Tito Livio, La historia de Roma – Libro XXVII (Ab Urbe Condita)

Tito Livio, La historia de Roma - Libro vigesimoséptimo: Escipión en Hispania. (Ab Urbe Condita).

La historia de Roma

Tito Livio

Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.

La historia de Roma

Libro ILibro IILibro IIILibro IVLibro VLibro VILibro VIILibro VIIILibro IXLibro X(… Libros XI a XX …)Libro XXILibro XXIILibro XXIIILibro XXIVLibro XXVLibro XXVILibro XXVIILibro XXVIIILibro XXIXLibro XXXLibro XXXILibro XXXIILibro XXXIIILibro XXXIVLibro XXXVLibro XXXVILibro XXXVIILibro XXXVIIILibro XXXIXLibro XLLibro XLILibro XLIILibro XLIIILibro XLIVLibro XLV

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Libro vigesimoséptimo

Escipión en Hispania.

[27.1] -210 a.C.- Tal era el estado de los asuntos en Hispania. En Italia, el cónsul Marcelo recuperó Salapia mediante traición, y se apoderó por la fuerza de las plazas de los samnitas, Marmórea y Heles. Quedaron allí destruidos tres mil de los soldados que Aníbal había dejado para guarnecer aquellas ciudades. El botín, del que hubo una cantidad considerable, se entregó a los soldados; también se encontraron doscientos cuarenta mil modios de trigo y ciento diez mil modios de cebada [como se ha comentado anteriormente, el modio civil tenía 8,75 litros; así, considerando un peso de 800 gramos para el trigo y 700 gramos para la cebada, por litro, el total encontrado fue de 1.680.000 kilos de trigo y 673.750 kilos de cebada.-N. del T.]. La satisfacción derivada de este éxito quedó, sin embargo, más que compensada por una derrota sufrida unos días más tarde no lejos de Ordona [la antigua Herdonea.-N. del T.]. Esta ciudad se había rebelado contra Roma tras el desastre de Cannas y Cneo Fulvio, el procónsul, estaba acampado ante ella con la esperanza de recuperarla. Había elegido para su campamento una posición que no estaba lo bastante protegida, y el propio campo no tenía sus defensas en buen estado. Siendo ya de natural un general descuidado, se mostraba ahora aún menos cauteloso, toda vez que ahora tenía razones para esperar que los habitantes hubieran flaqueado en su alianza con los cartagineses, pues les habían llegado noticias de la retirada de Aníbal hacia el Brucio, tras la pérdida de Salapia. Todo esto fue debidamente notificado a Aníbal por emisarios de Ordona, y aquella información le hizo ansiar salvar una ciudad aliada y, al mismo tiempo, esperar atrapar a su enemigo con la guardia baja. Con el fin de evitar los rumores sobre su aproximación, se dirigió a Ordona a marchas forzadas y, conforme se acercaba al lugar, formó a sus hombres en orden de batalla con el objetivo de intimidar al enemigo. El comandante romano, igual a él en valor, pero muy inferior en habilidad táctica y en número, se apresuró a formar sus líneas y se le enfrentó. La acción fue iniciada con el mayor vigor por la quinta legión y los aliados del ala izquierda. Aníbal, sin embargo, había dado instrucciones a su caballería para que esperase hasta que la atención de la infantería estuviera completamente fijada en la batalla y que después cabalgara alrededor de las líneas; una parte atacaría el campamento romano y la otra la retaguardia romana. Gritaba que ya había derrotado en aquellas tierras a otro Cneo Fulvio, un pretor, dos años antes y, siendo iguales los nombres, también sería igual el resultado del combate. Sus previsiones se hicieron realidad, pues después que las líneas hubieran chocado y caído muchos de los romanos en el combate cuerpo a cuerpo, aunque las filas todavía mantenían el terreno junto a los estandartes, la tumultuosa carga de la caballería por la retaguardia desordenó primero a la sexta legión, que estaba en segunda línea, y después, según presionaban los númidas, a la quinta legión y finalmente a las primeras líneas con sus estandartes. Algunos se dispersaron al huir, otros fueron destrozados entre los dos grupos de atacantes. Fue aquí donde cayó Cneo Fulvio junto con once tribunos militares. En cuanto al número de muertos, ¿quién podría dar una cifra definitiva?, en un autor leo que fueron trece mil y en otro que no fueron más de siete mil. El vencedor se apoderó del campamento y sus despojos. Al enterarse de que Ordona estaba dispuesta a pasarse a los romanos y que no permanecería fiel después de su retirada, trasladó toda la población a Metaponto y Turios, incendiando el lugar. Sus principales ciudadanos, de los que se descubrió que habían mantenido reuniones secretas con Fulvio, fueron condenados a muerte. Aquellos romanos que escaparon del fatal campo de batalla por diversas rutas, casi en su totalidad desarmados, se unieron a Marcelo en el Samnio.

Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.

[27,2] Marcelo no estaba especialmente preocupado por este grave desastre. Remitió un despacho al Senado para informarles de la pérdida del general y su ejército en Ordona, añadiendo que él era el mismo Marcelo que había derrotado a Aníbal cuando celebraba su victoria en Cannas, que trataría de enfrentársele y que pronto pondría fin a cualquier satisfacción que pudiera sentir por su reciente victoria. En la misma Roma hubo un gran duelo por lo ocurrido y mucha inquietud en cuanto a lo que podría suceder en el futuro. El cónsul salió del Samnio y avanzó hasta Muro Lucano [la antigua Numistro.-N. del T.], en Lucania. Una vez aquí, acampó en un terreno llano, a plena vista de Aníbal, que ocupaba una colina. Para demostrar la confianza que sentía, fue el primero en presentar batalla, y cuando Aníbal vio los estandartes saliendo por las puertas del campamento, no declinó el desafío. Formaron sus líneas de tal manera que los cartagineses apoyaban su ala derecha en la colina, mientras que la izquierda romana quedaba protegida por la ciudad. Las primeras fuerzas en enfrentarse fueron, por parte romana, la primera legión y el ala derecha de los aliados; por la de Aníbal entraron en combate la infantería hispana y los honderos baleares. Una vez hubo comenzado la batalla, también entraron en acción los elefantes. Durante mucho tiempo, el combate estuvo igualado. La lucha se prolongó desde la tercera hora del día [sobre las 6 o 7 de la mañana.-N. del T.] hasta el anochecer y, cuando las primeras líneas quedaron agotadas, la tercera legión relevó a la primera y el ala izquierda de los aliados tomó el lugar del ala derecha. También entraron en acción tropas de refresco por el lado contrario con el resultado de que, en lugar de una lucha desanimada y sin fuerzas, se reanudó una lucha feroz entre soldados que estaban descansados de mente y cuerpo. La noche, sin embargo, separó a los combatientes mientras la victoria estaba todavía indecisa. Al día siguiente, los romanos permanecieron sobre las armas desde el amanecer hasta bien entrado el día, dispuestos a renovar el combate. Pero como el enemigo no hacía acto de presencia, empezaron a recoger los despojos del campo de batalla y, después de apilar los cuerpos de los muertos en un montón, los quemaron. Aníbal levantó el campamento en silencio durante la noche y se retiró a la Apulia. Cuando la luz del día reveló la huida de los enemigos, Marcelo se decidió a seguir su pista. Dejó a los heridos, junto con una pequeña guardia, en Muro Lucano a cargo de Lucio Furio Purpurio, uno de sus tribunos militares, y se aproximó a Aníbal en Venosa [la antigua Venusia.-N. del T.]. Aquí, durante algunos días, se mantuvieron escaramuzas entre las patrullas de avanzada y combates ligeros en los que tomaron parte tanto la infantería como la caballería, pero sin librarse una batalla campal. En casi todos los casos, los romanos llevaron ventaja. Ambos ejércitos atravesaron la Apulia sin librar ningún combate importante; Aníbal marchaba por las noches, siempre al acecho de una oportunidad para sorprender o emboscar, Marcelo nunca se trasladaba sino a la luz del día, y solo después de un cuidadoso reconocimiento.

