Tito Livio, La historia de Roma – Libro IV (Ab Urbe Condita)

Tito Livio, La historia de Roma - Libro cuarto: El creciente poder de la plebe. (Ab Urbe Condita).

La historia de Roma

Tito Livio

Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.

La historia de Roma

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Libro cuarto

El creciente poder de la plebe.

[4,1] Los cónsules que siguieron fueron Marco Genucio y Cayo Curcio -445 a.C.-. El año resultó problemático, tanto en casa como en el extranjero. A comienzos del año, Cayo Canuleyo, un tribuno de la plebe, presentó una ley relativa al matrimonio entre patricios y plebeyos. Los patricios consideraban que su sangre se contaminaría y se desfigurarían los derechos de las gens. Entonces los tribunos empezaron a proclamar que un cónsul debía ser elegido de la plebe, y las cosas llegaron tan lejos que nueve tribunos presentaron una ley para que la plebe tuviese capacidad de elegir cónsules a quien quisiesen, tanto de entre los plebeyos como de entre los patricios. Los patricios creían que, si esto ocurría, el poder supremo no sólo sería degradado al ser compartido con lo más bajo del pueblo, sino que pasaría completamente de los hombres más importantes del Estado en manos de la plebe. El Senado no lamentó, por lo tanto, saber que Ardea se había rebelado como consecuencia de la injusta decisión sobre el territorio [ver libro 3,72.- N. del T.], que los Veyentinos habían devastado los distritos de la frontera romana, y que volscos y ecuos protestaban contra la fortificación de Verrugo; hasta tal punto preferían la guerra, aunque no se venciese, a una paz ignominiosa. Al recibir esos informes (que eran un tanto exagerados), el Senado trató de ahogar la voz de los tribunos en el fragor de tantas guerras, ordenando un alistamiento y que se hicieran los preparativos para la guerra con todo vigor, más aún, si fuera posible, que durante el consulado de Tito Quincio. Entonces Cayo Canuleyo se dirigió al Senado con un discurso breve y airado. Era, dijo, inútil que los cónsules esgrimieran las amenazas con la esperanza de distraer la atención de la plebe de las proposiciones de ley; mientras él viviese, nunca harían un alistamiento hasta que la plebe hubiese aprobado las medidas presentadas por él mismo y por sus colegas. En el acto convocó una Asamblea.

Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.

[4.2] Los cónsules empezaron a apremiar al Senado para tomar medidas contra los tribunos, y al mismo tiempo los tribunos provocaban agitación contra los cónsules. Los cónsules declararon que los procedimientos revolucionarios de los tribunos ya no serían tolerados, los asuntos habían llegado al punto de crisis y había una guerra en casa aún más amarga que la del extranjero. Esto no era tanto culpa de la plebe como del Senado, ni más de los tribunos que de los cónsules. Las cosas que más se desarrollan en un Estado son las que se alientan con recompensas; es así como los hombres vienen buenos ciudadanos en tiempos de paz y buenos soldados en tiempos de guerra. En Roma, se conseguían las mayores recompensas mediante las agitaciones sediciosas, éstas habían supuesto siempre honores a la gente, tanto individualmente como en conjunto. Los presentes deberían reflexionar sobre la grandeza y la dignidad del Senado, cómo la habían recibido de sus padres y considerar lo que iban a entregar a sus hijos, para que pudieran ser capaces de sentir orgullo al extender y hacer crecer su influencia, como la plebe se sentía orgullosa de las suyas. No había ninguna solución definitiva a la vista, ni la habría mientras a los agitadores se les honrase en proporción al éxito de su agitación. ¡Qué tremendas cuestiones había planteado Cayo Canuleyo! Abogaba por la confusión de las gens, manipulándolas con los auspicios, tanto los del Estado como los individuales, para que nada puro quedase, nada sin contaminación, y en la desaparición de las distinciones de rango nadie sabría distinguir a sus parientes. ¿Qué otro resultado tendrían los matrimonios mixtos, excepto hacer que las uniones entre patricios y plebeyos fuesen casi como la asociación promiscua de los animales? Los hijos de esos matrimonios no sabrían qué sangre corría por sus venas, qué ritos sagrados deberían oficiar; mitad patricios, mitad plebeyos, ni siquiera estaría en armonía consigo mismos. Y como si fuera un asunto sin importancia poner todas las cosas divinas y humanas en confusión, los perturbadores del pueblo se abalanzaban ahora sobre el consulado. En un primer momento, la cuestión de que uno de los cónsules fuera elegido por el pueblo se discutía sólo en conversaciones privadas, ahora se presentaba una moción dando poder al pueblo para elegir cónsules a quienes quisieran, patricios o plebeyos. Y no había sombra de duda de que elegirían a los más peligrosos revolucionarios de la plebe; Canuleyos e Icilios serían cónsules. ¡Ojalá que Júpiter Óptimo Máximo nunca permita que un poder tan verdaderamente real por su majestad caiga tan bajo! Preferirían morir mil muertes antes que sufrir la perpetración de tal ignominia. Si sus antepasados hubiesen adivinado que todas sus concesiones sólo servirían para hacer a la plebe más exigente, no más amistosa, pues su primer éxito sólo les había empujado a hacer más y más exigencias, era evidente que habrían antes resistido hasta el final que permitir que les obligasen con aquellas leyes. Al haberse hecho una vez una concesión en el asunto de los tribunos, se había hecho de nuevo; no había fin para ellas. Los tribunos de la plebe y el Senado no podían existir en el mismo Estado, esa magistratura o este orden (es decir, la nobleza) debían desaparecer. Debían oponerse a su insolencia y temeridad, y mejor tarde que nunca. ¿Se les iba a permitir con impunidad que indujeran a nuestros vecinos a la guerra al sembrar la semilla de la discordia e impedir así que el Estado se armase y defendiese contra quienes ellos habían despertado, y al fin convocado, al no permitir que se alistasen los ejércitos contra el enemigo? ¿Iba Canuleyo, en verdad, a tener la osadía de proclamar ante el Senado que hasta que no estuviesen dispuestos a aceptar sus condiciones, como las de un conquistador, impediría el alistamiento? ¿Qué otra cosa era aquello sino amenazar con traicionar a su país y permitir que fuera atacado y capturado? ¿¡Qué valor inspirarían sus palabras, no en la plebe romana, sino en los volscos, ecuos y Veyentinos!? ¿Qué no esperarían éstos, con Canuleyo como su líder, sino poder escalar el Capitolio y la Ciudadela, si los tribunos, después de despojar al Senado de sus derechos y su autoridad, le privaban también de su valor? Los cónsules estaban dispuestos dirigirles contra ciudadanos criminales antes que contra el enemigo en armas.

[4,3] En el momento mismo en que esto sucedía en el Senado, Canuleyo pronunció el siguiente discurso en defensa de sus leyes y en oposición a los cónsules: «Me imagino, Quirites, que a menudo he observado en el pasado cuán grandemente os despreciaban los patricios, cuánto les indignaba considerar que vivían en la misma Ciudad que ellos y dentro de las mismas murallas. Ahora, sin embargo, es perfectamente obvio, viendo con cuánta amargura se levantan para oponerse a nuestros proyectos de ley. ¿Por qué, cuál es nuestro propósito al presentarlas, salvo recordarles que somos sus conciudadanos, y que aunque no tenemos el mismo poder, aún habitamos el mismo país? En una de estas leyes, exigimos el derecho a matrimonios mixtos, un derecho que normalmente se concede a vecinos y extranjeros (de hecho, les hemos concedido la ciudadanía, que es más que los matrimonios mixtos, incluso a un enemigo vencido); en otra no proponemos nada nuevo, simplemente pedimos que vuelva al pueblo lo que es del pueblo y reclamamos que el pueblo romano pueda otorgar sus honores a quien quiera. ¿Por qué motivo se debieran implicar los cielos y la tierra?, ¿por qué recientemente, en la Curia, fui yo objeto de violencia personal?, ¿por qué manifiestan que no estarán quietos y amenazan con atacar nuestra autoridad inviolable? ¿No pervivirá la Ciudad, acabará nuestro dominio si se permite votar libremente al pueblo romano y que confíe el consulado a quien quiera, si se impide a cualquier plebeyo tener la esperanza de alcanzar el más alto honor si lo merece? ¿Tiene la frase «Que ningún plebeyo sea cónsul» el mismo significado que «ningún esclavo o liberto sea cónsul»? ¿Alguna vez se dan cuenta del desprecio en que viven? Robarían si pudieran vuestra parte de luz diurna. Están indignados porque respiráis, habláis y tenéis la forma de hombres. ¡Y aún, si a los dioses place, dicen que sería un acto de impiedad que un plebeyo fuese nombrado cónsul! Aunque no se nos permite el acceso a los Fastos [calendario en que se anotaban las fechas de celebraciones, fiestas, juegos y los acontecimientos memorables.- N. del T.], o a los registros de los pontífices, os ruego que nos digáis si se nos permitirá saber lo que se permite saber a los extranjeros: que los cónsules han tomado el lugar de los reyes y que no poseen ningún derecho o privilegio que antes no hubiese correspondiendo a los reyes. ¿Supongo que nunca habéis oído decir que Numa Pompilio, que no sólo no era patricio sino ni siquiera ciudadano romano, fue llamado de la tierra de los sabinos y tras ser aceptado por el pueblo y confirmado por el Senado, reinó como rey de Roma? ¿O qué, después de él, Lucio Tarquinio, que no sólo no pertenecía a ninguna gens romana sino ni siquiera a una italiana, siendo hijo de Demarato de Corinto, que se había asentado en Tarquinia, fue nombrado rey mientras los hijos de Anco estaban aún vivos? ¿O qué, después de él, otra vez, Servio Tulio, el hijo ilegítimo de una esclava capturada en Cornículo, ganó la corona sólo por el mérito y la capacidad? ¿Tengo que mencionar al sabino Tito Tacio, con quien el propio Rómulo, el Padre de la Ciudad, compartió su trono? Mientras no se rechace a ninguna persona adornada de méritos notables, crecerá el poder de Roma. ¿Considerarán entonces con disgusto a un cónsul plebeyo, cuando nuestros antepasados no mostraron aversión a tener extranjeros como reyes? Ni siquiera después de la expulsión de los reyes se cerró la Ciudad al mérito extranjero. La gens Claudia, en todo caso, que emigró de entre los sabinos, fue recibida por nosotros no sólo a la ciudadanía, sino incluso entre las filas de los patricios. ¿Podrá ser patricio un hombre que era extranjero, y después cónsul, y a un ciudadano romano, si pertenece a la plebe, impedírsele toda esperanza al consulado? ¿Creemos que es imposible que un plebeyo sea valiente, enérgico y capaz, tanto en la paz como en la guerra?, ¿o si existe un hombre así le impediremos tomar el timón del Estado?, ¿hemos de tener, preferiblemente, cónsules como los decenviros, los más viles de los mortales (quienes, no obstante, eran todos patricios) en vez de hombres que recuerden a los mejores reyes, hombres nuevos como ellos?, quienes si hay un hombre, ¿no le permitiera tocar el timón del Estado, vamos a tener, de preferencia, como los cónsules decenviros, los más viles de los mortales -que, sin embargo, eran patricios- y no los hombres que se parecen a los mejores de los reyes, hombres nuevos si se tratara?

[4.4] «Pero, se me puede decir, ningún cónsul, desde la expulsión de los reyes, ha sido elegido entre la plebe. ¿Y qué, entonces? ¿No se ha de introducir ninguna novedad?, ¿y por qué algo no se haya hecho aún (y en un nuevo pueblo hay muchas cosas que todavía no se han hecho), no se ha de hacer aun cuando sea algo favorable? En el reinado de Rómulo, no había pontífices, ni colegio de augures; fueron creados por Numa Pompilio. No había censos en el Estado, ni registro de clases y centurias, sino que fueron hechos por Servio Tulio. Nunca hubo cónsules; se crearon al expulsar a los reyes. No existía ni el poder ni el nombre de dictador; tuvo su origen en el Senado. No había tribunos de la plebe, ni ediles, ni cuestores; se decidió que debían crearse esas magistraturas. En los últimos diez años hemos designado decenviros a quienes encargamos poner por escrito las leyes, y luego suprimimos su magistratura. ¿Quién duda de que en una Ciudad fundada para siempre y sin límites a su crecimiento se han de nombrar nuevas autoridades, nuevos sacerdocios, modificaciones tanto en los derechos y privilegios de las gens como en los de los ciudadanos? ¿No hicieron esta prohibición de matrimonios mixtos entre patricios y plebeyos, que provoca tan serio daño a la república y tan gran injusticia a la plebe, los decenviros en estos últimos años? ¿Puede haber un mayor o más evidente signo de desgracia que una parte de la comunidad sea considerada indigna por la otra de celebrar matrimonios mixtos, como si estuviera contaminada? ¿Qué es esto, sino sufrir el exilio y el destierro dentro de las propias murallas? Están vigilantes para no relacionarse con nosotros por afinidad o parentesco, para que nuestra sangre no se mezcle con la suya. ¿Por qué?, la mayoría sois descendientes de albanos y sabinos y esta nobleza vuestra no la tenéis por nacimiento o sangre sino por cooptación en las filas patricias, habiendo sido elegidos para tal honor tanto por los reyes o, tras su expulsión, por mandato del pueblo. Si vuestra nobleza es contaminada por la unión con nosotros, ¿no la podríais haber mantenido pura mediante normas privadas, o no buscando novias entre la plebe y no sufriendo que vuestras hermanas o hijas se casen fuera de vuestro orden? Ningún plebeyo violentará a una virgen patricia, son los patricios quienes se entregan a tales prácticas criminales. Ninguno de nosotros ha obligado a otro a casarse en contra de su voluntad. Pero, en realidad, que esto pueda prohibirse por ley y que el matrimonio entre patricios y plebeyos se imposibilite es, de hecho, insultante para la plebe. ¿Por qué no se unen para prohibir los matrimonios entre ricos y pobres? En todas partes y en todas las épocas ha habido el consenso de que una mujer podía casarse en cualquier casa con la que se le hubiera prometido, y que un hombre podía casarse con una mujer de cualquier casa con la que se le hubiera prometido; y si este acuerdo encadenáis con la más insolente de las leyes, con ella quebraréis la sociedad y dividiréis en dos al Estado. ¿Por qué no redactáis una ley para que ningún plebeyo pueda ser vecino de un patricio, o que pueda caminar por su mismo camino, o sentarse junto a él en un banquete o permanecer en el mismo Foro? Porque, de hecho, ¿qué diferencia hay en que un patricio se case con una mujer plebeya o en que un plebeyo se case con una patricia? ¿Qué derechos se vulneran, por favor? Por supuesto, los hijos siguen el padre. No hay nada que busquemos en los matrimonios mixtos con vosotros, excepto que ahora se cuente con nosotros entre los hombres y los ciudadanos; no hay nada que podáis hacer, a menos que dejéis de disfrutar tratando de ver cuánto nos podéis insultar y degradarnos.

[4,5] «En una palabra, ¿os pertenece a vosotros el poder supremo o al pueblo romano? ¿Supuso la expulsión de los reyes vuestra absoluta supremacía o la libertad e igualdad para todos? ¿Es correcto y apropiado que el pueblo romano promulgue una ley si así lo desea, o vais, siempre que se proponga algo, a ordenar un alistamiento como forma de castigo? ¿Voy a llamar a las tribus a votar y, tan pronto como empiece, vais los cónsules a convocar a los aptos para el servicio para que pronuncien el juramento militar y luego enviarlos fuera al campamento, amenazando por igual a la plebe y a los tribunos? ¿No habéis comprobado en dos ocasiones qué valen vuestras amenazas contra una plebe unida? Me pregunto si era por nuestro bien que os abstuvisteis de un conflicto abierto; ¿pudiera ser que no quisierais la lucha porque el partido más firme era también el más modesto? Tampoco habrá ningún conflicto ahora, Quirites; ellos siempre tantearán vuestro ánimo, pero nunca vuestra fuerza. Y así, cónsules, los plebeyos están listos para seguiros a esas guerras, sean reales o imaginarias, a condición de que al restaurar el derecho a los matrimonios mixtos por fin se una esta república, que puedan unirse con vosotros por lazos familiares, que la esperanza de alcanzar altas magistraturas se afirme para los hombres de capacidad y energía, que esté abierto para ellos el asociarse a vosotros compartiendo el gobierno, y (lo que es la esencia de la justa libertad) regir y obedecer cuando corresponda, en la sucesión anual de magistrados. Si alguno va a obstaculizar estas medidas, podéis hablar de guerras y exagerarlas con rumores, nadie dará su nombre, nadie tomará las armas, nadie va a luchar por amos dominadores con quienes no tienen derecho en la vida pública a igualdad y honores, ni en la vida privada a los matrimonios mixtos.»

[4,6] Después que los dos cónsules se hubieran presentado en la Asamblea, los discursos dieron lugar a un altercado personal. El tribuno preguntó por qué no era adecuado que un plebeyo fuese elegido cónsul. Los cónsules dieron una respuesta que, aunque tal vez resultase cierta, resultó desafortunada en vista de la controversia que se mantenía. Dijeron: «Debido a que un plebeyo no podía tomar los auspicios, y la razón por la que los decenviros pusieron fin a los matrimonios mixtos fue para impedir que los auspicios quedasen contaminados por la incertidumbre de la descendencia». Esta respuesta exasperó amargamente a los plebeyos, pues creyeron que se les consideraba incompetentes para tomar los auspicios porque resultaban odiosos a los dioses inmortales. En la medida en que tenían en su tribuno al más enérgico líder y le apoyaban con la máxima determinación, la controversia terminó con la derrota de los patricios. Éstos consintieron con que se aprobase la ley del matrimonio mixto; principalmente porque creían que, con esto, o los tribunos abandonaban la demanda de cónsules plebeyos o, por lo menos, la pospondrían hasta después de la guerra, y que los plebeyos, contentos con lo que habían obtenido, se dispondrían a alistarse. Debido a su victoria sobre los patricios, Canuleyo era ahora inmensamente popular. Impulsados por su ejemplo, los demás tribunos lucharon con la mayor energía para garantizar la aprobación de su propuesta; y a pesar de que los rumores de guerra se hacían cada día más graves, ellos obstruían el alistamiento. Como ningún negocio podía ser tramitado en la Curia debido a la intervención de los tribunos, los cónsules celebraron los consejos con los notables en sus propias casas.

Era evidente que tendrían que ceder la victoria, fuese a sus enemigos extranjeros o a sus propios compatriotas. Valerio y Horacio fueron los únicos hombres de rango consular que no asistieron a estos consejos. Cayo Claudio estaba a favor de facultar a los cónsules para usar la fuerza armada contra los tribunos; los Quincios, Cincinatos y Capitolinos estaban en contra de herir o derramar la sangre de aquellos a los que en su tratado con la plebe habían consentido considerar inviolables. El resultado de sus deliberaciones fue que permitieron que los tribunos militares con poderes consulares fuesen elegidos tanto entre los patricios como entre los plebeyos; no se hizo ningún cambio en la elección de los cónsules. Este acuerdo satisfizo a los tribunos y a la plebe. Se notificó que se celebraría una Asamblea para la elección de tres tribunos con poderes consulares. No bien se hubo hecho este anuncio, cuando todos los que habían actuado o hablado fomentando la sedición, especialmente los que habían sido tribunos, se presentaron como candidatos y empezaron a moverse por el Foro en busca de votos. A los patricios, al principio, se disuadían de pretender la elección, pues al ver el estado de ánimo exasperado de los plebeyos consideraban que no tenían esperanzas, y estaban disgustados ante las perspectivas de tener que ocupar un cargo junto a aquellos hombres. Por último, bajo presión de sus líderes, para que no pareciese que se habían retirado de toda participación en el gobierno, consintieron en presentarse. El resultado de las elecciones demostró que cuando los hombres luchaban por la libertad y el derecho a desempeñar cargos, sus ánimos eran distintos de cuando ya había pasado la disputa y se podían formar un juicio imparcial. El pueblo estaba satisfecho ahora que se permitía votar a los plebeyos y no eligió a nadie sino a los patricios. ¿Cuándo en estos días se encontraría en un sólo individuo la moderación, la justicia y nobleza de espíritu que caracterizó entonces a todo el pueblo?

[4,7] En el tricentésimo décimo año después de la fundación de Roma -444 a.C-, los tribunos militares con poderes consulares asumieron su cargo por primera vez. Sus nombres eran Aulo Sempronio Atratino, Lucio Atilio, y Tito Cecilio, y durante su permanencia en el cargo la concordia en casa aseguró la paz en el extranjero. Algunos autores omiten toda mención a la propuesta de elegir cónsules de entre la plebe, y afirman que la creación de tres tribunos militares investidos con la insignia y la autoridad de los cónsules se hizo necesaria por la incapacidad de los dos cónsules para hacer frente al mismo tiempo a la Guerra Veyentina además de la guerra con los ecuos y los volscos y la deserción de Ardea. La jurisdicción de esa magistratura no estaba aún, sin embargo, firmemente establecida, por lo que a consecuencia de la decisión de los augures dimitieron de su cargo después de tres meses, debido a alguna irregularidad en su elección. Cayo Curtius, que había presidido su elección, no había ocupado correctamente su posición para tomar los auspicios. Llegaron embajadores de Ardea para quejarse de la injusticia cometida contra ellos; prometieron que si se corregía mediante la restauración de su territorio, se regirían por el tratado y seguirían siendo buenos amigos de Roma. El Senado respondió que ellos no tenían poder para anular una sentencia del pueblo, no existía precedente o ley que lo permitiera y que la necesidad de preservar la armonía entre los dos órdenes lo hacía imposible. Si los Ardeatinos estaban dispuestos a esperar que llegase el momento oportuno y a dejar la reparación de sus agravios en manos del Senado, luego se felicitarían por su moderación y descubrirían que los senadores estaban tan ansiosos porque no se les hiciera ninguna injusticia como porque la que se hubiera hecho se reparase rápidamente. Los embajadores dijeron que trasladarían todo el asunto de nuevo ante su Senado, luego fueron cortésmente despedidos.

