Tito Livio, La historia de Roma – Libro XXVI (Ab Urbe Condita)

Tito Livio, La historia de Roma - Libro vigesimosexto: El destino de Capua. (Ab Urbe Condita).

La historia de Roma

Tito Livio

Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.

La historia de Roma

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Libro vigesimosexto

El destino de Capua.

[26.1] -211 a.C.- Los nuevos cónsules, Cneo Fulvio Centimalo y Publio Sulpicio Galba, entraron en funciones el 15 de marzo y de inmediato convocaron una reunión del Senado en el Capitolio para discutir cuestiones de Estado, la conducción de la guerra y la distribución de las provincias y los ejércitos. Los cónsules salientes, Quinto Fulvio y Apio Claudio, conservaron sus mandos y se les ordenó proseguir el asedio de Capua sin descanso hasta haberse efectuado su captura. La recuperación de esta ciudad constituía ahora la principal preocupación de los romanos. Lo que les decidió fue no solo el amargo resentimiento que había provocado su deserción, sentimiento que nunca había estado más justificado en el caso de cualquier otra ciudad, sino también la certeza que tenían de que como al rebelarse habían arrastrado a muchas comunidades con ella, por su grandeza y fortaleza, así su recaptura provocaría entre dichas comunidades cierto sentimiento de respeto por la potencia cuya soberanía habían reconocido anteriormente. Los pretores del año pasado, Marco Junio en Etruria y Publio Sempronio en la Galia, vieron prorrogados sus mandos y mantuvieron ambos las dos legiones que tenían. Marco Marcelo iba a seguir como procónsul y terminar la guerra en Sicilia con el ejército que tenía. Si necesitaba refuerzos, los tomaría de las fuerzas que Publio Cornelio mandaba en Sicilia, pero no de aquellas a las que el Senado había prohibido regresar a casa o tener permiso antes del final de la guerra. La provincia de Sicilia fue asignada a Cayo Sulpicio, que iba a hacerse cargo de las dos legiones que estaban bajo Publio Cornelio; cualquier refuerzo que precisara le sería proporcionado por el ejército de Cneo Fulvio, que había resultado tan vergonzosamente derrotado y destrozado el pasado año en Apulia. Los propios soldados, que también habían caído en desgracia, fueron situados en las mismas condiciones, en cuanto a la duración del servicio, que los supervivientes de Cannas. Como marca adicional de ignominia, a los hombres de ambos ejércitos se les prohibió invernar en ciudades o construir cuarteles de invierno para ellos a menos de diez millas de cualquier ciudad [14800 metros; al aumentar la distancia a las ciudades, que eran puntos de aprovisionamiento, se les obligaba a prescindir de todo lujo y dedicar sus medios de transporte al flujo constante preciso para abastecerse de lo imprescindible: comida, agua, leña y ropa.-N. del T.]. Las dos legiones que Quinto Mucio había mandado en Cerdeña fueron entregadas a Lucio Cornelio, y cualquier fuerza adicional que pudiera necesitar debería ser alistada por los cónsules. Tito Otacilio y Marco Valerio recibieron la orden de patrullar frente a las costas de Sicilia y Grecia, respectivamente, con las flotas y soldados que ya mandaban. El primero tenía un centenar de barcos, con dos legiones a bordo, y el último disponía de cincuenta buques y una legión. La fuerza total de los ejércitos romanos en campaña, por tierra y mar, sumaron aquel año veinticinco legiones [dependiendo del grado de alistamiento, podríamos estar hablando de unos 87.500 hombres, para legiones de a 3.500, a unos 125.000 hombres para legiones de a 5.000.-N. del T.].

Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.

[26.2] A principios de año se entregó en el Senado una carta de Lucio Marcio. Todos los senadores apreciaron sus magníficas hazañas, pero una buena parte de ellos estaban indignados por el título honorífico que había asumido. El sobrescrito de la carta rezaba: «El propretor al Senado», aunque el imperivm no le había sido conferido por mandato del pueblo ni con la sanción del Senado [hacemos una excepción en este caso, dejando sin traducir la palabra imperivm, para que el lector pueda apreciar la dificultad de una traducción exacta, toda vez que el mando militar de un ejército, fuese bajo el título de cónsul o de pretor, implicaba para un romano la obligatoriedad de ciertas ceremonias religiosas y políticas sin las que aquel mando constituía, incluso, un sacrilegio.-N. del T.]. Se había sentado un mal precedente, decían, al haber sido elegido un comandante por su ejército, dejando al capricho de los soldados y trasladando a los campamentos y provincias, lejos de los magistrados y las leyes, el solemne proceso de las elecciones tras haber tomado apropiadamente los auspicios. Algunos pensaban que el Senado debía encargarse del asunto, pero se pensó que lo mejor sería aplazar su toma en consideración hasta que los jinetes que habían traído la carta hubieran abandonado la Ciudad. En cuanto a la comida y vestuario del ejército, ordenaron que se enviase una respuesta en el sentido de que ambas cuestiones serían atendidas por el Senado. Se negaron, sin embargo, a permitir que la respuesta se dirigiera «Al propretor Lucio Marcio», para que no pareciese que la cuestión que estaba por debatir había sido ya prejuzgada. Después de haber despedido a los mensajeros, los cónsules dieron prioridad a este asunto sobre cualquier otro y se acordó por unanimidad que los tribunos deberían consultar a la plebe, tan pronto como fuera posible, sobre quién deseaban que fuese enviado a Hispania con el mando [imperivm en el original latino.-N. del T.], como comandante en jefe para hacerse cargo del ejército que había mandado Cneo Escipión. Los tribunos se comprometieron a hacerlo y se dio cumplido anuncio de la cuestión a la Asamblea. Sin embargo, los ciudadanos estaban preocupados por una controversia de naturaleza muy diferente. Cayo Sempronio Bleso había fijado un día para enjuiciar a Cneo Fulvio por la pérdida de su ejército en Apulia, y lanzó un acerbo ataque contra él ante la Asamblea. «Muchos comandantes», dijo, «por imprudencia e inexperiencia han llevado sus ejércitos a las situaciones más peligrosas, pero Cneo Fulvio es el único que ha desmoralizado a su ejército con toda clase de vicios antes de traicionarlo. Se puede decir con total veracidad que habían sido destruidos antes de ver al enemigo; deben su derrota a su propio jefe, no a Aníbal.

«Ahora ningún hombre, cuando fuese a votar, podría saber a qué clase de hombre se le confiaba el mando supremo del ejército. Pensad en la diferencia entre Tiberio Sempronio y Cneo Fulvio. A Tiberio Sempronio se le había dado un ejército de esclavos; pero en poco tiempo, gracias a la disciplina que mantuvo y al sabio empleo de su autoridad, no hubo un solo hombre entre ellos que cuando él estaba en el campo de batalla dedicase un solo pensamiento a su nacimiento o condición. Esos hombres fueron el resguardo de nuestros aliados y el terror de nuestros enemigos. Ellos arrancaron, de las mismísimas fauces de Aníbal, ciudades como Benevento y Cumas, y las devolvieron a Roma. Cneo Fulvio, por otro lado, tenía un ejército de ciudadanos romanos, nacidos de padres respetables y educados como hombres libres; él los infectó con los vicios de los esclavos y los convirtió de tal manera que se mostraron insolentes y levantiscos entre nuestros aliados y débiles y cobardes frente al enemigo; no podían soportar el grito de guerra de los cartagineses y, mucho menos, su carga. ¡Por Hércules! No es de extrañar que los soldados cedieran terreno, cuando su comandante fue el primero en salir corriendo; lo sorprendente es que alguno se mantuviera firme y cayera, y que no todos acompañaran a Cneo Fulvio en su aterrorizada huida. Cayo Flaminio, Lucio Paulo, Lucio Postumio y los dos Escipiones, Cneo y Publio, todos escogieron caer en combate, antes que desertar de sus ejércitos, cuando se vieron rodeados por el enemigo. Cneo Fulvio regresó a Roma como único y solitario heraldo de la aniquilación de su ejército. Después de que el ejército hubiera huido del campo de batalla de Cannas, fue deportado a Sicilia para no volver hasta que el enemigo haya abandonado Italia, y un decreto similar se ha aprobado recientemente en el caso de las legiones de Fulvio. Sin embargo, por vergonzoso de contar que resulte, el propio comandante quedó impune tras su huida de una batalla librada por su propia y obstinada necedad; él es libre de pasar el resto de su vida donde transcurrió su juventud -en tugurios y prostíbulos- mientras sus soldados, cuya única falta es haber imitado a su jefe, han sido prácticamente enviados al exilio y tienen que someterse a un servicio deshonroso. ¡Tan desiguales son las libertades que disfrutadas en Roma por los ricos y los pobres, los hombres de rango y los hombres del pueblo!»

[26.3] En su defensa, Fulvio cargó toda la culpa sobre sus hombres. Ellos clamaban, dijo, ir a la batalla, y él los llevó, no enseguida, pues era al final del día, sino a la mañana siguiente. A pesar de que formaron en terrero favorable, desde el primer momento se mostraron aterrorizados, fuera por el nombre del enemigo o porque la reciedumbre de su ataque les sobrepasara. Mientras todos huían en desorden, él se vio arrastrado por la obcecación, como Varrón en Cannas y como muchos otros jefes. ¿De qué le habría servido a la república quedándose allí solo? A menos que, en verdad, con su muerte se hubieran evitado otros desastres nacionales. Su fracaso no se debió a la falta de suministros, o a situarse en una posición o terreno desfavorables; no le habían emboscado por no haber ejecutado un reconocimiento insuficiente; había sido batido en un combate justo en campo abierto. Los ánimos de los hombres, dondequiera que estuviesen, quedaban fuera de su control, la disposición natural de un hombre lo hace valiente o cobarde. Los discursos del acusador y del acusado duraron dos días y al tercero se presentaron los testigos. Además del resto de graves acusaciones en su contra, muchos hombres declararon bajo juramento que el pánico y la huida empezaron por el pretor, y que cuando los soldados se vieron abandonados a sí mismos y pensaron que su general tenía buenos motivos para temer, ellos también dieron la espalda y huyeron. El acusador, en primera instancia, solicitó una multa, pero las evidencias presentadas habían levantado las iras del pueblo hasta tal punto que insistía en exigir la condena a la pena capital. Esto llevó a un nuevo conflicto. Como durante los primeros dos días el acusador había limitado la pena a una multa, y solo al tercero se pidió la pena capital, el acusado apeló a los otros tribunos, pero estos rehusaron interferir con su colega, y no le impedirían que reclamara la sentencia que estableciesen las costumbres de los antepasados, siempre que sometiera al acusado a juicio de pena capital o de multa, basándose en la ley escrita o en los precedentes. Ante esto, Sempronio anunció que acusaría a Cayo Fulvio del cargo de traición y solicitó a Cayo Calpurnio, el pretor urbano, que fijase día para convocar a la Asamblea. A continuación, el acusado intentó otro modo de librarse. Su hermano Quinto gozaba por entonces de la alta estima del pueblo, debido a sus anteriores victorias y al la convicción general de que pronto tomaría Capua, y el acusado esperaba que pudiera estar presente en su juicio. Quinto escribió al Senado para que le dieran su autorización, apelando a su compasión y pidiendo que se le permitiera defender la vida de su hermano, pero respondieron que iría contra los intereses del Estado que abandonase Capua. Justo antes del día del juicio, Cneo Fulvio se marchó al exilio en Tarquinia. El pueblo confirmó mediante un decreto su estatus legal como exiliado, con todas las consecuencias que implicaba [este procedimiento era legal, siempre que el acusado se exiliara antes de que el pretor emitiera sentencia, y solía ser aprobado por el pueblo como exilivm ivstvm.-N. del T.].

[26,4] Mientras tanto, toda la intensidad de la guerra se dirigió contra Capua. El bloqueo estaba resultando más eficaz que el asalto directo; el pueblo común y los esclavos no podían soportar el hambre ni enviar mensajeros a Aníbal, a causa de la estrecha vigilancia que se mantenía. Por fin, se encontró un númida que se comprometió a abrirse paso con los despachos, consiguiéndolo. Escapó por la noche a través de las líneas romanas, y esto animó a los campanos a tratar de efectuar salidas en todas direcciones mientras aún les quedaban fuerzas. Tuvieron lugar varios combates de caballería en los que, por lo general, tuvieron la ventaja aunque su infantería sufrió la peor parte. La alegría que sintieron los romanos por las victorias de su infantería quedó considerablemente amortiguada al verse batida su otra arma por un enemigo al que habían asediado y casi conquistado. Al final, idearon un ingenioso plan mediante el que compensar su inferioridad en la caballería. Escogieron de entre todas las legiones a jóvenes excepcionalmente veloces y ágiles, y los equiparon con parmas [escudos más pequeños que el scutum del infante, y por esta época redondos, empleados por la caballería.-N. del T.] algo más cortas que las empleadas por la caballería. A cada uno se le proporcionaron siete jabalinas, de cuatro pies de largo [1,184 metros.-N. del T.] y con puntas de hierro similares a las de los dardos de los vélites [tropas ligeras, compuestas por soldados con escasos recursos económicos y, por lo tanto, con equipamiento ligero.-N. del T.]. Cada jinete montó con él a uno de estos sobre su caballo y los enseñaron a montar detrás y saltar rápidamente a una señal dada. En cuanto su entrenamiento diario les dio la suficiente confianza, la caballería avanzó contra los campanos, que habían formado en el terreno llano entre el campamento romano y las murallas de la ciudad. Tan pronto los tuvieron dentro de su alcance, se dio la señal y los vélites saltaron al suelo. La línea de infantería así formada lanzó un repentino ataque contra la caballería campana; voló lluvia tras lluvia de jabalinas contra hombres y caballos a lo largo de toda la línea. Un gran número resultó herido, y la nueva e inesperada forma de ataque provocó un pánico general. Al ver que el enemigo confuso, la caballería romana cargó y en su avance los expulsaron hasta sus puertas con grandes pérdidas. A partir de ese momento los romanos fueron superiores también en caballería. Los vélites se incorporaron posteriormente a las legiones. Se dice que este plan de combinar infantería y caballería en una sola fuerza fue idea de uno de los centuriones, Quinto Navio, y que este recibió por ello una distinción especial de su comandante.

[26,5] Tal era el estado de cosas en Capua. Durante este tiempo, Aníbal se debatía entre dos cosas: apoderarse de la ciudadela de Tarento o mantener Capua en su poder. Se decidió por Capua, pues vio que era la plaza hacia la que se dirigían todas las miradas, amigas y enemigas, y su destino se mostraría determinante, en un sentido u otro, sobre las consecuencias de desertar de Roma. Por lo tanto, dejando su impedimenta y tropas pesadas en el Brucio, marchó rápidamente hacia la Campania con una fuerza de caballería e infantería, escogidas por su capacidad para marchar con paso ligero. Siendo como era veloz su avance, sin embargo, le siguieron treinta y tres elefantes. Fijó su posición en un valle aislado detrás del monte Tifata, que estaba próximo a Capua. En su marcha se apoderó del castillo de Calatia [a unos 9 km al sureste de Capua, donde hoy se alza la iglesia de San Giacomo alle Galazze.-N. del T.]. Luego dirigió su atención a los sitiadores de Capua y envió un mensaje a la ciudad diciéndoles a qué hora tenía la intención de atacar las líneas romanas, para que pudieran estar dispuestos a efectuar una salida y descargar toda su fuerza por todas sus puertas. Se produjo un enorme pavor, pues mientras Aníbal lanzaba su asalto por un lado, todas las fuerzas de Capua, montadas y a pie, apoyadas por la guarnición púnica al mando de Bostar y Hanón, hacían una vigorosa salida por la otra. Consciente de su crítica posición y del peligro de dejar desprotegida una parte de sus líneas al concentrar su defensa en una sola dirección, los romanos dividieron sus fuerzas; Apio Claudio enfrentó a los campanos y Fulvio a Aníbal; el propretor Cayo Nerón, con la caballería de seis legiones, mantuvo la carretera a Arienzo y Cayo Fulvio Flaco, con la caballería de los aliados, tomó posiciones en la región del río Volturno. No hubo solo el habitual griterío y alboroto al comenzar la batalla; el ruido de los caballos, los hombres y las armas se incrementó por el de la población no combatiente de Capua. Se agolpaban en las murallas, y haciendo chocar vasijas de bronce, como hace el pueblo en la oscuridad de la noche cuando se produce un eclipse de Luna, produjeron tan terrible ruido que llegaron incluso a distraer la atención de los combatientes.

Apio no tuvo ninguna dificultad en expulsar a los campanos de sus trincheras, pero Fulvio, por el otro lado, tuvo que enfrentar un ataque mucho más pesado de Aníbal y sus cartagineses. Aquí, la sexta legión cedió terreno y una cohorte de hispanos con tres elefantes logró llegar hasta la empalizada. Ellos habían penetrado la línea romana, y al mismo tiempo que veían su oportunidad de irrumpir se dieron cuenta del peligro de quedar aislados de sus apoyos. Cuando Fulvio contempló el desorden de la legión y el peligro que amenazaba el campamento, llamó a Quinto Navio y a otros centuriones principales para que cargasen contra la cohorte enemiga que combatía justo para la empalizada. «Es el momento más crítico», les dijo, «o dejan seguir al enemigo, en cuyo caso irrumpirán en el campamento con menos dificultad de la que han tenido para romper las líneas compactas de la legión, o lo rechazan mientras están aún bajo la empalizada. No será un combate duro; solo son unos pocos y están aislados de sus apoyos; y el mismo hecho de que se haya roto la línea romana será una ventaja si ambos grupos cierran sobre los flancos del enemigo, que quedará entonces cercado y expuesto a un doble ataque». Al oír esto, Navio le quitó el estandarte del segundo manípulo de asteros al signífero y avanzó con él contra el enemigo, amenazando al mismo tiempo con lanzarlo en medio de ellos si sus hombres no se apresuraban a seguirlo y tomar parte en los combates. Era Navio un hombre alto y su armadura le añadía vistosidad, y al levantar en alto el estandarte atrajo todas las miradas. Pero cuando estuvo cerca de los hispanos, estos lanzaron sus dardos contra él desde todas direcciones, concentrando la totalidad de la línea su atención en aquel hombre. No obstante, ni el número de enemigos, ni la fuerza de sus proyectiles fueron capaces de detener el ímpetu de este hombre.

[26,6] El general Marco Atilio llevó entonces contra la cohorte hispana el estandarte del primer manípulo de príncipes de la sexta legión; Lucio Porcio Licinio y Tito Popilio, que estaban al mando del campamento, mantenían una lucha feroz en la parte frontal de la empalizada y dieron muerte a algunos de los elefantes mientras la atravesaban. Sus cuerpos rodaron en el foso y lo llenaron, haciendo de puente para que pasara el enemigo y comenzando una terrible carnicería sobre los postrados elefantes. Al otro lado del campamento, los campanos y la guarnición púnica habían sido rechazados, trasladándose la lucha hasta la puerta de la ciudad que llevaba al Volturno. Los esfuerzos de los romanos para romperlas se vieron frustrados, no tanto por las armas de los defensores como por las ballestas y escorpiones que se habían montado sobre la puerta y que mantenían a distancia a los asaltantes con los proyectiles que lanzaban [las ballestas, originalmente, lanzaban piedras, aunque después empezaron a lanzar también dardos; los escorpiones, más pequeños, lanzaban grandes virotes.-N. del T.]. Les dio nuevo ímpetu la herida recibida por el comandante Apio Claudio; este fue alcanzado por un dardo en el pecho, a la altura del hombro izquierdo, mientras galopaba a lo largo del frente animando a sus hombres. No obstante, una gran parte de los enemigos murieron en el exterior de la puerta; el resto fue obligado a huir precipitadamente hacia la ciudad. Cuando Aníbal vio la destrucción de la cohorte hispana y la energía con que los romanos defendían sus líneas, cesó en el ataque y retiró los estandartes. La columna de infantes en retroceso fue seguida por la caballería, que debía proteger la retaguardia en caso de que el enemigo acosara su retirada. Las legiones ardían por perseguirlos, pero Flaco ordenó que se tocara a «retirada», pues consideró que ya había obtenido lo suficiente logrando que tanto los campanos como el propio Aníbal se dieran cuenta de qué poco podían hacer en defensa de la ciudad.

