Tito Livio, La historia de Roma – Libro XXV (Ab Urbe Condita)

Tito Livio, La historia de Roma - Libro vigesimoquinto: La caída de Siracusa. (Ab Urbe Condita).

La historia de Roma

Tito Livio

Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.

La historia de Roma

Libro ILibro IILibro IIILibro IVLibro VLibro VILibro VIILibro VIIILibro IXLibro X(… Libros XI a XX …)Libro XXILibro XXIILibro XXIIILibro XXIVLibro XXVLibro XXVILibro XXVIILibro XXVIIILibro XXIXLibro XXXLibro XXXILibro XXXIILibro XXXIIILibro XXXIVLibro XXXVLibro XXXVILibro XXXVIILibro XXXVIIILibro XXXIXLibro XLLibro XLILibro XLIILibro XLIIILibro XLIVLibro XLV

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Libro vigesimoquinto

La caída de Siracusa.

[25.1] -213 a.C.- Mientras tenían lugar estas operaciones en Hispania y en África, Aníbal pasó todo el verano en territorio salentino con la esperanza de apoderarse de Tarento mediante traición; estando allí se pasaron con él algunas ciudades poco importantes. De los doce pueblos del Brucio que se habían pasado a los cartagineses el año anterior, dos, a saber, cosentinos y taurianos [habitantes de las antiguas Consentia, ahora Cosenza, y Turios, cuyas ruinas están próximas a la actual Terranova da Sibari, ambas en Regio Calabria.-N. del T.], regresaron a su antigua lealtad con Roma, y otras más lo habrían hecho de no haber sido por Tiberio Pomponio Veyentano, un prefecto de los aliados. Este había efectuado varias incursiones con éxito en el Brucio y, a consecuencia de esto, empezó a verse considerado como un general. Con el desorganizado e indisciplinado ejército que tenía se enfrentó a Hanón. En esa batalla, gran número de hombres, que no eran más que una confusa multitud de campesinos y esclavos, quedaron muertos o fueron hechos prisioneros; la pérdida menos importante fue la del mismo prefecto, que cayó prisionero. Pues no solo era responsable de tan temeraria e imprudente batalla, sino que en su calidad de arrendatario público [publicanus, publicano, en el original latino.-N. del T.] había sido con anterioridad encontrado culpable de prácticas deshonestas y de robar tanto a la república como a las empresas de la Ciudad. El cónsul Sempronio libró varios combates sin importancia en la Lucania, ninguno de los cuales vale la pena registrar, y tomó algunas ciudades sin importancia pertenecientes a los lucanos.

Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.

Cuanto más se alargaba la guerra, más se atribulaban los hombres y más afectaban a sus fortunas las alternativas de éxitos y fracasos, tanto más caían los ciudadanos víctimas de las supersticiones, principalmente de las extranjeras. Parecía como si tanto el carácter de los hombres como el de los dioses hubieran sido sometidos a un repentino cambio. El ritual romano estaba cayendo en desuso, no sólo en secreto y en las casas particulares, incluso en los lugares públicos, en el Foro y el Capitolio, se veía a multitud de mujeres ofreciendo sacrificios y oraciones que no eran conformes a los usos de los dioses patrios. Sacrificadores y adivinos se habían apoderado de las mentes de los hombres y se incrementó el número de sus víctimas por la multitud de campesinos a los que la pobreza o el miedo había llevado a la Ciudad y cuyos campos habían permanecido sin cultivar debido a la duración de la guerra o a haber sido asolados por el enemigo. Estos impostores lograron su beneficio comerciando con la ignorancia del prójimo, practicando con descaro su profesión como si hubieran sido autorizados por el Estado. Los ciudadanos respetables protestaban en privado contra tal estado de cosas y, en última instancia, el asunto se convirtió en un escándalo público y se presentó una queja formal ante el Senado. Los ediles y triunviros de la capital [estos últimos eran los encargados del orden público, ejecuciones e inspección de prisioneros.-N. del T.] fueron recriminados duramente por el Senado por no prevenir estos abusos, pero cuando intentaron disolver las multitudes del Foro y destruir los altares e instrumentos rituales, a duras penas escaparon de recibir un trato violento. Como el mal parecía resultar demasiado grande para que lidiasen con él magistrados inferiores, se encargó a Marco Emilio, el pretor urbano, la tarea de librar al pueblo de aquellas supersticiones. Aquel dio lectura a la resolución del Senado ante la Asamblea y advirtió que todo el que se encontrase en poder de libros adivinatorios, o de ritos sacrificiales o de oraciones, se lo debería entregar antes del primero de abril, y nadie debería emplear ninguna forma extraña o extranjera de sacrificar en lugares públicos o consagrados.

[25,2] Varios sacerdotes públicos murieron aquel año: Lucio Cornelio Léntulo, el sumo pontífice; Cayo Papirio Masón, hijo de Cayo, uno de los pontífices; Publio Furio Filo el augur y Cayo Papirio Masón, hijo de Lucio, decenviro sagrado [uno de los guardianes de los Libros Sibilinos.-N. del T.]. Marco Cornelio Cétego fue nombrado sumo pontífice en lugar de Léntulo y Cneo Servilio Cepión en lugar de Papirio. Lucio Quincio Flaminio fue nombrado augur y Lucio Cornelio Léntulo decenviro sagrado. Se acercaba el momento de las elecciones y se decidió no llamar a los cónsules, que estaban empeñados con la guerra; Tiberio Sempronio nombró dictador a Cayo Claudio Centón con el propósito de que celebrase las elecciones. Este nombró a Quinto Fulvio Flaco como jefe de la caballería. Las elecciones se terminaron en el primer día; el dictador declaró debidamente electos como cónsules a Quinto Fulvio Flaco, jefe de la caballería, y a Apio Claudio Pulcro, que estaba en el momento como pretor en Sicilia. A continuación se eligió a los pretores, que fueron Cneo Fulvio Flaco, Cayo Claudio Nerón, Marco Junio Silano y Publio Cornelio Sila [escrito Svlla en latín, dio Sila en castellano, presumiblemente por una corrupción del nombre debida a que su pronunciación estuviera cerca de «siulla».-N. del T.]. Cuando finalizaron las elecciones, el dictador dimitió. Los ediles curules para aquel año fueron Marco Cornelio Cétego y Publio Cornelio Escipión, que posteriormente sería conocido como «Africano». Cuando este último se presentó como candidato, los tribunos de la plebe se le opusieron diciendo que no podía presentarse por no haber alcanzado la edad legal [que era de 36 años, mientras que el Africano, por entonces, tendría unos 22.-N. del T.]. Su respuesta fue: «Si los Quirites son unánimes en su deseo de nombrarme edil, soy lo bastante mayor». Por esto, el pueblo se apresuró a dar su voto tribal para él con tanto ahínco que los tribunos abandonaron su oposición. Los nuevos ediles desempeñaron sus cargos con gran munificencia; los Juegos Romanos se celebraron a gran escala, teniendo en cuenta los recursos disponibles; se repitieron un segundo día y se distribuyó un congio de aceite para cada calle [un congio = 3,283 litros.-N. del T.]. Lucio Vilio Tápulo y Marco Fundanio Fúndulo, los ediles plebeyos, convocaron a varias matronas ante el pueblo bajo la acusación de mala conducta; algunas fueron condenadas y enviadas al exilio. La celebración de los Juegos Plebeyos duró dos días y hubo un solemne banquete en el Capitolio con motivo de los Juegos.

[25,3] Quinto Fulvio Flaco y Apio Claudio tomaron posesión de su consulado, el primero por tercera vez -212 a.C.-. Los pretores sortearon sus provincias; a Publio Cornelio Sila le correspondieron tanto la jurisdicción urbana como la peregrina, que antes se desempeñaban por separado; Apulia correspondió a Cneo Fulvio Flaco; Arienzo fue para Cayo Claudio Nerón y Etruria correspondió a Marco Junio Silano. Se asignaron dos legiones a cada cónsul en campaña contra Aníbal; un cónsul tomó el mando del ejército de Quinto Fabio, el cónsul del año anterior, y el otro del de Fulvio Centumalo. Con respecto a los pretores, Fulvio Flaco se haría cargo de las legiones que estaban en Lucera bajo el mando de Emilio, Claudio Nerón de las que servían en el Piceno bajo Cayo Terencio, y ambos deberían completarlas hasta su dotación completa de fuerzas. Las legiones ciudadanas alistadas el año anterior se asignaron a Marco Junio para atender cualquier movimiento en Etruria. Tiberio Sempronio Graco y Publio Sempronio Tuditano vieron prorrogado su mando en sus respectivas provincias de Lucania y la Galia Cisalpina, también se le prorrogó a Publio Léntulo sobre la provincia romana de Sicilia y a Marco Marcelo sobre Siracusa, en la parte de la isla sobre la que había reinado Hierón. El mando de la flota se dejó en manos de Tito Otacilio y las operaciones en Grecia en las de Marco Valerio; la campaña de Cerdeña seguiría aún bajo la dirección de Quinto Mucio Escévola, mientras que los dos Escipiones continuarían su trabajo en Hispania. Además de los ejércitos existentes, los cónsules alistaron en la ciudad dos nuevas legiones, elevando así el número total de legiones ese año a veintitrés.

El alistamiento fue interrumpido por la conducta de Marco Postumio Pirgense, que pudo haber hecho peligrar la estabilidad de la república. Este hombre era un arrendador público y durante muchos años no hubo nadie que le igualara en deshonestidad y codicia, como no fuera Tito Pomponio Veyentano, a quien los cartagineses de Hanón apresaron cuando efectuaba una incursión temeraria en la Lucania. El Estado se había hecho responsable de los suministros destinados a los ejércitos que se perdían por las tormentas en el mar, y estos hombres inventaban historias de naufragios y, cuando no las inventaban, los naufragios de los que informaban se debían a su falta de honradez y no a accidentes. Colocaban cargas pequeñas y sin valor en viejos barcos desvencijados a los que hundían cuando estaban en alta mar, recogiendo a los marineros con botes que tenían dispuestos, y luego presentaban una declaración falsa de la carga, cuyo valor multiplicaban muchas veces sobre el real. Este fraude fue revelado a Marco Emilio, el pretor, quien llevó el asunto ante el Senado, que no había tomado medida alguna al temer ofender al grupo de arrendatarios públicos en un momento como aquel. El pueblo, sin embargo, adoptó una postura mucho más severa respecto al caso y, finalmente, dos tribunos de la plebe, Espurio Carvilio y Lucio Carvilio, viendo como crecía el disgusto y la indignación popular, exigieron que se les impusiera una multa de doscientos mil ases [o sea, 5450 kilos de bronce.-N. del T.]. Cuando llegó el día en que se decidía la cuestión, el pueblo acudió en tan gran número que casi no hubo espacio en el Capitolio para albergarlo; una vez presentado el caso, la única esperanza que restaba a la defensa era la opción de que Cayo Servilio Casca, un tribuno de la plebe que era familiar cercano de Postumio, presentara su veto antes de que las tribus procedieran a la votación. Cuando se hubo presentado la evidencia, los tribunos ordenados al pueblo que se retirase y le llevó la urna de votación para que se pudiese determinar con qué tribu votarían los latinos. Mientras se procedía a esto, los publicanos urgieron a Casca para que detuviera el proceso aquel día y el pueblo se opuso fuertemente a aquello. Resultó que Casca estaba sentado en el último asiento, al extremo del tribunal, atrapado entre sentimientos de miedo y vergüenza. Al ver que este no les servía de mucha ayuda, los arrendatarios públicos decidieron provocar un altercado y se precipitaron a una en el espacio que quedó vacío tras la retirada de la Asamblea, increpando a voz en grito al pueblo y a los tribunos. Como aquello tenía todo el aspecto de una lucha cuerpo a cuerpo, el cónsul Fulvio dijo a los tribunos: «¿No veis que se ha perdido vuestra autoridad y que de seguro habrá un motín si no disolvéis la asamblea de la plebe?»

[25,4] Después que fuera disuelta la asamblea de la plebe, se convocó una reunión del Senado y los cónsules presentaron la cuestión de «la perturbación de una asamblea de la plebe por la violencia y audacia de los publicanos». «Marco Furio Camilo», dijeron, «cuyo exilio fue seguido por la caída de Roma, accedió a ser juzgado por ciudadanos iracundos; antes de su época, los decenviros, cuyas leyes siguen hoy día vigentes, y tras ellos muchos de nuestros más insignes ciudadanos, se presentaron a juicio ante el pueblo. Por el contrario, Postumio Pirgense ha privado al pueblo de su derecho a votar, ha quebrado una Asamblea de la Plebe, destruido la autoridad de los tribunos, hecho la guerra al pueblo de Roma, ha tomado por la fuerza una posición en la Ciudad para separar a la plebe de sus tribunos e impedido que se llame a votar a las tribus. No había nada que frenase a los hombres del combate y el derramamiento de sangre, excepto el control de los magistrados, que de momento habían cedido a la furiosa audacia de unos cuantos y consentido que se desafiase con éxito al pueblo y a ellos mismos; y que, en vez de proporcionar un conflicto a quienes lo estaban buscando, finalizaron voluntariamente la votación que el acusado iba a detener mediante la fuerza armada». Esta acusación fue escuchada por los mejores de los ciudadanos con sentimientos de indignación proporcionales a la atrocidad del ultraje, y el Senado aprobó un decreto afirmando que «aquella conducta violencia era una ofensa contra la república y sentaba el más pernicioso de los ejemplos». Inmediatamente después de esto, ambos Carvilios abandonaron la propuesta de multa y acusaron a Postumio de alta traición, y le ordenaron entregar fianzas para garantizar su comparecencia el día del juicio o, si no podía, que se le arrestara de inmediato y se le encarcelase. Entregó fianzas, pero no se presentó. Los tribunos propusieron y la plebe aprobó la siguiente resolución: «Si Marco Postumio no hace acto de presencia antes del primero de mayo y cuando se le cite ante el tribunal no contesta a su nombre en ese día, sin que se le haya excusado legalmente de comparecer, se le condenará al exilio, se venderán sus bienes y se le prohibirá el agua y el fuego» [es decir, quedaría fuera de la protección legal de la ciudadanía.-N. del T.]. Después, se acusó de los mismos cargos a todos los que habían encabezado los disturbios, y se les ordenó presentar fianzas. Aquellos que no las presentaron y, después, incluso aquellos que lo hicieron, fueron todos puestos en prisión. La mayor parte de ellos, para escapar del peligro, marcharon al exilio.

[25.5] Este fue el final del asunto de la deshonestidad de los arrendatarios públicos y su intento de ocultarla. Lo siguiente fue la elección del pontífice máximo. El nuevo pontífice, Marco Cornelio Cétego, celebró la elección, que resultó muy disputada. Había tres candidatos: Quinto Fulvio Flaco, el cónsul, que ya había sido dos veces cónsul y también censor; Tito Manlio Torcuato, que también podría presentar dos consulados y la censura, y Publio Licinio Craso, que estaba a punto de presentarse para edil curul. Este joven derrotó a sus competidores más mayores y distinguidos; antes que él, no había habido nadie en ciento veinte años, con la única excepción de Publio Cornelio Calussa, que hubiera sido elegido pontífice máximo sin haberse sentado en una silla curul. Los cónsules encontraron en el alistamiento de tropas una tarea difícil, pues no había suficientes hombres con la edad requerida para cumplir con ambos propósitos: alistar las nuevas legiones ciudadanas y, además, completar los ejércitos existentes hasta su dotación completa de hombres. El Senado, sin embargo, no les permitió dejar de intentarlo y nombró dos comisiones de triunviros; la una para trabajar en un radio de cincuenta millas [74 kilómetros.-N. del T.] desde la Ciudad y la otra fuera de aquel radio. Debían inspeccionar todas las aldeas, mercados y caseríos; determinar el número total de hombres libres de cada una y alistar como soldados a todos los que les parecieran lo bastante fuertes como para llevar armas, aunque estuviesen por debajo de la edad militar [que era, por entonces, de diecisiete años.-N. del T.]. Los tribunos de la plebe podrían, si les parecía bien, presentar una propuesta al pueblo para que a aquellos que prestasen el juramento militar teniendo menos de diecisiete años se les reconociera la misma paga que si se hubieran alistado a los diecisiete o más. Los triunviros así nombrados reclutaron a todos los hombres nacidos libres en los territorios rurales. Por aquel tiempo, se leyó una carta en el Senado remitida por Marco Marcelo en Sicilia, en la cual daba cuenta de la petición que le habían hecho los soldados que servían con Publio Léntulo. Estos eran los restos del ejército de Cannas, que habían sido enviados a Sicilia, como se ha indicado anteriormente, y que no habrían de volver a Italia antes de que hubiera llegado a su fin la guerra púnica.

[25.6] Los mejores jinetes, junto a los centuriones de mayor rango y legionarios escogidos, fueron autorizados por Léntulo para enviar una delegación a Marco Marcelo en Italia. Se permitió a uno que hablara en nombre del resto, y esto fue lo que dijo: «Te habríamos visitado en Italia, Marcelo, cuando fuiste cónsul, tan pronto se aprobó la severa, por no decir injusta, resolución que aprobó el Senado respecto a nosotros, de no haber esperado que tras haber sido enviados a una provincia caída en la confusión por la muerte de sus reyes, para tomar parte en una complicada guerra contra sicilianos y cartagineses combinados, habríamos quedado rehabilitados ante el Senado con nuestra sangre y nuestras heridas, del mismo modo en que aquellos que fueron apresados por Pirro en Heraclea, según la memoria de nuestros antepasados, lograron rehabilitarse combatiendo luego contra el mismo Pirro. Y, sin embargo, ¿qué hicimos, senadores, para merecer entonces vuestra ira o para merecerla ahora? Me parece estar mirando en ti, Marcelo, los rostros de ambos cónsules y de todo el Senado; si te hubiésemos tenido a ti como cónsul en Cannas, tanto nosotros como la república habríamos corrido mejor suerte.