Como el Estado estaba ahora sin ningún magistrado curul, los patricios se reunieron y nombraron a un interrex. Debido a una disputa acerca de si debían elegirse cónsules o tribunos militares, el interregno duró varios días. El interrex y el Senado trataron de asegurar la elección de cónsules; la plebe y sus tribunos la de tribunos militares. Ganó el Senado, pues los plebeyos estaban seguros de conferir cualquiera de los honores a los patricios y se abstuvieron de protestas vanas; mientras, sus líderes preferían una elección en la cual no tuvieran que dar sus votos a alguien indigno de desempeñar la magistratura. Los tribunos, también, renunciaron a una infructuosa protesta en beneficio de los líderes del Senado. Tito Quincio Barbado, el interrex, eligió como cónsules a Lucio Papirio Mugilano y a Lucio Sempronio Atratino -444 a.C.-. Durante su consulado se renovó el tratado con Ardea. Esta es la única prueba de que fueron los cónsules de ese año, pues no se les encuentra en los antiguos anales ni en la lista oficial de magistrados. La razón, según yo creo, fue que al haber al comienzo del año tribunos militares, los nombres de los cónsules que les sustituyeron fueron omitidos, como si los tribunos hubieran seguido en ejercicio durante todo el año. Según Licinio Macer, sus nombres se encontraron en la copia del tratado con Ardea, así como en los Libros Linteos del templo de Moneta [eran estos unos libros de tela o lienzo sobre tabla. Su uso en asuntos públicos está atestiguado hasta el siglo IV.- N. del T.]. A pesar de los síntomas alarmantes de disturbios entre las naciones vecinas, las cosas transcurrieron tranquilas, tanto en el extranjero como en casa.

[4,8] Tanto si hubo tribunos ese año como si fueron sustituidos por los cónsules, no hay duda de que al año siguiente -443 a.C.- los cónsules fueron Marco Geganio Macerino y Tito Quincio Capitolino; el primero fue cónsul por segunda vez, el último por quinta. Este año vio el comienzo de la censura, un cargo que, a partir de un comienzo modesto, llegó a ser de tal importancia que tenía la regulación de la conducta y la moral de Roma, el control del Senado y del orden ecuestre; la potestad para elevar y degradar también estaba en manos de estos magistrados; los derechos legales relativos a los lugares públicos y la propiedad privada, y los ingresos del pueblo romano, estaban bajo su control absoluto. Su origen se debió al hecho de que no se había celebrado un censo del pueblo durante muchos años, y ya no podía posponerse; pero los cónsules, con tantas guerras inminentes, no se sentían con plena libertad para afrontar la tarea. Se sugirió en el Senado que, como el asunto resultaría complicado y laborioso, no del todo adecuado para los cónsules, se necesitaba un magistrado especial que supervisara y custodiara las listas y tablas de registro y fijara la valoración de la propiedad y la situación de los ciudadanos a su discreción. Al no ser una propuesta de gran importancia, el Senado la aprobó gustosamente, ya que aumentaría el número de magistrados patricios del Estado, y yo creo que ellos preveían lo que realmente sucedió, que la influencia de quienes desempeñaran el cargo pronto aumentaría su autoridad y dignidad. Los tribunos, también, mirando más a la necesidad que ciertamente había de tal cargo que al prestigio que proporcionaría su administración, no se opusieron, para que no pareciese que se oponían hasta en los asuntos más pequeños. Los hombres más notables del Estado declinaron el honor, así que Papirio y Sempronio (sobre cuyos consulados hay dudas) fueron elegidos por el sufragio del pueblo para realizar el censo. Su elección para esta magistratura se hizo para recompensar el carácter incompleto de su consulado. Por las tareas que tenían que cumplir fueron llamados censores.

[4,9] Mientras esto ocurría en Roma, llegaron los embajadores de Ardea reclamando, en nombre de la antigua alianza y el tratado recientemente renovado, ayuda para su ciudad que había quedado casi destruida. No se les permitió, dijeron, disfrutar de la paz que en cumplimiento de la más sólida política habían mantenido con Roma, debido a conflictos internos. El origen y motivo de éstos se dice que fueron en parte unas luchas, que habían sido y serían más ruinosas para la mayoría de los Estados que las guerras exteriores o el hambre y la peste, o cualquiera de las otras cosas que se atribuyen a la ira de los dioses y que son los últimos males que un Estado pueda sufrir. Dos jóvenes cortejaban a una muchacha de origen plebeyo, célebre por su belleza. Uno de ellos, igual a la muchacha en nacimiento, era favorecido por sus tutores, que pertenecían a su misma clase; el otro, un joven noble cautivado únicamente por su belleza, era animado por la simpatía y buena voluntad de la nobleza. Este sentimiento incluso penetró parcialmente en la casa de la doncella, pues su madre, que deseaba para su hija un matrimonio tan alto como fuera posible, prefería al joven noble; mientras, los tutores, llevando su partidismo incluso hasta estos asuntos, trabajaban en favor del hombre de su propia clase. Como el asunto no se pudo resolver dentro de los muros de la casa, lo llevaron a juicio. Después de escuchar los razonamientos de la madre y de los tutores, los magistrados sentenciaron que se dispusiera el matrimonio de la muchacha de conformidad con los deseos de la madre. Pero fue más poderosa la violencia; pues lo tutores, tras arengar a cierto número de sus partidarios en el Foro sobre la iniquidad de la sentencia, reunieron un grupo de hombres y se llevaron a la doncella de casa de su madre. Fueron recibidos por una tropa aún más decidida de nobles, reunidos para acompañar a su joven compañero, que estaba furioso por el ultraje. Estalló una lucha desesperada y los plebeyos llevaron la peor parte. Con un espíritu muy diferente al de la plebe romana, marcharon completamente armados fuera de la ciudad y se apoderaron de una colina desde la que atacaron las tierras de los nobles y las asolaron a fuego y espada. Una multitud de artesanos, que no habían tomado parte previamente en el conflicto, excitados por la esperanza del saqueo, se unió a ellos y se hicieron los preparativos para sitiar la ciudad. Todos los horrores de la guerra estaban presentes en la ciudad, como si se hubiera infectado con la locura de los dos jóvenes que buscaban con las nupcias mortales la ruina de su país. Ambas partes consideraron la necesidad de reforzar sus fuerzas; los nobles acudieron a los romanos para que ayudaran a su sitiada ciudad; la plebe indujo a los volscos para que se les unieran en el ataque a Ardea. La voslcos, bajo la dirección de Cluilio, el ecuo, fueron los primeros en llegar y establecieron líneas de circunvalación alrededor de las murallas enemigas. Cuando las noticias de esto llegaron a Roma, el cónsul Marco Geganio partió en seguida con un ejército y situó su campamento a tres millas [4440 metros.- N. del T.] del enemigo, y como el día ya declinaba ordenó a sus hombres que descansaran. En la cuarta vigilia [un poco antes del amanecer; la noche se dividía en cuatro vigilias o guardias.- N. del T.] ordenó avanzar, y con tanta rapidez se efectuó y completó la orden, que al amanecer los volscos se vieron cercados por una circunvalación aún más fuerte que la que ellos habían realizado alrededor de la ciudad. En otra parte, el cónsul construyó un camino cubierto hasta la muralla de Ardea por la que sus amigos en la ciudad pudieran ir y venir.

[4.10] Hasta ese momento, el comandante volsco no había dispuesto reservas de provisiones, pues había podido alimentar a su ejército con el grano que llevaban cada día desde los campos vecinos. Ahora, sin embargo, al verse de pronto encerrado por las líneas romanas, se encontró desprovisto de todo. Invitó al cónsul a una conferencia, y le dijo que si el motivo por el que habían venido los romanos era levantar el sitio, él retiraría a los volscos. El cónsul respondió que correspondía a la parte derrotada someterse a las condiciones, no imponerlas, y que como los volscos habían venido por su propia voluntad a atacar a los aliados de Roma, no se marcharían en los mismos términos. Les exigió deponer sus armas, entregar a su general y reconocer su derrota poniéndose a sus órdenes; de lo contrario, tanto se quedasen como se marchasen, él se mostraría como un enemigo implacable pues antes quería llevar a Roma una victoria sobre ellos que no una paz fingida. La única esperanza de los volscos estaba en sus armas, y aunque no eran muchas, se arriesgaron. El terreno les era desfavorable para luchar, y más aún para huir. Como eran masacrados por todas partes, pidieron cuartel, pero sólo se les permitió salir después que su general se hubo rendido, hubieron entregado las armas y se pusieron bajo el yugo. Apesadumbrados por la desgracia y el desastre, se marcharon cubiertos con una sola prenda cada uno. Se detuvieron cerca de la ciudad de Túsculo, y debido a un viejo rencor que esa ciudad guardaba contra ellos, les atacaron por sorpresa, e indefensos como estaban, sufrieron un severo castigo, dejando unos pocos para llevar noticia de la catástrofe. El cónsul resolvió los problemas en Ardea decapitando a los cabecillas de los desórdenes y confiscando sus bienes en beneficio del tesoro de la ciudad. Los ciudadanos consideraban que la injusticia de la reciente decisión [ver libro 3,72.- N. del T.] quedó compensada por el gran servicio que Roma les había prestado, pero el Senado pensada que aún se debía hacer algo para borrar el recuerdo de la avaricia pública. El cónsul Quincio logró la difícil tarea de rivalizar en su administración civil con la gloria militar de su colega. Mostró tanto cuidado en mantener la paz y la concordia administrando justicia equitativamente a los más altos y a los más bajos, que mientras el Senado le consideraba un cónsul severo, los plebeyos lo tenían por uno indulgente. Se mantuvo firme contra los tribunos más por su autoridad personal que con hechos concretos. Cinco consulados marcados por el mismo tenor de conducta, toda una vida vivida de una manera digna de un cónsul, investido el hombre mismo con casi más reverencia que el cargo que ocupaba. Mientras estos dos hombres fueron cónsules no se habló de tribunos militares.

[4.11] Los nuevos cónsules fueron Marco Fabio Vibulano y Postumio Ebucio Cornicine -442 a.C.-. El año anterior fue considerado por los pueblos vecinos, fueran amistosos u hostiles, como el más memorable debido a la dificultad de los problemas asumidos para ayudar a Ardea en su peligro. Los nuevos cónsules, conscientes de que sucedían a hombres que se habían distinguido tanto en casa como en el exterior, estaban ansiosos por borrar de la mente de los hombres la infame sentencia. En consecuencia, obtuvieron un decreto senatorial ordenando que como la población de Ardea había sido gravemente reducida por los disturbios internos, un cuerpo de colonos se enviaría allí como protección contra los volscos. Este fue el motivo alegado en el texto del decreto, para ocultar su intención de anular la sentencia sin que sospechase la plebe y los tribunos. Habían acordado privadamente, no obstante, que la mayoría de los colonos serían rutulianos, que no se les daría otras tierras que las que se habían apropiado bajo la sentencia infame, y que ni un terrón se asignaría a un romano hasta que todos los rutulianos hubieran recibido su lote. Así volvió la tierra a los ardeatinos. Agripa Menenio, Tito Cluilio Sículo y Marco Ebucios Helva fueron los triunviros designados para supervisar el asentamiento de la colonia. Su cargo resultó no sólo muy impopular, sino que ofendió mucho a la plebe al repartir a los aliados tierras que la plebe había declarado oficialmente de su propiedad. Ni siquiera contaron con el favor de los líderes de los patricios, porque rehusaron dejarse influir por ellos. Los tribunos les encausaron, pero evitaron las actuaciones vejatorias al inscribirse a sí mismos entre los colonos y permaneciendo en la colonia que ahora poseían como testimonio de su justicia e integridad.

[4.12] Hubo paz en el extranjero y en el hogar durante este año y el año siguiente, cuando Cayo Furio Pacilo y Marco Papirio Craso fueron cónsules -441 a.C.-. Los Juegos Sagrados, que de acuerdo con un decreto senatorial habían sido dedicados por los decenviros con ocasión de la secesión de la plebe, se celebraron ese año. Petilio, que volvió a plantear la cuestión de la división del territorio, fue nombrado tribuno. Hizo esfuerzos infructuosos para provocar una sedición, y fue incapaz de prevalecer sobre los cónsules para llevar la cuestión ante el Senado. Después de gran lucha logró que el Senado debiera ser consultado tanto para las siguientes elecciones de cónsules como de tribunos consulares. Ordenaron que se eligieran cónsules. Se rieron de las amenazas del tribuno cuando amenazó con obstruir el alistamiento en un momento en que los estados vecinos estaban en paz y no había necesidad de guerra ni de prepararse para ella. Próculo Geganio Macerino y Lucio Menenio Lanato fueron los cónsules para el año -440 a.C.- que siguió a este estado de tranquilidad; un año notable por los múltiples desastres y peligros, sediciones, hambre y riesgo inminente de que el pueblo fuese sobornado e inclinase su cuello ante un poder despótico. Sólo faltaba una guerra extranjera. Si ésta hubiera ocurrido, para agravar el malestar universal, no habría sido posible resistir aún con la ayuda de todos los dioses.

Las desgracias empezaron con una hambruna, debida según unos a que el año no había sido favorable para los cultivos, o a que los cultivos habían sido abandonados por la atracción de los asuntos políticos y la vida en la Ciudad; ambos motivos fueron aducidos. El Senado culpó a la pereza de la plebe, los tribunos acusaban a los cónsules unas veces de falta de honradez y otras de negligencia. Por fin indujeron a la plebe, con la aquiescencia del Senado, para que nombrasen como Prefecto de la Anona [Praefectus Annonae en el original latino: encargado del suministro de grano a la Ciudad. Aún no se trataba de una magistratura anual y regular sino, más bien, de un cargo extraordinario.- N. del T.] a Lucio Minucio. En ese puesto tuvo más éxito como vigilante de la libertad que en el desempeño de su cargo, aunque al final se ganó merecidamente la gratitud y la reputación de haber aliviado la escasez. Envió a numerosos agentes por mar y tierra para visitar a las naciones vecinas pero, con la única excepción de Etruria, que presentó una oferta reducida, su misión fue infructuosa y no alivió el mercado. Se dedicó entonces a administrar cuidadosamente la escasez, y obligó a todos los que tenían algún grano a declarar la cantidad, y tras detraer el suministro de un mes para su propio consumo, vendió el resto al Estado. Reduciendo las raciones diarias de los esclavos a la mitad, sometiendo a los comerciantes de grano a la execración pública, con métodos rigurosos e inquisitoriales puso al descubierto la escasez y también la alivió. Muchos de la plebe perdieron toda esperanza, y en vez de arrastrar una vida de miseria se cubrieron la cabeza y se arrojaron al Tíber.

[4.13] Fue por ese tiempo cuando Espurio Melio, miembro del orden ecuestre y un hombre muy rico para esos días, se dio a una empresa, útil en sí misma, pero que sentaba un muy mal precedente y estaba dictada por motivos aún peores. A través de la intermediación de sus clientes y amigos extranjeros compró grano en Etruria, y esta misma circunstancia, creo, obstaculizó los esfuerzos del Gobierno por abaratar el mercado. Distribuyó gratuitamente ese grano y así se ganó el corazón de los plebeyos con su generosidad, de modo que dondequiera que fuese le acompañaba mucha gente que le veía como si fuera más que un simple mortal, y su popularidad parecía un presagio seguro de un consulado. Pero las mentes de los hombres nunca están satisfechas con las promesas de la Fortuna, y empezó a codiciar los más altos e inalcanzables objetivos; sabía que el consultado tendría que ganarse contra el deseo de los patricios, así que empezó a soñar con la realeza. Consideraba ésta como la única recompensa digna de sus grandes esfuerzos y gestiones. Las elecciones consulares estaban a punto de celebrarse, y como sus planes aún no habían madurado, esta circunstancia mostró ser su ruina. Tito Quincio Capitolino, un hombre muy difícil para cualquiera que pensase en una revolución, fue elegido cónsul por sexta vez, y Agripa Menenio, apodado Lanato, le fue asignado como colega -439 a.C.-. Lucio Minucio fue nombrado de nuevo Prefecto de la Anona, o bien su designación inicial lo era por tiempo indefinido mientras lo exigiesen las circunstancias; no hay nada definitivamente establecido más allá del hecho de que el nombre del prefecto fue incluido en los Libros Linteos entre los magistrados de ambos años. Minucio se encontraba desempeñando la misma función como funcionario del Estado que Melio había adoptado como ciudadano privado, y la misma clase de personas frecuentaban las dos casas. Hizo un descubrimiento que puso en conocimiento del Senado, a saber, que se estaban reuniendo armas en casa de Melio y que éste estaba manteniendo reuniones secretas donde se estaba planeando, sin duda, establecer una monarquía. El momento de para la acción no ha sido aún fijado, pero todo lo demás se había acordado; se había comprado a los tribunos para que traicionasen las libertades del pueblo, y a estos jefes del populacho se les había encargado diversas partes. Había, dijo, retrasado la presentación del informe casi hasta resultar demasiado tarde para la seguridad pública, para que no aparecer como autor de sospechas vagas y sin fundamento.

Al oír esto los líderes del Senado censuraron a los cónsules del año anterior por haber permitido las distribuciones gratuitas de trigo y las reuniones secretas subsiguientes, y fueron igualmente severos con los nuevos cónsules por haber esperado hasta que el Prefecto de la Anona hubiera hecho su informe, pues un asunto de tanta importancia no sólo tendría que haber sido denunciado por ellos, sino que también debían haberse ocupado de él. En respuesta, Quincio dijo que la censura contra los cónsules era inmerecida ya que, obstaculizados como estaban por las leyes que daban derecho de apelación, que se aprobaron para debilitar su autoridad, estaban lejos de poseer tanto poder como voluntad de castigar a los atroces con la severidad que merecían. Lo que se quería era no sólo un hombre fuerte, sino uno que fuera libre de actuar, sin ataduras legales. Él, por lo tanto, debía proponer a Lucio Quincio como dictador, pues tenía el coraje y la resolución que exigían tan grandes poderes. Todos aprobaron esta propuesta. Quincio al principio se negó y les preguntó qué pretendían exponiéndolo al final de su vida a una lucha tan amarga. Por fin, después que de todas partes de la Cámara le llovieran bien merecidos elogios y se le asegurase que «en mente de tanta edad no sólo había más sabiduría, sino también más valor que en todas las demás», mientras el cónsul se adhería a su decisión, consintió. Después de una orar a los dioses inmortales para que en momento de tanto peligro su vejez no resultase fuente de dato o descrédito para la república, Cincinato fue nombrado dictador. Nombró a Cayo Servilio Ahala como Jefe de la Caballería -439 a.C.-.

[4.14] Al día siguiente, después de situar guardias en diferentes puntos, bajó al Foro. La novedad y el misterio de la cuestión atrajo hacia él la atención de la plebe. Melio y sus aliados se dieron cuenta de que este tremendo poder se dirigía contra ellos, mientras que los que no sabían nada de la trama preguntaban qué disturbios o guerra repentina requerían de la suprema autoridad de un dictador, y aún que Quincio, a sus ochenta años, asumiese el gobierno de la república. Servilio, el Jefe de la Caballería, fue enviado por el dictador a Melio con un mensaje: «El dictador te convoca». Alarmado por la citación, le preguntó qué significaba. Servilio le explicó que tenía que afrontar su juicio y defenderse de la acusación formulada contra él por Minucio en el Senado. En éstas, Medio se retiró entre su grupo de seguidores y mirando alrededor de ellos empezó a escabullirse; entonces un funcionario, por orden del Jefe de la Caballería, le atrapó y empezó a llevárselo. Los espectadores lo rescataron, y mientras huía imploró «la protección de la plebe romana», y dijo que era víctima de una conspiración entre los patricios porque había actuado con generosidad hacia la plebe. Él los invitó a venir en su ayuda en esta crisis terrible, y no sufrir que lo masacraran ante sus ojos. Mientras él hacía estos llamamientos, Servilio le persiguió y lo mató. Salpicado con la sangre del hombre muerto y rodeado por un grupo de jóvenes patricios, regresó donde estaba el dictador y le informó de que Melio, tras ser convocado a comparecer ante él, había rechazado a su funcionario e incitado al populacho a un motín, y que ahora había recibido el castigo que merecía. «¡Bien hecho!», dijo el dictador «Cayo Servilio, has salvado a la República».