Algunos autores que describen esta batalla dicen que ese día murieron ocho mil de los hombres de Aníbal y tres mil campanos, y que se capturaron quince estandartes a los cartagineses y dieciocho a los campanos. Encuentro en otros relatos que el incidente no resultó tan grave, hubo más excitación y confusión que auténtica lucha. Según estos autores, los númidas e hispanos irrumpieron inesperadamente en las líneas romanas con los elefantes, y que estos animales, al trotar por todo el campamento, destrozaron las tiendas y produjeron una terrible confusión y pánico, mientras los jumentos rompían sus ataduras y escapaban. Para aumentar la confusión, Aníbal envió a algunos hombres que sabían hablar latín, haciéndose pasar por italianos, para que dijeran a los defensores en nombre del cónsul que, ya que el campamento se había perdido, cada hombre debía hacer lo que pudiera para escapar a las montañas cercanas. El engaño, sin embargo, fue prontamente detectado y frustrado con grandes pérdidas para el enemigo, siendo los elefantes expulsados del campamento con teas ardientes. En cualquier caso, comoquiera que empezase o terminase, esta fue la última batalla que se libró antes de que Capua se rindiera. El «medix tuticus» de aquel año, el magistrado supremo de Capua, resultó ser Sepio Lesio, hombre de humilde cuna y modesta fortuna. La historia cuenta que, debido a un portento sucedido en casa de su madre, esta consultó a un adivino en nombre del niño, y este le dijo que su hijo llegaría un día a la posición de máxima autoridad en Capua. Como ella no sabía de nada que pudiera justificar tales expectativas, le respondió: «Lo que realmente estás describiendo es una situación desesperada en Capua, al decir que tal honor alcanzará a mi hijo». Su respuesta jocosa a lo que era una predicción auténtica se convirtió en realidad, pues fue solo cuando el hambre y la espada los presionaban duramente y estaban perdiendo la esperanza de seguir resistiendo cuando Lesio aceptó el cargo. Él fue el último campano en ostentarlo, y solo lo hizo tras protestar; Capua, declaró, estaba abandonada y traicionada por sus principales ciudadanos.

[26.7] Al ver que no podía arrastrar a su enemigo a una batalla campal y que resultaba imposible romper sus líneas y liberar Capua, Aníbal decidió abandonar su intento y marcharse del lugar, pues temía que los nuevos cónsules cortasen su vía de aprovisionamiento. Estaba inquieto, dando vueltas en su mente a la cuestión de lo que haría luego, cuando se le ocurrió la idea de marchar sobre Roma, la cabeza y guía espiritual de toda la guerra. Esto había estado siempre en su corazón y sus hombres siempre le acusaban de haber dejado pasar la ocasión inmediatamente después de la batalla de Cannas; el mismo admitió que había cometido un error al no hacerlo. No dejaba de tener esperanza de apoderarse de alguna parte de la Ciudad, en la confusión producida por su inesperada aparición; y si Roma estaba en peligro, esperaba que ambos cónsules, o al menos uno de ellos, abandonaría en seguida su presión sobre Capua. Luego, al quedar debilitados por la división de sus fuerzas, le darían a él o a los campanos la oportunidad de librar una acción victoriosa. Una cosa le tenía inquieto: la posibilidad de que los campanos se entregaran en cuanto él se hubiera retirado. Había entre sus hombres un númida que estaba dispuesto a enfrentar cualquier empresa desesperada; convenció a este hombre, mediante la oferta de una recompensa, a llevar una carta, pasando las líneas romanas como si fuera un desertor, y luego seguir hasta el otro lado y entrar en Capua. La redactó en términos muy alentadores, resaltando que su marcha sería el medio por el que los salvaría, pues separaría a los generales romanos de su ataque contra Capua para defender a Roma. No debían abatirse, unos pocos días de paciencia romperían el cerco. Luego ordenó que se capturasen los barcos que estaban en el Volturno y se llevasen hasta un castillo que había construido con anterioridad para asegurar el paso del río. Se le informó que había un número suficiente de ellos como para poder hacer cruzar a todo su ejército en una sola noche. Se suministraron a los hombres raciones para diez días; marcharon hasta el río y todas sus legiones estaban al otro lado antes del alba.

[26,8] Fulvio Flaco fue informado por desertores de este proyecto, antes de que fuera puesto en ejecución, y de inmediato lo puso en conocimiento del Senado. La noticia fue recibida con diversos sentimientos según los distintos temperamentos de cada cual. Naturalmente, ante una crisis así, al instante se convocó una reunión del Senado. Publio Cornelio, llamado Asina, estaba a favor de llamar a todos los generales y a sus ejércitos, de todas partes de Italia, para defender la Ciudad, independientemente de Capua o cualquier otro objeto que se tuviera en mente. Fabio Máximo consideraba que sería una desgracia aflojar su control sobre Capua y permitir que Aníbal les atemorizase, dando vueltas ante sus disposiciones y amenazas. «¿Creéis», preguntó a los senadores, «que el hombre que no se atrevió a acercarse a la Ciudad después de su victoria en Cannas, espera realmente capturarla ahora que ha sido expulsado de Capua? Su objetivo al venir aquí no es atacar a Roma, sino a levantar el sitio de Capua. El ejército que se encuentra actualmente en la Ciudad será suficiente para nuestra defensa, pues contará con la ayuda de Júpiter y los otros dioses que han sido testigos de la violación por Aníbal de los acuerdos del tratado». Publio Valerio Flaco abogó por una solución intermedia, que fue la aprobada en última instancia. Recomendó que se enviara un despacho a los generales al mando en Capua, indicándoles cuál era el poderío defensivo de la Ciudad. Ellos mismos sabrían qué tropas estaba conduciendo Aníbal y cuán grande debía ser el ejército que había de mantener el sitio de Capua. Si uno de los generales al mando podía ser enviado con una parte del ejército a Roma, sin interferir con la conducción efectiva del asedio por el otro general, Claudio y Fulvio deberían acordar cuál de ellos seguiría con el asedio y cuál iría a Roma para evitar el asedio de su propia ciudad. Cuando llegó a Capua esta decisión del Senado, el procónsul Quinto Fulvio, cuyo colega se había visto obligado a partir para Roma a causa de su herida, selecciona una fuerza de entre los tres ejércitos y cruzó el Volturno con quince mil infantes y mil de caballería. Cuando hubo verificado que Aníbal marchaba por la Vía Latina, envió hombres en avanzada a través de las poblaciones situadas sobre la Vía Apia y a algunas otras cercanas a ella, como Sezze, Cori y Patrica [las antiguas Setia, Cora y Lavinia.-N. del T.], para alertar a los habitantes de que tuviesen dispuestos y almacenados suministros en sus ciudades para llevarlos desde los campos de alrededor hasta la línea de marcha. Además, debían reunir las guarniciones en las ciudades para defender sus hogares y que cada municipio cuidara de su propia defensa.

[26,9] Después de cruzar el Volturno, Aníbal fijó su campamento a corta distancia del río y al día siguiente marchó, pasando Calvi Risorta [la antigua Cales.-N. del T.], hasta territorio sidicino. Dedicó una jornada a devastar la comarca y luego siguió a lo largo de la Vía Latina, atravesando los territorios de Arienzo, Allife y Casino, hasta las murallas de este último lugar. Allí permaneció acampado durante dos días y devastó toda la campiña en derredor. Desde allí marchó, dejando atrás Pignarato Interamna y Aquino, hasta el río Liri, en territorio de Fregellas. Aquí se encontró con que el puente había sido destruido por el pueblo de Fregellas con el fin de retrasar su avance. Fulvio también se había retrasado en el Volturno, debido a que Aníbal había quemado sus naves y, debido a la falta de madera, tuvo muchas dificultades en procurarse balsas para transportar sus tropas. Sin embargo, una vez hubo cruzado, el resto de su marcha fue continua al encontrar un amplio suministro de provisiones esperándole en cada ciudad a la que llegaba, colocado además a los lados de la carretera de cada lugar. También sus hombres, en su afán, se animaban unos a otros para marchar más rápidamente, pues iban a defender sus hogares. Un mensajero, que había viajado desde Fregellas un día y una noche sin parar, provocó gran alarma en Roma, y la excitación fue aumentada por las gentes que corrían por la Ciudad exagerando las noticias que aquel había traído. El grito de lamento de las matronas se escuchaba por todas partes, no sólo en casas privadas, sino también en los templos. Se arrodillaban en estos y arrastraban sus cabellos despeinados por el suelo, levantando las manos al cielo y lamentándose y suplicando a los dioses para que mantuvieran la Ciudad de Roma lejos de las manos del enemigo y que preservaran a sus madres e hijos de todo daño y ultraje. Los senadores permanecieron en sesión en el Foro con el fin de estar a disposición de los magistrados, por si deseaban consultarles. Algunos recibieron órdenes y marcharon a ejecutarlas, otros ofrecían sus servicios por si podían ser de utilidad en cualquier lugar. Se estacionaron tropas en el Capitolio, sobre las murallas, alrededor de la Ciudad e incluso tan lejos como en el Monte Albano y en la fortaleza de Éfula. En medio de todo este alboroto, llegó noticia de que el procónsul Quinto Fulvio estaba en camino desde Capua con el ejército. Como procónsul, no podía ostentar mando en la Ciudad; por lo tanto, el Senado aprobó un decreto otorgándole poderes consulares. Después de arrasar por completo el territorio de Fregellas, en venganza por la destrucción del puente sobre el Liri, Aníbal continuó su marcha a través de los distritos de Frosinone, Ferentino y Anagni, en la vecindad de Labico [las antiguas Frusinum, Ferentinum, Anagnium y Labicum.-N. del T.]. Desde el monte Algido fue a Túsculo, pero no fue admitido y torció a la derecha por debajo de Túsculo hacia Gabios y, aún descendiendo, llevó a la comarca de Pupinia, donde acampó, a unas ocho millas de Roma [11840 metros.-N. del T.]. Cuanto más se aproximaba, mayor era la carnicería sufrida por los que huían a la Ciudad a manos de los númidas que cabalgaban por delante del cuerpo principal del ejército. Además, muchos de toda edad y condición fueron hechos prisioneros.

[26.10] En medio de esta agitación, Fulvio Flaco entró en Roma con su ejército. Pasó a través de la Puerta Capena y marchó a través de la ciudad, pasando la Carina y el Esquilino [barrios de Roma.-N. del T.], y saliendo de allí se atrincheró en el terreno entre las puertas Colina y Esquilina, donde los ediles plebeyos le suministraron provisiones. Los cónsules, acompañados por el Senado, lo visitaron en su campamento y se celebró un consejo para estudiar qué medidas exigían los supremos intereses de la República. Se decidió que los cónsules deben construir campamentos fortificados en las cercanías de las puertas Colina y Esquilina, que el pretor urbano tomara el mando de la Ciudadela y el Capitolio, y que el Senado debía seguir en sesión permanente en el Foro para el caso de que alguna repentina urgencia lo precisara. Aníbal había trasladado ahora su campamento al río Anio, a una distancia de tres millas de la Ciudad [4440 metros.-N. del T.]. Desde esta posición, avanzó con un cuerpo de dos mil jinetes hacia la puerta Colina, hasta el templo de Hércules, y desde aquel punto se acercó cuanto pudo y practicó un reconocimiento de las murallas y situación de la Ciudad. Flaco estaba indignado y furioso ante este tranquilo y pausado proceder, y envió alguna caballería con órdenes de eliminar al enemigo y devolverlo de regreso a su campamento. Había por entonces unos mil doscientos desertores númidas estacionados en el Aventino y los cónsules les dieron órdenes para cabalgar a través de la Ciudad, hacia la puerta Esquilina, pues estimaban que nadie estaba más capacitado para combatir entre los huecos y muros de los jardines y sepulcros y por los estrechos caminos que rodeaban aquella parte de la Ciudad. Cuando los que estaban de guardia en la Ciudadela y el Capitolio los vieron bajar al trote por la cuesta Publicia, gritaron que el Aventino había sido tomado. Esto causó tanta confusión y pánico que, de no haber estado el campamento cartaginés fuera de la Ciudad, la población aterrorizada se habría derramado fuera de las puertas. Así las cosas, se refugiaron en las casas y en varios edificios, y viendo a algunos de los suyos caminar por las calles, los tomaban por enemigos y los atacaban con piedras y proyectiles. Resultaba imposible calmar la excitación o rectificar el error, ya que las calles estaban llenas de una multitud de campesinos con su ganado, a quienes el repentino peligro repentino había llevado a la Ciudad. La acción de la caballería fue un éxito y los enemigos fueron expulsados. Se hizo necesario, sin embargo, sofocar los disturbios que, sin la más mínima razón, empezaron a surgir en muchos lugares, y el Senado decidió que todos los que hubieran sido dictadores, cónsules o censores debían ser invertidos con mando militar hasta que el enemigo se hubiera retirado de las murallas. Durante el resto del día y toda la noche, se levantaron muchos de aquellos disturbios y fueron rápidamente reprimidos.

[26.11] Al día siguiente, Aníbal cruzó el río Anio y trasladó todas sus fuerzas al combate; Flaco y los cónsules no rehusaron el desafío. Cuando ambas partes hubieron formado para decidir una batalla en la que Roma sería el premio del vencedor, una tremenda granizada puso a ambos ejércitos en tal desorden que con dificultad sostenían sus armas. Se retiraron a sus respectivos campamentos con tanto temor como sus enemigos. Al día siguiente, cuando los ejércitos habían formado en las mismas posiciones, una tormenta similar los separó. En cada ocasión, después de haberse acogido nuevamente al campamento, el tiempo mejoró de forma extraordinaria. Los cartagineses consideraron aquello como algo sobrenatural, y cuenta la historia que se oyó decir a Aníbal que en una ocasión no se le daba la voluntad, y en otra la oportunidad, de convertirse en el dueño de Roma. Sus esperanzas se vieron también aminoradas por dos incidentes, uno de cierta importancia y el otro no tanto. El más importante fue que recibió informes de que mientras él permanecía en armas cerca de las murallas de Roma, había partido una fuerza completamente equipada, bajo sus estandartes, para reforzar al ejército de Hispania. El otro incidente, que conoció por un prisionero, fue la venta en subasta del lugar en que había asentado su campamento y el hecho de que, a pesar de que él lo ocupaba, no hubo rebaja en el precio. Que se hubiera encontrado a alguien en Roma para comprar el terreno que él poseía como botín de guerra, pareció a Aníbal una muestra tal de insultante arrogancia que instantáneamente hizo pregonar la venta en subasta de las tiendas de plata que rodeaban el Foro de Roma.

Estos incidentes condujeron a su retirada de Roma, y se marchó hasta tan lejos como el río Tutia, distante seis millas de la Ciudad [8880 metros.-N. del T.]. De allí marcharon hacia el bosque de Feronia [diosa de los bosques y vegetales.-N. del T.], cuyo templo era célebre en aquellos días por su riqueza. El pueblo de Capena, y el de otras ciudades de alrededor, solía llevar sus primicias y otras ofrendar, según su capacidad, y lo habían embellecido además con una considerable cantidad de oro y plata. El templo, entonces, quedó despojado de todos sus tesoros. Se encontraron allí grandes montones de metal, en los que los soldados, perseguidos por los remordimientos, habían arrojado grandes piezas de bronce sin acuñar después de la partida de Aníbal. Todos los autores coinciden respecto al saqueo de este templo. Celio nos cuenta que Aníbal desvió su marcha hacia él mientras iba desde Crotona a Roma, tras partir de Rieti y Civitatomassa pasando por Amiterno [Crotona= Ereto, Rieti= Reate y Civitatomassa= Cutilia.-N. del T.]. Según este autor, a la salida de Capua, Aníbal entró en el Samnio y de allí pasa a la Pelignia; luego, marchando más allá de la ciudad de Celano [la antigua Sulmona.-N. del T.], cruzó las fronteras de los marrucinos y avanzó luego a través de territorio albano hasta el país de los marsios, y desde allí hasta Amiterno y la aldea de Foruli. No hay duda en cuanto a la ruta que tomó, pues las huellas de tan gran general y su enorme ejército no se habrían desvanecido en tan corto espacio de tiempo; el único punto en discusión es si ésta es la ruta que siguió al marchar hacia Roma o al regresar a la Campania.

[26.12] La energía con que los romanos apretaron el sitio de Capua fue mucho mayor que la que Aníbal exhibió en su defensa, pues este marchó a toda prisa, atravesando el Samnio y la Apulia, y de la Lucania hacia el Brucio, con la esperanza de sorprender Reggio. Aunque el sitio no se relajó en absoluto durante la ausencia de Flaco, su vuelta marcó una sensible diferencia en la dirección de las operaciones y resultó una sorpresa para todos que Aníbal no hubiera vuelto al mismo tiempo. Los campanos comprendieron poco a poco, mediante sus conversaciones con los sitiadores, que les habían abandonado a sus propios medios y que los cartagineses habían abandonado toda esperanza de salvar Capua. De acuerdo con una resolución del Senado, el procónsul emitió un edicto, que fue publicado en la Ciudad, por el que sería amnistiado cualquier ciudadano de Campania que se uniera a los romanos antes de cierto día. Ni un solo hombre desertó; su miedo les impedía confiar en los romanos, pues durante su revuelta habían cometido crímenes demasiado grandes como para albergar cualquier esperanza de perdón. Pero aunque nadie miraba por su propia seguridad entregándose al enemigo, nada se disponía en pro de la seguridad pública. La nobleza había abandonado sus funciones públicas; era imposible lograr juntarlos para celebrar una reunión del Senado. La suprema magistratura era ostentada por un hombre que no honraba su cargo; por el contrario, su incapacidad la privaba de su autoridad y poder. Ninguno de los nobles era visto por el foro, ni siquiera en algún lugar público; se encerraron en sus casas esperando la caída de su patria y su propia destrucción. Toda la responsabilidad se dejó en manos de los comandantes de la guarnición púnica, Bóstar y Hanón, que estaban mucho más preocupados por su propia seguridad que por la de sus partidarios en la ciudad. Se preparó una carta con el propósito de remitirla a Aníbal, en la que se le acusaba tan acerba como sinceramente de la rendición de Capua en manos del enemigo y la exposición de su guarnición a toda clase de torturas. Se había marchado al Brucio y quitado de en medio para no contemplar cómo Capua era capturada ante sus ojos; ¡por Hércules!, no pudieron retirar a los romanos del asedio de Capua ni siquiera ante la amenaza de atacar su Ciudad; mucha más determinación habían mostrado los romanos como enemigos que los cartagineses como amigos. Si Aníbal volviera a Capua y cambiara todo el rumbo de la guerra en esa dirección, entonces la guarnición estaría dispuesta para lanzar un ataque contra los sitiadores. No había cruzado los Alpes para hacer la guerra contra Regio o Tarento; donde estuvieran las legiones de Roma, ahí debían estar los ejércitos de Cartago. Así fue como había vencido en Cannas y en el Trasimeno, enfrentando al enemigo cara a cara, ejército contra ejército y probando su fortuna en la batalla.

Este era el contenido principal de la carta, que fue entregada a algunos númidas que se habían comprometido a llevarla bajo la promesa de una recompensa. Habían llegado al campamento de Flaco como desertores, con la intención de aprovechar una oportunidad favorable para desaparecer, con la muy buena excusa para desertar del largo sufrimiento por hambre en Capua. Sin embargo, una mujer campana, la amante de uno de estos desertores, apareció de repente en el campamento e informó al comandante romano de que los númidas habían llegado como parte de un plan preestablecido y que, en realidad, llevaban una carta para Aníbal, así como que ella estaba dispuesta a demostrarlo, pues uno de ellos le había revelado el asunto. Cuando este hombre fue llevado ante ella, negó inicialmente conocer a la mujer; pero poco a poco cedió ante la verdad, especialmente cuando vio qué instrumentos de tortura habían enviado y estaban disponiendo, y finalmente hizo una confesión completa. El despacho fue descubierto y salieron a la luz otras evidencias, como el descubrirse que bastantes otros númidas estaban también en el campamento romano bajo la apariencia de desertores. Más de setenta de ellos fueron detenidos y junto con los recién llegados fueron todos azotados, sus manos cortadas y después enviados de vuelta a Capua. La vista de este terrible castigo quebró el espíritu de los campanos.

[26.13] El pueblo se dirigió en bloque a la curia e insistió en que Lesio convocase al Senado. Estos amenazaron abiertamente a los nobles, que durante tanto tiempo se habían abstenido de ir al Senado, con ir por sus casas y sacarlos a la fuerza a la calle. Estas amenazas terminaron en una reunión en pleno del Senado. La opinión general estaba a favor de enviar una delegación al comandante romano, pero Vibio Virrio, el principal responsable de la revuelta contra Roma, al serle pedida su opinión, dijo a quienes hablaban de delegaciones y de términos de paz y rendición, que se estaban olvidando de lo que habrían hecho de haber sido ellos quienes tuvieran a los romanos en su poder, o de lo que, en las actuales circunstancias, tendrían que sufrir. «¿Pues qué?», exclamó, «¿os imagináis que rendirnos ahora será como si nos hubiésemos rendido en los viejos tiempos, cuando para obtener ayuda contra los samnitas nos entregamos con todas nuestras pertenencias a Roma? ¿Ya habéis olvidado en cuán crítico momento para Roma nos rebelamos contra ella? ¿Cómo ejecutamos, con indignas torturas, a la guarnición que fácilmente podríamos haber expulsado? ¿Cuán numerosas y desesperadas salidas hemos efectuado contra nuestros asediadores, cómo hemos asaltado sus líneas y llamado a Aníbal para aplastarlos? ¿Habéis olvidado este último acto nuestro, cuando le enviamos a atacar Roma?