«Permíteme, te lo ruego, que antes de quejarme del trato recibido nos limpie de la culpa de la que se nos acusa. Si no fue por la ira de los dioses o por orden de aquel destino cuyas leyes hacen que los asuntos humanos queden inmutablemente unidos, ¿somos responsables de haber perecido en Cannas por culpa de un hombre? ¿Fue culpa de los soldados o de sus jefes? Como soldado, jamás diré una palabra sobre mi comandante, aunque sé que recibió el agradecimiento del Senado por no haber desesperado de la república y ha visto extendido su mando cada año después de haber huido de Cannas. Aquellos de los supervivientes de aquel desastre, que eran nuestros tribunos militares por entonces, pidieron y consiguieron una magistratura, según hemos oído, y desempeñan mandos de provincias. ¿Os perdonaréis rápidamente a vosotros mismos y a vuestros hijos, senadores, mientras reserváis vuestra cólera contra pobres infelices como nosotros? ¿No era una deshonra para el cónsul y los más notables hombres del Estado huir cuando se ha perdido toda esperanza, mientras nos enviabais a los soldados rasos a encontrarnos con una muerte segura en el campo de batalla? En el Alia huyó casi todo el ejército, en las Horcas Caudinas entregaron sus armas al enemigo sin siquiera intentar luchar, por no hablar de otras vergonzosas derrotas que han sufrido nuestros ejércitos. Pero estuvieron tan lejos aquellos ejércitos de que se les echara en cara cualquier humillación sufrida, que la Ciudad de Roma fue recuperada por el mismo ejército que había huido de Alia a Veyes, y las legiones caudinas que regresaron a Roma sin sus armas fueron enviadas de vuelta y armas al Samnio, e hicieron pasar bajo el yugo al mismo enemigo que había disfrutado viéndoles afrontar aquella humillación. ¿Puede algún hombre acusar al ejército en Cannas por huir, o de cobardía cuando más de cincuenta mil cayeron allí, cuando el cónsul huyó con solo setenta jinetes y cuando no sobrevivió ninguno de los que combatieron allí, excepto a los que el enemigo, cansado de masacrar, dejó escapar? Cuando se vetó el rescate de los prisioneros, el vulgo nos elogiaba por habernos salvado para nuestra patria y por volver junto al cónsul en Venosa [la antigua Venusia.-N. del T.] y presentar el aspecto de un ejército ordenado. Sin embargo, así son las cosas, estamos en una situación peor que la de aquellos que cayeron prisioneros en tiempos de nuestros antepasados; porque todo cuanto hubieron de soportar fue el cambio de sus armas, de su grado militar, de sus tiendas en el campamento, y todo lo recuperaron mediante un único servicio prestado al Estado al combatir en una batalla victoriosa. A ninguno de ellos se le envió al exilio, a ninguno se le privó de la posibilidad de rehabilitarse y, sobre todo, tuvieron la oportunidad de poner fin a su vida y a su deshonra combatiendo al enemigo. Pero a nosotros, a quienes de nada se nos puede acusar, excepto de haber hecho lo posible para que algún soldado romano saliera vivo de la batalla de Cannas, a nosotros, digo, no solo nos hemos visto enviados lejos de nuestra tierra natal y de Italia, sino que se nos ha mantenido lejos del alcance del enemigo; envejeceremos en el exilio, sin esperanza, sin oportunidad ni de borrar nuestra vergüenza, ni de apaciguar a nuestros conciudadanos y ni siquiera de morir mediante una muerte honorable. No estamos pidiendo que se ponga fin a nuestra ignominia o que nos den recompensas al valor, sólo pedimos que se nos permita demostrar nuestra valía y nuestro coraje. Pedimos trabajos y peligros, tener la oportunidad de cumplir con nuestro deber como hombres y como soldados. Este es el segundo año de la guerra en Sicilia, con todas sus duras batallas libradas. Los cartagineses están capturando algunas ciudades, los romanos están tomando otras, la infantería y la caballería se enfrentan en el choque de la batalla, en Siracusa se desarrolla un gran combate por tierra y mar, oímos los gritos de los combatientes y el fragor de sus armas; y nosotros estamos sentados sin hacer nada, como si no tuviésemos armas ni manos para usarlas. Las legiones de esclavos han combatido en muchas batallas bajo Tiberio Sempronio; han obtenido como recompensa la libertad y la ciudadanía; te imploramos que nos trates al menos como esclavos adquiridos para esta guerra y que nos dejes enfrentar y combatir al enemigo para así ganar nuestra libertad. ¿Estás dispuesto a probar nuestro valor por mar o tierra, en campo abierto y contra las murallas de una ciudad? Pedimos el trabajo más difícil y el mayor de los peligros, para que lo que debería haber sido hecho en Cannas se haga ahora tan pronto como se pueda, pues desde entonces nuestra vida ha estado marcada por la vergüenza».

[25.7] Cuando terminó de hablar se postraron a los pies de Marcelo. Él les dijo que no tenía autoridad ni potestad para acceder a su petición, pero les dijo que escribiría al Senado y que se guiaría por su decisión. La carta fue entregada en manos de los nuevos cónsules y leída por ellos al Senado. Después de discutir su contenido, el Senado decidió que no veía ninguna razón por la cual la seguridad de la república debiera ser confiada a soldados que habían abandonado a sus compañeros en Cannas. Si Marco Claudio, el propretor, pensaba de otra manera, debía actuar en conciencia y como pensase que sería mejor para el interés del Estado, pero solo a condición de que ninguno de ellos se viera rebajado de servicio, ni recibiera premio alguno al valor, ni se le llevaría de vuelta a Italia mientras el enemigo permaneciera en suelo italiano. Después de esto, el pretor urbano celebró unas elecciones, de acuerdo con una decisión del Senado y con la aprobación del pueblo, para el nombramiento de quinquénviros que se encargasen de la reparación de las murallas y torres de la Ciudad, y dos grupos de triunviros: uno, que se encargaría de inspeccionar el contenido de los templos y hacer inventario de las ofrendas; y el otro que debía reconstruir los templos de la Fortuna y de la Mater Matuta, por dentro de la puerta Carmental, y el templo de la Esperanza por fuera, todos los cuales había quedado destruidos por el fuego el año anterior. Se desencadenaron terribles tormentas: sobre el monte Albano llovieron piedras sin cesar durante dos días. Muchos lugares fueron alcanzados por el rayo: dos edificios en el Capitolio, la muralla del campamento por encima de Arienzo en varios puntos y resultaron muertos dos centinelas. Las murallas y algunas de las torres en Cumas no solo fueron golpeadas por el rayo, sino también derribadas. En Rieti [la antigua Reate, considerada en aquel tiempo el ombligo de Italia.-N. del T.] se vio volar una enorme roca y al Sol inusualmente rojo, de hecho como del color de la sangre. Con motivo de estos portentos, se designó un día para rogativas especiales, y durante varias jornadas los cónsules consagraron su atención a los asuntos religiosos, celebrándose servicios especiales durante nueve días. La traición de Tarento había sido durante mucho tiempo objeto de la esperanza de Aníbal y de la sospecha de los romanos; entonces, un incidente ocurrido fuera de sus murallas apresuró su captura. El tarentino Fileas había estado durante un largo periodo en Roma, aparentemente como embajador de Tarento. Era hombre de carácter inquieto y le irritaba la inacción en la que le parecía que iba a pasar la mayor parte de su vida. A los rehenes de Tarento y Turios se les mantenía en el atrio de la Libertad [el templo de la Libertad estaba en el monte Aventino.-N. del T.], pero no bajo una vigilancia estricta, pues ni a ellos ni a sus propias ciudades les interesaba engañar a los romanos. Fileas encontró la manera de acceder a ellos y mantuvo frecuentes entrevistas en la que se los ganó para sus designios; mediante el soborno de dos de los vigilantes, los sacó de su confinamiento en cuanto fue de noche y escaparon secretamente de Roma. Tan pronto como se hizo de día, su fuga fue conocida en toda la Ciudad y se envió una partida en su persecución. Fueron capturados en Terracina y traídos de vuelta; luego les llevaron hasta la Asamblea y, con la aprobación del pueblo, se les azotó con varas y se les arrojó desde la Roca [la roca Tarpeya, claro.-N. del T.].

[25.8] La crueldad de este castigo produjo un sentimiento de amargo resentimiento en las dos ciudades griegas más importantes de Italia; no solo entre la población en general, sino especialmente entre aquellos que estaban unidos por lazos de amistad y familia con los hombres que habían sufrido destino tan horrible. Entre estos había trece jóvenes nobles de Tarento que iniciaron una conspiración; los cabecillas eran Nico y Filomeno. Antes de emprender cualquier acción, pensaron que debían mantener una entrevista con Aníbal. Salieron de la ciudad por la noche con la excusa de que se marchaba a una expedición de caza y tomaron la dirección de su campamento. Cuando no estaban ya muy lejos de él, los demás se escondieron en un bosque cerca de la carretera mientras que Nico y Filomeno se llegaban hasta los puestos avanzados. Fueron capturados, como pretendían, y conducidos ante Aníbal. Tras explicarle los motivos que les habían movido y la naturaleza del paso que contemplaban dar, se les dio calurosamente las gracias y se les cargó de promesas; Aníbal les aconsejó que llevase a la ciudad algún ganado, del perteneciente a los cartagineses, que había sido sacado a pastar, de manera que pudieran hacer creer a sus conciudadanos que habían salido, efectivamente a obtener botín. Les prometió que estarían a salvo y que no serían molestados mientras iban así ocupados. Todo el mundo contempló el botín que habían traído los jóvenes, y como repitieron lo mismo una y otra vez, el pueblo se maravillaba menos de su osadía. En su siguiente entrevista con Aníbal, obtuvieron de él la promesa solemne de que los tarentinos mantendrían su libertad y conservarían sus leyes y propiedades, no tendrían que pagar impuestos ni tributos a Cartago ni se verían obligados a admitir una guarnición cartaginesa contra su voluntad. La guarnición romana quedaría a merced de los cartagineses. Cuando se hubo llegado a este acuerdo, Filomeno convirtió en algo habitual el dejar la ciudad y regresar por la noche. Era conocido por su pasión por la caza y llevaba con él a sus perros y todo lo necesario para la práctica de aquel deporte. Por lo general, regresaba con algo que había sido dispuesto en su camino y que entregaba a los soldados o a los comandantes de guardia. Imaginaban que elegía la noche para sus expediciones por miedo al enemigo. Cuando se hubieron acostumbrado tanto a sus movimientos que le abrían la puerta a cualquier hora de la noche en que diera la señal mediante silbidos, Aníbal consideró que había llegado el momento de actuar. Él estaba a tres días de distancia de marcha y, para disminuir la sorpresa que pudiera producir el que permaneciera acampado tanto tiempo en un mismo lugar, fingió una enfermedad. Los romanos que guarnecían Tarento dejaron de ver su permanencia allí con suspicacia.

[25.9] Cuando hubo tomado la decisión de marchar a Tarento, escogió una fuerza de diez mil soldados de infantería y caballería que, por su agilidad y lo ligero de su armamento, resultaría la más adecuada para una operación así. En la cuarta guardia nocturna [sobre las dos de la mañana.-N. del T.] dio orden de moverse y envió por delante unos ochenta jinetes númidas con órdenes de patrullar los caminos de los alrededores y mantener una aguda vigilancia para que ningún campesino pudiera espiar sus movimientos desde la distancia; que a los que fuesen en su misma dirección los hicieran volver y que matasen a los que se encontrasen de frente, de manera que los habitantes de la vecindad pensasen que se trataba más de una banda de salteadores que de un ejército. Marchando rápidamente con sus hombres, acampó a unas quince millas [22 kilómetros.-N. del T.] de Tarento, y sin decir palabra sobre dónde iban, reunió a sus hombres y les advirtió para que mantuviesen la línea de marcha y que ninguno se apartase o abandonara las filas. Por encima de todo, debían obedecer atentamente las órdenes y no hacer nada que no se les dijese que hicieran. Ya les diría, cuando llegase en momento, lo que deseaba que hiciesen. Casi a la misma hora, llegó a Tarento un rumor diciendo que un pequeño grupo de jinetes númidas estaba devastando sus campos y sembrando el pánico a lo largo y ancho entre el campesinado. El comandante romano solo ordenó que, a la mañana siguiente temprano, una parte de su caballería cabalgara para detener los saqueos enemigos. En cuanto a protegerse contra cualquier otro imprevisto, se mostró tan despreocupado que este movimiento de los númidas se tomó, en realidad, como una prueba de que Aníbal y su ejército no se habían movido de su campamento.

Aníbal reanudó su avance poco después de oscurecer; Filomeno iba por delante con su habitual carga; el resto de los conspiradores aguardaban dentro de la ciudad para llevar a cabo su parte del complot. Lo acordado era que Filomeno llevaría su presa por el portillo que siempre empleaba, entrando al mismo tiempo algunos hombres armados; Aníbal se aproximaría a la puerta Temenítida desde otra dirección. Esta puerta estaba en la parte de la ciudad que miraba a tierra, hacia el este y cerca del cementerio público intramuros. Al acercarse Aníbal a la puerta, dio la señal mediante una luz; esta fue contestada de la misma manera por Nico; luego apagaron ambas luces. Aníbal marchó hasta la puerta en silencio; Nico lanzó un repentino ataque contra los centinelas que dormían plácidamente en sus camas, matándolos, y abrió luego la puerta. Aníbal entró con su infantería, pero ordenó a la caballería que permaneciese fuera, dispuesta a enfrentarse con cualquier ataque desde la llanura abierta. En la otra dirección, Filomeno había alcanzado también el portillo que solía emplear, y al gritar que apenas podía aguantar el peso de la enorme bestia que transportaba, sus ya bien conocidas voces y señal despertaron al centinela y la puerta se abrió. Entraron dos jóvenes llevando un jabalí, Filomeno y un cazador ligeramente equipado les seguían de cerca después; mientras el centinela, asombrado por su tamaño, se volvía sin sospechar nada hacia los que lo transportaban, Filomeno lo atravesó con un venablo. Luego, entraron corriendo unos treinta hombres y masacraron a los centinelas, abriendo la puerta grande de al lado; el ejército entró inmediatamente en orden de combate y machó en perfecto silencia hasta el Foro, donde se unieron a Aníbal. El general cartaginés dividió a dos mil de sus galos en tres grupos, proporcionando a cada uno dos tarentinos para guiarles, y los envió a diferentes partes de la ciudad con órdenes de ocupar las calles principales y que si se levantaba algún tumulto debían dar muerte a los romanos y respetar a los naturales del lugar. Para lograr este último objetivo, dio instrucciones a los conspiradores para que dijesen, a cualquiera de sus conciudadanos que divisaran, que guardasen silencia y no temiesen nada.

[25.10] Para entonces, ya se estaba produciendo el griterío y alboroto usuales en la toma de una ciudad, aunque nadie sabía con certeza qué había pasado. Los tarentinos pensaban que la guarnición romana había comenzado a saquear la ciudad; los romanos creían que la población había comenzado un alboroto con algún propósito traicionero. El prefecto, despertado por el tumulto, escapa rápidamente hacia el puerto y, montando en un bote, rodeó la ciudadela. Para aumentar la confusión, se escuchó el sonido de una corneta desde el teatro. Se trataba de una corneta romana que los conspiradores habían conseguido para ese fin y que, siendo usada por un griego que no sabía cómo hacerlo, no se podía distinguir de qué toque se trataba ni a quién estaba dirigido. Cuando comenzó a clarear, los romanos reconocieron las armas de los cartagineses y galos, desapareciendo cualquier duda; los griegos, además, viendo los cuerpos de los romanos yaciendo por todas partes, se dieron cuenta de que la ciudad había sido capturada por Aníbal. Cuando hubo ya más luz y los romanos supervivientes a la masacre se hubieron refugiado en la ciudadela, el tumulto disminuyó un tanto y Aníbal ordenó a los tarentinos que se reunieran desarmados. Una vez estuvieron todos reunidos, con excepción de aquellos que habían acompañado a los romanos a la ciudadela para compartir su destino, cualquier que este pudiera ser, Aníbal les dirigió algunas palabras amables y les recordó el modo en que había tratado a sus compatriotas capturados en la batalla de Cannas. Luego arremetió duramente contra la tiranía de la dominación romana, y terminó por pedir a cada uno que regresara a sus hogares y escribiera sus nombres sobre sus puertas; daría de inmediato una señal, si alguna casa no quedaba así señalada, sería saqueada y si alguien hacía la inscripción en una casa ocupada por un romano (estaban en un barrio aparte), lo trataría como enemigo. Despidió al pueblo y, una vez puestas las inscripciones en las puertas, para que se pudieran distinguir las casas locales de las del enemigo, se dio la señal para que las tropas se dispersaran en todas direcciones para saquear las casas romanas. Se incautaron de una considerable cantidad de botín.