[4.15] El pueblo no sabía qué hacer respecto a estos hechos y estaba cada vez excitado. El dictador ordenó que se le convocara a una Asamblea. Les declaró abiertamente que Melio había sido muerto legalmente, incluso si no hubiera sido culpable del cargo de aspirar al poder real, porque se negó a presentarse ante el dictador cuando fue convocado por el Jefe de la Caballería. Que él, Cincinato, se había dedicado a investigar el caso; que después que lo hubiera investigado, Melio habría sido tratado de acuerdo con el resultado. Que al emplear la fuerza, para que no se le pudiera citar a juicio, se le tuvo que obligar a la fuerza. Ni se debía proceder con él como con un ciudadano que, habiendo nacido en un Estado libre bajo leyes y derechos asentados, en una Ciudad de la que él sabía que se había expulsado la monarquía; y que en el mismo año, a los hijos de la hermana del rey y a los hijos del cónsul que liberó a su patria les había condenado a muerte su propio padre, al descubrirse que habían conspirado para restaurar la realeza en la Ciudad; una Ciudad en que a Colatino Tarquinio el cónsul, odiado por su nombre, se le ordenó dimitir de su magistratura y marchar al exilio; en la que se ejecutó a Espurio Casio varios años después por hacer planes para asumir la soberanía; en la que los decenviros fueron recientemente condenados con la confiscación, el exilio y la muerte por su tiranía y despotismo; ¡en esa Ciudad Melio había planeado obtener el poder Real! ¿Y quién era este hombre? Porque ni la nobleza de nacimiento, ni los honores, ni los servicios al Estado abrían el camino de ningún hombre al poder soberano; ni aun a los Claudios ni a los Casios, por sus consulados, sus decenviratos, sus propios méritos y los de sus antepasados, ni por el esplendor de sus familias, se les permitió que aspirasen a alturas a las que resultaba impío elevarse. Pero Espurio Melio, para quien el tribunado de la plebe era más un objeto de deseo que una aspiración, un rico mercader de grano, había concebido la esperanza de comprar la libertad de sus compatriotas por dos libras de farro; había supuesto que un pueblo victorioso sobre todos sus vecinos podía ser arrastrado a la servidumbre arrojándole unos puñados de comida; ¡que a una persona a quien el Estado difícilmente podría digerir como senador, la toleraría como rey, en posesión de las insignias y autoridad de Rómulo, su fundador, que había descendido y luego regresado entre los dioses! Su acción debía ser considerada más una monstruosidad que un delito; y para expiar tal monstruosidad no bastaba con su sangre: se debían arrasar hasta allanarlo los muros entre los que se concibió tal locura, y su propiedad, contaminada por el precio de la traición, debía ser confiscada por el Estado. Ordenó, por lo tanto, que los cuestores vendieran esta propiedad y depositaran los beneficios en el Tesoro.

[4.16] A continuación dio órdenes para que la casa fuese inmediatamente arrasada y que el lugar donde estuvo fuese un perpetuo recordatorio de las impías esperanzas aplastadas. Posteriormente fue llamado el Equimelio. Lucio Minucio se presentó con la imagen de un buey de oro a las afueras de la puerta Trigemina. Como distribuyera el grano que había pertenecido a Melio al precio de un as por modio [el modio civil equivalía a unos 8,752 litros; el militar a 17,504 litros.- N. del T.], la plebe no planteó ninguna objeción a que se le honrase así: Encuentro dicho por algunos autores que este Minucio se pasó de los patricios a los plebeyos y que, después de ser elegido como undécimo tribuno, sofocó un disturbio que se produjo como consecuencia de la muerte de Melio. Resulta, sin embargo, difícilmente creíble que el Senado hubiera permitido este incremento en el número de los tribunos; o que un patricio, sobre todo, hubiera sentado tal precedente; ni que la plebe, tras serle concedida, no la mantuviera o por lo menos lo intentase. Pero la refutación más concluyente de la falsedad de la inscripción de la estatua se halla en la disposición legal, aprobada unos años antes, por la cual no era legal que los tribunos eligiesen un colega. Quinto Cecilio, Quinto Junio y Sexto Ticinio fueron los únicos miembros del colegio de tribunos que no apoyaron la propuesta de honrar a Minucio; y nunca dejaron de atacarles, unas veces a Minucio y otras a Servilio, ante la Asamblea ni de acusarles de la muerte inmerecida de Melio. Tuvieron éxito al asegurarse, en las siguientes elecciones, el nombramiento de tribunos militares en vez de cónsules, pues no tenían dudas de que para las seis vacantes (el número que se podía elegir en ese momento) serían elegidos algunos plebeyos, al darse cuenta de que ellos podrían vengar la muerte de Melio. Pero a pesar de la inquietud de los plebeyos por las muchas conmociones del año, no consiguieron nombrar más que tres tribunos con poderes consulares; entre ellos, Lucio Quincio, el hijo del Cincinato que, como dictador, levantó tanto odio que dio pretexto para los disturbios. Mamerco Emilio, hombre de la mayor dignidad, consiguió el mayor número de votos y Lucio Julio quedó en tercer lugar -438 a.C.-.

[4.17] Durante su magistratura, Fidenas, una colonia romana, se rebelaron y entregaron a Lars Tolumnio, rey de los veyentinos. La revuelta se agravó por un delito, a saber: Cayo Fulcinio, Clelio Tulio, Espurio Ancio y Lucio Roscio, que fueron enviados como embajadores para conocer las razones de este cambio de política, fueron asesinados por orden de Tolumnio. Algunos tratan de exculpar al rey, alegando que mientras jugaba a los dados hizo un lanzamiento afortunado y empleó una expresión ambigua que podía haber sido tomada como una orden para matarlos, y que los fidenenses lo tomaron así y esta fue la causa de la muerte de los embajadores. Esto resulta increíble; no es posible creer que cuando los fidenenses, sus nuevos aliados, llegasen para consultarle el cometer un asesinato que violaba el derecho de gentes, él hubiera vuelto sus pensamientos al juego, o que luego hubiera imputado el crimen a un malentendido. Es mucho más probable que él desease implicar a los fidenenses en tan horrible crimen, para que no les fuera posible esperar una reconciliación con Roma. Las estatuas de los embajadores asesinados se pusieron en los Rostra [tribuna desde la que se hacían los discursos en el Foro y que, desde el año 338 a.C., estaba adornada con los «rostra» o espolones de los navíos tomados a los anciates.- N. del T.]. Debido a la proximidad entre veyentinos y fidenenses, y todavía más por el nefasto crimen mediante el que habían comenzado la guerra, la lucha se presumía atroz. La intranquilidad por la seguridad nacional mantuvo tranquila a la plebe, y sus tribunos no plantearon dificultad para la elección de Marco Geganio Macerino como cónsul por tercera vez y de Lucio Sergio Fidenas, quien, según creo, fue así llamado por la guerra que después llevó a cabo -437 a.C.-. Él fue el primero que venció en un combate contra el rey de Veyes, a este lado del Anio. La victoria que obtuvo no fue de ninguna manera incruenta; hubo más duelo por los compatriotas muertos que alegría por la derrota enemiga. Debido la situación crítica de los asuntos públicos, el Senado ordenó que Mamerco Emilio fuera proclamado dictador. Eligió como su jefe de caballería a Lucio Quincio Cincinato, que había sido su colega en el colegio de tribunos consulares el año anterior, un hombre joven digno de su padre. A las fuerzas alistadas por los cónsules se añadió un cierto número de centuriones veteranos, expertos en la guerra, para completar el número de los que se perdieron en la última batalla. El dictador ordenó a Tito Quincio Capitolino y a Marco Fabio Vibulano que lo acompañaran como segundos al mando. El mayor poder del dictador, en manos de un hombre digno del mismo, desalojó al enemigo del territorio romano y lo envió al otro lado del Anio. Ocupó la línea de colinas entre Fidenas y el Anio, donde se atrincheró, y no bajó a las llanuras hasta las legiones de los faliscos llegaron en su apoyo. Luego, se levantó el campamento de los etruscos ante las murallas de Fidenas. El dictador romano eligió una posición no muy lejos de ellos, en la desembocadura del Anio en el Tíber, y extendió sus líneas tanto como pudo de un río al otro. Al día siguiente presentó batalla.

[4.18] Entre el enemigo había diversidad de opiniones. Los de Faleria, impacientes por estar sirviendo tan lejos de su hogar y llenos de autoconfianza, deseaban combatir; los de Veyes y Fidenas tenían más esperanzas en una prolongación de la guerra. Aunque Tolumnio estaba más inclinado a la opinión de sus propios hombres, anunció daría batalla al día siguiente, por si los faliscos se negasen a servir en una campaña larga. Esta vacilación por parte del enemigo dio al dictador y a los romanos nuevos ánimos. Al día siguiente, mientras los soldados decían que si no tenían la oportunidad de luchar atacarían el campamento enemigo y la ciudad, ambos ejércitos avanzaron sobre el terreno entre sus respectivos campamentos. El general veyentino, que era muy superior en número, envió un destacamento alrededor de la parte posterior de las colinas para atacar el campamento romano durante la batalla. Los ejércitos de los tres Estados estaban situados así: Los veyentinos ocupaban el ala derecha, los faliscos la izquierda y los fidenenses el centro. El dictador llevó a su ala derecha contra los faliscos, Quincio Capitolino condujo el ataque de la izquierda contra los veyentinos mientras el Jefe de la Caballería avanzó con sus jinetes contra el centro enemigo. Por unos instantes todo quedó en silencio e inmóvil, pues los etruscos no iniciarían la lucha a menos que se vieran obligados, y el dictador estaba mirando la Ciudadela de Roma y esperando la señal convenida de los augures, tan pronto como los augurios resultasen favorables. Tan pronto vio la señal, lanzó a la caballería que, dando un fuerte grito de guerra, cargó; la infantería la siguió en un ataque furioso. En ningún sitio aguantaron las legiones etruscas la carga romana; su caballería ofreció la mayor resistencia y el rey, con mucho el más valiente de ellos, cargó contra los romanos y mientras los perseguía en todas direcciones prolongó así el combate.

[4.19] Hubo ese día en la caballería un tribuno militar llamado Aulo Cornelio Coso, un hombre muy bien parecido y también muy distinguido por su fortaleza y valor, orgulloso de su nombre que, ilustre cuando lo heredó, aún lo sería más cuando lo legase a la posteridad. Cuando vio a los escuadrones romanos deshechos en todas partes por las repetidas cargas de Tolumnio montó, y reconociéndole por sus vestiduras reales al galopar entre sus líneas, exclamó: «¡¿Es éste el quebrantador de los tratados entre los hombres, el violador del derecho de gentes?! Si es voluntad del Cielo que exista algo sagrado en la tierra, mataré a este hombre y lo ofreceré en sacrificio a los embajadores asesinados». Picando espuelas a su caballo arremetió con la lanza en ristre contra este único enemigo, y habiéndole alcanzado y desmontado, saltó al suelo con ayuda de su lanza. Como el rey intentaba levantarse, le empujó de nuevo con el umbo de su escudo y lo clavó en tierra con repetidos golpes de lanza. Luego despojó el cuerpo sin vida y cortando su cabeza la hincó en su lanza, y llevándola en triunfo derrotó al enemigo que se aterró por la muerte del rey. Así la caballería enemiga, que por sí sola había puesto en duda el resultado de la batalla, se unió a la desbandada general. El dictador persiguió de cerca a las legiones que huían y las empujó a su campamento con gran mortandad. La mayoría de los fidenenses, que estaban familiarizados con el país, huyeron a las colinas. Coso, con la caballería, cruzó el Tíber y llevó a la Ciudad una enorme cantidad de botín del país de los veyentinos. Durante la batalla, también hubo un combate en el campamento romano con el destacamento que, como ya se dijo, Tolumnio había enviado para atacarlo. Fabio Vibulano, en un primer momento, se limitó defender la empalizada; luego, mientras la atención del enemigo se concentraba en forzar la valla, hizo una salida por la Puerta Principal con los triarios, a la derecha, y su ataque por sorpresa produjo tanto pánico al enemigo que aunque hubo menos muertos, por el menor número implicado, la huida fue tan desordenada como la del combate principal.

[4.20] Victorioso en todas partes, el dictador regresó a casa para disfrutar el honor de un Triunfo concedido por decreto del Senado y resolución de la plebe. Con mucho, la mejor visión del desfile resultó ver a Coso llevando los mejores despojos [spolia opima en el original latino: las armas y/o armadura u otros artículos tomados del enemigo derrotado; constituían la más preciada recompensa de un guerrero romano y sólo se reconocieron en tres ocasiones.- N. del T.] del rey a quien había dado muerte. Los soldados cantaban canciones groseras en su honor y le ponían a la altura de Rómulo. Dedicó solemnemente el botín a Júpiter Feretrio y los puso en su templo, cerca de los de Rómulo, que al ser los únicos en aquellos días, eran llamados prima opima [primeros mejores (despojos).- N. del T.]. Todas las miradas se volvían del carro del dictador a él; casi monopolizó los honores de la jornada. Por orden del pueblo, se encargó una corona de oro a expensas públicas, y fue colocada por el dictador en el Capitolio como ofrenda a Júpiter. Siguiendo a todos los escritores antiguos, he presentado a Coso como un tribuno militar llevando los segundos mejores despojos al templo de Júpiter Feretrio. Pero la denominación de spolia opima está restringida a aquellas que un comandante en jefe arrebata a otro comandante en jefe; también sabemos que no hay más comandante en jefe que aquel que dirige la guerra bajo los auspicios, y yo y los escritores antiguos nos vemos además refutados por la actual inscripción en los despojos, que declara que Coso las obtuvo cuando era cónsul. César Augusto, el fundador y restaurador de todos los templos, reconstruyó el templo de Júpiter Feretrio, que había caído en la ruina a causa de la edad, y una vez le oí decir que después de entrar en él leyó esa inscripción en los Libros Linteos con sus propios ojos. Después de eso, me pareció que sería casi un sacrilegio dejar de otorgar a Coso las pruebas sobre su botín dadas por el César, que restauró que templo. El error, si lo hay, puede haber surgido del hecho de que los antiguos anales y los Libros Linteos (las listas de magistrados conservados en el templo de Moneta que Licinio Macer cita frecuentemente como autoridades [hoy diríamos que las cita «como fuentes».- N. del T.] tienen un Aulo Cornelio Coso como cónsul junto a Tito Quincio Peno, diez años después; sobre esto que cada hombre juzgue por sí mismo. Porque la única razón para que esta famosa batalla no se pueda retrasar a dicha fecha posterior es que durante los tres años que precedieron y siguieron al consulado de Coso fue imposible la guerra, por culpa de la peste y el hambre; de manera que varios de los anales, como si fueran registros de defunciones, no dan más que los nombres de los cónsules. El tercer año después de su consulado aparece el nombre de Coso como tribuno consular, y en el mismo año se le presenta como Jefe de la Caballería, en cuyo desempeño combatió en otra brillante acción de caballería. Cada uno es libre de formar sus propias conjeturas; estos puntos dudosos, en mi opinión, pueden sustentar cualquier opinión. El hecho es que el hombre que libró el combate puso el botín recién ganado en el santuario sagrado cerca del mismo Júpiter, a quien fueron consagrados, con Rómulo a la vista (dos testigos poco dudosos de cualquier falsificación) y que se describió a sí mismo en la inscripción como «Aulo Cornelio Coso, cónsul».

[4.21] Marco Cornelio Maluginense y Lucio Papirio Craso fueron los siguientes cónsules -436 a.C.-. Se condujo a los ejércitos a territorio de los veyentinos y los faliscos, capturando hombres y ganado. No se halló enemigo en campo abierto, ni hubo ocasión alguna de luchar. Sus ciudades, sin embargo, no fueron atacados, pues el pueblo sufrió una epidemia. Espurio Melio, un tribuno de la plebe, trató de provocar alborotos, pero no lo consiguió. Basándose en la popularidad de su nombre, acusó a Minucio y presentó una propuesta para que se confiscaran las propiedades de Servilio Ahala, con el pretexto de que Melio había sido víctima de una falsa acusación por Minucio, mientras que Servilio era culpable de condenar a muerte a un ciudadano sin juicio. La gente prestó menos atención a estas acusaciones, incluso, que a su autor; estaban mucho más preocupados por el aumento de la virulencia de la epidemia y por los terribles presagios; la mayor parte de ellos versaban sobre terremotos que arruinaron las casas de distritos enteros del país. Por lo tanto, el pueblo ofreció una súplica solemne, dirigida por los duunviros [pudiera tratarse de los duumviri sacrorum, que guardaban e interpretaban los oráculos de las sibilas y prescribían las ceremonias para los sacrificios.- N. del T.]. El año siguiente -435 a.C.-, cuando fueron cónsules Cayo Julio por segunda vez, y Lucio Verginio, fue aún más grave y se produjo tan alarmante desolación en la Ciudad y en el campo que ninguna partida de saqueo partió de territorio romano ni tampoco el Senado o la plebe pensaban en tomar la ofensiva. Los fidenenses, sin embargo, que al principio habían permanecido en sus montañas y pueblos amurallados, bajaron hasta territorio romano y lo devastaron. Como no se pudo inducir a los faliscos para que reanudaran la guerra, ni por las peticiones de sus aliados ni por el hecho de que Roma estaba postrada por la epidemia, los fidenenses invitaron al ejército veyentino y ambos Estados cruzaron el Anio y desplegaron sus estandartes no lejos de la Puerta Colina. La alarma fue tan grande en la Ciudad como en los distritos rurales. El cónsul Julio dispuso sus tropas en el terraplén y la muralla; Verginius convocó al Senado en el templo de Quirino. Decretaron que Quinto Servilio debía ser nombrado dictador. Según una tradición, se apellidaba Prisco; según otra, Estructo. Verginio esperó hasta que pudo consultar a su colega; al obtener su consentimiento, nombró al dictador por la noche -434 a.C.-. Éste nombró a Postumio Ebucio Helva como Jefe de la Caballería.

[4.22] El dictador emitió una orden para que todos se reunieran fuera de la Puerta Colina al amanecer. Cada hombre lo bastante fuerte para portar las armas estaba presente. Los estandartes fueron trasladados rápidamente desde el Tesoro hasta donde estaba el dictador. Mientras se tomaban estas disposiciones, el enemigo se retiró a los pies de las colinas. El dictador les siguió con un ejército ansioso por combatir y se les enfrentó no lejos de Nomento. Las legiones etruscas fueron derrotadas y expulsadas hasta Fidenas; el dictador sitió la plaza con empalizadas de circunvalación. Pero, debido a su elevada posición y grandes fortificaciones, la ciudad no podía ser tomada al asalto; un bloqueo resultaba bastante poco eficaz, pues a la ciudad se le había suministrado grano suficiente para sus necesidades actuales y también tenían llenos sus almacenes con antelación. Así que abandonaron cualquier esperanza de rendir la plaza por asalto o por hambre. Al estar cerca de Roma, la naturaleza del terreno era bien conocida y el dictador era consciente de que el lado de la ciudad más alejado de su campamento estaba más débilmente fortificado debido a su fortaleza natural. Decidió hacer una mina desde ese lado hasta la ciudadela. Formó su ejército en cuatro divisiones, que se turnaban en la lucha; al mantener un ataque constante sobre las murallas desde todas direcciones, día y noche, impedía que el enemigo se diera cuenta de la obra. Por fin la colina fue horadada y quedó abierto el camino desde el campamento romano hasta la ciudadela. Mientras desviaban la atención de los etruscos, mediante ataques fingidos, del peligro real, los gritos del enemigo sobre sus cabezas les advirtieron de que la ciudad había sido tomada. Ese año, los censores Cayo Furio Pacilo y Marco Geganio Macerino asentaron la Villa Pública en el Campo de Marte [Villam Publicam en el original latino: edificio destinado a usos públicos como el archivo del censo, recepción de embajadores, etcétera.- N. del T.], y se hizo por primera vez el censo del pueblo.

[4,23] Encuentro en Licino Macer que los mismos cónsules fueron reelegidos para el año siguiente, Julio por tercera vez y Verginio por segunda -433 a.C.-. Valerio Antias y Quinto Tubero dan a Marco Manlio y a Quinto Sulpicio como los cónsules de ese año. A pesar de esta discrepancia, tanto Tubero como Macer dicen basarse en la autoridad de los Libros Linteos; ambos admiten que en los historiadores antiguos se afirmaba que hubo tribunos militares ese año. Licinio considera que debemos seguir sin vacilar los Libros Linteos; Tubero no termina de decidirse sobre cuál es la verdad. Pero entre los muchos puntos oscuros que dejó el transcurso del tiempo, éste también queda sin resolver. La captura de Fidenas produjo alarma en Etruria. No sólo temían los veyentinos un destino similar, sino que tampoco los faliscos habían olvidado la guerra que habían empezado aliados a ellos, aunque no hubiesen tomado parte en su reanudación. Los dos Estados enviaron delegados a los doce pueblos y, en cumplimiento de su solicitud, se convocó una reunión del Consejo Nacional de Etruria, a celebrar en el templo de Voltumna [sito en Volsines (hoy Bolsena).- N. del T.]. Como parecía inminente un gran conflicto, el Senado decretó que Mamerco Emilio debía ser nuevamente designado dictador. Aulo Postumio Tuberto fue nombrado Jefe de la Caballería. Los preparativos para la guerra se hicieron ahora con más energía que la última vez, pues se esperaba más daño desde toda la Etruria junta que de sólo dos de sus ciudades.