«Mirad ahora al otro bando, considerad su terca hostilidad contra nosotros y mirad si podéis esperar algo. Aún habiendo sobre suelo italiano un enemigo extranjero, y siendo Aníbal ese enemigo, aunque las llamas de la guerra flameaban por todas partes, se olvidaron de todo y hasta del mismo Aníbal, y enviaron a ambos cónsules, cada uno con un ejército, contra Capua. Desde hace ya dos años nos han encerrado con sus líneas de asedio y nos desgastan mediante el hambre. Han sufrido tanto como nosotros los extremos del peligro y los trabajos más penosos; a menudo han muerto alrededor de sus trincheras y con frecuencia han sido expulsados de ellas. Pero pasaré por encima de tales cosas; los trabajos y peligros de un asedio son una vieja y común experiencia. Sin embargo, para demostraros su ira y su implacable odio contra nosotros, os recordaré estos ejemplos: Aníbal asaltó sus líneas con una enorme fuerza de infantería y caballería, y los capturó en parte, pero no levantaron el sitio; cruzó el Volturno e incendió los campos de Calvi [la antigua Cales.-N. del T.]; los sufrimientos de sus aliados no detuvieron a los romanos; ordenó un avance general contra Roma e hicieron caso omiso del amenazador asalto; cruzó el Anio y acampó a tres millas de la Ciudad, cabalgó finalmente hasta sus murallas y puertas e hizo cuanto si fuese a tomarles la Ciudad si no cedían en torno a Capua; y no aflojaron la presión. Cuando las bestias salvajes están locas de rabia aún podéis desviar su ciega furia acercándoos a sus guaridas, pues se apresuran a defender sus crías. Los romanos no se desviaron de Capua ni ante la perspectiva de ver si Ciudad asediada, ni por los aterrorizados gritos de sus esposas e hijos, que casi se podían oír aquí, ni por la amenaza de profanación de sus hogares y altares, o de los templos de sus dioses o las tumbas de sus antepasados. Tan ansiosos están por castigarnos, tan ávidos y sedientos están de nuestra sangre. Y quizás con razón; pues habríamos obrado igual de habérsenos ofrecido la misma suerte.

«Los cielos, sin embargo, han dispuesto lo contrario; y así, aunque estoy obligado a enfrentar mi muerte, puedo, mientras soy aún libre, escapar a los insultos y las torturas que el enemigo me prepara, puedo disponer para mí una paz tan serena como honorable. Me niego a contemplar a Apio Claudio y a Quinto Fulvio, exultantes con toda la insolencia de la victoria; me niego a ser arrastrado encadenado por las calles de Roma para adornar su triunfo, y ser puesto luego en la mazmorra o atado a una estaca, con mi espalda expuesta al látigo o situado bajo el hacha del verdugo. No voy a ver mi ciudad saqueada y quemada, ni violadas y ultrajadas a las matronas, doncellas y nobles jóvenes de Capua. Alba, la ciudad madre de Roma, fue arrasada por los romanos hasta sus cimientos para que no quedase memoria de su origen ni pudiera sobrevivir rastro de su origen; mucho menos puedo creer que lo escatimarán para con Capua, a la que odian aún más acerbamente que a Cartago. Así pues, para aquellos de vosotros que pretendáis enfrentar vuestro destino sin ser testigos de tales horrores, he dispuesto hoy un banquete en mi casa. Cuando os hayáis hartado de comida y de vino, la misma copa que se me ofrezca se hará circular entre vosotros. Ese trago librará a nuestros cuerpos de la tortura y a nuestros espíritus de la injuria, a nuestros ojos y oídos de ver y escuchar todo el sufrimiento y el ultraje que espera a los vencidos. Habrá hombres dispuestos para colocar nuestros cuerpos exánimes en una gran pira que se encenderá en el patio de la casa. Este es el único camino hacia la muerte que resulta honorable y digno de hombres libres. Hasta el enemigo admirará nuestro valor, y Aníbal sabrá que los aliados a quienes ha abandonado y traicionado era, después de todo, hombres valientes».

[26.14] Este discurso de Virrio fue recibido con aprobación por muchos que luego no tuvieron el valor de llevar a término lo que aprobaban. La mayoría de los senadores no carecían de esperanza en poder obtener la clemencia del pueblo romano, que ya en anteriores guerras se les había concedido, por lo que determinaron enviar emisarios para efectuar una rendición formal de Capua. Unos veintisiete estuvieron con Virrio en su casa y en su banquete. Cuando hubieron abotargado lo bastante, mediante el vino, sus ánimos contra el impulso de evitar el mal, compartieron todos la copa envenenada. Se levantaron entonces de la mesa, entrelazaron sus manos y se dieron unos a otros un último abrazo, llorando por su destino y el de su patria. Algunos se quedaron para poder ser incinerados juntos en la misma pira funeraria, otros partieron hacia sus hogares. La congestión de las venas, causada por la comida y el vino que habían tomado, hizo la acción del veneno un tanto lenta; la mayoría siguió vivo toda la noche y parte del día siguiente. Todos, sin embargo, expiraron antes de que se abrieran las puertas al enemigo. Al día siguiente, la puerta llamada «Puerta de Júpiter», frente al campamento romano, fue abierta por orden del procónsul. Una legión entró por ella, así como dos escuadrones de caballería aliada, con Cayo Fulvio al mando. Se preocupó, en primer lugar, de que se llevaran ante él todas las armas de guerra de Capua; después, tras situar guardias en las puertas para impedir cualquier salida o huida, arrestó a la guarnición púnica y ordenó al Senado que se presentara ante los comandantes romanos. A su llegada al campamento fueron encadenados, y se ordenó que todo el oro y la plata que poseían se llevara ante los cuestores. Estos equivalieron a dos mil setenta y dos libras de oro y treinta y un mil libras de plata [677,544 y 10.130 kilos, respectivamente.-N. del T.]. Veinticinco senadores fueron enviados para quedar bajo custodia en Calvi y veintiocho, que se demostró fueron los principales instrumentos para lograr la revuelta, fueron enviados a Teano.

[26.15] En cuanto a las penas que debían ser impuestas a los senadores de Capua, Claudio y Fulvio no se mostraron en absoluto de acuerdo. Claudio estaba dispuesto a concederles el indulto, Fulvio era partidario de una línea mucho más dura. Apio Claudio quería remitir la cuestión al Senado en Roma. Sostenía que era más que justo que los senadores tuviesen oportunidad de investigar todas las circunstancias y averiguar si los campanos habían actuado de común acuerdo con alguno de los aliados de derecho latino u otros municipios, o si habían recibido ayuda en la guerra de alguno de ellos. Fulvio, por su parte, declaraba que lo último que debían hacer era acechar a sus fieles aliados con acusaciones vagas y ponerlos a merced de informadores a los que les era completamente indiferente lo que dijeran o hicieran. Por lo tanto, se debía impedir tal investigación. Después de este intercambio de puntos de vista se separaron; Apio no tenía ninguna duda de que, a pesar del duro lenguaje de su compañero, en un asunto tan importante esperaría instrucciones de Roma. Fulvio, decidido a barrer cualquier obstáculo a sus designios, desestimó el consejo y ordenó a los tribunos militares y a los prefectos de los aliados que escogieran dos mil jinetes y les advirtieran que estuviesen dispuestos cuando sonase la tercera guardia [unas dos horas antes de la media noche, puesto que el cambio entre la tercera y la cuarta guardia coincidía con aquella.-N. del T.]. Partiendo con esta fuerza durante la noche, llegó a Teano al amanecer y se dirigió directamente al foro. Una multitud se había reunido ante la entrada de los primeros jinetes y Fulvio ordenó que se convocara al magistrado sidicino; al aparecer este, le ordenó que presentara a los campanos que estaban bajo su custodia. Todos fueron conducidos ante él, azotados con varas y luego decapitados con el hacha. A continuación, picando espuelas a su caballo, cabalgó hasta Calvi. Cuando hubo tomado asiento en el tribunal y los campanos que habían sido conducidos hasta allí estaban siendo atados al palo, llegó un mensajero a galope desde Roma y entregó a Fulvio un despacho del pretor Cayo Calpurnio que contenía un decreto del Senado. Los espectadores adivinaban la naturaleza del contenido y quienes estaban alrededor del tribunal expresaban su creencia -una creencia que pronto se vería expresada a través de la asamblea- de que todo el asunto del trato de los prisioneros campanos debía dejarse al Senado. Fulvio pensaba lo mismo; tomó la carta y, sin abrirla, la colocó en su pecho y luego ordenó a su heraldo que dijera al lictor que se cumpliera la ley. Así pues, también los que estaban en Calvi fueron ejecutados. Entonces leyó el despacho y el decreto del Senado. Pero ya era demasiado tarde para impedir un hecho consumado, que se había ejecutado apresuradamente y con la mayor premura posible, precisamente para que no se pudiese impedir. Justo cuando Fulvio abandonaba el tribunal, un campano llamado Táurea Vibelio irrumpió por en medio de la multitud y se dirigió a él por su nombre. Fulvio volvió a sentarse, preguntándose qué querría aquel hombre. «Ordena que también yo», exclamó, «sea condenado a muerte, para que puedas presumir de haber provocado la muerte de un hombre más valiente que tú». Fulvio declaró que aquel hombre estaba sin duda mal de la cabeza, y agregó que, incluso si quisiera matarlo, se veía impedido de hacerlo por el decreto del Senado. Entonces exclamó Vibelio: «Ahora que ha sido tomada mi ciudad natal, perdidos mis amigos y familiares, muertos por mi propia mano mi mujer e hijos para librarlos de la humillación y el ultraje, e incluso sin oportunidad de morir como han muerto mis compatriotas, buscaré el valor para liberarme de una vida que se me ha vuelto tan odiosa». Con estas palabras, sacó un cuchillo que había escondido en sus ropas, y clavándolo en su corazón cayó muerto a los pies del comandante.

[26.16] Como la ejecución de los campanos, y la mayoría del resto de medidas, se efectuaron por orden únicamente de Fulvio, algunos autores aseveran que Apio Claudio murió inmediatamente después de la rendición de Capua. Según este relato, Táurea no vino voluntariamente a Calvi, ni murió por su propia mano; cuando hubo sido atado al palo junto a los demás, gritó repetidamente y como, a causa del ruido, no se podía oír lo que decía, Fulvio ordenó silencio. Luego Táurea dijo, como ya he relacionado, que estaba siendo condenado a muerte por un hombre que estaba lejos de ser su igual en valor. Al oír estas palabras, el pregonero, por orden del procónsul, ordenó lo siguiente al lictor: «Lictor, que este hombre valiente tenga la mayor parte de la vara y que se ejecute la ley sobre él en primer lugar». Algunos autores afirman que el decreto del Senado fue leído antes de que fueron decapitados, pero que contenía una cláusula en el sentido de que si él lo consideraba conveniente, podría remitir el asunto al Senado, y Fulvio tomó esto en el sentido de que tenía libertad para decidir sobre cuál sería el mejor interés de la república. Después de haber regresado Fulvio a Capua, recibió la sumisión de Atella y Calacia. También en este caso fueron castigados los cabecillas de la rebelión; setenta de los principales senadores fueron condenados a muerte y trescientos nobles campanos fueron encarcelados. Otros, que habían sido repartidos entre las distintas ciudades latinas, perecieron por diversos motivos; el resto de la población de Capua fue vendida como esclavos. La cuestión ahora era qué se iba a hacer con la ciudad y su territorio. Algunos eran de la opinión de que una ciudad tan fuerte, tan próxima a Roma y tan hostil a ella, debía ser destruida. Sin embargo, prevalecieron las consideraciones prácticas. La ciudad se salvó por la sola razón de estar unánimemente considerado su territorio como el más fértil de Italia, para que los campesinos tuviesen allí un lugar donde vivir. Se indicó a una abigarrada multitud de campesinos, libertos y pequeños comerciantes que ocupasen el lugar; todo el territorio, junto con las edificaciones que contenía, pasó a ser propiedad del Estado romano. Se estableció que Capua, en sí misma, debería ser un simple alojamiento y refugio, ciudad nada más que en el nombre; no habría cuerpo político, no habría senado, ni asamblea de la plebe, ni magistrados; la población no tendría derecho alguno de reunión pública ni de mando militar; no poseerían intereses comunes ni podrían tomar ninguna acción conjunta. La administración de justicia estaría en manos de un prefecto, que sería enviado anualmente desde Roma. De esta manera quedaron organizados los asuntos de Capua, aplicando una política digna de consideración desde cualquier punto de vista. Se castigó con firmeza y rapidez a los principales culpables, se dispersó a la población civil a lo largo y a lo ancho y sin esperanza de retorno; las inofensivas murallas y casas quedaron a salvo de los estragos del fuego y la demolición. La preservación de la ciudad, siendo una evidente ventaja práctica para Roma, ofreció a las comunidades amigas una prueba contundente de su lenidad; toda la Campania y las naciones circundantes habrían quedado horrorizadas ante la destrucción de tan famosa y rica ciudad. El enemigo, por otra parte, fue obligado a ser consciente del poder de Roma para castigar a quienes le fueran infieles, así como de la impotencia de Aníbal para proteger a quienes se habían pasado a él.

[26,17] Una vez que el Senado quedó aliviado de su inquietud sobre Capua, pudo volver su atención a Hispania. Se puso a disposición de Nerón una fuerza de seis mil infantes y trescientos jinetes, que éste escogió de entre dos legiones que tenía con él en Capua; un mismo número de infantes y seiscientos jinetes fueron proporcionados por los aliados. Este embarcó a su ejército en Pozzuoli y desembarcó en Tarragona. Una vez aquí, llevó sus barcos a tierra y proporcionó armas a sus tripulaciones, aumentando así sus fuerzas. Con esta fuerza combinada, marchó hacia el Ebro y se hizo cargo allí del ejército de Tiberio Fonteyo y Lucio Marcio. A continuación, avanzó contra el enemigo. Asdrúbal, el hijo de Amílcar, estaba acampado en Piedras Negras. Este es un lugar en el país ausetano, entre las ciudades de Iliturgis y Mentissa [todas las ediciones señalan aquí un posible error de copista, pues la Ausetania corresponde con la actual comarca de Vic, en la provincia de Barcelona, mientras que las ciudades indicadas estaban en la provincia de Jaén, la primera, y la segunda en la de Ciudad Real, lo que correspondería más bien a territorio Oretano.-N. del T.]. Nerón ocupó las dos salidas del paso. Asdrúbal, al verse encerrado, envió un mensajero para prometer en su nombre que sacaría todo su ejército de Hispania si se le permitía abandonar su posición. Al general romano le complació aceptar la oferta y Asdrúbal pidió una entrevista para el día siguiente. En esta conferencia pondrían por escrito las condiciones bajo las que se entregarían las ciudadelas de varias poblaciones, y la fecha en las que se retirarían las guarniciones, en el entendimiento de que podrían llevar consigo todas sus pertenencias.

Su petición fue concedida, y Asdrúbal ordenó a la parte más fuertemente armada de su ejército que abandonara el desfiladero lo mejor que pudiera en cuando cayera la oscuridad. Se cuidó de no salieran muchos aquella noche, pues un grupo pequeño haría menos ruido y podría escapar mejor a la detección. También les resultaría más fácil abrirse camino entre los estrechos y difíciles caminos. Al día siguiente acudió a la cita, pero perdió tanto tiempo discutiendo y escribiendo cantidad de cosas que nada tenían que ver con los asuntos que habían acordado discutir, que se perdió todo el día y se dio por clausurada la conferencia hasta el otro día. Así se le ofreció otra oportunidad para sacar otro nuevo grupo de tropas durante la noche. La discusión no finalizó al día siguiente y así, sucesivamente durante varios días, estuvieron ocupados en la discusión de los términos mientras los cartagineses salían secretamente de su campamento por la noche. Cuando hubo escapado la mayor parte del ejército, Asdrúbal no mantuvo más las condiciones que él mismo había propuesto, disminuyendo cada vez más su deseo sincero de llegar a un acuerdo en tanto disminuían sus temores. Casi toda la fuerza de infantería había ya salido del desfiladero cuando, al amanecer, una densa niebla cubrió el valle y toda la comarca circundante. Tan pronto Asdrúbal tomó conciencia de esto, le envió un mensaje a Nerón solicitando que se postergara la entrevista de aquel día, por ser uno en que su religión prohibía a los cartagineses tratar ningún asunto importante. Ni siquiera esto despertó sospecha alguna de engaño. Al enterarse de que se le excusaba por aquel día, Asdrúbal dejó rápidamente su campamento con la caballería y los elefantes y, manteniendo ocultos sus movimientos, partió a una posición segura. Hacia la hora cuarta [sobre las diez de la mañana.-N. del T.], el sol dispersó la bruma y los romanos vieron que el campamento enemigo estaba desierto. Entonces, reconociendo finalmente el engaño cometido por los cartagineses y cómo le habían burlado, Nerón se dispuso rápidamente a seguirlo y forzarlo a un enfrentamiento. El enemigo, sin embargo, declinó la batalla; sólo se produjeron algunas escaramuzas entre la retaguardia cartaginesa y la vanguardia romana.

[26,18] Las tribus hispanas que se habían rebelado después de la derrota de los dos Escipiones no mostraron señales de regresar a su lealtad; no se produjeron, tampoco, nuevas deserciones en su favor. Tras la recuperación de Capua, la atención de todos, Senado y pueblo, se centró en Hispania tanto como en Italia; y se decidió que el ejército que allí servía se debía incrementar y se debía nombrar un comandante en jefe. Hubo, sin embargo, una gran incertidumbre en cuanto a quién se debía nombrar. Dos consumados generales habían caído en un lapso de treinta días, y la elección de un hombre que ocupase su puesto exigía un cuidado excepcional. Fueron propuestos varios nombres y, al final, se acordó que se dejase la cuestión al pueblo y que este eligiese formalmente un procónsul para Hispania. Los cónsules establecieron un día para la elección. Tenían la esperanza de que aquellos que se considerasen lo bastante cualificados para aquel mando se presentaran candidatos. Quedaron, sin embargo, decepcionados, y la decepción renovó el pesar del pueblo, pues recordaron las derrotas sufridas y a los generales perdidos. Los ciudadanos estaban deprimidos, casi desesperados y, no obstante, acudieron al Campo de Marte el día fijado para la elección. Todos volvieron sus ojos a los magistrados y observaban la expresión de los líderes de la república, que parecían interrogarse unos a otros. Por todas partes comentaban los hombres que el Estado estaba en condición tan desesperada que nadie osaba aceptar el mando en Hispana. De repente, Publio Cornelio Escipión, el hijo del Escipión caído en Hispania, hombre joven de apenas veinticuatro años, se aupó sobre una ligera prominencia desde la que podía ser visto y oído, y se anunció como candidato. Todas las miradas se volvieron hacia él, y los aplausos de alegría con que se recibió su anuncio fueron enseguida interpretados como un presagio de su futura fortuna y éxito. Al proceder a votar, no solo las centurias, sino también los votantes individuales fueron unánimes al favorecer a aquel hombre y confiar a Publio Escipión el mando supremo en Hispania. Así pues, cuando se había decidido la votación y su entusiasmo tuvo tiempo de enfriarse, se produjo un repentino silencio al empezar el pueblo a considerar lo que había hecho, y al preguntarse si su cariño personal hacia él no había sido lo mejor a la hora de emitir su juicio. Lo que más les preocupaba era su juventud. Algunos, también, recordaban con temor la suerte que había corrido su casa y consideraban un presagio siniestro que saliera de aquellas casas enlutadas un hombre que llevaba el mismo nombre que los caídos, para dirigir una campaña cerca de las tumbas de su tío y su padre.

[26.19] Al ver cómo el paso que habían dado tan impetuosamente los llenaba ahora de inquietud, Escipión reunió a los votantes y les habló acerca de su edad, del mando que le habían confiado y de la guerra que había de conducir. Fueron tan nobles y brillantes sus palabras que provocó nuevamente su entusiasmo y les inspiró una confianza más esperanzada de la que suele provocar la fe en las promesas de los hombres o las previsiones razonables de éxito. Escipión se ganó la admiración del pueblo no solo por las excelentes cualidades que poseía, sino también por su habilidad mostrarlas, habilidad que había desarrollado desde su juventud. Durante su vida pública, hablaba y actuaba generalmente como si estuviera guiado por visiones nocturnas o por alguna inspiración divina, fuera así que estaba realmente abierto a la influencia de las supersticiones o bien que requiriera la sanción oracular para sus órdenes y consejos, con el fin de garantizar su pronta ejecución. Trató de producir esta impresión en la mente de los hombres desde el principio, desde el día en que asumió la toga viril, pues nunca llevó a cabo un negocio importante, fuera público o privado, sin ir primero al Capitolio, donde se sentaba un rato en el templo, en privado y a solas. Esta costumbre, que mantuvo durante toda su vida, dio lugar a la creencia generalizada, fuera intencionadamente por su parte o no, de que era de origen divino, y se contó de él la historia que se relaciona habitualmente con Alejandro Magno, historia tan necia como fabulosa, de que fue engendrado por una enorme serpiente que había sido vista a menudo en el dormitorio de su madre, pero que, ante la aproximación de cualquiera, súbitamente se desencogía y desaparecía. La creencia en estas maravillas nunca fue defraudada por él; por el contrario, se fortalecía por su política deliberada de rehusar negar o admitir que hubiera ocurrido algo de aquello. Había muchos otros rasgos en el carácter de este joven, algunos de los cuales eran auténticos y otros el resultado de acciones deliberadas, que provocaron una mayor admiración hacia él de la que generalmente caen en suerte a un hombre.

