ciudad, llegaron hasta el campamento de los galos, desprotegido como él les había dicho y abierto con descuido por todas partes. Lanzaron un tremendo grito y se precipitaron dentro; no hubo batalla, sino pura masacre; los galos, indefensos y disueltos en el sueño, fueron muertos donde reposaban. Los que estaban en el otro extremo del campamento, sin embargo, sorprendidos en sus cubiles y sin saber qué o por dónde les atacaban, huyeron aterrorizados y alguno hasta se precipitó, sin darse cuenta, entre los asaltantes. Un número considerable llegó a la vecindad de Anzio, donde fueron rodeados por sus ciudadanos. Una masacre parecida de etruscos tuvo lugar en el territorio de Veyes. Tan lejos estaba aquel pueblo que simpatizar con una Ciudad de la que había sido vecina durante cerca de cuatro siglos, y que ahora estaba quebrada por un enemigo nunca oído o visto hasta entonces, que escogieron aquel momento para hacer incursiones en territorio romano y, después de cargar con el botín, trataron de atacar Veyes, el baluarte y única esperanza de que sobreviviera el nombre romano. Los soldados romanos en Veyes les habían visto dispersos por los campos, y después, reunidas sus fuerzas, llevando su botín frente a ellos. Primero desesperaron y luego se indignaron y la rabia se apoderó de ellos. «¿Todavía van los etruscos,» exclamaron, «de quienes hemos desviado las armas de los galos sobre nosotros, a burlarse de nuestras desgracias?» Se contuvieron con dificultad de atacarlos. Quinto Cedicio, un centurión al que habían puesto al mando, les convenció para retrasar las operaciones hasta el anochecer. Lo único que les faltaba era un jefe como Camilo, en todos los demás aspectos la disposición del ataque y el éxito fueron los mismos que si hubiera estado presente. No contento con esto, hizo que algunos prisioneros de entre los que habían sobrevivido a la matanza nocturna actuasen como guías y, conducido por ellos, sorprendió a otro grupo de etruscos en las salinas y les causó aún mayores pérdidas. Exultantes por esta doble victoria volvieron a Veyes.

[5.46] Durante estos días no sucedía nada importante en Roma; el asedio se mantenía con poco esfuerzo; ambas partes se mantenían tranquilas y los galos, principalmente, trataban de impedir que algún enemigo se deslizase a través de sus líneas. Repentinamente, un guerrero romano atrajo sobre sí la admiración unánime de amigos y enemigos. La gens Fabia hacía un sacrificio anual en el Quirinal, y Cayo Fabio Dorsuo, llevando su toga ceñida con el ceñido gabino [el cinturón gabino o ceñido gabino era un modo peculiar de vestir la toga; consistía en que parte de la propia toga formase una faja ciñendo el cuerpo con su borde exterior y atándola con un nudo al frente; al mismo tiempo se cubría la cabeza con la otra parte de la prenda. Su origen es etrusco, como su propio nombre indica.- N. del T.] y portando en sus manos las vasijas sagradas, bajó desde el Capitolio, pasó a través de los grupos de enemigos que estaban inmóviles, fuera por el desafío o por la amenaza, y llegó hasta el Quirinal. Allí cumplió debidamente con los solemnes ritos y volvió con la misma expresión grave y el mismo andar, seguro de la bendición divina, pues ni el miedo a la muerte le había hecho descuidar el culto a los dioses; finalmente, volvió a entrar en el Capitolio y se reunión con sus camaradas. Puede que los galos quedasen atónitos por su extraordinaria audacia, o puede que se frenasen por respeto religioso pues, como nación, no dejaban de atender las obligaciones de la religión. En Veyes se acrecentó continuamente su fortaleza, así como su valor. No sólo se juntaron allí los romanos que se habían dispersado tras la derrota y captura de la Ciudad, también fueron allí voluntarios del Lacio para participar en el reparto del botín. El momento parecía propicio para recuperar su Ciudad natal de las manos del enemigo. Pero aunque el cuerpo era fuerte, carecía de una cabeza. El mismo lugar recordó a los hombres el nombre de Camilo; la mayoría de los soldados habían luchado con éxito bajo sus auspicios y mando, y Cedicio declaró que no daría ocasión a nadie, hombre o dios, para que pusiese fin a su mando antes que él, consciente de su rango, reclamase el nombramiento de un general. Se decidió por consenso general que se debía llamar a Camilo desde Ardea, pero se debía consultar primero al Senado; a tal punto estaba todo regulado por el respeto a la ley que se observaban las consideraciones propias de cada cosa, aún cuando las mismas cosas se hubiesen casi perdido.

