Tito Livio, La historia de Roma – Libro IX (Ab Urbe Condita)

Tito Livio, La historia de Roma - Libro noveno: La Segunda Guerra Samnita (321-304 a. C.). (Ab Urbe Condita).

La historia de Roma

Tito Livio

Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.

La historia de Roma

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Libro noveno

La Segunda Guerra Samnita (321-304 a. C.).

[9.1] El año siguiente (321 a.C.) se hizo memorable por el desastre que aconteció a los romanos en Caudio [Caudium en el original latino.- N. del T.] y la capitulación que rindieron allí. Tito Veturio Calvino y Espurio Postumio eran los cónsules. Los samnitas tenían ese año como comandante en jefe a Cayo Poncio, el hijo de Herenio, el más hábil estadista que poseían, siendo el hijo su soldado más importante y comandante. Cuando los embajadores enviados con los términos de la rendición regresaron de su infructuosa misión, Poncio hizo el siguiente discurso en el consejo samnita: «No penséis que esta misión ha sido estéril en resultados. Hemos ganado mucho con ella; cualquiera que sea la medida de la ira divina en que podamos haber incurrido, por nuestra violación de las obligaciones del tratado, ya la hemos expiado. Estoy completamente seguro de que todos los dioses, cuya voluntad era que se nos debía reducir a la necesidad de restituir cuanto se exigía bajo los términos del tratado, han visto con desagrado el desprecio altanero con que los romanos han tratado nuestras concesiones. ¿Qué más podríamos haber hecho para aplacar la ira de los cielos, o suavizar el resentimiento de los hombres, de lo que hemos hecho? Los bienes del enemigo, que considerábamos nuestros por derecho de guerra, los hemos devuelto; el autor de la guerra, a quien no pudimos entregar vivo, lo dimos tras haber pagado su deuda a la naturaleza y para que no siguiera en nosotros mancha alguna de su culpa, enviamos a Roma sus posesiones. ¿Qué más, romanos, se os debe a vosotros, o al tratado, o a los dioses que se invocaron como testigos del tratado? ¿Qué árbitro tengo que presentar para que decida hasta dónde llegará vuestra ira, hasta dónde mi castigo? Estoy dispuesto a aceptar cualquiera, sea nación o individuo. Pero si la ley humana no deja derechos que los débiles compartan con los fuertes, aún puedo llegar a los dioses, vengadores de la intolerable tiranía, y les rogaré que vuelvan su ira contra aquellos para quienes no es bastante que les sean devueltos sus bienes y se les aumente con los de otros, contra quienes su cruel ira no se sacia con la muerte del culpable y la entrega de sus restos mortales y sus propiedades, a quienes no se apaciguan hasta que reciben nuestra sangre para beber y nuestras entrañas arrancadas. Una guerra es justa y correcta, samnitas, cuando se nos impone; las armas son bendecidas por el cielo cuando ya no hay esperanza sino en ellas. Desde luego, siendo de la mayor importancia en los asuntos humanos cuáles se hacen bajo el favor divino y cuáles en contra, dar por cierto que las guerras pasadas las hicisteis en contra de los dioses más que de los dioses, y en esta que se aproxima serán los mismos dioses quienes os guíen».

Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.

[9.2] Después de pronunciar esta predicción, que resultó ser tan cierta como tranquilizadora, salió en campaña y, manteniendo sus movimientos tan en secreto como pudo, asentó su campamento en la vecindad de Caudio. Desde allí envió diez soldados disfrazados de pastores hacia Calacia [Calatia en el original latino.- N. del T.], donde se enteró de que estaban acampados los cónsules romanos, con órdenes de que arreasen el ganado en diferentes direcciones y cerca de los puestos de avanzada romanos. Cuando se encontrasen con alguna de las partidas que salían a forrajear, debían contar todos la misma historia y decir que las legiones samnitas estaban en Apulia, asediando Lucera [Luceria en el original latino.- N. del T.] con todas sus fuerzas y que su captura era inminente. Este rumor se había extendido antes a propósito y ya había llegado a oídos de los romanos; los pastores capturados confirmaron su creencia en ella, especialmente al decir todos lo mismo. No había duda de que los romanos ayudarían a los Luceranos, para proteger a sus aliados e impedir que toda la Apulia fuera intimidada por los samnitas a declararse en rebelión abierta. El único asunto a considerar era la ruta que tomarían. Había dos caminos que llevaban a Lucera; uno a lo largo de la costa adriática por terreno abierto, el más largo de los dos pero el más seguro; y el otro, más corto, a través de las Horcas Caudinas. Esta es la naturaleza del lugar: hay dos pasos, profundos y estrechos, con colinas boscosas a cada lado y una cadena continua de montañas alrededor de ellos. Entre ellos se encuentra una amplia llanura húmeda y cubierta de hierba, por en medio de la cual va el camino. Antes de llegar a la llanura se ha de atravesar el paso por el primer desfiladero y, o bien se vuelve por donde se ha venido o, si se continúa, se debe seguir el camino por un paso aún más estrecho y más difícil al otro extremo.

La columna romana descendió a esta llanura desde el primer desfiladero, con sus sobresalientes acantilados, y se dirigió directamente hasta el otro paso. Lo encontraron bloqueado por una barrera enorme de árboles talados y con grandes masas de rocas apiladas contra ellos. Al tiempo de advertir la estratagema del enemigo, estos se mostraron en sus posiciones en las alturas, por encima del paso. Se efectuó una rápida retirada y retrocedieron sobre sus pasos por el camino por donde habían venido, descubriendo que el primer paso tenía también su propia barricada y hombres armados en las alturas. A continuación, sin que se diese ninguna orden, se detuvieron. Sus sentidos estaban aturdidos y estupefactos y un extraño entumecimiento se apoderó de sus miembros. Cada uno miraba a su vecino, pensando que estaría más en sus cabales y con mejor juicio que él mismo. Durante mucho tiempo quedaron callados e inmóviles, después vieron que se alzaban las tiendas de los cónsules y que algunos hombres disponían sus herramientas de atrincheramiento. A pesar de saber que en su desesperada situación sería ridículo que fortificasen el terreno que aún ocupaban, para no empeorar las cosas por su propia culpa empezaron a trabajar sin esperar órdenes y atrincheraron su campamento con su empalizada cerca del agua. Mientras estaban así ocupados, el enemigo se burlaba de ellos y les insultaba, y ellos mismos se reían amargamente de su trabajo inútil. Los cónsules estaban demasiado deprimidos y desconcertados como para convocar un consejo de guerra, pues no había lugar ni ayuda que aconsejar; pero los tribunos y generales les rodearon y los hombres, con la vista puesta en sus tiendas, esperaban de sus jefes un socorro que difícilmente les podrían dar los mismos dioses.

[9.3] La noche les sorprendió cuando estaban lamentándose de su situación en vez de preguntarse cómo enfrentarla. Se mostraron los diferentes temperamentos de cada hombre; algunos exclamaban: «Rompamos las barricadas, escalemos las laderas, forcemos el paso por el bosque, probemos por dondequiera que podamos llevar las armas. Solo hemos de llegar hasta el enemigo al que hemos batido desde hace treinta años; cualquier sitio será fácil para un romano que combata contra un pérfido samnita». Otros respondían: «¿Dónde vamos a ir? ¿Cómo vamos a llegar? ¿Queremos mover las montañas de su base? ¿Cómo vamos a llegar hasta el enemigo, con esos picos colgando sobre nosotros? Armados o desarmados, valientes y cobardes, todos estamos atrapados y vencidos por igual. El enemigo ni siquiera nos ofrece la posibilidad de una muerte honrosa por la espada: terminarán la guerra sin moverse de su asiento». Indiferentes a la comida, sin poder dormir, hablaron de esta manera toda la noche. Hasta los samnitas fueron incapaces de decidir qué hacer en tan afortunadas circunstancias. Acordaron unanimidad escribir a Herenio, el padre del comandante en jefe, y pedirle consejo. Este era ya de edad avanzada y se había retirado de los asuntos públicos, tanto civiles como militares, pero aunque sus fuerzas decaían su intelecto era tan bueno y claro como siempre. Ya había tenido conocimiento de que los ejércitos romanos se veían cercados entre los dos pasos en las Horcas Caudinas, y al llegar la carta de su hijo pidiéndole consejo, dio su opinión de que se debía dejar que toda la fuerza romana pudiera salir indemne. Rechazaron este consejo y le enviaron un nuevo correo para consultarle otra vez. Aconsejó entonces que debían dar muerte a todos. Al recibir estas respuestas, contradictorias entre sí como las declaraciones ambiguas de un oráculo, la primera impresión de su hijo fue que las facultades mentales de su padre se habían visto deterioradas por su debilidad física. Sin embargo, cedió a la voluntad general e invitó a su padre al consejo de guerra. El anciano, se nos dice, enseguida aceptó y fue transportado en un carro al campamento. Después de ocupar su lugar en el consejo, quedó claro por lo que dijo que no había cambiado de opinión, pero explicó sus razones para dar el consejo que dio. Él creía que al tomar la decisión que propuso al principio, que él consideraba la mejor, estaría estableciendo una paz y amistad duradera con el pueblo más poderoso al tratarlo generosamente; adoptando la segunda, posponía la guerra muchas generaciones, pues ese sería el tiempo que le llevaría a Roma recuperar sus fuerzas, penosa y lentamente, tras la pérdida de dos ejércitos. No había una tercera opción. Cuando su hijo y los otros jefes le preguntaron qué pasaría si se adoptaba un término medio, dejándoles marchar ilesos pero bajo condiciones como las que el derecho de guerra imponía a los vencidos, replicó: «Esa es precisamente la política que ni nos procurará amigos ni nos librará de los enemigos. Una vez que dejéis vivir a hombres a quienes habéis exasperado con un tratamiento ignominioso, habréis consumado vuestro error. Los romanos son una nación que no sabe cómo permanecer tranquila en la derrota. Cualquiera que sea la desgracia, quemará eternamente su espíritu la irritación y no les dejará descansar hasta haceros pagar muchas veces por ello».

[9.4] Ninguno de estos planes fue aprobado y Herenio fue llevado a casa desde el campamento. En el campamento romano, después de hacer muchos intentos infructuosos por romper el cerco y verse finalmente en un estado de miseria absoluta, la necesidad les obligó a enviar emisarios a los samnitas a pedir en primer lugar una paz justa y, fracasando esto, retándoles al combate. Poncio respondió que toda guerra tenía un final y que, ya que incluso ahora que estaban vencidos y cautivos eran incapaces de reconocer su situación real, él les privaría de sus armas y les haría pasar bajo el yugo, permitiéndoles conservar una única prenda de ropa. Las restantes condiciones serían justas, tanto para los vencedores como para los vencidos. Si evacuaban el Samnio y retiraban sus colonos de su país, romanos y samnitas vivirían en adelante bajo sus propias leyes, como estados soberanos unidos por un tratado justo y honorable. Bajo estas condiciones estaba dispuesto a concluir un tratado con los cónsules; si rechazaban cualquiera de ellas, prohibiría que se hiciera ninguna otra gestión ante él. Cuando se anunció el resultado, se elevó un grito general de angustia, tanto se extendió la tristeza y la melancolía, pues evidentemente no podían haber sufrido más si se les hubiese anunciado que iban a morir en el acto. Luego siguió un largo silencio. Los cónsules no podían decir una palabra, fuera a favor de una capitulación tan humillante o en contra de una tan necesaria. Por fin, Lucio Léntulo, el más distinguido de entre los generales, tanto por sus cualidades personales como por los cargos que había desempeñado, habló así: «A menudo», dijo, «he escuchado a mi padre, cónsules, decir que él fue el único en el Capitolio que se negó a rescatar con oro la Ciudad tomada por los Galos, pues la fuerza que había en el Capitolio no estaba asediada y atacada con foso y empalizada por ser los galos demasiado indolentes para afrontar tal clase de trabajo; fue así posible que ellos hicieran una salida que, probablemente, supondría graves pérdidas, pero no una destrucción segura. Si tuviéramos la misma oportunidad de combatir, fuera en terreno favorable o desfavorable, que tuvieron ellos al cargar cuesta abajo sobre el enemigo desde el Capitolio, del mismo modo que los asediados han hecho a menudo salidas contra sus asediadores, no caería en saco roto el valor y ánimo de mi padre en el consejo que he de dar. Morir por la patria es, lo admito, una cosa gloriosa, y por lo que a mí respecta estoy dispuesto a ofrendarme por el pueblo y las legiones de Roma o a introducirme por en medio del enemigo. Pero es aquí donde veo a mi país, es en este lugar donde están juntas todas las legiones que posee Roma; y a menos que quieran precipitarse a la muerte por sí mismas, para salvar su honor, ¿qué otra cosa poseen que puedan salvar con su sacrificio?. «Las viviendas de la Ciudad”, puede responder alguno, “y sus murallas, y esa multitud de seres humanos que forma su población. No, por el contrario, todas estas cosas no se salvarán, se entregarán al enemigo si este ejército es aniquilado. Porque, ¿quién los protegerá? Una multitud de no-combatientes indefensos, supongo; con el mismo éxito que tuvieron defendiéndose del ataque de los galos. ¿O tendrán que implorar la ayuda de un ejército de Veyes con Camilo a su cabeza? Aquí y solo aquí residen todas nuestras esperanzas, todas nuestras fuerzas. Si los salvamos, salvamos nuestro país; si los llevamos a la muerte, desertaremos y traicionaremos a nuestro país. ‘Sí’, decís, ‘pero la rendición es deshonrosa e ignominiosa’. Lo es; pero el verdadero amor por nuestra patria demanda que la preservemos, si es preciso, tanto con nuestra desgracia como con nuestra muerte. Por muy grande que sea luego la indignidad, debemos someternos a ella y ceder a la compulsión de la necesidad, ¡una obligación que ni los mismos dioses pueden evadir! ¡Id, cónsules, renunciar a vuestras armas como rescate por este Estado que vuestros antepasados ​​rescataron con oro!».

[9.5] Los cónsules marcharon para conferenciar con Poncio. Cuando el vencedor comenzó a insistir en firmar un tratado, le dijeron que no podía hacerse un tratado sin acuerdo del pueblo ni sin los feciales y el ceremonial de costumbre. Así que, en contra de lo que generalmente se cree y de lo que incluso Claudio afirma, la paz Caudina no adoptó la forma de un tratado regular. Se concluyó a través de una sponsio, es decir, bajo la palabra de honor de los magistrados de observar las condiciones. ¿Pues qué necesidad habría habido de garantes o rehenes en un tratado que solía terminarse con la imprecación de siempre: «Que por cualquier falta de observancia a las condiciones dichas, castigue Júpiter a ese pueblo como ahora golpean los feciales a este cerdo»? Los cónsules, los generales, los cuestores y los tribunos militares, todos dieron su palabra de honor y todos sus nombres se conservan hoy en día; en cambio, si se hubiera firmado un tratado regular, no se habrían conservado más nombres que el de los dos feciales. Debido al inevitable retraso en el acuerdo del tratado, se exigió que seiscientos caballeros quedasen como rehenes para responder con sus vidas si no se observaban los términos de la capitulación. Luego se fijó un periodo determinado para entregar los rehenes y enviar al ejército, privado de sus armas, bajo el yugo. El regreso de los cónsules con los términos de la rendición renovó el dolor y la angustia en el campamento. Tan amargo fue el sentimiento, que los hombres tenían dificultades para mantener sus manos apartadas de aquellos «por cuya temeridad», decían, «habían sido puestos en tal situación y por cuya cobardía tendrían que abandonarlo de manera más vergonzosa de la que habían llegado. Ellos no habían dispuesto guías que conocieran el terreno, no habían enviado exploradores y habían caído ciegamente como animales salvajes en una trampa». Allí estaban, mirándose unos a otros, contemplando con tristeza las armas y corazas que pronto debían abandonar, sus manos diestras que quedarían indefensas, sus cuerpos que quedarían a merced del enemigo. Se imaginaban bajo el yugo enemigo, las burlas y miradas insultantes de los vencedores, su marcha desarmados entre las filas armadas y la posterior marcha miserable de un ejército desgraciado por las ciudades de sus aliados, su vuelta a su país y a sus padres, donde sus antepasados tantas veces regresaron en procesión triunfal. Sólo ellos, decían, habían sido derrotados sin recibir una sola herida, sin que se usase una sola arma o sin combatir ni una batalla, no se les había permitido desenvainar la espada o cruzarla con la del enemigo; el valor y la fuerza habían sido en vano. Mientras protestaban así con indignación, llegó la hora en que la experiencia real de su humillación se les haría más amarga de lo que habían previsto o imaginado. En primer lugar se les ordenó deponer las armas y marchar fuera de la empalizada, cada uno con una sola prenda de vestir. Los primeros fueron los que iban a ser entregados como rehenes, a quienes se llevaron para su custodia. A continuación, los lictores fueron obligados a separarse de los cónsules, que luego fueron despojados de sus paludamentos [mantos escarlatas, para la época republicana, bordados en oro, propios de los cónsules en campaña.-. N. del T.]. Esto despertó conmiseración tan profunda entre aquellos que hacía poco les habían estado maldiciendo y exclamando que debían ser depuestos y azotados, que cada hombre, olvidando su propia situación, apartaron sus ojos de tal atentado a la majestad del Estado, como espectáculo demasiado horrible de contemplar.

[9,6] Los cónsules fueron los primeros en ser enviados, poco menos que medio vestidos, bajo el yugo; luego, cada uno según su rango, fue expuesto a la misma vergüenza y, finalmente, los legionarios uno tras otro. Alrededor de ellos se encontraba el enemigo bien armado, insultándolos y burlándose de ellos; sobre muchos llegaron a alzar las espadas cuando algunos insultaron a sus vencedores, mostrando claramente su indignación y rencor, y varios fueron heridos y hasta asesinados. Así marcharon bajo el yugo. Pero lo que resultó todavía más difícil de soportar fue tener que atravesar el paso bajo los ojos del enemigo; sin embargo, al salir, como hombres liberados de las fauces del infierno, parecían ver la luz por vez primera y esa misma luz, al revelarles el horrible espectáculo de verse marchar a lo largo, resultó más triste que cualquier forma de muerte. Podrían haber llegado a Capua antes de la noche pero, dudando de la fidelidad de sus aliados y retenidos por la vergüenza, se tendieron, desprovistos de todo, a los lados de la carretera, cerca de Capua. Tan pronto como estas noticias llegaron al lugar, el propio sentimiento de compasión por sus aliados pudo más que el desprecio innato de la Campania; enviaron inmediatamente a los cónsules sus propias insignias de magistratura, las fasces y los lictores, y los proporcionaron a los soldados, con generosidad, armas, caballos, ropas y provisiones. Al entrar en Capua, el Senado y el pueblo salió en masa a su encuentro, mostrándoles toda la hospitalidad debida, y tratándoles con toda la consideración a la que tenían derecho, como individuos y como miembros de un estado aliado. Pero todas las atenciones, miradas amables y saludos alegres de sus aliados fueron incapaces de provocar una sola palabra, o incluso de hacerlos levantar sus ojos y mirar a la cara a los amigos que trataban de consolarlos. A tal grado llegaba el sentimiento de vergüenza a dominar su tristeza y desaliento que les obligaba a huir de la conversación y de la compañía de los hombres. Al día siguiente, algunos nobles jóvenes se encargaron de escoltarlos hasta la frontera. A su regreso fueron convocados a la Curia, y en respuesta a las preguntas de los senadores ancianos, informaron que les habían parecido aún más sombríos y deprimidos que el día anterior; la columna se trasladó todo el rato tan silenciosamente que podrían haber sido mudos; el temple romano estaba acobardado; habían perdido su ánimo y sus armas; no saludaban a nadie, ni devolvían el saludo a nadie; ni un sólo hombre se atrevía a abrir su boca por miedo a lo que pudiera venir; sus cuellos estaban abatidos como si estuviesen aún bajo el yugo. Los samnitas no sólo habían ganado una victoria gloriosa, también una perdurable; no solo habían capturado Roma, como antes hicieran los galos, si no, lo que era una hazaña bélica aún mayor, habían conquistado el valor y la audacia romana.