[25.11] Al día siguiente se dirigió a atacar la ciudadela. Estaba protegida por altos acantilados por el lado que daba al mar y que la rodeaba casi como una península, por el otro lado, que daba a la ciudad, estaba encerrada por una muralla y un foso muy profundo; Aníbal se percató en seguida de que desafiaría con éxito cualquier ataque, tanto por asalto como por obras de asedio. Como no quería que se retrasase la realización de operaciones más importantes ni dejarles sin una defensa adecuada contra cualquier ataque que pudieran hacer los romanos a placer desde la ciudadela, decidió cortar toda comunicación entre la ciudad y la ciudadela mediante movimientos de tierra. Esperaba, también, que los romanos tratasen de interrumpirlos, le dieran ocasión de combatir y que, en caso de que hicieran una salida en fuerza, les pudiera infligir tan severas pérdidas y debilitarlos tanto que los tarentinos pudieran mantenerse por sí mismos con facilidad y sin ayuda contra ellos. Tan pronto dieron inicio los trabajos, los romanos abrieron repentinamente las puertas de la ciudadela y atacaron al grupo de trabajo. El destacamento que estaba de guardia a lo largo del frente se dejó empujar y los romanos, envalentonados por el éxito, les siguieron en gran número y a mucha distancia. Entonces se dio una señal y los cartagineses a los que Aníbal había dispuesto se precipitaron sobre ellos desde todos los lados. Los romanos no pudieron resistir su ataque, pero su huida se vio obstruida por el estrecho espacio entre los obstáculos provocados por los trabajos iniciados y los de los preparativos efectuados para la continuación de los mismos. Un gran número de ellos se arrojó de cabeza al foso, muriendo muchos más al huir que en los combates. Después de esto, continuaron los trabajos sin ser molestados. Se cavó un enorme foso y en su parte interna construyeron una empalizada, un poco más hacia el exterior, en la misma dirección, hicieron los preparativos para añadir una muralla, de manera que la ciudad pudiera protegerse a sí misma sin ayuda contra los romanos. Dejó, sin embargo, un pequeño destacamento para guarnecer la plaza así como para ayudar a completar la muralla; entretanto, él mismo con el resto de sus fuerzas asentó su campamento junto al río Galaso, a unas cinco millas de Tarento [el antiguo río Galeso, con el campamento a 7400 metros.-N. del T.]. Al volver de esta posición para inspeccionar las obras, y encontrándolas mucho más avanzadas de lo que esperaba, albergó la esperanza de atacar con éxito la ciudadela. No estaba, como en otras plazas similares, protegida por su elevada posición, pues quedaba al mismo nivel y estaba separada de la ciudad por un foso y una muralla. Mientras se complementaba el ataque con obras de asedio, desde Metaponto llegaron refuerzos con máquinas y artillería de toda clase; así fortalecidos, los romanos se animaron a lanzar un ataque nocturno contra las obras enemigas. Destruyeron algunas, quemaron otras y aquel fue el fin de los intentos de Aníbal para asaltar las murallas. Su única esperanza era asediar la ciudadela, pero aquello le parecía inútil, pues al estar en una península y controlando la boca del puerto, los que allí estaban podían hacer libre uso del mar. La ciudad, por otra parte, quedó impedida de recibir suministros por vía marítima, con más posibilidades los sitiadores de morir de hambre que los sitiados.

Aníbal convocó a los notables del lugar y les explicó todas las dificultades de la situación. Les dijo que él no veía la forma de tomar al asalto una ciudadela tan fortificada, y no se podía esperar nada de un bloqueo en tanto que el enemigo fuera el amo del mar. Si tuviera barcos, de manera que se pudieran detener todos los suministros antes de que les llegasen, deberían entonces evacuar la ciudadela o rendirse. Los tarentinos se mostraron bastante de acuerdo con él, pero ellos creían que el hombre que daba el consejo debía ayudar a su realización. Si mandaba buscar buques cartagineses desde Sicilia, el asunto sería factible, pues sus propios buques estaban encerrados en una estrecha bahía; ¿cómo podrían escapar a mar abierto desde allí? «Escaparán», dijo Aníbal. «Muchas cosas que la naturaleza hace difícil las resuelve la inteligencia. Tenéis una ciudad situada en terreno llano; con calles anchas y niveladas en todas direcciones. Llevaré vuestras naves sin demasiados problemas sobre carretas y por la carretera que va desde el puerto al mar, atravesando el corazón de la ciudad. Luego, el mar que el enemigo ahora señorea será nuestro, asediaremos la ciudadela por aquel lado del mar y por tierra desde este, y diría que muy pronto seremos capaces de capturarla, sea tras haberla evacuado el enemigo o con el enemigo en su interior». Estas palabras no solo animaron la esperanza de vencer, sino también una gran admiración por el general. Se reunieron rápidamente carretas de todas partes y se unieron entre sí; se emplearon máquinas para sacar las naves a tierra y se mejoró la superficie de la vía para que las carretas pudieran ser arrastradas más fácilmente y que se pudiera practicar el transporte con menos dificultad. A continuación, se reunieron animales de tiro y hombres y se iniciaron los trabajos con prontitud. Después de unos pocos días, una flota completamente equipada rodeaba la ciudadela y levaba anclas en la misma boca del puerto. Así quedaban las cosas cuando Aníbal dejó a sus espaldas Tarento al regresar a hibernar. Los autores, sin embargo, están divididos sobre la cuestión de si la defección de Tarento se produjo este año o el anterior, pero la mayoría, incluyendo a aquellos que vivieron más cercanos a la época de los hechos, afirman que sucedió este año.

[25.12] Los cónsules y los pretores quedaron retenidos en Roma por el Festival Latino hasta el 27 de abril. Ese día se dio término a los ritos sagrados sobre el monte Albano y todos partieron para sus respectivas provincias. Posteriormente, se les dio conocimiento de la necesidad de nuevas observancias religiosas a causa de las profecías de Marcio. Este Marcio era un famoso vidente y sus profecías habían salido a la luz el año anterior cuando, por orden del Senado, se procedió a una inspección de todos los libros de similar carácter. Llegaron en primer lugar a manos de Marco Emilio quien, como pretor urbano, estaba a cargo de la empresa, y él enseguida los entregó al nuevo pretor, Sila. Una de las dos se refería a hechos que ya habían tenido lugar antes de ver la luz, y la autoridad así adquirida por su cumplimiento dio más credibilidad a la otra, que aún no se había cumplido. En la primera, se anunciaba el desastre de Cannas con estas palabras:

«Tú que eres nacido de sangre troyana, cuídate
No dejes que extranjeros
Te fuercen a dar batalla en la llanura fatal de Diomedes*.
Pero no me atenderás
Hasta que toda la llanura
Sea regada con tu sangre,
La corriente lleve a miles de tus muertos
Desde la fecunda tierra hasta el mar inmenso
Para peces, aves y fieras será manjar tu carne.
Así me ha hablado el Gran Júpiter».

* Diomedes era como conocía la parte de Apulia donde está Cannas.-N. del T.

Aquellos que habían luchado allí reconocieron la verdad de la descripción: la llanura del argivo Diomedes y el río Canna [que pudiera ser el Ofanto.-N. del T.] y la imagen misma del desastre. A continuación se dio lectura a la segunda profecía. No solo era más oscura que la primera, pues el futuro es más incierto que el pasado, sino también más ininteligible a causa de su redacción. Decía lo siguiente:

«Si, romanos, queréis echar lejos a los enemigos
Que vienen de lejos para azotar vuestra tierra, opino entonces
que debéis celebrar juegos en honor de Apolo cada año
Alegremente en honor de Apolo,
El pueblo pagará una parte con el tesoro público,
contribuirán los particulares por sí y por los suyos.
Sea su presidente el pretor que imparte justicia a todos,
de mayor rango para pueblo y plebe. Que luego
Decenviros sacrifiquen víctimas
Según el rito griego. Si esto así hacéis
Entonces os regocijaréis para siempre
Y vuestra suerte prosperará; el Dios que alimenta
vuestros campos acabará con vuestros enemigos»
.

Pasaron un día interpretando esta profecía. Al día siguiente, el Senado aprobó una resolución por la que los decenviros debían examinar los libros sagrados, en relación con la institución de Juegos dedicados a Apolo y el modo adecuado de sacrificar. Tras haber hecho sus averiguaciones e informado al Senado, se aprobó una resolución para «que se ofrecieran y celebrasen Juegos en honor a Apolo, y que cuando hubieran finalizado, se entregasen al pretor doce mil ases para los gastos del sacrificio de dos víctimas mayores». Se aprobó una segunda resolución según la cual «los decenviros deberían sacrificar según el rito griego a las siguientes víctimas: a Apolo, un buey con cuernos dorados y dos cabras blancas con cuernos dorados; y a Latona, una vaca con cuernos dorados». Cuando el pretor estaba a punto de celebrar los Juegos en el Circo Máximo, avisó de que durante los Juegos el pueblo debía contribuir con una ofrenda a Apolo, según las posibilidades de cada cual. Tal es el origen de los Juegos Apolinares, que fueron instituidos para la consecución de la victoria y no, como generalmente se cree, la salud. La gente llevaba guirnaldas mientras los contemplaba y las matronas ofrecían rogativas; la fiesta siguió en los patios abiertos de las casas, que tenían sus puertas abiertas, y se celebraba el día con toda clase de ritos solemnes [las fiestas tenían lugar del 6 al 13 de junio y consistían en carreras, espectáculos teatrales y luchas de bestias.-N. del T.].

[25.13] Aníbal se encontraba todavía en las proximidades de Tarento y ambos cónsules estaban en el Samnio, aparentemente efectuando preparativos para sitiar Capua. El hambre, producto generalmente de un largo sitio, ya empezaba a hacer efecto sobre los campanos, pues los ejércitos romanos les habían impedido sembrar sus cultivos. Enviaron un mensaje a Aníbal pidiéndole que diese órdenes para que se les mandara grano a Capua, desde los lugares vecinos, antes de que los cónsules enviasen sus legiones a sus campos y que todos los caminos quedaran intransitables por culpa del enemigo. Aníbal ordenó a Hanón, que estaba en el Brucio, que mar llevase su ejército a la Campania y que velase porque el pueblo de Capua quedara abundantemente provisto de grano. En consecuencia, Hanón marchó a la Campania y, evitando cuidadosamente a los cónsules que estaban acampados en el Samnio, eligió una posición para su campamento en cierto terreno elevado a unas tres millas [4440 metros.-N. del T.] de Benevento. A continuación, impartió órdenes para que el grano que había sido almacenado en las ciudades aliadas se llevara a su campamento y asignó destacamentos para proteger los envíos. Se envió un mensaje a Capua diciéndoles el día que debían hacer acto de presencia en el campamento para recibir el grano, llevando con ellos cuantos vehículos y bestias pudieran reunir. Los campanos cumplieron sus instrucciones con la misma desidia y el mismo descuido que mostraban en todo lo demás. Apenas enviaron poco más de cuarenta carretas y casi ningún ganado [400 carretas, a unos 400 kilos cada una, nos daría una capacidad de transporte de 160000 kilos de grano, lo que no parece poco. El original latino reza quadringenta vehicula, o sea, 400 carros, pero pensamos que pudo haber un error del copista al escribir quadringenta, cuatrocientos, por quadraginta, cuarenta. En todo caso, anotamos el texto literal y el por qué de nuestra duda.-N. del T.]. Hanón los reprendió severamente diciéndoles que ni siquiera el hambre, que despierta las energías en los animales irracionales, les estimulaba a esforzarse. Fijó luego otro día para que vinieran por el grano con mejores medios de transporte.

De todo se informó al pueblo de Benevento, exactamente como pasó. Mandaron de inmediato una delegación de diez de sus principales ciudadanos a los cónsules, quienes estaban cerca de Boiano [la antigua Bovianum.-N. del T.]. Al oír lo que estaba pasando en Capua, acordaron que uno de ellos debía marchar a la Campania. Fulvio, a quien se había asignado esa provincia, efectuó una marcha nocturna y entró en Benevento. Se encontraba ahora en la inmediata vecindad de Hanón y fue informado de que este había salido, con una parte de su ejército, en una expedición de forrajeo, de que el se había suministrado grano a Capua bajo su supervisión, de que dos mil carretas con una desordenada y desarmada multitud había llegado a su campamento, de que las prisas y la confusión campaban por doquier y de que los campesinos de los alrededores habían invadido el campamento y destruido cualquier semblanza de orden y disciplina militar. Cuando se hubo convencido de que esta información era correcta, dio orden de que sus hombres tuviesen listos los estandartes y armas, y nada más, para el anochecer, pues habrían de atacar el campamento cartaginés. Dejando sus equipos y todo su equipaje en Benevento, salieron sobre la cuarta guardia [sobre las dos de la madrugada.-N. del T.] y alcanzaron el campamento justo antes de amanecer. Su aparición produjo tal alarma que, de haber estado el campamento en terreno llano, sin duda habría sido tomado al primer asalto. Su posición elevada y sus fortificaciones lo salvaron; desde ninguna dirección podría ser abordado, excepto mediante una ardua y dificultosa escalada. Al amanecer comenzó un acalorado combate; los cartagineses no se limitaron a defender su empalizada sino que, al estar en una posición más elevada, se lanzaron contra el enemigo que trataba de subir y lo expulsaron abajo.

[25,14] El valor y la determinación, sin embargo, superaron todas las dificultades y en algunas partes los romanos se abrieron paso por el parapeto y el foso, aunque con graves pérdidas en muertos y heridos; entonces, el cónsul, reuniendo a sus generales y tribunos, les dijo que debían desistir del peligroso intento. Pensaba que sería más prudente marchar aquel día de vuelta a Benevento y acercar al día siguiente su campamento al del enemigo, para que así los campanos no pudieran salir y Hanón no pudiera regresar a él. Para estar más seguro de esto, se dispuso a llamar a su colega con su ejército y dirigir sus operaciones conjuntamente contra Hanón y los campanos. Ya se había tocado a retirada cuando los planes del general quedaron rotos por los furiosos gritos de los soldados que rechazaban aquellas pusilánimes tácticas. Resultó que la cohorte peligna era la más cercana al enemigo, y su prefecto, Vibio Acao, empuñó un estandarte y lo arrojó por la empalizada enemiga, invocando al tiempo una maldición sobre sí y sobre su cohorte su el enemigo llegaba a apoderarse del estandarte. Él fue el primero en cruzar a la carrera el foso y la muralla y entrar en el campamento. Ahora los pelignos combatían dentro de las líneas enemigas, y Valerio Flaco, tribuno de la tercera legión, estaba increpando a los romanos por su cobardía al dejar para los aliados la gloria de capturar el campamento cuando Tito Pedanio, el primer centurión de los príncipes, arrancó un estandarte de las manos del signífero y gritó: «¡Este estandarte y vuestro centurión estarán tras la empalizada en un momento, que lo sigan los que impedirán que lo capture el enemigo!». Sus propios manípulos lo siguieron al saltar el foso, y luego el resto de la legión presionó fuertemente. Para entonces, incluso el cónsul, al verlos escalar sobre la empalizada, había cambiado de opinión y, en vez de llamar a las tropas, empezó a animarlas señalando la peligrosa posición de sus bravos aliados y la de sus propios conciudadanos. Cada hombre hizo cuanto pudo para presionar; tanto sobre terreno llano como quebrado, entre los proyectiles que llovían desde todas direcciones, contra la desesperada resistencia del enemigo que empeñaba en el intento sus personas y sus armas, avanzaron paso a paso e irrumpieron en el campamento. Muchos de los que resultaron heridos, incluso los que estaban débiles por la pérdida de sangre, combatieron hasta poder caer dentro del campamento enemigo. De esta manera fue tomado el campamento, y capturado también con tanta rapidez como si hubiera estado en terreno llano y sin fortificar en absoluto. Ya no fue más un combate, sino una masacre, pues todos quedaron cercados dentro de su empalizada. Murieron más de diez mil enemigos y unos siete mil quedaron prisioneros, incluyendo a los campanos que habían ido a por grano, así como todos los carros y los animales de tiro. También se consiguió una inmensa cantidad de botín que Hanón, que había estado saqueando por todas partes, había tomado de los campos de los aliados de Roma. Después de destruir totalmente el campamento enemigo volvieron a Benevento. Allí, los dos cónsules -Apio Claudio había llegado unos días antes- vendieron y repartieron el botín. Aquellos a cuyos esfuerzos se debió la captura del campamento fueron recompensados, especialmente Acao el peligno y Tito Pedanio, el primer centurión de la tercera legión. Hanón estaba en Cominio Ocrito [que se encontraba entre Benevento y Lucera.-N. del T.] con un pequeño grupo de forrajeo cuando se enteró del desastre de su campamento y se retiró al Brucio de una manera que más parecía una huida que una marcha ordenada.

[25.15] Cuando los campanos, a su vez, oyeron hablar de la catástrofe que les había alcanzado a ellos y a sus aliados, mandaron embajadores para que informaran a Aníbal de que ambos cónsules estaban en Benevento, a un día de marcha de Capua, y que la guerra prácticamente había llegado a sus muros y puertas. Si no venía a toda velocidad en su ayuda, Capua caería en manos del enemigo más rápido de lo que lo había hecho Arpinova. Ni siquiera Tarento, y mucho menos su ciudadela, debían resultar a sus ojos de tanta importancia como para ceder a Roma, abandonada e indefensa, la Capua que de la que siempre solía decir que era tan grande como Cartago. Aníbal prometió que se haría cargo de Capua y envió una fuerza de caballería de dos mil jinetes, con cuya ayuda podrían impedir que sus campos fueran devastados. Los romanos por su parte, entre otras cosas, no habían perdido de vista la ciudadela de Tarento y su guarnición sitiada. Publio Cornelio, uno de los pretores, siguiendo las instrucciones del Senado, envió a su lugarteniente, Cayo Servilio, a comprar grano en Etruria, y tras cargar algunos barcos navegó hasta Tarento y se abrió paso entre las naves de vigilancia enemigas dentro del puerto. Su llegada produjo un cambio tal que los mismos hombres que, habiendo perdido casi toda esperanza, eran con frecuencia invitados por el enemigo en sus conversaciones para que se cambiasen de bando, trataban ahora de persuadir e invitar al enemigo para que viniese con ellos. Se enviaron además soldados desde Metaponto, de modo que la guarnición era ahora lo bastante fuerte como para defender la ciudadela. Los metapontinos, por su parte, libres de su temor por la salida de los romanos, no tardaron en pasarse a Aníbal. El pueblo de Turios, en la misma parte de la costa, dio el mismo paso. Su acción se debió en parte a la defección de Tarento y Metaponto (con quienes compartían procedencia, la Acaya, así como parentela), pero principalmente la causa fue su exasperación contra los romanos por la reciente masacre de sus rehenes. Los parientes y amigos de estos fueron quienes enviaron mensajeros a Aníbal y Magón, que estaban en las proximidades, prometiendo poner la ciudad en su poder si llegaban hasta las murallas. Marco Atinio estaba al mando de Turios con una pequeña guarnición, y pensaron que sería fácil provocarle a un combate precipitado, no porque confiase en su escasa fuerza, sino por confiarla en los soldados de Turios, a lo que había entrenado y armado cuidadosamente contra semejante emergencia.