Esto acarreaba un gran riesgo, pues para efectuarse había que atravesar los puestos de avanzada enemigos. Poncio Cominio, un buen soldado, se ofreció para la tarea. Apoyándose con un flotador de corcho, fue llevado por el Tíber a la Ciudad. Eligiendo el camino más cercano desde la orilla del río, escaló una roca escarpada que, debido a su pendiente, el enemigo había dejado sin vigilancia, y se abrió camino hasta el Capitolio. Al ser llevado ante los magistrados al mando, comunicó las instrucciones que el ejército le había dado. El mensajero regresó por la misma ruta y llevó a Veyes el decreto emitido por el Senado, en el sentido de que, tras haber sido llamado del exilio por los comicios curiados, Camilo debía ser inmediatamente nombrado dictador por orden del pueblo y los soldados tendrían el jefe que deseaban. Se envió una delegación a Ardea para llevar a Camilo hasta Veyes. Se aprobó la ley, por los comicios curiados, anulando su exilio y nombrándole dictador y esto es, según creo, más probable a no que él esperase en Ardea hasta que supiese que la ley se había aprobado; porque él no podía cambiar su residencia sin la sanción del pueblo, ni podía tomar los auspicios en nombre del ejército hasta que hubiera sido debidamente nombrado dictador.

[5.47] Mientras estas cosas pasaban en Veyes, la Ciudadela y el Capitolio de Roman estaban en peligro inminente. Puede que los galos hubiesen visto las huellas dejadas por el mensajero de Veyes o que hubieran descubierto por sí mismos una vía de ascenso relativamente fácil por la escarpadura hasta el templo de Carmentis. Escogieron una noche en la que había un tenue rayo de luz y enviaron un hombre desarmado en avanzada para probar el camino; luego, llevando unos las armas de los otros cuando el camino se volvía difícil y apoyándose y empujándose entre sí cuando el terreno lo requería, llegaron finalmente a la cumbre. Tan silenciosamente se habían desplazado que no sólo pasaron desapercibidos a los centinelas, sino también a los propios perros, animales particularmente sensibles a los ruidos nocturnos. Pero no escaparon a la atención de los gansos, que eran sagrados para Juno y que estaban intactos a pesar de la escasez de alimentos. Esto resultó ser la salvación de la guarnición, pues su clamor y el ruido de sus alas despertaron a Marco Manlio, el distinguido soldado que había sido cónsul tres años antes. Cogió sus armas y corrió a dar la alarma al resto; dejándolos atrás, golpeó con el umbo de su escudo a un galo que había conseguido coronar la cumbre y lo derribó. Cayó sobre los que estaban detrás y les estorbó, y Manlio mató a otros que habían dejado a un lado sus armas y se aferraban a las rocas con sus manos. En ese momento ya se le habían unido otros y comenzaron a desalojar al enemigo con una lluvia de piedras y lanzas hasta que todo el grupo cayó sin poder hacer nada hasta el fondo. Cuando el escándalo se desvaneció, el resto de la noche se dedicaron a dormir tanto como pudieron en circunstancias tan inquietantes, pues el peligro, aunque pasado, aún les inquietaba.