[9,7] Mientras se escuchaba con la mayor atención este informe, y el nombre y la grandeza de Roma se sabían perdidos casi para siempre, en el consejo de sus fieles aliados, Ofilio Aulo Calavio, el hijo de Ovio, se dirigió a los senadores. Era un hombre de alta cuna, con una distinguida carrera y ahora venerable por su edad. Según los relatos, dijo: «Es muy otra la verdad. Ese silencio obstinado, esos ojos fijos en el suelo, esos oídos sordos a todo consuelo, esa cara avergonzada apartada de la luz, son todas indicaciones de un terrible resentimiento fermentando en su corazón y que explotará en la venganza. O yo no sé nada del carácter romano o ese silencio pronto suscitará entre los samnitas gritos de aflicción y gemidos de angustia. El recuerdo de la capitulación de Caudio será mucho más amargo a los samnitas que a los romanos. Cuando y dondequiera que se enfrenten, cada lado estará animado por su propio coraje y los samnitas no siempre encontrarán unas Horcas Caudinas en cada lugar. Roma era ahora consciente de su desastre. La primera información que recibieron fue que el ejército estaba bloqueado, después llegaron las más tristes noticias sobre la ignominiosa capitulación. Inmediatamente después de recibir el primer aviso del asedio, empezaron a alistar tropas; pero al oír que el ejército se había rendido de modo tan vergonzoso, se abandonaron los preparativos para aliviarles y, sin esperar ninguna orden formal, toda la Ciudad adoptó el luto público. Las tiendas alrededor del Foro cerraron y cesaron allí todos los asuntos públicos espontáneamente antes de que se proclamara su finalización; se dejaron las laticlavas [bandas anchas sería la traducción literal de lati clavi; se refiere a las túnicas senatoriales con dos bandas púrpura, de 4 dedos de ancho los senadores y de 2 dedos los caballeros .- N. del T.] y sus anillos de oro [aunque los senadores los llevaban de hierro, estando los de oro reservados a los miembros del orden ecuestre como símbolo de su potestad para poder hacer negocios en nombre del Estado.- N. del T.]; el abatimiento entre los ciudadanos era casi mayor que en el ejército. Su indignación no se limitaba a los generales o a los oficiales que habían hecho el pacto, hasta los inocentes soldados fueron objeto del rencor y decían que no los admitirían en la Ciudad. Pero este enfado se disipó con la llegada de las tropas; su aspecto miserable despertó la conmiseración hasta entre los más resentidos. No entraron en la Ciudad como hombres que regresan a la seguridad después de haber sido dados por perdidos, sino con la apariencia y expresión de los prisioneros. Llegaron tarde por la noche y se deslizaron hacia sus hogares, donde se encerraron tan ocultos que durante algunos días ninguno de ellos se mostró en público o en el Foro. Los cónsules se encerraron también en privado y se negaron a cumplir con sus funciones oficiales, con excepción de una que se les arrancó mediante un decreto del Senado, a saber, la designación de un dictador para llevar a cabo las elecciones. Nombraron a Quinto Fabio Ambusto y a Publio Elio Peto como jefe de la caballería. Su nombramiento fue encontrado irregular y fueron sustituidos por Marco Emilio Papo como dictador y Lucio Valerio Flaco como jefe de la caballería. Ni siquiera a ellos, sin embargo, se les permitió llevar a cabo las elecciones; el pueblo estaba insatisfecho con todos los magistrados de ese año, por lo que los asuntos llegaron a un interregno. Quinto Fabio Máximo y Marco Valerio Corvo fueron sucesivamente interreges, y el segundo celebró las elecciones consulares. Quinto Publilio Filón y Lucio Papirio Cursor, éste último por segunda vez, fueron elegidos -320 a.C.-. La elección fue aprobada unánimemente, pues todos sabían que no había por entonces generales más brillantes.

[9,8] Se hicieron cargo de los deberes de su magistratura el mismo día de su elección, pues así lo había decretado el Senado, y tras disponer los asuntos relativos a su acceso al cargo, procedieron enseguida a presentar la cuestión de la capitulación de Caudio. Publilio, que llevaba las fasces [los cónsules se turnaban en llevar las fasces, o sea, en ejercer el mando efectivo. N. del T.], invitó a hablar a Espurio Postumio. Se levantó de su lugar, justo con la misma expresión que tenía al pasar bajo el yugo, y comenzó: «Cónsules, soy muy consciente de que he sido llamado a hablar en primer lugar, no porque yo sea el más honorable, sino porque soy el más desgraciado, y estoy en la situación no de un senador, sino en la de un acusado ante su juicio, debiendo enfrentar la acusación no sólo de una guerra perdida, sino la de una paz ignominiosa. Dado que, sin embargo, no habéis presentado el asunto de nuestra culpabilidad o nuestro castigo, no entraré en una defensa que, en presencia de hombres advertidos de la mutabilidad de las fortunas humanas, no sería muy difícil llevar a cabo. Diré en pocas palabras lo que pienso sobre la cuestión que tenemos ante nosotros, y podréis juzgar por lo que diga si salvarme a mí o a vuestras legiones, con la promesa mediante la que me comprometí, resultó vergonzoso o necesario. Esta promesa, sin embargo, no se hizo por orden del pueblo romano, y por lo tanto el pueblo romano no están vinculados por ella, ni se debe nada a los samnitas en sus términos más allá de nuestras propias personas. Que se nos entregue por los feciales, desnudos y atados; liberemos al pueblo de sus obligaciones religiosas si le hemos involucrado en algo, para que sin infringir ley alguna, humana o divina, podamos reanudar una guerra que será amparada por el derecho de gentes y sancionada por los dioses. Aconsejo que, mientras tanto los cónsules alistan y equipan un ejército y lo llevan a la guerra, no se cruce la frontera enemiga hasta que se hayan cumplido todas nuestras obligaciones según los términos de la rendición. ¡Y a vosotros, dioses inmortales, ruego y suplico que, como no era vuestra voluntad que los cónsules Espurio Postumio y Tito Veturio pudiesen librar una guerra victoriosa contra los samnitas, consideréis al menos suficiente que hayamos pasado bajo el yugo y se nos haya obligado a una promesa vergonzosa, que sea suficientes que nos hayamos visto rendidos, desnudos y encadenados, al enemigo, llevando sobre nuestras cabezas todo el peso de su ira y su venganza! ¡Que sea conforme a vuestra voluntad que las legiones romanas, bajo nuevos cónsules, puedan llevar la guerra contra los samnitas del mismo modo que se condujeron antes de que nosotros fuésemos cónsules!». Cuando terminó de hablar, tanta admiración y compasión sintieron por él que apenas se podía pensar que se trataba del mismo Espurio Postumio que había concluido una paz vergonzosa. Consideraron con la mayor tristeza la perspectiva de un hombre así sufriendo a manos del enemigo tan terrible castigo como al que estaban seguros de que se enfrentaría, enfurecidos como estarían [los samnitas.- N. del T.] por la ruptura de la paz. Toda la Cámara expresó con los mayores elogios la aprobación de su propuesta. Empezaron a votar sobre la cuestión cuando dos de los tribunos de la plebe, Lucio Livio y Quinto Melio, comenzaron una protesta que luego retiraron. Argumentaron que el pueblo en su conjunto no quedaría liberado de su obligación religiosa por esta rendición a menos que los samnitas fueron colocados en la misma posición de ventaja que tenían en Caudio. Además, dijeron que no merecían ningún castigo por haber salvado al ejército romano por el compromiso de procurar la paz, e instaron, como último motivo, que como ellos, los tribunos, eran sacrosantos y sus personas inviolables, no se les podía entregar al enemigo ni expuestos a la violencia.

[9.9] A esto replicó Postumio: «Mientras tanto, entregadnos, pues a nosotros no nos protege ninguna inviolabilidad y nuestra entrega no violará ninguna conciencia. Posteriormente les entregaréis también a estos caballeros ‘sacrosantos’, cuando su año de cargo expire; pero si hacéis caso a mi consejo, procuraréis que antes de que sean entregados se les azote en el Foro a modo de pago de intereses por el retraso en el castigo. En cuanto a no quedar libre el pueblo de su compromiso sagrado, ¿quién es tan ignorante de las leyes feciales como para no ver que estos hombres dicen esto, no por lo que el hecho representa, sino para impedir que se les entregue? No niego, senadores, que las promesas son tan sagradas como un tratado formal, para los que cumplen las leyes humanas del mismo modo que las divinas. Pero sí digo que sin la orden expresa del pueblo no se puede ratificar nada que obligue al pueblo. ¿Supongamos que los samnitas, con el mismo espíritu de orgullo insolente con el que nos obligaron a esta capitulación, nos hubieran obligado a recitar la fórmula para la rendición de las ciudades; diríais, tribunos, que el pueblo romano se había rendido y que esta Ciudad, con sus templos y santuarios, su territorio y sus aguas se había convertido en propiedad de los samnitas? No diré más acerca de la rendición, pues lo que estamos considerando es la promesa que se hizo en la capitulación. Ahora bien, supongamos que hubiéramos prometido que el pueblo romano abandonaría esta Ciudad, la quemaría, no volvería a tener sus propios magistrados y senado y leyes, sino que viviría bajo el dominio de reyes. «¡Dios no lo quiera!, diréis. Sí, pero la fuerza vinculante de una capitulación no se aligera por la naturaleza humillante de sus términos. Si el pueblo puede estar sujeto por algún punto, lo puede estar por todos. Lo que algunos consideran importarte, a saber, si es un cónsul, un pretor o un dictador quien ha ofrecido el compromiso, no tiene importancia. Los samnitas dejaron esto claro: no bastándoles con que los cónsules se comprometieran a ellos mismos, obligaron a los legados, a los cuestores y a los tribunos militares a hacer lo mismo.

«Que nadie me diga ahora: ‘¿Por qué prometisteis eso, sabiendo que un cónsul no tiene derecho a hacerlo y no estando vosotros en posición de prometerles una paz de la que no podíais garantizar la ratificación, ni pudiendo actuar en nombre del pueblo al no haberos dado este ningún mandato para hacerlo?» Nada de lo que sucedió en Caudio, senadores, fue dictado por la prudencia humana; los dioses privaron de la sensatez tanto a los jefes enemigos como a los vuestros. Nosotros no fuimos lo bastante prudentes en nuestros movimientos, ellos en su locura arrojaron una victoria cuando la tenían ganada por nuestra insensatez. Apenas se sentían seguros en el terreno que les había dado la victoria, tanta prisa tenían por llegar a un acuerdo en cualquier condición que se contentaron con privar de sus armas a hombres que habían nacido con ellas. Si hubieran estado en sus cabales, ¿habrían tenido alguna dificultad para mandar embajadores a Roma en vez de sacar a un anciano de su casa para asesorarles? ¿No les era posible entrar en negociaciones con el Senado y con el pueblo para asegurarse la paz y firmar un tratado? Es un viaje de tres días para jinetes ligeramente equipados, y entretanto se pudiera haber hecho un armisticio hasta que regresasen los legados trayendo la paz o la certeza de su victoria. Entonces, y sólo entonces, habría habido un acuerdo vinculante, ya que lo habríamos hecho por orden del pueblo. Pero vosotros no podíais dar tal orden, ni nosotros haber prestado tal promesa. No era voluntad del cielo que hubiera un resultado distinto a este, es decir, que los samnitas quedaran vanamente engañados por un sueño demasiado delicioso como para que sus mentes comprendieran, que la misma Fortuna que aprisionó a nuestro ejército también lo liberó, que una aparente victoria resultase fútil por una paz aún más ilusoria, y que las estipulaciones serían nulas, vinculantes solo para los que efectivamente las hicieron. Pues ¿qué tenéis vosotros que ver con esto, senadores? ¿Qué tiene que ver el pueblo en este asunto? ¿Quién os puede pedir cuentas?, ¿quién puede decir que le habéis engañado? ¿El enemigo? Vosotros no habéis prometido nada al enemigo. ¿Algún conciudadano? No habéis comisionado a ningún conciudadano para que haga promesas en vuestro nombre. Vosotros no estáis, en modo alguno, comprometidos por nosotros, pues no nos habíais dado ninguna orden; no sois responsables ante los samnitas, pues nada habéis tratado con ellos. Somos nosotros los responsables, comprometidos como deudores y muy capaces de pagar la deuda en lo que a nosotros respecta; y estamos dispuestos a pagar, es decir, entregar nuestras personas y vidas. Que sobre estas dejen caer su venganza, que sobre estas descarguen su ira y sus espadas. En cuanto a los tribunos, debéis considerar si se les debe entregar enseguida o si debe retrasarse su entrega; pero por lo que a nosotros respecta, Tito Veturio y el resto de vosotros que estáis comprometidos, debemos entre tanto ofrecer estas nuestras vidas sin valor para cumplir nuestra promesa, y que nuestras muertes liberen las armas de Roma para actuar».

[9.10] Tanto el discurso como el orador produjeron una gran impresión en todos los que le oyeron, incluyendo los tribunos, que quedaron tan impresionados por lo que habían oído que se pusieron formalmente se pusieron a disposición del Senado. De inmediato renunciaron su cargo y fueron entregados a los feciales para ser llevados con el resto a Caudio. Después que el Senado hubo aprobado la resolución, semejó como si la luz del día brillase de nuevo sobre el Estado. El nombre de Postumio estaba en boca de todos, fue puesto por las nubes, su conducta se comparó al mismo nivel que la del auto-sacrificio de Publio Decio y de otros ejemplos espléndidos de heroísmo. Por su consejo y auxilio, decían los hombres, había encontrado el Estado la manera de evitar una paz culpable y deshonrosa; se exponía a sí mismo a la ira del enemigo y a todas las torturas que le pudiesen infligir, como víctima expiatoria del pueblo romano. Todas las miradas se volvieron a las armas y a la guerra, «Se nos permitirá alguna vez», exclamaban, «enfrentarnos a los samnitas con las armas?» En medio de esta hoguera de emoción, ira y sed de venganza, se celebró un alistamiento y todos se reengancharon como voluntarios. Se formaron nueve legiones, aparte de las tropas iniciales, y el ejército marchó hacia Caudio. Los feciales se adelantaron y, al llegar a las puertas de la ciudad, ordenaron que se quitaran las prendas a quienes habían capitulado y que se atasen sus brazos a la espalda. Cuando su ayudante, por respeto al rango de Postumio, ató las cuerdas con laxitud, éste le preguntó: «Por qué no atas la cuerda con fuerza, la que la entrega sea como debe ser?» En cuanto entraron en la sala del consejo y llegaron al tribunal donde estaba sentado Poncio, el fecial se dirigió a él así: «Por cuanto estos hombres, sin tener órdenes para ello del pueblo romano de los quirites, dieron su promesa y juramento de que se firmaría un tratado y por ello han sido declarados culpables de incurrir en falta, por la presente os hago entrega de estos hombres, a fin de que el pueblo romano pueda ser absuelto de la culpa de un acto impío y detestable.» Al decir esto el fecial, Postumio le golpeó tan fuerte como pudo en el muslo con la rodilla, y a voz en grito declaró que él era un ciudadano samnita, que había violado el derecho de gentes al maltratar al fecial que, como embajador, era inviolable, y que tras esto los romanos tenían razones de sobra para proseguir la guerra.

[9.11] Poncio respondió: «Ni yo voy a aceptar esta entrega de los vuestros ni los samnitas la considerarán válida. ¿Por qué tú, Espurio Postumio, si crees en la existencia de los dioses, no rescindes todo el acuerdo o cumples con lo que prometiste? El pueblo samnita tiene derecho a todos aquellos a quienes tuvo en su poder, o a que en su lugar se haga la paz con Roma. Pero ¿por qué apelo a ti? Tú mantienes tu palabra hasta el final, al entregarte como prisionero a tu vencedor. Hago un llamamiento al pueblo romano. Si no está satisfecho con el acuerdo de las Horcas Caudinas, que coloquen nuevamente sus legiones entre los pasos que les aprisionaron. Que no haya intento de fraude por ninguna parte, que se anule toda la operación, que se les devuelvan las armas que entregaron en la capitulación, que vuelvan a su posición de entonces, que tengan cuanto tenían la víspera de su rendición. Cuando esto sea hecho, que formen una recia línea y voten por la guerra, que repudien entonces el acuerdo y la paz convenida. Vamos a continuar la guerra con la misma suerte y sobre el mismo terreno en que estábamos antes que se hiciera mención de la paz; el pueblo romano no tendrá motivo para culpar a sus cónsules por promesas que no tenían derecho a hacer, ni nosotros tendremos motivo para culpar al pueblo romano de ninguna violación de la fe».

«¿Es que nunca os faltarán motivos para dejar de cumplir vuestros acuerdos al ser derrotados? Entregasteis rehenes a Porsena, luego se los robasteis. Rescatasteis vuestra ciudad de los galos con oro, y mientras estaban recibiéndolo fueron masacrados. Hicisteis la paz con nosotros a condición de liberar a vuestras legiones cautivas, y ahora decís que esa paz es nula y sin efecto. Siempre ocultáis vuestra deshonestidad bajo engañosos pretextos de derecho y justicia. ¿No aprueba el pueblo romano que sus legiones se salvaran a costa de una paz humillante? Entonces, que mantenga la paz por sí mismo, sólo tienen que devolver al vencedor sus legiones cautivas. Tal acción estaría de acuerdo con los dictados del honor, con la fidelidad a los tratados y con el rito solemne de los feciales. Pero ¿que vosotros tengáis lo que pedíais en el pacto, la seguridad de miles de vuestros ciudadanos, y que yo no tenga la paz que acordé al liberarlos?, ¿esto es lo que tú y tus feciales, Aulo Cornelio, llamáis actuar según el derecho de gentes? «En cuanto a aquellos hombres cuya entrega simuláis, ni les acepto, ni les considero como entregados ni les impido volver con los suyos; están atados por un compromiso por cuya violación se atraerán la ira de todos los dioses con cuya majestad juegan. Cierto; Espurio Postumio acaban de golpear al heraldo fecial con su rodilla, ¡que venga la guerra! Por supuesto, los dioses creerán que Postumio es un ciudadano samnita, no un romano, y que por un ciudadano samnita ha sido maltratado un heraldo romano, y que por esta razón se justifica hacernos la guerra. Resulta triste pensar que no sentís vergüenza al burlaros así de la religión, a la luz del día, y que hombres ancianos de rango consular tengan que inventar excusas para incumplir su palabra impropias incluso de chiquillos. Ve, lictor, quita las ataduras a los romanos, que a ninguno se les impida salir cuando le plazca». Así libres, volvieron al campamento romano, habiendo cumplido con sus obligaciones personales y, posiblemente, con las del Estado.

[9.12] Los samnitas vieron claramente que en lugar de la paz que se había dictado con tanta arrogancia, había dado comienzo una guerra aún más amarga. No sólo presintieron lo que estaba por venir, casi lo vieron con sus propios ojos; ahora que ya era demasiado tarde, empezaron a ver lo acertadas que eran las dos alternativas que el viejo Poncio había sugerido. Vieron que se habían quedado entre las dos, y que adoptando un curso medio habían cambiado la posesión de una victoria segura por una insegura y dudosa paz. Se dieron cuenta de que habían perdido la oportunidad de ejercitar la generosidad o la ofensa, y que tendrían que luchar con aquellos de los que se podían haber librado para siempre como enemigos o de los que se podían haber asegurado su amistad. Y aunque la batalla no había otorgado ventaja a ningún bando, el ánimo de los hombres había cambiado tanto que Postumio ganó tanta reputación entre los romanos por su entrega como tenía Poncio entre los samnitas por su victoria incruenta. Los romanos consideraban ya la posibilidad de una guerra como una victoria cierta, mientras que los samnitas contemplaban la renovación de las hostilidades por los romanos como el equivalente a su propia derrota. Mientras tanto, Sátrico se rebeló y se pasó a los samnitas. Estos últimos hicieron una marcha repentina sobre Fregellas y la ocuparon por la noche, ayudados, no hay duda, por los satricanos. El miedo mutuo mantuvo tanto a los samnitas como a los fregelanos en calma hasta el amanecer, con la vuelta de la luz comenzó la batalla. Durante algún tiempo, los fregelanos mantuvieron su terreno, pues luchaban por sus altares y sus hogares y la población no combatiente les ayudaba desde los tejados de las casas. Al fin, los asaltantes se hicieron con la ventaja mediante el uso de un ardid. Se proclamó que todo aquel que depusiera sus armas podría salir indemne, y los defensores no impidieron al pregonero que cumpliera su misión. Ahora que tenían esperanzas de seguridad, se enfrentaron a ellos con menos energía y por todas partes se arrojaban las armas. Algunos, sin embargo, mostraron mayor determinación y se abrieron paso, completamente armados, por la puerta opuesta. Su coraje demostró ser mejor protección que la tímida credulidad de los demás, para estos se vieron cercados por los samnitas con un anillo de fuego, y a pesar de sus gritos de clemencia fueron quemados hasta morir. Después de partir entre sí sus provincias, los cónsules salieron en campaña. Papirio entró en Apulia hasta Luceria, donde los caballeros que habían sido entregados como rehenes en Caudio estaban internados; Publilio permaneció en Samnio para enfrentarse a las legiones que habían estado en Caudio. Su presencia hizo que los samnitas no supieran cómo actuar; no podían marchar a Luceria por temor a exponerse a un ataque por la retaguardia, ni se sentían satisfechos de permanecer donde estaban, pues Luceria podría, entre tanto, perderse. Decidieron que lo mejor sería probar fortuna y arriesgarse en una batalla contra Publilio.