Después que los generales cartagineses hubieran entrado a territorio turio, dividieron sus fuerzas: Hanón seguiría con la infantería en orden de combate hasta la ciudad; Magón y su caballería se detendrían y tomarían una posición tras algunas colinas admirablemente dispuestas para ocultar sus movimientos. Atinio entendió por la información de sus exploradores que la fuerza hostil se componía únicamente de infantería; por lo tanto, fue a la batalla inconsciente de la traición de los ciudadanos y de la maniobra del enemigo. El combate resultó muy desmayado, con sólo unos pocos romanos en la línea de batalla, con los turios esperando el resultado de la cuestión en lugar de ayudar a decidirla. La línea cartaginesa retrocedió a propósito, a fin de conducir a su desprevenido enemigo detrás de la colina donde estaba esperando la caballería. Tan pronto llegaron al lugar, la caballería se abalanzó lanzando su grito de guerra. Los turios, una masa indisciplinada, desleales hacia el bando con el que luchaban, fueron puestos en fuga de inmediato; los romanos sostuvieron el combate durante algún tiempo a pesar de estar siendo atacados por un lado por la infantería y por el otro por la caballería; pero, al final, ellos también se volvieron y huyeron a la ciudad. Allí, un grupo de los traidores dejaron entrar a sus conciudadanos por la puerta abierta, pero cuando vieron a los derrotados romanos corriendo hacia la ciudad, gritaron que tenían a los cartagineses en sus talones y que el enemigo podría entrar en la ciudad mezclado con los romanos a menos que cerrasen inmediatamente las puertas. Por consiguiente, los romanos quedaron inermes para ser masacrados por el enemigo, solo se permitió entrar a Atinio y a otros pocos. Se levantó una acalorada discusión entre los ciudadanos; algunos estaban por mantener su lealtad a Roma, otros pensaban que debían ceder ante el destino y rendir la ciudad a los vencedores. Como de costumbre, la fortuna y los malos consejos se impusieron. Atinio y sus hombres fueron conducidos hasta el mar y puestos a bordo de un barco, no porque fuesen romanos sino porque, después de la ligera y ecuánime administración de Atinio, expresaron su deseo de garantizar su seguridad. A continuación, abren a los cartagineses las puertas de la ciudad. Los cónsules dejaron Benevento y llevaron sus legiones al territorio de Capua, en parte para destruir las cosechas de grano, que ya verdeaban, y en parte con el fin de lanzar un ataque contra la ciudad. Pensaban que harían ilustre su consulado con la destrucción de tan rica y próspera ciudad, y al mismo tiempo acabarían con la mancha en el honor de la República, que había permitido durante casi tres años que aquella deserción de un vecino tan cercano quedara sin castigo. No podían, sin embargo, dejar Benevento sin protección. Si, como estaban seguros de que sería el caso, Aníbal iba a Capua para ayudar a sus aliados, sería necesario, en vista de la súbita emergencia, prevenirse contra los ataques de su caballería. Enviaron, por tanto, órdenes a Tiberio Graco, que estaba en Lucania, para que se llegase a Benevento con su caballería y su infantería ligera, y que dejara alguien al mando de las legiones que permanecerían en el campamento que protegía Lucania.

[25.16] Antes de salir de Lucania, aconteció a Graco un presagio de mal agüero al estar ofreciendo un sacrificio. Justo al terminar el sacrificio, dos serpientes se deslizaron sin ser vistas hasta las partes reservadas de la víctima y devoraron el hígado; tan pronto fueron vistas, desaparecieron repentinamente. Por consejo de los augures, se ofreció un nuevo sacrificio y se reservaron las partes adecuadas con el mayor cuidado, pero, según la tradición, ocurrió lo mismo una segunda e incluso una tercera vez; las serpientes se deslizaron y tras probar el hígado escaparon intactas. Los augures advirtieron al comandante que el portento le concernía y le rogaron que estuviese alerta contra enemigos ocultos y tramas secretas. Sin embargo, ningún augurio puede detener el destino inminente. Había un lucano llamado Flavo, cabecilla de aquel partido de los lucanos que estaban a favor de Roma (pues una parte se había pasado con Aníbal) y fue elegido su pretor. Ya había desempeñado el cargo durante un año cuando cambió repentinamente de idea se empezó a buscar una oportunidad de congraciarse con los cartagineses. No creyó suficiente marcharse él mismo y arrastrar a los lucanos a la revuelta, sino que quiso asegurar su alianza con el enemigo mediante la sangre y la traición de la vida de un hombre que era su invitado y comandante. Tuvo una entrevista secreta con Magón, que estaba al mando en el Brucio, y obtuvo su solemne promesa de que, si traicionaba al jefe romano a los cartagineses, los lucanos serían admitidos como amigos y se les permitiría vivir como un pueblo libre bajo sus propias leyes. Luego llevó a Magón al lugar donde le indicó que traería a Graco con una pequeña escolta. Magón llevaría infantes y jinetes completamente armados al lugar, que podía ocultar un gran número. Después de que el sitio hubiera sido examinado y escrutado por todas partes, se fijó un día para realizar el proyecto. Flavo visitó al comandante romano y le dijo que tenía un asunto importante entre manos, pidiendo la ayuda de Graco para su realización. Había convencido a los principales magistrados de todos los pueblos que, en el desorden general, se habían pasado a los cartagineses, para que volvieran a su amistad con Roma, pues la causa de Roma, que casi se había arruinado en Cannas, era cada vez más fuerte y más popular, mientras que la fortaleza de Aníbal disminuía y estaba a punto de desaparecer. Los romanos, él lo sabía, no serían implacable para quienes les habían ofendido anteriormente, nunca había habido una nación más dispuesta a escuchar las súplicas ni más rápida en perdonar. ¡Cuán a menudo habían perdonado incluso a sus propios antepasados tras su repetida reanudación de hostilidades! Este era el lenguaje con el que se les había dirigido. «Pero», continuó, «ellos preferirían escuchar todo esto del mismo Graco en persona, estrechar su mano derecha y llevarse la garantía de su propia boca». Le explicó que les había indicado un lugar para reunirse sin testigos, no lejos del campamento romano, y que solo se precisarían unas pocas palabras para resolver allí las cosas de modo que toda la nación lucana se convirtiera en fiel aliada de Roma.

Graco, impresionado por la aparente sinceridad del lenguaje del hombre y de la propuesta que hacía, y persuadido por lo plausible y suave de su discurso, partió del campamento con sus lictores y una tropa de caballería bajo la guía de su anfitrión y amigo. Cabalgó directamente hacia la trampa; los enemigos aparecieron de repente desde todos los lados y, para despejar cualquier duda sobre haber sido traicionado, Flavo se les unió. Desde todas partes lanzan proyectiles sobre Graco y su caballería. Él salta de su caballo, ordena al resto que haga lo mismo y los exhorta a glorificar con su valor la única opción que les había dejado la fortuna. «¡¿Qué le queda», exclamó, «a un grupo pequeño rodeado por un enorme ejército en un valle cercado por bosques y montañas, excepto la muerte?! La única pregunta es: ¿vais a ofreceros como ganado al matadero sin resistencia, o tornaréis vuestros ánimos de una pasiva espera del final y lanzaréis un ataque feroz y furioso, activo y osado, hasta que caigáis cubiertos por la sangre de vuestros enemigos, en medio de los cuerpos amontonados y las armas de vuestros moribundos adversarios? ¡Atacad cada uno de vosotros al traidor y renegado lucano! El hombre que lo envíe de antemano como víctima a los dioses encontrará en su propia muerte un glorioso honor y un indecible consuelo». Mientras decía esto, enrolló su paludamento en torno a su brazo izquierdo (pues ni siquiera habían llevado sus escudos con ellos) y cargó contra el enemigo. Hubo más combate del esperable por el número de los combatientes. Los romanos estaban más expuestos a los proyectiles y, como estos eran lanzados desde el terreno más elevado que les rodeaba, todos fueron alcanzados por ellos. Graco quedó ahora sin ninguna defensa y los cartagineses trataron de capturarlo vivo, pero al ver a su anfitrión y amigo lucano entre el enemigo, lanzó un ataque tan furioso contra sus apretadas filas que resultó imposible salvar su vida sin sufrir graves pérdidas. Magón envió su cadáver a Aníbal y ordenó que este y las fasces capturadas se colocasen ante la tribuna del general. Si esta es la auténtica historia, Graco murió en Lucania, en los llanos conocidos como «Viejos».

[25,17] Hay algunos que señalan un lugar en los alrededores de Benevento, cerca del río Calore, como escenario de su muerte, contando que había dejado el campamento con sus lictores y tres esclavos, para bañarse en el río, coincidiendo que el enemigo estaba oculto en una arboleda de sauces, y mientras se encontraba desnudo e indefenso resultó muerto después de tratar vanamente de ahuyentar a los enemigos con cantos del lecho del río. Otros dicen que, siguiendo el consejo de los augures, había marchado hasta una media milla del campamento [740 metros.-N. del T.] con el propósito de evitar los presagios antes mencionados en un lugar puro, cuando fue rodeado por dos turmas de númidas [unos sesenta jinetes.-N. del T.] que por casualidad habían tomado allí posiciones. Así que poco acuerdo hay en cuanto al lugar y las circunstancias de la muerte de este famoso y brillante hombre. Y existen diferentes versiones a cuenta de su funeral. Algunos dicen que sus hombres lo enterraron en su propio campamento, otros dicen que fue sepultado por Aníbal y esta es la versión más aceptada. Según esta versión, se erigió una pira funeraria en el espacio abierto frente al campamento y todo el ejército completamente uniformado pasó por delante, ejecutándose las danzas hispanas y los alardes de armas y movimientos propios de cada tribu, con Aníbal honrando al muerto en todos los aspectos, con ceremonias y discursos. Este es el relato de aquellos que dicen que su muerte tuvo lugar en Lucania. Si decidís creer a quienes lo sitúan en el río Calore, parecería como si el enemigo solo se hubiera apoderado de la cabeza; esta habría sido enviada a Aníbal y este, de inmediato, habría mandado a Cartalón que la llevara a Cneo Cornelio, el cuestor, que celebraría las exequias en el campamento romano, tomando parte en ellas tanto el pueblo de Benevento como a los soldados.

[25.18] Los cónsules habían invadido el territorio de Capua y lo estaban devastando a lo largo y a lo ancho, cuando se produjo una gran alarma y confusión debida a la repentina salida de los ciudadanos, apoyados por Magón y sus jinetes. Se apresuraron a reunir junto a las enseñas a los hombres que se habían dispersado en todas direcciones, pero apenas tuvieron tiempo para formar su línea antes de ser derrotados, perdiendo más de mil quinientos hombres. La confianza y arrogancia del pueblo de Capua se vieron enormemente fortalecidas por este éxito, desafiando a los romanos continuamente a combatir. Pero aquel único enfrentamiento, provocado por la falta de precaución y previsión, puso aún más en guardia a los cónsules. Se produjo un incidente, no obstante, que puso animó a los romanos y redujo la confianza de la otra parte; uno insignificante, cierto es, pero en la guerra nada es tan insignificantes que no tenga, a veces, graves consecuencias. Tito Quincio Crispino tenía un amigo en Capua llamado Badio, siendo su amistad muy estrecha e íntima. La confianza se había formado antes de la defección de Capua, cuando Badio yacía enfermo en Roma, en la casa de Crispino, y recibió la atención más amable y cuidadosa de su anfitrión. Un día este Badio se acercó a los centinelas de guardia ante la puerta del campamento y les pidió que llamasen a Crispino. Crispino, al recibir el mensaje, imaginó que no había olvidado los viejos lazos de amistad aun cuando los tratados públicos estuviesen rotos, y que deseaba mantener una conversación amistosa y familiar; por consiguiente, se separó a una corta distancia de sus camaradas. Tan pronto estuvieron a la vista el uno del otro, Badio le espetó: «¡Yo, Badio, te reto, Crispino, a combate! Montemos nuestros caballos, y cuando los demás se hayan retirado decidamos quién de nosotros es el mejor guerrero». Crispino le replicó que ni él ni su desafiador carecían de enemigos con los que demostrar su valor; pero en cuanto a sí mismo, aunque se encontrase a Badio en el campo de batalla estaría pronto a evitar contaminar su mano derecha con la sangre de un amigo. Luego se dio la vuelta, y fue en el momento de partir cuando el campano se insolentó y empezó a burlarse tachándolo de cobardía y afeminamiento, lanzando epítetos injuriosos que más bien merecía él mismo. Le dijo que él era un enemigo hospitalario que simulaba respetar a alguien de quien sabía que no era rival. Si tenía la impresión de que cuando se rompían los lazos que mantenían juntos a los Estados no se rompían al mismo tiempo los que formaban las amistades privadas, entonces él, Badio de Capua, abiertamente renunciaba ante la audiencia de ambos ejércitos a la amistad de Tito Quincio Crispino, el romano. «No hay», continuó, «compañerismo alguno, ningún lazo de alianza entre enemigo y enemigo, entre mí y el hombre que ha venido a atacar mi hogar, mi patria y los dioses privados y públicos. Si eres hombre, ¡sal a mi encuentro!» Durante un largo rato, Crispino vaciló, pero los hombres de su turma finalmente lo convencieron para que no dejase que el campano le insultara impunemente; y así, esperando solo hasta poder solicitar a sus jefes si le permitirían, contra las reglas, combatir a un enemigo que le desafiaba, montó su caballo al obtener su permiso y llamando a Badio por su nombre le citó a combatir. El campano no dudó; lanzaron sus caballos al galope tendido y se enfrentaron. Crispino, con su lanza, hirió a Badio en su hombro izquierdo, por encima de su escudo. Este cayó de su caballo y Crispino saltó de la silla para darle fin mientras yacía. Badio, antes de que le diera muerte, escapó hacia sus compañeros dejando atrás parma y caballo. Crispino, mostrando con orgullo sus despojos, el caballo y la parma que había tomado, fue conducido entre los aplausos y felicitaciones de los soldados ante los cónsules. Allí se le elogió grandemente y se le cargó de regalos.

[25.19] Aníbal dejó las proximidades de Benevento y acampó cerca de Capua. Tres días después condujo sus fuerzas a la batalla, considerando bastante seguro que, como los campanos poco antes habían librado una acción victoriosa en su ausencia, los romanos serían menos capaces aún de enfrentarse con él y con el ejército que había resultado tantas veces vencedor. Tan pronto comenzó el combate, la línea romana se vio en problemas, principalmente debido al ataque de la caballería, al verse casi desbordada por sus dardos. Se dio la señal para que la caballería romana cargase contra el enemigo a galope tendido, y aquello se convirtió entonces en un simple enfrentamiento de caballería cuando la aparición en la distancia del ejército de Sempronio, mandado por Cneo Cornelio, produjo similar alarma en ambas partes, pues cada cual temía que hubiera llegado un enemigo de refresco. La señal de retirarse se dio en ambos ejércitos como de común acuerdo, separándose los combatientes en términos de casi igualdad y volvieron al campamento. Las pérdidas en el lado romano fueron, sin embargo, en cierta medida mayores, debido al ataque de caballería del principio. Para llevar a Aníbal lejos de Capua, los cónsules partieron por la noche hacia destinos diferentes; Fulvio marchó a las proximidades de Cumas y Claudio hacia Lucania. Al ser informado al día siguiente de que el campamento romano había sido evacuado y de que se habían dividido en dos cuerpos por distintas vías, Aníbal estuvo al principio indeciso sobre a cuál seguir; luego decidió seguir a Apio. Después de arrastrar a su enemigo justo hacia donde deseaba, Apio volvió dando un rodeo a Capua.

Se presentó luego a Aníbal otra oportunidad de lograr el éxito en aquellas tierras. Había un cierto Marco Centenio, apodado Pénula, que destacaba entre los centuriones primipilos por su estatura física y su coraje. Después de completar su período de servicio fue presentado por Publio Cornelio Sila, el pretor, al Senado. Pidió a los senadores que le asignaran cinco mil hombre: estaba bastante familiarizado con el enemigo y el país donde había estado en campaña y pronto podría hacer algo que mereciera la pena; las tácticas con las que nuestros generales y sus ejércitos habían resultado burlados las emplearía él contra el hombre que las inventó. Tan estúpido como la promesa fue el crédito que se le dio, como si las cualidades precisas a un soldado fuesen las mismas que las de un general. En lugar de cinco mil le dieron ocho mil hombres, la mitad de ellos romanos y la otra mitad tropas proporcionadas por los aliados. Él mismo, también, reclutó un número considerable de voluntarios por el territorio por el que marchaba, llegando a Lucania con un ejército que doblaba en número al que partió. Aquí se había detenido Aníbal después de su infructuosa persecución de Claudio. Del resultado no se podía dudar, en vista de que aquel era un enfrentamiento entre ejércitos de los cuales uno de ellos estaba compuesto de veteranos acostumbrados a la victoria y el otro era una fuerza alistada a toda prisa y a medio armar. Tan pronto como estuvieron a la vista el uno del otro, ningún bando declinó la batalla y formaron de inmediato en orden de combate. Durante más de dos horas, sin embargo, y a pesar de las condiciones absolutamente desiguales, el ejército romano sostuvo la lucha mientras su jefe se mantuvo firme. Por fin, por respeto a su reputación anterior, y también temiendo el deshonor en que caería si sobrevivía a la derrota provocada por su propia locura, se lanzó contra las armas enemigas y cayó, resultando el ejército romano derrotado instantáneamente. Pero ni siquiera al intentar huir encontraron vía de escape, pues todos los caminos estaban cerrados por la caballería, de manera que de aquella multitud de hombres solo escapó un millar, pereciendo todos los demás de una u otra manera.