Al amanecer, los soldados fueron convocados por el sonido de la trompeta a un consejo en presencia de los tribunos, para otorgar las recompensas debidas a la buena y la mala conducta. En primer lugar, fue felicitado Manlio por su valentía, y recompensado no sólo por los tribunos, sino por todo el conjunto de soldados, pues cada hombre le llevó desde sus cuarteles, que estaban en la Ciudadela, media libra de farro y un quartario de vino [163,5 gr de harina de cebada y 0,1368 litros de vino.- N. del T]. Esto puede no parecer mucho, pero la escasez lo convertía en una prueba abrumadora del afecto que sentían por él, ya que cada cual quitó los alimentos de su propia ración y contribuyó con lo que le era necesario para vivir en honor de aquel hombre. A continuación, se llamó a los centinelas que habían estado de guardia en el lugar por donde el enemigo había subido sin que lo notaran. Quinto Sulpicio, el tribuno consular, declaró que se debía castigar a todos según la ley marcial. Desistió, sin embargo, de esta intención ante los gritos de los soldados, que estuvieron todos de acuerdo en echar la culpa a un solo hombre. Como no había ninguna duda de su culpabilidad, fue lanzado desde la cima del acantilado en medio de la probación general. Se guardaba ahora una vigilancia más estricta en ambos lados; por los galos, ya que se había sabido que los mensajeros pasaban entre Roma y Veyes; por los romanos, que no habían olvidado el peligro en que estuvieron aquella noche.

[5.48] Pero el mayor de todos los males derivados del asedio y la guerra fue la hambruna que empezó a afectar a los dos ejércitos, mientras que los galos también fueron visitados por la peste. Tenían éstos su campamento en las tierras bajas, entre las colinas, que habían sido arrasadas por los fuegos y estaban infestadas de malaria; al menor soplo de viento no sólo se levantaba el polvo, sino también las cenizas. Acostumbrados como nación a lo húmedo y frío, no podían soportar todo esto y, torturados como estaban por el calor y el sofoco, la enfermedad hizo estragos entre ellos y morían como ovejas. Pronto se cansaron de enterrar a sus muertos por separado, de modo que apilaron los cuerpos indiscriminadamente y los quemaron; el lugar se hizo célebre y fue posteriormente conocido como «Piras Galas». Posteriormente hicieron una tregua con los romanos y, con la autorización de sus jefes, conversaban los unos con los otros. Los galos les hablaban continuamente del hambre que debían estar pasando y que debían ceder a la necesidad y rendirse. Para quitarles esa impresión, se dice que arrojaron pan desde muchos lugares del Capitolio a los vigías enemigos. Pero pronto el hambre dejó de poder ser ocultada, ni soportada por más tiempo. Así, al mismo tiempo que el dictador alistaba sus tropas en Ardea, ordenaba a su Jefe de Caballería, Lucio Valerio, que retirase su ejército de Veyes y preparaba una fuerza suficiente para atacar al enemigo en términos de igualdad, el ejército del Capitolio, agotado por el constante servicio pero todavía sobreponiéndose al desánimo, no dejaba que el hambre le superase y esperaba ansiosamente alguna señal de ayuda del dictador. Por fin, no sólo les faltó el alimento, también la esperanza. Cada vez que los centinelas entraban de servicio, sus débiles cuerpos apenas podían soportar el peso de la armadura; el ejército insistió en que debían rendirse o comprar su rescate en los mejores términos que pudiesen, pues los galos estaban dando inequívocas señales de que les podía inducir a abandonar el sitio por una cuantía moderada. Se mantuvo entonces una reunión del Senado y se facultó a los tribunos consulares para que establecieran los términos. Tuvo lugar una conferencia entre Quinto Sulpicio, el tribuno consular, y Breno, el jefe galo, y se llegó a un acuerdo por el que se fijó en mil libras de oro [327 kilos.- N. del T.] el rescate del pueblo que al poco tiempo estaría destinado a gobernar el mundo. Esta humillación ya era lo bastante grande, pero fue agravada por la despreciable mezquindad de los galos que usaron pesos trucados, y cuando protestaron los tribunos, el insolente galo arrojó su espada sobre la balanza y usó de una expresión intolerable para los oídos romanos: «¡Ay de los vencidos!»