[9.13] En consecuencia, dispusieron sus fuerzas para el combate. Antes de enfrentarse a ellos, Publilio pensó que debía dirigir unas palabras a sus hombres, y ordenó que se tocase a Asamblea. Aunque acudieron a toda prisa hasta el pretorio, tales gritos se daban por todas partes exigiendo los hombres ser llevados a la batalla, que no se escuchó nada de lo que decía; la memoria de la reciente desgracia fue suficiente en sí misma para estimular a cada hombre para luchar. Fueron rápidamente al combate, instando a los signíferos para que se moviesen más rápidos, y, para evitar cualquier retraso en el lanzamiento de sus pilos, los arrojaron como si se hubiese dado una señal y se lanzaron sobre el enemigo espada en mano. No había tiempo para que se mostrase la habilidad del comandante haciendo maniobrar a sus hombres o situando sus reservas; todo fue hecho por soldados enfurecidos que cargaban como locos. El enemigo no sólo fue derrotado, ni siquiera se atrevió a huir hacia su campamento y se dispersó en grupos en dirección a Apulia. Finalmente, se recuperó y llegó a Luceria en un solo cuerpo. La misma rabia y furia que había llevado a los romanos por en medio del enemigo, les hizo llegar hasta el campamento samnita, y más matanzas tuvieron lugar allí que en el propio campo de batalla. Destruyeron, en su ira, la mayor parte del botín. El otro ejército, bajo el mando de Papirio, había marchado a lo largo de la costa y llegó a Arpos [antigua Arpi, sita entre Luceria y Siponto.- N. del T.]. El conjunto del país por donde marchaba mantenía una disposición pacífica, actitud debida más a las ofensas infligidas por los samnitas que a cualquier servicio que les hubiesen prestado los romanos. Era costumbre de los samnitas vivir hasta entonces en aldeas abiertas entre las montañas, y tenían el hábito de efectuar incursiones de pillaje en las tierras bajas y por los distritos costeros. Viviendo la vida al aire libre de los montañeses, despreciaban a los agricultores menos resistentes de las llanuras que, como sucede a menudo, habían desarrollado un carácter en armonía con su entorno. Si esta zona del país hubiera estado en buenos términos con los samnitas, el ejército romano no habría podido llegar a Arpos ni habría podido obtener provisiones en su ruta, de modo que habrían carecido de todo tipo de suministros. A pesar de todo, cuando hubieron avanzado hasta Luceria, tanto sitiadores como sitiados sufrían de escasez de provisiones. Los romanos traían todos sus suministros de Arpos, pero en cantidades muy pequeñas porque, como la infantería se empleaba en puestos avanzados, patrullas y trabajos de construcción, la caballería traía el grano desde Arpos en sus alforjas, y a veces se encontraban con el enemigo y se veían obligados a arrojarlas para poder estar desembarazados en el combate. Los sitiados, por otra parte, obtenían sus provisiones y refuerzos del Samnio. Pero la llegada del otro cónsul, Publilio, con su ejército victorioso, motivó el estrechamiento del cerco. Dejó la conducción del asedio a su colega, para poder dedicarse libremente a interceptar por todas partes los convoyes del enemigo. Cuando los samnitas, que estaban acampados ante Luceria, se encontraron con que no había esperanza de que los sitiados soportasen más tiempo sus privaciones, se vieron obligados a concentrar todas sus fuerzas y presentar batalla a Papirio.

[9.14] Mientras ambas partes estaban haciendo los preparativos para la batalla, una delegación de Tarento se presentó en escena con una demanda perentoria por la que tanto samnitas como romanos debían desistir de las hostilidades. Amenazaron con ayudar a la parte contraria a la que no abandonase las armas. Después de escuchar las demandas que avanzó la delegación y dándole aparentemente importancia a cuanto habían dicho, Papirio replicó que se pondría en contacto con su colega. A continuación, envió por él y empleó el intervalo en acelerar los preparativos para la batalla. Después de hablar sobre el asunto, sobre el cual no podía haber dos opiniones, hizo mostrar la señal para la batalla. Mientras que los cónsules estaban ocupados con diversas tareas, religiosas y de otro tipo, que son habituales antes del combate, los tarentinos esperaban una respuesta, y Papirio les informó de que el pollero había señalado que los auspicios eran favorables y el sacrificio más que satisfactorio. «Ya veis», añadió, «que vamos a entrar en acción con la aprobación de los dioses.» Ordenó luego que se dispusieran los estandartes, y conforme avanzaba hacia sus hombres, en el campo de batalla, expresó su desprecio hacia pueblo tan vanidoso, que aunque incapaz de administrar sus propios asuntos a causa de sus querellas internas y sus discordias, se creía autorizado para decir a los demás hasta dónde podían llegar en la paz o en la guerra. Los samnitas, en cambio, habían renunciado a toda idea de lucha, fuese porque realmente ansiaran la paz o porque les interesaba aparentarlo para asegurarse la buena voluntad de los tarentinos. Cuando de repente vieron a los romanos dispuestos para la batalla, gritaron que debían actuar de acuerdo con las instrucciones de los tarentinos; que ni bajarían al campo de batalla ni llevarían sus armas fuera de su empalizada, que preferían que se aprovecharan de ellos y darles todas las oportunidades posibles que permitir que se pensase que se burlaban de los pacíficos consejos de Tarento. Los cónsules declararon que daban la bienvenida al presagio y rezaron para que el enemigo quedase en tal situación y que ni siquiera defendiesen su empalizada. Avanzando en dos agrupaciones hasta las trincheras, los atacaron simultáneamente por todas partes. Algunos comenzaron a rellenar el foso, otros derribaron la empalizada y tiraban la madera al foso. No fue solo su valor natural, sino la indignación y la ira lo que les movió, conscientes como eran de su reciente desgracia. A medida que irrumpían en el campamento, se recordaban unos a otros que no había allí Horcas Caudinas, no existía ninguno de aquellos desfiladeros insuperables donde el engaño había ganado una insolente victoria sobre la imprudencia, solo estaba el valor romano que ninguna empalizada o foso podría detener. Mataron por igual a los que lucharon y a los que huyeron, armados y desarmados, esclavos y hombres libres, jóvenes y viejos, hombres y bestias. Ni un solo ser vivo habría sobrevivido de no haber dado los cónsules la orden de retirada, sacando, mediante órdenes y amenazas, del campamento enemigo a los soldados sedientos de sangre. Como los hombres se enojaron mucho por esta interrupción de tan deliciosa venganza, fue necesario explicarles allí mismo por qué se les impedía llegar a más. Los cónsules les aseguraron que ni habían cedido ni cederían ante ningún hombre en mostrar su odio hacia el enemigo, y que como jefes suyos en el combate ellos habían sido los que más habían fomentado su ira insaciable y su venganza. Pero tenían que recordar a los seiscientos caballeros que permanecían detenidos como rehenes en Luceria, y procurar que el enemigo, desesperado de obtener cuartel para sí mismo, no se dejara llevar por la rabia ciega con sus cautivos y les masacrase antes de perecer ellos mismos. Los soldados lo aprobaron y se alegraron de que hubiesen detenido aquella furia indiscriminada; admitieron que debían someterse a lo que fuera antes que poner en peligro la seguridad de tantos jóvenes pertenecientes a las más nobles familias de Roma.

[9.15] Se desconvocó la asamblea y se celebró un consejo de guerra para decidir si debían persistir en el asedio de Luceria con todas sus fuerzas o si Publilio con su ejército debía visitar a los apulios y conocer sus intenciones, sobre las que había bastante dudas. Se decidió esto último, y el cónsul consiguió reducir un número considerable de sus ciudades en una sola campaña mientras a las demás se las admitió como aliadas. Papirio, que se había quedado atrás para proseguir el sitio de Luceria, pronto vio cumplidas sus expectativas pues, como todos los caminos por los que podían llegar los suministros quedaron bloqueados, la guarnición samnita de Luceria quedó tan reducida por el hambre que enviaron un ofrecimiento al cónsul romano para devolver los rehenes, por cuya recuperación se había hecho la guerra, si levantaba el asedio. Él respondió que debía consultar con Poncio, por cuya instigación se había hecho pasar a los romanos bajo el yugo, sobre cuáles eran los términos que pensaba que se debían imponer a los vencidos. Como ellos, sin embargo, preferían que fuera el enemigo y no ellos mismos quienes establecieran unos términos justos, él le dijo a los negociadores que llevasen de vuelta a Luceria la contestación de que todas las armas, bagajes y bestias de carga, junto a la población no combatiente debían ser abandonados; a los soldados les haría pasar bajo el yugo y les dejaría una sola prenda de vestir a cada uno. Al hacer esto, dijo, no se les sometía a ninguna nueva desgracia, sino que, simplemente, tomaba sobre ellos las represalias que una vez habían infligido. Se vieron obligados a aceptar estos términos y siete mil hombres fueron enviados bajo el yugo. Se encontró en Luceria una enorme cantidad de botín, todas las armas y los estandartes que habían sido capturadas en Caudio y, lo que produjo más alegría de todo, recuperaron a los caballeros, los rehenes que los samnitas habían llevado allí para mayor seguridad. Casi ninguna otra victoria que Roma hubiese ganado antes resultó más notable por el cambio repentino que produjo en las circunstancias de la república, especialmente si, como me he encontrado en algunos anales, Poncio, el hijo de Herenio y generalísimo samnita, fue enviado bajo el yugo con el resto para expiar la desgracia que había infligido a los cónsules. No estoy, sin embargo, tan sorprendido porque exista incertidumbre respecto a este punto; lo que me sorprende es que se dude si fue Lucio Cornelio, actuando como dictador y con Lucio Papirio Cursor como jefe de la caballería, quien logró la victoria en Caudio y después en Luceria, y desconozco si él, como único hombre que vengase el honor romano, obtuvo el triunfo, el más merecido desde tiempos de Furio Camilo, o se otorgó este honor a los cónsules, y especialmente a Papirio. Hay otro error más aquí, debido a las dudas sobre si en las siguientes elecciones consulares Papirio Cursor fue reelegido por tercera vez como consecuencia de su éxito en Luceria, junto con Publio Aulio Corretano por segunda vez, o si se trataba en realidad de Lucio Papirio Mugilano y el error se produjo en el sobrenombre -319 a.C.-.

[9.16] Los diversos autores están de acuerdo en que el resto de la guerra fue llevada a cabo por los cónsules. Aulio terminó la campaña contra los Ferentinos en una sola batalla. Su ejército derrotado huyó a su ciudad y, tras entregar rehenes, el cónsul recibió su rendición. El otro cónsul resultó igualmente afortunado en su campaña contra los Satricanos. Aunque admitidos a la ciudadanía romana, se habían rebelado junto a los samnitas después del desastre Caudino y les permitieron situar una guarnición en su ciudad. Pero cuando el ejército romano estaba cerca de sus murallas, enviaron una solicitud urgente, redactada en términos muy humildes, pidiendo la paz. El cónsul dijo que, a menos que entregaran a la guarnición samnita o los matasen, no volverían nuevamente ante él. La severidad de esta réplica produjo más terror entre ellos que la misma presencia del ejército romano. Una y otra vez le preguntaban por qué medios pensaba que una población tan débil y pequeña podría tratar de enfrentarse a una guarnición fuerte y bien armada. Les dijo que pidiesen consejo a aquellos responsables de admitir primeramente a la guarnición. Después de haber obtenido, con alguna dificultad, su permiso para consultar a su Senado, volvieron a la ciudad. Había dos facciones en el Senado: los líderes de la una fueron los autores de la revuelta contra Roma; la otra estaba compuesta por ciudadanos leales. Ambas, sin embargo, estaban igualmente deseosas de que se hicieran todos los esfuerzos para inducir al cónsul a concederles la paz. Como la guarnición samnita no se encontraba tampoco preparada para sostener un asedio, trató de evacuar la ciudad a la noche siguiente. La facción que les había introducido, pensó que sería suficiente con hacer saber al cónsul a qué hora y por cuál puerta marcharía; la otra, que siempre se había opuesto a su entrada, abrieron de hecho la puerta al cónsul esa misma noche y dejaron que entrasen sus tropas en la ciudad. Los samnitas fueron atacados inesperadamente, por una fuerza oculta en el bosque a través del cual marchaban, mientras los gritos de los romanos resonaban por todas partes de la ciudad; con este doble acto de traición, los samnitas fueron muertos y Sátrico capturado en el plazo de una corta hora y el cónsul se hizo dueño absoluto de la situación. Ordenó una investigación rigurosa para establecer los responsables de la revuelta, quienes fueron encontrados culpables resultaron azotados y decapitados. Los satricanos fueron privados de sus armas y se apostó una fuerte guarnición en la ciudad.

Los autores que nos cuentan que Luceria fue recuperada por Papirio y que los samnitas fueron pasados bajo el yugo, siguen informándonos de que tras la captura de Sátrico aquel regresó a Roma para celebrar su triunfo. Y en efecto, él fue, sin duda, un hombre digno de toda alabanza por sus cualidades como soldado, distinguido no sólo por su fuerza intelectual, sino también por su destreza física. Sobresalía especialmente no su rapidez de pies, lo que le valió su sobrenombre; se cuenta de él que derrotaba a los de su misma edad en las carreras. Fuera debido a su gran fuerza o a la cantidad de ejercicio, tenía un apetito enorme. Bajo ningún comandante encontró penoso el servicio, ni a caballo ni a pie, pues nunca supo lo que era estar cansado. En cierta ocasión, la caballería se atrevió a pedirle que les excusase un tanto de su fatigoso servicio en consideración a haber combatido en una lucha victoriosa. Él respondió: «Para que no digáis que nunca excuso nada, yo os eximo de pasar la mano por el lomo de vuestros caballos cuando desmontéis». Ejercía además su autoridad con gran fuerza, tanto entre los aliados de Roma como entre sus propios compatriotas. El comandante del destacamento de Palestrina había mostrado falta de valor para llevar a sus hombres desde la retaguardia hasta la primera línea de combate. Papirio, caminando hasta delante de su tienda, ordenó que se le llamara y, cuando apareció, le dijo al lictor que dispusiese la segur. El palestrinense, al oír esto, quedó paralizado por el miedo. «Ve, lictor,» dijo Papirio, «cortar esta raíz que está en el camino de las personas que pasean». Después darle casi matarle del susto con esta amenaza, lo despachó con una multa. Ninguna época ha sido más prolífica en grandes y nobles caracteres que aquella en la que él vivió, e incluso entonces no hubo nadie cuyo simple brazo hiciera más para sostener la república. Si Alejandro Magno, después de someter a Asia, hubiese dirigido su atención a Europa, muchos sostienen que se habría encontrado con su igual en Papirio.

[9.17] Nada estaba más lejos de mi propósito, desde que dí comienzo a este trabajo, que divagar más de lo necesario del orden de mi narración, ni embellecer mi labor con variedad de asuntos que supusieran momentos de descanso para mis lectores y relajación mental para mí. La mención, sin embargo, de tan gran rey y general me induce a presentar ante mis lectores algunas reflexiones que me he hecho a menudo al plantearme a mí mismo la cuestión: «¿Cuáles habrían sido las consecuencias para Roma si se hubiera enfrentado en una guerra con Alejandro?». Parece que lo más importante en la guerra es el número y valor de las tropas, la habilidad de los generales y la Fortuna, que tanta importancia tiene sobre los asuntos humanos y especialmente en los de la guerra. Cualquiera que considere estos factores, por separado o en conjunto, verá fácilmente que, igual que el Imperio Romano resultó invencible contra otros reyes y naciones, habría resultado también invencible contra Alejandro. Comparemos, en primer lugar, a los generales de cada parte. No discuto que Alejandro fue un general excepcional, pero su reputación se ve reforzada por el hecho de que él murió siendo aún muy joven y antes de tener tiempo de experimentar cualquier cambio de fortuna. Por no hablar de otros reyes y capitanes ilustres, que resultan ejemplos notables de la mutabilidad de las cosas humanas, sólo pondré como ejemplo a Ciro, a quien los griegos celebran como a uno de los hombres más grandes. ¿Qué fue lo que lo expuso a reveses y desgracias, sino la duración de su vida, como recientemente fue el caso de Pompeyo el Grande? Permítanme enumerar los generales romanos, no a los de todas las épocas, sino sólo a los que, como cónsules y dictadores, Alejandro se habría debido enfrentar: Marco Valerio Corvo, Cayo Marcio Rutilo, Cayo Sulpicio, Tito Manlio Torcuato, Quinto Publilio Filón, Lucio Papirio Cursor, Quinto Fabio Máximo, los dos Decios, Lucio Volumnio y Manlio Curio. A estos siguen aquellos hombres de molde excepcional que se le habrían enfrentado si él hubiera vuelto sus armas contra Cartago y luego, más adelante en su vida, hubiera cruzado a Italia. Cada uno de estos hombres fue igual a Alejandro en valor y capacidad, y el arte de la guerra, que desde la fundación de la Ciudad había sido una tradición ininterrumpida, se había convertido ahora en una ciencia basada en reglas definidas y permanentes. Fue así como los reyes condujeron sus guerras, y después de ellos los Junios y Valerios, quienes expulsaron a los reyes, y más tarde en sucesión los Fabios, Quincios y los Cornelios. Fueron estas reglas las que siguió Camilo, y los hombres que hubieran tenido que luchar contra Alejandro habían visto a Camilo, siendo un anciano, cuando ellos eran poco más que muchachos.

Alejandro, sin duda, hizo todo lo que un soldado debe hacer en la batalla, y no es su título menos famoso. Pero si Manlio Torcuato se le hubiera enfrentado en el campo de batalla, ¿habría sido en esto inferior a él, o Valerio Corvo, ambos distinguidos como soldados antes de asumir el mando? ¿O los Decios, que, tras ofrendarse a ellos mismos, se abalanzaron sobre el enemigo, o Papirio Cursor, con su enorme valor y fuerza física? ¿Habría logrado el inteligente generalato de un joven desconcertar a todo el Senado, por no mencionar a las personas que en él estaban, de las que solo el que verdaderamente se hizo una idea veraz llegó a decir que estaba formado por reyes? ¿Había algún peligro de que mostrase más competencia que cualquiera de los que he mencionado al elegir el lugar para su campamento, o al organizar su intendencia o prevenir las sorpresas, o al elegir el momento adecuado para presentar batalla, o disponer la línea de combate de sus hombres y situar sus reservar de la manera más ventajosa? Él habría dicho que no se enfrentaba con un Darío, arrastrando tras él un reguero de hombres y eunucos, envuelto en púrpura y oro y cargado con toda la parafernalia del Estado. Encontró en él una presa fácil, en vez de un enemigo formidable, y lo derrotó sin pérdidas, sin que tuviese que hacer algo más atrevido que mostrar un justo desprecio por aquella falsa muestra de poderío. El aspecto de Italia le habría parecido muy diferente de la India, que atravesó con un ejército de borrachos de comilona en comilona; habría contemplado en los estrechos pasos de Apulia y en las montañas de Lucania las pistas del reciente desastre que cayó sobre su linaje, donde su tío Alejandro, rey de Épiro, halló la muerte.