[4.24] Las cosas transcurrieron más tranquilamente de lo que nadie esperaba. Unos comerciantes trajeron la noticia de que se había negado la ayuda a los veyentinos; se les dijo que prosiguieran con sus propios medios la guerra que habían comenzado por su cuenta y que no buscaran, ahora que estaban en dificultades, aliados entre aquellos en quienes no quisieron confiar cuando eran las cosas les iban bien. El dictador estaba privado de toda oportunidad de adquirir fama en la guerra, pero él estaba ansioso de conseguir algo por lo que se recordase su dictadura y que evitase que pareciese un nombramiento innecesario; por consiguiente, tomó disposiciones para acortar el tiempo de la censura, fuese por pensar que tenía demasiado poder o porque le pareciese peor su larga duración, que no la grandeza del cargo. En consecuencia, convocó a la Asamblea y dijo que como los dioses se habían encargado de conducir los asuntos exteriores del Estado y asegurar todas las cosas, él haría lo necesario intramuros y se ocuparía de las libertades del pueblo romano. Estas libertades estaban más debidamente protegidas cuando lo la mayoría de los que tenían las grandes potencias no tienen ellos de largo, y cuando las oficinas que no podrían ser limitados en su jurisdicción fueron limitados en su tenencia. Mientras que las demás magistraturas eran anuales, la censura era quinquenal. Resultaba un agravio tener que vivir a merced de los mismos hombres durante tantos años, de hecho durante una parte considerable de la vida de uno. Él iba a promulgar una ley para que la censura no durase más que dieciocho meses. Promulgó la ley al día siguiente, entre la aprobación entusiasta de la gente, y luego hizo el siguiente anuncio: «Para que sepáis realmente, Quirites, cuánto desapruebo una gobernación prolongada, renuncio ahora a mi dictadura». Después de abdicar así de su propia magistratura y haber limitado la otra, fue acompañado a su casa entre muestras de buena voluntad y sinceras felicitaciones del pueblo. Los censores se mostraron indignados con Mamerco por haber limitado el poder de un magistrado romano; lo expulsaron de su tribu, incrementaron ocho veces su censo. Quedó registrado que lo sobrellevó magnánimo, pensando más en la causa que condujo a la ignominia que le infligían, que a la ignominia en sí. Los principales hombres entre los patricios, a pesar de desaprobar la limitación impuesta a la jurisdicción de la censura, quedaron sorprendidos por tan duro ejercicio del poder, pues cada uno reconocía que estaría sujeto al poder sensorial más frecuentemente y por más tiempo de lo que podrían ejercer ellos mismos el cargo. En todo caso, el pueblo, según se dice, se sintió más indignado que nadie; pero Mamerco tenía la autoridad suficiente para proteger a los censores de la violencia.

[4.25] Los tribunos de la plebe celebraron constantes reuniones de la Asamblea con miras a impedir la elección de los cónsules, y después de plantear asuntos casi hasta el nombramiento de un interrex, lograron que se eligieran tribunos militares consulares. Buscaron plebeyos a los que elegir como recompensa a sus esfuerzos, pero no se presentó ninguno; todos los elegidos fueron patricios. Sus nombres eran: Marco Fabio Vibulano, Marco Folio, y Lucio Sergio Fidenas. La peste de ese año -433 a.C.- mantuvo todo en calma. Los duunviros ejecutaron muchas cosas, prescritas por los libros sagrados, para apaciguar la ira de los dioses y eliminar la peste del pueblo. La tasa de mortalidad, no obstante, fue elevada tanto en la Ciudad como en los distritos agrarios; hombres y bestias perecieron por igual. Debido a las pérdidas entre los agricultores, se temió por una hambruna a consecuencia de la peste y se enviaron agentes a Etruria, al territorio pontino y Cumas, y luego hasta a Sicilia para obtener grano. No se hizo mención de la elección de los cónsules; fueron nombrados tribunos militares consulares, todos patricios. Sus nombres eran Lucio Pinario Mamerco, Lucio Furio Medulino y Espurio Postumio Albo. En este año -432 a.C.- la violencia de la epidemia disminuyó y no hubo escasez de grano, debido a la provisión que se había hecho. Se discutieron proyectos de guerra en los consejos nacionales de los volscos y ecuos y, en Etruria, en el templo de Voltumna. Allí, la cuestión se aplazó por un año y se aprobó un decreto para que no se celebrara ningún Consejo hasta trascurrido el año, a pesar de las protestas de los veyentinos, quienes declararon que el mismo destino que se había apoderado de Fidenas los amenazaba.

En Roma, mientras tanto, los dirigentes de la plebe, al ver que no tenían esperanzas de alcanzar mayores dignidades mientras hubiera paz en el exterior, se reunieron en las casas de los tribunos donde discutieron sus planes en secreto. Se quejaban de que habían sido tratados con tal desprecio por la plebe, que aunque ahora se habían elegido tribunos militares consulares durante varios años, ni un solo plebeyo había alcanzado dicho cargo. Sus antepasados habían mostrado mucha previsión al asegurarse de que las magistraturas plebeyas no estuviesen abiertas a los patricios; de lo contrario, deberían haber tenido a patricios como tribunos de la plebe, pues tan insignificantes eran a ojos de su propio orden que eran menospreciados por los plebeyos tanto como por los patricios. Otros exculpaban al pueblo y echaban la culpa a los patricios, porque su falta de escrúpulos y su ambición cerraban la carrera de honores [ad honorem iter en el original: sinónimo del cursus honorum o carrera pública en la que se comenzaban desempeñando cargos menores hasta alcanzar el consulado o la censura.- N. del T.] a los plebeyos. Si a la plebe se le daba un respiro de sus amenazas y súplicas, podrían pensar en los de su propio partido cuando fueran a votar, y por sus esfuerzos unidos ganarían cargos y poder. Se decidió que, con el fin de acabar con los abusos de los escrutinios, los tribunos debían presentar una ley prohibiendo a cualquier que blanqueara su toga cuando se presentara como candidato. Para nosotros, ahora, la cuestión puede parecer trivial y que no merecía la pena un debate serio; pero, por entonces, encendió un tremendo conflicto entre patricios y plebeyos. Los tribunos, sin embargo, lograron promulgar su ley y fue evidente que, irritados como estaban, los plebeyos apoyarían a sus propios hombres. Para que no tuvieran libertad de hacerlo, se aprobó una resolución en el Senado para que se celebrasen las elecciones para nombrar a los próximos cónsules.

[4.26] La razón de esta decisión fue el anuncio que hicieron los latinos y los hérnicos de un repentino levantamiento entre los volscos y los ecuos. Tito Quincio Cincinato, apodado Peno e hijo de Lucio, y Cayo Julio Mento fueron nombrados cónsules -431 a.C.- [otras fuentes dan Cneo como praenomen, pero hemos elegido Cayo por ser habitual en los Julios, no serlo Cneo y saberse que cada gens usaba sólo unos pocos nombres de pila.- N. del T.]. La guerra estalló enseguida. Tras haber ordenado el alistamiento bajo la Lex Sacrata, que era el medio más poderoso que tenían para obligar a los ciudadanos a que sirvieran, partieron así ambos ejércitos [los de cada cónsul.- N. del T.] y se encontraron en el Álgido; allí se habían atrincherado los ecuos y los volscos en campamentos separados. Sus generales pusieron más cuidado que en ocasiones anteriores al construir sus fortificaciones y al entrenar sus tropas. La noticia de esto aumentó el terror en Roma. En vista del hecho de que estas dos naciones, después de sus numerosas derrotas, renovaban ahora la guerra con más energía que la que antes habían empleado y, además, que una considerable cantidad de romanos aptos para el servicio había causado baja durante la epidemia, el senado decidió designar un dictador. Pero el mayor temor fue provocado por la perversa obstinación de los cónsules y sus constantes altercados en el Senado. Algunos autores afirman que estos cónsules combatieron sin éxito en una batalla en el Álgido y que por esta razón se nombró un dictador. Hay acuerdo, sin embargo, en que aunque los cónsules no estaban de acuerdo en otros asuntos, sí lo estuvieron en oponerse al Senado e impedir que se nombrase un dictador. Al final, cuando cada noticia que llegaba era más alarmante que la anterior y los cónsules rechazaban aceptar la autoridad del Senado, Quinto Servilio Prisco, que había desempeñado las más altas magistraturas del estado con distinción, exclamó: «¡Tribunos de la plebe! Ahora que las cosas han llegado al extremo, el Senado os exhorta para que en esta crisis de la república, en virtud de la autoridad de vuestro cargo, obliguéis a los cónsules a nombrar un dictador.»

Al oír este llamamiento, los tribunos consideraron que se les presentaba una oportunidad favorable para aumentar su autoridad y se retiraron a deliberar. Entonces, declararon formalmente en nombre de todo el colegio de tribunos que era su decisión que los cónsules debían someterse al deseo del Senado; si ofrecían ulterior resistencia a la decisión unánime del más augusto orden, ellos, los tribunos, ordenarían que se les llevara a prisión. Los cónsules preferían la derrota a manos de los tribunos en vez de a las del Senado. Sí, dijeron, los cónsules podían ser coaccionados por los tribunos en virtud de su autoridad, e incluso enviados a la cárcel (¿y qué podía temer un ciudadano privado más que ésto?), entonces el Senado había traicionado los derechos y privilegios de la más alta magistratura del Estado, y hecho una rendición ignominiosa al poner el consulado bajo el yugo del poder tribunicio. Ni siquiera pudieron ponerse de acuerdo sobre quién debía nombrar al dictador, así que lo echaron a suertes y le tocó hacerlo a Tito Quincio. Este nombró a Aulo Postumio Tuberto, su suegro, que era un severo jefe militar. El dictador designó a Lucio Julio como Jefe de la Caballería. Se dieron órdenes de proceder a un alistamiento y para que todos los negocios en la Ciudad, legales y de otro tipo, se suspendieran, a excepción de los preparativos para la guerra. La tramitación de las solicitudes de exención del servicio militar se aplazaron hasta el final de la guerra, así que incluso en los casos dudosos los hombres prefirieron dar sus nombres. Se ordenó a los hérnicos y a los latinos que proporcionaran tropas; ambas naciones llevaron a cabo las órdenes del dictador con gran celo.

[4.27] Todos estos preparativos se completaron con extraordinaria diligencia. El cónsul Cayo Julio quedó a cargo de las defensas de la ciudad; Lucio Julio, el Jefe de la Caballería, tomó el mando de las reservas para atender cualquier emergencia repentina y para evitar que las operaciones se retrasaran por la insuficiencia de los suministros en el frente. Como la guerra era tan grave, el dictador ofreció, con la fórmula establecida por el Pontífice Máximo, Aulo Cornelio, celebrar los Grandes Juegos si salían victoriosos. Dividió al ejército en dos cuerpos, asignó uno de ellos al cónsul Quincio y con sus fuerzas unidad avanzó hacia la posición enemiga. A ver que los campamentos adversarios estaban separados entre sí por una corta distancia, ellos también asentaron dos campamentos a una milla del enemigo [1480 metros.- N. del T.], el dictador situó el suyo en dirección a Túsculo y el cónsul más cerca de Lanuvio. Los cuatro ejércitos, por tanto, habían ocupado posiciones separadas, con una llanura entre ellos lo bastante amplia no sólo para pequeñas escaramuzas, sino como para que ambos ejércitos se desplegaran en orden de batalla. Desde que los campamentos habían quedado enfrentados entre sí no habían cesado los pequeños combates, y el dictador pacientemente soportaba que sus hombres confrontaran así sus fuerzas con el enemigo, para que conservaran la esperanza de una victoria decisiva y final. El enemigo, sin esperanza de vencer en una batalla campal, decidió jugárselo todo a la opción de un ataque nocturno contra el campamento del cónsul. El grito que se oyó repentinamente, no sólo sorprendió a los puestos de avanzada del cónsul y a todo el ejército, sino que incluso despertó el dictador. Todo dependía de una acción rápida: el cónsul mostró valor y sangre fría; parte de sus tropas reforzaron la guardia en las puertas del campamento, el resto se alineó en las trincheras. En el campamento del dictador no fue atacado, a éste le fue más fácil ver qué debía hacerse. Se mandó enseguida ayuda al cónsul con el general [legatus en el original latino: se puede traducir sin error como general cuando se refiere a un mando militar sin potestad política, como sería el caso del cónsul, pues a ellos se les encargaba el mando de una legión. Un ejército consular estaba compuesto por dos legiones y tropas auxiliares de la misma entidad; habría, por tanto, 4 legados o generales al mando del cónsul.- N. del T.] Espurio Postumio, y el dictador en persona, con parte de su fuerza, se situó en un lugar alejado de la lucha actual, desde donde poder hacer un ataque contra la retaguardia enemiga. Dejó al general Quinto Sulpicio, a cargo del campamento, y dio el mando de la caballería al general Marco Fabio, les ordenó no mover sus fuerzas antes del amanecer por la dificultad de manejarlas en la confusión de un ataque nocturno. Además de adoptar todas las medidas que cualquier general prudente y enérgico hubiese tomado en estas circunstancias, el dictador dio un ejemplo notable de su valor y capacidad de mando, que merece un especial elogio, cuando, al determinar que el enemigo había salido de su campamento con la mayor parte de su fuerza, envió a Marco Geganio con algunas cohortes escogidas para asolarlo. Los defensores estaban pensando más en la peligrosa empresa de sus compañeros que en tomar precauciones para su propia seguridad; incluso descuidaron sus puestos de avanzada y piquetes. Así, los romanos atacaron y capturaron el campamento casi antes de que el enemigo se diese cuenta de que le atacaban. Cuando el dictador vio el humo (la señal convenida) gritó que se había capturado el campo enemigo, y ordenó que la noticia se anunciase por todas partes.

[4.28] Cada vez había más luz y todo quedaba a la vista. Fabio condujo su ataque con la caballería y el cónsul había efectuado una salida contra el enemigo, que ahora vacilaba. El dictador, desde el otro lado, había atacado la segunda línea de reservas, y mientras el enemigo se enfrentaba a las cargas y a los gritos de confusión, él atravesó sus líneas con sus victoriosas caballería e infantería. Estaban ya rodeados y habrían pagado por la reanudación de la guerra si un volsco, Vetio Mesio, hombre más distinguido por sus hechos que por su linaje, se levantó exaltado entre sus camaradas, que ya estaban convirtiéndose en una masa indefensa. Les gritó «¿Así os vais a convertir en blancos de las jabalinas enemigas, sin resistencia, indefensos? ¿Para qué entonces habéis tomado las armas?, ¿por qué habéis empezado una guerra sin provocación?, ¡Vosotros que siempre sois revoltosos en la paz y holgazanes en la guerra! ¿Qué esperáis ganar aquí de pie? ¿Creéis que algún dios os va a proteger y librar del peligro? Tendréis que construir el camino con la espada. Seguidme por donde yo vaya. Los que tengáis la esperanza de volver a vuestras casas, con vuestros padres y mujeres e hijos, venid conmigo. No es una muralla ni una empalizada lo que tenéis enfrente; a las armas se les enfrenta con las armas. Los igualáis en valor, pero los superáis por la fuerza de vuestra necesidad, que es la última y más grande de armas.» A continuación, se adelantó y sus hombres le siguieron, lanzando nuevamente su grito de guerra cargaron hacia donde Postumio Albo había interpuesto sus cohortes. Obligaron a retroceder a los vencedores, hasta que el dictador se llegó hasta sus hombres en retirada y toda la batalla giró hacia esa parte del campo. La suerte del enemigo se apoyaba exclusivamente en Mesio. Por todas partes muchos fueron heridos y otros muchos resultaron muertos. Para esos momentos, incluso los generales romanos estaban heridos. Postumio, con el cráneo fracturado por una piedra, fue el único que abandonó el campo de batalla. El dictador fue herido en el hombro, Fabio tenía el muslo casi clavado a su caballo, el cónsul tenía el brazo amputado; pero todos se negaron a retirarse mientras la batalla estuvo indecisa.

[4,29] Mesio, con un grupo de sus más valientes soldados, cargó a través de los montones de muertos y llegó hasta el campamento volsco, que aún no había sido capturado; todo el ejército le siguió. El cónsul les persiguió en su huida desordenada hasta la empalizada y empezó a atacar el campamento mientras el dictador llevó sus tropas al otro lado del mismo. El asalto del campamento fue tan furioso como lo había sido la batalla. De hecho, se dijo que el cónsul arrojó un estandarte dentro de la empalizada para provocar el asalto de sus hombres y que al tratar de recuperarlo produjeran la primera brecha. Cuando la empalizada fue derribada y el dictador hubo llevado el combate al interior del campamento, el enemigo empezó por doquier a arrojar sus armas y rendirse. Después de la captura de este campamento, los enemigos, con la excepción de los senadores, fueron vendidos como esclavos. Una parte del botín comprendía los bienes arrebatados a los latinos y hérnicos; tras ser identificados se les devolvió y el resto fue vendido por el dictador en subasta [vender algo «sub hasta»: vender bajo la lanza, pues con una lanza se señalaba el lugar donde se vendía el botín de guerra.- N. del T.]. Después de poner al cónsul al mando del campamento, entró en Triunfo en la Ciudad en señal de triunfo y luego depuso su dictadura. Algunos autores han arrojado una sombra sobre la memoria de esta gloriosa dictadura al reseñar una tradición sobre el hijo del dictador que, viendo una oportunidad para combatir con ventaja, había dejado su puesto en las filas contra las órdenes de su padre y fue decapitado por éste a pesar de la victoria. Prefiero no creer esta historia, y estoy en libertad de hacerlo, ya que las opiniones difieren. Un argumento en contra es que una exhibición tan cruel de la autoridad es llamada «Manlia», no «Postumia», pues fue al primer hombre que practicó tal severidad a quien se achacó el estigma. Por otra parte, Manlio recibió el sobrenombre de «Dominante» [Imperioso en el original latino.- N. del T.]; Postumio no fue señalado con ningún epíteto denigrante. El otro cónsul, Cayo Julio, dedicó el templo de Apolo en ausencia de su colega, sin esperar a sortear con él sobre quién debía hacerlo. Quincio estaba muy enojado por esto, y después de haber disuelto su ejército y regresado a la Ciudad, presentó una queja ante el Senado, pero no resultó nada de ella. En este año tan memorable por sus grandes logros se produjo un incidente que en aquel momento parecía tener poco que ver con Roma. Debido a ciertos disturbios entre los sicilianos, los cartagineses, que serían un día tan poderosos enemigos, llevaron un ejército a Sicilia por primera vez para ayudar a una de las partes contendientes.

[4.30] En la Ciudad, los tribunos hicieron grandes esfuerzos para asegurar la elección de tribunos consulares para el año siguiente, pero fracasaron. Lucio Papirio Craso y Lucio Julio fueron nombrados cónsules -430 a.C.-. Llegaron legados de los ecuos para solicitar del Senado un tratado como federados; en vez de esto, se les ofreció la paz a condición de que reconociesen la supremacía de Roma; consiguieron una tregua de ocho años. Después de la derrota que habían sufrido los volscos en Álgido, su Estado se distrajo en obstinadas y amargas disputas entre los partidarios de la guerra y los de la paz. Hubo calma para Roma en todas partes. Los tribunos estaban preparando una medida popular para fijar la gradación de las multas, pero uno de ellos reveló el hecho a los cónsules, quienes se anticiparon a los tribunos presentándola ellos mismos. Los nuevos cónsules fueron Lucio Sergio Fidenas, por segunda vez, y Hostio Lucrecio Tricipitino -429 a.C.-. Nada digno de mención se llevó a cabo en su consulado. Fueron seguidos por Aulo Cornelio Coso, y Tito Quincio Peno, por segunda vez -428 a.C.-. Los veyentinos hicieron correrías en territorio romano, y se rumoreó que algunos jóvenes fidenenses habían tomado parte en ellas. Lucio Sergio, Quinto Servilio y Mamerco Emilio fueron comisionados para investigar el asunto. Algunos fueron internados en Ostia, ya que no pudieron explicar satisfactoriamente su ausencia de Fidenas en esos momentos. El número de colonos aumentó, y se les asignó las tierras de aquellos que habían perecido en la guerra.

Este año se produjo una gran dificultad causada por una sequía. No sólo faltó el agua de los cielos, sino que la tierra, sin su humedad natural, apenas pudo mantener el flujo de los ríos. En algunos casos la falta de agua hizo morir de sed al ganado junto a los manantiales secos y arroyos, otras veces murieron por la sarna. Esta enfermedad se extendió a los hombres que habían estado en contacto con el ganado; en un primer momento atacó a los esclavos y los agricultores, luego se infectó la Ciudad. Y no sólo el cuerpo resultaba afectado por la plaga, la mente de los hombres también fue presa de todo tipo de supersticiones, la mayoría extranjeras. Falsos augures trataron de introducir nuevas clases de sacrificios e hicieron un pingüe negocio entre las víctimas de la superstición, hasta que por fin la vista de inusitadas y foráneas ceremonias de expiación por las calles y capillas, para propiciar el favor de los dioses, llevó a casa de los primeros ciudadanos de la república el escándalo público que causaban. Se ordenó a los ediles que velasen para no sólo se adorasen deidades romanas, y sólo en los modos establecidos. Las hostilidades con los veyentinos fueron pospuestas hasta el año siguiente, cuando Cayo Servilio Ahala y Lucio Papirio Mugilano fueron cónsules -427 a.C.-. Incluso entonces, la declaración formal de guerra y el envío de tropas se retrasó por motivos religiosos: se consideró necesario que los feciales [sacerdotes entre cuyas otras atribuciones se incluía ser garantes de la fe pública.- N. del T.] fuesen enviados previamente en demanda de satisfacción. Había habido batallas recientes con los veyentinos en Nomento y Fidenas, y se había pactado una tregua, no una paz duradera, pero antes que expirase la tregua ellos reanudaron las hostilidades. Los feciales, sin embargo, fueron enviados, pero cuando presentaron sus demandas, de conformidad con los usos antiguos, se les negó audiencia. Se planteó entonces la cuestión de si la guerra debía ser declarada por mandato del pueblo o si bastaba una resolución aprobada por el Senado. Las tribunas amenazaron con impedir el alistamiento de tropas y lograron obligar al cónsul Quincio a remitir la cuestión al pueblo. Las centurias votaron unánimemente por la guerra. La plebe obtuvo una victoria añadida al impedir la elección de cónsules para el siguiente año.