[5.49] Pero los dioses y los hombres, a un tiempo, impidieron que los romanos viviesen como un pueblo rescatado. Pero cambió la Fortuna antes de que se completase el infame rescate y se pesase todo el oro; mientras aún discutían, apareció en escena el dictador y ordenó que se quitase el oro y que se marchasen los galos. Como se negaban a hacerlo y protestaban diciendo que se había llegado a un acuerdo definitivo, les informó de que una vez que él había sido nombrado dictador no resultaba válido ningún acuerdo hecho por ningún magistrado inferior sin su sanción. Luego advirtió a los galos que se preparasen a la batalla y ordenó a sus hombres que apilasen sus bagajes, dispusiesen sus armas y reconquistasen la patria con el hierro, no con el oro. Debían contemplar los templos de los dioses, a sus esposas e hijos y al suelo de su patria, desfigurados por los estragos de la guerra; todo, en una palabra, lo que debían defender, recuperar o vengar. A continuación, dispuso a sus hombres en la mejor formación que el terreno, naturalmente desigual y medio quemado, permitía y tomó todas las medidas que su competencia militar le indicaba para asegurar la ventaja de la posición y el movimiento de sus hombres. Los galos, alarmados por el giro que habían tomado las cosas, tomaron sus armas y se lanzaron contra los romanos con más rabia que método. La suerte había cambiado y ahora la ayuda divina y la habilidad humana estaban de parte de Roma. Al primer choque, los galos fueron derrotados tan fácilmente como habían vencido en el Alia. En una segunda y más larga batalla, mantenida en la octava piedra miliar de la carretera de Gabii [a 11768 metros de Roma.- N. del T.], donde se reunieron tras su huida, fueron nuevamente derrotados bajo el mando y los auspicios de Camilo. Aquí la matanza fue completa; se tomó su campamento y no se dejó a un sólo hombre que llevase noticia de la catástrofe. Tras recuperar así su patria del enemigo, el dictador volvió en triunfo a la Ciudad y, entre las bromas que los soldados solían gastar, le llamaban con palabras no exentas de alabanza «Rómulo», «Padre de la Patria» y «Segundo Fundador de la Ciudad». Había salvado a su patria en la guerra y, ahora que se había restaurado la paz, demostró, más allá de toda duda ser nuevamente su salvador, al impedir la migración a Veyes. Los tribunos de la plebe insistían en esto con más fuerza que nunca, ahora que la ciudad había sido incendiada, y la plebe estaba también más inclinada a ello. Este movimiento y el llamamiento urgente que el Senado le hizo para que no abandonara la República mientras que la situación de los asuntos públicos eran tan inestables, le determinaron a no deponer su dictadura tras su triunfo.

[5.50] Como era de lo más escrupuloso en el cumplimiento de las obligaciones religiosas, las primeras medidas que presentó en el Senado fueron las relativas a los dioses inmortales. Consiguió que el Senado aprobase una resolución con las siguientes disposiciones: Todos los templos, al haber estado en poder del enemigo, debían ser restaurados y purificados y sus límites nuevamente señalados; las ceremonias de purificación se determinarían por los duunviros a partir de los libros sagrados. Se debían establecer relaciones amistosas con el pueblo de Cere, como ya había entre ambos estados, pues habían cobijado a los tesoros sagrados de Roma y a sus sacerdotes, y por este acto de bondad habían impedido la interrupción del culto divino. Se instituirían los Juegos Capitolinos, porque Júpiter Óptimo Máximo había protegido a su morada y la Ciudadela de Roma en los momentos de peligro, y el dictador crearía un colegio de sacerdotes con tal objeto de entre las personas que vivían en el Capitolio y en la Ciudadela. También se hizo mención de la ofrenda propiciatoria por la negligencia hacia la voz nocturna que se oyó, anunciando el desastre, antes que empezase la guerra, y se dieron órdenes para construir un templo a Ayo Locucio [AIVS LOCVTIVS en latín; este dios, o diosa, lleva en su nombre una doble referencia al habla o la capacidad de hablar y sólo se manifestó en esta ocasión en toda la historia romana.- N. del T.] en la Vía Nova. El oro que se había rescatado de los galos y el que durante la confusión se había traído de otros templos, se había reunido en el templo de Júpiter. Como nadie recordaba qué proporción debía volver a los otros templos, todo él se declaró sagrado y se ordenó que se depositara bajo el trono de Júpiter. El sentimiento religioso de los ciudadanos ya se había demostrado en el hecho de que cuando no hubo suficiente oro en el tesoro para juntar la cantidad acordada con los galos, aceptaron la contribución de las matronas para evitar tocar lo que era sagrado. Las matronas recibieron un agradecimiento público, y se les confirió la distinción de que se les pronunciase oración fúnebre como a los hombres. No fue hasta después de quedar resueltos esos asuntos referentes a los dioses, y que por tanto estaban dentro de la competencia del Senado, que Camilo volviese su atención a los tribunos, que hacían incesantes arengas para persuadir a la plebe de que abandonase las ruinas y emigraran a Veyes, que estaba a su disposición. Al fin, se acercó a la Asamblea, seguido por la totalidad del Senado, y pronunció el siguiente discurso:

[5,51] «Son tan dolorosas para mí, Quirites, las controversias con los tribunos de la plebe que, de todo el tiempo que viví en Ardea, el único consuelo en mi amargo exilio era que estaba muy lejos de tales conflictos. Por lo que a ellos respecta, yo nunca habría regresado, incluso si me hubieseis llamado con mil decretos senatoriales y votos populares. Y ahora he vuelto, pero no ha cambiado mi voluntad, sino que os obligó el cambio de la Fortuna. Lo que se jugaba era más si mi patria iba a permanecer inamovible en su posición y no tanto si yo iba a regresar a mi país a cualquier precio. Incluso ahora a gusto callaría y me estaría tranquilo, si no se tratase de luchar otra vez por mi patria. Pero faltarle a ella, mientras quede vida, sería para los demás hombres una vergüenza y para Camilo un absoluto pecado. ¿Por qué nos ganamos el volver? ¿Por qué nosotros, cuando estábamos acosados por el enemigo, la libramos de sus manos si, ahora que la hemos recuperado, la abandonamos? Mientras que los galos poseían victoriosos toda la ciudad, los dioses y los hombres de Roma aún permanecían, aún vivían en el Capitolio y la Ciudadela. Y ahora que los romanos son victoriosos y se recuperó la Ciudad, ¿se va a abandonar la Ciudadela y el Capitolio? ¿Va a provocar nuestra buena fortuna una desolación mayor a esta Ciudad que nuestra mala fortuna? Incluso si no hubiera habido establecidas instituciones religiosas cuando se fundó la Ciudad y no se nos hubiesen transmitido, aun así, tan claramente ha intervenido la Providencia en los asuntos de Roma en esta ocasión, que yo pensaría que todas las negligencias en el culto divino han sido desterrados de la vida humana. Mirad las alternancias de prosperidad y adversidad durante estos últimos años; veréis que todo fue bien para nosotros mientras seguimos la guía divina y que todo nos fue desastroso cuando nos descuidamos. Ved lo primero de todo la guerra con Veyes. ¡Durante cuánto tiempo y con qué inmenso esfuerzo se llevó a cabo! No llegó a su fin hasta que se extrajo el agua del lago Albano, por amonestación de los dioses. ¿Y qué decir, otra vez, de este desastre sin precedentes para nuestra Ciudad? ¿Se abatió sobre nosotros antes de que se tratase con desprecio la Voz enviada por el cielo para anunciar la aproximación de los galos, antes de que nuestros embajadores ultrajasen el derecho de gentes, antes de que hubiésemos, con el mismo espíritu irreligioso, perdonado tal ultraje cuando debíamos haberlo castigado? Y así fue que, derrotados, capturados, rescatados, hemos recibido tal castigo a manos de los dioses y los hombres que será una lección para el mundo entero. Entonces, en nuestra adversidad, recapacitamos sobre nuestros deberes religiosos. Huimos hacia los dioses en el Capitolio, en la sede de Júpiter Óptimo Máximo; entre las ruinas de todo lo que poseíamos escondimos bajo tierra nuestros tesoros sagrados, el resto lo llevamos lejos de la vista del enemigo a ciudades vecinas; ni siquiera abandonados como estábamos por los dioses y los hombres, interrumpimos el culto divino. Por haber actuado así hemos recuperado nuestra Ciudad natal, la victoria y la fama que habíamos perdido; y contra el enemigo que, ciego de avaricia, rompió los tratados y la palabra dada en el pesaje del oro, enviaron el terror, la derrota y la muerte.