[25.20] Los cónsules reanudaron el asedio de Capua con mayor intensidad, reuniéndose y alistándose todo lo necesario para la misión. Se almacenó el grano en Casilino; en la desembocadura del río Volturno, donde hay ahora una ciudad, se construyó un fortín y se emplazó allí una guarnición, así como en Pozzuoli, que Fabio había fortificado previamente para que entre ambas dominaran tanto el río como el mar adyacente. El grano que recientemente se había enviado desde Cerdeña, así como aquel que Marco Junio había comprado en Etruria, fue remitido desde Ostia a aquellas dos fortalezas marítimas, para que el ejército pudiera tener suministros durante todo el invierno. Mientras tanto, el desastre que había acontecido a Centenio en Lucania se agravó con otro que derivó de la muerte de Graco. Los esclavos voluntarios que habían prestado un excelente servicio mientras estuvo vivo para guiarlos, consideraron que su muerte les descargaba de sus obligaciones militares y, en consecuencia, se disolvieron. Aníbal estaba ansioso por no descuidar Capua ni abandonar a los amigos que estaban en situación tan crítica, pero tras su fácil victoria, por la insensatez de un general romano, buscaba la ocasión de aplastar a otro. Unos embajadores de Apulia le habían informado de que Cneo Fulvio, que estaba atacando algunas de sus ciudades que se le habían pasado, había dirigido inicialmente sus operaciones con cuidado y prudencia; pero después, intoxicado por el éxito y cargado de botín, él y sus hombres se habían entregado a tal molicie y disipación que toda disciplina militar había desaparecido. Aníbal sabía por repetidas experiencias, y especialmente en los últimos días, en qué estado se sume un ejército bajo un jefe incompetente, y de inmediato se trasladó a Apulia.

[25,21] Fulvio y sus legiones se encontraban en las proximidades de Ordona [la antigua Herdonea.-N. del T.]. Cuando se enteraron de que el enemigo se acercaba estuvieron casi a punto de arrancar los estandartes y lanzarse al combate sin esperar órdenes. De hecho, lo único que se le impidió, más que cualquier otra cosa, fue la confianza que sentían en ser capaces de escoger el momento para luchar. A la noche siguiente, cuando Aníbal se percató de que el campamento estaba alborotado y que la mayoría de los hombres desafiaban a su jefe e insistían en que les debería dar la señal, y que había un grito general de «¡A las armas!», estuvo seguro de que se presentaba la oportunidad de librar una batalla victoriosa. Dispuso silenciosamente unos tres mil de su infantería ligera por las granjas de los alrededores, así como en bosques y arboledas. Todos debían salir de sus escondites en el mismo instante en que se diera la señal, y Magón tenía órdenes de situar unos dos mil de caballería a lo largo de las carreteras por las que pensaba que se dirigiría la huida. Después de tomar estas medidas durante la noche, marchó a la batalla al amanecer. Fulvio no dudó, aunque no fue arrastrado tanto por esperar él mismo la victoria como por el ciego ímpetu de sus hombres. La misma imprudencia que los llevó al campo de batalla se impuso al formar su línea de combate. Avanzaron de cualquier manera y se colocaron en las filas donde cada uno quiso, según le dictase su capricho o el temor. La primera legión y el ala izquierda de los aliados fueron colocados al frente y la línea se extendió a lo largo. Los tribunos se quejaban de que no tenía ni las fuerzas ni la profundidad adecuadas y que dondequiera que atacase el enemigo podría romperla, pero los hombres ni siquiera escuchaban, y aún menos atendían, a nada de lo que se les decía por su bien. Ya Aníbal estaba sobre ellos; ¡qué jefe tan distinto del suyo y qué ejército tan diferente y con tan diferente orden! Como era de esperar, los romanos fueron incapaces de resistir el primer ataque; su jefe, tan loco y temerario como Centenio, aunque no tan valiente como él, tan pronto vio que el día se decantaba contra él y sus hombres, se apoderó en la confusión de un caballo y escapó junto a unos doscientos de su caballería. El resto del ejército, rechazado en vanguardia y luego rodeado por la retaguardia y los flancos, quedó tan destrozado que, de doce mil hombres, no escaparon más de dos mil. El campamento fue tomado.

[25.22] Las noticias de estos desastres, uno tras otro, produjo gran dolor y alarma entre los ciudadanos de Roma; no obstante, al haber sabido de los éxitos de los cónsules hasta aquel momento, no quedaron tan afectados por aquellas derrotas. El Senado envió a Cayo Letorio y a Marco Metilio con instrucciones para los cónsules, diciéndoles que unieran cuidadosamente los restos de ambos ejércitos y procurasen que los supervivientes no se vieran llevados, por el temor y la desesperación, a rendirse al enemigo como había ocurrido tras el desastre de Cannas. También tenían que averiguar quién había desertado de entre los esclavos voluntarios. A Publio Cornelio también se le encargó esta última tarea, pues ya estaba ocupándose del alistamiento de tropas de refresco, y cursó bandos para ser pregonados en plazas y mercados, ordenando que se deberían efectuar búsquedas de esclavos voluntarios fugitivos y que se les debía devolver bajo sus insignias. Estas instrucciones fueron obedecidas con el mayor cuidado. Apio Claudio puso a Décimo Junio al mando en la desembocadura del río Volturno, y a Marco Aurelio Cota en Pozzuoli; en el momento que arribasen los barcos de Etruria y Cerdeña debían remitir de inmediato el grano al campamento. Claudio regresó luego a Capua y encontró a su colega, Quinto Fulvio, trayéndolo todo desde Casilino y disponiéndose para atacar la ciudad. Comenzaron entonces ambos el asedio de la plaza y llamaron al pretor Claudio Nerón, que estaba en el antiguo campamento de Claudio en Arienzo. También este, dejando una pequeña fuerza para guardar la posición, vino con el resto de su ejército a Capua. Así pues, tres pretorios quedaron entonces establecidos alrededor de Capua, con tres ejércitos trabajando en partes diferentes se disponían a rodear la ciudad con foso y valla. Erigieron fortines a intervalos regulares, librándose combates en varios lugares simultáneamente al intentar los campanos detener los trabajos, con el resultado final de los campanos obligados a mantenerse tras sus murallas y puertas.

Antes, sin embargo, de quedar completado el círculo del asedio, se enviaron emisarios a Aníbal para protestar ante él por haber abandonado Capua, que casi había vuelto a Roma, y para implorarle que les llevase ya socorros, en todo caso, pues ya no solo estaban sitiados, sino totalmente bloqueados. Publio Cornelio envió una carta a los cónsules, solicitándoles que dieran una oportunidad a los habitantes, antes de haber cerrado el asedio, para que abandonasen la ciudad llevándose sus propiedades con ellos. Los que se marchasen antes del quince de marzo quedarían libres y en posesión de todas sus propiedades; después de aquella fecha, tanto los que se marchasen como los que se quedaran serían tratados como enemigos por igual. Cuando se anunció esta oferta a los campanos, estos no solo contestaron con desprecio, sino también con insultos y amenazas. Poco antes de esto, Aníbal había dejado Herdonea hacia Tarento, con la esperanza de apoderarse del lugar mediante traición o por la fuerza, y como no lo pudo conseguir se dirigió hacia Brindisi, con la impresión de que la ciudad se rendiría. Fue mientras gastaba aquí el tiempo en vano cuando llegaron hasta él los mensajeros de Capua con sus protestas y requerimientos. Aníbal les respondió, en palabras altisonantes, «que ya una vez había levantado el sitio de Capua y que tampoco ahora los cónsules esperarían hasta su llegada». Despedidos con esta esperanza, los enviados tuvieron grandes dificultades para volver a Capua, rodeada como estaba ya para entonces, con un foso doble y una empalizada.

[25.23] Justo cuando se completó el sitio de Capua, llegó a su fin el asedio de Siracusa. Este resultado se debió en gran medida a la energía y valor del general y su ejército, pero había sido propiciado por una traición interior. Al comienzo de la primavera Marcelo estaba indeciso sobre si presionar bélicamente contra Amílcar e Hipócrates en Agrigento, o si apretar el sitio de Siracusa. Vio que esta plaza no se podía tomar por asalto, ya que era inexpugnable por mar o por tierra debido a su posición, ni podía ser reducida por hambre al estar alimentada por un suministro gratuito de provisiones desde Cartago. Sin embargo, decidió no dejar nada por probar. Había entre los romanos algunos miembros dirigentes de la nobleza siracusana que habían sido expulsados cuando se produjo la deserción, y Marcelo dijo a dichos refugiados que sondearan los sentimientos de los hombres de su propio partido y les dieran garantías de que, si se rendía Siracusa, gozarían de libertad y podrían vivir bajo sus propias leyes. No fue posible lograr oportunidad alguna de entrevistarse, pues el hecho de que se sospechase de muchos de ellos les hacía más cuidadosos y vigilantes y ningún intento de aquel tipo dejaría de ser detectado. Se dejó entrar en la ciudad un esclavo que pertenecía a los exiliados, como si fuese un desertor, y tras reunir a unos cuantos hombres abordó el tema en una conversación. Luego de esto, algunos se escondieron bajo las redes de un barco de pesca y de esa manera fueron llevados al campamento romano, donde entraron en conversaciones con los refugiados. Mediante distintas personas, haciendo lo mismo una tras otra, se consiguió reunir a ochenta interesados en el asunto. Cuando se hubieron hecho todos los arreglos para la entrega, un tal Atalo, resentido por no haberse confiado en él, pasó la información del secreto a Epícides y todos fueron torturados hasta la muerte.

Esta esperanza, que había resultado tan ilusoria, fue prontamente seguida por otra. Un cierto Damipo, un lacedemonio, había sido enviado desde Siracusa al rey Filipo y fue capturado por algunos barcos romanos. Epícides estaba particularmente ansioso por rescatar a este hombre, y Marcelo no puso ninguna objeción, ya que, justo por entonces, los romanos hacían ofertas de amistad a los etolios, con quienes estaban aliados los lacedemonios. Los que fueron enviados para discutir los términos del rescate pensaban que el lugar más equidistante, y el más conveniente para ambas partes, para celebrar la conferencia, era un sitio cercano a la torre llamada Galeagra, en el puerto de Trogilos. A medida que iban allí y regresaban repetidamente, uno de los romanos pudo ver de cerca la muralla, contó las piedras y se hizo una estimación mental del espesor de cada piedra. Habiendo calculado así la altura de la muralla lo mejor que le fue posible conjeturar, y hallándola más baja de lo que él o cualquier otro supusiera y susceptible de ser escalada mediante una escala de longitud moderada, informó al cónsul de ello. Marcelo concedió gran importancia a su sugerencia; pero como aquella parte de la muralla, aún siendo baja, estaba por aquel mismo motivo más cuidadosamente guarnecida, resultaba imposible aproximarse a ella y tendrían que esperar su oportunidad, que llegó pronto. Un desertor trajo la noticia de que los ciudadanos estaba celebrando el festival de Diana, que duraba tres días y que, aunque faltos de otras cosas a causa del asedio, celebraban el festival en su mayoría con el vino que Epícides había distribuido entre el pueblo y aún entre las tribus por los ciudadanos más destacados. Al escuchar esto, Marcelo consultó el asunto con algunos de los tribunos militares, y por su medio escogió a los centuriones y soldados que resultarían más aptos para una empresa tan audaz. Se dispusieron discretamente escalas de asalto y luego se ordenó al resto de los hombres que descansaran y repusieran fuerzas tanto pronto como pudieran, pues se enfrentaban a una expedición nocturna. En cuanto consideró que empezaban a mostrarse los efectos de haber pasado todo el día de de banquete y del exceso de vino, estando los hombres en su primer sueño, el cónsul ordenó a un manípulo que llevase las escalas de asalto y un millar de hombres marchó en silencio en una estrecha columna hacia el lugar. Escalaron la muralla sin desorden ni ruido y el resto les siguió ordenadamente; hasta los indecisos se animaron por la audacia de los de vanguardia.

[25.24] Para entonces, un millar de hombres se había apoderado de aquella sección de la muralla. Llegaron hasta el Hexápilon sin encontrar un alma, pues la mayoría de los que estaban de guardia en los bastiones estaban o atontados por el vino tras la jarana o seguían bebiendo medio borrachos. Mataron no obstante a unos cuantos de estos a quienes sorprendieron en sus camas. Cuando llegaron al Hexápilo dieron la señal y el resto de las tropas marcharon contra las murallas llevando más escalas de asalto con ellas. La puerta trasera cercana al Hexápilo estaba cediendo a la violencia de los golpes y se dio la señal convenida desde la muralla. Ya no trataron más de ocultar sus movimientos, sino que comenzaron un ataque abierto, pues habían llegado a Epípolas, un lugar lleno de centinelas, y su objetivo ahora era más aterrorizar al enemigo que eludirlo. Lo consiguieron completamente porque, en cuanto se escucharon los clamores de las trompas y los gritos de los que guardaban la muralla y una parte de la ciudad, los centinelas de guardia pensaron que cada sitio había sido tomado y algunos huyeron a lo largo de la muralla, otros saltaron desde ella y una multitud de ciudadanos entregados al pánico huyó en desbandada. Muchos, sin embargo, permanecieron ignorantes del gran desastre que se había abatido sobre ellos, pues se sentían pesados por el vino y el sueño y, en una ciudad de tan gran extensión como aquella, lo que estuviera ocurriendo en una parte no era conocido de toda la población en general.

Al amanecer, Marcelo forzó las puertas del Hexápilo y entró en la ciudad con todo su ejército, despertando a los ciudadanos que corrieron a tomar las armas, disponiéndose a prestar la ayuda que pudieran a una ciudad que estaba casi capturada. Epícides marchó apresuradamente desde la Isla -su nombre local es Nasos- en la creencia de que unos pocos hombres habían logrado escalar las murallas por la negligencia de los centinelas y que pronto podría expulsarlos. Dijo a los aterrorizados fugitivos con quienes se encontraba que se estaban sumando a la confusión y que estaban haciendo creer que las cosas eran más graves y alarmantes de lo que eran en realidad. Sin embargo, cuando vio todo el sitio alrededor de Epípolas lleno de hombres armados, se limitó a lanzar unos cuantos proyectiles contra el enemigo y marchó de regreso a la Acradina, no tanto por miedo a la fuerza y número del enemigo como por temor a una traición interior que pudiera cerrar las puertas de la Acradina y la Isla, durante la confusión, tras él. Cuando Marcelo subió a las fortificaciones y contempló desde su altura la ciudad bajo él, puede que la más bella de su época, se dice que las lágrimas empañaron su vista, en parte de alegría por su gran logro y en parte al recordar sus antiguas glorias. Recordó la flota ateniense que había sido hundida en aquel puerto; los dos grandes ejércitos que con sus famosos generales habían sido aniquilados allí; todos sus muchos poderosos reyes y tiranos, sobre todo Hierón, cuya memoria estaba tan fresca y cuyas virtudes de carácter y fortuna le habían distinguido por sus servicios a Roma. Como todo esto pasara por su mente y con ello el pensamiento de que en una corta hora todo cuanto contemplaba podía verse incendiado y reducido a cenizas, decidió, antes de avanzar contra la Acradina, enviar a los siracusanos que, como ya se contó, estaban con las fuerzas romanas, dentro de la ciudad para que intentasen mediante palabras amables inducir al enemigo a que entregase el lugar.

[25,25] Las puertas y murallas de la Acradina estaban guarnecidas principalmente por los desertores que no tenían esperanza alguna de conseguir gracia bajo ninguna condición, y no permitían que nadie se acercase a las murallas o que les hablase. Así que Marcelo, al ver que su intención se había frustrado, ordenó que los estandartes regresasen a Eurialo. Era esta una colina en la parte de la ciudad más lejana al mar y que daba vistas sobre la carretera que llevaba al campo y a la parte interior de la isla. Estaba, por tanto, admirablemente adaptada para la recepción de los suministros desde el interior. El mando de la ciudadela sobre la colina había sido confiado por Epícides a Filodemo, un argivo. Sosis, uno de los regicidas, había sido enviado por Marcelo para abrir negociaciones, pero después de un largo discurso con el que trataron de entretenerle, informó a Marcelo de que Filodemo se estaba tomando un tiempo para considerarlo todo. Este siguió postergando la decisión día tras día, para dar tiempo a que Hipócrates e Himilcón trajeran sus legiones, considerando seguro que si aquellos lograban entrar con sus legiones en la ciudadela, los romanos podrían ser expulsados de las murallas y aniquilados. Como Marcelo viera que Eurialo no se podía capturar ni por traición ni a la fuerza, estableció su campamento entre Neápolis y Ticha -barrios de la ciudad y casi ciudades por sí mismas- pues temía que si entraba en la parte más populosa no sería capaz de mantener a sus soldados apartados de su afán por el saqueo. Llegaron hasta él embajadores de estos dos lugares con ramas de olivo e ínfulas [cinta de lana blanca con dos tiras caídas a los lados, conque se ceñían la cabeza los sacerdotes griegos y romanos y que en algunos casos se ponía también en la cabeza de las víctimas de los sacrificios.-N. del T.], implorándole que les salvara del fuego y la espada. Marcelo celebró un consejo de guerra para considerar esta solicitud, o más bien esta súplica, y de acuerdo con el deseo de todos los presentes se dio aviso a los soldados para que no pusieran las manos sobre ningún ciudadano libre; de todo lo demás quedaban en libertad de apropiárselo. En lugar de con foso y empalizada, el campamento estaba protegido por las casas particulares que servían de muralla, situando centinelas y piquetes en las puertas de las viviendas que abrían hacia la calle para guardar el campamento contra los ataques mientras los soldados permanecían dispersos por la ciudad. Tras esto, la dio la señal y los soldados corrieron por todas direcciones, abriendo a la fuerza las puertas de las casas y llenando todo de conmoción y terror, pero absteniéndose de cualquier derramamiento de sangre. No hubo límite a la rapiña hasta que no hubieron despojados las casas de todos los bienes y posesiones que se habían acumulado durante el largo periodo de prosperidad. Mientras todo esto tenía lugar, Filodemo vio que no había esperanza alguna de socorro y, tras lograr la promesa de un salvoconducto para que pudiera regresar junto a Epícides, retiró su guarnición y entregó la posición a los romanos. Estando todo el mundo preocupado por el tumulto en la parte capturada de la ciudad, Bomílcar aprovechó la oportunidad para escapar. La noche era tempestuosa, la flota romana no podía mantenerse anclada fuera del puerto y él se deslizó con treinta y cinco barcos; encontrando la mar limpia de enemigos, navegó hacia Cartago dejando cincuenta y cinco buques a Epícides y los siracusanos. Tras hacer partícipes a los cartagineses de la crítica situación de las cosas en Siracusa, regresó con cien barcos unos cuantos días después y fue recompensado por Epícides, según dicen, con regalos del tesoro de Hierón.