Fue la confianza con la que de aquel modo inspiró a sus conciudadanos, la que les llevó a confiarle, joven como era, una tarea de enorme dificultad y un mando que implicaba la mayor de las responsabilidades. A las fuerzas del antiguo ejército de Hispania, y a las que zarparon de Pozzuoli con Cayo Nerón, se las reforzó aún más con diez mil infantes y mil jinetes. Marco Junio Silano fue nombrado propretor y ayudante. Zarpando desde la desembocadura del Tíber con una flota de treinta barcos, todos quinquerremes, navegó a lo largo de la costa etrusca, los Alpes y el Golfo de la Galia, y después de rodear el promontorio Pirenaico llegó a Ampurias, una ciudad griega fundada por colonos de Focea [es decir, por el mar Tirreno, costeó por los Alpes marítimos y el golfo de Génova, para dejar atrás el cabo de Creus y llegar a Ampurias.-N. del T.]. Desembarcó aquí sus tropas y se dirigió por tierra a Tarragona, dando órdenes para que su flota les siguiera. En Tarragona se encontró con las delegaciones que habían enviado todas las tribus amigas en cuanto supieron de su venida. Los barcos fueron llevados a tierra, y los cuatro trirremes marselleses, que le habían escoltado en signo de respeto, fueron enviados a casa. Las delegaciones información a Escipión de la inquietud entre sus tribus, provocada por la variable fortuna de la guerra. Él replicó con un tono audaz y seguro, pleno de confianza en sí mismo, pero sin dejar que escaparan expresiones de arrogancia ni de presunción; todo cuanto dijo estuvo marcado por una perfecta dignidad y sinceridad.

[26,20] Tarragona era ahora su cuartel general. Desde allí hizo visitas a las tribus amigas y también inspeccionó los cuarteles de invierno del ejército. Les elogió calurosamente por haber mantenido la provincia bajo su control tras sufrir dos golpes tan terribles, y también por mantener al enemigo al sur del Ebro, privándolo así de la ventaja de sus victorias y ofreciendo además protección a sus propios aliados. Marcio, a quien mantuvo consigo, fue tratado con tantos honores que quedó completamente claro que Escipión no mantenía el menor temor de que su reputación pudiera ser atenuada por nadie. Poco después Silano sucedió a y las nuevas tropas fueron enviadas a los cuarteles de invierno. Después de efectuar todas las visitas e inspecciones precisas y completar los preparativos para la siguiente campaña, Escipión regresó a Tarragona. Su fama era tan grande entre el enemigo como entre sus propios compatriotas y aliados; existía entre los primeros como un presentimiento, una vaga sensación de miedo que era tanto más fuerte cuanto que no existía razón a la que achacarla. Los ejércitos cartagineses se retiraron a sus respectivos cuarteles de invierno: Asdrúbal, el hijo de Giscón, a Cádiz, en la costa, Magón en el interior, más allá de los desfiladeros de Cazlona, y Asdrúbal, el hijo de Amílcar, cerca del Ebro en las cercanías de Sagunto [Cádiz es la antigua Gades; Cazlona es la antigua Cástulo, en Jaén; en cuanto a Sagunto, Polibio informa de que Asdrúbal se encontraba en territorio carpetano, lo que hace más probable una confusión de Livio y que, en realidad, se tratase de Segontia, la actual Sigüenza en la provincia de Guadalajara.-N. del T.]. Este verano, marcado por dos acontecimientos importantes, la recuperación de Capua y el envío de Escipión a Hispania, estaba llegando a su fin cuando una flota cartaginesa fue enviada desde Sicilia a Tarento para interceptar los suministros de la guarnición romana en la ciudadela. Ciertamente logró bloquear todos los accesos a la ciudadela desde el mar, pero cuanto más tiempo permanecía mayor era la escasez entre los habitantes en comparación con la de los romanos de la ciudadela. Porque aunque la costa permanecía limpia y el libre acceso a la bahía estaba controlado por la flota cartaginesa, era imposible hacer llegar a la población de la ciudad tanto grano como el que ya era consumido por la multitud de marineros y tripulantes de toda raza a bordo de la flota. La guarnición de la ciudadela, por otra parte, al ser solo unos pocos, pudieron subsistir con lo que ya habían almacenado, sin ningún suministro exterior. Por fin, se retiraron los buques y su salida fue recibida con más alegría que la mostrada a su llegada. Pero la escasez no se redujo en lo más mínimo pues, en cuanto se retiró su protección, no pudo llegar grano en absoluto.

[26.21] A finales de este verano, Marco Marcelo partió de Sicilia para Roma. A su llegada a la ciudad, por mediación del pretor Cayo Calpurnio, se le concedió una audiencia del Senado en el Templo de Bellona. Tras rendir informe de su campaña y protestar suavemente en nombre de sus soldados, y no tanto por sí mismo, por no habérsele permitido llevarles a casa, aunque había pacificado completamente la provincia, solicitó que se le permitiera entrar en la Ciudad en triunfo. Después de un largo debate su petición fue denegada. Por un lado, se decía, era más inadecuado negarle un triunfo ahora que estaba allí, después del modo en que se habían recibido las nuevas de sus éxitos en Sicilia, ordenando en su nombre una acción de gracias y un sacrificio a los dioses inmortales cuando todavía permanecía en su provincia. Contra esto se alegó que el Senado le había ordenado entregar su ejército a su sucesor, lo que era prueba de que todavía existía el estado de guerra en la provincia, y no debía disfrutar de un triunfo al no haber dado término a la guerra ni estar presente su ejército para atestiguar si merecía o no un triunfo. Se decidió una solución intermedia y se le concedió una ovación. Los tribunos de la plebe fueron autorizados por el Senado a proponer, como una ordenanza, al pueblo «que el día que entrase en la Ciudad en ovación, Marco Marcelo conservase su mando».

El día anterior a este, Marcelo celebró su triunfo en el Monte Albano. Desde allí marchó a la Ciudad en ovación. Ante él fue transportada una enorme cantidad de despojos, junto a una representación de Siracusa en el momento de su captura. Catapultas, ballestas y todas las máquinas de guerra tomadas en la ciudad fueron exhibidas en la procesión, así como las obras de arte acumuladas durante un largo periodo de paz y en el tesoro real. Estas incluían una serie de artículos en plata y bronce, muebles, costosas prendas de vestir y muchas estatuas famosas con las que Siracusa, al igual que todas las principales ciudades de Grecia, se había adornado. Para significar sus victorias sobre los cartagineses, se llevaron en procesión ocho elefantes. No resultó la menos notable del espectáculo la visión de Sosis de Siracusa y Mérico de Hispania, que marchaban al frente llevando coronas de oro. El primero había guiado la penetración nocturna en Siracusa y el último había sido el agente de la entrega de Nasos y su guarnición. Cada uno de estos hombres recibió la plena ciudadanía romana y quinientas yugadas de tierra [unas 135 Ha.-N. del T.]. Sosis fue a obtener su asignación en aquella parte del territorio siracusano que había pertenecido al rey o a aquellos que habían tomado las armas contra Roma, y se le permitió escoger cualquier casa de Siracusa que hubiera sido propiedad de aquellos que habían sido condenados a muerte bajo las leyes de la guerra. Se dio también orden para que a Mérico y a los hispanos se le asignara una ciudad y tierras en Sicilia de las pertenecientes a los que se habían rebelado contra Roma. Marco Cornelio fue el encargado de seleccionar la ciudad y el territorio destinado a ellos, donde mejor le pareciera, y se decretó regalar cuatrocientas yugadas [unas 108 Ha.-N. del T.] a Belígeno, por cuya mediación se indujo a Mérico a cambiar de bando. Después de la partida de Marcelo de Sicilia, una flota cartaginesa desembarcó una fuerza de ocho mil infantes y tres mil jinetes númidas. Se les unieron las ciudades de Morgantina [la antigua Murgentia.-N. del T.] y Ergetium, y su ejemplo fue seguido por Hybla [la actual Paternó.-N. del T.], Macella y algunos otros lugares menos importantes. Mutines y sus númidas se dedicaron también al saqueo por toda la isla y a devastar mediante el fuego los campos de los aliados de Roma. Para incrementar estos problemas, el ejército romano se dolía amargamente por no haber sido retirado de la provincia con su comandante y que no se les permitiera invernar en las ciudades. En consecuencia, fueron muy negligentes en sus deberes militares; de hecho, fue solo la ausencia de un líder lo que impidió que se declarasen en rebelión abierta. A pesar de estas dificultades, el pretor Marco Cornelio logró, mediante premios y castigos, calmar la ira de sus hombres y luego reducir a sumisión todas las ciudades sublevadas. En cumplimiento de las órdenes del Senado eligió Morgantina, una de aquellas ciudades, para asentar a Mérico y a sus hispanos.

[26,22] Como ambos cónsules tenían asignada Apulia como provincia, y como había menos peligro por parte de Aníbal y sus cartagineses, recibieron instrucciones para repartirse Apulia y Macedonia. Macedonia correspondió a Sulpicio, que sustituyó a Levino. Fulvio fue llamado para celebrar en Roma las elecciones consulares. La centuria veturiana de jóvenes fue la primera en votar, y se declararon a favor de Tito Manlio Torcuato y Tito Otacilio, estando ausente este último de Roma. Los votantes comenzaron a apretarse alrededor de Manlio para felicitarlo, considerando su elección como hecha, aunque él marchó de inmediato, rodeado por una gran multitud, hasta la tribuna del cónsul y rogó que se le permitiera hacer un breve discurso, solicitando también que se volviera a convocar a la centuria que había votado. Cuando tuvo a todos al máximo de expectación, esperando saber lo que quería, empezó excusándose del cargo por una enfermedad de la vista. «Un hombre debe tener cierto sentido de la vergüenza», continuó, «sea piloto de un barco o comandante de un ejército, quien pide que la vida y la suerte de los demás le sea confiada, no puede depender en todo lo que haga de los ojos de otras personas. Por tanto, si lo apruebas, ordena que la centuria de jóvenes veturianos emita nuevamente su voto y que recuerde, mientras eligen a sus cónsules, la guerra en Italia y la crítica posición de la república. Puede que vuestros oídos apenas se hayan recuperado de la conmoción y confusión provocada por el enemigo hace pocos meses, cuando trajo las llamas de la guerra casi hasta las mismas murallas de Roma». La centuria replicó con un grito unánime que no habían cambiado de opinión y que votarían como antes. A esto dijo Torcuato: «Ni toleraré vuestros modales y conducta, ni someteréis mi autoridad. Regresad y votad de nuevo, y tener presente que los cartagineses hacen la guerra en Italia y que su jefe es Aníbal». A continuación, la centuria, influida por la autoridad personal del orador y por los murmullos de admiración que oyeron a su alrededor, le pidió al cónsul que llamara a la centuria veturiana de ancianos, pues deseaban consultar a sus mayores y guiarse por su consejo en la elección de los cónsules. En consecuencia, se les llamó y se dejó un tiempo para que consultasen ambos grupos en privado, dentro del cercado de las votaciones. Los mayores sostenían que, en realidad, la elección estaba entre tres hombres, dos de ellos ya plenos de honores -Quinto Fabio y Marco Marcelo- y, si deseaban especialmente que fuera designado un hombre nuevo como cónsul para actuar contra los cartagineses, Marco Valerio Levino, ya había dirigido operaciones contra Filipo tanto por mar como por tierra con éxito notable. Así discutieron sobre los méritos de aquellos tres y, después que se retirasen los mayores, los jóvenes procedieron a votar. Dieron su voto a favor de Marco Marcelo Claudio, resplandeciente con la gloria de su conquista de Sicilia, y, como segundo cónsul, a Marco Valerio. Ninguno de ellos estaba presente en persona. Las demás centurias siguieron todas a la primera. Hoy en día, la gente puede reírse de quienes admiran la antigüedad. Yo, por mi parte, no creo posible, incluso si hubiera alguna vez existido una comunidad de hombres sabios, como sueñan los filósofos aunque nunca se haya conocido, que pudiera haber una aristocracia más moderada o generosa en su deseo de poder, o pueblo de comportamientos más puros y mayor calidad moral. Que una centuria de jóvenes estuviera deseando consultar a sus mayores sobre a quién debían elegir para la autoridad suprema, es cosa difícilmente creíble en estos días, cuando vemos el desprecio que sienten los hijos por la autoridad de sus padres.

[26.23] Luego siguió la elección de los pretores. Los elegidos fueron Publio Manlio Vulso, Lucio Manlio Acidino, Cayo Letorio y Lucio Cincio Alimento. Cuando las elecciones finalizaron, llegaron noticias de la muerte de Tito Otacilio en Sicilia. Este era el hombre a quien el pueblo habría nombrado como colega de Tito Manlio en el consulado de no haberse interrumpido el orden del proceso. Los Juegos de Apolo habían sido celebrados el año anterior, y cuando la cuestión de su repetición al año siguiente fue presentada por el pretor Calpurnio, el Senado aprobó un decreto para que se celebrasen a perpetuidad. Algunos presagios se observaron este año y se registraron debidamente: La estatua de la Victoria, que se encontraba en el techo del templo de la Concordia, fue alcanzada por un rayo y arrojada entre las estatuas de la Victoria que estaban situadas en un alero, quedando atrapada allí y sin caerse. En Anagni y Fregellas, fueron alcanzadas por el rayo las murallas y las puertas. En el foro de Suberto fluyeron corrientes de sangre durante todo un día. En Ereto hubo una lluvia de piedras y en Reate una mula había parido. Estos augurios fueron expiados mediante sacrificios de víctimas mayores; se señaló un día para rogativas especiales y se ordenó al pueblo que participase en ritos solemnes durante nueve días. Algunos sacerdotes públicos murieron aquel año, nombrándose otros en su lugar. Manlio Emilio Númida, uno de los decenviros de sacrificios, fue sucedido por Marco Emilio Lépido. Cayo Livio fue nombrado pontífice en puesto de Marco Pomponio Matón y Marco Servicio, augur, en lugar de Espurio Carvilio Máximo. La muerte del Pontífice Tito Otacilio Craso se produjo finalizado el año, así que nadie fue nombrado en su lugar. C. Claudio, uno de los flámines de Júpiter, erró al presentar las entrañas de la víctima sobre el altar y, por lo tanto, renunció a su cargo.

[26,24] -210 a.C.- Marco Valerio Levino había estado celebrando entrevistas privadas con algunos de los notables etolios, con objeto de determinar sus inclinaciones políticas. Se dispuso que se convocaría una reunión de su consejo nacional para entrevistarse con él, y se dirigió allí con algunos buques rápidos. Inició su discurso a la asamblea haciendo alusión a las capturas de Siracusa y Capua, como ejemplos del éxito logrado por las armas de Roma en Sicilia e Italia, y luego continuó: «Es costumbre de los romanos, costumbre transmitida por sus antepasados, cultivar la amistad de otras naciones; algunas han recibido la ciudadanía en las mismas condiciones que ella misma; a otras les han permitido seguir en condiciones tan favorables que prefirieron la alianza a la plena ciudadanía. Vosotros, etolios, seréis tenidos en el mayor de los honores, al haber sido la primera de todas las naciones de ultramar en establecer relaciones de amistad con nosotros. En Filipo y los macedonios habéis encontrado unos vecinos problemáticos; yo he dado ya un golpe mortal a su ambición y agresividad, y los reduciré a un punto tal que no solo evacuarán las ciudades que os han arrebatado, sino que tendrán que conformarse con defender la propia Macedonia. Además, devolveré a los acarnanes, cuya deserción de vuestra liga tanto habéis sentido, a los antiguos términos según los cuales vuestros derechos y soberanía sobre ellos estaban garantizados». Estas afirmaciones y promesas del comandante romano estaban apoyadas por Escopas, el jefe militar y pretor etolio por entonces, y por Dorímaco, hombre principal entre ellos, hablando ambos desde su autoridad y su posición oficial. Resultaron menos reservados, y adoptaron un tono más confiado, conforme exaltaban el poder y la grandeza de Roma. Lo que más influyó, no obstante, en la asamblea, fue la esperanza de convertirse en los dueños de Acarnania.

Por tanto, fueron puestos por escrito los términos bajo los que se convertirían en amigos y aliados de Roma, insertándose una cláusula adicional por la que, si fuese también su voluntad y gusto, quedarían incluidos en el tratado los eleos y lacedemonios, así como Atalo, Pleurato y Escerdiledas. Atalo era el rey de Pérgamo, en Asia Menor; Pleurato era rey de los tracios y Escerdiledas era el rey de los ilirios. Los etolios comenzarían de inmediato a la guerra contra Filipo por tierra, y el general romano les ayudaría con no menos de veinticinco quinquerremes. Los territorios, edificios y murallas de todas las ciudades desde la frontera hasta Corfú [la antigua Corcira.-N. del T.] vendrían en propiedad de los etolios; el resto del botín sería para los romanos, que se encargarían también de que Acarnania pasase bajo dominio de los etolios. En caso de los etolios firmaran la paz con Filipo, una de las condiciones debía ser que este se abstendría de hostilidades contra Roma y sus aliados y sometidos. Del mismo modo, si los romanos pactasen con él, debía haber una disposición por la que no se le permitiera hacer la guerra a los etolios y sus aliados. Estas fueron las condiciones acordadas, y tras un lapso de dos años, se depositaron copias del tratado en Olimpia, por los etolios, y en el Capitolio, por los romanos, para que los monumentos sagrados a su alrededor fuesen eternos testigos de su compromiso. La razón de este retraso fue que los embajadores de Etolia permanecieron durante un tiempo considerable en Roma. Sin embargo, no se perdió tiempo en iniciar las hostilidades: los etolios atacaron a Filipo y Levino atacó Zacinto. Esta es una pequeña isla adyacente a Etolia, que contiene una ciudad del mismo nombre que la isla; Levino capturó esta ciudad, con la excepción de su ciudadela. También tomó dos ciudades pertenecientes a la acarnanes, Eníade y Nasos, y las entregó a los etolios. Después de esto, se retiró a Corfú considerándose satisfecho al pensar que Filipo ya tenía bastante con la guerra en sus fronteras como para impedirle que pensase en Italia, en los cartagineses y en su pacto con Aníbal.

[26,25] Filipo estaba invernando en Pela [la antigua Pella.-N. del T.] cuando le llegaron las noticias de la deserción de los etolios. Él tenía la intención de marchar a Grecia a principios de la primavera, y con el fin de mantener tranquilos a los ilirios y las ciudades adyacentes a la frontera occidental, invadió por sorpresa los territorios de Orico y Pojani [las antiguas Oricum y Apolonia.-N. del T.]. Los hombres de Pojani salieron a presentar batalla, pero él los hizo retroceder con gran pánico tras sus murallas. Después de devastar la región vecina de Iliria, regresó rápidamente a Pelagonia y capturó Sintia, una ciudad de los Dárdanos, que les daba fácil acceso a Macedonia. Tras estas rápidas incursiones, volvió su atención a la guerra que los etolios, junto a los romanos, estaban iniciando contra él. Marchando a través de Pelagonia, Linco y Botiea descendió a Tesalia, cuya población esperaba levantar para una actuar junto a él contra los etolios [Pelagonia limita con el Ilírico al oeste de Macedonia; Linco es una región al sur de Macedonia; Botiea está al oeste de Linco; así pues, el paso lo realizó a lo largo del río Tempe. La Segunda Guerra Púnica. Alianza Editorial. p.70.-N. del T.]. Dejando a Perseo con una fuerza de cuatro mil hombres para mantener el paso en Tesalia contra ellos, regresó a Macedonia, antes de involucrarse en un conflicto más serio, y desde allí marchó a la Tracia para atacar a los medos. Esta tribu tenía la costumbre de hacer incursiones en Macedonia siempre que encontraban al rey ocupado en alguna guerra distante y a su reino sin protección. Para quebrar su agresividad devastó su país, y atacó a Iamphoryna, su principal ciudad y fortaleza.