[5,52] «Cuando ves las consecuencias tan trascendentales para los asuntos humanos que se derivan de la adoración o el descuido de los dioses, ¿no os dais cuenta, Quirites, en qué gran pecado estáis pensando cuando aún no habéis salido de un tal naufragio causado por vuestra antigua culpa y calamidad? Poseemos una Ciudad que fue fundada con la aprobación divina revelada en augurios y auspicios; y no hay en ella lugar libre de asociación religiosa y de la presencia de un dios; los sacrificios regulados tienen sus sitios asignados así como sus días señalados. ¿Vais, Quirites, a abandonar todos esos dioses, a los que honra el Estado, a los que adoráis, cada uno en vuestros propios altares? ¿En qué se parece vuestra acción a la del glorioso joven Cayo Fabio, durante el asedio, que fue contemplada por el enemigo con no menos admiración que por vosotros, cuando bajó de la Ciudadela entre los proyectiles de los galos y celebró el sacrificio debido por su gens Fabia en el Quirinal? Mientras que los ritos sagrados de las gens patricias no se interrumpen ni en tiempo de guerra, ¿estaréis satisfechos de ver abandonados los cargos religiosos del Estado y a los dioses de Roma en tiempo de paz? ¿Serán más negligentes los pontífices y flámines en sus funciones públicas que los ciudadanos privados en las obligaciones religiosas de sus hogares?

«Alguien puede responder que, posiblemente, que puedan desempeñar esas funciones en Veyes o enviar sacerdotes a que las cumplan aquí. Pero nada de esto se puede hacer si no se realizan adecuadamente los ritos. Por no hablar de todas las ceremonias y todas las deidades de forma individual. ¿Dónde, me gustaría preguntar, sino en el Capitolio puede prepararse el lecho [pulvinar en latín; pequeño lecho en que se recostaban las estatuas de los dioses.- N. del T.] de Júpiter el día de su banquete festivo? ¿Necesito hablaros del fuego perpetuo de Vesta y la imagen, promesa de nuestro dominio, que se custodia en su templo? Y de Marte Gradivus [el que precede al ejército en la batalla.- N. del T.] y del padre Quirino, ¿necesito hablaros de sus escudos sagrados? ¿Es vuestro deseo de que todas estas cosas santas, coetáneas de la Ciudad y algunas aún más antiguas, se abandonen y dejen en suelo impío? Ved, también, cuán grande es la diferencia entre nosotros y nuestros antepasados. Ellos nos dejaron ciertos ritos y ceremonias que sólo podemos desempeñar debidamente en el Monte Albano o en Lavinio. Si era un asunto religioso que estos ritos no se cambiasen a Roma desde ciudades que estaban en poder del enemigo, ¿los cambiaremos de aquí a Veyes, ciudad enemiga, sin ofender a los cielos? Tened en cuenta, os lo ruego, con qué frecuencia se repiten las ceremonias porque, sea por negligencia o accidente, se ha omitido algún detalle de los rituales ancestrales. ¿Qué remedio hubo para la República, cuando estaba paralizada por la guerra con Veyes tras el portento del lago Albano, excepto la recuperación de los ritos sagrados y la toma de nuevos auspicios? Y más que eso, como si después de todo lo que reverenciamos las religiones antiguas, llevamos deidades extranjeras a Roma y creamos otras nuevas. Trajimos recientemente de Veyes a la reina Juno y la consagramos en el Aventino, ¡y cuán espléndidamente se celebró aquel día con el entusiasmo de nuestras matronas! Ordenamos construir un templo a Ayo Locucio porque se oyó la Voz divina en la Vía Nova. Hemos añadido a nuestros festivales anuales los Juegos Capitolinos, y por la autoridad del Senado hemos fundado un colegio de sacerdotes para supervisarlos. ¿Qué necesidad había de hacer todo esto si teníamos intención de dejar la Ciudad de Roma al mismo tiempo que los galos? ¿si no hubiera sido por nuestra propia y libre voluntad que nos mantuvimos en Capitolio todos estos meses y no por miedo al enemigo?