[27,3] En Capua, mientras tanto, Flaco estaba ocupado con la venta de los bienes de los ciudadanos principales y el arrendamiento de las tierras de cultivo que habían pasado a propiedad romana; el arrendamiento llegó a pagarse con grano. Como si no faltara nunca un motivo u otro para tratar a los capuanos con la mayor severidad, se reveló un nuevo crimen que había sido tramado secretamente. Fulvio había sacado a sus hombres de las casas de Capua, en parte por el temor de que su ejército se desmoralizase por las atracciones de la ciudad, como le había pasado a Aníbal, y en parte para que quedaran casas que arrendar junto con las tierras que se estaban asignando. Las tropas recibieron orden de construir barracones militares en el exterior de las murallas y puertas. La mayoría de estos se construyeron de adobe o tablas; algunos emplearon mimbres trenzados y cubiertos con paja, como hechos a propósito para incendiarse. Ciento setenta capuanos, con los hermanos Blosio al frente, tramaron un complot para prender fuego a todas aquellas chozas, al mismo tiempo y por la noche. Algunos esclavos de la familia Blosia traicionaron el secreto. Al recibir la información, el procónsul ordenó de inmediato que se cerraran las puertas y que se armaran las tropas. Se arrestó a todos los involucrados en el crimen, se les interrogó bajo tortura, fueron declarados culpables y ejecutados sumariamente. Los informantes recibieron su libertad y diez mil ases cada uno [272 kg. de bronce.-N. del T.]. Las gentes de Nocera Superior [la antigua Nuceria.-N. del T.] y Acerra, habiéndose quejado de que no tenían dónde vivir, pues Acerra estaba parcialmente destruida por el fuego y Nocera Superior totalmente demolida, fueron enviadas por Fulvio a Roma para que comparecieran ante el Senado. Se concedió permiso a los acerranos para reconstruir las casas que habían sido incendiadas, y como el pueblo de Nocera había expresado su deseo de asentarse en Atella, se ordenó a los atelanos que se trasladasen a Calacia. A pesar de los muchos e importantes incidentes, unos favorables y otros desfavorables, que ocupaban la atención pública, no se perdía de vista la situación de la ciudadela de Tarento. Marco Ogulnio y Publio Aquilio fueron nombrados comisionados para comprar grano en Etruria; una fuerza de mil hombres, escogida entre el ejército urbano y con un número igual de contingentes aliados, lo escoltó hasta Tarento.