[25.26] La captura de Eurialo y su ocupación por una guarnición romana liberó a Marcelo de un motivo de preocupación; ya no tendría que temer que un ataque desde la retaguardia provocase la confusión entre sus hombres, encerrados y obstaculizados como estaban por los muros. Su siguiente paso fue contra la Acradina. Estableció tres campamentos separados en posiciones adecuadas y se plantó frente a la plaza, esperando reducirla por hambre. Durante algunos días los puestos de avanzada no fueron molestados; luego, tras la llegada repentina de Hipócrates e Himilcón, se lanzó un ataque general sobre las líneas romanas. Hipócrates había construido un campamento fortificado en el Gran Puerto, y tras mostrar una señal a las tropas en la Acradina lanzó un ataque contra el antiguo campamento de los romanos que mandaba Crispino. Epícides hizo una salida contra Marcelo y la flota cartaginesa, que se desplegaba entre la ciudad y el campamento romano fue llevada a tierra y evitó así que Crispino enviase ayuda alguna a Marcelo. La alteración que produjo el enemigo fue, sin embargo, más un sobresalto que un combate, pues Crispino no solo expulsó a Hipócrates detrás de sus fortificaciones sino que, de hecho, le persiguió conforme aquel huía precipitadamente mientras Marcelo rechazaba a Epícides de vuelta a la ciudad. Entonces, en apariencia, parecieron medidas suficientes contra el peligro derivado, en el futuro, de cualquier ataque por sorpresa.

Para aumentar sus problemas, ambos bandos fueron visitados por la peste, una calamidad lo bastante importante como para que casi desviaran todos sus pensamientos de la guerra. Era la época de otoño y la localidad era naturalmente poco saludable; más aún, sin embargo, fuera de la ciudad que dentro de ella, con el insoportable calor afectando las constituciones de casi todos los que vivían en ambos campamentos. Al principio, la gente caía enferma y moría a causa de la estación y la insana localidad; después, el cuidado de los enfermos y el contacto con ellos extendió la enfermedad de modo que los que la contraían morían descuidados y abandonados, o arrastraban con ellos a los que les cuidaban y que, así, resultaban contagiados. Las muertes y los funerales eran un espectáculo diario, por todas partes, de día y de noche, se escuchaban los lamentos por los muertos. Al final, la familiaridad con la miseria embruteció de tal modo a los hombres que no solo no seguían a los muertos con las lágrimas y lamentos que exigía la costumbre, sino que incluso rehusaban trasladarlos fuera para el entierro y los cuerpos sin vida eran abandonados yaciendo ante los ojos de quienes esperaban una muerte similar. De aquella manera, la temible, fétida y mortal putrefacción que surgía de los cuerpos muertos resultaba fatal para los enfermos, y estos lo eran igualmente para los sanos. Los hombres preferían morir por la espada y algunos, en solitario, atacaban las posiciones enemigas. La epidemia estaba mucho más extendida en el campamento cartaginés que en el romano, pues su largo asedio de Siracusa había hecho que estos estuviesen más acostumbrados a su clima y al agua. Los sicilianos que estaban en las filas enemigas desertaron tan pronto vieron que la enfermedad se propagaba debido a la insalubridad del lugar y se marcharon a sus propias ciudades. Los cartagineses, que no tenían dónde ir, perecieron como un solo hombre junto con sus generales, Hipócrates e Himilcón. Cuando la enfermedad adquirió tan graves proporciones, Marcelo trasladó sus hombres a la ciudad y los que habían quedado debilitados por la enfermedad se recuperaron a su sombra y cobijo. Aún así, muchos de los soldados romanos, también, murieron por aquella pestilencia.

[25.27] Una vez así barrido el ejército terrestre de los cartagineses, los sicilianos que habían estado de parte de Hipócrates se apoderaron de dos ciudades amuralladas, ciertamente no demasiado grandes, pero que les brindaron seguridad por su situación y sus protegidas fortificaciones. Una estaba a tres millas de Siracusa y la otra a quince [a 4440 y 22200 metros, respectivamente.-N. del T.]. Llevaron pertrechos a estas dos ciudades desde sus propias patrias y pidieron refuerzos. Bomílcar, entre tanto, hizo una segunda visita a Cartago con su flota y había pintado tal estado de cosas en Siracusa que indujo al gobierno a esperar que podrían hacer llegar una eficaz ayuda a sus amigos e, incluso, a capturar a los romanos dentro de aquella ciudad, que en cierta medida habían capturado. Los persuadió para despachar tantos buques de carga como pudieran, cargados con pertrechos de todo tipo, y también para aumentar su fuerza de navíos de guerra. El resultado fue que partió de Cartago con ciento treinta buques de guerra y setecientos de transporte. Los vientos le fueron muy favorables mientras navegaba hacia Sicilia, pero le impidieron rodear el cabo Passero [el antiguo cabo Pachyno.-N. del T.]. Las nuevas de la aproximación de Bomílcar, y luego su inesperado retraso, provocaron primero la esperanza y luego el miedo entre los siracusanos, y justo a la inversa entre los romanos. Epícides estaba temeroso de que si el viento del este se prolongaba mucho más, la flota cartaginesa pudiera volver a África, así que puso la Acradina bajo el control de los jefes de los mercenarios y salió al encuentro de Bomílcar. Lo encontró con sus naves ancladas, aproadas hacia la costa africana y ansioso por evitar un combate naval, no porque fuera inferior en fuerzas o número de barcos -en realidad tenía más que los romanos-, sino porque los vientos eran más favorables a ellos que a él; Epícides, sin embargo, le convenció para que probara suerte en una batalla naval. Cuando Marcelo se dio cuenta de que se estaba alistando un ejército de sicilianos de toda la isla y que una flota cartaginesa se estaba aproximando con vastos suministros, determinó que, aunque inferior en número de buques, impediría que Bomílcar alcanzara Siracusa, para no quedar cercado por mar y tierra mientras estaba confinado en una ciudad hostil. Las dos flotas se situaron una frente a otra frente al cabo Passero, dispuestas a enfrentarse en cuanto el mar estuviera lo bastante calmado como para permitirles navegar hacia aguas más profundas. Tan pronto amainó el viento del este, que había soplado con fuerza durante unos días, Bomílcar hizo el primer movimiento. Pareció como si estuviera poniendo rumbo a mar abierto con el fin de rodear mejor el promontorio, pero cuando vio las naves romanas navegando directamente hacia él, dudando a causa de no se sabe qué repentino terror, dio toda la vela y bordeó la costa de Sicilia hacia Tarento, habiendo mandado antes un mensaje a Heraclea ordenando a los transportes que regresasen a África. Viendo rotas de repente todas sus esperanzas, Epícides se cuidó de volver a una ciudad que sufría tal asedio y que en gran parte ya había sido capturada. Zarpó hacia Agrigento para contemplar los sucesos, en vez de controlarlos.

[25.28] Cuando llegaron las noticias de lo sucedido al campamento de los sicilianos, a saber: que Epícides se había retirado de Siracusa y que la isla había sido abandonada por los cartagineses, y casi rendida por segunda vez a los romanos, enviaron embajadores a Marcelo para tratar de la rendición de la ciudad, habiendo previamente sondeado con muchas conversaciones el sentir de aquellos que estaban sometidos al asedio. No hubo apenas discrepancia en que todo lo que había pertenecido a los reyes quedase para los romanos y que todo lo demás debía quedar en poder de los sicilianos junto con su libertad y sus leyes. A continuación invitaron a una conferencia a aquellos que habían sido dejados por Epícides al cargo, y les dijeron que habían sido enviados tanto ante el ejército de los sicilianos como ante Marcelo, para que tanto los que estaban dentro como los que estaban fuera de la ciudad sitiada compartiesen la misma fortuna y que ninguno pactase separados para sí mismos. Se les garantizó que se les dejaría entrar para que pudiesen hablar con sus amigos y familiares. Después de explicar la naturaleza de su acuerdo con Marcelo y teniendo garantías de seguridad, les persuadieron a unirse en un ataque contra aquellos a quienes Epícides había encomendado el gobierno: Políclito, Filistio y Epícides, apodado Sindón. Estos fueron condenados a muerte y se convocó a los ciudadanos a una Asamblea pública. En ella, los embajadores se quejaron de la necesidad de la que solían murmurar, que aunque se lamentaban amargamente de tantos males no debían quejarse de la fortuna, pues estaba en su propia mano decidir cuánto tiempo más tendrían que soportarlos. Los motivos que llevaron a los romanos a atacar Siracusa eran los del afecto y no la animadversión. Cuando se enteraron de que las riendas del gobierno habían sido tomadas por Hipócrates y Epícides, que antes habían sido cortesanos de Aníbal y luego de Jerónimo, pusieron en marcha a sus ejércitos e iniciaron el asedio, con el propósito de destruir la ciudad sino para aplastar a los que la tiranizaban. Pero ahora que Hipócrates había sido eliminado, Epícides expulsado de Siracusa y sus oficiales ejecutados, ¿qué más les quedaba por hacer a los romanos para evitar que Siracusa estuviera en peligro y libre de todo daño, tal y como habría deseado Hierón, aquel eminente y leal amigo de Roma, de haber estado vivo? No había, por tanto, ningún otro peligro, ni para la ciudad ni para su pueblo, más que el que pudiera surgir de sus propios actos y dejaban pasar aquella oportunidad de reconciliación con Roma. Nunca habría otra tan favorable como la que tenían en ese momento, justo cuando estaba claro para todos que Siracusa había sido liberada de la tiranía.

[25.29] Este discurso fue recibido con la aprobación general. Se decidió, no obstante, elegir a los pretores antes en enviar a los embajadores. De entre los magistrados así elegidos se escogió a los embajadores que se enviarían ante Marcelo. Su portavoz se le dirigió en los siguientes términos: «No somos nosotros, el pueblo de Siracusa, los que se han rebelado contra ti, sino Jerónimo, que actuó aún peor para con nosotros que para contigo. Y cuando la paz quedó restaurada con la muerte del tirano, no fue un siracusano, sino los cortesanos del rey, Hipócrates y Epícides, quienes la rompieron, aplastándonos por un lado mediante el miedo y por otro mediante la traición. Nadie puede decir que hubiera alguna vez un tiempo en que disfrutásemos de libertad sin estar en paz con vosotros. Ahora, en todo caso, en cuanto nos hemos convertido en nuestros propios dueños mediante la muerte de los opresores de Siracusa, hemos venido ante ti para entregar nuestras armas, a nosotros mismos, nuestra ciudad y sus fortificaciones, para aceptar cualquier condición que nos puedas imponer. A ti, Marcelo, los dioses han concedido la gloria de capturar la más noble y más hermosa de las ciudades griegas. Cualesquiera sean los memorables logros que hayamos obrado por mar o por tierra, aumentan el esplendor de tu triunfo. ¿Desearías que fuera solo una gloriosa tradición cuán gran ciudad conquistaste, en vez de que esta misma lo atestigüe para la posteridad; que se muestren a cuantos la visiten por tierra o por mar los trofeos que ganamos contra atenienses y cartagineses, que ahora son los trofeos que tú has ganado sobre nosotros; que se transmita a tu casa, intacta, Siracusa, para que esté bajo el patronazgo y protección de cuantos lleven el nombre de Marcelo? No permitas que la memoria de Jerónimo pese más en ti que la de Hierón. Él fue tu amigo durante mucho más tiempo del que el otro fue tu enemigo. En él encontraste un auténtico benefactor; la locura de este hombre solo sirvió para su propia destrucción». De los romanos, podrían los siracusanos obtener cuanto deseaban con absoluta seguridad. Pero entre los propios sitiados se daba todavía la guerra con todos sus peligros. Los desertores, pensando que estaban siendo traicionados, comunicaron sus temores a los mercenarios; todos ellos tomaron las armas y, empezando por el asesinato de los magistrados, iniciaron una masacre general de los ciudadanos, matando en su desesperada locura a todo el que se encontraban y saqueando todo a lo que pudieron echar mano. Luego, como estaban sin jefes, eligieron seis prefectos, tres al mando en la Acradina y tres en Nasos. Cuando el tumulto se hubo calmado un poco y los mercenarios se enteraron, al preguntar, de lo que se había acordado con los romanos, la verdad se impuso entre ellos y se dieron cuenta de que su situación era muy distinta de la de los desertores.

[25.30] Los embajadores regresaron de su entrevista con Marcelo justo en el momento adecuado, y pudieron asegurarles que sus sospechas eran infundadas y que los romanos no veían motivo para castigarles. Uno de los tres comandantes en la Acradina era un hispano llamado Mérico, y se había designado a un soldado de los auxiliares hispanos para que les acompañara. Cuando hubieron entrado en la Acradina, este hombre obtuvo una entrevista privada con Mérico y le describió la situación en Hispana, que había dejado recientemente, y cómo todo estaba bajo el poder de Roma. Si Mérico prefería ponerse a disposición de los romanos podía ser uno de los jefes entre sus compatriotas, y prestar servicio bajo los estandartes romanos, o regresar a su propio país, a su elección. Pero, si por el contrario, elegía proseguir bajo asedio, ¿qué esperanza le quedaba, encerrado como estaba por mar y tierra? Mérico quedó impresionado por la fuerza de estos argumentos, por lo que decidió desde luego mandar embajadores a Marcelo, con su hermano entre ellos. El mismo soldado hispano le llevó ante Marcelo. En esta entrevista se resolvieron los detalles y Marcelo se comprometió a cumplir con las condiciones, tras lo que los embajadores regresaron a la Acradina. A fin de evitar la más mínima posibilidad de sospecha, Mérico hizo creer que desaprobaba el ir y venir de los embajadores y dio órdenes para que no se dejara entrar a ninguno ni se enviase a nadie. Además, con miras a una mayor seguridad, pensó que la dirección de la defensa se debía repartir apropiadamente entre los tres comandantes, de manera que cada uno fuera responsable de su propio sector de las fortificaciones. Todos estuvieron de acuerdo. En la división, su mando se extendió desde la fuente de Aretusa a la boca del Gran Puerto, y se las arregló para que los romanos lo supieran. Así pues, Marcelo ordenó que un buque mercante cargado de tropas fuese remolcado por un cuatrirreme hasta la Isla, y que los hombres desembarcaran cerca de la puerta junto a la fuente. Esta orden se cumplió en la cuarta guardia [sobre las dos de la madrugada.-N. del T.] y Mérico, tal como se había dispuesto previamente, dejó entrar a los soldados por la puerta. Al amanecer, Marcelo atacó la Acradina con todas sus fuerzas y, no solo aquellos que efectivamente la custodiaban, sino también las tropas en Nasos, abandonaron sus posiciones y corrieron a defender la Acradina del asalto romano. En la confusión del ataque, algunos barcos rápidos que habían sido desplazados rodeando Nasos desembarcaron tropas. Estas efectuaron un ataque por sorpresa contra los puestos medio guarnecidos, y corriendo a través de las puertas, aún abiertas y por las que la guarnición acababa de salir para defender la Acradina, tuvieron pocos problemas para capturar una posición que había quedado abandonada tras la huida de sus defensores. Nadie tuvo menos ánimo para defender la plaza o mantener las posiciones que los desertores; ni siquiera confiaron en sus propios camaradas y huyeron en medio de los combates. Cuando Marcelo supo que Nasos se había tomado y que se había ocupado un distrito de la Acradina, y que Mérico con sus hombres se había unido a los romanos, ordenó que se tocara a retirada, pues temía que el tesoro real, cuya fama superaba a la realidad, pudiera caer en manos de los saqueadores.

[25.31] Habiendo refrenado así la impetuosidad de los soldados y dado tiempo y ocasión para que escapasen los desertores que estaban en la Acradina, los siracusanos quedaron aliviados de sus aprensiones y abrieron las puertas. Enviaron enseguida una delegación a Marcelo con la única petición de que ellos y sus hijos quedaran indemnes. Este convocó un consejo de guerra, al que convocó a los refugiados siracusanos que estaban en el campamento romano, y replicó del siguiente modo a la delegación: «Los crímenes cometidos contra el pueblo de Roma durante estos últimos años por aquellos que controlaban Siracusa son muy superiores a todos los buenos servicios que Hierón nos rindió a lo largo de sus cincuenta años de reinado. La mayoría de ellos, es cierto, han recaído sobre las cabezas de los culpables, y ellos mismos se han castigado por su violación de los tratados con aún más severidad de la que pudiera haber deseado el pueblo romano. Durante tres años he estado asediando Siracusa, no para que Roma la esclavizara, sino para que los jefes de los desertores y renegados no la pudieran mantener oprimida y esclavizada. Lo que los siracusanos pudieran haber hecho ha quedado demostrado por aquellos de ellos que han vivido dentro de las líneas romanas, por el hispano Mérico que rindió a sus hombres y, finalmente, por la tardía pero valiente resolución que ahora habían tomado. Después de todas las fatigas y peligros que se habían sufrido tanto tiempo alrededor de las murallas de Siracusa, por mar y por tierra, el hecho de que yo haya sido capaz de capturar la ciudad no es tanta recompensa como la que he recibido al haber podido salvarla». Tras dar esta respuesta, envió al cuestor con una escolta a Nasos para recibir bajo su custodia el tesoro real. La Acradina fue entregada al saqueo de los soldados después de haber puesto guardias en las casas de los refugiados que se encontraban dentro de las líneas romanas.