Cuando Escopas oyó que el rey había entrado en Tesalia y que estaba allí ocupado en librar combates, llamó a todos los guerreros de Etolia y se dispuso a invadir Acarnania. Los acarnanes tenían menos fuerzas que su enemigo; eran también conscientes de que Eníade y Nasos se habían perdido y, sobre todo, de que las armas de Roma se habían vuelto contra ellos. En estas circunstancias, entraron en combate con ánimo más iracundo y desesperado que con prudencia y método. Sus esposas e hijos, y todos los hombres mayores de sesenta años de edad fueron enviados al vecino país del Épiro. Todos los que tenían entre quince y sesenta años se comprometieron mediante juramento de no volver al hogar a menos que salieron victoriosos, invocando una terrible maldición y haciendo un llamamiento solemne a sus huéspedes epirotas para respetar su juramento y que ninguno les recibiera en ciudad alguna o casa ni los admitiera a su mesa o a su hogar. También les pidieron que enterrasen a sus compatriotas caídos en combate en una tumba común y que pusieran sobre ella esta inscripción: «Aquí yacen los acarnanes, que encontraron la muerte luchando por su patria contra la violencia e injusticia de los etolios». En este determinado y desesperado estado de ánimo, fijaron su campamento en lo más lejano de sus fronteras y esperaron al enemigo. Se enviaron mensajeros a Filipo para anunciarle su crítica situación y, a pesar de su captura de Iamphoryna y otras victorias en Tracia, se vio obligado a abandonar su campaña en el norte e ir en su ayuda. Los rumores sobre el juramento hecho por los acarnanes detuvieron el avance de los etolios; las noticias de la aproximación de Filipo les obligaron a retirarse al interior de su país. Filipo había hecho una marcha forzada para evitar que los acarnanes fuesen aplastados, pero no avanzó más allá de Dión [la antigua Dium.-N. del T.], y al enterarse de que los etolios se habían retirado regresó a Pela.

[26.26] Al comienzo de la primavera, Levino zarpó de Corfú y después de rodear el cabo Ducato llegó a Lepanto [el cabo Ducato está en la isla de Leucata, y Lepanto es Naupacto.-N. del T.]. Anunció que iba a atacar Antikyra, por lo que Escopas y los etolios debían estar allí dispuestos. Antikyra se encuentra en la Lócride, a mano izquierda según se entra en el golfo de Corinto, y está solo a corta distancia, tanto por mar como por tierra, de Lepanto. En tres días se inició el ataque desde ambas direcciones; el ataque naval fue el más pesado, porque los barcos fueron equipados con artillería e ingenios de todo tipo, y fueron los romanos quienes atacaron por aquel lado. En pocos días se rindió la plaza y se entregó a los etolios; el botín, de acuerdo con el tratado, quedó en poder de los romanos. Durante el sitio, se entregó un despacho a Levino en el que se le informaba de que había sido nombrado cónsul y que Publio Sulpicio estaba de camino para sustituirle. Estando allí le afectó una pesada enfermedad y, por tanto, llegó a Roma mucho más tarde de lo esperado. Marco Marcelo tomó posesión de su consulado el 15 de marzo -210 a.C.-, y para cumplir con la tradición convocó para el mismo día una reunión del Senado. La reunión era de carácter puramente formal; anunció que, en ausencia de su colega, no presentaría ninguna propuesta, fuera en relación con la política del Estado o sobre la asignación de las provincias. «Soy bien consciente», dijo a los senadores, «que hay una gran cantidad de sicilianos alojados en las casas de campo de mis detractores, alrededor de la Ciudad. No tengo intención alguna de impedirles que hagan públicas, aquí en Roma, las acusaciones levantadas por mis enemigos; por el contrario, estaba preparado para darles inmediata ocasión de comparecer ante el Senado de no haber fingido estar temerosos de hablar sobre un cónsul en ausencia de su colega. Sin embargo, en cuando mi colega llegue, no permitiré que se debata ningún asunto antes de que los sicilianos hayan comparecido en la Curia. Marco Cornelio ha hecho pública en toda la isla lo que prácticamente es una citación formal, para que el mayor número posible de ellos pueda venir a Roma a presentar sus quejas contra mí. Ha llenado la Ciudad de cartas con falsedades sobre el estado de guerra existente en Sicilia, con el único objeto de empañar mi reputación». El discurso del cónsul le ganó fama de ser hombre moderado y contenido. El Senado levantó la sesión, y parecía que habría una suspensión total de los asuntos hasta la llegada del otro cónsul. Como de costumbre, la ociosidad condujo al descontento y a las quejas. La plebe era ruidosa en sus quejas sobre la forma en que se prolongaba la guerra, la devastación de los campos alrededor de la Ciudad, por donde Aníbal y su ejército se desplazaron, el agotamiento de Italia por las constantes levas y la destrucción casi anual de sus ejércitos. Y ahora ambos cónsules eran expertos en la guerra, demasiado agresivos y ambiciosos y muy capaces, aún en tiempos de paz y tranquilidad, de emprender una guerra; y, ahora que la guerra estaba realmente en marcha, serían en absoluto propensos a dar una ocasión o espacio para que los ciudadanos respirasen.

[26,27] Toda esta discusión quedó repentinamente interrumpida por un incendio que estalló por la noche en varios lugares alrededor del Foro, en la víspera de las Quinquatrías [fiesta en honor de Minerva, celebrada entre el 19 y el 23 de marzo.-N. del T.]. Siete tiendas, que después fueron cinco, ardieron al mismo tiempo, así como los establecimientos donde ahora están las «tiendas nuevas». Poco después estaban en llamas varios edificios privados (pues la Basílica aún no existía): las canteras [que se usaban como prisión.-N. del T.], el mercado de pescado y el atrio de la Regia. Se salvó con la mayor de las dificultades el Templo de Vesta, principalmente por los esfuerzos de trece esclavos, que posteriormente fueron manumitidos a cargo del erario público. El fuego ardió durante todo el día siguiente y no hubo la menor duda de que fue provocado, pues los focos se iniciaron simultáneamente en diferentes lugares. El Senado, por consiguiente, autorizó al cónsul para que anunciara públicamente que quienquiera que descubriese los nombres de aquellos por cuya acción se habían iniciado los fuegos, si era un hombre libre recibiría una recompensa, y si era esclavo, la libertad. Tentado por la recompensa, un esclavo propiedad de la familia campana de los Calavios, de nombre Mano, proporcionó información al respecto de que sus amos, junto con cinco jóvenes campanos cuyos padres habían sido decapitados por Quinto Fulvio, habían provocado el fuego y estaban dispuestos a cometer cualquier otro crimen si no se les arrestaba. Ellos y sus esclavos fueron inmediatamente detenidos. Al principio, trataron de arrojar sospechas sobre el informante y su declaración. Se afirmó que, después de ser azotado por su amo el día anterior a dar la información, se había escapado y, llevado por la ira y la irreflexión, inició una falsa acusación a partir de un hecho accidental. Sin embargo, cuando el acusado y el acusador fueron enfrentados cara a cara, y los esclavos interrogados bajo tortura, todos confesaron. Tanto los amos como los esclavos que les habían ayudado fueron ejecutados. El informante fue recompensado con la libertad y veinte mil ases [545 kilos de bronce.-N. del T.].

Cuando Levino pasaba por Capua en su camino hacia Roma, fue rodeado por una multitud de habitantes que le imploraban con lágrimas que les permitiera ir a Roma y tratar de intentar despertar la compasión del Senado y persuadirlo para que no permitiera que Quinto Flaco les arruinara y borrase su nombre. Flaco declaró que no tenía ningún sentimiento personal en contra de los campanos; les consideraba enemigos públicos, y así seguiría considerándoles mientras él supiera que mantenían su presente actitud contra Roma. No había pueblo, dijo, más contrario a la estirpe romana, y por eso el les había encerrado entre sus murallas, porque si salieran de allí a cualquier parte vagarían por el campo como bestias salvajes, destrozando y asesinando cuanto se les pusiera en su camino. Algunos habían desertado junto a Aníbal y los demás se habían marchado a incendiar Roma. El cónsul podría ver en el Foro medio quemado el resultado de su crimen. Habían tratado de destruir el templo de Vesta, con su fuego perpetuo, y la imagen custodiada en el santuario sagrado, aquella imagen que el Hado había dispuesto que fuera la prenda y garantía del dominio romano [se refiere Livio al Palladium, imagen de madera de Palas-Atenea (Minerva) que, presuntamente, Eneas logró salvar del incendio de Troya y que allí se custodiaba; así pues, los campanos habían atacado el ser espiritual, mágico o totémico, como se prefiera, pero en todo caso lo más íntimo de la Ciudad.-N. del T.]. Consideró que no sería en absoluto seguro dar a los campanos la oportunidad de entrar en la Ciudad. Después de oír esto, Levino hizo que los campanos jurasen a Flaco que volverían a los cinco días, tras recibir la respuesta del Senado. Luego les ordenó que lo siguieran a Roma. Rodeado de esta muchedumbre y de cierto número de sicilianos con los que también se había encontrado, entró en la Ciudad. Parecía como si estuviera conduciendo un grupo de acusadores contra los dos jefes que se habían distinguido por la destrucción de dos famosas ciudades y que ahora se habrían de defender contra aquellos a los que habían vencido. Sin embargo, los primeros asuntos que ambos cónsules presentaron ante el Senado fueron los relativos a la política exterior y la asignación de diversos mandos.

[26.28] Levino presentó su informe sobre la situación en Macedonia y Grecia, y entre los etolios, los acarnanes y los locrios. Dio también detalles acerca de sus propios movimientos militares por tierra y mar, y declaró que había expulsado a Filipo, que estaba contemplando un ataque contra los etolios, de nuevo al interior de su reino. Ya podía retirarse con seguridad la legión, pues la flota bastaría para proteger Italia de cualquier intento por parte del rey. Después de este informe sobre sí mismo y la provincia de la que había estado encargado, él y su colega plantearon el asunto de los distintos mandos. El Senado tomó las siguientes disposiciones. Un cónsul actuaría en Italia contra Aníbal; el otro sustituiría a Tito Otacilio al mando de la flota así como en la administración de Sicilia, con Lucio Cincio como pretor. Ambos deberían hacerse cargo de los ejércitos de Etruria y la Galia, cada uno de ellos compuesto por dos legiones. Las dos legiones urbanas, que el cónsul Sulpicio había mandado el año anterior, fueron enviadas a la Galia y el cónsul que debía operar en Italia nombraría el mando de la Galia. Cayo Calpurnio vio extendido su cargo de propretor otro año y se le envió a Etruria; Quinto Fulvio también vio prorrogado su cargo otro año en Capua. Se redujo la fuerza compuesta por ciudadanos y aliados, creándose una legión reforzada de estas dos; consistía en cinco mil infantes y trescientos jinetes, siendo licenciados quienes llevaban más tiempo de servicio. El ejército de los aliados se redujo a siete mil infantes y trescientos jinetes, observándose la misma regla en cuanto al licenciamiento de los veteranos que llevaban más años de servicio. En el caso del cónsul saliente, Cneo Fulvio, no se hizo cambio alguno; retuvo su mando y su provincia, Apulia, durante otro año. Su último colega, Publio Sulpicio, recibió la orden de disolver su ejército, con excepción de la fuerza naval. Asimismo, el ejército que había mandado Marco Cornelio sería enviado a casa desde Sicilia. Los hombres de Cannas, que prácticamente representaban dos legiones, permanecerían todavía en la isla bajo el mando del pretor Lucio Cincio. Lucio Cornelio había mandado el mismo número de legiones el año anterior en Cerdeña y, ahora, estas fueron transferidas al pretor Publio Manlio Vulso. Los cónsules recibieron órdenes para procurar que, al alistar las legiones urbanas, no se inscribiera a ninguno que hubiese estado en el ejército de Marco Valerio o en el de Quinto Fulvio. Así pues, el número total de legiones romanas en activo aquel año no excedería las veintiuna.

[26.29] Cuando el Senado terminó de hacer los nombramientos, se ordenó a los cónsules que sortearan sus mandos. Sicilia y la flota tocaron a Marcelo; Italia y la campaña contra Aníbal, a Levino. Este resultado aterrorizó completamente a los sicilianos, a quienes pareció como si fueran a repetirse todos los horrores de la captura de Siracusa. Estaban a plena vista de los cónsules, esperando ansiosamente el resultado del sorteo, y al ver cómo resultaba rompieron en lamentos y gritos de angustia, lo que atrajo las miradas de todos sobre ellos en aquel momento y se convirtió luego en objeto de muchos comentarios. Vistiéndose de luto, visitaron las casas de los senadores y aseguraron a cada uno de ellos que si Marcelo volvía a Sicilia con el poder y la autoridad de un cónsul, todos ellos abandonarían su ciudad y dejarían la isla para siempre. Dijeron que antes se mostró vengativo e implacable para con ellos; ¿qué haría ahora, furioso como debía estar con los sicilianos que habían venido a Roma para quejarse de él? Sería mejor para la isla verse enterrada bajo los fuegos del Etna o sumergida en las profundidades del mar, antes que ser entregada a tal enemigo para que descargara en ella su ira y su venganza. Estas protestas de los sicilianos fueron hechas, individualmente, a los nobles en sus propias casas, dando lugar a animados debates en los que la simpatía por las víctimas y los sentimientos de hostilidad hacia Marcelo se expresaron con libertad hasta que llegaron al Senado. Se pidió a los cónsules que consultasen a aquel organismo sobre la conveniencia de una reasignación de las provincias. Al dirigirse a la Curia, Marcelo dijo que de haberse concedido ya audiencia a los sicilianos, él habría adoptado otro parecer; pero tal como estaban las cosas, él no quería dejar abierta a nadie la posibilidad de decir que temían exponer sus quejas contra el hombre bajo cuya potestad se verían en breve. Si, por tanto, a su colega le daba igual, él estaba dispuesto a cambiar con él sus provincias. Reprobaría que el Senado aprobara cambio alguno, pues habría sido injusto para su colega escoger su provincia sin sorteo, ¿y cuánto más humillante no habría sido obtener la provincia sin que se la hubiera transferido formalmente su colega? Tras expresar su deseo, y sin aprobar ningún decreto, el Senado levantó la sesión y los cónsules se dispusieron a intercambiar las provincias. Marcelo fue llevado de aquel modo a cumplir con su destino de enfrentarse a Aníbal para, así como había sido el primer general en ganar el honor de librar una acción victoriosa contra él tras tantos desastres, ser también el último en contribuir a la fama del cartaginés con su propia caída, justo en el momento en que la marcha de la guerra se mostraba más favorable a los romanos.

[26.30] Cuando se hubo decidido el intercambio de las provincias, los sicilianos fueran presentados ante el Senado. Después de explayarse largamente sobre la lealtad inquebrantable de Hierón a Roma, y reclamar el crédito de esta para el pueblo y no para el rey, continuaron: «Hay muchas razones para el odio que sentimos contra Jerónimo, y luego contra Hipócrates y Epícides, pero la principal era el haber abandonado a Roma por Aníbal. Fue esto lo que condujo a algunos de nuestros más destacados jóvenes a asesinar a Jerónimo cerca de la curia, induciendo además a unos setenta, pertenecientes a nuestras más nobles casas, a formar una conjura para destruir a Hipócrates y a Epícides. Al no apoyarlos Marcelo, llevando su ejército a Siracusa en el momento prometido, la conjura fue descubierta por un informador y fueron todos condenados a muerte por los tiranos. Marcelo era el auténtico responsable de la tiranía por su despiadado saqueo de Lentini. Desde aquel momento, nunca los líderes siracusanos dejaron de presentarse a Marcelo y comprometerse a entregarle la ciudad cuando quisiera. Trató de tomarla por asalto, pero al fallar todos sus intentos por tierra y por mar, y viendo que la cosa resultaba imposible, escogió como agentes de la rendición a un artesano llamado Sosis y al hispano Mérico, en vez de permitir que los líderes de la ciudad, que tantas veces se lo habían ofrecido en vano, se encargasen del asunto. Sin duda, debió considerar que así tenía más justificación para saquear y masacrar a los amigos de roma. Incluso si el pasarse a Aníbal hubiera sido acto del senado y del pueblo, en vez de solo el de Jerónimo; si hubiera sido el gobierno de Siracusa el que cerró las puertas a Marcelo y no los tiranos Hipócrates y Epícides, que habían derrocado al gobierno; si hubiéramos luchado contra Roma con el espíritu y el ánimo de los cartagineses, ¿qué mayor severidad podría haber mostrado Marcelo para con nosotros, que la que en verdad mostró, con excepción de haber borrado a Siracusa de la faz de la tierra? En todo caso, nada se nos ha dejado aparte de nuestras murallas y nuestras casas despojadas de todo; y hasta los templos de nuestros dioses, vaciados y fuera de uso, de los que se han llevado hasta los propios dioses y sus ofrendas. Muchos han sido privados de sus tierras y privados del resto de sus fortunas, de modo que ni siquiera tenían el menor suelo del que sostenerse ellos y sus familias. Os rogamos y suplicamos, senadores, que si no podéis ordenar que se nos devuelva todo cuanto hemos perdido, al menos se nos restituya lo que pueda ser hallado e identificado». Después de haber expuesto sus quejas, Levino ordenó que se retiraran para que se pudiera discutir su situación. «Que se detengan», exclamó Marcelo, «para que yo pueda dar mi respuesta en su presencia, pues quienes dirigimos la guerra en vuestro nombre, senadores, lo hicimos con la condición de que aquellos a quienes vencimos se presenten como nuestros acusadores. Dos ciudades se han capturado este año: que Capua pida cuentas a Fabio y Siracusa a Marcelo». [fina ironía, la del cónsul.-N. del T.]

[26.31] Cuando se les hubo traído nuevamente dentro de la Curia, Marcelo pronunció el siguiente discurso: «No he olvidado hasta ahora, senadores, la majestad de Roma o la dignidad de mi cargo como para rebajarme a defenderme, como cónsul, contra las acusaciones de los griegos, …si solo me concernieran a mí. La cuestión no es tanto qué he hecho, pues el derecho de guerra defiende cuanto he efectuado sobre las personas y bienes de los enemigos, como cuánto debían haber sufrido. Si no hubieran sido estos enemigos nuestros, sería indiferente que hubiera yo asolado Siracusa ahora o durante la vida de Hierón. Rechacé la oferta de sus dirigentes para entregar a la ciudad y busqué a Sosis y al hispano Mérico, como personas mucho más adecuadas a las que confiar asunto de tanta importancia. Como hacéis de la humilde condición de los demás un reproche, ¿quién de vosotros me prometió abrir sus puertas y dejar entrar a mis fuerzas en vuestra ciudad? Quienes hicieron esto son objeto de vuestro odio y vuestras maldiciones; ni siquiera en este lugar os abstenéis de insultarles, mostrando así hasta qué punto estabais lejos de contemplar algo semejante. Aquella baja posición social, senadores, que estos hombres convierten en motivo de reproche, justifica con la mayor claridad que yo no haya desaprovechado a ningún hombre dispuesto a prestar ayuda a la república. Antes de comenzar el sitio de Siracusa hice varios intentos de alcanzar una solución pacífica, primero mediante el envío de embajadores y después mediante entrevistas personales con sus dirigentes. Fue sólo cuando vi que no se respetaban las personas de mis embajadores ni se les protegía contra la violencia, y que no podía conseguir respuesta de los dirigentes con los que conferencié ante sus puertas, cuando entré en acción y finalmente capturé la ciudad al asalto, tras enorme derroche de trabajos y esfuerzos por mar y tierra. En cuanto a los incidentes relativos a su captura, aquellos hombres habrían tenido más justificación al presentar sus quejas a Aníbal y sus vencidos cartagineses que ante el Senado del pueblo que les venció. Senadores, si mi intención hubiera sido ocultar el expolio de Siracusa, nunca habría adornado la Ciudad de Roma con sus despojos. Con respecto a lo que yo, como vencedor, saqué o entregué en cada caso particular, estoy bien satisfecho de haber actuado de conformidad con las leyes de guerra y de acuerdo a los merecimientos de cada individuo. Que aprobéis o no mi comportamiento es cosa que atañe más al Estado, no que me preocupe a mí. Sólo cumplí con mi deber, pero constituirá un serio problema para la república si, rescindiendo mis actos, hacéis que los generales futuros sean más remisos en cumplir con el suyo. Y puesto que habéis escuchado tanto lo que los sicilianos y yo mismo teníamos que decir en presencia del otro, juntos abandonaremos la Curia para que el Senado, en mi ausencia, pueda discutir el asunto con mayor libertad». A continuación, se despidió a los sicilianos; Marcelo marchó al Capitolio para alistar las tropas.