[27,4] El verano estaba llegando a su fin y se acercaba la fecha de las elecciones consulares. Marcelo escribió para decir que resultaría contrario a los intereses de la república perder contacto con Aníbal, pues le estaba presionando constantemente para rechazarlo y evitando algo como una batalla. El Senado era reacio a llamarlo de vuelta, justo cuando se estaba empleando con más efectividad; al mismo tiempo, estaban inquietos porque no hubiese cónsules para el año siguiente. Decidieron que la mejor opción sería llamar al cónsul Valerio de Sicilia, aunque estuviese fuera de los límites de Italia. El Senado ordenó a Lucio Manlio, el pretor urbano, que le escribiera en este sentido y que, al mismo tiempo, le remitiera el despacho de Marco Marcelo, para que aquel pudiera comprender la razón por la que el senado le reclamaba a él desde su provincia en vez de a su colega. Fue por esta época cuando llegaron a Roma los embajadores del rey Sífax. Estos enumeraron las batallas victoriosas que el rey había librado contra los cartagineses, y declararon que no había pueblo del que fueran más enconados enemigos que del de Cartago, y que por ninguno sentían más simpatía que por el de Roma. El rey ya había enviado emisarios a los dos Escipiones en Hispania y deseaba ahora solicitar la amistad de Roma en su misma fuente principal. El Senado no sólo respondió con amabilidad a los embajadores, sino que enviaron a su vez embajadores y regalos al rey, siendo los hombres escogidos para aquella misión Lucio Genucio, Publio Petelio y Publio Popilio. Los presentes que llevaron con ellos consistían en una toga y una túnica púrpuras, una silla de marfil y una patera de oro que pesaba cinco libras [1635 gramos.-N. del T.]. Después de su visita a Sífax, se les encargó que visitasen a otros régulos de África y que llevasen a cada uno, como regalo, una toga pretexta y una pátera de oro de tres libras de peso. También se envió a Marco Atilio y Manlio Acilio hacia Alejandría, ante Ptolomeo y Cleopatra, para recordarles la alianza ya existente y para renovar las relaciones de amistad con Roma. Los regalos que llevaron al rey consistía en una toga y una túnica púrpuras y una silla de marfil; para la reina, llevaron un manto bordado con una capa púrpura. Durante el verano en el que ocurrieron estos hechos, las ciudades y distritos rurales vecinos informaron de numerosos portentos. Se dice que en Túsculo nació un cordero con las ubres llenas de leche; el techo del templo de Júpiter fue alcanzado por un rayo y se derrumbó casi todo el techo; el terreno frente a la puerta de Anagni fue igualmente alcanzada, casi al mismo tiempo, y siguió ardiendo durante un día y una noche sin que nadie alimentase el fuego; en el cruce de Anagni con el bosque consagrado a Diana, los pájaros abandonaron sus nidos; en Terracina, cerca del puerto, se vieron serpientes de extraordinario tamaño que saltaban; En Tarquinia nació un cerdo con cara humana; en las proximidades de Capena sudaron sangre cuatro estatuas, cerca de la arboleda de Feronia, durante un día y una noche. Los pontífices decretaron que aquellos portentos debían ser expiados mediante el sacrificio de bueyes; se designó un día para ofrecer solemnes rogativas en todos los santuarios de Roma, y al día siguiente se ofrecieron similares rogativas en la Campania, en el bosque de Feronia.

[27,5] Al recibir su carta reclamándole, el cónsul Marco Valerio entregó el mando del ejército y la administración de la provincia al pretor Cincio, y dio instrucciones a Marco Valerio Mesala, el prefecto de la flota, para que navegase con parte de sus fuerzas hacia África, corriese correr la costa y, al mismo tiempo, averiguar cuanto pudiera sobre los planes y preparativos de Cartago. Partió luego con diez buques hacia Roma, donde llegó tras una buena travesía. Inmediatamente después de su llegada convocó una reunión del Senado y les presentó un informe de su administración. Durante casi sesenta años, les dijo, Sicilia había sido escenario de guerras por tierra y mar, y los romanos habían sufrido allí numerosas y graves derrotas. Ahora, él había reducido por completo la provincia, no quedaba un cartaginés en la isla y no había un solo siciliano, de los que habían sido expulsados, que no hubiera regresado. Todos habían sido repatriados, estableciéndose en sus propias ciudades y arando sus propios campos. De nuevo se cultivaba la tierra asolada, enriqueciendo a sus cultivadores con sus productos y formando igualmente un baluarte inquebrantable contra la escasez en Roma en tiempos de guerra y la paz. Cuando el cónsul terminó de dirigirse al Senado, fueron recibidos Mutines y otros que habían prestado un buen servicio a Roma, y las promesas hechas por el cónsul les fueron cumplidas por medio de honores y recompensas. La Asamblea aprobó una resolución, sancionada por el Senado, confiriendo la plena ciudadanía romana a Mutines. Marco Valerio, por su parte, después de haber llegado a las costas africanas con sus cincuenta naves, antes del amanecer, hizo un repentino desembarco contra el territorio de Útica. Ampliando sus correrías a lo largo y ancho, consiguió botín de todo tipo, incluyendo gran número de cautivos. Con estos despojos regresó a sus barcos y navegaron de regreso a Sicilia, entrando en el puerto de Lilibeo al decimotercer día de su partida. Los prisioneros fueron sometidos a un minucioso interrogatorio y se enviaron a Levino las siguientes informaciones, para que pudiera comprender la situación en África: En Cartago estaban cinco mil númidas con Masinisa, el hijo de Gala, hombre joven, emprendedor y de gran energía; otras fuerzas mercenarias habían sido alistadas por toda África para enviarlas a Hispania y reforzar a Asdrúbal, de manera que pudiera tener un ejército tan grande como fuese posible y cruzar hasta Italia para unirse con su hermano, Aníbal. Los cartagineses estaban convencidos de que con la adopción de este plan se aseguraban la victoria. Además de estos preparativos, se estaba alistando una flota inmensa para recuperar Sicilia, esperándose que apareciese por la isla en poco tiempo.