[9.18] Estoy refiriéndome a Alejandro tal y como era antes de nadar en el éxito, pues no hubo hombre menos capaz de sobrellevar la prosperidad que él. Si lo contemplamos una vez transformado por su fortuna y presentando, por así decir, el nuevo carácter que adoptó tras sus victorias, resulta evidente que habría llegado a Italia siendo más parecido a Darío que a Alejandro, y hubiera traído consigo un ejército que se habría olvidado de su nativa Macedonia y se estaría convirtiendo rápidamente en persa de carácter. Es algo desagradable, en el caso de tan gran hombre, tener que dar cuenta de su amor tan ostentoso por la indumentaria; las postraciones que exigía a cuantos se aproximaban a su presencia, y lo humillados que se debían sentir los macedonios, no ya de haber sido vencidos, sino cuánto más siendo los vencedores; los castigos terriblemente crueles que infligió; el asesinato de sus amigos en la mesa de banquetes; la vanidad que le hizo inventar para sí mismo un linaje divino. ¿Qué habría pasado de haberse hecho más fuerte su amor al vino y si su apasionada y ardiente naturaleza se hubiera vuelto más violenta con la edad? Sólo estoy señalando hechos sobre los que no hay discusión alguna. ¿Creeremos que estos inconvenientes no habrían afectado a sus méritos como comandante? ¿O había algún peligro, como suelen decir los griegos más frívolos que andan exaltando a los partos por encima de los romanos, de que el pueblo romano se hubiera inclinado ante la grandeza del nombre de Alejandro (del que me parece que ni siquiera habían oído hablar), y que ninguno de los jefes romanos hubiera osado expresar sus auténticos sentimientos hacia él cuando, habiendo sido destruida Atenas y teniendo a la vista las ruinas humeantes de Tebas, hubo hombres que se atrevieron a hablar contra él, como demuestran de manera evidente los discursos conservados?

A pesar de lo elevadas que sean nuestras ideas sobre la grandeza de este hombre, no deja de ser la grandeza de un hombre solo, ganada en una carrera de poco más de diez años. Los que lo ensalzan sobre la base de que aunque Roma nunca ha perdido una guerra sí ha perdido muchas batallas, mientras que Alejandro nunca perdió ninguna, no tienen en cuenta que están comparando las acciones de un individuo, y joven, frente a los logros de un pueblo que lleva ochocientos años guerreando. ¿Cómo, al contar más generaciones por una parte que años por la otra, nos podemos sorprender de que en tan largo espacio de tiempo haya habido más cambios de suerte que en un período de trece años? ¿Por qué no se compara la fortuna de un hombre con otro, de un comandante con otro? ¡Cuántos generales romanos podría yo nombrar que nunca han sido desafortunados en una sola batalla! Podéis pasar página tras página de las listas de magistrados, tanto cónsules como dictadores, y no encontraréis uno de cuya suerte y valor tenga el pueblo romano motivos para estar insatisfecho. Y estos hombres son más dignos de admiración que Alejandro o cualquier otro rey. Algunos ostentaron la dictadura durante sólo diez o veinte días; ninguno desempeñó un consulado durante más de un año; los alistamientos de tropas fueron a veces obstaculizados por los tribunos de la plebe; salieron, por tanto, tarde en campaña, y a menudo se les llamó de vuelta para celebrar las elecciones; con frecuencia, habiendo comenzado alguna operación importante, expiró su año de mandato; sus colegas frustraron o arruinaron sus planes, algunos por imprudencia y otros por celos; a menudo tuvieron que vencer sobre los errores o fracasos ajenos y hacerse cargo de un ejército de nuevos reclutas o en mal estado de disciplina. ¡Por Hércules!, los reyes están libres de todos estos obstáculos; son señores del tiempo y las circunstancias y hacer salir todas las cosas de acuerdo con sus propios designios. Así pues, el invencible Alejandro habría cruzado armas con capitanes invencibles, y habría hecho a la Fortuna las mismas ofrendas que ellos. No, él habría corrido mayores riesgos que ellos, pues los macedonios solo tenían un Alejandro, que no era únicamente el responsable ante cualquier accidente, sino que se exponía a ellos deliberadamente, mientras que había muchos romanos iguales a Alejandro en gloria y la grandeza de sus hazañas, y aún cada uno de ellos podía enfrentar su destino con su vida o su muerte sin poner en peligro la existencia del Estado.

[9.19] Nos queda comparar un ejército con el otro, tanto en lo que respecta al número como a la calidad de las tropas o a la fuerza de los soldados aliados. El censo correspondiente a ese período da doscientas cincuenta mil personas. Durante todas las revueltas de la Liga Latina se alistaron diez legiones, compuestas casi en su totalidad por tropas de la Ciudad. A menudo, durante aquellos años, cuatro o cinco ejércitos estuvieron en campaña simultáneamente en Etruria, en Umbría (donde también tuvieron que enfrentarse a los galos), en el Samnio y en Lucania [un ejército consular estaba compuesto por dos legiones y la misma cantidad de tropas auxiliares aliadas; nada impedía que un cónsul mandase dos ejércitos y su colega otros dos, o que el dictador dispusiera de las fuerzas y su mando a su arbitrio.- N. del T.]. Así, por lo que respecta a la actitud de las distintas tribus italianas (el conjunto del Lacio con los sabinos, volscos y ecuos, la totalidad de la Campania, partes de Umbría y de Etruria, los picentinos, los marsios, los vestinios y apulios, a los que debemos añadir toda la costa del Tirreno, con su población griega que se extiende desde Turios hasta Nápoles y Cumas, y desde allí hasta Anzio y Ostia), todas aquellas naciones habría encontrado Alejandro aliadas fuertemente a Roma o reducidas a la impotencia por las armas romanas. Él habría cruzado el mar con sus veteranos macedonios, que ascenderían a no más de treinta mil infantes y cuatro mil de caballería, la mayor parte tracia. Esta sería la composición de su fuerza real. Si hubiera traído, además, a persas, indios y otros orientales, le habrían sido más un estorbo que una ayuda. Debemos recordar también que los romanos tenían una reserva para alistar en casa, sin embargo, Alejandro, guerreando en territorio extranjero, se habría encontrado a su ejército disminuido por las pérdidas en combate, como después sucediera a Aníbal. Sus hombres estaban armados con clípeos y sarisas [lanzas largas con una longitud media de unos 6 metros.- N. del T.], los romanos portaban el scutum, que protegía mejor el cuerpo, y el pilo, un arma mucho más efectiva que la lanza, tanto para arrojar como para acometer. En ambos ejércitos los soldados combatían en línea, fila tras fila, pero la falange macedonia carecía de movilidad y formaba una unidad compacta; el ejército romano era más elástico, compuesto de numerosas divisiones que podían actuar fácilmente por separado o en combinación, según las necesidades. Y después, por lo que se refiere a la capacidad de soportar la fatiga del servicio, ¿qué soldado es más capaz de soportar el trabajo duro que el romano?

Si Alejandro hubiera sido derrotado en una batalla, la guerra se habría terminado; ¿qué ejército podía haber quebrado la resistencia de Roma cuando ni las Horcas Caudinas ni Cannas pudieron? Incluso si las cosas le hubieran ido bien al principio, a menudo habría estado tentado de desear que los persas, los indios y los afeminados asiáticos fuesen sus enemigos, y habría terminado confesando que sus guerras anteriores fueron contra mujeres, como se dice que dijo Alejandro de Épiro cuando, tras recibir su herida mortal, comparó su fortuna actual con la de su primera juventud en sus campañas asiáticas. Cuando recuerdo que en la Primera Guerra Púnica combatimos por mar veinticuatro años, pienso que Alejandro difícilmente habría vivido lo bastante para abarcar una guerra. Es muy posible, también, que como Roma y Cartago estaban en aquel momento aliadas entre sí por un antiguo tratado vigente, el mismo temor hubiera llevado a aquellos dos poderosos estados a tomar las armas contra el enemigo común y Alejandro hubiese sido aplastado por sus fuerzas combinadas. Roma ha tenido la experiencia de una Guerra Macedonia, no precisamente cuando estaba al mando Alejandro ni cuando los recursos de Macedonia seguían intactos, pero los conflictos contra Antíoco, Filipo y Perseo se libraron no sólo sin pérdidas, incluso sin riesgos. Confío en que no ofenderé al decir que, dejando aparte las guerras civiles, nunca hemos encontrado una caballería o infantería enemiga que nos supere, ni cuando hemos combatido en campo abierto, ni en terreno igualmente favorable a ambos bandos y aún menos cuando el terreno nos daba ventaja. El soldado de infantería, con su pesada armadura y sus armas, puede con razón temer las flechas de la caballería parta, los pasajes estrechos, los asedios enemigos o un país del que no se puedan obtener suministros; pero ha rechazado miles de ejércitos más formidables que aquellos de Alejandro y sus macedonios, y los rechazará en el futuro siempre que la paz doméstica y la concordia de la que ahora disfrutamos sigan sin interrupción durante los años venideros.

[9.20] Marco Folio Flaccina y Lucio Plaucio Venox fueron los siguientes cónsules -318 a.C.-. En este año varios pueblos samnitas presentaron propuestas para hacer un nuevo tratado. Estas delegaciones, cuando se les concedió audiencia, se postraron en el suelo, y su actitud humilde influyó en el Senado a su favor. Sus súplicas, sin embargo, no fueron en absoluto tan eficaces con el pueblo, al que fueron remitidos por el Senado. Se rechazó su petición de un tratado, pero tras haber pasado varios días apelando a los ciudadanos individualmente, lograron obtener una tregua por dos años. En Apulia, también, los pueblos de Teano y Canosa, cansados de los estragos constantes que habían sufrido, entregaron rehenes y se rindieron al cónsul Lucio Plaucio. Fue también durante este año cuando se nombraron por primera vez prefectos para Capua y el pretor Lucio Furio les dio un cuerpo de leyes. Estas dos mercedes se concedieron en respuesta a una petición de los propios campanos como remedio para el deplorable estado de cosas provocado por la discordia civil. Se formaron dos nuevas tribus, la Ufentina y la Falerna. Como el poder de Apulia iba declinando, el pueblo de Teate [pudiera tratarse del mismo Teano de este mismo párrafo, en una duplicación del episodio debida a la multiplicidad de fuentes que manejaba Livio.- N. del T.] se llegaron a los nuevos cónsules, Cayo Junio Bubulco y Quinto Emilio Bárbula, para negociar un tratado -317 a.C.-. Se comprometieron formalmente a avalar la paz de la Apulia con Roma, y la confianza en las garantías que dieron desembocó en un tratado que, sin embargo, no fue como entre dos estados independientes, ellos hubieron de reconocer la soberanía de Roma. Tras subyugar la Apulia, pues Forento, lugar también de considerable fortaleza, había sido capturado por Junio, se avanzó hacia Lucania y el cónsul, Emilio, sorprendió y capturó la ciudad de Nérulo. El orden introducido en Capua mediante la adopción de las instituciones romanas había adquirido notoriedad general entre los Estados en alianza con Roma, y ​​los anziates solicitaron el mismo privilegio, pues carecían de código fijo de leyes y de magistrados ordinarios propios. El Senado comisionó a los patronos de la colonia para establecer un sistema de derecho. No sólo las armas de Roma, sino también sus leyes, se estaban extendiendo por todas partes.

[9.21] Al finalizar su año de mandato, los cónsules no entregaron las legiones a sus sucesores, Espurio Naucio y Marco Popilio, sino al dictador Lucio Emilio -316 a.C.-. En unión de Marco Fulvio, el jefe de la caballería, comenzó un ataque a Satícula, y los samnitas enseguida aprovecharon la oportunidad para renovar las hostilidades. Los romanos se vieron amenazados por un doble peligro; los samnitas, después de reunir un gran ejército, se habían atrincherado no lejos del campamento romano con el fin de aliviar a sus aliados bloqueados, mientras que los saticulanos abrieron repentinamente sus puertas y lanzaron un tumultuoso ataque a los puestos romanos avanzados. Los dos grupos de combatientes, apoyándose más en el auxilio de los otros que en su propio fuerza, lanzaron un ataque conjunto sobre el campamento romano. Aunque resultaron atacados ambos lados del campamento, el dictador mantuvo a sus hombres tranquilos, al haber seleccionado una posición que no era fácil de sobrepasar y también porque sus hombres presentaban dos frentes. Dirigió sus esfuerzos, principalmente, contra los que habían efectuado la salida y los rechazó, sin muchas complicaciones, hasta detrás de sus murallas. Luego se volvió con todas sus fuerzas contra los samnitas. Aquí la lucha fue más sostenida y la victoria tardó más en llegar, pero cuando lo hizo fue decisiva. Los samnitas fueron expulsados ​​en desorden hacia su campamento y, después de apagar todos los fuegos del campamento, se marcharon silenciosamente por la noche tras abandonar cualquier esperanza de salvar Satícula. A modo de represalia, asediaron Plística, una ciudad aliada de Roma.

[9.22] Habiendo expirado el año, la guerra fue dirigida a partir de entonces por el dictador, Quinto Fabio, mientras que los nuevos cónsules, como sus predecesores, permanecían en Roma -315 a.C.-. Fabio marchó con refuerzos para Satícula hacerse cargo del ejército de Emilio. Los samnitas no se quedaron ante Plística; habían llamado a tropas de refresco desde casa, y confiados en su número asentaron su campamento en el mismo terreno que el año anterior y trataron de distraer a los romanos de sus operaciones de asedio provocándoles con ataques. Esto determinó aún más al dictador a proseguir el asedio, pues consideró que la reducción de la plaza afectaría enormemente al carácter de la guerra; trató a los samnitas casi con indiferencia y simplemente reforzaba los piquetes del lado del campamento que enfrentaba cada ataque que pudieran hacer. Esto envalentonó a los samnitas; cabalgaban día tras día hasta la empalizada y no dejaban descansar a los romanos. Por fin, casi consiguieron llegar a las puertas del campamento cuando Quinto Aulio, el jefe de la caballería, sin consultar al dictador, cargó furiosamente contra ellos desde el campamento con toda su caballería y los obligó a retirarse. Aunque esto fue únicamente un incidente aislado, la Fortuno tomó cartas en él de tal manera que infligió una señalada pérdida a ambos bandos provocando la muerte de ambos jefes. En primer lugar, el general samnita, indignado por haber sido rechazado y puesto en fuga del terreno que había corrido con tanta confianza, incitó a su caballería con ruegos y ánimos a renovar el combate. Mientras se hacía de notar entre ellos urgiéndoles a la lucha, el jefe de la caballería apuntó su lanza y espoleó su caballo contra él con tanta fuerza que con un solo golpe le arrojó, muerto, de su silla. Sus hombres no quedaron, como a menudo sucede, desanimados por la caída de su jefe. Todos los que estaban a su alrededor lanzaron sus proyectiles contra Aulio, que había cabalgado imprudentemente entre ellos, pero dejaron que el hermano del general muerto tuviera la gloria especial de vengar su muerte. En un frenesí de dolor y rabia tiró al jefe de la caballería de su montura y lo mató. Los samnitas, entre los que había caído, se habrían hecho con el cadáver si los romanos, repentinamente, no hubiesen saltado de sus caballos, ante lo que los samnitas se vieron obligados a hacer lo mismo. Se dio una lucha feroz de infantería alrededor de los cuerpos de los dos generales, en la que los romanos fueron decididamente superiores; se rescató el cuerpo de Aulio y fue llevado al campamento, entre las manifestaciones mezcladas de alegría y dolor de los vencedores. Después de perder a su líder y viendo el resultado desfavorable de la prueba de fuerza en la acción de la caballería, los samnitas consideraron inútil hacer nuevos esfuerzos en favor de Satícula y reanudaron el asedio de Plística. Unos días más tarde Satícula se rindió a los romanos y Plística fue tomada al asalto por los samnitas.

[9.23] Cambió ahora el teatro de la guerra; las legiones se marcharon de Samnio y Apulia hacia Sora. Este lugar se había rebelado, pasándose a los samnitas, después de dar muerte a los colonos romanos. El ejército romano marchó allí a toda velocidad para vengar la muerte de sus compatriotas y para restablecer la colonia. No bien llegaron al lugar, las partidas de reconocimiento que habían estado explorando las distintas rutas volvieron con informes de que los samnitas les seguían y estaban a no mucha distancia. El cónsul marchó al encuentro del enemigo y se libró una acción no decisiva en Láutulas [Lautulae en el original latino; seguramente, estaba entre Ánxur y Fundo.- N. del T.]. La batalla terminó, no con la derrota o fuga de una parte, sino con la noche que sorprendió a los combatientes mientras aún estaba por decidir si resultaban vencedores o vencidos. Veo en algunos autores que esta batalla fue desfavorable a los romanos y que Quinto Aulio, el jefe de la caballería, cayó allí. Cayo Fabio fue nombrado jefe de la caballería en su lugar y llegó con un ejército de refresco desde Roma. Envió mensajeros ante sí para consultar al dictador sobre dónde debía asentar su posición y sobre el momento y manera de atacar al enemigo. Después de ponerse al tanto de los planes del dictador, detuvo su ejército en un lugar donde quedó bien oculto. El dictador mantuvo a sus hombres durante varios días confinados en su campamento, como si estuviera soportando un asedio en lugar de llevándolo a cabo. Por fin, de repente, mostró la señal para la batalla. Pensando que los hombres valientes eran más propensos a ver estimulado su valor cuando todas sus esperanzas residían en sí mismos, ocultó a sus soldados la llegada del jefe de la caballería y su ejército de refresco y, como si todas sus perspectivas de seguridad dependieran de abrirse paso, dijo a sus hombres: «Estamos atrapados y encerrados en esta posición, y no tenemos más camino de salida que el que podamos abrir con nuestras espadas victoriosas. Nuestro campamento está suficientemente protegido por sus trincheras, pero es insostenible debido a la falta de provisiones; todos los lugares de los que se pueden obtener suministros se han rebelado, y aunque la gente nos quisiera ayudar, el país resulta intransitable para los convoyes. No engañaré vuestro valor dejando aquí un campamento al que os podáis retirar, como hicisteis la última vez, sin obtener la victoria. Las fortificaciones deben ser protegidas por las armas, no las armas por las fortificaciones. Que tengan campamento al que retirarse quienes piensen que les merece la pena prolongar la guerra; nosotros no pensaremos más que en la victoria. Avanzad los estandartes contra el enemigo y, cuando la columna esté en campo abierto, aquellos a quienes se le ha ordenado que le prendan fuego al campamento. Lo que perdáis, soldados, os será devuelto con el saqueo de todas las ciudades rendidas que se habían rebelado». Las palabras del dictador, señalando la imperiosa necesidad a que se veían reducidos, produjeron gran excitación y, desesperados a la vista del humeante campamento (aunque el dictador sólo había ordenado que se prendiese fuego a unos pocos lugares cerca de ellos), cargaron como locos y al primer choque pusieron en confusión al enemigo. En ese mismo instante, el jefe de la caballería, viendo en la distancia el campamento humeante (la señal convenida) atacó al enemigo por la retaguardia. Así acorralados, los samnitas huyeron en todas direcciones, cada uno lo mejor que pudo. Un gran número, que en su miedo se había agrupado y estaban tan cerca unos de otros que no podían utilizar sus armas, fueron asesinados entre los dos ejércitos. El campamento del enemigo fue capturado y saqueado, y los soldados, cargados con el botín, se marcharon de vuelta a su propio campamento. Su victoria no les produjo tanto placer como el descubrimiento de que, con la excepción de una pequeña parte echada a perder por el fuego, su campamento estaba inesperadamente seguro.