[26.32] El otro cónsul, Levino, consultó entonces al Senado sobre qué respuesta se debía dar a la petición de los sicilianos. Hubo un largo debate y gran divergencia de opinión. Muchos de los presentes apoyaban el punto de vista de Tito Manlio Torcuato. Eran de la opinión de que las hostilidades deberían haber sido dirigidas contra los tiranos, que eran los enemigos comunes de Siracusa y de Roma. Se debía haber permitido que la ciudad se rindiera, y no haber sido tomada por asalto; y tras rendirse se les debía haber garantizado sus propias leyes y libertades, en vez de arruinarla con la guerra tras haber sido llevada a una deplorable servidumbre bajo sus tiranos. La lucha entre los tiranos y el general romano, de la que Siracusa fue el premio de la victoria, se había traducido en la destrucción total de una ciudad más famosa y bella, el granero y el tesoro del pueblo romano. La república había experimentado frecuentemente su generosidad, especialmente durante la presente guerra púnica, y la Ciudad se había embellecido con sus generosos regalos. Si Hierón, aquel fiel partidario del poder de Roma, se levantase de entre los muertos, ¿con qué cara podría nadie atreverse a enseñarle Roma o Siracusa? En una, su ciudad, vería el general expolio y gran parte incendiada, y si se aproximaba a la otra contemplaría, ya en el exterior de sus murallas, ya dentro de sus puertas, los despojos de su patria. Esta fue la línea de argumentación empleada por aquellos que trataban de crear un sentimiento contra el cónsul y provocar simpatía por los sicilianos. La mayoría, sin embargo, no se formó una opinión tan desfavorable de su conducta, aprobándose un decreto que confirmó los actos de Marcelo, tanto durante la guerra como después de su victoria, y declarando que el Senado, en lo futuro, se haría cargo de los intereses de los siracusanos y ordenaría a Levino que salvaguardara las propiedades de los ciudadanos en cuanto pudiera, sin causar ninguna pérdida para el Estado. Se enviaron dos senadores al Capitolio para que pidieran al cónsul que regresase, y tras haber sido llevados nuevamente los sicilianos, se les leyó el decreto. Se expresaron algunas palabras amables para con los embajadores y se les despidió. Antes de abandonar la Curia, se arrojaron de rodillas ante Marcelo y le imploraron que les perdonase por cuanto habían dicho en su ansia por ganarse la simpatía y el alivio de sus penas. También le rogaron que les llevara a su ciudad bajo su protección y les considerase como sus clientes. El cónsul prometió que lo haría, y tras unas palabras clementes los despidió.

[26.33] Se concedió una audiencia a los campanos. Su petición resultó más miserable, por ser más indefendible su caso. No podían negar que merecían castigo y no había tiranos a los que pudieran culpar, pero consideraban que ya habían pagado una pena proporcionada tras haber tantos de sus senadores tomado veneno y haber sido tantos otros decapitados. Algunos de sus nobles, dijeron, vivían aún, los pocos a quienes su conciencia culpable no los había llevado a tomar una decisión fatal, ni a quienes los vencedores, en su furia, les hubieran condenado a muerte. Aquellos hombres les rogaban que ellos y sus familias quedasen en libertad y que se les devolviera parte de sus bienes. Eran en su mayoría ciudadanos romanos, emparentados por matrimonio con familias romanas. Después que se hubieran retirado los embajadores, hubo alguna duda sobre si se debía convocar a Quinto Fulvio desde Capua, pues el cónsul Claudio había muerto poco después de su captura, para que se pudiera debatir la cuestión en presencia del general cuyos actos habían sido puestos en entredicho. Esto era lo que se acababa de hacer en el caso de Marcelo y los sicilianos. Sin embargo, al estar sentados en la Curia algunos senadores que habían sido testigos de todo el asedio, Marco Atilio Régulo y Cayo, el hermano de Flaco, ambos generales suyos, y Quinto Minucio y Lucio Veturio Filón, que habían sido generales de Claudio, decidieron no hacer venir a Quinto Fulvio ni aplazar la audiencia de los campanos. Entre aquellos que habían estado en Capua, el hombre cuya opinión tenía el mayor peso era Marco Atilio, y a él se le preguntó qué proceder aconsejaría. Su respuesta fue: «Creo que estuve presente en el consejo de guerra celebrado tras la caída de Capua, cuando los cónsules indagaron sobre cuáles de los campanos habían ayudado a nuestra república. Solo se descubrieron dos, y eran mujeres. Uno de ellas era Vestia Opia de Atela, que vivía en Capua y ofrecía sacrificios diariamente por la salud y la victoria de Roma; la otra era Cluvia Pacula, que en tiempos había sido prostituta y que en secreto suministraba comida a los hambrientos prisioneros. El resto de los campanos nos eran tan hostiles como los propios cartagineses, y aquellos a quienes Quinto Fulvio ejecutó fueron escogidos más por la influencia de su posición que por su culpabilidad. No acabo de ver cómo pueda ser competente el Senado para conocer del asunto de los campanos, que son ciudadanos romanos, sin un mandato del pueblo. Después de la revuelta de los satricanos [otro pueblo campano.-N. del T.], la conducta seguida por nuestros antepasados fue que un tribuno de la plebe, Marco Antistio, llevase primero el asunto ante la Asamblea, aprobándose una resolución que facultaba al Senado para decidir qué hacer respecto a aquellos. Por lo tanto, yo os aconsejo que acordemos con los tribunos de la plebe que uno o más de ellos propongan una resolución para que el pueblo nos faculte a resolver el destino de los campanos». Lucio Atilio, tribuno de la plebe, fue autorizado por el Senado a presentar la cuestión en los siguientes términos: «Considerando que los capuanos, atelanos, calatinos y sabatinos se rindieron al arbitraje del procónsul Fulvio y se pusieron a disposición y bajo el dominio del pueblo de Roma; y considerando ​​que han entregado diversas personas junto con ellos mismos, así como también sus tierras y la ciudad con todas las cosas que en ella hay, sagradas y profanas, junto con sus bienes muebles e inmuebles y demás que fuese que tuvieran en su poder, os demando, Quirites, para saber cuál es vuestra voluntad y deseo sobre lo que se haga con todas estas personas y cosas». El pueblo contestó así: «Lo que el Senado, o la mayor parte de él que esté presente, decrete y determine bajo juramento que se haga, eso es lo que deseamos y ordenamos».

[26.34] Habiendo así resuelto la plebe, el Senado dispuso lo siguiente: devolver, en primer lugar, su libertad a Opia y Cluvia; si deseaban pedir alguna recompensa mayor al Senado, deberían venir a Roma. Se redactaron decretos separados para cada una de las familias de Capua, por lo no que no vale la pena efectuar una enumeración completa. Algunos verían sus propiedades confiscadas, a ellos mismos vendidos junto con sus esposas e hijos, con excepción de aquellos cuyas hijas se habían casado fuera del territorio antes que pasara bajo poder de Roma. Otros serían encadenados y su destino decidido posteriormente. Para el resto, el asunto de si se debían confiscar o no sus propiedades dependería del valor en que fueran tasadas. Donde se restaurase la propiedad, se debía incluir todo el ganado vivo excepto los caballos, todos los esclavos excepto los machos adultos y todos los bienes que no fuesen inmuebles. Además, se decretó que los capuanos, avellanos, calatinos y sabatinos conservarían la libertad, excepto aquellos que ellos mismos y sus padres hubieran estado con el enemigo, pero ninguno de ellos podría convertirse en ciudadano romano o en miembro de la Liga Latina. Ninguno que hubiera estado en Capua durante el asedio podría permanecer en la ciudad o en sus alrededores más allá de una fecha determinada; se les asignaría un lugar de residencia más allá del Tíber y a cierta distancia de ella. Aquellos que no habían estado en Capua durante la guerra, ni en ninguna otra de las ciudades rebeldes de Campania, serían asentados al norte del Liris, en dirección a Roma; aquellos que se pusieron de parte de Roma antes de que Aníbal llegase a Capua, serían trasladados a este lado del Volturno, sin que ninguno pudiera poseer tierras o casa a menos de quince millas del mar. A quienes se deportó más allá del Tíber se les prohibió adquirir o poseer, ni a ellos ni a sus descendientes, bienes raíces en parte alguna excepto en los territorios de Veyes, Sutri y Nepi [las antiguas Sutrio y Nepete.-N. del T.], sin que excedieran en ningún caso aquellas posesiones las cincuenta yugadas [unas 13,5 Ha.-N. del T.]. Se ordenó que fueran vendidas las propiedades de todos los senadores y de cuantos habían desempeñado alguna magistratura en Capua, Atela y Calacia; aquellas personas a quienes se había decidido vender como esclavos, fueron enviadas a Roma y vendidas allí. La destrucción de imágenes y estatuas de bronce capturadas al enemigo, en cuanto cuáles pudieran ser sagradas y cuáles profanas, fue encomendada al Colegio Pontificio. Después de escuchar estos decretos se despidió a los campanos, que marcharon en un ánimo mucho más apesadumbrado del que tenían al llegar. Ya no se quejaron de la crueldad de Quinto Fulvio para con ellos, sino de la injusticia divina y su destino maldito.

[26,35] Después de la salida de los embajadores sicilianos y capuanos se completó el alistamiento de las nuevas legiones. Luego vino la cuestión del completar la flota con su dotación adecuada de remeros. No había hombres en cantidad suficiente ni, por entonces, dinero en el tesoro para adquirirlos o pagarles. En vista de este estado de cosas, los cónsules dieron orden de exigir a los ciudadanos particulares que proporcionasen marineros en proporción a sus ingresos o su rango, como ya habían hecho en ocasiones anteriores, así como para proporcionar con ellos treinta días de provisiones y paga. Esta orden levantó un sentir tan generalizado de indignación y resentimiento que, si el pueblo hubiera tenido un líder, se habían levantado en rebelión. Los cónsules, decían, después de arruinar a los sicilianos y a los campanos, habían tomado a la plebe de Roma como su siguiente víctima a la que arruinar y destruir. «Tras ser sangrados por impuestos de guerra durante tantos años», se quejaban, «ya no nos queda más que el suelo desnudo y agostado. Nuestras casas han sido incendiadas por el enemigo; nuestros esclavos, que cultivaban nuestros campos, han sido confiscados por el Estado, comprándoles primero a bajo costo para convertirlos en soldados, y ahora requisándolos para la marinería. Cualquiera plata u oro que tuviésemos, se ha tenido que dedicar a pagar remeros y cumplir con los tributos anuales. Ningún recurso a la fuerza y ningún ejercicio de autoridad nos podrá obligar a entregar lo que no tenemos. Que los cónsules vendan nuestros bienes, que luego descarguen su ira vendiendo nuestros cuerpos, que es lo único que nos queda; ni siquiera sacarán para poder pagar el rescate». Este tipo de lenguaje se empleaba no solo en conversaciones privadas, sino abiertamente en el Foro y ante los mismos ojos de los cónsules. Una gran multitud se había reunido en torno al tribunal, lanzando gritos de enojo, y los cónsules resultaban impotentes para calmar la agitación, fuera mediante lisonjas o con amenazas. En última instancia, anunciaron que les concederían tres días para meditar sobre la cuestión, dedicando ellos mismos aquel tiempo a ver si podían encontrar manera de salir de aquella dificultad. Al día siguiente convocaron al Senado para examinar juntos el asunto, presentándose muchos argumentos para demostrar que la plebe actuaba de modo justo y razonable en su protesta. Al final la discusión se centró en este punto, si era justo o injusto que la carga recayera sobre los ciudadanos particulares. ¿De qué fuente, se preguntaban, podrían obtener los marinos aliados, cuando no había dinero en el tesoro, y mantener en su poder Sicilia o guardar las costas de Italia contra cualquier ataque de Filipo, si no tenían flota?

[26.36] Como no se veía solución al problema y parecía haberse apoderado del Senado una especie de letargo mental, el cónsul Levino se presentó al rescate. «Como los magistrados», dijo, «tienen precedencia sobre el Senado, y este sobre el pueblo, en honor y dignidad, así deben encabezar el camino en las tareas desagradables y difíciles. Si, al establecer cualquier obligación sobre un subordinado, te la has impuesto antes a ti y a los tuyos, verás que todos están más dispuestos a obedecer. No sentirán que están afrontando una gravosa obligación si ven que sus dirigentes afrontan una parte mayor que la suya en la misma. Queremos que el pueblo romano posea flotas y las equipe, queremos que todos los ciudadanos proporcionen remeros y que no eludan su deber; impongámonos, por tanto, esa carga a nosotros mismos en primer lugar. Que todos y cada uno de nosotros traigamos mañana al tesoro nuestras monedas de oro, plata y bronce, reservándonos solo un anillo para nosotros, nuestras esposas e hijos y una bula para los hijos menores. Los que tengan mujer e hijas pueden guardar una onza de oro para cada una. Con respecto a la plata, los que hayan ocupado sillas curules guardarán la de las guarniciones de sus caballos y las libras necesarias para los saleros y patenas del culto divino. Los demás senadores guardarán solo una libra de plata. En cuanto a la moneda de bronce, sobre se retendrán cinco mil ases por hogar [es decir: para el oro, podían guardar 27,25 gramos; para la plata, 327 gramos y para el bronce 136,25 kilos.-N. del T.]. Pondremos todo nuestro oro y plata restantes en manos de los triunviros del tesoro. No se debería aprobar ninguna resolución formal; nuestras contribuciones deberán ser estrictamente voluntarias y nuestra mutua rivalidad por auxiliar a la república inducirá al orden ecuestre a imitarnos y, tras ellos, a la plebe. Este es el único camino que los cónsules hemos sido capaces de concebir tras largo debate, y os rogamos que lo sigáis con la ayuda de los dioses. Siempre que esté segura la república, lo estará bajo su protección la propiedad de cada cual; pero si desertáis de ella, será en vano que tratéis de conservar lo que poseéis». Estas propuestas fueron acogidas tan favorablemente que incluso se dio las gracias a los cónsules por ellas. En cuanto se disolvió el Senado, cada uno llevó su oro, plata y bronce al tesoro, ansiando todos tanto ser los primeros en ver su nombre inscrito en el registro público que ni los triunviros ni sus auxiliares dieron abasto para hacerse cargo de los montantes con la suficiente rapidez. El orden ecuestre mostró tanto celo como el Senado, y el pueblo no se quedó detrás del orden ecuestre. De esta manera, sin ningún tipo de orden formal o compulsión hecha por los magistrados, se alcanzó la plantilla completa de remeros y el Estado quedó en disposición de pagarles. Como los preparativos para la guerra se habían completado, los cónsules partieron para sus respectivas provincias.

[26.37] En ninguna otra época de la guerra estuvieron, cartagineses y romanos por igual, sujetos a mayores cambios de fortuna o a más rápidos cambios de ánimo entre la esperanza y el temor. En las provincias, los desastres en Hispania por un lado y los éxitos en Sicilia por el otro, llenaron a los romanos con sentimientos de tristeza y alegría. En Italia, la pérdida de Tarento se consideró un duro golpe, pero la inesperada conservación de la ciudadela por parte de la guarnición dejó contentos todos los corazones; mientras, el repentino pánico ante la perspectiva de que Roma fuera asediada y asaltada dio paso al regocijo universal cuando Capua fue capturada pocos días después. En la campaña de ultramar se alcanzó una especie de equilibrio. Filipo comenzó las hostilidades en un momento inoportuno para Roma, pero en la nueva alianza con los etolios y con Atalo, rey de Pérgamo, pareció como si la Fortuna ofreciera una prenda del dominio de Roma en el Este. Los cartagineses, nuevamente, sintieron que la captura de Tarento era una compensación frente la pérdida de Capua, y aunque se enorgullecían de haber marchado sin oposición hasta las murallas de Roma, se mortificaban por la futilidad de su empresa y se sentían humillados por el desprecio que les mostraron, al marchar un ejército romano hacia Hispania estando ellos aún acampados bajo las mismas murallas. Hasta en la misma Hispania, donde la destrucción de dos grandes generales con sus ejércitos habían acrecentado sus esperanzas de expulsar finalmente a los romanos y dar fin a la guerra, cuanta mayor fue su esperanza mayor fue su disgusto al ver despojada de toda importancia su victoria por Lucio Marcio, que ni siquiera tenía el rango de general. Así, mientras la fortuna mantenía la situación igualada y todo en suspenso, ambas partes mantenían las mismas esperanzas y temores, como si la guerra sólo acabase de empezar.

[26,38] La principal causa de inquietud de Aníbal era el efecto producido por la caída de Capua. En general, se consideraba que los romanos habían mostrado una mayor determinación atacando de la que él había tenido defendiendo la plaza, y esto alejó de él a muchas comunidades italianas. No podía ocuparlas todas con guarniciones, a menos que estuviese dispuesto a debilitar su ejército separando de él numerosas pequeñas unidades; aquella medida resultaba por entonces muy inoportuna. Por otro lado, no se atrevía a retirar ninguna de sus guarniciones y dejar así la lealtad de sus aliados dependiente de sus propias esperanzas y temores. Su temperamento, propenso como era a la rapacidad y a la crueldad, lo llevó a saquear los lugares que no pudo defender, para dejarlos asolados y estériles en manos del enemigo. Esta política cruel le dio malos resultados, pues despertó el odio y el horror no sólo entre las víctimas reales, sino entre todos cuantos oyeron hablar de ella. El cónsul romano no cejaba en sondear el sentir de aquellas ciudades por si apareciera la esperanza de recuperarlas. Entre estas estaba la ciudad de Salapia [junto a la actual Trinitápoli.-N. del T.]. Dos de sus ciudadanos más destacados eran Dasio y Blatio. Dasio era proclive a Aníbal; Blatio favorecía los intereses de Roma tanto como podía con seguridad, y había enviado mensajes secretamente a Marcelo manteniendo nuestras esperanzas de que la ciudad pudiera ser rendida. Pero tal cosa no podía ser llevada a cabo sin la colaboración de Dasio. Durante mucho tiempo dudó, pero finalmente se dirigió a Dasio, no tanto por que esperase tener éxito como porque no tenía un plan mejor. Dasio se opuso al proyecto, y para dañar a su rival político lo dio a conocer a Aníbal. Este les convocó a los dos ante su tribunal. Cuando comparecieron, Aníbal estaba ocupado en otros asuntos, pero trataría de ver su caso tan pronto quedase libre; así, ambos hombres, acusador y acusado, quedaron esperando alejados de la multitud. Mientras estaban así esperando, Blatio se acercó a Dasio para hablarle sobre la rendición. Ante esta conducta abierta y descarada, Dasio gritó que la rendición de la ciudad estaba siendo debatida a los mismos ojos de Aníbal. Aníbal y cuantos le rodeaban, pensaron la misma audacia del asunto lo convertía en una acusación improbable, y consideraron que era debida al rencor y a los celos, pues resultaba fácil inventar una acusación en ausencia de testigos. En consecuencia, se les despidió. Blatio, sin embargo, no desistió de su aventurado proyecto. Estaba constantemente urgiendo el asunto y mostrando cuán beneficioso resultaría para ellos dos y para su ciudad. Por fin logró hacer efectiva la rendición de la ciudad, con su guarnición de cinco mil númidas. Sin embargo, la entrega sólo pudo llevarse a cabo con gran pérdida de vidas. La guarnición estaba compuesta, de lejos, por la mejor caballería del ejército cartaginés; y aunque fueron tomados por sorpresa y no pudieron hacer uso de sus caballos dentro de la ciudad, empuñaron sus armas en la confusión y trataron de abrirse camino. Cuando vieron que la salida resultaba imposible, lucharon hasta el último hombre. No cayeron con vida en manos del enemigo más que cincuenta. La pérdida de esta tropa de caballería resultó un golpe más duro para Aníbal que la pérdida de Salapia; nunca, a partir de aquel momento, volvieron a ser superiores los cartagineses en caballería, que hasta entonces había sido, con mucho, su arma más eficiente.

[26,39] Durante este período, las privaciones de la guarnición romana en la ciudadela de Tarento se habían vuelto casi insoportables; los hombres y su comandante, Marco Livio, tenían puestas todas sus esperanzas en la llegada de suministros enviados desde Sicilia. Para asegurar el paso de estos con seguridad por la costa italiana, se estacionó una escuadra de una veintena de buques en Regio. La flota y los transportes estaban bajo el mando de Décimo Quincio. Era un hombre de humilde cuna, pero sus muchas y aguerridas hazañas le habían ganado una gran reputación militar. Tenía solo cinco buques con los que actuar, las mayores de las cuales, dos trirremes, le habían sido asignadas por Marcelo; posteriormente, debido al eficaz uso que hizo de ellas, se añadieron a su mando tres quinquerremes y, finalmente, obligando a las ciudades aliadas de Regio, Velia y Paestum a suministrar los buques a que les obligaban los tratados, formó la escuadra arriba indicada de veinte naves. Cuando la flota estaba partiendo de Regio, a la altura de Sapriportis, un lugar a unas quince millas de Tarento [22200 metros.-N. del T.], fue a dar con la flota tarentina, también de veinte buques, bajo el mando de Demócrates. El prefecto romano, que no había previsto un combate, tenía dada toda la vela; llevaba, no obstante, toda su dotación de remeros, a los que había reunido cuando se encontraba en las cercanías de Crotona y Síbari [la antigua Sybaris.-N. del T.], y su flota estaba excelentemente provista y tripulada, teniendo en cuenta en tamaño de los buques. Dio la casualidad de que el viento cesó completamente justo cuando el enemigo se hizo visible, por lo que hubo bastante tiempo para arriar las velas y disponer a remeros y soldados para el combate que se avecinaba. Pocas veces entraron en combate dos flotas con la determinación de aquellas dos pequeñas flotillas, pues combatían más por lo que representaban que por lo que realmente eran. Los tarentinos esperaban, ya que habían recuperado su ciudad de los romanos tras un lapso de casi un siglo, que pudieran recuperar también la ciudadela cortando los suministros enemigos tras privarles del dominio del mar. Los romanos estaban ansiosos por demostrar, reteniendo la ciudadela bajo su control, que Tarento no se había perdido en una lucha justa, sino con engaño y traición. Así que, cuando se dio la señal por cada bando, remaron con sus proas los unos contra los otros; no hubo reservas ni maniobra, tan pronto se ponían al alcance de cualquier nave la trababan y abordaban. Combatían a tan corta distancia que no solo lanzaban proyectiles, también empleaban sus espadas luchando cuerpo a cuerpo. Las proas estaban unidas, y así permanecieron unidas y girando conforme las impulsaban los remos de las popas contrarias. Los buques estaban tan abarrotados y juntos que apenas ningún proyectil dejaba de alcanzar un objetivo y caía al agua. Presionaban unos contra otros como si fuese una línea de infantería, y los combatientes pasaban de barco a barco. Muy notable entre todas fue la lucha de los dos buques que dirigían sus respectivas líneas y que fueron los primeros en enfrentarse.