El cónsul comunicó esta información al Senado, y quedaron tan impresionados por su importancia que pensaban que el cónsul no debía esperar a las elecciones, sino regresar de inmediato a su provincia tras nombrar un dictador que presidiera las elecciones. Las cosas se retrasaron un tanto a causa del debate que siguió. El cónsul dijo que, cuando llegase a Sicilia, nombraría a Marco Valerio Mesala, que estaba por entonces al mando de la flota, como dictador; los senadores, por su parte, afirmaban que nadie que estuviese más allá de las fronteras de Italia podía ser nombrado dictador; Marco Lucrecio, uno de los tribunos de la plebe, sometió este punto a discusión y el Senado emitió un decreto por el que se requería al cónsul para que, antes de su partida de la Ciudad, presentara la cuestión ante el pueblo de a quién deseaban nombrar dictador y que luego nombrase a quien el pueblo hubiera elegido. Si el cónsul se negaba a hacer esto, entonces debería presentar la cuestión el pretor, y si se negaba, entonces los tribunos lo presentarían ante el pueblo. Como el cónsul rechazo someter al pueblo lo que era uno de sus propios derechos, y el pretor se había inhibido igualmente de hacerlo, recayó en los tribunos presentar la cuestión, y el pueblo resolvió que Quinto Fulvio, que estaba por entonces en Capua, debía ser el designado. Pero, el día antes de que la Asamblea se reuniera, el cónsul partió en secreto por la noche hacia Sicilia, y el Senado, dejado así en la estacada, ordenó que se enviase una carta a Marcelo, urgiéndole a venir en auxilio de la república a la que su colega había abandonado, y nombrase a la persona a quien el pueblo había resuelto tener como dictador. Así pues, Quinto Fulvio fue nombrado dictador por el cónsul Marco Claudio, y por la misma resolución del pueblo, Publio Licinio Craso, el Pontífice Máximo, fue nombrado por Quinto Fulvio como su jefe de la caballería -210 a.C.-.

[27,6] Al llegar el Dictador a Roma, envió a Cayo Sempronio Bleso, que había sido su segundo al mando en Capua, con el ejército en Etruria, para relevar a Cayo Calpurnio, a quien había enviado órdenes escritas para que se hiciera cargo del mando de su propio ejército en Capua. Fijó la fecha más temprana posible para las elecciones, pero no pudieron quedar cerradas debido a una diferencia entre los tribunos y el Dictador. A la centuria junior de la tribu Galeria le había tocado votar en primer lugar, habiéndose declarado por Quinto Fulvio y Quinto Fabio. Las restantes centurias, convocadas por su orden, habrían seguido el mismo camino de no haber intervenido dos de los tribunos de la plebe, Cayo Arrenio y su hermano Lucio. Dijeron que los derechos de sus conciudadanos estaban siendo infringidos al prorrogar el mandato de un magistrado, y que era una ofensa todavía mayor para el hombre que estaba dirigiendo las elecciones el permitir que lo eligieran a él mismo. Por lo tanto, si el dictador aceptaba votos para sí, debían interponer su veto al proceso, pero no lo harían si se daban nombres distintos del suyo. El dictador defendió el procedimiento alegando como precedentes la autoridad del Senado y una resolución de la Asamblea. «Cuando Cneo Servilio -dijo- era cónsul, y habiendo caído el otro cónsul en combate en el lago Trasimeno, esta cuestión fue remitida por la autoridad del Senado al pueblo, y este aprobó una resolución por la que, mientras hubiese guerra en Italia, el pueblo tenía el derecho de nombrar nuevos cónsules, y a quienes hubiesen sido cónsules, con la frecuencia que quisiera. Tengo un antiguo precedente de mi actuación en este caso en el ejemplo de Lucio Postumio Megelo, que fue elegido cónsul junto con Cayo Junio Bubulco en las mismas elecciones que presidía como interrex; y una más reciente en el caso de Quinto Fabio Máximo, que ciertamente nunca habría permitido que a él mismo se le reeligiera si no hubiera sido en interés del Estado».