[9.24] Regresaron luego a Sora y los nuevos cónsules, Marco Petelio y Cayo Sulpicio, se hicieron cargo del ejército del dictador Fabio, después que gran parte de los veteranos fuesen enviados a casa y que llegaran nuevas cohortes de refuerzo -314 a.C.-. Sin embargo, debido a las dificultades presentadas por la posición de la ciudad, aún no se había decidido un plan de ataque; haría falta mucho tiempo para reducirla por hambre y tratar de asaltarla implicaría un riesgo considerable. En medio de estas dudas, un desertor sorano abandonó secretamente la ciudad y se dirigió hacia los centinelas romanos, a quienes pidió que le llevasen enseguida con los cónsules. Al ser conducido ante ellos, se comprometió a poner la ciudad en sus manos. Cuando se le preguntó sobre los medios por los cuales llevaría a cabo su empresa, él les presentó su propuesta y les pareció bastante factible. Les recomendó abandonar su campamento, que estaba casi contiguo a las murallas, hasta una distancia de seis millas de la ciudad [8.880 metros.- N. del T.] esto provocaría una menor vigilancia por parte de los que estaban de vigías durante el día y de centinela durante la noche. La noche siguiente, después que algunas cohortes hubiesen recibido la orden de ocultarse en algunos lugares arbolados próximos a la ciudad, él condujo un grupo selecto de diez hombres por un camino escarpado y casi inaccesible hasta ha ciudadela. Ahí se había reunido gran cantidad de proyectiles, muchos más de los necesarios para los hombres que habrían sido llevados allí, y había además grandes piedras, algunas caídas como es habitual en los lugares escarpados y otras apiladas en montones por los ciudadanos para la defensa del lugar. Cuando hubo situado aquí a los romanos y les hubo señalado el camino empinado y estrecho que subía desde el pueblo, les dijo: «Por esta cuesta, hasta tres hombres armados pueden contener a una gran multitud. Vosotros sois diez, y lo que es más, sois romanos y los más valientes de entre ellos. Tenéis la ventaja de la posición y la noche os ayudará, pues la oscuridad hace que todo parezca más terrible. Ahora voy a sembrar el pánico por todas partes; vosotros debéis guardar la ciudadela». Luego salió corrió hacia abajo y creó un tumulto tan grande como puedo gritando: «¡A las armas, ciudadanos! ¡Ayuda, ayuda!, ¡La ciudadela ha sido capturada por el enemigo, apresuraos a defenderla!». Mantuvo la alarma llamando a las puertas de los hombres principales, gritaba a los oídos de todo el que se encontraba, de todo el que salía a la calle empujado por el terror. El pánico, que un hombre había empezado, fue extendido por la multitud a toda la ciudad. Los magistrados enviaron hombres a toda prisa hasta la ciudadela para averiguar lo que había sucedido, y cuando se enteraron de que estaba en manos de una fuerza armada, cuyo número fue exagerado, renunciaron a toda esperanza de recuperarla. Todos los barrios de la ciudad se llenaron de fugitivos; las puertas fueron abiertas de golpe por personas que estaban sólo medio despiertas y la mayoría desarmadas; por esa puerta entraron las cohortes romanas, corriendo y matando a la asustada muchedumbre que abarrotaba las calles. Sora ya había sido tomada cuando al amanecer aparecieron los cónsules y aceptaron la rendición de aquellos a quienes la Fortuna había salvado de la masacre nocturna. Entre estos estaban doscientos veinticinco que fueron enviados encadenados a Roma, a los que todos señalaron como los instigadores del asesinato de los colonos y la revuelta que siguió. El resto de la población resultó ilesa y se puso una guarnición en la ciudad. A todos los que se envió a Roma se les azotó y decapitó para gran satisfacción de la plebe que consideraba aquello un asunto de suprema importancia, para que aquellos a quienes se enviaba en tan gran número como colonos se sintiesen seguros dondequiera que estuvieran.

[9.25] Después de salir de Sora los cónsules llevaron la guerra a las ciudades y campos ausones, pues en todo el país se había producido una general inquietud debido a la presencia de los samnitas tras la batalla de Láutulas. Se habían fraguado conjuras por todas partes a lo largo de la Campania, ni siquiera Capua se libró de la desafección y tras una investigación se supo que el movimiento había llegado, de hecho, hasta algunos de los principales hombres de Roma. Fue, sin embargo, como en el caso de Sora, a través de la traición de sus ciudades que Ausonia cayó bajo el poder de Roma. Hubo tres ciudades, Ausona, Minturnas y Vescia, en las que una docena de jóvenes, pertenecientes a las principales familias, habían decidido de común acuerdo traicionarlas a los romanos. Fueron hasta los cónsules y les informaron de que su pueblo había estado durante mucho tiempo esperando la llegada de los samnitas, y después de haber oído hablar de la batalla de Láutulas consideraron vencidos a los romanos y muchos de los hombres más jóvenes se habían ofrecido para servir con los samnitas. Después que los samnitas, sin embargo, habían sido expulsados ​​de su país vacilaban entre la paz y la guerra, temiendo cerrar sus puertas a los romanos para no provocar una guerra y, sin embargo decididos a cerrarlas si un ejército romano se acercaba a su ciudad. En este estado de indecisión caerían como una presa fácil. Actuando según su consejo, los romanos trasladaron su campamento a las cercanías de dichas ciudades y al mismo tiempo enviaron soldados, algunos completamente armados para ocupar posiciones concertadas cerca de las murallas, otros con vestidos normales con las espadas ocultas bajo sus togas, para entrar a las ciudades por las puertas abiertas al aproximarse la luz del día. Tan pronto como éstos últimos comenzaron a atacar a los guardias, se dio la señal a los demás para correr desde donde estaban emboscados. Así, las puertas fueron aseguradas y las tres ciudades fueron capturadas al mismo tiempo y con la misma estratagema. Como los comandantes no estaban allí para dirigir el ataque, no se hubo límite a la matanza que siguió, y la nación de los ausones fue exterminada, como si hubieran estado involucrados en una guerra fratricida, aunque no hay prueba cierta de que se rebelaran.

[9.26] Durante este año la guarnición romana en Luceria fue entregada a traición y los samnitas se apoderaron del lugar. Los traidores no pasaron mucho tiempo sin castigo. Un ejército romano no estaba lejos, y la ciudad, que estaba en una llanura, fue tomada al primer asalto. Lucerinos y samnitas fueron muertos sin darles cuartel, y tan grande fue la indignación en Roma que, cuando se discutió en el Senado el asunto de enviar nuevos colonos a Luceria, muchos votaron por la completa destrucción de la ciudad. No fue sólo el amargo sentimiento hacia un pueblo que había sido sometido dos veces, sino también la distancia a Roma, lo que les hizo retraerse de enviar a sus conciudadanos tan lejos de casa. Sin embargo, se aprobó la propuesta de enviar colonos y se mandaron dos mil quinientos. Mientras por todas partes aparecía la deslealtad, Capua también se convirtió en el centro de las intrigas entre algunos de sus hombres principales. Cuando la cuestión se planteó en el Senado, hubo acuerdo general en que se debía afrontar de inmediato. Se aprobó un decreto que autorizaba la inmediata apertura de un tribunal de investigación, y Cayo Menio fue nombrado dictador para dirigirla -313 a.C.-. Marco Folio fue nombrado jefe de la caballería. Grande fue el terror de sus magistrados [de Capua.- N. del T.], y los Calavios, Ovio y Novio, que habían sido los cabecillas, no esperaron a ser denunciados al dictador sino que escaparon a la acción judicial suicidándose. Como ya no había ningún motivo de investigación en Capua, la investigación fue dirigida a los que se sospecha en Roma. El decreto fue interpretado como una autorización para investigar no únicamente a Capua en concreto, sino a cuantos habían hecho cábalas y conspirado contra la república, incluyendo las alianzas secretas suscritas por candidatos a magistraturas para conseguirlas. La investigación comenzó a tener un alcance más amplio, tanto con respecto a la naturaleza de los presuntos delitos como a las personas los afectados, y el dictador insistió en que la autoridad de la que se le invistió como juez penal era ilimitada. Fueron acusados hombres de familias elevadas, y a nadie se le permitió apelar a los tribunos para detener los procesos. Habiendo llegado las cosas tan lejos, la nobleza (no sólo aquellos a los que se imputó, sino todo el orden en conjunto), protestó pidiendo que no se podía acusar a los patricios, para quienes la carrera política [via ad honorem, en el original latino; comprendía además de los cargos de edil, pretor, prefecto, cónsul, censor y, excepcionalmente, dictador, también el servicio militar como oficiales superiores (tribunos, prefectos y legados) en el ejército.- N. del T.] había estado siempre abierta, a menos que fuera obstruida por la intriga, sino a los hombres nuevos. Incluso afirmaban que, en el caso presente, el dictador y el jefe de la caballería debían ser puestos más entre los acusados que entre los acusadores, y que así sería tan pronto abandonasen su cargo.

En estas circunstancias, Menio, más ansioso por limpiar su reputación que por mantener su cargo, se llegó hasta la Asamblea y se dirigió a ella en los siguientes términos: «Todos sois conscientes, Quirites, de cuál ha sido mi vida pasada, y el concederme este mismo cargo es prueba de mi inocencia. Hay hombres entre la nobleza (en cuanto a sus motivos, es mejor que os forméis vuestra propia opinión y no que yo, mientras ostente el cargo, diga nada sin pruebas) que trataron por todos los medios de impedir esta investigación. Cuando se vieron impotentes para hacerlo, trataron de escudarse, a pesar de ser patricios, tras la fuerza de sus opositores, el veto tribunicio, con el fin de escapar del juicio. Por fin, negándoseles esa opción y considerando cualquier acción más segura que el tratar de demostrar su inocencia, han dirigido sus asaltos contra nosotros y ciudadanos particulares no se han avergonzado de exigir la destitución del Dictador. Ahora, que sepan dioses y hombres por igual que tratando de evitar rendir cuentas de sí mismos, tales hombres quieren lo imposible, y que estoy preparado para responder de cualquier acusación y enfrentar a mis acusadores cara a cara una vez renuncie a mi dictadura. Y si el Senado os asignase tal tarea a vosotros, cónsules, os ruego que empecéis por Marco Folio y por mí mismo, para que se demuestre de manera concluyente que estamos protegidos de dichas acusaciones no por nuestra posición oficial, sino por nuestra inocencia». A continuación, renunció a su cargo seguido por el jefe de la caballería. Ellos fueron los primeros en ser juzgados ante los cónsules, pues así lo ordenó el Senado, y como los motivos alegados por los nobles contra ellos fueron completamente desestimados, resultaron triunfalmente absueltos. Incluso Publilio Filón, un hombre que había desempeñado en varias ocasiones los más altos cargo en recompensa a sus servicios en casa y en campaña, pero al que la nobleza rechazaba, fue llevado a juicio y absuelto. Como es habitual, sin embargo, solo mientras se llevó a cabo esta investigación hubo fuerza suficiente para atacar a los nombres ilustres; pronto empezó a decantarse sobre víctimas humildes, hasta que se hundió entre las coaliciones y facciones a las que había intentado suprimir.

[9.27] El rumor sobre estos hechos y, más aún, la esperanza de una revuelta de la Campania, que ya se había organizado en secreto, hizo que los samnitas volvieran de la Apulia. Marcharon a Caudio, que por su proximidad a Capua les haría más fácil, si se ofrecía la oportunidad, arrebatar la ciudad a los romanos. Los cónsules marcharon a Caudio con una gran fuerza. Durante hace algún tiempo ambos ejércitos permanecieron en sus posiciones a ambos lados del paso, ya que sólo se podían acercar entre sí por una ruta de lo más difícil. Al fin, los samnitas descendieron por un pequeño desvío a campo abierto a la llanura de Campania, y por primera vez quedaron a la vista sus respectivos campamentos. Hubo frecuentes escaramuzas, en las que la caballería jugó un papel mayor que la infantería, y los romanos no tuvieron motivos para estar insatisfechos con tales pruebas de fuerza ni con la demora que prolongaba la guerra. Los jefes samnitas, por el contrario, vieron que aquellos enfrentamientos diarios provocaban pérdidas diarias y que la prolongación de la guerra iba minando sus fuerzas. Decidieron, por tanto, provocar una batalla. Situaron su caballería a ambos flancos de su ejército, con órdenes de mantener su atención sobre su campamento, en caso de que fuese atacado, y no sobre el combate, que estaría a salvo en manos de la infantería. En el otro bando, el cónsul Sulpicio mandaba el ala derecha y Petilio la izquierda. El flanco derecho romano fue dispuesto en un orden más abierto de lo normal, pues los samnitas que tenían enfrente se habían extendido con una línea más delgada tanto para tratar de rodear a sus enemigos como para evitar ser rodeados. La izquierda, que estaba en una formación mucho más cerrada, se vio reforzada por una rápida maniobra de Petilio, que de repente situó en la línea de combate a las cohortes que habitualmente permanecían en reserva por si se prolongaba la batalla. A continuación, cargó contra el enemigo con todas sus fuerzas. Al acusar la infantería samnita el peso de su ataque, su caballería vino en su ayuda y, cabalgando de través entre ambos ejércitos, fue a enfrentarse con la caballería romana que cargó contra ella al galope tendido, creando la confusión por igual entre su caballería y su infantería, hasta que obligó a retroceder a toda la línea en esta parte del campo de batalla. Sulpicio se unió a Petilio, animando a los hombres en esta parte pues, al escuchar que se lanzaba el grito de guerra, cabalgó cruzando su propia división, que aún no había entrado en combate. Viendo que la victoria allí ya era segura, regresó a su posición con sus mil doscientos jinetes, pero se encontró con una situación bien distinta: los romanos habían cedido terreno y el enemigo victorioso les presionaba con fuerza. La presencia del cónsul produjo un cambio repentino y completo, revivió el valor de los hombres a la vista de su general y la caballería que traía prestó una ayuda superior a la proporción de su número, pues su ruido, seguido pronto de la vista del éxito en el otro flanco, reanimó a los combatientes y redoblaron sus esfuerzos. A partir de este momento, los romanos vencieron en toda la línea y los samnitas, abandonando toda resistencia, fueron todos muertos o hechos prisioneros, con excepción de aquellos que lograron escapar a Malavento, ahora llamado Benevento. Dicen los cronistas que sus pérdidas entre muertos y cautivos ascendieron a treinta mil.

[9.28] Después de esta gran victoria, los cónsules avanzaron hacia Boiano [antigua Bovianum.- N. del T.], que procedieron a asediar. Se quedaron allí en los cuarteles de invierno hasta que los siguientes cónsules, Lucio Papirio Cursor, cónsul por quinta vez, y Cayo Junio Bubulco, por segunda, nombraron dictador a Cayo Petilio con Marco Folio como jefe de la caballería y éstos se hicieron cargo del ejército -313 a.C.-. Al enterarse de que la ciudadela de Fregellas había sido capturada por los samnitas, levantó el asedio de Boiano y marchó a Fregellas. El lugar fue retomado sin combatir, pues los samnitas lo evacuaron por la noche, y después de dejar allí una fuerte guarnición, el dictador volvió a Campania con el objetivo principal de recuperar Nola. Al aproximarse, toda la población samnita y el campesinado nativo se retiró al interior de las murallas. Tras examinar la posición de la ciudad, ordenó que se destruyeran los edificios extramuros (y había una población considerable en los suburbios) para facilitar la aproximación. Poco tiempo después Nola fue tomada, fuese por el dictador o por el cónsul Cayo Junio, pues hay registros en ambos sentidos. Los que dan el crédito de la captura al cónsul, dicen que también tomó Atina y Calacia y explican que el nombramiento como dictador de Petilio fue con el propósito de que hincase el clavo al brotar una epidemia. Ese año se asentaron las colonias de Suessa y Poncias; Suessa había pertenecido a los auruncinos, y la isla de Poncias había estado habitada por los volscos y se divisaba desde su costa. El Senado también autorizó el asentamiento de una colonia en Interamna Sucasina, pero correspondió a los siguientes cónsules, Marco Valerio y Publio Decio, nombrar los triunviros y enviar cuatro mil colonos -312 a.C.-.

[9.29] La guerra samnita estaba llegando a su fin, pero antes de que el Senado pudiera apartarla completamente de sus preocupaciones, se produjo un rumor de guerra con los etruscos. Con la única excepción de los galos, ninguna nación era más temida en aquellos tiempos, debido tanto a su proximidad a Roma como a su vasta población. Uno de los cónsules se mantuvo en el Samnio para terminar la guerra, el otro, Publio Decio, quedó postrado en Roma por una enfermedad grave y, por orden del Senado, nombró dictador a Cayo Junio Bubulco. En vista de la gravedad de la emergencia, el dictador obligó a cuantos estaban disponibles para el servicio a que prestasen el juramento militar, y empleó sus mayores esfuerzos en disponer cuanto antes las armas y todo lo era necesario. No obstante los grandes preparativos que estaba haciendo, que no tenía intención de ser el agresor, y tenía la intención de esperar hasta que los etruscos dieran el primer paso. Estos ejecutaban sus preparativos con la misma energía y eran igualmente reacios a iniciar las hostilidades. Ninguna de las partes salió de sus fronteras. Este año (312 a.C.) fue reseñable por la censura de Apio Claudio y Cayo Plaucio. Para la posteridad quedaría el feliz renombre del primero por sus obras públicas, la carretera y el acueducto que llevan su nombre [el Aqua Appia conducía el agua hasta el Circo Máximo.- N. del T.]. Llevó a cabo estas empresas en solitario, pues, debido al odio que produjo por el modo de revisar las listas senatoriales y cubrir las vacantes, su colega, completamente avergonzado de su conducta, dimitió. Con la tenacidad que siempre había caracterizado a su gens, Apio continuó con su cargo en solitario. Indujo a los Poticios, a cuya familia había correspondido siempre el sacerdocio del Ara Máxima de Hércules, a que transfiriesen tal derecho a ciertos esclavos del templo a quienes habían instruido en los diversos ritos. Hay una extraña tradición relativa a esto, una que está bien calculada para provocar escrúpulos religiosos en las mentes de cualquiera que perturbase el orden establecido en los ceremoniales. Se dice que, aunque cuando se hizo el cambio existían doce familias de la gens Poticia, y en ellas unos treinta varones adultos, ni uno solo, viejo o joven, estaba vivo doce meses más tarde. Tampoco fue la extinción del nombre Poticio la única consecuencia; el mismo Apio, unos años después, fue golpeado con la ceguera por la ira de los dioses, que no olvidan.

[9.30] Los cónsules para el año siguiente fueron Cayo Junius Bubulco, por tercera vez, y Quinto Emilio Bárbula, por segunda -311 a.C.- .Al comienzo de su año de mandato, presentaron una denuncia ante la Asamblea en relación con el modo inescrupuloso con el que se habían cubierto las vacantes en el Senado; se había pasado por alto a hombres que eran muy superiores a algunos de los que habían sido seleccionados, por el que el conjunto del orden senatorial había quedado manchado y deshonrado. Declararon que la selección se había realizado únicamente con el fin de ganar popularidad y por puro capricho, y sin tener en cuenta la rectitud del carácter de los elegidos. Luego les dieron que ellos los ignorarían completamente y enseguida procedieron a convocar a los senadores por sus nombres, tal y como aparecían en los rollos antes de que Apio Claudio y Cayo Plaucio fueran nombrados censores. Dos cargos oficiales se pusieron este año, por primera vez, a disposición del pueblo, ambos de carácter militar. Uno fue el de tribuno militar; el pueblo, así, designó en adelante a dieciséis para las cuatro legiones, que hasta entonces habían sido nombrados por los dictadores y cónsules, habiéndose dejado muy pocas plazas al voto popular. Lucio Atilio y Cayo Marcio, tribunos de la plebe, fueron los responsables de esa medida. El otro cargo fue el puesto de duunviro naval; el pueblo debía nombrarlos para supervisar el equipamiento y mantenimiento de la flota. Esta disposición se debió a Marco Decio, otro tribuno de la plebe. Ocurrió este año un incidente, de carácter un tanto insignificante, que yo habría pasado por alto si no pareciese tener relación con las costumbres religiosas. Los censores habían prohibido a los flautistas que celebrasen su banquete anual en el templo de Júpiter, privilegio del que gozaban desde la antigüedad. Tremendamente disgustados, se marcharon en bloque a Tívoli y no quedó ninguno en la ciudad para actuar en los ritos sacrificiales. El Senado se alarmó ante la perspectiva de que las diversas ceremonias religiosas quedaran así impropiamente ejecutadas y envió mensajeros a Tívoli, con el encargo de conseguir que se devolviesen esos hombres a los romanos. Los tiburtinos prometieron hacer cuanto pudiesen e invitaron a los músicos a su curia, donde les instaron encarecidamente a que regresasen a Roma. Al no poder persuadirles, los tiburtinos perpetraron una artimaña muy apropiada al carácter de los hombres con los que estaban tratando. Cierto día festivo se les invitó a varias casas, aparentemente para proporcionar música durante los banquetes. Al igual que al resto de los de su clase, les gustaba el vino, y se les proporcionó hasta que se emborracharon cayendo en un estado de letargo. En esta condición les pusieron en carretas y se los llevaron a Roma. Les dejaron en las carretas, en el Foro, toda la noche, y no recobraron el conocimiento hasta que les sorprendió el amanecer, sufriendo aún los efectos de la resaca. La gente se agolpó a su alrededor y consiguieron convencerlos para que se quedasen, concediéndoles el privilegio de desfilar durante tres días por la Ciudad con sus largos vestidos y máscaras, cantando y con esa permisividad que aún se observa. A los que tocasen en los sacrificios se les restituyó el derecho de celebrar allí sus banquetes. Estos incidentes se produjeron mientras la atención pública se centraba en dos guerras más graves.