El propio Quincio estaba en el barco romano, y en el de Tarento iba un hombre llamado Nicón, apodado Percón, que odiaba a los romanos tanto por motivos privados como públicos, y que era igualmente odiado por ellos, pues fue uno de los del grupo que entregó Tarento a Aníbal. Mientras Quincio luchaba y animaba a sus hombres, Nicón le tomó por sorpresa y le atravesó con su lanza. Cayó de bruces sobre la proa y el victorioso tarentino saltó sobre la nave contraria, haciendo retroceder al enemigo que había quedado desconcertado por la pérdida de su jefe. La proa se encontraba ya en manos de los tarentinos y los romanos, apretados, tenían dificultades para defender la popa del buque, cuando de repente hizo su aparición por la popa otro de los trirremes enemigos. Entre ambos capturaron la nave romana. La vista del buque insignia del prefecto en manos enemigas provocó el pánico, y el resto de la flota huyó en todas direcciones; algunas naves fueron hundidas, otras fueron rápidamente embarrancadas en tierra y resultaron capturadas por las gentes de Turios y Metaponto. Muy pocos de los transportes que iban detrás con los suministros cayeron en manos enemigas; el resto, cambiando sus velas para aprovechar los vientos variables, navegaron hacia alta mar. En Tarento, por aquel tiempo, se efectuó una hazaña que terminó con un resultado muy diferente. Estaba dispersa por los campos una fuerza de forrajeo de cuatro mil tarentinos; Livio, el comandante de la guarnición romana, estaba siempre atento a cualquier oportunidad de lanzar un ataque y envió a Cayo Persio, un hombre enérgico, con dos mil quinientos hombres para atacarles. Este cayó sobre ellos, mientras estaban en grupos dispersos por los campos, infligiéndoles graves pérdidas, obligando a los pocos que escaparon a dirigirse en precipitada huida hacia las puertas abiertas de la ciudad. Así pues, las cosas quedaron igualadas por lo que a Tarento respectaba; los romanos quedaron victoriosos por tierra y los tarentinos por mar. Ambos se sintieron igualmente decepcionados en sus esperanzas de obtener el grano que habían tenido a la vista.

[26,40] La llegada de Levino a Sicilia había sido esperaba por todas las ciudades amigas, tanto las que habían sido viejas aliadas de Roma como las que hacía poco se le habían unido. Su primera y más importante tarea era solucionar los asuntos de Siracusa, que, como la paz hacía muy poco que se había establecido, estaban aún en estado de confusión. Cuando hubo cumplido esta tarea, se dirigió a Agrigento, donde los rescoldos de la guerra todavía humeaban y aún permanecía una importante guarnición cartaginesa. La fortuna favoreció su empresa. Hanón estaba al mando, pero los cartagineses depositaban su mayor confianza en Mutines y sus númidas. Este se dedicaba a correr la isla de punta a punta, capturando botín de los amigos de Roma; ninguna fuerza ni estratagema pudo impedirle entrar y salir de Agrigento a su antojo durante sus correrías. Toda esta gloria suya estaba comenzando a eclipsar a la de su propio comandante y terminó por provocar tantos celos que los éxitos obtenidos dejaron de ser bienvenidos a causa del hombre que los había obtenido. Terminó por dar el mando de la caballería a su propio hijo, con la esperanza de que privando a Mutines de su puesto, destruiría además su influencia entre los númidas. Esto solo consiguió el efecto contrario, pues el malestar provocado hizo que Mutines fuera más popular, y este demostró su resentimiento con la injusticia que le hizo al entrar de inmediato en negociaciones secretas con Levino para la rendición de la ciudad. Cuando sus emisarios hubieron llegado a un acuerdo con el cónsul y organizado el plan de operaciones, los númidas se apoderaron de la puerta que conduce al mar después de masacrar a los hombres de guardia, y admitieron en la ciudad una fuerza romana que estaba dispuesta. Conforme marchaban en filas apretadas hasta el foro y el corazón de la ciudad, en medio de gran confusión, Hanón, pensando que se trataba únicamente de un desorden provocado por los númidas, como ya había sucedido muchas veces antes, se dirigió a calmar el tumulto. Sin embargo, cuando vio a lo lejos un cuerpo mucho más grande que el de los númidas, y al escuchar el bien conocido grito de batalla de los romanos, se dio inmediatamente a la fuga antes de estar a distancia de tiro de un proyectil. Huyendo junto a Epícides por una puerta al otro lado de la ciudad, acompañado por una pequeña escolta, alcanzó la orilla del mar. Aquí fueron lo bastante afortunados como para encontrar un pequeño buque con el que navegaron hacia África, abandonando Sicilia, por la que habían luchado durante tantos años, a su enemigo victorioso. La mezcla de población siciliana y cartaginesa, que habían dejado atrás, no hizo intento alguno de resistencia, sino que se alejó huyendo despavorida y, como todas las salidas estaban cerradas, fue masacrada alrededor de las puertas. Cuando hubo tomado posesión de la plaza, Levino ordenó que los hombres que habían estado al frente de los asuntos de Agrigento fueran azotados y decapitados; al resto de la población la vendió junto con el botín y envió todo el dinero a Roma.

Cuando el destino de los agrigentinos fue universalmente conocido por todos en Sicilia, la totalidad de las ciudades al unísono se declararon a favor de Roma. En poco tiempo, se entregaron clandestinamente veinte ciudades y seis fueron tomadas al asalto, y hasta cuarenta se entregaron bajo protección voluntariamente. El cónsul impuso premios y castigos a los principales hombres de aquellas ciudades, de acuerdo con los merecimientos de cada cual, y ahora que los sicilianos habían por fin depuesto las armas, les obligó a dirigir su atención a la agricultura. Esa fértil isla no solo era capaz de sostener a su propia población, sino que en muchas ocasiones alivió la escasez de Roma, y el cónsul tenía la intención de que lo hiciera nuevamente si fuese necesario. Agathyrna [próxima a Capo d’Orlando.-N. del T.] se había convertido en la sede de una población heterogénea, que sumaba unos cuatro mil hombres, compuesta por todo tipo de personajes: refugiados, deudores insolventes que en su mayor parte habían cometido delitos capitales cuando vivían en sus propias ciudades y bajo sus propias leyes y que luego fueron reunidos en Agathyrna por diversos motivos. Levino no consideraba seguro dejar atrás aquellos hombres en la isla, pues serían causa de nuevos disturbios mientras la paz estaba aún asentándose. Los reginos, además, encontrarían en ellos un cuerpo de bandoleros bien experimentado y útil; por consiguiente, Levino los llevó a todos a Italia. En cuanto a Sicilia se refería, el estado de guerra llegó a su fin en este año.

[26.41] [Tito Livio describe a continuación la caída de Carthago Nova; la sitúa durante el año 210 a.C., pero Polibio, más cercano a los hechos, la data en el 209 a.C., que es la fecha comúnmente aceptada. La aparente contradicción quedaría salvada por el hecho de que la expresión “Al comienzo de la primavera”, se referiría a la del año siguiente.-N. Del T.]. Al comienzo de la primavera, Publio Escipión dio órdenes para que los contingentes aliados se reunieran en Tarragona. A continuación botó sus barcos y condujo la flota y los transportes a la desembocadura del Ebro, donde también había ordenado que se concentrasen las legiones desde sus cuarteles de invierno. Partió luego de Tarragona con un contingente aliado de cinco mil hombres para el ejército. A su llegada, consideró que debía dirigir algunas palabras de aliento a sus hombres, especialmente a los veteranos que habían pasado por tan terribles desastres. Ordenó por tanto que formasen y se dirigió a las tropas con las siguientes palabras: «Ningún jefe antes que yo, resultando nuevo para sus tropas, había estado en situación de dar tan merecidamente las gracias a sus hombres sin haber tenido que usar de sus servicios. La fortuna me ha obligado para con vosotros antes de ver siquiera mi provincia o mi campamento; en primer lugar por el devoto afecto que mostrasteis para con mi padre y mi tío, durante sus vidas y tras sus muertes, y nuevamente después, por el valor con el que mantuvisteis la provincia cuando estaba aparentemente perdida tras su terrible derrota, manteniéndola así intacta para Roma y para mí, su sucesor. Nuestra meta y objetivo en Hispania debe ser, con la ayuda del cielo, no tanto mantener nuestras propias posiciones, sino impedir que los cartagineses conserven las suyas. No debemos quedarnos aquí inmóviles, defendiendo la orilla del Ebro contra el cruce del enemigo; debemos cruzarlo nosotros mismos y cambiar el escenario de la guerra. Me temo que este plan, al menos para algunos de vosotros, os pueda parecer demasiado amplio y ambicioso, al recordar las derrotas que hemos sufrido últimamente y al considerar mi juventud. Ningún hombre es menos probable que olvide esas batallas mortales en Hispania que yo, pues mi padre y mi tío murieron con treinta días de diferencia, y mi familia fue golpeada con una muerte tras otra.

«Sin embargo, aunque mi corazón esté roto por la orfandad y la desolación de nuestra casa, la buena suerte de la república y el valor de nuestra raza me impiden desesperar del resultado. Ha sido nuestra suerte y destino vencer en todas las grandes guerras sólo tras haber sido derrotados. Por mencionar guerras anteriores, Porsena y los galos y samnitas, solo lo haré de estas dos guerras púnicas. ¡¿Cuántas flotas, ejército y generales se perdieron en la primera guerra?! ¿Y cuántas en esta guerra? En todas nuestras derrotas estuve presente, bien en persona o, cuando no lo estaba, sintiéndolas con más intensidad que nadie. El Trebia, el lago Trasimeno, Cannas… ¿qué son, sino los registros de cónsules romanos y sus ejércitos hechos pedazos? Añadir a estas la defección de Italia, de la mayor parte de Sicilia, de Cerdeña, y luego la cúspide del terror y del pánico; el campamento cartaginés entre el Anio y las murallas de Roma, y la visión del victorioso Aníbal casi dentro de nuestras puertas. En medio de este absoluto colapso, una sola cosa se mantuvo firme y en perfecto estado: el valor del pueblo romano; y solo él sostuvo y levantó cuanto estaba postrado en el polvo. Vosotros, mis soldados, bajo el mando y los auspicios de mi padre, fuisteis los primeros en recuperaros de la derrota de Cannas, bloqueando el camino a Asdrúbal cuando marchaba hacia los Alpes e Italia. De haber unido sus fuerzas con su hermano, el nombre de Roma habría perecido; vuestra victoria nos sostuvo en medio de aquellas derrotas. Ahora, por la bondad del cielo, todo transcurre en nuestro favor; la situación en Italia y Sicilia mejora y es más esperanzadora día a día. En Sicilia, Siracusa y Agrigento han sido tomadas, el enemigo ha sido expulsado de todas partes y la totalidad de la isla reconoce la soberanía de Roma. En Italia, Arpi se ha recuperado y se ha tomado Capua, Aníbal ha escapado precipitadamente atravesando ampliamente Italia, desde Roma hasta el último rincón del Brucio, y reza únicamente para que se le permita hacer una retirada segura y alejarse de la tierra de sus enemigos. En un momento en que una derrota era seguida de cerca por otra y que los mismos dioses parecían estar luchando de parte de Aníbal, vosotros, mis soldados, junto a mis dos padres, dejadme que los honre con el mismo nombre, sostuvisteis en este país la tambaleante fortuna de Roma. ¿Qué resultaría entonces más increíble, sino que decayese vuestro valor cuando allí todo transcurre tan feliz y prósperamente? En cuanto a los últimos acontecimientos, yo quisiera que no me hubiesen causado tan profundo dolor.

«Los dioses inmortales, que velan por la suerte de los dominios de Roma, y que movieron a los electores en sus centurias a insistir con una sola voz en que se me concediese el mando supremo, los dioses, digo, nos aseguran mediante augurios, auspicios y hasta por visiones en la noche que todo marchará victoriosa y felizmente para nosotros. También mi propio espíritu, hasta ahora mi más auténtico profeta, presagia que Hispania será nuestra y que dentro de poco todo el que lleve el nombre de Cartago será expulsado lejos de esta tierra y cruzará mar y tierra en vergonzosa fuga. Lo que mi pecho así adivina se confirma por el sólido examen de los hechos. Debido a los malos tratos que han recibido, sus aliados nos están mandando emisarios pidiendo nuestro amparo. Sus tres generales están en desacuerdo, casi enfrentados unos con otros, y tras dividir su ejército en tres cuerpos separados han marchado a diferentes lugares del país. El mismo infortunio se ha apoderado de ellos como el que a nosotros nos resultó tan desastroso; les están abandonando sus aliados, como a nosotros los celtíberos, y el ejército que demostró ser fatal a mi padre y mi tío ha quedado dividido en cuerpos separados. Su querella interna no les dejará actuar al unísono y, ahora que están divididos, no nos podrán resistir. Dad la bienvenida, soldados, al presagio del nombre que llevo, sed leales a un Escipión que es el fruto de vuestro último comandante, un brote de la rama cortada. ¡Vamos pues, mis veteranos!, y llevad un nuevo ejército y un nuevo comandante a través del Ebro, hasta las tierras que tantas veces recorristeis y en las que habéis dado tantas pruebas de vuestra valía y coraje.

[26,42] Después de encender el ánimo de sus hombres con este discurso, cruzó el Ebro con veinticinco mil soldados de infantería y dos mil quinientos de caballería, dejando a Marco Silano a cargo del país al norte del Ebro con tres mil infantes y trescientos jinetes. Como los ejércitos cartagineses habían tomado, todos, rutas diferentes, algunos de sus colaboradores le instaron a atacar al más cercano, pero él pensaba que si hacía eso corría el riesgo de que todos se concentrasen contra él, y no era rival para los tres juntos. Decidió comenzar con un ataque contra Cartagena [la antigua Carthago Nova.- N. del T.], una ciudad que no solo era rica por sus propios recursos, sino por albergar los depósitos de guerra enemigos con sus armas, los caudales y los rehenes de toda Hispania. Tenía también la ventaja adicional de su situación, pues ofrecía una base ideal para la invasión de África y un puerto capaz de albergar una flota por grande que fuese y, hasta donde yo sé, el único puerto en aquella parte de la costa que enfrenta a nuestro mar [si contemplamos un mapa de la actual Cartagena, veremos cómo todavía hoy resulta ser el único puerto natural realmente bien defendido de toda la costa mediterránea española.-N. del T.]. Nadie sabía de su intención de marchar, excepto Cayo Lelio, a quien envió con la flota y con instrucciones de acompasar el ritmo de sus barcos de manera que pudiera entrar en el puerto al mismo tiempo que el ejército. Siete días después de dejar el Ebro, las fuerzas de tierra y mar llegaron a Cartagena simultáneamente. El campamento romano se asentó frente al lado norte de la ciudad, y para protegerse contra ataques por la retaguardia se fortificó con una doble empalizada; la parte frontal estaba protegida por la naturaleza del terreno. La situación de Cartagena es la siguiente: Existe una bahía casi a mitad de camino de la costa de Hispania, abierta al ábrego (suroeste) y que se extiende hacia el interior unas dos millas y media y se ensancha unos mil doscientos pasos [unos 3500 y 1776 metros, respectivamente.-N. del T.]. Una pequeña isla en la desembocadura de la bahía forma un rompeolas y resguarda de todos los vientos, excepto de los del suroeste. Desde la parte más interior de la bahía, se extiende un promontorio sobre cuyas laderas se asienta la ciudad, rodeándola el mar por este y sur. Por el oeste está rodeada por una lámina de agua que se extiende hacia el norte y varía en profundidad con las subidas y bajadas de la marea [esta laguna, o almarjal, está hoy ocupada por el barrio de este nombre.-N. del T.]. Un istmo de tierra, de alrededor de un cuarto de milla de longitud [370 metros.-N. del T.], conecta la ciudad con el continente. El comandante romano no hizo obras de fortificación por esta parte, pese a haberle costado tan poco; esto fue así, bien porque quisiera impresionar al enemigo con su confianza en sus fuerzas, o porque deseara tener una retirada sin obstáculos en sus frecuentes avances contra la ciudad.

[26.43] Cuando estuvieron dispuestas todas las defensas, llevó las naves al puerto como si fuera a bloquear la plaza por mar. Marchó luego a revistar la flota y advirtió a los capitanes que cuidaran la vigilancia nocturna, pues cuando un enemigo es asediado lo primero que hace es lanzar contraataques en todas direcciones. A su regreso al campamento, explicó a los soldados su plan de operaciones y sus razones para comenzar la campaña con un ataque contra una ciudad solitaria con preferencia sobre cualquier otra cosa. Tras haberlos hecho formar, les dirigió el siguiente discurso: «Soldados, en alguien supone que se os ha traído hasta aquí con el único propósito de atacar a esta ciudad, está fijándose más en el trabajo que os espera que en la ventaja que obtendréis al haceros con ella. Es cierto que vais a atacar las murallas de una sola ciudad, pero capturándola aseguraréis toda Hispania. Aquí están los rehenes tomados de todos los nobles, reyes y tribus, y una vez estén en vuestro poder, todo lo que era de los cartagineses será vuestro. Aquí está la base militar del enemigo, sin la que no podrán continuar la guerra pues han de pagar a sus mercenarios, y ese dinero nos será de la mayor utilidad para ganarnos a los bárbaros. Aquí está su artillería, su arsenal, todas sus máquinas de guerra, que de seguido os proporcionará cuando deseéis dejando al enemigo carente de todo lo que necesita. Y lo que es más, llegaremos a ser los dueños no solo de la más rica y hermosa ciudad, sino también del más cómodo puerto desde el que se suministrará todo cuanto se precisa para la guerra, tanto terrestre como marítima. Grandes como serán nuestras ganancias, todavía serán mayores las privaciones que sufrirá el enemigo. Aquí reside su fortaleza, su granero, su tesoro y su arsenal, todo está aquí almacenado. Aquí llegan por ruta directa desde África. Esta es la única base naval entre los Pirineos y Cádiz; desde aquí amenaza África a toda Hispania. Pero ya veo que estáis completamente dispuestos; pasemos al asalto de Cartagena con toda nuestra fuerza y el valor que no conoce el miedo». Los hombres gritaron todos con una sola voz que cumplirían sus órdenes y marchó con ellos hacia la ciudad. Luego ordenó que el ejército y la flota lanzaran un ataque general.

[26.44] Cuando Magón, el comandante cartaginés, vio se estaba preparando que un ataque por tierra y por mar, dispuso su fuerza del siguiente modo: Situó dos mil ciudadanos en dirección al campamento romano; la ciudadela quedó ocupada por quinientos soldados; otros quinientos fueron situados en la parte más alta de la ciudad, en el cerro que da al este. Al resto de los ciudadanos se le ordenó que estuviesen listos para atender cualquier emergencia repentina o para acudir rápidamente en cualquier dirección en que escucharan el grito de alarma. Entonces se abrió la puerta y se hizo avanzar a los que habían permanecido formados en la calle que conducía al campamento enemigo. Los romanos, bajo la dirección de su general, se retiraron un poco para estar más cerca de los apoyos que se les debía enviar. Al principio, las líneas se enfrentaron entre sí con igualdad de fuerzas; pero conforme llegaron los sucesivos refuerzos, no solo se dieron a la fuga, sino que se les presionó tan de cerca que huyeron con tanto desorden que, de no haber sonado el toque de retirada, con toda probabilidad se habría entrado en la ciudad mezclados con los desordenados fugitivos. La confusión y el terror del campo de batalla se extendió por la ciudad; muchos de los piquetes abandonaron sus puestos aterrorizados; los defensores de las murallas saltaron por el camino más corto y abandonaron las fortificaciones. Escipión había colocado su puesto de mando sobre una altura a la que llamaron Cerro de Mercurio, y desde aquí se apercibió de que la muralla, en muchos lugares, estaba sin defensores. Convocó de inmediato a toda la fuerza al campo para atacar, ordenando que llevasen escalas de asalto. Cubierto por los escudos de los tres vigorosos jóvenes, pues llovían por todas partes los proyectiles arrojados desde las almenas, llegó cerca de las murallas, animando a sus hombres, dando las órdenes precisas y, lo que más estimuló sus esfuerzos, observando con sus propios ojos el valor o la cobardía de cada uno. Tanto se exaltaron, a pesar de los proyectiles y las heridas, que ni las murallas ni los enemigos encima de ellos pudieron impedir que se esforzaran en ser los primeros en llegar arriba [lo que conllevaba un gran honor y la corona muralis, una muy apreciada condecoración.-N. del T.]. Al mismo tiempo, los barcos comenzaron un ataque contra aquella parte de la ciudad que daba al mar. Aquí, sin embargo, hubo mucho más de ruido y confusión que de asalto eficaz; pues entre que atracaban los buques, llevando las escalas de asalto, y desembarcaban en tierra por donde mejor podían, los hombres se estorbaban los unos a los otros con su prisa e impaciencia.