Siguió una larga discusión y se llegó finalmente a un acuerdo entre el Dictador y los tribunos, que se sometería al dictamen del Senado. En vista de la crítica situación de la república, el Senado consideró que la dirección de los asuntos debía estar en manos de un hombre mayor y con experiencia bélica, y que no debiera haber ningún retraso en las elecciones. Los tribunos cedieron y las elecciones se celebraron. Q. Fabio Máximo salió cónsul, por quinta vez, y Quinto Fulvio Flaco por cuarta vez. Siguió la elección de los pretores, siendo los candidatos: Lucio Veturio Filón, Tito Quincio Crispino, Cayo Hostilio Túbulo y Cayo Aurunculeyo. En cuanto fueron nombrados los magistrados del año siguiente, Quinto Fulvio renunció a su cargo. Al final de este verano, una flota cartaginesa de cuarenta barcos bajo el mando de Amílcar navegó hasta Cerdeña y devastó el territorio de Olbia. Ante la aparición del pretor Publio Manlio Volso con su ejército, navegaron hacia el otro lado de la isla y devastaron los campos calaritanos [de Cagliari, la antigua Calares.-N. del T.], tras lo que volvieron a África con toda clase de botín. Varios sacerdotes romanos murieron este año y se nombró otros en su lugar. Cayo Servilio fue nombrado pontífice en lugar de Tito Otacilio Craso. Tiberio Sempronio Longo, hijo de Tiberio, fue designado augur en lugar de Tito Otacilio Craso; Tiberio Sempronio Longo, hijo de Tiberio, fue igualmente nombrado decenviro de los Libros Sagrados en puesto de Tiberio Sempronio Longo, hijo de Tiberio. También tuvieron lugar las muertes de Marco Marcio, el Rex Sacrorum, y de Marco Emilio Papo, el Curio Máximo; estas vacantes no fueron cubiertas durante aquel año [el Rex Sacrorum era el encargado de oficiar los sacrificios que originariamente eran incumbencia de los reyes de Roma; el Curio Máximo presidía la antigua organización ciudadana de las Curias.-N. del T.]. Los censores nombrados este año fueron Lucio Veturio Filón y Publio Licinio Craso, el Pontífice Máximo. Licinio Craso no había sido cónsul ni pretor antes de ser nombrado censor, sino que pasó directamente de la edilidad a la censura. Estos censores, sin embargo, no revisaron la lista de senadores, ni tampoco llevaron a cabo ninguna otra actividad pública; la muerte de Lucio Veturio puso fin a la censura, pues Licinio renunció inmediatamente al cargo. Los ediles curules, Lucio Veturio y Publio Licinio Varo, celebraron los Juegos Romanos durante un día. Los ediles plebeyos, Quinto Cacio y Lucio Porcio Licinio, dedicaron el dinero procedente de las multas a la fundición de estatuas de bronce para el templo de Ceres; también celebraron los Juegos Plebeyos con gran esplendor, considerando los recursos disponibles en aquel momento.