[9.31] Los cónsules echaron a suertes sus respectivos mandos; los samnitas correspondieron a Junio y el nuevo teatro de operaciones en Etruria a Emilio. La guarnición romana de Cluvias, en el Samnio, después de ser atacada sin éxito, fue obligada a rendirse por y luego les masacraron tras haber sido cruelmente mutilados por el látigo. Enfurecido por esta brutalidad, Junio consideró que lo primero que debía hacer era atacar Cluvias, y el mismo día en que llegó ante el lugar lo tomó por asalto y dio muerte a todos los varones adultos. De allí, su ejército conquistador marchó a Boiano. Esta era la ciudad principal de los samnitas pentros, y con mucho la más rica y más surtida de armas. No era la misma causa de resentimiento aquí que en Cluvias; a los soldados les animaba sobre todo la perspectiva del saqueo y, al capturar la ciudad, el enemigo fue tratado con menos severidad; pero se tomó allí casi más botín que el resto del Samnio, y todo él fue generosamente entregado a los soldados. Ahora que nada podía resistir el abrumador poderío de las armas romanas, ni los ejércitos, ni los campamentos ni las ciudades, la única idea en la mente de todos los líderes samnitas era elegir una posición desde la que las tropas romanas, cuando estuviesen dispersas saqueando, pudieran ser atrapadas y rodeadas. Algunos campesinos, que fingían ser desertores, y otros que, fuese intencionadamente o por accidentes, habían sido hechos prisioneros, llegaron hasta los cónsules con el relato que habían acordado y que en realidad era cierto, es decir, que una enorme cantidad de ganado había sido conducido a un bosque impenetrable. Esta historia indujo a los cónsules a enviar las legiones, sin su impedimenta, en la dirección que llevaba el ganado para apoderarse de él. Un potente ejército enemigo se ocultaba a cada lado de la carretera y, cuando vieron que los romanos habían entrado en el bosque, lanzaron repentinamente un grito y lanzaron un tumultuoso ataque. La rapidez de la agresión produjo al principio cierta confusión, mientras apilaban sus equipajes personales en el centro y empuñaban las armas; pero tan pronto se desembarazaron de sus cargas y se aprestaron al combate, empezaron a reunirse alrededor de los estandartes. Por su antigua disciplina militar y larga experiencia, conocían sus lugares en las filas y formaron las líneas sin necesidad de órdenes, actuando cada hombre por su propia iniciativa.

El cónsul cabalgó hasta la parte donde los combates eran más intensos y, saltando de su caballo, puso a Júpiter, a Marte y los otros dioses por testigos de que él no había ido a ese lugar en busca de gloria para sí mismo, sino únicamente para proporcionar botín para sus soldados, ni se podía encontrar otra falta en él más que la de haber deseado intensamente el enriquecer a sus hombres a expensas del enemigo. De aquel deshonor sólo le salvaría el valor de sus hombres. Sólo tenían que lanzar, todos a una, un ataque con determinación. El enemigo había sido ya derrotado en el campo de batalla, despojado de su campamento, privado de sus ciudades, y buscaba ahora su última oportunidad acechando oculto en emboscada y confiando más en el terreno que en sus armas. ¿Qué terreno resultaba demasiado difícil para el valor romano? Les recordó las ciudadelas de Fregellas y de Sora, y las victorias que habían conseguido aun cuando la naturaleza del terreno les era adversa. Encendidos por sus palabras, sus hombres, olvidando todas las dificultades, cargaron directamente contra la línea enemiga situada por encima de ellos. Hubieron de esforzarse mientras la columna subía la ladera de la colina, pero una vez que los estandartes de vanguardia adoptaron su posición en la llanura de la cima y el ejército se dio cuenta que estaba en terreno favorable, fue el turno del enemigo para desanimarse: arrojaron sus armas y huyeron despavoridos hasta los lugares donde poco antes se habían ocultado. Pero el lugar que habían elegido por presentar mayor dificultad para el enemigo, se convirtió ahora en una trampa para ellos mismos. Muy pocos pudieron escapar. Murieron tantos como veinte mil hombres, y los victoriosos romanos se dispersaron en diferentes direcciones para apoderarse del ganado que el enemigo les había regalado.

[9.32] Durante estos sucesos en el Samnio, todas las ciudades de Etruria, con la excepción de Arezzo [antigua Arretium.- N. del T.] habían tomado las armas y comenzaron lo que resultó ser una importante guerra atacando Sutri [antigua Sutrio.- N. del T.]. Esta ciudad era aliada de Roma, y ​​servía a modo de cierre de la Etruria. Emilio marchó allí para levantar el sitio, y escogió un lugar delante de la ciudad donde se fortificó. Su campamento estaba abundantemente provisto con las provisiones que llegaban de Sutri. Los etruscos dedicaron el día siguiente a su llegada a discutir si debían proceder a combatir inmediatamente o bien debían prolongar la guerra. Sus generales se decidieron por la opción más enérgica, en vez de por la más segura, y al amanecer del día siguiente se mostró la señal para la batalla y las fuerzas marcharon al campo de batalla. Tan pronto como se le informó de esto, el cónsul ordenó que se diese la contraseña, que desayunasen sus hombres y que después de haberse fortalecido con la comida se armasen para el combate. Cuando vio que estaban plenamente dispuestos, ordenó que avanzasen los estandartes y, tras salir todo el ejército del campamento, formó su línea de batalla no lejos del enemigo. Durante algún tiempo, ambos bando quedaron a la expectativa, esperando cada cual que el otro lanzase el grito de guerra y comenzase la lucha. El sol pasó el meridiano antes de que un solo proyectil fuera lanzado por cualquier bando. Al fin, los etruscos, no queriendo abandonar el campo sin alcanzar alguna victoria, lanzaron el grito de guerra; sonaron las tubas y avanzaron los estandartes. Los romanos no mostraron menos entusiasmo por combatir. Cerraron entre sí con empeño. Los etruscos tenían la ventaja del número, los romanos la del valor. La lucha se mantuvo con igualdad y costó muchas vidas, incluyendo a los más valientes de ambas partes, pues ningún ejército dio muestras de ceder hasta que la segunda línea romana relevó a la primera, que estaba cansada y se había agotado. Los etruscos no tenían reservas para apoyar su primera línea, y todos cayeron delante de sus estandartes o alrededor de ellos. Ninguna batalla habría sido testigo de menos fugitivos ni hubiera supuesto mayor carnicería si los etruscos, que se habían hecho a la idea de morir, no hubiesen encontrado protección en la llegada de la noche, pues fueron los vencedores los primeros que abandonaron el combate. Después del atardecer se dio la señal de retirada y ambos ejércitos regresaron por la noche a sus respectivos campamentos. Nada digno de mención ocurrió ese año en Sutri. El enemigo había perdido toda su primera línea en una sola batalla y sólo le quedaban sus reservas, que apenas resultaban suficientes para proteger su campamento. Entre los romanos había tantos heridos que quienes abandonaron el campo de batalla heridos eran más numerosos que los que habían caído.

[9.33] Los cónsules para el año siguiente fueron Quinto Fabio y Cayo Marcio Rutilo -310 a.C.-. Fabio se hizo cargo del mando en Sutri y llevó refuerzos desde Roma. Un nuevo ejército fue también alistado en Etruria y enviado para ayudar a los sitiadores. Ya habían transcurrido muchos años sin que se hubiese producido ningún conflicto entre los magistrados patricios y los tribunos de la plebe. Ahora, sin embargo, surgió una disputa a través de aquella familia que parecía estar marcada por el destino para ser la causa de conflictos con la plebe y sus tribunos. Apio Claudio había sido ya censor durante dieciocho meses, el plazo fijado por la Ley Emilia para la duración de dicho cargo. A pesar del hecho de que su colega, Cayo Plaucio, había renunciado, no se le pudo, bajo ninguna circunstancia, obligar a abandonar su magistratura. Publio Sempronio era el tribuno de la plebe que comenzó el proceso para limitar su censura al plazo legal. Al dar este paso estaba actuando tanto en interés de la justicia como en interés del pueblo, y tenía tanto las simpatías de la aristocracia como el apoyo de las masas. Recitó las diversas disposiciones de la Ley Emilia y ensalzó a su autor, Mamerco Emilio, el dictador, por haber acortado la censura. Anteriormente, recordó a sus oyentes, se había desempañado durante cinco años, tiempo suficiente para convertirla en despótica y tiránica, y Emilio la había limitado a dieciocho meses. Después, volviéndose hacia Apio, le preguntó: «Dime, Apio, ¿qué hubieras hecho tú de haber sido censor cuando lo fueron Cayo Furio y Marco Geganio?». Apio Claudio respondió que la pregunta del tribuno no tenía mucho que ver con su caso. Sostenía que, aunque la ley era obligatoria en el caso de los censores durante cuyo periodo de mandato se aprobó, pues fue después de haber sido aprobada por el pueblo cuando se convirtió en ley, y solo lo que ordena el pueblo es ley; no obstante, ni él ni ningún otro de los que habían sido designados censores con posterioridad a aquella ley estaban obligados por ella.

[9.34] Esta argucia por parte de Apio no convenció a nadie. Sempronio entonces se dirigió a la Asamblea en los siguientes términos: «Quirites, aquí tenéis la progenie de aquel Apio que, tras haber sido nombrado decenviro para un año, se designó a sí mismo para un segundo, y luego, sin pasar por ninguna clase de designación, ni suya ni de otros, mantuvo las fasces y la autoridad suprema un tercer año, y persistía en retenerlas hasta que el poder que obtuvo por medios sucios, que ejerció de modo sucio y que retuvo por medios sucios supuso su ruina. Esta es la familia, Quirites, cuya violencia e ilegalidad os condujo fuera de vuestra Ciudad y os obligó a ocupar el Monte Sacro; la familia contra la que conquistasteis la protección de vuestros tribunos; la familia por la que ocupasteis el Aventino con dos ejércitos. Esta es la familia que siempre se ha opuesto a las leyes contra la usura y las leyes agrarias; la que interfiere con el derecho al matrimonio entre patricios y plebeyos, la que bloqueó el camino de la plebe a las magistraturas curules. Este nombre es mucho más letal para vuestras libertades que el de los Tarquinios [los últimos reyes de Roma.- N. del T.]. ¿Crees realmente que es así, Apio Claudio, que aunque hace cien años que Mamerco Emilio fue dictador y ha habido otros censores desde entonces, hombres de mayor rango y fortaleza de carácter, ninguno de ellos había leído nunca las Doce Tables y ninguno sabía que la última orden del pueblo es la ley vigente? Por supuesto que todos ellos sabían, y porque lo sabían prefirieron obedecer la Ley Emilia en lugar de la anterior por la que los censores se designaban originalmente, simplemente porque la primera fue la última aprobada por orden del pueblo y además porque cuando dos leyes se contradicen la posterior deroga a la anterior. ¿Mantienes, Apio, que el pueblo no está obligado por la Ley Emilia, o sostienes, si afirmas que sí lo está, que solo tú estás exento de sus disposiciones? Esa ley sirvió para obligar a aquellos arbitrarios censores, Cayo Furio y Marco Geganio, que nos enseñaron cómo podía usarse aquel cargo contra la república cuando, en venganza por la limitación de su poder, convirtieron en erario al más famoso soldado y estadista de su tiempo: Mamerco Emilio [le convirtieron en aerarius; es decir, le privaron del derecho a votar, pero no de la obligación de pagar impuestos, como sucedía a los proletarii.- N. del T.]. Esa ley obligó a los sucesivos censores durante cien años, obligó a tu colega, Cayo Plaucio, que fue designado bajo los mismos auspicios y con los mismos poderes que tú. ¿No le nombró el pueblo «con todos los poderes tradicionales y privilegios que un censor debe poseer? ¿O eres tú la única excepción, para ostentar estos poderes y privilegios? ¿A quién nombrarás entonces como ‘rey de los sacrificios’? Se aferrará al nombre de ‘rey’ y dirá que ha sido nombrado con todos los poderes que tenían los reyes de Roma. ¿Quién crees que se contentaría con una dictadura de seis meses o un interregno de cinco días? ¿A quién te atreverías a designar como dictador para clavar el clavo o presidir los Juegos? ¡Qué estúpidos y apocados, Quirites, debéis considerar que han sido aquellos que tras sus magníficos logros renunciaron a su dictadura a los veinte días, o abandonaron sus cargos debido a algún fallo en su nombramiento! Pero ¿por qué hay que recordar las cosas de la antigüedad? No hace ni diez años desde que Cayo Menio, siendo dictador, llevaba un proceso penal con un rigor que algunas personas de alcurnia consideraban peligrosa para ellos mismos y, en consecuencia, sus enemigos lo acusaron de estar contaminado por el mismo crimen que estaba investigando. En seguida renunció a su dictadura con el fin de afrontar, como ciudadano privado, las acusaciones formuladas contra él. Estoy lejos de querer ver tal moderación en ti, Apio. No te muestres como un vástago degenerado de tu familia; no caigas a la altura de tus antepasados con su ansia de poder y su amor a la tiranía; no dejes tu cargo ni un día ni una hora antes de lo obligado, procura solo no exceder su límite. ¿Te contentaría, quizás, con un mes o un día más? ‘No’, dice, ‘Mantendré mi censura durante tres años y medio más del periodo fijado por la Ley Emilia y la desempeñaré en solitario’. Eso suena muy parecido a un monarca absoluto. ¿O vas a nombrar a un colega, procedimiento prohibido por las leyes divinas, cuando incluso uno se perdió al morir?»

«Existe una función sagrada que se remonta a los tiempos más antiguos, la única que de verdad fue iniciada por la divinidad en cuyo honor se ejecuta, que siempre ha sido desempeñada por hombres de la mayor alcurnia y de carácter más intachable. Tú, censor escrupuloso, has transferido ese ministerio a esclavos, y una Familia más antigua que esta Ciudad, santificada por la hospitalidad que mostró a los dioses inmortales, se ha extinguido en un solo años por tu culpa y la de tu censura. Pero esto no es suficiente para ti, no descansarás hasta que impliques a toda la república en un sacrilegio de consecuencias que no me atrevo a contemplar. La captura de esta Ciudad se produjo en aquel lustro en el que el censor, Lucio Papirio Cursor, tras de la muerte de su colega, Cayo Julio, cooptó como su colega a Marco Cornelio Maluginense antes que renunciar a su cargo. Y sin embargo, ¡cuánto más moderación mostró que tú, Apio!; no siguió con su censura en solitario ni más allá del término legal. Lucio Papirio, sin embargo, no encontró a nadie que siguiese su ejemplo, todos los censores siguientes renunciaron a su cargo tras la muerte de su colega. Pero nada te detiene, ni la expiración de tu mandato, ni la renuncia de tu colega, ni la Ley ni ningún respeto por ti mismo. Consideras un mérito mostrarte arrogante, desvergonzado y despreciando a los dioses y a los hombres. Cuando veo la majestad y reverencia que rodean el cargo que has ostentado, Apio Claudio, soy aún más reacio a sujetarte a limitación personal o a dirigirme a ti en términos severos. Sin embargo, tu obstinación y arrogancia me han obligado a hablar como lo he hecho, y ahora te advierto que si no cumples la Ley Emilia ordenaré que seas encarcelado. Nuestros antepasados crearon la norma de que si en la elección de censores no alcanzaban la mayoría necesaria dos candidatos, no debía nombrarse solo uno sino que se debía aplazar la elección. Bajo esta norma, como no puedes ser nombrado censor único, no te permitiré seguir en solitario en el cargo». Ordenó luego que el censor fuera detenido y llevado a prisión. Apio pidió oficialmente la protección de los tribunos, y aunque Sempronio recibió el apoyo de seis de sus colegas, los otros tres pusieron el veto. Apio continuó ejerciendo su cargo entre la general indignación y repugnancia de todos los estamentos.

[9.35] Durante aquellos sucesos en Roma, se mantuvo el asedio de Sutri por los etruscos. El cónsul Fabio marchaba para ayudar a los aliados de Roma y trataba de cortar las líneas enemigas dondequiera que le parecía posible. Estableció su ruta a lo largo de las faldas bajas de la cordillera y cuando se encontró con las fuerzas enemigas dispuestas en formación de combate. La amplia llanura que se extendía por debajo puso de manifiesto su enorme cantidad y, con el fin de compensar su inferioridad mediante la ventaja de la posición, desvió su columna un poco más hacia la loma, que era áspera y cubierta de piedras. Luego formó su frente contra el enemigo. Los etruscos, sin pensar en nada más que en su número, en el que únicamente se basaban, cargaron con tan ávida impetuosidad que arrojaron sus jabalinas, para poder llegar más rápidamente al combate cuerpo a cuerpo, y se precipitaron sobre sus enemigos con las espadas desenvainadas. Los romanos, por su parte, lanzaron primeramente sobre ellos sus dardos y después las piedras que abundantemente les proporcionaba el terreno. Escudos y cascos fueron alcanzados por igual, y los que no resultaron heridos quedaron confundidos y desconcertados; les era casi imposible llegar al enfrentamiento cerrado y no tenían proyectiles con los que continuar la lucha a distancia. Mientras estaban de pie, como blancos para los proyectiles, sin ningún tipo de protección adecuada, algunos incluso retirándose y con toda la línea vacilante e inestable, los asteros y los príncipes romanos lanzaron nuevamente su grito de guerras y cargaron cuesta abajo sobre ellos con las espadas desenvainadas. Los etruscos no esperaron la carga sino que dieron la vuelta y en una huida desordenada llegaron hasta su campamento. La caballería romana, sin embargo, galopando en dirección oblicua a través de la llanura, se dirigió contra los fugitivos, que renunciaron a toda idea de llegar a su campamento y marcharon hacia las montañas. En su mayor parte sin armas, y con una gran proporción de heridos, los fugitivos entraron en el bosque de Címino. Muchos miles de etruscos fueron muertos, se tomaron treinta y ocho estandartes y, al capturar el campamento, los romanos consiguieron una inmensa cantidad de botín. Entonces se discutió la posibilidad de perseguir o no al enemigo.

[9.36] La selva Ciminia era, por esos días, más terrible e infranqueable de lo que los bosques alemanes recientemente han resultado ser; ni un solo comerciante, hasta aquel momento, se había aventurado a través de él. De los presentes en el consejo de guerra, casi nadie, excepto el propio comandante, era lo bastante audaz como para osar entrar en él; aún no habían olvidado los horrores de Caudio. Según una tradición, parece ser que Marco Fabio, el hermano del cónsul (aunque otros dicen que fue Cesón y otros que Lucio Claudio, hermano de madre del cónsul), dijo que él iría y efectuaría un reconocimiento y volvería en breve con información precisa. Había sido educado en Cerveteri [antigua Caere.- N. del T.] y estaba completamente familiarizado con la lengua y la literatura etrusca. Hay autores que afirmar que, por aquel tiempo, los muchachos romanos eran, por regla general, educados en literatura etrusca como hoy lo son en literatura griega; pero yo creo que lo más probable es que resultase algo extraordinario que un hombre se significara así al poder mezclarse con el enemigo. Se dice que fue acompañado por un único esclavo, criado con él y conocedor también de aquella lengua, y durante su viaje solo hicieron breves preguntas, sobre la naturaleza del país y los nombres de sus hombres más notables, para que no pudieran cometer algún error y ser descubiertos al hablar con los nativos. Salieron disfrazados de pastores, con sus rústicas armas, cada uno con dos hoces y dos gaesas [jabalinas pesadas, al parecer de origen celta.- N. del T.]. Pero ni su familiaridad con el idioma, ni sus vestidos, ni sus herramientas les protegieron tanto como la imposibilidad de creer que ningún extranjero se atreviese a entrar en la selva Ciminia. Se dice que llegaron hasta los umbros camertes [actual Camerino, en la Umbría.- N. del T.] y que, solo al llegar allí, se atrevieron los romanos a decir quiénes eran. Fue llevado ante el Senado, y, actuando en nombre del cónsul, estableció un tratado de amistad con ellos. Después de haber sido tan amable y hospitalariamente recibido, se le pidió que dijese a los romanos que tendrían disponibles provisiones para treinta días si llegaban hasta aquella zona, y los soldados camerinos estarían listos para ponerse a sus órdenes. Cuando el cónsul recibió este informe, envió por delante los bagajes en la primera guardia. Se ordenó a las legiones que marchasen detrás, mientras él mismo se quedaba atrás con la caballería. Al día siguiente, al amanecer, cabalgó con su caballería hasta las posiciones de vanguardia enemigas, situadas en el borde del bosque, y tras atraer su atención durante bastante tiempo regresó al campamento y, por la tarde, saliendo por la puerta trasera se dirigió hacia la columna de tropas. Al amanecer del día siguiente llegaba se apoderó de la altura del monte Címino; tras observar desde allí los ricos campos de la Etruria envió partidas de saqueo. Ya habían conseguido gran cantidad de botín cuando algunas cohortes de campesinos etruscos, rápidamente reunidas por las autoridades de la vecindad, trataron de enfrentarse a los saqueadores; estaban, sin embargo, tan mal organizados que, en vez de recuperar la presa, quedaron presos a su vez casi todos ellos. Tras ponerlos en fuga con grandes pérdidas [para los etruscos.- N. del T.], los romanos asolaron el país a lo largo y a lo ancho, volviendo a su campamento cargados con toda clase de botín. Resultó que, durante esta incursión, llegó una delegación, consistente en cinco legados y dos tribunos de la plebe, para advertir a Fabio, en nombre del Senado, de que no atravesase en bosque Címino. Estuvieron muy contentos de ver que habían llegado demasiado tarde para impedir la expedición y regresaron a Roma para informar de la victoria.