Entre otros muchos horribles ejemplos de furia y rapacidad, destacó el destino de Arquímedes. Queda memoria de que, en medio de todo el terror y alboroto producido por los soldados que corrían por la ciudad capturada en busca de botín, estaba él absorto en silencio con algunas figuras geométricas que había dibujado en la arena y resultó asesinado por un soldado que no sabía quién era. Marcelo quedó muy apesadumbrado y se encargó de que su funeral se llevara a cabo apropiadamente; y tras haber descubierto dónde estaban sus familiares, fueron honrados y protegidos por el nombre y memoria de Arquímedes. Tales, en lo principal, fueron las circunstancias bajo las que se capturó Siracusa, y la cuantía del botín fue casi mayor que si se hubiese tomado Cartago, la ciudad que libraba una guerra en pie de igualdad con Roma. Unos días antes de la captura de Siracusa, Tito Otacilio cruzó desde Marsala [la antigua Lilibeo.-N. del T.] a Útica con ochenta quinquerremes. Entró en el puerto antes del amanecer y capturó algunos transportes cargados de grano, y luego desembarcó a sus hombres y devastaron una parte considerable del país alrededor de Útica, llevando de vuelta a los buques toda clase de botín. Volvió a Lilibeo, tres días después de partir, con ciento treinta transportes cargados de grano y botín. El granó lo envió de inmediato a Siracusa; de no haber sido por aquel oportuno auxilio, vencedores y vencidos por igual habrían sufrido una muy grave hambruna.

[25,32] Durante dos años no había ocurrido nada muy notable en Hispania; el conflicto se desarrolló más a través de la diplomacia que de las armas. Este verano, los comandantes romanos, al salir de sus cuarteles de invierno, unieron sus fuerzas. Se convocó un consejo de guerra y llegaron a la decisión unánime de que, como hasta ese momento todo lo que habían hecho era impedir que Asdrúbal marchase a Italia, ya era tiempo de hacer un esfuerzo para dar fin a la guerra. Durante el invierno habían alistado una fuerza de veinte mil celtíberos, y con este refuerzo se consideraban lo bastante fuertes para la tarea. Las fuerzas enemigas estaban compuestas por tres ejércitos. Asdrúbal, el hijo de Giscón, había unido su ejército con Magón, y su campamento conjunto estaba a unos cinco días de marcha de los romanos [una jornada de marcha podía cubrir de 25 a 35 kilómetros por día y, en algunos casos de marchas forzadas, hasta 60; por lo tanto, la expresión «cinco días de marcha» podía significar desde unos 125 a 175 kilómetros, o incluso algo más.-N. del T.]. Un poco más cerca de ellos estaba Asdrúbal, el hijo de Amílcar, un antiguo comandante en Hispania, que estaba acampado en una ciudad llamada Amtorgis [de ubicación hoy desconocida.-N. del T.]. Los generales romanos querían deshacerse de él en primer lugar y creían que tenían fuerza más que suficiente para aquel propósito; la única duda que albergaban era si, tras su derrota, el otro Asdrúbal y Magón no se retirarían a los bosques y montañas inaccesibles para prolongar la guerra. El mejor plan, pensaban, consistía en dividir su fuerza en dos ejércitos y terminar la guerra en Hispania con un solo golpe. Dispusieron, por tanto, que Publio Cornelio debía avanzar contra Magón y Asdrúbal con dos tercios del ejército romano y las tropas aliadas, mientras que Cneo Cornelio con el tercio restante del ejército primitivo y los celtíberos recién alistados se enfrentaría a Asdrúbal Barca. Ambos generales, con sus ejércitos, avanzaron juntos hasta la ciudad de Amtorgis, donde acamparon a la vista del enemigo con el río entre ellos. Aquí asentó Cneo Escipión su posición con la fuerza antes mencionada, mientras que Publio Escipión marchaba a ejecutar su parte de las operaciones.

[25.33] Cuando Asdrúbal supo que los romanos componían solo una pequeña porción del ejército y que dependían completamente de sus auxiliares celtíberos, determinó separar a estos últimos del servicio de Roma. Estaba muy familiarizado con todas las diferentes clases de traición conocidas entre aquellos bárbaros, y especialmente con las practicadas por las tribus entre las que había campeado durante tantos años. Ambos campamentos estaban llenos de hispanos, que no tenían dificultad en entender la lengua de los otros, y se mantuvieron entrevistas secretas en el curso de las cuales logró un acuerdo con los jefes celtíberos, mediante el ofrecimiento de un gran soborno, para que retirasen sus fuerzas. Ellos no consideraban esta conducta como algo atroz, pues no se trataba de volver sus armas contra los romanos y, aunque el dinero era de cuantía igual al que les pagaban en la guerra, les era entregado por abstenerse de ella. Después, también, resultaban bienvenidos el abandono de las fatigas de la campaña, el pensamiento de regresar al hogar y la alegría de ver a sus amigos y a sus propiedades. Así pues, la masa de las tropas fue tan fácilmente persuadida como sus jefes, y nada tenían que temer de los romanos, que eran tan pocos que no podían mantenerlos por la fuerza. Esto es algo contra lo que los generales romanos debían estar siempre en guardia, y ejemplos como aquellos debían servir de advertencia para no depender de auxiliares extranjeros en tan gran medida y disponer en su campamento de la mayoría del potencial y de fuerzas propias. Los celtíberos cogieron sus estandartes y se marcharon. Los romanos les preguntaron por qué se iban y les pidieron que se quedaran donde estaban, pero la única respuesta que obtuvieron fue que les reclamaba una guerra en casa. Al ver Escipión que no se podía retener a sus aliados ni por sus apelaciones ni por la fuerza, que sin ellos no era rival para el enemigo y que reunirse con su hermano estaba fuera de cuestión, determinó retirarse tanto como pudiera, lo que parecía la única medida segura de adoptar. Su único objetivo era evitar un encuentro en campo abierto con el enemigo, que había cruzado el río y le presionaba pisándole los talones.

[25,34] Publio Escipión quedó al mismo tiempo en una posición tan alarmante como mucho más peligrosa, debido a la aparición de un nuevo enemigo. Este era el joven Masinisa, por entonces aliado de los cartagineses, aunque después creciera su fama y poder a causa de su amistad con Roma. Al principio trató de contener el avance de Escipión con una fuerza de caballería númida que mantenía sus ataques sobre él noche y día. No sólo destruía a los que se alejaban demasiado del campamento en busca de leña y forraje, sino que de hecho cabalgaba hasta el campamento y cargaba por entre los puestos avanzados y piquetes, provocando alarma y confusión por doquier. Durante la noche, alteraba con frecuencia el campamento haciendo cargas repentinas contra puertas y empalizada; no había lugar ni momento en que los romanos estuviesen libres de la ansiedad y el miedo, y se veían obligados a mantenerse tras sus líneas e incapaces de obtener lo que precisaban. Aquello se estaba convirtiendo rápidamente en un sitio en toda regla y terminaría por ser aún más estrecho si Indíbil, que según se informó estaba aproximándose con siete mil quinientos suesetanos, lograba unirse a los cartagineses. General cauto y prudente como era, Escipión se vio obligado por su posición a dar el peligroso paso de efectuar una marcha nocturna para oponerse al avance de Indíbil y combatirle donde lo encontrase. Dejando una pequeña fuerza para proteger el campamento y poniendo al mando a Tiberio Fonteyo, partió a la medianoche y se encontró con el enemigo. Lucharon en orden de marcha en lugar de en línea de batalla; los romanos, sin embargo, lograron la ventaja a pesar de su formación irregular. Pero la caballería númida, a la que Escipión creía haber eludido, barrió por ambos flancos y provocó la mayor alarma. Había comenzado así un nuevo combate contra los númidas cuando apareció un tercer enemigo; los generales cartagineses habían llegado y estaban atacando la retaguardia. Los romanos tuvieron que enfrentar una batalla por ambos flancos y la retaguardia, sin poder decidir contra qué enemigo lanzar su ataque principal o en qué dirección cerrar líneas y cargar. Su comandante estaba entretanto luchando y animando a sus hombres, exponiéndose donde más peligro había, y fue atravesado por una lanza en su costado izquierdo. El enemigo formado en cuña, que había cargado contra las cerradas filas alrededor de su general, en cuanto vio que Escipión caía sin vida de su caballo se dio a correr en todas direcciones, loco de alegría y gritando que el comandante romano había caído. La noticia se difundió por todo el campo de batalla; el enemigo se consideró enseguida indudablemente vencedor mientras que los romanos se consideraban, por su parte, vencidos. Con la pérdida del general se inició de inmediato la huida del campo de batalla. No fue resultó difícil pasar a través de los númidas y otras tropas ligeras, pero fue casi imposible escapar por entre tal número de caballería y de infantería que rivalizaba con los caballos en velocidad. Casi más murieron en la huida que en la batalla, y ni un solo hombre habría sobrevivido si el día no hubiera llegado rápidamente a su fin, de manera que la noche puso fin a la carnicería.

[25.35] Los generales cartagineses no tardaron en sacar provecho de su éxito. Después de permitir apenas a sus hombres el descanso necesario, se dirigieron directamente y a marchas forzadas desde el campo de batalla hasta donde estaba Asdrúbal, esperando que cuando unieran sus fuerzas se pudiera llevar completamente la guerra a su fin. Cuando llegaron a su campamento, tanto los generales como los soldados, de muy buen humor por su reciente victoria, se intercambiaron sinceras felicitaciones por la destrucción de tan gran comandante y de todo su ejército, previendo confiadamente ganar otra victoria tan absoluta. El informe del terrible desastre no había llegado a los romanos, pero había un silencio sombrío, como un presentimiento secreto, tal como suele suceder cuando los hombres presienten la desgracia que se acerca. El general, viéndose abandonado por sus aliados y sabiendo del considerable aumento de las fuerzas del enemigo, fue llevado por sus propias conjeturas y deducciones a sospechar que hubiera sucedido algún desastre antes que a sostener la esperanza de una victoria. «¿Cómo», se preguntaba, «podrían Asdrúbal y Magón haber desplazado sin oposición sus ejércitos si no hubiesen llevado a término con éxito su propia guerra? ¿Cómo podría su hermano haber dejado de detenerles, o de seguirlos de no haber podido impedirles unirse, juntando al menos su ejército con el de su hermano?» Lleno de estas inquietudes, pensó que, de momento, el único curso seguro para él consistía en retirarse de su posición actual tanto como pudiera. Recorrió, por consiguiente, una considerable distancia en una solo noche, sin ser visto por el enemigo y, por tanto, sin ser molestado. Cuando se hizo la luz, el enemigo se dio cuenta de su partida y, enviando a los númidas por delante, empezó la persecución con la mayor rapidez de que era capaz. Los númidas llegaron a su proximidad antes del anochecer y, dando repetidas cargas sobre los flancos y la retaguardia, les obligaron a detenerse y defenderse. Escipión, sin embargo, les animaba a luchar tan bien como pudieran mientras se mantenían en movimiento, antes de que les alcanzase la infantería.

[25,36] Como, no obstante, entre el combate y la parada habían avanzado muy poco y la noche estaba a punto de caer, Escipión retiró a sus hombres del combate, los agrupó en orden cerrado y los llevó hasta cierto lugar elevado que, sin embargo, no resultaba una posición muy segura, en especial para soldados nerviosos, pero aun así algo más elevado que el terreno a su alrededor. La impedimenta y la caballería se situaron en el centro, con la infantería formada en torno a ellas; al principio no tuvieron dificultad alguna para rechazar el ataque de los númidas. Pero cuando hicieron su aparición los tres comandantes, con toda la fuerza de sus tres ejércitos regulares, resultó obvio que no iban a poder defender la posición solo por las armas y sin fortificarse. El general comenzó a examinar los alrededores y a considerar si había alguna posibilidad de rodearse de alguna clase de muro. Sin embargo, la colina estaba tan desnuda y el suelo era tan rocoso que ni había leña que cortar para construir una empalizada ni tierra para hacer un terraplén con un foso o cualquier otra fortificación. Ninguna parte era naturalmente tan empinada o cortada como para dificultar el ascenso o aproximación del enemigo; toda la superficie de la colina se elevaba en una suave pendiente. No obstante, con la intención de presentar al enemigo algo que pudiera semejar una empalizada, unieron las espuertas y los bultos que cargaban los animales, y los apilaron a su alrededor como si estuviesen construyendo un parapeto de la altura habitual; donde no había suficientes serones, lo elevaban arrojando todos los bultos y equipos encima de los huecos, como una barricada.

Cuando llegaron los ejércitos cartagineses, su columna no tuvo ninguna dificultad en coronar el cerro, pero se detuvieron en seguida a la vista de la novedosa defensa, como si se tratara de algo misterioso. Sus oficiales les gritaban por todas partes: «¿Por qué os detenéis y no derribáis y apartáis aquella parodia de empalizada, que es apenas lo bastante fuerte como para contener a mujeres y niños? ¡Tenían cautivo al enemigo, escondido detrás de su impedimenta!» Pero a pesar de las burlas y los sarcasmos de los oficiales, no resultó fácil en absoluto ni trepar por ellos ni empujar los pesados obstáculos que tenían en frente, ni abrirse paso por las fuertemente atadas espuertas que estaban cubiertas por los equipajes. Después de un tiempo considerable, lograron abrir paso por los pesados obstáculos a las tropas y, cuando hubieron logrado esto en varios lugares, el campamento fue asaltado desde todas direcciones y capturado; el pequeño grupo de defensores fue masacrado por las masas del enemigo, impotente en manos de sus vencedores. Unos pocos afortunados hallaron refugio en los bosques vecinos y escaparon hacia el campamento de Publio Escipión, donde Tiberio Fonteyo estaba al mando. Algunas tradiciones afirman que Cneo Escipión resultó muerto durante el primer ataque del enemigo contra la colina; según otras, él pudo escapar hacia una torre cercana al campamento y, como al enemigo le fue imposible romper las puertas pese a todos sus esfuerzos, encendió fuego contra ellas y tras prenderle fuego mataron así a todos los ocupantes, incluyendo al comandante. Cneo Escipión murió tras haber permanecido en Hispania ocho años, veintinueve días después de la muerte de su hermano. El dolor sentido por su muerte fue tan grande en Hispania como en Roma. La Ciudad tuvo que llorar no sólo para ellos, sino por la pérdida de sus ejércitos, la defección de la provincia y el golpe asestado a la república; en Hispania fue amargamente sentida la pérdida de los generales, sobre todo en el caso de Cneo, que había desempeñado allí el mando durante tanto tiempo; fue él, también, el primero en conseguir popularidad entre el pueblo, el primero en demostrarles lo que realmente significaban la justicia y la moderación romana.

[25.37] Con la destrucción de los ejércitos pareció que Hispania se perdería, pero un solo hombre cambió la suerte de las cosas. Había en el ejército un tal Lucio Marcio, el hijo de Septimio, un caballero romano, joven activo y enérgico cuyo carácter y capacidad eran bastante más elevados que la posición en que le había tocado nacer. Sus muchos dones naturales se habían desarrollado mediante la instrucción con Escipión, bajo quien había aprendido todas las artes de la guerra. Con los soldados fugitivos, a los que se había unido, y algunos tomados de las guarniciones en Hispania, había formado un ejército bastante respetable con el que se había unido Tiberio Fonteyo, el lugarteniente de Escipión. Después de haberse atrincherado en un campamento a este lado del Ebro, sus soldados decidieron celebrar una elección regular con el propósito de elegir un general que mandase los ejércitos unidos, relevándose en los puestos de centinela y de avanzada para que cada hombre pudiera emitir su voto. En tanto superaba el caballero romano a los demás en autoridad y respeto, que todos los soldados, unánimemente, confirieron el mando supremo a Lucio Marcio. Tras esto, dedicó todo el tiempo -que era bastante poco- a fortalecer las defensas del campamento y acopiar en él provisiones, llevando a cabo los soldados todas sus órdenes con presteza y con ánimo en absoluto deprimido. Pero cuando llegaron noticias de que Asdrúbal, el hijo de Giscón, había cruzado el Ebro y se acercaba para acabar con los restos de la guerra, y los soldados vieron la señal para la batalla dada por su general, se vinieron abajo completamente. El recuerdo de los hombres que hasta tan recientemente les habían mandado, la orgullosa confianza que siempre habían tenido en sus generales y sus ejércitos cuando iban a la batalla, les pusieron muy nerviosos; todos se echaron a llorar y se golpeaban la cabeza; algunos elevaban las manos a los cielos y acusaban a los dioses; otros yacían por los suelos e invocaban los nombres de sus antiguos jefes. Nada pudo contener estos arranques de dolor, a pesar de que los centuriones trataban de animar a sus hombres y que el mismo Marcio iba por todas partes calmándoles al tiempo que les reprochaba su conducta poco viril. «¿Por qué», les preguntaba «habéis cedido a la inacción y las lágrimas de mujer en vez de reforzaros para defenderos a vosotros mismos y a la república, y no permitir que la muerte de vuestros comandantes quede sin venganza?»