[27,7] Al cierre del año llegó a Roma Cayo Lelio, treinta y cuatro días después de salir de Tarragona [El año terminaba al comienzo de la primavera, ver 26.41.-N. del T.]. Su entrada en la ciudad con el grupo de prisioneros fue contemplada por una gran multitud de espectadores. Al día siguiente compareció ante el Senado e informó de que Cartagena, la capital de Hispania, había sido capturada en un solo día, así como que varias ciudades rebeldes se habían recuperado y se habían recibido otras en alianza. La información obtenida de los prisioneros coincidió con la transmitida por los despachos de Marco Valerio Mesala. Lo que produjo mayor impresión en el Senado fue la amenazante marcha de Asdrúbal a Italia, que apenas podía mantenerse firme contra Aníbal y su ejército. Cuando Lelio fue llevado ante la Asamblea, reiteró las declaraciones ya realizadas en el Senado. Se decretó un día para una solemne acción de gracias por las victorias de Publio Escipión, y se ordenó a Cayo Lelio que volviera tan pronto como pudiera a Hispania con los buques que había traído. Siguiendo a muchos autores, he referido la captura de Cartagena durante este año, aunque soy bien consciente de que otros la sitúan al año siguiente. Sin embargo, esto parece improbable, pues Escipión no podría haber pasado todo un año en Hispania sin hacer nada. Los nuevos cónsules entraron en funciones el 15 de marzo -209 a.C.-, y el mismo día el Senado les asignó sus provincias. Ambos ostentarían mandos en Italia; Tarento sería el objetivo de Fabio, mientras que Fulvio habría de operar en la Lucania y el Brucio. Marco Claudio Marcelo vería extendido su mando otro año y los pretores sortearon sus provincias: Cayo Hostilio Túbulo obtuvo la pretura urbana; Lucio Veturio Filón, la pretura peregrina junto con la Galia; Capua correspondió a Tito Quincio Crispino y Cerdeña a Cayo Aurunculeyo. La distribución de los ejércitos quedó como sigue: Las dos legiones que Marco Valerio Levino tenía en Sicilia fueron asignadas a Fulvio; las que Cayo Calpurnio había mandado en Etruria fueron transferidas a Quinto Fabio; Cayo Calpurnio permanecería en Etruria y las fuerzas urbanas quedarían bajo su mando; Tito Quincio mandaría el ejército que había tenido Quinto Fulvio; Cayo Hostilio se haría cargo de su provincia y del ejército del propretor Cayo Letorio, que estaba por entonces en Rímini [la antigua Ariminum.-N. del T.] Las legiones que habían servido con el cónsul fueron asignados a Marco Marcelo. Marco Valerio y Lucio Cincio vieron extendido su mando en Sicilia, y el ejército de Cannas fue puesto bajo su mando; se les ordenó que completaran sus plantillas con lo que quedaba de las legiones de Cneo Fulvio. Estas fueron reunidas y enviadas por los cónsules a Sicilia, donde fueron sometidas a las mismas condiciones humillantes que los derrotados de Cannas y que las del ejército del pretor Cneo Fulvio, que habían sido enviadas por el Senado a Sicilia como castigo por una huida similar. Las legiones con las que Publio Manlio Vulso había sostenido Cerdeña fueron puestas bajo Cayo Aurunculeyo y permanecieron en la isla. Publio Sulpicio retuvo su mando por un año más, con instrucciones de emplear la misma legión y la misma flota que había tenido anteriormente contra Macedonia. Se emitieron órdenes para enviar treinta quinquerremes desde Sicilia al cónsul en Tarento, el resto de la flota navegaría a África y devastaría la costa bajo el mando de Marco Valerio Levino o, si él no pudiera ir, que enviase a Lucio Cincio o a Marco Valerio Mesala. No hubo cambios en Hispania, salvo que Escipión y Silano vieron extendidos sus mandos, pero no por un año, sino hasta el momento en que les reclamase el Senado. Tal fue la distribución de las provincias y los mandos militares para el año.