[4.31] Fueron elegidos cuatro tribunos consulares: Tito Quincio Peno, que había sido cónsul, Cayo Furio, Marco Postumio y Aulo Cornelio Coso -426 a.C.-. Coso, quedó a cargo de la Ciudad; los otros tres, después de completar el alistamiento, avanzaron contra Veyes y demostraron cuán inútil es un mando dividido en la guerra. Al insistir cada uno en sus propios planes, teniendo todos opiniones diferentes, dieron al enemigo su oportunidad. Porque mientras el ejército estaba confuso por las diferentes órdenes, unos dando orden de avanzar y otros ordenando la retirada, los veyentinos aprovecharon la oportunidad para lanzar un ataque. Desbandándose en una huida desordenada, los romanos buscaron refugios en su campamento, que estaba cerca; sufrieron más vergüenza que pérdidas. La república, no acostumbrada a la derrota, se sumió en el dolor; odiaban a los tribunos y exigía un dictador; todas sus esperanzas descansaban en eso. También en este caso se encontró un impedimento religioso, pues un dictador sólo podía ser nombrado por un cónsul. Se consultó a los augures, que eliminaron la dificultad. Aulo Cornelio nombró a Mamerco Emilio como dictador, él mismo fue nombrado por éste Jefe de la Caballería. Esto demostró la impotencia de la acción de los censores para impedir que a un miembro de una familia injustamente degradada se le encomendase el poder supremo, cuando las necesidades del Estado exigían auténtico valor y capacidad. Eufóricos por su éxito, los veyentinos mandaron emisarios a los pueblos de Etruria, jactándose de que tres generales romanos habían sido derrotados por ellos en una sola batalla. Como, sin embargo, no pudieron inducir al Consejo Nacional a unírseles, recogieron voluntarios de todos los distritos, atraídos por la perspectiva de un botín. Solo los fidenenses decidieron tomar parte en la guerra, y como aunque ellos pensaban que era impío comenzar la guerra de otra manera que con un crimen, mancharon sus armas con la sangre de los nuevos colonos, como habían hecho anteriormente con la sangre de los embajadores romanos. Luego se unieron a los veyentinos. Los jefes de los dos pueblos consultaron si debían tener la base de operaciones en Veyes o en Fidenas. Fidenas pareció la más adecuada; los veyentinos, en consecuencia, cruzaron el Tíber y transfirieron la guerra a Fidenas. Grande fue el terror en Roma. El ejército, desmoralizado por su mal desempeño, fue llamado de Veyes; se estableció un campamento atrincherado frente a la Puerta Colina, se guarneció la muralla, se cerraron tribunales y tiendas y se ordenó el cese de todos los negocios en el Foro. Toda la Ciudad adoptó la apariencia de un campamento.

[4.32] El dictador envió pregoneros por las calles para convocar a los ansiosos ciudadanos a una Asamblea. Cuando estuvieron reunidos les recriminó por dejar que sus sentimientos estuvieran tan dominados por los pequeños cambios de la fortuna, tras sufrir un revés insignificante debido, no al valor del enemigo o a la cobardía del ejército romano, sino a la falta de armonía entre los generales; y que estuvieran en tal estado de pánico por los veyentinos, a quienes habían derrotado seis veces, y por Fidenas, que había sido capturada casi más frecuentemente de lo que había sido atacada. Tanto los romanos como los enemigos eran los mismos que habían sido durante tantos siglos; su coraje, su destreza y sus armas eran lo que siempre habían sido. Tenían como dictador al mismo Emilio Mamerco que en Nomento venció a las fuerzas combinadas de Veyes, Fidenas y el apoyo de los faliscos; el Jefe de la Caballería sería en las batallas por venir el mismo Aulo Cornelio que dio muerte a Lars Tolumnio, rey de Veyes, ante los ojos de dos ejércitos y llevó los mejores despojos al templo de Júpiter Feretrio. Debían tomar las armas, recordando que de su lado estaban los triunfos y los despojos de la victoria; y que del lado del enemigo estaba el crimen contra el derecho de gentes, al asesinar a los embajadores y masacrar durante el tiempo de paz a los colonos en Fidenas, una tregua rota y una séptima revuelta sin éxito; teniendo todo esto en cuenta, debían tomar las armas. Una vez que entraran en contacto con el enemigo, él confiaba que el enemigo culpable ya no se regocijaría con la desgracia que se había apoderado del ejército romano, y que el pueblo de Roma vería cuánto mejor servicio rendían a la república aquellos que le habían nombrado dictador por tercera vez, que no aquellos que habían arrojado una mancha sobre su segunda dictadura al haber privado a los censores de su poder autocrático.

Después ofrecer los votos habituales, marchó y fijó su campamento a una milla y media [2220 metros.- N. del T.] de este lado de Fidenas, con las colinas a su derecha y el Tíber a su izquierda. Ordenó a Tito Quincio que asegurase las colinas y que se situase oculto en alguna altura a la retaguardia enemiga. Al día siguiente, los etruscos avanzaron a la batalla con la moral alta por su éxito anterior, que se había debido más a la buena suerte que a su capacidad guerrera. Después de esperar un tiempo hasta que los exploradores le informaron que Quincio había ganado una altura cerca de la ciudadela de Fidenas, el dictador ordenó el ataque y llevó a la infantería en una rápida carga a paso rápido contra el enemigo. Dio instrucciones al Jefe de la Caballería para que no empezase a combatir hasta que recibiera sus órdenes; cuando necesitase ayuda de la caballería le daría la señal, y entonces debía iniciar su parte de la acción, inspirado por la memoria de su combate con Tolumnio, de los mejores despojos y de Rómulo y Júpiter Feretrio. Las legiones cargaron con gran impetuosidad. Los romanos expresaron su ardiente odio tanto con las palabras como con los hechos; llamaron «traidores» a los fidenenses, y a los veyentinos «bandidos», «quebrantadores de treguas», «manchados con el horrible asesinato de los embajadores y la sangre de los colonos romanos», «infieles como aliados y cobardes como soldados».

[4.33] El enemigo se retrajo un tanto al primer contacto, cuando de repente las puertas de Fidenas se abrieron y un extraño ejército salió, nunca visto ni oído antes. Una inmensa multitud, armada con teas, y todos agitando las antorchas, corrió como posesa hacia la línea romana. Por un momento, este modo extraordinario de luchar asustó a los romanos. Entonces el dictador llamó al Jefe de la Caballería con sus jinetes, y envió orden a Quincio para que regresase de las colinas; mientras, él mismo, animando a sus hombres, cabalgó hacia el ala izquierda, que parecía más un incendio que un cuerpo de combatientes y que habían cedido terreno por el terror a las llamas. Les gritó: «¿Estáis superados por el humo, como un enjambre de abejas? ¿Vais a dejar que un enemigo desarmado os arroje de vuestro campo? ¿Es que no vais a apagar el fuego con vuestras espadas? ¿Si tenéis que combatir con el fuego, no con armas, no arrancaríais esas antorchas y los atacaríais con sus propias armas? ¡Venga!, recordad el nombre de Roma y el valor que habéis heredado de vuestros padres; volved ese fuego sobre la ciudad del enemigo y destruid con sus propias llamas la Fidenas que no habéis podido aplacar con vuestros beneficios. La sangre de los embajadores y los colonos, vuestros compatriotas, y la devastación de vuestras fronteras os exigen que procedáis así.»

Por orden del dictador, toda la línea avanzó; algunas de las antorchas fueron capturadas conforme se las arrojaban y otras fueron arrancadas de los portadores; ambos ejércitos estaban armados con fuego. El Jefe de la Caballería también, por su parte, inventó un nuevo modo de luchar para su caballería. Ordenó a sus hombres que quitasen los frenos de los caballos y, golpeando a su propio caballo con la cabeza y picándole espuelas, se lanzó en medio de las llamas al tiempo que los demás caballos, lanzados al galope tendido, llevaron a sus jinetes contra el enemigo. El polvo que levantaban, mezclado con el humo, cegaba tanto a los caballos como a los hombres. La visión que había aterrorizado a la infantería no asustaba a los caballos. Dondequiera que fuese la caballería, dejaban montones de muertos. En este momento se escuchó un nuevo griterío, produciendo asombro en ambos ejércitos. El dictador gritó que Quincio y sus hombres habían atacado el enemigo en la retaguardia, y al renovarse los gritos él también renovó su ataque con más vigor. Cuando los dos cuerpos de tropas en dos diferentes ataques habían forzado a los Etruscos a retroceder tanto en su vanguardia como en su retaguardia, cercándolos de manera que no podían escapar ni a su campamento ni a las colinas (pues en esa dirección el enemigo descansado les había interceptado) y los caballos, con las riendas sueltas, llevaban a los jinetes por todas partes, la mayoría de los veyentinos corrieron salvajemente hacia el Tíber; los supervivientes de entre los fidenenses lo hicieron hacia su ciudad. La huida de los veyentinos les condujo en medio de la masacre; algunos fueron muertos en las orillas, otros llegaron dentro del río y fueron llevados por la corriente; incluso los buenos nadadores fueron arrastrados por las heridas, el miedo y el agotamiento; muy pocos lograron cruzar. El otro cuerpo de tropas se abrió paso a través de su campamento hasta su ciudad, con los romanos persiguiéndoles de cerca, especialmente Quincio y sus hombres, que acababan de bajar de las colinas y que habiendo llegado hacia el final de la lucha, estaban más frescos para la persecución.

[4.34] Este último entró por las puertas mezclado con el enemigo, y tan pronto como alcanzaron las murallas hicieron señal a sus camaradas de que la ciudad había sido tomada. El dictador había llegado al campamento abandonado de los enemigos y sus soldados estaban ansiosos por dispersarse en busca de botín, pero cuando vio la señal les recordó que había un botín más rico en la ciudad y los llevó hasta la puerta. Una vez dentro de las murallas se dirigió a la ciudadela, hacia la que vio dirigirse la multitud de fugitivos. La masacre en la ciudad no fue menor que la de la batalla, hasta que, arrojando sus armas, se rindieron al dictador y le rogaron que por lo menos respetaran sus vidas. La ciudad y el campamento fueron saqueados. Al día siguiente, caballeros y centuriones recibieron un prisionero cada uno, seleccionados por sorteo, como esclavos; quienes habían destacado por su valor recibieron dos y el resto fue vendido mostrado su destacada gallardía, dos, el resto fueron vendidos bajo la corona [sub corona en el original latino: Siempre en el ámbito militar, como la venta sub hasta, puede referirse a que se vendían dentro de un cercado, a modo de corona, o a que se les ponía una corona como un tipo de elemento distintivo.- N. del T.]. El dictador llevó en Triunfo a Roma a su ejército victorioso, cargado con el botín. Después de ordenar al Jefe de la Caballería que renunciase a su cargo, él hizo lo mismo al decimosexto día después de su nombramiento, rindiendo en medio de la paz el poder soberano que había asumido en un momento de guerra y peligro. En algunos anales se refleja un combate naval con los veyentinos en Fidenas, incidente que resulta tan difícil como increíble. Aún hoy, el río no es lo suficientemente amplio para ello, y sabemos por los escritores antiguos que entonces era más estrecho. Posiblemente, en su deseo de una inscripción de vanagloria, como sucede a menudo, magnificaron un acopio de naves para impedir el paso del río y lo convirtieron en una victoria naval.

[4.35] Al año siguiente tuvo por tribunos consulares a Aulo Sempronio Atratino, Lucio Quincio Cincinato, Lucio Furio Medulino y Lucio Horacio Barbato -425 a.C.-. Se concedió una tregua por dieciocho años a los veyentinos y una por tres años a los ecuos, aunque habían pedido una más larga. Hubo también un respiro respecto a los disturbios civiles. El año siguiente -424 a.C.-, aunque no estuvo marcado ni por guerras en el exterior ni por problemas domésticos, resultó memorable por la celebración de los Juegos dedicados con ocasión de la guerra de hacía siete años; éstos se desarrollaron con gran magnificencia por los tribunos consulares y asistió gran número de ciudades vecinas. Los tribunos consulares fueron Apio Claudio Craso, Espurio Naucio Rutilo, Lucio Sergio Fidenas y Sexto Julio Julo. El espectáculo resultó aún más atractivo para los visitantes por la cortés recepción que públicamente se había decidido darles. Cuando los Juegos terminaron, los tribunos de la plebe comenzaron a pronunciar discursos sediciosos. Reprochaban al populacho que dirigiesen su estúpida admiración a aquellos que, en realidad, odiaban por tenerlos en servidumbre perpetua. No sólo les faltaba el valor de reclamar su participación en la oportunidad de ascender hasta el consulado, sino que hasta en la elección de tribunos consulares, que estaba abierta tanto a patricios como a plebeyos, nunca pensaban en sus tribunos o en su partido. Que no se sorprendieran si nadie se interesaba ya por el bienestar de la plebe. Sería más apropiado reservar tales trabajos y peligros para otros asuntos por los que se pudieran obtener beneficios y honores. No había nada que los hombres no intentasen si las recompensas fuesen proporcionales a la grandeza del esfuerzo. Pero que cualquier tribuno de la plebe se abocase a ciegas en protestas que conllevaban enormes riesgos y no traían ninguna ventaja, que con certeza harían que los patricios les persiguiesen con furia implacable, mientras los plebeyos en cuyo nombre luchaban no les honraban en lo más mínimo, era cosa que no se podía esperar ni exigir. Grandes honores hacían grandes hombres. Cuando los plebeyos empezaran a ser respetados, cada plebeyo se respetaría a sí mismo. Seguramente, podrían hacer el experimento una o dos veces, para demostrar si un plebeyo podía alcanzar la máxima magistratura o si sería poco menos que un milagro que alguien encontrase entre la plebe un hombre enérgico y capaz. Después de una lucha desesperada, habían logrado que los plebeyos fuesen elegibles para el cargo de tribunos militares con poderes consulares. Hombres de probada capacidad, tanto en paz como en guerra, se presentaron candidatos. Los primeros años fueron golpeados, rechazados y tratados con desprecio por los patricios; al final, declinaban exponerse a tales afrentas. No veían razón para que no se derogase una ley que sólo legalizaba lo que nunca iba a suceder. Tendrían que estar menos avergonzados de la injusticia de la ley que de haber pasado de las elecciones como si fuesen indignos de ocupar esa magistratura.

[4.36] Arengas de este tipo se escuchaban con aprobación, y algunos fueron inducidos a presentarse a un tribunado consular [tribunatum militum en el original latino; también encontraremos “tribunorum militum consulari potestate “, que a veces el autor lo abrevia en tribunorum militum. La traducción literal y correcta sería “tribunado militar” para el primer caso y «tribunos militares con potestad consular» para el segundo; sin embargo, la tradición traductora se refiere a esta magistratura con la abreviatura de tribunado consultar, tribunos consulares o tribuno consular para el singular, y es la que seguiremos aquí.- N. del T.], cada uno de ellos con la promesa de cuidar, en cierta medida, por el interés de la plebe. Se dieron esperanzas de que habría reparto de tierras, asentamiento de colonias y aumento de la paga de los soldados mediante un impuesto sobre los propietarios de latifundios. Los tribunos consulares esperaron hasta que el habitual éxodo de la ciudad permitió celebrar una reunión del Senado, que se celebró en ausencia de los tribunos de la plebe, y cuyos miembros que estaban en el campo fueron convocados mediante un aviso clandestino. Se aprobó una resolución por la que, debido a los rumores de una invasión del territorio hérnico por los volscos, los tribunos consulares debían ir y averiguar qué estaba sucediendo, y que en las próximas elecciones se debían elegir cónsules. A su partida dejaron a Apio Claudio, el hijo del decemviro, como Prefecto de la Ciudad [Praefectus urbis en el original latino: oficial, sustituto del magistrado, que gobernaba la ciudad en ausencia del rey o del cónsul.- N. del T.]; era éste un joven enérgico e imbuido desde su infancia de odio a la plebe y sus tribunos. Los tribunos no tenía nada por lo que protestar, ni a los tribunos militares, que estaban ausentes, ni a los autores del decreto ni a Apio, ya que la cuestión había quedado resuelta.

[4.37] Los cónsules electos fueron Cayo Sempronio Atratino y Quinto Fabio Vibulano -423 a.C.-. Se hizo constar durante este año un incidente que ocurrió en un país extranjero, pero lo bastante importante para ser mencionado, es decir, la captura de Volturno, una ciudad etrusca que ahora se llama Capua, por los samnitas. Se dice que fue llamada Capua por el nombre de su general, Capys, pero es más probable que se llamara así por su situación en una campiña (campus). La capturaron después de que los etruscos, debilitados por una larga guerra, les concediesen la ocupación conjunta de la ciudad y su territorio. Durante una fiesta, mientras que los antiguos habitantes estaban llenos de vino y manjares, los nuevos colonos les atacaron por la noche y los masacraron. Después de los sucesos descritos en el capítulo anterior, los recién nombrados cónsules tomaron posesión del cargo el trece de diciembre. En aquel momento se sabía de la inminencia de una guerra con los volscos, no sólo por los informes de quienes habían sido enviados a investigar, sino también por los de los latinos y hérnicos, cuyos legados informaron de que los volscos estaban poniendo más esfuerzos que nunca en elegir a sus generales y alistar sus fuerzas. El clamor general entre ellos (los volscos) era que, o bien daban al olvido eterno todos sus pensamientos de guerra y se sometían al yugo, o se enfrentaban en valor, resistencia y capacidad militar a aquellos con quienes contendían por la supremacía.

Estos informes no eran sin fundamento, pero no sólo el Senado los trató con indiferencia, sino que Cayo Sempronio, a quien correspondió ese teatro de operaciones, pensó que como mandaba las fuerzas de un pueblo victorioso contra aquellos a quienes ya habían vencido, la fortuna de la guerra no podría cambiar. Confiando en ello, demostró tal temeridad y negligencia en todas sus medidas que había más disciplina romana en el ejército volsco que en el propio ejército romano. Como sucede a menudo, la fortuna esperaba al virtuoso. En la primera batalla Sempronio desplegó sus fuerzas sin plan ni previsiones, la línea de combate no se fortaleció con reservas, ni colocó la caballería en una posición adecuada. Los gritos de guerra fueron el primer indicio de cómo se desarrollaba el combate; los del enemigo eran más animados y sostenidos; los romanos eran irregulares, intermitentes, sonando más débiles a cada repetición y traicionando su menguante valor. Oyendo esto, el enemigo atacó con mayor fuerza, empujó con sus escudos y blandió sus espadas. En el otro lado, los cascos caían conforme los hombres miraban a su alrededor buscando apoyo; los hombres vacilaron, se detuvieron y apretaron buscando mutua protección; en un momento, los estandartes que permanecían en su terreno eran abandonados por la primera fila, al siguiente se retiraban entre sus respectivos manípulos. Hasta el momento no había ninguna huida real, no se había decidido la victoria. Los romanos estaban defendiéndose más que luchando y los volscos avanzaban, forzando a sus líneas a retroceder; se veían más romanos muertos que huidos.

[4,38] Ahora cedían por todas partes; en vano les alentaba y reprendía el cónsul Sempronio, ni su autoridad ni su dignidad sirvieron de nada. Habrían sido pronto completamente derrotados si Sexto Tempanio, decurión de la caballería, no hubiese dado la vuelta con su valor a la desesperada situación. Gritó a los jinetes que saltasen de sus caballos si querían salvar la república, y todas las fuerzas de caballería siguieron sus órdenes como si fuesen las del cónsul. «A menos», continuó, «que esta cohorte soporte el ataque del enemigo, éste es el final de nuestra independencia. ¡Seguid mi lanza como si fuera vuestro estandarte! Mostrar por igual a romanos y volscos que no hay caballería que os iguale como jinetes ni infantería que os iguale como infantes!». Esta conmovedora llamada fue contestada con gritos de aprobación, y él caminó a largos pasos sosteniendo erecta la lanza. Por donde iban, forzaban el paso; manteniendo al frente sus parmas [escudos redondos muy usados por la caballería.- N. del T.], iban por aquellos sectores del campo de batalla donde veían en mayores dificultades a sus camaradas; allá donde marchaban restauraban la situación del combate y, sin duda, si tan pequeño cuerpo hubiera podido atacar a la vez toda la línea, el enemigo habría sido derrotado.