[9.37] Esta expedición no puso fin a la guerra, solo la extendió. Todo el territorio que se extendía bajo el monte Címino sintió los efectos de sus estragos, y éstos levantaron la indignación de los distritos etruscos y territorios vecinos de la Umbría. Un ejército más grande del que nunca se hubiera reunido marchó a Sutri. No sólo adelantaron su campamento más allá de la linde del bosque, sino que mostraron tanta ansia que marcharon, tan pronto como pudieron y en orden de combate, hasta la llanura. Tras avanzar cierta distancia, se detuvieron dejando un espacio entre ellos y el campamento romano para que el enemigo formase sus líneas. Cuando se dieron cuenta que su enemigo rehusaba el combate, llegaron hasta la empalizada del campamento y, viendo que los vigías se retiraban al interior del campamento, clamaban a sus generales para que les llevasen las raciones desde su campamento, pues tenían intención de permanecer sobre las armas y atacar el campamento enemigo, si no por la noche, en todo caso al amanecer. Los romanos estaban también entusiasmados ante la perspectiva de la batalla, pero se mantuvieron en silencio por orden de su comandante. Era la hora décima [sobre las cuatro de la tarde.- N. del T.] cuando el general ordenó que las tropas comieran, y las instruyó para que siguieran bajo las armas y dispuestos para cualquier momento en que diese la señal, fuese de día o de noche. En un breve discurso a sus hombres, señaló el contraste entre las cualidades militares de los samnitas y las de los etruscos, alabando a los primeros y siendo despectivo para con los segundos, diciendo que no había comparación entre ellos, ni por su valor ni por su número. Verían a su debido tiempo que tenía otra arma en reserva y que, entretanto, debían mantener el silencio. Con estos vagos consejos hizo creer a sus hombres que el enemigo sería traicionado, y esto ayudó a devolverles el valor que habían perdido a la vista de tan inmensa multitud. Esta impresión fue confirmada por la ausencia de cualquier intención, por parte del enemigo, de fortificar el terreno que ocupaban.

Después que las tropas hubieran cenado, descansaron hasta cerca de la cuarta guardia. Se levantaron entonces en silencio y se armaron. Se repartieron dolabras [herramienta con dos puntas, de hacha y de pico, engastada por en medio con un mango de madera.- N. del T.] entre los esclavos, para que echaran abajo la empalizada y rellenasen el foso. Se formó a las tropas en el interior del campamento y se situaron cohortes selectas en las salidas del mismo. Luego, un poco antes del amanecer (que en las noches de verano es el momento del sueño más profundo), se dio la señal; los hombres cruzaron en formación la empalizada nivelada y cayeron sobre el enemigo que se extendía en todas direcciones. Algunos murieron antes de que pudieran moverse, otros sólo medio despiertos, y la mayoría de ellos mientras trataban salvajemente de tomar sus armas. Sólo unos pocos tuvieron tiempo de armarse, y éstos, sin estandartes bajo los que agruparse ni oficiales que les dirigiesen, fueron derrotados y huyeron con los romanos persiguiéndoles de cerca. Algunos buscaron su campamento, otros los bosques. Este último resultó el refugio más seguro, pues el campamento, situado en la llanura, se tomó el mismo día. Se ordenó que llevasen el oro y la plata ante el cónsul; el resto del botín se convirtió en propiedad de los soldados. Entre muertos y prisioneros sumaban sesenta mil. Algunos autores afirman que esta gran batalla se libró más allá de la selva Ciminia, en Perusia, y que se temió en la Ciudad que el ejército, aislado de toda ayuda por aquel bosque terrible, fuese abrumado por la fuerza conjunta de etruscos y umbros. Pero, dondequiera que se hubiese combatido, los romanos llevaron la mejor parte. Como resultado de esta victoria, Perusia, Cortona, y Arezzo, que eran por entonces los pueblos principales de la Etruria, enviaron embajadores a pedir la paz a Roma. Se les concedió una tregua de treinta años.

[9.38] Durante estos sucesos en Etruria, el otro cónsul, Cayo Marcio Rutilo, capturó Alife [antigua Allifae.- N. del T.] a los samnitas. Muchos otros castillos y aldeas fueron destruidas o cayeron intactas en poder de los romanos. Mientras esto ocurría, Publio Cornelio, a quien el Senado había nombrado prefecto naval, llevó la flota romana a la Campania, hasta Pompeya. Aquí desembarcaron las tripulaciones y procedieron a saquear el territorio de Nocera Inferior [antigua Nuceria.- N. del T.]. Después de devastar la zona cercana a la costa, desde la que podían llegar fácilmente a sus barcos, se adentraron más allá, atraídos como siempre por el deseo de botín, y allí levantaron a los habitantes en su contra. Al dispersarse por los campos no encontraron a nadie, aunque podían haber sido masacrados hasta no quedar ninguno; pero al regresar, creyéndose completamente a salvo, fueron alcanzados por los campesinos y despojados de todo su botín. Algunos resultaron muertos; los sobrevivientes fueron expulsados ​​atropelladamente hasta sus barcos. Por grande que hubiese sido la alarma creada en Roma por la expedición de Quinto Fabio a través de la selva Ciminia, no fue tan grande como el placer que sintieron los samnitas cuando oyeron hablar de ella. Dijeron que el ejército romano quedó cercado; que se repitió el desastre Caudino; la antigua imprudencia había llevado a un país siempre ávido de más conquistas a una selva intransitable; allí fueron acosados tanto por las dificultades del terreno como por las armas enemigas. Su alegría quedó, sin embargo, teñida de envidia al reflejar que la Fortuna había desviado la gloria de terminar la guerra con Roma de los samnitas a los etruscos. Así que concentraron todas sus fuerzas para aplastar a Cayo Marcio o, si no les presentaba la oportunidad de luchar, para marchar por el país de los marsos y sabinos hasta Etruria. El cónsul avanzó contra ellos, y se libró una desesperada batalla sin resultado decisivo. Es dudoso qué bando tuvo más pérdidas, pero se extendió el rumor de que fue el romano, pues habían perdido algunos del rango ecuestre y algunos tribunos militares, además de un general y de, lo que era señal del desastre, quedar herido el propio cónsul. Llegaron informes de la batalla, exagerados como de costumbre, a Roma y crearon la más viva alarma entre los senadores. Se decidió que había de nombrarse un dictador y nadie tuvo la más mínima duda de que se nombraría a Papirio Cursor, el único hombre considerado como el mejor general de su época. Pero no creían que un mensajero pudiera llegar hasta el ejército en Samnio, siendo hostil todo el país, ni estaban seguros en absoluto de que Marcio estuviese aún vivo.

El otro cónsul, Fabio, estaba en malos términos con Papirio. Para evitar que esta rencilla particular diera como resultado un peligro público, el Senado resolvió enviar una delegación a Fabio, compuesta por hombres de rango consular, que debían aprovechar su autoridad como legados públicos para usar su influencia personal y convencerle para que dejase de lado cualquier sentimiento de enemistad en bien de su patria. Cuando hubieron entregado a Fabio la resolución del Senado, habiendo empleado los argumentos que exigía su misión, el cónsul, fijando su mirada en el suelo, se separó de la delegación sin darles contestación y dejándoles con la incertidumbre de lo que haría. Posteriormente, nombró a Lucio Papirio dictador según la costumbre tradicional, a medianoche. Cuando la delegación le dio las gracias por haber mostrado tan excepcional dominio de sí mismo, se mantuvo en absoluto silencio, y dar respuesta alguna ni hacer alusión a lo que había hecho, los despidió abruptamente, demostrando con su conducta cuán doloroso había sido aquel esfuerzo para él. Papirio designó a Cayo Junio Bubulco como jefe de la caballería -309 a.C.-. Mientras presentaba a los comicios centuriados la resolución que le confería el poder dictadores, se produjo un presagio desfavorable que le obligó a suspender el procedimiento. Correspondía a la curia Faucia votar en primer lugar, y esta curia había votado la primera los años en que se produjeron dos memorables desastres: la captura de la Ciudad y la capitulación de Caudio. Licinio Macer añade un tercer desastre por el que esta curia se convirtió en abominable: la masacre en el río Crémera [ver libro 2, 49.- N. del T.].

[9.39] Al día siguiente, después de tomarse nuevos auspicios, el dictador quedó investido de sus poderes oficiales. Tomó el mando de las legiones que se habían alistado con motivo de la alarma creada por la expedición por la selva Ciminia y las llevó a Longula [pudiera tratarse del actual Buon Riposo.- N. del T.]. Aquí se hizo cargo de las tropas del cónsul, y con ambas fuerzas unidas marchó hacia el campo de batalla. El enemigo no se mostró dispuesto a eludir la batalla, pero estando ambos ejércitos uno frente al otro, completamente preparados para la acción y aun ansiosos por comenzar, les sorprendió la noche. Sus campamentos estaban dispuestos a poca distancia el uno del otro, y durante algunos días que permanecieron tranquilos, no obstante, sin desconfiar en sus propias fuerzas ni despreciar al enemigo. Mientras tanto, los romanos se desenvolvían con éxito en Etruria, pues en un enfrentamiento con los umbros el enemigo no pudo sostener el combate con el mismo ánimo que lo habían empezado y, sin grandes pérdidas [para los romanos.- N. del T.], fueron completamente derrotados. También tuvo lugar un combate en el lago Vadimón [pudiera tratarse del actual lago Balsano.- N. del T.], donde los etruscos habían concentrado un ejército alistado bajo una ley sacra, por la cual cada hombre elegía a su compañero. Como aquel ejército era más numeroso que cualquiera que hubiesen antes alistado, mostraban más valor del que hubieran mostrado anteriormente. Tan exaltados estaban los ánimos por ambas partes que, sin lanzar un solo proyectil, empezaron enseguida a luchar con las espadas. La furia demostrada en el combate, que durante mucho tiempo colgó de un hilo, fue tal que parecía que no estábamos luchando con los etruscos a los que tantas veces habíamos derrotado, sino algún nuevo y desconocido pueblo. En ninguna parte se daban signos de ceder; conforme caían los hombres de la primera línea, los de la segunda ocupaban sus puestos para defender los estandartes. Al fin hubo de echarse mano de las últimas reservas, y a tal extremo de afán y peligro habían llegado las cosas que la caballería romana desmontó y, dejando sus caballos juntos, se abrieron paso entre los montones de armas y muertos de las primeras filas de la infantería. Se presentaron como un ejército fresco entre los agotados combatientes, y enseguida pusieron en desorden los estandartes etruscos. El resto de los hombres, cansados como estaban, sin embargo, siguieron el ataque de la caballería y al fin rompieron las filas enemigas. Su tenaz resistencia fue ahora superada y, una vez que sus manípulos empezaron a ceder terreno, pronto se dieron a la fuga. Ese día se rompió por primera vez el poder de los etruscos después de su larga, abundante y continua prosperidad. La fuerza principal de su ejército quedó en el campo de batalla y su campamento fue capturado y saqueado.

[9.40] Una lucha igualmente dura y un triunfo igualmente brillante caracterizaron la campaña que siguió inmediatamente a continuación contra los samnitas. Además de sus habituales preparativos bélicos, habían construido unas nuevas armaduras brillantes con las que sus tropas aparecían resplandecientes. Había dos ejércitos, el uno tenía sus escudos labrados de oro y el otro de plata. El escudo fue construido recto y ancho en la parte superior para proteger el pecho y los hombros, luego se estrechaba en cuña hacia abajo para permitir así una mejor movilidad. Para proteger la parte frontal del cuerpo, llevaban una protección acolchada [spongia, de esponja, literalmente, en el original latino; se ha optado por el término «acolchada» por ser una clase de armadura bien conocida que luego se convertiría en auxiliar, con el nombre de «subarmalis», de la cota de malla, tras la adopción generalizada de esta.- N. del T.]; la pierna izquierda estaba cubierta por una greba, y sus casos iban emplumados para dar la sensación de que eran más altos de lo que realmente eran. Las túnicas de los hombres con escudos labrados en oro eran de varios colores, las de quienes llevaban los escudos labrados con plata eran de lino blanco. Estos últimos fueron situados a la derecha y los primeros quedaron dispuestos a la izquierda. Los romanos ya sabían del esplendor de sus armaduras, y sus jefes les habían enseñado que un soldado debía inspirar miedo, no por estar cubierto de oro y plata, sino por su confianza en su valor y su espada. Miraban todo aquello más como un despojo a capturar por el enemigo que como una defensa para el portador, muy resplandeciente antes de la batalla y pronto manchado y ensuciado por las heridas y el derramamiento de sangre. Sabían que el único adorno del soldado era el valor y que todas aquellas galas quedarían para quienquiera que venciese; un enemigo rico sería presa del vencedor, aunque este fuese pobre.

Con esta enseñanza fresca en sus mentes, Cursor condujo a sus hombres a la batalla. Tomó su lugar en el ala derecha y le dio el mando de la izquierda al jefe de la caballería. Tan pronto chocaron las dos líneas, empezó una competición entre el dictador y el jefe de la caballería, tan fuerte como el combate contra el enemigo, para ver qué división era la primera en alcanzar la victoria. Junio resultó ser el primero en desalojar al enemigo. Llevando su ala izquierda contra la derecha enemiga, donde estaban situados los soldados ‘consagrados’, resaltando con sus túnicas blancas y brillantes armaduras, Junio declaró que los sacrificaría al Orco [divinidad infernal romana y, por extensión, el infierno.- N. del T.] y, presionando al ataque, rompió sus líneas y les hizo ceder terreno ostensiblemente. Al ver esto, el dictador exclamó: «¿Será la victoria para el ala izquierda? ¿Va el ala derecha, la del propio dictador, a seguir a aquella en la batalla y no va a ganar para sí la mayor parte de la victoria?». Esto animó a los hombres; la caballería se comportó más gallardamente que la infantería y los generales mostraron tanta energía como los comandantes. Marco Valerio, en el ala banda derecha, y Publio Decio, en la izquierda, hombres ambos de rango consular, cabalgaron hasta la caballería que cubría los flancos y la incitaron a ganar algo de gloria para sí mismos. Atacaron al enemigo por ambos flancos, y el doble ataque aumentó el desánimo del enemigo. Para completar su derrota, las legiones romanas volvieron a lanzar su grito de guerra y a cargar. Se dieron ahora los samnitas a la fuga, y pronto la llanura quedó llena de brillantes armaduras y montones de cadáveres. Al principio, los aterrorizados samnitas se refugiaron en su campamento, pero ni siquiera fueron capaces de defenderlo; fue capturado, saqueado y quemado antes de que cayese la noche.

El Senado decretó un triunfo para el dictador. Con mucho, la mejor visión de la procesión fueron las armaduras capturadas, y tan magnífica era la consideración de las piezas que los escudos dorados fueron distribuidos entre los propietarios de talleres de platería para que adornasen el Foro. Se dice que esto fue el origen de la costumbre de que los ediles decoren el Foro cuando los símbolos de los tres dioses capitolinos son llevados en procesión por la Ciudad con ocasión de los Grandes Juegos. Mientras los romanos usaban estas armaduras para honrar a los dioses, los campanos, llenos de desprecio y odio hacia los samnitas, hicieron que las llevasen los gladiadores que actuaban en sus banquetes y los llamaron, desde entonces, «samnitas». El cónsul Fabio se enfrentaron este año en una batalla con los restos de los etruscos, en Perusia, pues esta ciudad había roto la tregua. Obtuvo una victoria fácil y decisiva, y después de la batalla se acercó hasta las murallas y habría tomado la plaza si esta no hubiese enviado legados para rendirla. Después de haber colocado una guarnición en Perusia, llegaron hasta él delegaciones de diversas ciudades etruscas para pedir la restauración de relaciones amistosas; a estas las remitió al Senado, en Roma. Entró después en la Ciudad, en procesión triunfal, tras alcanzar un éxito más sólido que el del dictador, especialmente porque la derrota de los samnitas fue achacada principalmente a los legados, Publio Decio y Marco Valerio. Estos hombres fueron elegidos por el voto casi unánime, en las siguientes elecciones, uno como cónsul y el otro como pretor.

[9.41] Por sus espléndidos servicios en el sometimiento de la Etruria, el consulado de Fabio se extendió otro año, siendo Decio su colega -308 a.C.-. Valerio fue elegido pretor por cuarta vez. Los cónsules sortearon sus respectivos mandos; Etruria tocó a Decio y el Samnio a Fabio. Fabio marchó a Nuceria Alfaterna, de la que rechazó ahora su petición de paz por haberla rehusado su pueblo con anterioridad. No fue hasta que comenzó a atacar realmente el lugar que se vieron obligados a rendirse sin condiciones. Libró un combate contra los samnitas y obtuvo una victoria fácil. El recuerdo de esa batalla no hubiera sobrevivido si no hubiera sido aquella la primera vez que los marsios se enfrentaban hostilmente a Roma. Los pelignos, que habían seguido el ejemplo de los marsios, corrieron la misma suerte. El otro cónsul, Decio, también tuvo éxito. Produjo tanta inquietud a los tarquinios que este pueblo aprovisionó a su ejército con grano y pidió una tregua por cuarenta años. Capturó varios castillos a los volsinios, destruyendo algunos para que no sirvieran como refugio al enemigo; extendiendo sus operaciones en todas direcciones, hizo tan temido su nombre que toda la liga etrusca se rogó que les concediera un tratado de paz. No había la menor posibilidad de que lo obtuvieran, pero se les otorgó una tregua por un año. Tuvieron que pagar la soldada anual de las tropas y dos túnicas para cada soldado. Ese fue el precio de la tregua.

Habiéndose así calmado las cosas en Etruria, surgió un nuevo problema a causa de la deserción repentina de los umbros, pueblo que hasta entonces había quedado al margen de los estragos de la guerra excepto por haber sufrido sus tierras el paso de los romanos. Convocaron a todos sus guerreros y obligaron a gran parte de su población etrusca a reanudar las hostilidades. El ejército que reunieron era tan grande que comenzaron a hablar con fanfarronería sobre sí mismos y en términos de lo más despectivos sobre los romanos. Expresaron incluso su intención de dejar a Decio a su retaguardia y marchar directamente a atacar Roma. Sus intenciones fueron dadas a conocer a Decio; este enseguida se apresuró a marchas forzadas hasta una ciudad fuera de las fronteras etruscas y tomó posiciones en territorio de Pupinia [al sur del río Anio.- N. del T.], para controlar los movimientos del enemigo. Este movimiento hostil de los umbros fue considerado muy seriamente en Roma, y aún su lenguaje amenazante hizo que el pueblo, tras de su experiencia con la invasión gala, temiese por la seguridad de su Ciudad. Se enviaron, por lo tanto, instrucciones a Fabio, ordenándole que, si podía por el momento suspender las operaciones en el Samnio, marchase a toda velocidad hacia la Umbría. El cónsul actuó de inmediato según sus órdenes y se dirigió a marchas forzadas hacia Bevaña [antigua Mevania.- N. del T.], donde estaban estacionadas las fuerzas de los umbros. Estos le creían muy lejos, en el Samnio, con otra guerra entre manos, y su llegada repentina les produjo tal consternación que algunos aconsejaron retirarse a sus ciudades fortificadas mientras otros estaban a favor de abandonar la guerra. Una sola comarca, a la que sus nativos llamaban Materina, no solo mantuvo a los demás bajo las armas, sino que incluso los indujo a combatir de inmediato. Atacaron a Fabio mientras estaba fortificando su campamento. Cuando este les vio correr hacia sus trincheras, mandó retirar a sus hombres de sus trabajos y los dispuso en el mejor orden que el tiempo y el terreno le permitió. Les recordó la gloria que habían ganado en Etruria y en el Samnio, y les ordenó acabar con este pequeño resto de la guerra etrusca y darles una adecuada retribución por el lenguaje impío con el que el enemigo había amenazado con atacar a Roma. Sus palabras fueron recibidas con tanto entusiasmo por sus hombres que sus gritos interrumpieron la arenga de su comandante, y sin esperar la voz de mando o el toque de tubas y cuernos, se lanzaron corriendo hacia el enemigo. No les atacaron como a hombres armados; resulta increíble pero empezaron arrebatando los estandartes a quienes los llevaban, después arrastraron a los propios portaestandartes hasta donde el cónsul y empujaron a los soldados de un ejército al otro; se combatió por todas partes más con los escudos que con las espadas, derribando a los hombres con los umbos de los escudos y con golpes en los hombros. Hubo más prisioneros que muertos y solo se oía un grito entre las filas: «¡Arrojad vuestras armas!». Así, en el campo de batalla, los principales culpables de la guerra se rindieron. Durante los siguientes días, el resto de los pueblos de la Umbría se sometieron. Los ocriculanos llegaron a un compromiso mutuo con Roma y fueron admitidos en su amistad.