[26.45] Mientras sucedía todo esto, el general cartaginés guarneció las murallas con sus soldados regulares, a los que suministró ampliamente con proyectiles, de los que había almacenados en grandes cantidades. Pero ni los hombres ni sus proyectiles, ni ninguna otra cosa, resultó ser tan eficaz defensa como las propias murallas. Muy pocas de las escalas eran lo bastante largas como para alcanzar el borde superior de la muralla y cuando más altas eran las escalas, más débiles resultaban. La consecuencia fue que los que llegaban hasta arriba no podían ganar la muralla, y los que venían tras ellos no podían avanzar al romperse las escalas por el propio peso de los hombres. Algunos de los que estaban en lo alto las escaleras, se mareaban por la altura y caían al suelo. Al quebrarse por todas partes las escalas y los hombres, y animarse y envalentonarse los enemigos por su éxito, se tocó señal de retirada. Esto dio esperanza a los sitiados de no solo haber ganado un respiro en la dura y tenaz lucha, sino también para el futuro, pues creían que la ciudad no podría ser tomada por asalto y que las obras de asedio serían dificultosas y darían tiempo para que se enviasen refuerzos. No había disminuido el ruido y el tumulto de este primer intento, cuando Escipión ordenó que tropas frescas tomasen las escalas de los que estaban agotados y heridos y lanzaran un ataque aún más decidido contra la ciudad. Se había informado, mediante pescadores de Tarragona que habían transitado la laguna en botes ligeros y que a veces habían encallado en las aguas poco profundas, de que era fácil acercarse a pie hasta las murallas durante la marea baja. Se le informó entonces que la marea estaba baja y tomó de inmediato con él unos quinientos hombres, marchando a través del agua. Era cerca del mediodía y no sólo la marea arrastraba el agua hacia el mar, también un fuerte viento del norte soplaba y empujaba en la misma dirección, haciendo la laguna tan poco profunda que marchaban en algunos lugares con el agua por el ombligo y en otros solo por las rodillas. Esta circunstancia, que Escipión ya conocía por haberse informado y haberlo calculado cuidadosamente, la atribuyó a la intervención directa de los dioses, de los que dijo que habían convertido el mar en un camino para los romanos, retirando las aguas y abriendo un paso que nunca había sido hollado por pies mortales. Ordenó a sus hombres que siguieran la guía de Neptuno y que se abrieran camino por el centro de la laguna hasta las murallas.

[26.46] Los que estaban atacando por el lado de tierra se encontraban con grandes dificultades. No sólo estaban desconcertados por la altura de los muros, sino que, a medida que se acercaban a ellos, quedaban expuestos a una lluvia de proyectiles por ambos lados, pues sus flancos estaban más expuestos que su frente. En la otra dirección, sin embargo, los quinientos tuvieron más facilidad para cruzar la laguna y ascender desde allí hasta el pie de las murallas. No se habían construido fortificaciones de este lado, ya que se consideraba suficientemente protegido por el lago y por la naturaleza del terreno; tampoco había piquetes de guardia contra cualquier ataque, pues todos estaban tratando de ayudar donde el peligro resultaba visible. Entraron en la ciudad sin encontrar oposición y se dirigieron de inmediato hacia la puerta a cuyo alrededor se habían concentrado los combates. Todos tenían su atención puesta en la lucha; los ojos y los oídos de los combatientes, y hasta los de quienes les contemplaban y animaban, permanecían tan clavados en el combate que ni un solo hombre se dio cuenta de que la ciudad tras ellos había sido capturada, hasta que empezaron a caer los proyectiles desde la retaguardia. Ahora que tenían al enemigo al frente y por detrás, cedieron en su defensa, las murallas fueron tomadas, se forzaron ambos lados de la puerta, que se rompió en pedazos y quedó expedida permitiendo el libre paso de las tropas. Muchos coronaron las murallas e infligieron fuertes pérdidas a los ciudadanos, pero los que penetraron por la puerta marcharon en filas ininterrumpidas por el corazón de la ciudad hasta el foro. Desde este punto, Escipión vio al enemigo retirándose en dos direcciones: un grupo se dirigía a una colina al este de la ciudad, que estaba ocupada por un destacamento de quinientos hombres; los demás iban hacia la ciudadela donde se había refugiado Magón con los hombres que habían sido expulsados de las murallas. Enviando fuerzas para asediar la colina, condujo el resto de sus tropas contra la ciudadela. La colina fue tomada a la primera carga, y Magón, al ver que toda la ciudad estaba ocupada por él y que su situación era desesperada, entregó la ciudadela y sus defensores. La carnicería continuó hasta que se entregó la ciudadela, ningún varón adulto se salvó, pero tras la rendición se dio la señal y se puso fin a la masacre. Los vencedores volvieron entonces su atención al botín, del que había una gran cantidad de todo género.

[26.47] Se hizo prisioneros a unos diez mil hombres libres. Los que eran ciudadanos de Cartagena fueron puestos en libertad y Escipión les devolvió su ciudad y todos los bienes que la guerra les había dejado. Había unos dos mil artesanos; a estos, Escipión los asignó como esclavos del pueblo romano, ofreciéndoles la esperanza de recuperar su libertad si hacían todo cuanto pudieran en las labores que exigía la guerra. Al resto de la población sin impedimento físico, y a los más resistentes de los esclavos, los asignó a la flota para cubrir la dotación de remeros. También incrementó su flota con los ocho barcos que habían capturado. Además de toda esta población, estaban los rehenes hispanos, a los que trató con tanta consideración como si hubiesen sido los hijos de los aliados de Roma. Se apoderó también de una enorme cantidad de municiones de guerra; ciento veinte catapultas del tamaño más grande y doscientas ochenta y una del más pequeño, veintitrés ballestas pesadas y cincuenta y dos ligeras, junto a un inmenso número de escorpiones de diversos calibres así como proyectiles y otras armas. Se capturaron también setenta y tres estandartes militares. Se llevó ante el general una enorme cantidad de oro y plata, incluyendo doscientas setenta y seis pateras de oro, casi todas de al menos una libra de peso, dieciocho mil libras de plata en lingotes y moneda, y gran cantidad de vasos de plata. Todo esto fue pesado y valorado y entregado luego al cuestor, Cayo Flaminio, así como cuatrocientos mil modios de trigo y doscientos setenta mil de cebada [cada modio civil son 8,75 litros.-N. del T.]. En el puerto, se capturaron sesenta y tres mercantes, algunos de ellos con sus cargamentos de grano y armas, así como bronce, hierro, velas, esparto y otros artículos necesarios para la flota. En medio de esa enorme cantidad de suministros militares y navales, la misma ciudad fue considerada como el más importante botín de todos.

[26,48] Dejando a Cayo Lelio con los infantes de marina a cargo de la ciudad, Escipión llevó a sus legiones aquel mismo día de vuelta al campamento. Estaban poco menos que agotados; habían luchado en campo abierto, se habían sometido a grandes trabajos y peligros en la toma de la ciudad, y tras la captura habían sostenido un combate en terreno desfavorable con los que se habían refugiado en la ciudadela. Así pues, les dejó descansar un día de todas sus obligaciones militares y les ordenó que se repusieran y descansasen. Al día siguiente impartió órdenes para que todos los soldados y marineros formaran y les dirigiera unas palabras. Lo primero que hizo fue dar gracias a los dioses inmortales, no solo por haberse apoderado en un solo día de la ciudad más rica de toda Hispania, sino también por haber reunido allí todos los recursos de África e Hispania, de manera que nada quedó al enemigo mientras él y sus hombres tenían sobreabundancia de todo. Elogió luego la valentía de sus soldados, a los cuales, dijo, nada había intimidado: ni la salida del enemigo, ni la altura de las murallas, ni la desconocida profundidad de la laguna, ni la fortaleza en la colina ni la desusada fortaleza de la ciudadela. Nada les había impedido superar todos los obstáculos y abrirse camino por todas partes. A pesar de que todos ellos merecían cuantas recompensas les pudiese dar, la gloria de la corona mural pertenecía en particular a quien era el primero en escalar la muralla, y quien considerase que lo merecía debía reclamarla.

Dos hombres se adelantaron, Quinto Trebelio, un centurión de la cuarta legión, y Sexto Digitio, de los aliados navales. La disputa entre ellos no fue tan agria como el entusiasmo con el que cada unidad abogó por la candidatura de su propio miembro. Cayo Lelio, prefecto de la flota, apoyaba al marino; Marco Sempronio Tuditano se puso de parte de sus legionarios. Como el conflicto amenazaba con convertirse en un motín, Escipión anunció que nombraría tres árbitros para que investigaran el caso, tomasen declaración y emitiesen su decisión sobre quién había sido el primero en escalar la muralla y entrar en la ciudad. Cayo Lelio y Marco Sempronio fueron designados por sus propios bandos, y Escipión añadió el nombre de Publio Cornelio Caudino, que no pertenecía a ninguno, ordenando que los tres tomaran asiento y juzgasen el caso. Según procedían, la disputa se enconaba más y más, pues los dos hombres cuya dignidad y autoridad habían ayudado a contener la excitación se habían retirado del tribunal. Al final, Lelio dejó a sus colegas y se adelantó en el tribunal, hacia Escipión, señalándole que el proceso se estaba llevando a cabo sin ningún orden ni contención, y que los hombres estaban casi a punto de llegar a las manos. E incluso si no hubiera recurso a la violencia, el precedente que se estaba sentando era totalmente indeseable, pues los soldados estaban tratando de ganar la recompensa al valor mediante la mentira y el perjurio. Por un lado estaban los soldados de la legión, por el otro los de la flota, todos igualmente dispuestos a jurar por todos los dioses que lo que les parecía y no lo que ellos sabían que era verdad; y dispuestos a convertirse en culpables de perjurio no solo ellos, sino convertir a los estandartes militares, a las águilas y a su solemne juramento de lealtad. Lelio agregó que él señalaba estas cosas también en representación y por deseo de Publio Cornelio y Marco Sempronio. Escipión aprobó el paso que había dado Lelio y convocó a las tropas. Anunció entonces que se había cerciorado definitivamente de que Quinto Trebelio y Sexto Digitio habían superado la muralla en el mismo momento y debía honrar su bravura condecorando a ambos con una corona mural. Luego otorgó premios al resto de acuerdo al mérito de cada cual. Cayo Lelio, el prefecto de la flota, fue designado para una distinción especial, prodigándole tales alabanzas que le puso en pie de igualdad con él mismo y recompensándole finalmente con una corona de oro y treinta bueyes.

[26,49] Después de esto, ordenó que se convocasen a su presencia los rehenes de las distintas ciudades hispanas. Me resulta difícil dar su número, pues en unas partes veo que se mencionan trescientos y en otras tres mil setecientos veinticuatro. Hay similares discrepancias entre los autores también en otros puntos. Un autor afirma que la guarnición cartaginesa ascendía a diez mil hombres, otro los cifra en siete mil y un tercero los estima en no más de dos mil. En un lugar se hallará que fueron diez mil los prisioneros, en otro se dice que el número excedió los veinticinco mil. De seguir al autor griego Sileno, debería cifrar los escorpiones grandes y pequeños en sesenta; según Valerio Antíate había seis mil de los grandes y trece mil de los pequeños; tan alocadamente exageran los hombres. Es incluso asunto de disputa quién estaba al mando. La mayoría de los autores están de acuerdo en que Lelio mandaba la flota, pero hay algunos que dicen que era Marco Junio Silano. Antíates nos dice que Arines era el comandante cartaginés cuando la guarnición se rindió, otros autores dicen que era Magón. Tampoco están de acuerdo los autores en cuanto al número de barcos que fueron capturados, o el peso del oro y la plata, o la cantidad de dinero que se ingresó en el tesoro. Si hemos de escoger, los números en medio de estos dos extremos sean los que estén, probablemente, más cerca de la verdad. Cuando aparecieron los rehenes, Escipión empezó por inspirarles confianza y disipar sus temores. Habían, les dijo, pasado bajo el poder de Roma, y los romanos preferían mantener atados a los hombres más por los lazos de la amabilidad que por los del miedo. Preferían más que los países extranjeros se les unieran bajo términos de alianza y de mutua buena fe, a mantenerlos bajo una dura servidumbre y sin esperanza. A continuación, recogió los nombres de las ciudades de procedencia y cuántos pertenecían a cada una. Se mandaron embajadores a sus hogares, pidiendo a sus amigos que vinieran a hacerse cargo de aquellos que eran de los suyos; de donde resultaron estar presentes embajadores, les hizo entrega en el acto de sus paisanos; el cuidado del resto fue confiado a Cayo Flaminio, el cuestor, con órdenes de prestarles protección y tratarlos bondadosamente. Mientras estaba en estos menesteres, una dama de alta cuna, la esposa de Mandonio, el hermano de Indíbil, régulo de los ilergetes, se adelantó entre la multitud de rehenes y, echándose a llorar a los pies del comandante, le imploró para que acentuara fuertemente en sus guardas el deber de tratar a las mujeres con ternura y consideración. Escipión le aseguró que nada le faltaría a este respecto. Luego, ella continuó: «No damos mucha importancia a estas cosas, pues, ¿qué hay en ello que no sea lo bastante bueno, en las presentes circunstancias? Soy demasiado vieja para temer el daño al que está expuesto nuestro sexo, pero es para las demás jóvenes por las que siento inquietud». Alrededor de ella estaban las hijas de Indíbil y otras doncellas de igual rango, en la flor de su belleza juvenil, que la miraban como a una madre. Escipión le respondió: «Por el bien de la disciplina que yo, junto al resto de los romanos, mantengo, procuraré que nada de lo que en cualquier parte es sagrado se viole entre nosotros; tu virtud y nobleza de espíritu, que ni en la desgracia has olvidado tu decoro de matrona, me hará ser aún más cuidadoso en este asunto». A continuación, las puso bajo el cuidado de un hombre de probada integridad, con órdenes estrictas de proteger su inocencia y modestia con tanto cuidado como si fueran las esposas y madres de sus propios huéspedes.

[26,50] Poco después, los soldados llevaron ante él a una doncella adulta que había sido capturada, una muchacha de tan excepcional belleza que atraía todas las miradas por dondequiera que iba. Al preguntarle sobre su país y familia, Escipión se enteró, entre otras cosas, de que había sido prometida a un joven noble celtíbero de nombre Alucio. De inmediato, envió a buscar a sus padres así como a su prometido, quien, según supo, estaba languideciendo hasta morir de amor por ella. Al llegar este último, Escipión se dirigió a él con términos estudiadamente paternales. «Hablando de joven a joven», le dijo, «puedo dejar de lado cualquier reserva. Cuando tu prometida fue capturada por mis soldados y me la trajeron, se me informó de que ella te era muy querida, lo que su belleza me hizo creer completamente. Si me fuesen permitidos los placeres propios de mi edad, especialmente los del amor casto y legar, en vez de estar preocupándome con asuntos de estado, habría querido que se me perdonara por amar demasiado ardientemente. Tengo ahora el poder de ser indulgente con otro amor: el tuyo. Tu prometida ha recibido el mismo trato respetuoso desde que está en mi poder que el que hubiera tenido de estar entre sus propios padres. Se te ha reservado, para que se te pudiera entregar como un regalo virgen y digno de nosotros dos. A cambio de este don, solo espero una recompensa: que seas amigo de Roma. Si me consideras un hombre tan recto y honorable como los pueblos de aquí creyeron hasta ahora que eran mi padre y mi tío, podrás asegurar que hay muchos en la ciudadanía romana como nosotros, y estar completamente seguro de, a día de hoy, en ningún lugar del mundo se encontrará nadie a quien desees menos tener por enemigo que a nosotros o a quien anheles más tener como amigo».

El joven estaba abrumado por la timidez y la alegría. Tomó la mano de Escipión, y pidió a todos los dioses que le recompensaran, pues a él le resultaba imposible devolver en consonancia con sus sentimientos o con la bondad que Escipión le había mostrado. Luego se llamó a los padres y familiares de la muchacha. Habían traído una gran cantidad de oro para su rescate, y cuando les fue entregada libremente pidieron a Escipión que lo aceptara como regalo suyo; haciéndolo así, declararon, manifestarían su mucha gratitud por la devolución, ilesa, de la joven. Al pedírselo con gran insistencia, Escipión manifestó que lo aceptaría, y ordenó que lo pusieran a sus pies. Llamando a Alucio le dijo: «Además de la dote que vas a recibir de tu futuro suegro, recibirás ahora esto de mí como regalo de bodas». Le dijo entonces que tomara el oro y lo guardase. Encantado con el presente y el digno trato que había recibido, el joven regresó a su hogar y llenó los oídos de sus compatriotas con las alabanzas, justamente ganadas, de Escipión. Entre ellos había llegado un joven, decía, en todo similar a los dioses, abriéndose camino mediante su generosidad y bondad de corazón tanto como por la fuerza de sus armas. Empezó a alistar una fuerza armada de entre sus clientes y regresó a los pocos días junto a Escipión con una fuerza escogida de mil cuatrocientos jinetes.

[26,51] Escipión mantuvo a Lelio consigo para que le asesorase sobre el destino de los prisioneros, los rehenes y el botín; cuando todo quedó dispuesto le asignó uno de los quinquerremes capturados y, embarcando en él a Magón y a una quincena de senadores que habían sido capturados con él, envió a Lelio a Roma para informar de su victoria. Había decidido que pasaría unos días en Cartagena y empleó ese tiempo ejercitando sus fuerzas terrestres y navales. El primer día, las legiones, completamente equipadas, practicaron varias maniobras en un espacio de cuatro millas [5920 metros.-N. del T.]; el segundo día fue empleado en la limpieza y afilado de sus armas ante sus tiendas; el tercero se enfrentaron en batalla campal, solo con palos y dardos cuyas puntas fueron inutilizadas mediante bolas de corcho o plomo; el cuarto día descansaron y al quinto se ejercitaron nuevamente con las armas. Esta alternancia de ejercicio y el descanso se mantuvo todo el tiempo que permaneció en Cartagena. Los remeros e infantes de marina se hicieron a la mar cuando el tiempo estaba en calma y comprobaron la velocidad y la maniobrabilidad de sus buques en un combate simulado. Estas maniobras se hacían fuera de la ciudad, tanto por tierra como por mar, y agudizaban a los hombres física y mentalmente para la guerra; la misma ciudad resonaba con el fragor de las fábricas militares por los trabajos de los artesanos de toda clase en se habían reunido en los talleres del Estado. El general dedicaba su atención a todo por igual. En ocasiones estaba con la flota, examinando un enfrentamiento naval; otras veces estaba ejercitando a sus legiones; podía luego dedicar algunas horas a inspeccionar el trabajo de los arsenales y astilleros, donde gran número de artesanos competían entre sí para ver quién trabajaba más duramente. Después de dar inicio a estas diversas tareas, y comprobar que las partes dañadas de la muralla estaban reparadas, partió hacia Tarragona dejando un destacamento en la ciudad para protegerla. Durante su camino se encontró con numerosas legaciones; despidió a algunas tras darles su respuesta aún sobre la marcha; pospuso otras hasta llegar a Tarragona, donde había mandando recado a todos los aliados, antiguos y nuevos, para que se reuniesen con él. Casi todas las tribus al sur del Ebro obedecieron la orden de comparecencia, al igual que muchas de la provincia al norte. Los generales cartagineses hicieron todo lo posible para eliminar los rumores de la caída de Cartagena; después, cuando los hechos resultaron demasiado evidentes como para suprimirlos o tergiversarlos, trataron de minimizar su importancia. Que había sido mediante engaño y por sorpresa, casi a escondidas, dijeron, como se les había arrebatado aquella ciudad en un solo día; que, embriagado por un pequeño éxito, un entusiasmado joven había hecho creer que aquella era una gran victoria. Pero que cuando se enteró de que tres generales y tres ejércitos victoriosos se abalanzaban sobre él, le asaltaría el doloroso recuerdo de la muerte que ya había visitado a su familia. Esto era lo que generalmente decían a la gente, pero ellos mismos eran totalmente conscientes de cuánto se habían debilitado sus fuerzas por la pérdida de Cartagena.