[4.39] Como era imposible resistirlos en ninguna parte, el general volsco dio orden de que se abriera un pasillo a su nueva cohorte armada de parmas, hasta que por el ímpetu de su carga se les pudo separar del cuerpo principal. Tan pronto como esto sucedió, no pudieron regresar por donde habían avanzado pues el enemigo se había concentrado allí fuertemente. Cuando el cónsul y las legiones romanas perdieron de vista a los hombres que habían sido el escudo de todo el ejército, se esforzaron por evitar a toda costa que tan valientes compañeros fuesen rodeados y abrumados por el enemigo. Los volscos formaron dos frentes; en una dirección, se enfrentaron al ataque del cónsul y las legiones; por la otra, presionaron a Tempanio y sus soldados. Cuando éstos últimos, después de varios intentos, se vieron incapaces de regresar a su cuerpo principal, tomaron posesión de un terreno elevado, y formando un círculo se defendieron, no sin infligir pérdidas al enemigo. La batalla no terminó hasta el anochecer. El cónsul también combatió al enemigo, sin cesar la intensidad del combate mientras hubo luz. La noche, por fin, dio término a la indecisa situación y la ignorancia del resultado produjo tal pánico en ambos campamentos que los dos ejércitos, pensando que estaban derrotados, abandonaron sus heridos y la mayor parte de su impedimenta y se retiraron a las colinas cercanas. Sin embargo, la elevación de la que Tempanio se había apoderado permaneció rodeada hasta pasada la medianoche, cuando se anunció al enemigo que su campamento había sido abandonado. Considerando esto como prueba de que su ejército había sido derrotado, huyeron en todas direcciones, donde en la oscuridad les llevaba su miedo. Tempanio, temiendo ser sorprendido, mantuvo unidos a sus hombres hasta el amanecer. Luego bajó con unos cuantos para hacer un reconocimiento, y después averiguar por los enemigos heridos que el campamento volsco había sido abandonado, lleno de alegría dijo a sus hombres que bajasen y marcharon hacia el campamento romano. Aquí se encontró una triste desolación; todo presentaban el mismo aspecto miserable que el campamento enemigo. Antes de que el descubrimiento de su error pudiera atraer nuevamente a los volscos, reunió a todos los heridos que pudo llevar con él, y como no sabía qué dirección había tomado el dictador, se dirigió por el camino más directo a la Ciudad.

[4.40] Allí habían llegado ya los rumores de una batalla desfavorable y del abandono del campamento. Por encima de todo, se lamentó el destino de la caballería y la comunidad entera sintió su pérdida como si fuese la de sus familias. Hubo pánico por toda la Ciudad, y el cónsul Fabio situó piquetes a las puertas cuando descubrieron a la caballería en la distancia. Su aspecto produjo terror, pues no sabían quiénes eran; luego fueron reconocidos y los miedos dieron paso a tanta alegría que la Ciudad sonaba son gritos de felicitación porque la caballería hubiese vuelto sana y victoriosa. El pueblo se congregó en las calles, fuera de los hogares que justo antes habían estado de luto y llenos de lamentos por los muertos; madres ansiosas y esposas, olvidando con su alegría el decoro, corrieron hasta la columna de jinetes, abrazando a sus propios amigos y casi sin controlar sus mentes ni sus cuerpos por la felicidad. Los tribunos de la plebe establecieron el día para el juicio de Marco Postumio y de Tito Quincio, con base en su derrota en Veyes, y pensaban que era una buena ocasión para dirigir la opinión pública contra ellos por el odio que ahora tenían a Sempronio. Por lo tanto, convocaron a la Asamblea y en tono emocionado declararon que la república había sido traicionada en Veyes por sus generales, y que por no haber sido llamados a rendir cuentas, el ejército que luchaba contra los volscos había sido traicionado por el cónsul, su caballería había sido masacrada y se había abandonado vergonzosamente el campamento. Cayo Junio, uno de los tribunos, ordenó que Tempanio fuese llamado y se dirigió a él de este modo: «Sexto Tempanio, te pregunto, ¿consideras que el cónsul Cayo Sempronio comenzó la acción en el momento oportuno, reforzó sus líneas, o dejó de cumplir con los deberes de un buen cónsul? Cuando las legiones romanas estaban en la peor posición, ¿hiciste desmontar por tu propia autoridad a la caballería y restauraste la situación? ¿Y cuándo la caballería y tú fuisteis separados del cuerpo principal, envió el cónsul ayuda o intentó prestaros auxilio? Más aún, ¿recibiste refuerzos al día siguiente o forzasteis el paso hacia el campamento con sólo vuestro valor? ¿Encontrasteis algún cónsul, algún ejército en el campamento, o estaba abandonado y con los soldados heridos dejados a su suerte? Tu honor y lealtad, que por sí solos han mantenido a la República en esta guerra, requieren que declares hoy estas cosas. Por último, ¿dónde está Cayo Sempronio? ¿Dónde están nuestras legiones? ¿Fuiste abandonado o has abandonado tú al cónsul y al ejército? En una palabra, ¿estamos derrotados, o hemos salido victoriosos?».

[4.41] Se dice que el discurso de Tempanio en contestación estuvo completamente desprovisto de elegancia, pero lleno de la dignidad de un soldado, libre de autoalabanzas y sin demostrar placer al culpar a otros. «No es cosa de un soldado», dijo,»criticar a su general o juzgar cuál sea su competencia militar; eso es algo que corresponde al pueblo romano cuando lo eligen cónsul. Por tanto, no deben exigirle de él que diga qué tácticas debe adoptar un general, o que capacidades debe mostrar un cónsul; ésos eran asuntos que hasta las más grandes mentes e intelectos sopesaban muy cuidadosamente. Él podía, no obstante, relatar lo que vio. Antes de quedar separado del cuerpo principal vio al cónsul peleando en primera línea, animando a sus hombres, yendo y viniendo entre los estandartes romanos y los proyectiles del enemigo. Después que él, el orador, perdiera de vista a sus compañeros, supo por el ruido y los gritos que el combate siguió hasta la noche; no creía que se pudiera haber abierto camino hasta la altura que él había tomado, debido al gran número de enemigos. Dónde estuviera el ejército, él no lo sabía; pensaba que como, en un momento de tan gran peligro, había encontrado abrigo para él y sus hombres en la naturaleza del terreno, el cónsul habría elegido una posición más fuerte para su campamento donde guarnecer su ejército. No creía que los volscos estuviesen en mejor situación que los romanos; la diversa fortuna de la lucha y la caída de la noche dio lugar a toda clase de errores por ambas partes.» Luego les suplicó que no le tuvieran allí por más tiempo, pues estaba agotado por sus esfuerzos y sus heridas; tras esto fue despedido en medio de fuertes elogios de su modestia, no menos que por su valor. Mientras esto ocurría, el cónsul había alcanzado la vía Labicana y estaba en el santuario de Quietas [diosa de la calma o la tranquilidad.- N. del T.]. Desde la Ciudad se le enviaron carruajes y bastimentos para el transporte del ejército, que estaba agotado por la batalla y por la marcha nocturna. Poco después, el cónsul entró en la Ciudad, deseando dar a Tempanio los elogios que tanto merecía como descargar la culpa de sus hombros. Mientras los ciudadanos estaban de duelo por sus reveses y enojados con sus generales, Marco Postumio, que como tribuno consular tuvo el mando en Veyes, fue llevado a juicio. Fue condenado a una multa de 10.000 ases. Su colega, Tito Quincio, que había vencido a los volscos, bajo los auspicios del dictador Postumio Tuberto, y también en Fidenas como segundo del otro dictador, Mamerco Emilio, echó toda la culpa del desastre de Veyes a su colega, que ya había sido condenado. Fue absuelto por el voto unánime de las tribus. Se dice que el recuerdo de su venerado padre, Cincinato, le fue de mucha ayuda, como también lo fue el ahora ya anciano Capitolino Quincio, quien les rogó encarecidamente que no permitiesen que él, por la poca vida que le quedaba, hubiese de ser el portador de tan tristes noticias a Cincinato.

[4.42] La plebe eligió como tribunos, en su ausencia, a Sexto Tempanio, a Aulo Selio, a Sexto Antistio y a Espurio Icilio, todos los cuales habían sido, por consejo de Tempanio, elegidos por los caballeros para servir como centuriones. La exasperación contra Sempronio había hecho ofensivo el nombre mismo de cónsul, por lo que el Senado ordenó que se eligieran tribunos militares con potestad consular. Sus nombres eran Lucio Manlio Capitolino, Quinto Antonio Merenda y Lucio Papirio Mugilano. Al comienzo del año -422 a.C.-, Lucio Hortensio, un tribuno de la plebe, designó un día para el juicio de Cayo Sempronio, el cónsul del año anterior. Sus cuatro colegas le rogaron, públicamente, a la vista de todo el pueblo romano, que no enjuiciase a su inofensivo jefe, contra el que no se podía alegar más que mala suerte. Hortensio se enojó, porque consideró esta petición como un intento de poner a prueba su perseverancia y que las instancias de los tribunos eran únicamente para guardar las apariencias; y estaba convencido el cónsul no confiaba en sus ruegos, sino en que interpusieran el veto. Volviéndose a Sempronio, le preguntó: «¿Dónde está tu espíritu patricio y el valor que se apoya en la seguridad de la propia inocencia? ¡Un ex-cónsul protegido de hecho bajo el ala de los tribunos!» Luego se dirigió a sus colegas: «Y vosotros, ¿qué haréis si sigo con la acusación? ¿Privaréis al pueblo de su jurisdicción y subvertiréis el poder de los tribunos?». Ellos le replicaron que la autoridad del pueblo tenía la supremacía sobre Sempronio y sobre cualquier otro; no tenían ni el deseo ni la potestad de acabar con el derecho del pueblo a juzgar, pero si sus súplicas en nombre de su jefe, que era como un segundo padre para ellos, resultaban infructuosas, se pondrían de su lado. Entonces Hortensio les respondió: «La plebe romana no verá a sus tribunos en tal situación; desisto de todas las acusaciones contra Cayo Sempronio, pues ha vencido, durante su mandato, al lograr ser tan querido por sus soldados.» Así, plebeyos y patricios quedaron satisfechos por el leal afecto de los cuatro tribunos, y tanto más por la forma en que Hortensio había cedido a sus justas protestas.

[4.43] Los cónsules para el siguiente año fueron Numerio Fabio Vibulano y Tito Quincio Capitolino, el hijo de Capitolino -421 a.C.-. Los ecuos habían reclamado la dudosa victoria de los volscos como propia, pero la fortuna no les favoreció. La campaña contra de ellos se encargó a Fabio, pero no ocurrió nada digno de mención. Su desmoralizado ejército no había hecho más que acto de presencia, siendo derrotado y puesto en vergonzosa huida, por lo que el cónsul no ganó mucha gloria en esta acción. Se le negó, por tanto, un triunfo; pero como había borrado la desgracia de la derrota de Sempronio, se le permitió disfrutar de una ovación. Como, contrariamente a las expectativas, la guerra terminó con menos lucha de la temida, la calma en la Ciudad fue rota por graves e inesperados disturbios entre la plebe y los patricios, que empezaron con la duplicación del número de cuestores. Se propuso crear, además de los cuestores de la Ciudad, otros dos para ayudar a los cónsules en diversas tareas relacionadas con la guerra. Cuando esta propuesta fue presentada por los cónsules ante el Senado y hubo recibido el efusivo apoyo de la mayoría de la Cámara, los tribunos de la plebe insistieron en que la mitad debía ser elegida de entre los plebeyos; hasta aquel momento sólo se habían elegido patricios. A esta demanda, en un principio, se opusieron resueltamente el Senado y los cónsules; después cedieron tanto como para permitir la misma libertad en la elección de los cuestores como ya tenía el pueblo en la de los tribunos consulares. A no ganar nada con esto, desistieron de la propuesta paritaria de aumento numérico de cuestores. Los tribunos presentaron otras muchas propuestas revolucionarias, en rápida sucesión, incluyendo una Ley Agraria. Como consecuencia de estas conmociones, el Senado quería que se eligiesen cónsules en vez de tribunos, pero debido al veto de los tribunos no se pudo aprobar una resolución formal y, al expirar el año de magistratura de los cónsules, siguió un interregno; e incluso éste no transcurrió sin gran lucha, pues los tribunos vetaban cualquier reunión de los patricios.

La mayor parte del año siguiente -420 a.C.- se perdió en los conflictos entre los nuevos tribunos de la plebe y algunos de los interreges. Unas veces intervenían los tribunos para impedir que se reunieran los patricios y eligiesen un interrex, otras veces interrumpían al interrex y le impedían obtener un decreto para elegir cónsules. Por último, Lucio Papirio Mugilano, que había sido nombrado interrex, reprendió severamente al Senado y a los tribunos, y les recordó que de la tregua con Veyes y la inactividad de los ecuos, y sólo de éstas, dependía la seguridad del Estado, que había sido olvidada y abandonada por los hombres, aunque protegida por el cuidado providencial de los dioses. «¿Os gustaría que el Estado fuese tomado por sorpresa si se produjese alguna alarma por aquel lado, sin ningún magistrado patricio, sin ningún ejército ni general para alistarlo? ¿Iban a repeler una guerra exterior mediante una civil? Si ambas vinieran juntas, la destrucción de Roma no podía evitarse, ni siquiera con la ayuda de los dioses. ¡Que tratasen de establecer la concordia haciendo concesiones por ambos lados: los patricios, permitiendo que se eligieran tribunos consulares en vez de cónsules; los tribunos de la plebe, no interfiriendo con la libertad del pueblo para elegir cuatro cuestores, fuesen patricios o plebeyos!».

[4.44] La elección de los tribunos consulares fue la primera en celebrarse. Todos ellos fueron patricios: Lucio Quincio Cincinato, por tercera vez, Lucio Furio Medulino, por segunda, Marco Manlio y Aulo Sempronio Atratino. Éste último llevó a cabo la elección de los cuestores. Entre otros candidatos plebeyos, estaba el hijo de Antistio, tribuno de la plebe, y un hermano de Sexto Pompilio, otro tribuno. Su autoridad e interés no eran, sin embargo, lo bastante fuertes como para impedir que los votantes prefiriesen a aquellos de alta cuna a cuyos padres y abuelos habían visto ocupar la silla consular. Todos los tribunos de la plebe estaban furiosos, y Pompilio y Antistio, sobre todo, estaban indignados por la derrota de sus familiares. «¿¡Qué significa todo esto?!», exclamaron airados. «A pesar de nuestros buenos oficios, a pesar de los males cometidos por los patricios, con toda la libertad de que ahora disfrutan para ejercer poderes que no tenían antes, ¡ni un solo miembro de la plebe ha sido elevado a la cuestura, por no hablar del tribunado consular! Las apelaciones de un padre en nombre de su hijo, de un hermano en nombre de su hermano, no han servido de nada aunque fuesen tribunos e investidos de la autoridad inviolable para proteger vuestras libertades. Tiene que haber habido fraude en esto; Aulo Sempronio debe haber usado más artimañas en las elecciones de lo que era compatible con el honor.» Lo acusaron de haber apartado a sus hombres de las magistraturas por medios ilegales. Como no le podían atacar directamente, protegido como estaba por su inocencia y su cargo oficial, volvieron su resentimiento contra Cayo Sempronio, el tío de Atratino, y tras haber obtenido el apoyo de su colega, Marco Canuleyo, le acusaron con base en la desgracia sucedida en la guerra contra los volscos.

Estos mismos tribunos frecuentemente presentaban en la Senado la cuestión de la distribución de tierras públicas, a la que Cayo Sempronio siempre se resistía con firmeza. Pensaron, y con razón, como probaron los hechos, que cuando llegase el día del juicio, abandonaría su oposición y así perdería influencia con los patricios o, de persistir en ella, ofendería a los plebeyos. Optó por lo último, y prefirió incurrir en el odio de sus adversarios y perjudicar su propia causa antes que traicionar el interés del Estado. Insistió en que «no debe haber concesiones de tierras, que sólo aumentarán la influencia de los tres tribunos; lo que ahora querían no eran tierras para la plebe, sino que le odiaran a él. Como otros, enfrentaría la tormenta con ánimo valeroso; ni él ni ningún otro ciudadano debía tener tanto peso en el Senado como para que cualquier muestra de clemencia hacia un particular resultase desastrosa para la comunidad». Cuando llegó el día del juicio no ablandó su tono, se hizo cargo de su propia defensa y, aunque los patricios trataron por todos los medios de ablandar a los plebeyos, fue condenado a pagar una multa de 15.000 ases. En este mismo año Postumia, una virgen vestal, tuvo que responder a una acusación por falta de castidad. Aunque inocente, había dado motivos de sospecha por su atuendo amanerado y sus modos liberales impropios de una doncella. Después de haber sido remitida y finalmente absuelta por el Pontífice Máximo, éste, en nombre de todo el colegio de sacerdotes, le ordenó abstenerse de frivolidad y vivir santamente en lugar de ocuparse de su apariencia. Este mismo año, Cumas, por aquel entonces en poder de los griegos, fue capturada por los campanos.

[4.45] El año siguiente -419 a.C.- tuvo como tribunos militares con poderes consulares a Agripa Menenio Lanato, Publio Lucrecio Tricipitino y Espurio Naucio Rutilo. Gracias a la buena fortuna de Roma, el año estuvo marcado por un grave peligro más que por un desastre real. Los esclavos habían urdido un complot para prender fuego a la Ciudad en varios puntos y, mientras la gente estuviera intentando salvar sus casas, apoderarse del Capitolio. Júpiter frustró su proyecto nefasto, dos de ellos informaron del asunto y los verdaderos culpables fueron detenidos y castigados. Los informantes recibieron una recompensa de 10.000 ases (una gran suma en aquella época), con cargo a la hacienda pública, y su libertad. Después de esto los ecuos empezaron a prepararse para reanudar las hostilidades, y se supo en Roma de buena fuente que un nuevo enemigo, los labicos, se estaban aliando con sus antiguos enemigos. La república había llegado a considerar las hostilidades con los ecuos casi como una constante anual. Se enviaron embajadores a Labico. Les respondieron con evasivas; era evidente que, si bien no había preparativos bélicos inmediatos, la paz no duraría mucho. Se pidió a los tusculanos que estuviesen alertas ante cualquier movimiento de los labicos. Los tribunos militares con potestad consular para el año siguiente -418 a.C.- fueron Lucio Sergio Fidenas, Marco Papirio Mugilano y Cayo Servilio, el hijo del Prisco en cuya dictadura se tomó Fidenas. Justo al comienzo de su mandato, llegaron mensajeros de los túsculos e informaron de que los labicos habían tomado las armas y que en unión de los ecuos habían, después de asolar el territorio túsculo, asentado su campamento en el Álgido. Así pues, se declaró la guerra y el Senado decretó que dos tribunos debían partir a la guerra mientras el otro quedaba a cargo de la Ciudad. A su vez, esto condujo a una disputa entre los tribunos. Cada uno pidió a sus superiores tener el mando de la guerra y consideraban el quedar a cargo de la Ciudad como algo innoble y de poca gloria. Mientras los senadores contemplaban asombrados esta lucha indecorosa entre colegas, Quinto Servilio dijo: «Ya que no mostráis respeto ni por esta cámara ni por el Estado, la autoridad de los padres ha de poner fin a esta disputa. Mi hijo, sin tener que recurrir a las suertes, se hará cargo de la Ciudad. Confío en que aquellos que tanto ansían el mando de la guerra, la conducirán con espíritu más amigable y sensato del que han mostrado en su afán por obtenerlo».

[4.46] Se decidió no se alistaría indiscriminadamente a toda la población; se eligieron diez tribus por sorteo; de éstas, los dos tribunos alistaron los hombres en edad militar y los condujeron a la guerra. Las querellas que habían comenzado en la Ciudad se calentaron aún más en el campamento, pues ambos tribunos seguían ambicionando el mando. No se pusieron de acuerdo en nada, porfiaban por sus propias opiniones y querían que sólo se llevasen a cabo sus propios planes y órdenes, despreciándose mutuamente. Por fin, por las protestas y reproches de los generales, se arreglaron las cosas de manera que acordaron ostentar el mando en días alternos. Cuando se informó a Roma de este estado de cosas, se dice que Quinto Servilio, advertido por la edad y la experiencia, ofreció una oración solemne para que el desacuerdo entre los tribunos por resultarse aún más dañino para el Estado de lo que había sido en Veyes; luego, como la catástrofe era, sin duda, inminente, urgió a su hijo para que alistase tropas y armas. No resultó ser un falso profeta.