[9.42] Después de dar un fin victorioso a la guerra que había tocado a su colega, Fabio regresó a su propia provincia. Como había dirigido las operaciones con tanto éxito, el Senado siguió el precedente establecido por el pueblo el año anterior y extendió su consulado a un tercer año, a pesar de la enérgica oposición de Apio Claudio, que era ahora cónsul junto a Lucio Volumnio -307 a.C.-. Veo que algunos analistas que Apio fue candidato al consulado cuando aún era censor, y que Lucio Furio, un tribuno de la plebe, impidió la elección hasta que hubiese renunciado a su censura. Apareció un nuevo enemigo, los salentinos, y la conducción de esta guerra tocó a su colega; el propio Apio permaneció en Roma con el fin de reforzar su influencia mediante las obras públicas, pues la consecución de la gloria militar estaba en otras manos. Volumnio no tenía motivos para lamentar este arreglo; combatió en muchas acciones con éxito y capturó al asalto algunas ciudades enemigas. Fue pródigo en la distribución del botín, y esta generosidad resultó aún más agradable por sus maneras francas y cordiales; por tales cualidades hizo que sus hombres enfrentasen cualquier peligro o trabajo. Quinto Fabio, como procónsul, se enfrentó en batalla campal con los samnitas, cerca de la ciudad de Alife. Hubo muy pocas dudas en cuanto al resultado, el enemigo fue derrotados y obligado a huir a su campamento, y no lo habrían conservado si hubiese quedado más luz diurna. Antes de que se hiciera de noche, sin embargo, su campamento quedó completamente rodeado y nadie pudo escapar. Al día siguiente, durante el crepúsculo, hicieron propuestas de rendición, y esta fue aceptada a condición de que los samnitas partiesen con una sola pieza de ropa y tras haber pasado todos bajo el yugo. Nada se pactó respecto a sus aliados y hasta siete mil de ellos fueron vendidos como esclavos. Los que se declararon hérnicos fueron separados y puestos bajo custodia; posteriormente, Fabio les envió a todos al Senado en Roma. Después de haberse investigado quiénes de ellos combatieron junto a los samnitas como voluntarios y quiénes a la fuerza, se les entregó a la custodia de las ciudades latinas. Los nuevos cónsules, Publio Cornelio Arvina y Quinto Marcio Trémulo -306 a.C.-, recibieron órdenes de presentar todo el asunto de los prisioneros ante el Senado. Los hérnicos se resintieron de esto y los anagninos convocaron su consejo nacional, que se reunió en el circo llamado Marítimo; así, toda la nación, con excepción de Alatri, Ferentino y Veroli [antiguas Aletrium, Ferentinum y Verula.- N. del T.], declaró la guerra a Roma.

[9.43] También en el Samnio, una vez que Fabio hubo evacuado el país, se produjeron nuevos movimientos. Calacia, Sora y las guarniciones romanas que había allí fueron tomadas al asalto, a los soldados capturados se les maltrató de manera cruel. Publio Cornelio fue enviado allí con un ejército. Anagninos y hérnicos habían correspondido a Marcio. Al principio el enemigo ocupó una posición, bien elegida, entre los campamentos de ambos cónsules, de modo que ningún mensajero, por ligero que fuese, pudo pasar y, durante algunos días, ambos cónsules estuvieron sin noticias e inquietos por no saber de los movimientos del otro. Llegaron nuevas a Roma de este estado de cosas, y se llamó a todos los hombres disponibles para el servicio; se alistaron dos ejércitos completos para afrontar cualquier emergencia inesperada. Pero el progreso de la guerra no justificó esta extrema inquietud, ni era digna de la antigua reputación que tenían los hérnicos. No intentaron nada que valga la pena mencionar, a los pocos días perdieron sucesivamente tres campamentos y pidieron un armisticio de treinta días para que sus embajadores pudiesen ir a Roma. Para obtenerlo, consintieron en proporcionar a las tropas romanas el sueldo de seis meses y una túnica por hombre. Los legados fueron remitidos por el Senado a Marcio, a quien le había dado plenos poderes para negociar, y este recibió la rendición formal de los hérnicos. El otro cónsul en el Samnio, aunque superior en fuerza, estaba más impedido en sus movimientos. El enemigo había bloqueado todas las carreteras y controlado los pasos para que no pudiesen llegar los suministros, y aunque el cónsul formó sus líneas y ofreció batalla cada día, no pudo llevar al enemigo a un combate. Estaba bastante claro que los samnitas no correrían el riesgo de un combate inmediato, y que los romanos no podrían soportar una campaña prolongada. La llegada de Marcio, que tras someter a los hérnicos había corrido en auxilio de su colega, imposibilitó al enemigo retrasar más las cosas. No se habían sentido lo bastante fuertes como para enfrentarse siquiera a un ejército en campo abierto, y sabían que su posición sería totalmente desesperada si ambos ejércitos consulares se unían; decidieron, por lo tanto, atacar a Marcio mientras marchaba, antes de que tuviese tiempo de desplegar a sus hombres. La impedimenta de los soldados se arrojó al centro a toda prisa y se formó la línea de combate tan bien como permitió el tiempo disponible. El sonido del grito de guerra extendiéndose y luego la vista de la nube de polvo en la distancia, produjeron gran expectación en el campamento de Cornelio. Este ordenó en seguida a los hombres que se armasen para la batalla, y los formó, a toda prisa, fuera del campamento. Sería, exclamó, una escandalosa vergüenza que permitiesen al otro ejército obtener en solitario una victoria que ambos debían compartir y que no pudiesen reclamar la gloria de una guerra que se les había encomendado especialmente a ellos. A continuación, hizo un ataque de flanco y, rompiendo por el centro del enemigo, llegó hasta su campamento, que estaba sin defensores, y lo quemó. Tan pronto como las tropas de Marcio vieron las llamas, y viéndolas también el enemigo al mirar hacia atrás, los samnitas huyeron en todas direcciones, pero no hubo lugar que les brindara un refugio seguro, la muerte les esperaba en todas partes.

Después de dar muerte a treinta mil enemigos, los cónsules dieron la señal de retirada. Estaban reuniendo y concentrando las tropas en medio de mutuas felicitaciones cuando aparecieron repentinamente nuevas cohortes enemigas en la distancia, compuestas por reclutas que habían sido enviados como refuerzos. Esto supuso la renovación de la carnicería, ya que, sin órdenes de los cónsules ni que se diera señal alguna, los romanos victoriosos los atacaron, gritando conforme cargaban que los reclutas samnitas tendrían que pagar un alto precio por su entrenamiento. Los cónsules no refrenaron el ardor de sus hombres, pues sabían muy bien que los soldados primerizos ni siquiera intentarían luchar cuando los veteranos a su alrededor se encontraban en desordenada fuga. No estaban equivocados; todas las fuerzas samnitas, veteranos y reclutas por igual, huyeron a las montañas más cercanas. Los romanos les persiguieron a continuación, ningún lugar ofreció refugio al derrotado enemigo, fueron expulsados de las alturas que habían ocupado y, por fin, con una sola voz rogaron la paz. Se les ordenó que suministrasen grano para tres meses, la paga de un año y una túnica para cada soldado; se mandó a los embajadores al Senado para que se les diesen las condiciones de paz. Cornelio se quedó en Samnio; Marcio entró en la ciudad en procesión triunfal tras haber sometido a los hérnicos. Se decretó para él una estatua ecuestre, que se erigió en el Foro, enfrente del Templo de Cástor. Tres de las comunidades hérnicas (Alatri, Veroli y Ferentino) vieron restaurada su independencia, pues prefirieron esto a la ciudadanía, y se les garantizó el derecho de matrimonio entre ellos, un privilegio que, durante un tiempo considerable, fueron las únicas comunidades hérnicas en disfrutar. Los anagninos y los demás que habían tomado las armas contra Roma fueron admitidos a la ciudadanía sin derecho a voto, se les privó del autogobierno y del derecho de matrimonio con los otros y a sus magistrados se les prohibió ejercer ninguna otra función excepto las relacionadas con la religión. En este año, el censor Cayo Junio Bubulco firmó un contrato para la construcción del templo de Salus que había ofrendado cuando participó como cónsul en la guerra samnita. Él y su colega, Marco Valerio Máximo, llevaron también a cabo la construcción de carreteras, con fondos públicos, por los distritos rurales. También ese año, se renovó por tercera vez el tratado con los cartagineses y se hicieron generosos regalos a los plenipotenciarios que llegaron con tal propósito.

[9.44] Publio Cornelio Escipión fue nombrado dictador este año, con Publio Decio Mus como jefe de la caballería, pues ninguno de los cónsules pudo dejar su puesto en campaña. Los cónsules electos fueron Lucio Postumio y Tiberio Minucio -305 a.C.-. Pisón sitúa a estos cónsules inmediatamente después de Quinto Fabio y Publio Decio, omitiendo los dos años en los que he insertado el consulado de Claudio y Volumnio y de Cornelio y Marcio. No está claro si esto se debió a un fallo de memoria al elaborar las listas o si les omitió deliberadamente. Los samnitas hicieron aquel año incursiones en el territorio de Estela [antigua Stellae.- N. del T.] en Campania. En consecuencia, ambos cónsules fueron enviados al Samnio. Postumio marchó a Tiferno y Minucio hizo de Boiano su objetivo. Postumio fue el primero en entrar en contacto con el enemigo y se libró una batalla en Tiferno. Algunos autores afirman que los samnitas fueron derrotados profusamente y que se tomaron veinticuatro mil 24.000 prisioneros. Según otros, la batalla tuvo un resultado indeciso y Postumio, con el fin de dar la impresión de que tenía miedo del enemigo, se retiró por la noche hacia las montañas, donde le siguió el enemigo y se atrincheró a unos dos millas de él [2960 metros.- N. del T.]. Para mantener la apariencia de haber buscado un lugar seguro y cómodo donde levantar un campamento, como así era realmente, el cónsul lo fortificó fuertemente y lo equipó con todo lo necesario. Luego, dejando un fuerte destacamento para guarnecerlo, hacia la tercera guardia condujo sus legiones sin bagajes, por la ruta más corta posible, hasta donde estaba su colega, quien también estaba acampado frente a otro ejército samnita. Actuando Minucio según el consejo de Postumio, y después que la batalla hubiese ocupado la mayor parte del día sin que ningún bando obtuviese ventaja, Postumio condujo sus legiones de refresco y efectuó un ataque por sorpresa contra las cansadas líneas enemigas. Agotados por el combate y por las heridas, fueron incapaces de huir y fueron prácticamente aniquilados. Se capturaron veintiún estandartes. Ambos ejércitos marcharon hacia el campamento que había levantado Postumio, y una vez allí atacaron, derrotaron y dispersaron a otro ejército enemigo, que estaba desmoralizado por las noticias de la batalla anterior. Se capturaron veintiséis estandartes, al jefe samnita, Estacio Gelio, gran cantidad de hombres que fueron hechos prisioneros y ambos campamentos. Al día siguiente atacaron Boiano, que pronto se tomó, y los cónsules celebraron un triunfo conjunto tras sus brillantes éxitos. Algunos autores afirman que el cónsul Minucio fue llevado de vuelta al campamento, gravemente herido, y murió allí; que Marco Fulvio fue nombrado cónsul en su lugar y, tras tomar el mando del ejército de Minucio, efectuó la captura de Boiano. Durante aquel año, Sora, Arpino y Mignano Monte Lungo [antigua Cesennia.- N. del T.] fueron recuperadas de los samnitas. También se erigió la gran estatua de Hércules, que se dedicó en el Capitolio.

[9.45] Publio Sulpicio Saverrión y Publio Sempronio Sofo fueron los siguientes cónsules -304 a.C.-. Durante su consulado, los samnitas, ansiosos por terminar, o al menos suspender, las hostilidades, enviaron emisarios a Roma para pedir la paz. A pesar de su actitud sumisa, no se encontraron con una acogida muy favorable. Se les contestó en el sentido de que si los samnitas no hubieran hecho a menudo propuestas de paz mientras realmente se preparaban para la guerra, posiblemente se hubieran llevado a cabo las negociaciones; pero habiendo resultado hasta ahora vanas sus palabras, los hechos resolverían la cuestión. Se les informó que el cónsul Publio Sempronio estaría en breve en el Samnio con su ejército, y él sería capaz de juzgar con exactitud si estaban más dispuestos a la paz o a la guerra. Cuando hubiera obtenido toda la información que precisara, la presentaría ante el Senado; a su vuelta del Samnio los embajadores podrían seguirle a Roma. Dondequiera que iba, Sempronio hallaba a los samnitas en pacífica disposición y dispuestos a suministrarle provisiones con generosidad. El antiguo tratado, por lo tanto, fue renovado. De aquí, las armas romanas se volvieron contra sus antiguos enemigos ecuos. Durante muchos años, esta nación había permanecido tranquila, disimulando sus verdaderos sentimientos bajo una actitud pacífica. Mientras los hérnicos permanecieron sin someter, los ecuos cooperaron frecuentemente con ellos mandando ayuda a los samnitas, pero tras su sometimiento final casi toda la nación ecua se quitó la máscara y se pasó abiertamente al enemigo. Después que Roma hubiera renovado el tratado con los samnitas, los feciales acudieron ante los ecuos en demanda de satisfacción. Se les dijo consideraban su demanda, simplemente, como un intento de los romanos para intimidarles con amenazas de guerra para que se convirtiesen en ciudadanos romanos. ¿Cómo iba a ser esto algo deseable, si cuando a los hérnicos se les permitió elegir escogieron vivir bajo sus propias leyes en vez de convertirse en ciudadanos de Roma? Para hombres a quienes no se les permitía escoger, sino que se les convertía en ciudadanos a la fuerza, sería un castigo.

Habiendo sido expresada unánimemente esta opinión en sus diversos consejos, los romanos ordenaros que se declarase la guerra a los ecuos. Tanto los cónsules marcharon en campaña y se situaron en una posición a cuatro millas de distancia [5920 metros.- N. del T.] del campamento del enemigo. Como los ecuos no habían sufrido en mucho tiempo una guerra nacional, su ejército parecía alistado a toda prisa, sin generales adecuados, disciplina ni obediencia. Ellos estaban en total confusión; algunos eran de la opinión de que debían dar batalla, otros pensaban que debían limitarse a defender su campamento. La mayoría estaban influenciados por la perspectiva de ver sus campos devastados y sus ciudades, con sus escasas guarniciones, destruidas. Entre esta diversidad de opiniones, prevaleció una que anteponía al interés general el propio de cada hombre. Se les aconsejó abandonar su campamento en la primera guardia, llevarse todas sus pertenencias y dispersarse hacia sus respectivas ciudades para proteger sus propiedades detrás de sus murallas. Este consejo encontró la más cálida aprobación general. Mientras que el enemigo se marchaba con tal desorden a sus casas, los romanos, tan pronto amaneció, salieron con sus estandartes y formaron en orden de batalla, al no encontrar ningún oponente se dirigieron a paso ligero hacia el campamento enemigo. No encontraron aquí a nadie de guardia ante las puertas o sobre la empalizada, ningún ruido de los acostumbrados en un campamento y, temiendo que el desacostumbrado silencio fuera señal de haberse preparado alguna trampa, se detuvieron. Por fin, escalaron la empalizada y lo hallaron todo desierto. Empezaron a seguir entonces los pasos del enemigo, pero como este se había diseminado en todas direcciones por igual, se vieron inducidos a error. Posteriormente descubrieron, por medio de sus exploradores, cuál fue la intención del enemigo, atacando sucesivamente sus ciudades. En un lapso de dos semanas asediaron y capturaron treinta y una ciudades fortificadas. La mayoría fue saqueada y quemada, y la nación de los ecuos fue casi exterminada. Se celebró un triunfo sobre ellos y, advertidos por su ejemplo, los marrucinos, los marsios, los pelignos y los ferentinos enviaron mensajeros a Roma para pedir la paz y su amistad. Estas tribus consiguieron un tratado con Roma.

[9.46] Fue durante este año que Cneo Flavio, escriba, hijo de un liberto, de origen humilde pero de clara inteligencia y buen orador, se convirtió en edil curul. Veo en algunos analistas la afirmación de que al llegar el momento de la elección de ediles, encontrándose con que el primer voto emitido lo fue en su favor y siendo rechazado con considerar que era un escriba, arrojó su tableta de escritura y juró que no seguiría con esa profesión. Licinio Macer, sin embargo, intenta demostrar que ya había dejado mucho antes ese empleo, pues había sido tribuno de la plebe y en dos ocasiones desempeñó el cargo de triunviro, la primera como triunviro nocturno y la segunda como uno de los tres encargados del asentamiento de una colonia. Comoquiera que sea, no hay duda de que mantuvo una actitud desafiante hacia los nobles, que miraban su origen humilde con desprecio. Hizo público el derecho civil y las formas procesales que eran ocultadas por los pontífices en los archivos; exhibió en el Foro un calendario escrito en tablones blanqueados, sobre el que se indicaban los fastos, para que se supiese cuándo estaban permitidos los asuntos legales; para gran disgusto de la nobleza, dedicó el templo de la Concordia en el Vulcanal. A estos efectos, el Pontífice Máximo, Cornelio Barbado, fue obligado por la voz unánime del pueblo a recitar la forma usual de la devoción a pesar de su insistencia en que, de acuerdo con la costumbre ancestral, nadie excepto un cónsul o un imperator [jefe militar aclamado así por sus soldados. Aún faltan tres siglos para que la voz emperador aproxime su significado al del actual en castellano.- N. del T.] podía dedicar un templo. Fue como consecuencia de esto que el Senado autorizara que se presentase al pueblo una medida para que nadie dedicase un templo o un altar sin que le fuera ordenado por el Senado o por una mayoría de los tribunos de la plebe.

Relataré un incidente, bastante trivial en sí mismo, pero que ofrece una prueba evidente de la forma en que se afirmaron las libertades de la plebe en contra de la soberbia de la nobleza. Flavio fue a visitar a su colega, que estaba enfermo. Como varios jóvenes nobles que estaban sentados en la sala habían acordado no levantarse cuando entrase, ordenó que se trajese su silla curul y, desde aquel sitial de dignidad, contempló tranquilamente a sus enemigos, que permanecían llenos de envidia. La elevación de Flavio a la edilidad resultó, sin embargo, labor de un partido en el Foro que había obtenido su poder durante la censura de Apio Claudio. Pues Apio había sido el primero en contaminar el Senado con la elección de hijos de libertos, y cuando nadie reconoció la validez de estas elecciones y él no consiguió en la Curia la influencia que había buscado ganar en la Ciudad, sobornó a los comicios centuriados y a los comicios tribunados distribuyendo la escoria del populacho entre todas las tribus. Tal fue la profunda indignación suscitada por la elección de Flavio, que la mayoría de los nobles arrojaron sus anillos de oro y condecoraciones militares como señal de luto. A partir de ese momento los ciudadanos se dividieron en dos partidos; la parte no sobornada del pueblo, que estaba a favor y apoyaba a los hombres íntegros y patriotas, quería una cosa, la chusma del Foro, otra distinta, este estado de cosas duró hasta que Quinto Fabio y Publio Decio fueron nombrados censores. Quinto Fabio, en aras de la concordia y al mismo tiempo para evitar que las elecciones fuesen controladas por lo más bajo del populacho, puso a todos los ciudadanos de la clase más baja («la chusma del Foro») en cuatro tribus a las que llamó «las tribus urbanas». En agradecimiento por su acción, se dice, recibió un apodo que no se le había otorgado tras todos sus triunfos y que ahora se le daba por la sabiduría mostrada al repartir así los estamentos del Estado, el cognomen de «Máximo» [Maximus en el original latino: el más grande, literalmente.- N. del T.]. Se dice que fue también él quien instituyó el desfile anual de la caballería el 15 de julio.