De repente se escuchó un grito y el sonido de las trompetas, pues el enemigo estaba ya cerca de la empalizada. En un instante, su pesar se tornó en furia, se lanzan sobre las armas y corren enloquecidos hacia las puertas, abalanzándose sobre el enemigo que venía con descuido y en desorden. La reacción repentina e inesperada provocó el pánico entre los cartagineses. Se preguntaban de dónde habían surgido todos aquellos enemigos después que su ejército hubiera sido aniquilado, qué daba tanta osadía y confianza a hombres que habían sido vencidos y puestos en fuga, quién se había convertido en su jefe ahora que ambos Escipiones estaban muertos, quién mandaba el campamento y quién había dado la señal para el combate. Desconcertados y sorprendidos por todas estas sorpresas completamente inesperadas, se retiraron al principio lentamente y después, conforme el ataque se hizo más intenso y más persistente, dieron la vuelta y huyeron. Se habría producido una espantosa masacre entre los fugitivos o un temerario y peligroso ataque de los perseguidores si Marcio no se hubiese apresurado a dar la señal de retirada y a contener a las excitadas tropas, colocándose él mismo frente a los más exaltados e incluso empujando a algunos de vuelta con sus manos. Luego les hizo marchar de vuelta al campamento, aún sedientos de sangre. Cuando los cartagineses vieron que nadie les perseguía, tras el primer rechazo desde la empalizada, imaginaron que los romanos habían tenido miedo de seguir más allá y regresaron a campamento displicente y pausadamente. Mostraron tanto descuido en vigilar su campamento como habían mostrado al atacar a los romanos pues, aunque su enemigo estaba cerca, lo consideraban aún solo como el resto de dos ejércitos derrotados unos días antes. Mientras se comportaban, a consecuencia de esto, negligentemente en todo, Marcio, que estaba completamente al tanto de ello, ideó el plan, a primera vista más peligroso que audaz, de ser más agresivo y atacar el campamento enemigo. Pensaba que sería más fácil asaltar el campamento de Asdrúbal mientras estaba solo que defender el suyo propio en caso de que los tres comandantes unieran sus fuerzas una vez más. Además, si tenía éxito habría hecho mucho para recuperarse de sus últimos desastres; si fracasaba, el enemigo ya no lo despreciaría, pues había sido el primero en atacar.

[25,38] Su plan parecía desesperado, teniendo en cuenta la posición en que estaba, y podía resultar fácilmente alterado por cualquier incidente imprevisto que provocase el pánico durante la noche. Para protegerse de estos peligros en la medida de lo posible, pensó que sería bueno dirigir unas palabras de aliento a sus hombres. Los convocó y les dirigió el siguiente discurso: «Mi lealtad y afecto por mis antiguos jefes, vivos y muertos, así como la situación en la que nos hallamos, haría creer a cualquiera, soldados, que este mando, aunque lo consideréis glorioso, resulta de hecho una posición de muy grave inquietud. Porque, en un momento en que apenas era dueño de mí y si al miedo no lo hubiera embotado la pena, para encontrar algún consuelo a mi angustia me vi obligado a pensar solo en vosotros, lo que resultó de lo más difícil en momentos de dolor. Incluso cuando tengo que considerar cómo puedo preservaros para mi patria, a vosotros que sois lo que quedáis de los dos ejércitos, sigue siendo para mi penoso tener que desviar mis pensamientos del un dolor que siempre me acompaña. Los amargos recuerdos me superan; los dos Escipiones me persiguen de día en mis pensamientos y de noche en mis sueños; me desvelan y me prohíben sufrir que ellos o sus soldados -vuestros propios camaradas que nunca en ocho años por estas tierras fueron derrotados- o la república queden sin venganza. Me llaman a seguir su ejemplo y actuar según los principios que ellos sentaron; como ningún otro hombre les haya obedecido más lealmente que yo mientras vivían, así ahora que se han ido me hacen pensar que lo que yo crea que resulta mejor es lo mismo que ellos hubieran hecho. Y me gustaría teneros, mis soldados, no siguiéndoles con lágrimas y lamentos como si hubieran dejado de existir, pues viven y son fuertes por la gloria de todo cuanto han hecho, sino yendo a la batalla pensando en ellos como si estuviesen aquí para animaros y daros la señal. Sin duda, no fue otra cosa sino su imagen ante vuestros propios ojos lo que provocó la memorable batalla de ayer, en la que demostrasteis a vuestro enemigo que el nombre de Roma no pereció con los Escipiones y que un pueblo cuya fortaleza y valor ni siquiera Cannas logró quebrar, se levantará por encima de los más duros golpes de la fortuna.

«Pues bien, como ayer hicisteis gala de tal osadía por vuestra propia cuenta, quiero ver ahora si vais a mostraros tan atrevidos a la orden de vuestro comandante. Cuando di ayer la señal para llamaros de vuestra fogosa persecución del enemigo en desorden, no fue por querer enfriar vuestro valor, sino para reservarlo para una mayor y más gloriosa ocasión cuando, a la mayor brevedad, dispuestos y armados, caigáis sobre el enemigo que está descuidado, desarmado y hasta adormecido. Y esperando esto, no estoy confiando solo en la casualidad, sino que tengo buenos motivos para decir lo que digo. Si alguien os preguntase cómo, siendo tan pocos, os las habéis arreglado para defender vuestro campamento contra un poderoso enemigo, cómo tras vuestra derrota fuisteis capaces de repeler de vuestra empalizada a quienes os habían vencido, podríais, estoy seguro, replicar que este era el peligro que verdaderamente temíais y que por ello fortalecisteis vuestras defensas de todas las maneras posibles y os mantuvisteis dispuestos en vuestras posiciones. Y así son generalmente las cosas; los hombres se sienten menos seguros cuando sus circunstancias no les dan motivo de temor; a lo que nos dais importancia os deja abiertos y descuidados. No hay nada que el enemigo tema menos de nosotros, a quienes han rodeado y atacado recientemente, que un ataque por nuestra parte a su campamento. Vamos a aventurarnos donde nadie podría creer que nos atreveríamos. El hecho de que se considere muy difícil lo hará mucho más fácil. Os llevaré en una marcha silenciosa en la tercera guardia nocturna. He comprobado que no tienen dispuestos apropiadamente a los centinelas y a los piquetes. Una vez se escuche nuestro grito a sus puertas, el campamento caerá al primer asalto. Luego, mientras estén aún pesados por el sueño, presas del pánico por el inesperado tumulto y sorprendidos indefensos en sus catres, se producirá entre ellos tal carnicería como la que, para vuestra decepción, os aparté ayer.

«Yo sé que el plan parece una temeridad, pero en circunstancias apretadas que dejan tan poca esperanza, las medidas audaces son siempre las más seguras. Si, llegado el momento crítico, os quedáis ligeramente atrás y no tomáis la oportunidad que pasa al vuelo, la buscaréis en vano una vez la hayáis dejado ir. Hay un ejército cerca de nosotros y otros dos no muy lejos. Si les atacamos ahora, hay alguna esperanza para nosotros; ya habéis probado vuestras fuerzas contra las suyas. Si dejamos pasar el día, y después de la salida de ayer ya no nos desprecian más, existe el peligro de que se unan todos los generales y sus ejércitos. En tal caso, ¿podremos lidiar con tres generales y tres ejércitos a los que Cneo Escipión no pudo enfrentarse cuando su ejército disponía de todas sus fuerzas? Así como nuestros generales perecieron por estar sus fuerzas divididas, así el enemigo puede ser aplastado de uno en uno. No hay otra manera de conducir esta guerra; no esperemos, pues, nada más allá de la oportunidad de la noche próxima. Id ahora, confiando en la ayuda de los dioses, comed y descansad para que, frescos y vigorosos, podáis irrumpir en el campamento enemigo con el mismo espíritu valeroso con que os defendisteis». Se mostraron encantados al escuchar este nuevo plan de su reciente general, y cuando más osado era más les gustaba. El resto del día transcurrió alistando sus armas y recobrando fuerzas, la noche la pasaron en su mayor parte descansando. En la cuarta guardia empezaron a moverse.

[25,39] Las otras fuerzas cartaginesas estaban a unas seis millas [8880 metros.-N. del T.] más allá del campamento más cercano a los romanos. Entre ellos se extendía un valle boscoso y en un terreno a medio camino, entre la arboleda, se escondió una cohorte romana con alguna caballería, adoptando formaciones púnicas. Tras haber ocupado así el camino hacia su mitad, el resto de la fuerza marchó en silencio contra el enemigo que estaba más próximo; al no haber puestos avanzados frente a las puertas ni estar montando guardia, penetraron sin oposición en el campamento, como si estuviesen entrando en el suyo propio. A continuación sonaron los toques y se lanzó el grito de guerra. Algunos dieron muerte al enemigo medio dormido, otros arrojaron teas a sus barracas techadas con paja seca, otros ocuparon las puertas para interceptar a los fugitivos. El fuego, los gritos y la carnicería, todo combinado, dejó a los enemigos casi sin sentido, impidiéndoles escucharse unos a otros para tomar las disposiciones precisas a su seguridad. Estando desarmados fueron a dar entre fuerzas de hombres armados; algunos corrieron hacia las puertas, otros, encontrando bloqueados los caminos, saltaban por encima de la empalizada donde se encontraron con la cohorte y la caballería que salió corriendo de su escondite y los mató a todos. Incluso si alguien hubiera escapado a la matanza, los romanos, tras tomar aquel campamento, se presentaron tan rápidamente en el otro que nadie habría podido llegar antes allí para anunciarles el desastre.

Cuando llegaron al segundo campamento, encontraron abandono y desorden por doquier; en parte debido a la gran distancia que lo separaba de ellos, y en parte porque algunos de los defensores se habían dispersado en busca de forraje, madera y botín. De hecho, en los puestos avanzados las armas estaban apiladas; los soldados, desarmados, estaban sentados y recostados en el suelo, caminando arriba y abajo delante de las puertas y la muralla. En este estado de ocioso desorden fueron atacados por los romanos, que estaban acalorados por su reciente combate y enardecidos por la victoria. Resultó imposible conservar las puertas contra ellos y, una vez pasadas las puertas, comenzó una lucha desesperada. A la primera alerta se produjo una avalancha desde todas partes del campamento, y habría sido una lucha larga y obstinada si los cartagineses, al ver en los escudos manchados de sangre de los romanos signos claros del combate anterior, no se hubieran llenado de terror y desánimo. Todos se volvieron y huyeron allí donde podían encontrar una puerta abierta por la que escapar; y todos, excepto aquellos que ya habían resultado muertos, fueron expulsados ​​del campamento. Así, en una noche y un día, bajo el mando de Lucio Marcio, fueron capturados dos de los campamentos enemigos. Según Claudio, quien tradujo los anales de Acilio del griego al latín, murieron tantos como treinta y siete mil enemigos, fueron hechos prisioneros mil ochocientos treinta y además tomaron una inmensa cantidad de botín. Este último incluyó un escudo de plata de ciento treinta y siete libras de peso [44,799 kilos.-N. del T.] con la imagen de Asdrúbal Barca. Valerio Antias cuenta que sólo fue tomado el campamento de Magón, donde el enemigo tuvo siete mil muertos; en la otra batalla, cuando los romanos efectuaron una salida y combatieron contra Asdrúbal, murieron diez mil e hicieron prisioneros a cuatro mil trescientos ochenta. Pisón dice que murieron cinco mil hombres cuando Magón fue emboscado al perseguir imprudentemente a nuestros hombres. Todos estos autores se centran en la grandeza de Marcia, y exageran la gloria que realmente ganó al describir un incidente sobrenatural. Cuentan que, mientras se dirigía a sus tropas, una llama salió de su cabeza, sin que él se diera cuenta, con gran espanto de los soldados que lo rodeaban. También se afirma que hubo en el templo del Capitolio [el de Júpiter.-N. del T.], antes de que se quemara, un escudo llamado «el Marcio», con una imagen de Asdrúbal, como recuerdo de su victoria. Durante algún tiempo después de esto, las cosas estuvieron tranquilas en Hispania, pues ninguno de los bandos, tras las derrotas sufridas, tenía ganas de arriesgarse a una acción decisiva.

[25.40] Mientras ocurrían estas cosas en Hispania, Marcelo, tras la captura de Siracusa, puso orden en los asuntos de Sicilia con tanta justicia e integridad para aumentar no solo su propia fama, sino también la grandeza y dignidad de Roma. Trasladó a Roma los ornamentos de la ciudad, las estatuas y las imágenes que en Siracusa abundaban; se trataba, en verdad, de despojos tomados al enemigo y adquiridos según las leyes de la guerra, pero aquel fue el comienzo de nuestra admiración por las obras de arte griegas, que han conducido al actual e imprudente expolio de toda clase de tesoros, sagrados y profanos por igual. Esto se ha vuelto finalmente en contra de los dioses de Roma, y sobre todo contra el templo que Marcelo tan espléndidamente adornó. Pues los santuarios próximos a la puerta Capena, que Marcelo dedicó, solían ser visitados por forasteros a causa de las bellas obras de toda clase, de las que hoy quedan muy pocas. Mientras Marcelo estaba arreglando los asuntos de Sicilia, recibió delegaciones de casi todas las comunidades de la isla. El tratamiento que recibieron varió según sus circunstancias. Los que no se habían sublevado, o habían vuelto a nuestra amistad antes de la captura de Siracusa, recibieron la bienvenida y honrados como fieles aliados; los que después de su captura se habían rendido por miedo, tuvieron que aceptar los términos que el vencedor impone al vencido. Los romanos, sin embargo, tenían aún entre manos considerables restos de la guerra alrededor de Agrigento. Aún quedaban en campaña los generales Epícides y Hanón, que habían desempeñado el mando en la última guerra, y un nuevo general que había sido enviado por Aníbal para sustituir a Hipócrates, un hipacritano [de la actual Bizerta, la antigua Hipo Diarrito, al norte de Túnez.-N. del T.] de origen libio-fenicio al que sus compatriotas llamaban Mutines, hombre enérgico y emprendedor que había tenido un intenso entrenamiento militar bajo aquel maestro de la guerra, Aníbal. Epícides y Hanón le proporcionaron una fuerza de númidas, y con aquellos jinetes cometió tan extensas rapiñas en los campos de los que le eran hostiles, y se mostró tan activo al proteger a sus leales amigos llevándoles ayuda en el momento preciso, que en poco tiempo toda Sicilia había oído hablar de él y no hubo nadie entre los partidarios de Cartago que no esperase grandes cosas de él.

Hasta aquel momento, Epícides y Hanón se habían visto obligados a mantenerse dentro de las fortificaciones de Agrigento; ahora, sin embargo, tanto por la confianza que sentían como cumpliendo los consejos de Mutines, se aventuraron al exterior y fijaron su campamento en el Himera. Tan pronto se informó de esto a Marcelo, se movió rápidamente y acampó a unas cuatro millas del enemigo [5920 metros.-N. del T.], con la intención de esperar cualquier acción que pudiera ejecutar. Sin embargo, no se le permitió un instante para deliberar o considerar; Mutines cruzó el río y cargó contra sus puestos avanzados, provocando gran terror y confusión. Al día siguiente se produjo casi una batalla campal y expulsó a los romanos dentro de sus líneas. Luego fue requerido por la noticia de un motín que había estallado entre los númidas en el campamento de Hanón. Casi trescientos de ellos se habían marchado a Heraclea Minoa. Cuando dejó el campo para tratar de razonar con ellos y hacerles volver, se dice que aconsejó encarecidamente a los otros generales que no se enfrentaran al enemigo en su ausencia. Ambos se resintieron por esto; muy especialmente Hanón, que durante mucho tiempo había estado celoso de la reputación de Mutines. «¿Va Mutines», exclamó, «a darme órdenes; un africano de baja cuna va a dar órdenes a un general cartaginés comisionado por el Senado y el pueblo?» Epícides quería esperar, pero lo convenció de que debían cruzar el río y presentar batalla pues, arguyó, si esperaban a Mutines y luego libraban un combate victorioso, él se llevaría sin duda todo el crédito por ello.

[25,41] Marcelo estaba, por supuesto, sumamente indignado por la idea de que él, el hombre que había apartado de Nola al Aníbal henchido por su victoria en Cannas, hubiera cedido ante enemigos a los que ya había antes derrotado por tierra y mar, ordenó a sus hombres que dispusieran sus armas y marchasen de inmediato en orden de combate. Mientras formaba sus líneas, diez númidas del ejército contrario galoparon hasta él a galope tendido con el anuncio de que sus compatriotas no tomarían parte en la lucha; en primer lugar porque simpatizaban con los trescientos amotinados que se habían marchado a Heraclea, y después porque veían que su jefe había sido apartado de la batalla por los generales que deseaban poner una nube sobre su reputación. Aunque aquella nación por lo general es artera, mantuvieron su promesa en aquella ocasión. La noticia de que la caballería a la que tanto temían había dejado al enemigo en la estacada, voló rápidamente entre las filas y su valor creció en consecuencia. El enemigo, en cambio, estaban en un gran estado de alarma, pues no solo estaba perdiendo el apoyo de su arma más fuerte, sino que existía la posibilidad de ser atacados por su propia caballería. Así que no duró mucho la contienda, pues la acción se decidió al primer grito de guerra y la primera carga. Cuando las líneas opuestas se encontraron, los númidas permanecieron quietos en las alas; al ver que su propio bando daba la vuelta, se les unieron en su huida durante una corta distancia pero al ver que se dirigían a toda prisa hacia Agrigento, se dispersaron por todas las ciudades próximas por miedo a tener que soportar un asedio. Varios miles de hombres fuero muertos y se capturaron ocho elefantes. Esta fue la última batalla que libró Marcelo en Sicilia. Después de su victoria volvió a Siracusa. Como el año estaba a punto de terminar, el Senado decretó que el pretor Publio Cornelio debía enviar instrucciones a los cónsules en Capua para que uno de ellos, si lo aprobaban, viniera a Roma para nombrar los nuevos magistrados mientras Aníbal estaba lejos y no se mantenían operaciones muy críticas en Capua. Después de recibir el despacho, los cónsules llegaron al mutuo acuerdo de que Claudio celebraría las elecciones y Fulvio permanecería en Capua. Los nuevos cónsules fueron Cneo Fulvio Centimalo y Publio Sulpicio Galba, el hijo de Servio, un hombre que nunca antes había desempeñado una magistratura curul -211 a.C.-. Siguió la elección de los pretores y fueron elegidos Lucio Cornelio Léntulo, Marco Cornelio Cétego, Cayo Sulpicio y Cayo Calpurnio Pisón. Pisón se hizo cargo de la pretura urbana, Sicilia fue asignada a Sulpicio, Apulia a Cétego y Cerdeña a Léntulo. Los cónsules vieron sus mandos prorrogados por otro año.