Sucedió que a Lucio Sergio le tocaba detentar el mando y el enemigo, mediante una huida fingida, logró conducir las fuerzas del tribuno a un terreno desfavorable cercano a su campamento, con la vana esperanza de asaltarlo. Entonces los ecuos hicieron una carga por sorpresa y les forzaron hasta un valle escarpado donde los romanos fueron sobrepasados en número y masacrados en lo que no fue tanto una huida como un amontonarse los unos sobre los otros. Con dificultad alcanzaron su campamento ese día; al siguiente, después que el enemigo hubiese rodeado gran parte del campamento, lo evacuaron mediante una fuga vergonzosa por la puerta trasera. Los jefes y los generales y todos los que estaban más cercanos a los estandartes se marcharon a Túsculo; los demás se dispersaron por los campos en todas direcciones y marcharon a Roma extendiendo las noticias de una derrota más grave de lo que realmente fue. Se sintió menos preocupación por ser el resultado que todos temían y por los refuerzos y medidas tomadas de antemano por el tribuno consular. Por orden suya, después que los magistrados inferiores tranquilizasen las cosas, se enviaron partidas de reconocimiento a explorar el terreno; éstas informaron de que los generales y el ejército estaban en Túsculo y que el enemigo no había abandonado su campamento. Lo que más hizo para restaurar la confianza fue el nombramiento, por decreto senatorial, de Quinto Servilio Prisco como dictador. Los ciudadanos ya habían tenido experiencia previa de su visión política en muchas crisis, y la de esta guerra ofreció una nueva prueba, pues sólo él previó el peligro que supondrían las disensiones entre los tribunos antes que tuviese lugar el desastre. Nombró como su Jefe de la Caballería al tribuno por el que había sido nombrado dictador, o sea, a su propio hijo. Esto al menos es lo que dicen algunos autores, otros dicen que Ahala Servilio fue el Jefe de la Caballería ese año. Con su nuevo ejército se dirigió al núcleo de la guerra y, tras recobrar las tropas que se encontraban en Túsculo, seleccionó una posición para su campamento distante dos millas [2960 metros.- N. del T.] del enemigo.

[4.47] La arrogancia y el descuido que habían mostrado los generales romanos se trasladaron a los ecuos en el momento de su victoria. El resultado de esto se vio en la primera batalla. Tras desordenar el frente enemigo con una carga de caballería, el dictador ordenó que se adelantasen rápidamente los estandartes de las legiones; como uno de los abanderados [signiferum en el original latino; soldado de especial valor y serenidad encargado de portar y defender los estandartes de las centurias. Livio usa signiferum y no aquilifer, como sería de esperar para los portadores de los estandartes de las legiones; fuera porque en la época que relata no se usara tal distinción, fuera por error o generalización del concepto “portador de estandarte”.- N. del T.] dudase, él mismo le mató. Tan ansiosos estaban los romanos por combatir que los ecuos no pudieron resistir el choque. Expulsados del campo de batalla, huyeron hacia su campamento; el asalto de éste llevó menos tiempo y supuso menos lucha, de hecho, que la propia batalla. El dictador entregó el botín del campamento a los soldados. La caballería, que había perseguido a los enemigos que huían, trajo la noticia de que todos los labicos derrotados y gran parte de los ecuos había huido a Labico. Por la mañana, el ejército marchó a Labico y, después rodear completamente la ciudad, la asaltaron y saquearon. Tras volver a casa con su ejército victorioso, el dictador renunció a su magistratura sólo una semana después de haber sido nombrado. Antes de que los tribunos de la plebe tuviesen tiempo de sembrar divisiones sobre la división del territorio labico, el Senado, en una sesión plenaria, aprobó una resolución para que un grupo de colonos se asentasen en Labico. Se enviaron mil quinientos colonos, y cada uno recibió un lote de dos yugadas [unos 5400 metros cuadrados.- N. del T.]. Al año siguiente a la captura de Labico -417 a.C.- fueron tribunos militares con potestad consultar Menenio Lanato, Lucio Servilio Estructo, Publio Lucrecio Tricipitino (todos por segunda vez) y Espurio Veturio Craso. Para el año siguiente -416 a.C.- fueron nombrados Aulo Sempronio Atratino (por tercera vez) y Marco Papirio Mugilano y Espurio Naucio Rutilo, por segunda vez cada uno. Durante estos dos años, los asuntos extranjeros estuvieron en calma, pero en casa hubo discordia a propósito de las leyes agrarias.

[4.48] Los instigadores de los disturbios fueron Espurio Mecilio, que era tribuno de la plebe por cuarta vez, y Marco Metilio, tribuno por tercera vez; ambos habían sido elegidos en ausencia. Presentaron una propuesta para que un territorio capturado al enemigo se adjudicara a propietarios individuales. Si esto se aprobase las fortunas de gran parte de la nobleza se confiscarían. Pues, ya que hasta la misma Ciudad se había fundado sobre suelo extranjero, difícilmente poseían algún terreno que no hubiera sido ganado por las armas, o que nadie aparte del pueblo poseería algo que hubiera sido vendido o públicamente asignado. Aquello tenía todo el aspecto de un amargo conflicto entre la plebe y los patricios. Los tribunos consulares, después de discutir el asunto en el Senado y en reuniones privadas de patricios, estaban perdidos sobre qué hacer, y fue entonces cuando Apio Claudio, el nieto del antiguo decenviro antiguo y el senador en activo más joven, se levantó para hablar. Se le representa diciendo que iba a traer un viejo consejo, bien conocido en su familia. Su abuelo, Apio Claudio, había señalado al Senado la única manera de romper el poder de los tribunos, es decir, mediante la interposición del veto de sus colegas. Los hombres que habían surgido de las masas eran fácilmente inducidos a cambiar de opinión por la autoridad personal de los dirigentes del Estado, con sólo abordárseles en un lenguaje adecuado a la ocasión en vez de a la categoría del orador. Sus sentimientos cambiaban con sus fortunas. Cuando veían que aquellos de sus colegas que eran los primeros en proponer cualquier medida se apropiaban de todo el crédito de la plebe y no dejaban lugar para ellos, no tenían problema en aproximarse al bando del Senado y así ganar el favor de todo el orden y no sólo el de sus dirigentes. Sus puntos de vista contaron con la aprobación universal; Quinto Servilio Prisco fue el primero en felicitar al joven por no haber desmerecido a los antiguos Claudios. Se encargó a los líderes del Senado que persuadieran a cuantos tribunos pudiesen para que interpusieran su veto. Tras el cierre de la sesión, sondearon a los tribunos. Usando de la persuasión, las advertencias y las promesas, les mostraron cuán agradable les resultaría esa medida a ellos, individualmente, y a todo el Senado. Así lograron convencer a seis.

Al día siguiente, de conformidad con un acuerdo anterior, la atención del Senado se dirigió a la agitación que Mecilio y Metilius estaban causando al proponer un soborno del tipo de trabajo posible. Se pronunciaron discursos por los líderes del Senado, declarando cada uno por turno que no podían sugerir ningún curso de acción, y que no veían más recurso que la asistencia de los tribunos. Para la protección de ese poder, el Estado en su vergüenza, como un impotente ciudadano privado, corría en busca de ayuda. Era gloria de los tribunos y de la autoridad que ejercían, que poseyeran tanta fuerza para resistir a colegas maliciosos como para acosar al Senado y producir disensiones entre ambos órdenes. Surgieron gritos por todas partes del Senado y se llamaba a los tribunos desde cada esquina de la Cámara. Cuando el silencio se restableció, los tribunos que habían sido ganados dejaron en claro que, ya que el Senado opinaba que la medida propuesta conduciría a la desintegración de la República, ellos debían interponer su veto sobre ella. Se les dio oficialmente las gracias por el Senado. Los proponentes de la medida convocó a una reunión en la que acusaron de abuso a sus colegas, llamándolos «traidores a los intereses de la plebe» y «esclavos de los cónsules», entre otros epítetos insultantes. Luego, retiraron la propuesta.

[4.49] Los tribunos militares con potestad consular para el año siguiente -415 a.C.- fueron Publio Cornelio Coso, Cayo Valerio Potito, Quinto Quincio Cincinato y Numerio Fabio Vibulano. Habría habido dos guerras ese año si los jefes veyentinos no hubiesen aplazado las hostilidades debido a escrúpulos religiosos. Sus tierras habían sufrido una inundación del Tíber que destruyó sobre todo sus granjas. Los bolanos, un pueblo de la misma nación que los ecuos, había efectuado incursiones en el territorio vecino de Labico y atacó a los colonos recién asentados con la esperanza de evitar las consecuencias al recibir el apoyo de los ecuos. Pero la derrota que sufrieron tres años antes les disuadió de ayudarles; los bolanos, abandonados por sus amigos, perdieron ciudad y territorio tras un asedio y un insignificante combate en una guerra que ni siquiera merece la pena reseñar. Lucio Decio, un tribuno de la plebe, trató de presentar una propuesta para que se enviasen colonos a Bola como ya se hizo en Labico, pero fue derrotado por la intervención de sus colegas, que dejaron claro que no permitirían que se aprobase ninguna resolución de la plebe, excepto con autorización del Senado.

Los tribunos militares con poderes consulares para el año siguiente -414 a.C.- fueron Cneo Cornelio Coso, Lucio Valerio Potito, Quinto Fabio Vibulano (por segunda vez) y Marco Postumio Albino. Los ecuos recapturaron Bola y fortalecieron la ciudad al asentar nuevos colonos. La guerra contra los ecuos fue confiada a Postumio, un hombre de carácter violento y obstinado que, sin embargo, mostró más en la hora de la victoria que durante la guerra. Después de marchar con su apresuradamente alistado ejército hacia Bola y quebrantar el espíritu de los ecuos con algunas acciones insignificantes, se abrió finalmente paso dentro de la ciudad. Luego desvió la contienda del enemigo hacia sus propios conciudadanos. Durante el asalto había ordenado que el botín sería para los soldados, pero tras capturar la ciudad faltó a su palabra. Yo me inclino a creer que éste fue el motivo real para el resentimiento que sentía el ejército, pues en una ciudad que había sido recientemente saqueada y donde hacía poco se había asentado una nueva colonia, la cantidad de botín sería menor de la que el tribuno había supuesto. Después de haber regresado a la Ciudad, convocado por sus colegas a causa de los desórdenes excitados por los tribunos de la plebe, el odio contra él aumentó por una expresión estúpida y casi loca que profirió en una Asamblea. El tribuno Marco Sextio estaba presentando una ley agraria y mencionaba que una de sus disposiciones era que se asentarían colonos en Bola. «Aquellos,» dijo,»que habían capturado Bola merecían que la ciudad y su territorio se les entregase». Postumio exclamó: «¡Mala cosa será para mis soldados si no guardan silencio!». Esta exclamación resultó tan ofensiva para los senadores, cuando se enteraron de ella, como lo fue para la Asamblea. El tribuno de la plebe era un hombre inteligente y un no mal orador; se encontraba ahora entre sus oponentes con un hombre de carácter insolente y lengua caliente, a quien podía irritar y provocar para que dijera cosas que atraerían el odio no sólo sobre él sino, por su culpa, también sobre todo su orden. A ninguno de los tribunos consulares citaba más a menudo en los debates que a Postumio. Después de que el antes citado profiriese una tosca y brutal expresión, Sextio dijo: «¿Oís, Quirites, cómo amenaza este hombre a sus soldados, como si fueran esclavos? ¿Os parecerá este monstruo más digno de su alto cargo que los hombres que están intentando enviaros como colonos para recibir gratis el regalo de una ciudad y su tierra y daros un lugar de descanso en vuestra vejez? ¿Más que quienes pelean valientemente por vuestros intereses contra tan salvajes e insolentes oponentes? Ahora ya podéis empezar a preguntaros por qué tan pocos asumen la defensa de vuestra causa. ¿Qué han de esperar de vosotros? ¿Altos cargos? Preferís conferirlos a vuestros enemigos antes que a los campeones del pueblo romano. Sólo murmuráis indignados ahora que oís lo que ha dicho este hombre. ¿Qué diferencia hay? Si tuvieseis que votar ahora, preferiríais a este hombre que os amenaza con castigaros antes que a los que os aseguran tierras, hogar y propiedad».

[4,50] Cuando se informó de esta expresión a los soldados del campamento, éstos se indignaron aún más. «¡¿Pues qué?!, dijeron, «¿Amenaza con castigar a sus soldados el estafador de botines, el ladrón?» Aún con tan abiertas expresiones de odio, el cuestor Publio Sestio trató de reprimir la excitación con la misma muestra de violencia que la había provocado. Se mandó un lictor contra un soldado que estaba gritando y esto provocó el alboroto y el desorden. El cuestor fue alcanzado por una piedra y lo retiraron de la multitud; el hombre que lo había herido exclamó que el cuestor había conseguido lo que merecía el comandante que amenazaba a sus soldados. Postumio fue enviado para hacer frente al estallido; empeoró la irritación general por la forma despiadada en que condujo su investigación y la crueldad de los castigos que infligió. Al final, cuando su ira rebasó todos los límites y una multitud se había congregado a los gritos de los que él había condenado a morir a latigazos, él mismo bajó de su tribuna frenéticamente, yendo hacia quienes estaban interrumpiendo la ejecución; los lictores y centuriones trataban de dispersar a la multitud, llevándola a tal estado de exasperación que el tribuno quedó sepultado por una lluvia de piedras lanzadas por su propio ejército. Cuando este hecho terrible se supo en Roma, los tribunos consulares instaron al Senado para que ordenase una investigación sobre las circunstancias de la muerte de su colega, pero los tribunos de la plebe interpusieron su veto. Esta cuestión estaba estrechamente relacionada con otro asunto controvertido. El Senado temía que los plebeyos, fuera por temor a una investigación o por ira, eligieran a los tribunos consulares de entre ellos mismos así que hicieron cuanto pudieron para garantizar la elección de cónsules en su lugar. Como los tribunos de la plebe no permitían que el Senado aprobase tal decreto y vetaban la elección de cónsules, la cuestión quedó en un interregno. El Senado, finalmente, consiguió la victoria.

[4.51] Quinto Fabio Vibulano, como interrex, presidió las elecciones. Los cónsules electos fueron Aulo Cornelio Coso y Lucio Furio Medulino. Al comienzo de su año de mandato -413 a.C.-, se aprobó una resolución por el Senado que facultaba a los tribunos para someter ante la plebe, a la mayor brevedad posible, el tema de una investigación sobre las circunstancias de la muerte de Postumio, permitiendo que la plebe eligiese quién sería el que presidiría la investigación. La plebe, por unanimidad, votó remitir el asunto a los cónsules. Cumplieron su deber con la mayor moderación y clemencia; sólo unos cuantos fueron castigados, y había buenas razones para creer que ésos se dieron muerte ellos mismos. No pudieron evitar, sin embargo, que su actuar fuese agriamente rechazado por la plebe, quien se quejaba de que las medidas que iban en su provecho fuesen diferidas y que las que tocaban al castigo y muerte de sus miembros se aplicaban inmediatamente. Después que se hubiera impuesto la justicia sobre el motín, habría sido un paso de lo más político aplacar su resentimiento distribuyendo el territorio conquistado de Bola. Si el Senado hubiese acometido esto, habría disminuido el afán por una ley agraria que se proponía expulsar a los patricios de su injusta ocupación de los dominios del Estado. Así las cosas, la sensación de injuria fue aún más aguda porque la nobleza no sólo estaba determinada a conservar por la fuerza las tierras públicas, que ya poseían, sino que de hecho rehusaban distribuir el territorio sin dueño recientemente conquistado que sería pronto, como todo lo demás, objeto de apropiación por unos pocos. Durante este año el cónsul Furio condujo las legiones contra los volscos, que estaban asolando el territorio hérnico. Como no encontraron al enemigo allí, avanzaron contra Ferentino, donde gran número de volscos se habían retirado, y la tomaron. Hubo menos botín del que esperaban encontrar pues, como tenían pocas esperanzas de defender la plaza, los volscos se llevaron sus bienes y la evacuaron por la noche. Al día siguiente, cuando la capturaron, estaba casi desierta. La ciudad y su territorio fueron entregados a los hérnicos.

[4.52] Ese año que, gracias a la moderación de los tribunos, había estado libre de perturbaciones, fue seguido por otro en el que Lucio Icilio fue tribuno y los cónsules fueron Quinto Fabio Ambusto y Cayo Furio Pacilo -412 a.C.-. Al comenzar el año, aquel asumió la labor de agitación como si se tratara de la misión asignada a su nombre y a su familia, y anunció propuestas que abordarían la cuestión de la tierra. Debido al estallido de una epidemia que, sin embargo, produjo más alarma que mortandad, los pensamientos de los hombres se desviaron de las luchas políticas del Foro a sus hogares y a la necesidad de cuidar a los enfermos. La peste fue considerada menos dañina de lo que habría sido la agitación agraria. La comunidad se escapó con muy pocas muertes teniendo en cuenta el gran número de casos. Como suele suceder, la peste trajo una hambruna al año siguiente, debido a los campos dejados sin cultivar. Los nuevos cónsules fueron Marco Papirio Atratino y Cayo Naucio Rutilo -411 a.C.-. El hambre habría sido más grave que la peste si no se hubiera aliviado la escasez enviando comisionados a todas las ciudades situadas en el Tirreno y el Tíber para comprar grano. Los samnitas, que ocupaban Capua y Cumas, se negaron con términos insolentes a cualquier comunicación con los comisionados; por otra parte, el Tirano de Sicilia prestó una generosa ayuda. Los mayores suministros fueron traídos por el Tíber, gracias a los buenos oficios de los etruscos. Como consecuencia de la prevalencia de la enfermedad en la República, los cónsules apenas encontraron hombres disponibles; como sólo se pudo comisionar a un senador para cada misión, se vieron obligados a adjuntarles dos caballeros. Aparte de la pestilencia y el hambre, no hubo problemas ni en casa ni en el extranjero durante estos dos años; pero tan pronto como esas causas de preocupación desaparecieron, todas las fuentes habituales de discordias en la república (disturbios en casa y guerras exteriores) estallaron de nuevo.

[4,53] Marco Emilio y Cayo Valerio Potito fueron los nuevos cónsules -410 a.C.-. Los ecuos hicieron preparativos para la guerra y los volscos, sin la sanción de su gobierno, tomaron las armas y les ayudaron como voluntarios. Al saberse de estos movimientos hostiles (ya habían cruzado a los territorios latinos y hérnicos), el cónsul Valerio empezó a reclutar tropas. Fue obstruido por Marco Menenio, el proponente de una ley agraria, y bajo la protección de este tribuno, a ninguno que se opuso a servir le tomaron el juramento. De repente llegó la noticia de que la fortaleza de Carvento había sido capturada por el enemigo. Esta humillación le dio el Senado la excusa para despertar el resentimiento popular contra Menenio, mientras que proporcionaba a los demás tribunos, que ya estaban preparados para vetar su ley agraria, mayor justificación para oponerse a su colega. Tuvo lugar una larga y enojosa discusión. Los cónsules pusieron a dioses y hombres como testigos de que Menenio, al obstruir el alistamiento, era el único responsable de cualquier desgracia y derrota que resultase o estuviese a punto de suceder de manos enemigas. Menenio, por su parte, protestó airadamente diciendo que si los que ocuparon las tierras públicas cesaban en su ocupación ilegal, él no pondría ningún obstáculo para el alistamiento. Los nueve tribunos pusieron fin a la disputa mediante la interposición de una resolución formal, declarando que era intención del colegio apoyar al cónsul a despecho del veto de su colega, tanto si imponía multas [el cónsul.- N. del T.] o adoptaba otras formas de coerción sobre quienes rechazasen servir en la campaña. Armado con este decreto, el cónsul ordenó que los pocos que reclamaban la protección del tribuno fuesen detenidos y llevados ante él; lo que atemorizó a los demás y prestaron el juramento militar.

El ejército se dirigió a la fortaleza de Carvento y, aunque descontentos y resentidos contra el cónsul, apenas llegaron al lugar expulsaron a los defensores y recuperaron la ciudadela. El ataque fue facilitado por la ausencia de parte de la guarnición, que por la laxitud de sus generales estaba fuera robando, en una expedición de saqueo. El botín, que habían reunido en sus incesantes ataques y almacenaban aquí para asegurarlo, fue considerable. Así pues, el cónsul ordenó la venta en subasta [ver Libro 4,29.-N. del T.] ordenando a los cuestores que ingresasen lo obtenido en el Tesoro. Anunció que el ejército sólo tendría participación del botín cuando no hubieran rechazado servir. Esto aumentó la exasperación de la plebe y de los soldados contra el cónsul. El Senado le decretó una ovación y, mientras hacía su entrada ceremonial en la Ciudad, los soldados recitaban versos groseros, con su acostumbrada libertad, en los que el cónsul era insultado y Menenio alabado en pareados, con aplausos y vítores de los espectadores cada vez que se pronunciaba el nombre del tribuno. Esta última circunstancia produjo más inquietud en el Senado que la licencia de los soldados, que era casi una práctica habitual; y como no había duda de que si Menenio se presentaba candidato sería elegido tribuno consular, se le impidió mediante la elección de cónsules.