«Estamos hablando de los templos, de los ritos sagrados y las ceremonias. ¿Hablamos también sobre los sacerdotes? ¿No os dais cuenta que se cometería un pecado atroz? Para las Vestales no hay más que una morada, de la que nada se ha movido sino hasta la captura de la Ciudad. Al Flamen de Júpiter le está prohibido por ley divina pasar una sola noche fuera de la ciudad. ¿Vas a hacer de ellos sacerdotes veyentinos en vez de romanos? ¿Abandonarán a Vesta las vestales? ¿Va a cargar el Flamen sobre si y sobre el Estado de nuevos pecados por cada noche que permanezca fuera? Pensad en todos los otros ritos que, tras haberse tomado debidamente los auspicios, llevamos a cabo casi enteramente dentro de los límites de la Ciudad ¡y que condenaríamos al olvido y al descuido! Los comicios curiados, que otorga el mando supremo, los comicios centuriados, donde elegís los cónsules y los tribunos consulares, ¿dónde se celebrarían y se tomarían los auspicios, excepto donde se deben realizar? ¿Vamos a cambiarlas a Veyes, o el pueblo, cuando deba celebrarse una asamblea, se va a trasladar con tantas molestias a esta Ciudad después que la abandonen dioses y hombres?

[5.53] «Pero, podríais decir, es obvio que toda la Ciudad está contaminada y que ningún sacrificio expiatorio puede purificarla; las propias circunstancias nos obligan a abandonar una Ciudad devastada por el fuego y totalmente arruinada, y emigrar a Veyes donde todo está intacto. No debemos angustiar a la debilitada construyendo aquí. Me parece, sin embargo, Quirites, que es evidente para vosotros, sin que yo lo diga, que esta sugerencia es una excusa plausible en lugar de una verdadera razón. ¿Recordáis cómo se debatió anteriormente esta misma cuestión de emigrar a Veyes, antes de que llegaran los galos, mientras los edificios públicos y privados estaban a salvo y la Ciudad segura? Y ved, tribunos, cuán ampliamente difiere mi opinión de la vuestra. Pensáis que aunque no hubiera sido aconsejable hacerlo entonces, ahora sí era aconsejable hacerlo. Yo, por el contrario (y no os sorprendáis de lo que digo antes de haber captado todo su significado) soy de la opinión de que aunque hubiera sido justo emigrar entonces, cuando la Ciudad estaba totalmente intacta, no debemos abandonar ahora estas ruinas. Porque en aquel momento el motivo de nuestra emigración a una ciudad capturada habría sido una gloriosa victoria para nosotros y para nuestra posteridad, pero ahora esta emigración sería gloriosa para los galos, pero vergonzosa y amarga para nosotros. Porque no se pensaría que habíamos abandonado nuestra Ciudad natal como vencedores, sino que la perdimos por haber sido vencidos; y parecería que la huida del Alia, la captura de la Ciudad y el asedio del Capitolio nos habían obligado a abandonar a nuestros dioses nacionales y condenado al destierro de un lugar que fuimos incapaces de defender. ¿Era posible para los galos derrocar Roma y se considera imposible que los romanos la restauren?

«¿Qué más queda, salvo que vengan de nuevo con nuevas fuerzas (y todos sabemos que su número es incontable) y elijan vivir en esta Ciudad que capturaron y vosotros abandonasteis, sino que vosotros se lo permitáis? ¿Por qué, si no fueran los galos emigraran a Roma sino vuestros viejos enemigos, los volscos y los ecuos, preferiríais que ellos fuesen romanos y vosotros veyentinos? ¿Os gustaría mejor que esto fuese un desierto vuestro en vez de la ciudad de vuestros enemigos? No veo qué podría ser más infamante. ¿Estáis dispuestos a permitir este crimen y soportar esta desgracia por la dificultad de la reconstrucción? Si no se pudiesen construir mejores viviendas o más espaciosas, en toda la Ciudad de Roma, que la de nuestro Fundador, ¿no sería mejor vivir en chozas a la manera de pastores y campesinos, rodeados de nuestros templos y dioses, que salir como una nación de exiliados? Nuestros antepasados, los pastores y los refugiados, construyeron una nueva ciudad en pocos años, cuando no había nada en estas partes excepto bosques y pantanos; ¿Vamos a evitar el trabajo de reconstrucción de lo que se ha quemado a pesar de que la Ciudadela y el Capitolio están intactos y que los templos de los dioses siguen en pie? Lo que cada uno ha hecho en su caso, habiéndose incendiado nuestros hogares, ¿rehusaremos hacerlo como comunidad con la Ciudad incendiada?

[5,54] «Pues bien, suponed que por crimen o accidente se produjera un incendio en Veyes y que las llamas, como es bastante posible, avivadas por el viento arrasaran gran parte de la ciudad; ¿Buscaríamos Fidenas, o Gabii o cualquier otra ciudad que gustéis, como lugar al que emigrar? ¿Tan poca ascendencia tiene sobre nosotros esta tierra natal que llamamos nuestra patria? ¿El amor por nuestra patria lo es sólo hacia sus edificios? Desagradable como me resulta recordar mis sufrimientos, y aún más vuestra injusticia, os confesaré sin embargo que siempre que pensaba en mi Ciudad natal venían a mi cabeza todas aquellas cosas: las colinas, las llanuras, el Tíber, sus paisajes familiares, el cielo bajo el que nací y crecí. Y rezo porque ellas ahora os muevan por el amor que inspiran a permanecer en vuestra Ciudad y no que luego, tras haberla abandonado, os hagan languidecer con nostalgia. No sin buenas razones eligieron los dioses y los hombres este lugar como el sitio para una Ciudad, con sus saludables colinas, su oportuno río, por medio del cual llegan los productos de las tierras del interior y suministros desde el mar; un mar lo bastante cercano para todo propósito útil, pero no tanto como para estar expuestos al peligro de las flotas extranjeras; un país en el mismo centro de Italia; en una palabra, una situación particularmente adaptada por la naturaleza para la expansión de una ciudad. El mero tamaño de una ciudad tan joven es prueba de ello. Este es el 365º año de la Ciudad [lo que nos daría el 755 a.C. como fecha fundacional.- N. del T.], Quirites; sin embargo, en todas las guerras que durante tanto tiempo han venido librándose contra todos estos pueblos antiguos (por no mencionar las ciudades individuales), los volscos en unión de los ecuos y todas sus ciudades fuertemente amuralladas, la totalidad de Etruria, tan poderosa por tierra y mar, y extendiéndose por Italia de mar a mar, ninguno ha demostrado ser adversario para vosotros en la guerra. Esta ha sido hasta ahora vuestra fortuna; ¿qué sentido puede haber, ¡Dios nos libre! en tratar de probar otra? Aun admitiendo que vuestro valor se pueda trasladar a otro lugar, desde luego la buena Fortuna no se podrá. Aquí está el Capitolio, donde en los tiempos antiguos se halló una cabeza humana y fue declarado que esto era un presagio, porque en ese lugar se situaría la cabeza y el poder soberano del mundo. Aquí fue donde, mientras el Capitolio se purificaba con los ritos augurales, Juventas y Terminus [dioses de la juventud y las fronteras, respectivamente.- N. del T.], para gran alegría de vuestros padres, no se dejaron mover. Aquí está el fuego de Vesta, aquí están los Escudos enviados por el cielo; aquí están todos los dioses que, si os quedáis, os serán propicios».

[5.55] Se afirma que este discurso de Camilo produjo una profunda impresión, sobre todo la parte en que apeló a los sentimientos religiosos. Pero mientras el asunto estaba aún indeciso, una frase, pronunciada oportunamente, decidió la cuestión. El Senado, poco después, estaba discutiendo la cuestión en la Curia Hostilia, y sucedió que algunas cohortes que regresaban de guardia marcharon a través del Foro. Acababan de entrar en el Comicio [o sea, el lugar donde tenían lugar los comicios.- N. del T.] cuando el centurión gritó: «¡Alto, signifer! Planta el estandarte; aquí estaremos bien». Al oír estas palabras, los senadores salieron del edificio del Senado, exclamando que acogían con satisfacción el presagio y el pueblo que había alrededor les dio una aprobación entusiasta. La propuesta de emigración fue rechazada y empezaron en seguida a reconstruir la Ciudad en varias zonas. Se proporcionaron tejas a expensas públicas; a todos se les dio el derecho de cortar piedra y madera donde quisieran, asegurándose de que la edificación se terminase dentro del año. En su prisa, no se preocuparon de que las calles fuesen rectas; como se perdieron todas las referencias sobre la propiedad del suelo, construían en cualquier terreno que estuviese vacío. Esa es la razón por la que las antiguas alcantarillas, que originalmente iban por suelo público, corrían ahora en todas partes bajo casas privadas y por qué la conformación de la Ciudad parece como construida casualmente por colonos en vez de planeada regularmente.