[4.54] Los dos elegidos fueron Cneo Cornelio Coso y Lucio Furio Medulino -409 a.C.-. En ninguna otra ocasión se indignó más la plebe por no permitírsele elegir tribunos consulares. Mostraron su indignación en la elección de los cuestores, y tuvieron su venganza, porque fue la primera vez que se resultaron elegidos cuestores plebeyos; y tan lejos llevaron su resentimiento que de los cuatro que fueron elegidos sólo quedó un puesto para un patricio, Cesón Fabio Ambusto. Los tres plebeyos, Quinto Silio, Publio Elio y Publio Pupio, fueron elegidos con preferencia a los descendientes de las familias más ilustres. Fueron los Icilios, me parece, quienes indujeron al pueblo a mostrar su independencia en la votación; esa familia era la más hostil a los patricios y tres de sus miembros fueron elegidos tribunos ese año al alentar las esperanzas del pueblo en muchas e importantes reformas. Declararon que no iban a dar un solo paso si el pueblo no tenía el valor suficiente para elegir incluso a los cuestores que asegurasen el buen fin que tanto tiempo habían deseado y que las leyes habían puesto a su alcance, pues vieron que ésta era la única magistratura que el Senado había dejado abierta tanto a patricios como a plebeyos. Los plebeyos consideraron esto como una espléndida victoria; valoraban la cuestura no por lo que era en sí misma, sino como un camino abierto a los hombres nuevos [homo novus en el original latino; se refiere a los que no poseían un rancio abolengo, por así decir.- N. del T.] hacia el consulado y los triunfos. Los patricios, por otra parte, estaban indignados; más que compartiéndolo, sentían más que estaban perdiendo todo el poder sobre el Estado. Y decían: «Si así van a ser las cosas, no se formará a los niños; pues si se les va a impedir ocupar las vacantes de sus mayores y ver mientras a otros en posesión de las dignidades que les pertenecen por derecho, se quedarán, privados de cualquier autoridad y poder, para actuar como salios o flámines [sacerdotes salios: creados por Numa para custodiar los escudos sagrados, llamados anciles; sacerdotes flámines: también instituidos por Numa, se encargaban de mantener el fuego del altar del dios al que estaban adscritos.- N. del T.], sin más obligación que la de ofrecer sacrificios por el pueblo». Ambas partes estaban irritadas, y como los plebeyos cobraran nuevos ánimos y tuviesen tres jefes de nombre ilustre para la causa popular, los patricios vieron que el resultado de todas las elecciones sería el mismo que la de los cuestores, donde el pueblo tenía libertad de elección. Se esforzaron, por tanto, en asegurar la elección de cónsules, que aún no estaba abierta a ambos órdenes; por su parte, los Icilios dijeron que se debían elegir tribunos consulares y que antes o después deberían compartir los más altos honores con la plebe.

[4.55] Pero, hasta entonces, los cónsules no habían hecho nada para impedirlo y que arrebatasen las deseadas concesiones de los patricios. Por una maravillosa clase de buena suerte, llegaron noticias de que los volscos y ecuos habían hecho una incursión de rapiña en los territorios de los latinos y los hérnicos. El Senado decretó un alistamiento para esta guerra pero, cuando los cónsules comenzaron, los tribunos se les opusieron enérgicamente y declararon que ellos mismos y la plebe tenían ahora su oportunidad. Había tres de ellos, todos muy enérgicos, a los que se podría considerar de tan buena familia como les fuera posible, en tanto que plebeyos. Dos de ellos asumieron la misión de mantener una estrecha vigilancia sobre cada uno de los cónsules; al tercero se le encargó la obligación de azuzar y tranquilizar, alternativamente, al pueblo con sus arengas. Los cónsules no podían continuar con el alistamiento, ni los tribunos podían seguir con las votaciones que ansiaban. La Fortuna, finalmente, se puso del lado de la plebe, pues llegaron noticias de que, mientras las fuerzas de la fortaleza de Carvento estaban dispersas en busca de botín, los ecuos les habían atacado y, tras matar a los pocos que quedaron de guardia, destrozaron a los que se retiraban apresuradamente y dispersaron a los demás por los campos. Este incidente, tan desafortunado para el Estado, fortaleció las manos de los tribunos. Se hicieron intentos infructuosos para que en tal emergencia se abstuvieran de oponerse a la guerra, pero no cedieron ni en vista del peligro para el Estado, ni por el odio que les pudiese acarrear; y finalmente consiguieron forzar al Senado a aprobar un decreto para la elección de tribunos militares. Fue, sin embargo, expresamente establecido que no serían elegibles para dicho puesto ninguno de los actuales tribunos de la plebe, ni serían reelegidos el año siguiente como tribunos de la plebe. Esta se dirigía, sin duda, contra los Icilios, de quienes el Senado sospechaba que aspiraban al consulado como recompensa por sus esfuerzos como tribunos. Luego, con el consentimiento de ambos órdenes, se llevó a cabo el alistamiento y empezaron los preparativos para la guerra. Difieren los autores antiguos en cuanto a si ambos cónsules marcharon contra la fortaleza Carventina o si uno de ellos se quedó para proceder a las elecciones. No hay ninguna disputa, sin embargo, en cuanto a que los romanos se retiraron de la fortaleza de Carvento tras un largo e ineficaz asedio y que recuperaron Verrugo tras efectuar grandes rapiñas y obtener gran botín, tanto de territorios volscos como ecuos.

[4.56] En Roma, mientras la plebe había logrado asegurar la elección de quien prefería, el resultado de la misma fue una victoria para el Senado. Contrariamente a todas las expectativas, tres patricios fueron elegidos tribunos consulares, a saber, Cayo Julio Julo, Publio Cornelio Coso y Cayo Servilio Ahala -408 a.C.-. Se dijo que los patricios recurrieron a un truco; los Icilios, de hecho, les acusaron de ello en ese momento. Fueron acusados de haber introducido un grupo de candidatos indignos entre los que sí eran dignos de ser elegidos, y que el disgusto que sintieron los plebeyos por los indignos se extendió a todos los candidatos plebeyos. Después de esto, se recibió la información de que los volscos y los ecuos estaban haciendo preparativos para la guerra con la mayor de las energías. Esto pudo ocurrir porque el hecho de mantener en su poder la fortaleza de Carvento les había levantado los ánimos, o porque la pérdida del destacamento de Verrugo les enfureciese. Se dice que los ancios fueron los principales instigadores; sus embajadores habían ido por las ciudades de ambas naciones reprochándoles su cobardía al esconderse tras sus murallas el año anterior y permitir que los romanos corriesen sus campos por todas partes y destruyesen la guarnición de Verrugo. No sólo se les enviaron ejércitos, sino que incluso se habían establecido colonos en su territorio. No sólo los romanos se habían repartido sus propiedades entre ellos, sino que incluso habían regalado Ferentino a los hérnicos, tras haberla capturado. Estos reproches encendieron el espíritu guerrero en cada ciudad, y se alistó gran número de combatientes. Una fuerza reunida de entre todos los Estados se concentró en Ancio; allí fijaron su campamento y esperaron al enemigo. Noticia de estos acontecimientos llegaron a Roma y produjeron más inquietud de la que los hechos realmente permitían inferir; el Senado ordenó inmediatamente que se nombrase un dictador, el último recurso para casos de peligros inminentes. Se dice que Julio y Cornelio se mostraron indignados con esta decisión, y las cosas siguieron en medio de la amargura de ambos. Los líderes del Senado censuraron a los tribunos consulares por no reconocer la autoridad de la Cámara y, haciendo inútiles sus protestas, terminaron apelando finalmente a los tribunos de la plebe y les recordaron cómo en una ocasión parecida su autoridad había servido de freno a los cónsules. Los tribunos, encantados con la disensión entre los senadores, dijeron que no prestarían ninguna ayuda a quienes no les consideraban ciudadanos ni, incluso, hombres. Si los honores del Estado estuviesen siempre abiertos a ambos órdenes y ellos compartieran el gobierno, entonces podrían tomar medidas para impedir que las decisiones del Senado fueran anuladas por la arrogancia de cualquier magistrado; hasta entonces, los patricios, desprovistos de cualquier respeto por los magistrados o las leyes, podían hacer frente por sí mismos a los tribunos consulares.

[4,57] Esta controversia ocupó los pensamientos de los hombres en el momento más inoportuno, cuando una grave guerra estaba a punto de ocurrir. Por fin, después de que Julio y Cornelio hubieran, uno tras otro, argumentado largamente que ellos eran suficientes para dirigir aquella guerra y que era injusto que se les privara del honor que el pueblo les había conferido, Ahala Servilio, el otro tribuno militar, intervino en el conflicto. Había, dijo, permanecido en silencio tanto tiempo, no porque albergase alguna duda (¿pues qué buen ciudadano podría separar su interés del de la república?), sino porque habría querido que sus colegas se hubieran sometido a la autoridad del Senado sin tener que invocar contra ellos el poder de los tribunos de la plebe. Incluso ahora, les habría dado gustosamente tiempo para abandonar su actitud intransigente si las circunstancias lo permitiesen. Sin embargo, las necesidades de la guerra no esperaban a los Consejos de los hombres, y la república le importaba más que la buena voluntad de sus colegas. Si, por tanto, el Senado apoyaba su decisión, él nombraría un dictador la noche siguiente, y si alguien vetaba la aprobación del decreto del Senado, él se complacería en actuar de acuerdo a su resolución. Al adoptar esta actitud, se ganó la merecida alabanza y simpatía de todos, y tras nombrar como dictador a Publio Cornelio, él mismo fue nombrado Jefe de la Caballería. Ahala proporcionó un ejemplo a sus colegas, pues compararon su posición con la de él, el modo en que los altos cargos y la popularidad llegan a veces más fácilmente a quienes no los codician. La guerra estaba lejos de ser algo memorable. El enemigo fue derrotado con una gran masacre en Ancio, en una sola batalla que se ganó fácilmente. El ejército victorioso devastó el territorio volsco. La fortaleza en el lago de Fucino fue asaltada, y se hizo prisionera a la guarnición de 3000 hombres mientras que el resto de los volscos fueron expulsados hasta sus ciudades amuralladas, dejando sus campos a merced del enemigo. Después usar tanto como pudo de los favores de la Fortuna en la dirección de la guerra, el dictador volvió a casa con más éxito que gloria y dejó el cargo. Los tribunos militares rechazaron todas las propuestas para elegir cónsules (debido, según creo, a su resentimiento por el nombramiento de un dictador), y dieron órdenes para la elección de tribunos militares con potestad consular. Esto aumentó la inquietud de los senadores, porque veían que su causa estaba siendo traicionada por hombres de su propio partido. En consecuencia, como el año anterior habían excitado la indignación contra todos los candidatos plebeyos, incluso contra los dignos, por medio de los que eran perfectamente indignos, ahora los líderes de Senado se presentaron candidatos, rodeados de cuanto les proporcionara distinción o reforzase su influencia personal. Se aseguraron todos los puestos e impidieron la elección de cualquier plebeyo. Se eligió a cuatro de ellos, todos los cuales habían ocupado anteriormente el cargo, a saber: Lucio Furio Medulino, Cayo Valerio Potito, Numerio Fabio Vibulano y Cayo Servilio Ahala. Este último debió su continuidad en el cargo tanto a la popularidad que se había ganado por su singular moderación como a sus otros méritos.

[4.58] Durante este año -407 a.C.-, expiró el armisticio con Veyes y se enviaron embajadores y feciales en demanda de satisfacción. Cuando llegaron a la frontera fueron recibidos por una delegación de Veyes, que les rogó que no pasasen de allí antes de que ellos mismos tuviesen una audiencia del senado romano. Obtuvieron del Senado la retirada de la demanda de satisfacción, debido a los problemas internos que Veyes estaba sufriendo. Tan lejos estaban ellos de hacer, en las desgracias ajenas, medrar sus propios intereses. Se produjo un desastre en territorio volsco, al perderse la guarnición de Verrugo. Tanto dependió aquí de unas pocas horas, que los soldados que estaban siendo asediados por los volscos y que rogaban ayuda podrían haber sido rescatados si se hubiesen adoptado medidas a tiempo. Así las cosas, la fuerza de rescate sólo llegó a tiempo para sorprender al enemigo que, recién terminada la masacre de la guarnición, estaba disperso en busca de botín. La responsabilidad por el retraso fue más del Senado que de los tribunos; habiendo oído que estaban ofreciendo la más determinada resistencia, no consideraron que hay límites a la resistencia humana que el valor no puede superar. Los valientes soldados no quedaron sin venganza, fuera en sus vidas o en sus muertes.

El año siguiente -406 a.C.- fueron tribunos militares con potestad consular Publio Cornelio Coso, Cneo Cornelio Coso, Numerio Fabio Ambusto y Lucio Valerio Potitus. Debido a la acción del Senado de Veyes, amenazaba guerra con esa ciudad. Los enviados de Roma que fueron en demanda de satisfacción recibieron la respuesta insolente de que a menos que marchasen rápidamente de la ciudad y cruzasen las fronteras, los veyentinos les harían lo mismo que les había hecho Lars Tolumnio. El Senado se indignó y aprobó un decreto para que los tribunos militares sometieran al pueblo lo antes posible una propuesta para declarar la guerra contra Veyes. Tan pronto como se presentó el asunto, los hombres susceptibles de ser movilizados protestaron. Se quejaron de que no se hubiera dado término a la guerra contra los volscos, se hubiera aniquilado la guarnición de dos fortalezas y que éstas, aunque vueltas a capturar, se mantuvieran con dificultad; que no había un año en que no tuviesen que combatir y que ahora, como si no tuviesen bastante, se tenían que preparar para una nueva guerra contra un poderoso enemigo que levantaría a toda la Etruria. Este descontento entre la plebe fue avivado por los tribunos, que continuamente decían que la guerra más grave era la que se daba entre el Senado y la plebe; que eran acosados adrede con la guerra y expuestos a ser muertos por el enemigo y mantenidos como en el destierro, lejos de la tranquilidad de sus hogares por temor a que la tranquilidad de la vida en la Ciudad despertase la memoria de sus libertades y les llevase a discutir los sistemas de distribución de las tierras públicas entre colonos y asegurarles el libre ejercicio de sus derechos. Se llegaron a los veteranos, contaron las campañas de cada hombre así como sus heridas y cicatrices y preguntaron cuánta sangre les quedaba para derramarla por el Estado. Planteando estos temas en discursos públicos y en conversaciones privadas, produjeron entre los plebeyos un sentimiento de oposición a la proyectada guerra. El asunto se apartó por el momento, ya que era evidente en aquel estado de opinión que, si se presentase, sería rechazado.

[4.59] Mientras tanto, los tribunos militares decidieron conducir al ejército a territorio volsco; Cneo Cornelio fue dejado a cargo de la Ciudad. Los tres tribunos comprobaron que no había ningún campamento de los volscos por parte alguna y que no se arriesgarían a una batalla, así que dividieron sus fuerzas en tres grupos separados para asolar el país. Valerio hizo de Ancio su objetivo; Cornelius eligió Ecetra. Dondequiera que marchaban destruían las granjas y los cultivos a lo largo y a lo ancho, dividiendo las fuerzas de los volscos. Fabio marchó contra Anxur, que era el objetivo principal, sin perder tiempo en devastar el país. Esta ciudad se llama ahora Terracina; fue construida en la ladera de una colina y se extendía hacia los marjales. Fabius hizo un amago de atacar la ciudad por ese lado. Se enviaron cuatro cohortes al mando de Cayo Servicio Ahala para dar un rodeo y tomar la colina que dominaba la ciudad por el otro lado. Después de hacerlo así lanzaron un ataque, en medio de fuertes gritos y algarabía, desde su posición más elevada sobre la parte de la ciudad en que no había defensas. Los que defendían la parte baja de la ciudad contra Fabio quedaron estupefactos y asombrados al oír el ruido, y esto le dio tiempo para colocar sus escalas de asalto. Los romanos estuvieron enseguida por todas partes de la ciudad, y durante algún tiempo se produjo una despiadada masacre de fugitivos y combatientes, de hombres armados y desarmados por igual. Como no había esperanza de cuartel, el enemigo vencido se vio obligado a seguir luchando, hasta que de pronto se dio orden de que sólo se hiriese a quienes empuñasen armas. Al oír esto, toda la población arrojó las armas; se tomaron prisioneros en número de 2500. Fabio no permitió que sus hombres arrebatasen el botín de guerra antes de que llegasen sus colegas, pues aquellos ejércitos también habían tomado parte en la captura de Anxur al impedir que los volscos llegasen en su socorro. A su llegada, los tres ejércitos saquearon la ciudad que, debido a su larga prosperidad, poseía muchas riquezas. Esta generosidad por parte de los generales fue el primer paso hacia la reconciliación entre la plebe y el Senado. Le siguió el regalo que el Senado, en el momento más oportuno, otorgó a los plebeyos. Antes de que la cuestión fuese debatida por la plebe o por sus tribunos, el Senado decretó que los soldados recibirían una paga del erario público. Anteriormente, cada hombre había servido a su propia costa. [Es decir, se había pagado su propio equipo y se costeaba su mantenimiento en campaña.- N. del T.]

[4,60] Nada, según se cuenta, fue nunca más bienvenido por la plebe ni con más deleite; rodearon la casa del Senado, tomaban las manos de los senadores que salían y reconocían que eran justamente llamados «Padres»; les declaraban que tras lo que habían hecho ninguno dejaría de poner su sangre o sus personas al servicio de tan generoso país. Vieron con agrado que sus propiedades privadas no se verían afectadas durante el tiempo en que estaban dedicados a servir a la república; y el hecho de que se ofreciese espontáneamente tal regalo, sin petición previa de sus tribunos, incrementó su inmensa gratitud y felicidad. Las únicas personas que no compartían el sentimiento general de alegría y buena voluntad eran los tribunos de la plebe. Afirmaron que el acuerdo se convertiría en una cosa menos agradable para el Senado y menos beneficiosa para la comunidad de lo que suponían. Aquella política era más atractiva a primera vista de lo que daría como resultado la práctica. ¿De qué fuente, preguntaron, saldría el dinero, sino imponiendo un tributo al pueblo? Ellos eran muy generosos a expensas de los demás. Además, aquellos que habían cumplido su tiempo de servicio no permitirían, incluso si los demás lo aprobaban, que el resto sirviera en condiciones más favorables de lo que ellos mismos lo habían hecho y, después de haber tenido que mantenerse a su propia costa, tener ahora que costear el servicio de otros. Estos argumentos influyeron sobre algunos plebeyos. Por fin, después que se impusiera el tributo, los tribunos de hecho advirtieron que ellos protegerían a cualquiera que rehusara contribuir al impuesto de guerra. Los senadores estaban decididos a mantener una medida tan felizmente inaugurada; ellos mismos eran los primeros en contribuir y, como aún no se usaba la moneda acuñada, llevaron el cobre al peso, en vagones, al Tesoro, llamando así la atención del pueblo sobre el hecho de su contribución. Después de los senadores hubieran contribuido conscientemente con la totalidad de lo que se les había fijado, los jefes plebeyos, amigos personales de los nobles, empezaron a pagar su parte como se había acordado. Cuando la multitud vio a estos hombres aplaudidos por el Senado y vistos como patriotas por los hombres en edad militar, rápidamente rechazaron la protección que les ofrecían los tribunos y competían unos con otros en su afán por contribuir. La propuesta autorizando la declaración de guerra contra Veyes se aprobó y los nuevos tribunos militares con potestad consular marcharon hacia allí con un ejército compuesto en gran medida por hombres que se ofrecieron voluntariamente para el servicio.

[4,61] Estos tribunos fueron Tito Quincio Capitolino, Quinto Quincio Cincinato, Cayo Julio Julo (por segunda vez), Aulo Manlio, Lucio Furio Medulino (por tercera vez) y Marco Emilio Mamerco -405 a.C.-. Veyes fue cercada por ellos. Inmediatamente después de que el sitio hubiera comenzado, tuvo lugar una concurrida reunión del Consejo Nacional Etrusco en el templo de Voltumna, pero no se tomó una decisión sobre si los veyentinos debían ser defendidos por las armas de toda la nación. Al año siguiente -404 a.C.-, prosiguió el sitio con menos vigor debido a que se llamó a alguno de los tribunos y a parte del ejército para la guerra contra los volscos. Los tribunos militares con potestad consular de ese año fueron Cayo Valerio Potito (por tercera vez), Manio Sergio Fidenas, Publio Cornelio Maluginense, Cneo Cornelio Coso, Céson Fabio Ambusto y Espurio Naucio Rutilo (por segunda vez). Se libró una batalla campal contra los volscos entre Ferentino y Écetra, que terminó con victoria romana. Después, los tribunos empezaron con el asedio de Artena, una ciudad volsca. Al intentar una salida, se rechazó al enemigo hacia la ciudad, dando así una oportunidad a los romanos para forzar la entrada y capturando el lugar con excepción de la ciudadela. Parte del enemigo se retiró a la ciudadela, que estaba protegida por la naturaleza de su posición; bajo ella, muchos fueron muertos o hechos prisioneros. La ciudadela quedó rodeada, pero no se pudo tomar al asalto al ser suficientes los defensores para cubrir todas las fortificaciones, ni había esperanza de que se rindiesen al haber llevado allí todo el grano de los almacenes públicos antes que la ciudad fuera capturada. Los romanos se habrían retirado con pesar de no haber traicionado un esclavo a los sitiados. Los soldados, guiados por él a través de un terreno escarpado, capturaron el lugar y, tras masacrar a quienes estaban de guardia, rindieron a los demás. Tras haber demolido la ciudad y su ciudadela, las legiones fueron retiradas del territorio volsco y toda la fuerza de Roma se dirigió contra Veyes. El traidor fue recompensado no sólo con su libertad, sino también con la propiedad de dos familias, y se le llamó Servio Romano. Algunos suponen que Artena pertenecía a los veyentinos y no a los volscos. El error proviene del hecho de que había una ciudad del mismo nombre entre Caere y Veyes, pero fue destruida en tiempos de los reyes de Roma y pertenecía a Caere, no a Veyes. La otra ciudad del mismo nombre, cuya destrucción he relatado, se encontraba en territorio de los volscos.