[27,8] Mientras la atención pública estaba centrada en asuntos más importantes, una antigua controversia fue reavivada con ocasión de la elección del Curio Máximo en sustitución de Marco Emilio. Había un candidato, un plebeyo llamado Cayo Mamilio Atelo, y los patricios sostenían que no se debía contabilizar ningún voto en su favor, pues nunca nadie, más que un patricio, había ostentado aquella dignidad. Los tribunos, al ser requeridos, remitieron el asunto al Senado y este lo dejó a la decisión del pueblo. En consecuencia, Cayo Mamilio Atelo fue el primer plebeyo en ser elegido Curio Máximo. Publio Licinio, el Pontífice Máximo, obligó a Cayo Valerio Flaco a ser consagrado, en contra de su voluntad, flamen dial [sacerdote de Júpiter.-N. del T.]. Cayo Letorio fue nombrado como uno de los decenviros de los libros sagrados, en lugar de Quinto Mucio Escévola, fallecido. Habría yo preferido guardar silencio sobre la causa de su forzosa consagración, si su mala reputación no hubiese devenido en buena por tal motivo. Fue a consecuencia de su vida disoluta y descuidada por lo que este joven, que se había distanciado de su propio hermano Lucio y de sus familiares, fue consagrado como flamen por el Pontífice Máximo. Cuando sus pensamientos estuvieron totalmente ocupados con el ejercicio de sus funciones sagradas, se despojó de su antiguo carácter tan completamente que, entre los jóvenes de Roma, ninguno ocupó un lugar más alto en la estima y aprobación de los dirigentes patricios, fuesen amigos o extraños. Animado por este aprecio general, logró la suficiente confianza para revivir una costumbre que, debido al poco carácter de los anteriores flámines, hacía mucho que había caído en desuso y tomó su asiento en el Senado. Al tratar de entrar, el pretor Lucio Licinio lo expulsó. Él reclamó aquel antiguo privilegio de los sacerdotes, pidiendo que se le confiera junto con la toga pretexta y la silla curul, como flamen que era. El pretor rehusó considerar el asunto basándose en precedentes obsoletos procedentes de los analistas y apeló al uso reciente. Ningún flamen dial, arguyó, había ejercido aquel derecho desde que tenían memoria sus padres o abuelos. Los tribunos, cuando se les requirió, dieron su opinión de que, habiendo caído en desuso aquella práctica por la indolencia y dejadez de flámines individuales, no se podía privar de sus derechos al sacerdocio. Condujeron al flamen al interior de la Curia entre la calurosa aprobación de la misma y sin ningún tipo de oposición, ni siquiera del pretor, pues todos pensaban que Flaco se había ganado su asiento más por la pureza e integridad de su vida que por cualesquiera derechos inherentes a su cargo.

Antes que los cónsules partieran hacia sus provincias, alistaron dos legiones en la Ciudad para proveer los soldados que precisaban los ejércitos. El antiguo ejército urbano fue puesto por el cónsul Fulvio bajo el mando de su hermano Cayo para que sirviera en Etruria, las legiones que estaban allí serían enviadas a Roma. El cónsul Fabio ordenó a su hijo Quinto que llevase a Marco Valerio, el procónsul en Sicilia, el resto, a medida que los reuniese, del ejército de Fulvio. Ascendieron a cuatro mil trescientos cuarenta y cuatro hombres. Al mismo tiempo, debía recibir del procónsul dos legiones y treinta quinquerremes. La retirada de estas legiones de la isla no debilitaría la fuerza de ocupación en número o eficacia, porque además de las dos legiones veteranas que habían sido ahora reforzadas hasta su dotación completa, el procónsul disponía de un numeroso cuerpo de desertores númidas, montados y desmontados, y había alistado también a aquellos sicilianos que habían servido con Epícides y los cartagineses y que eran soldados experimentados. Mediante el fortalecimiento de cada una de las legiones romanas con estos auxiliares extranjeros, les dio la apariencia de dos ejércitos completos. A uno de estos lo puso bajo Lucio Cincio, para proteger aquella parte de la isla que había constituido el reino de Hierón; a la otra la mantuvo bajo su propio mando, para la defensa del resto de Sicilia. También distribuyó su flota de setenta buques, a fin de que pudiera defender toda la costa de la isla. Escoltado por la caballería de Mutines, hizo un recorrido por la isla con el fin de inspeccionar el terreno y anotar qué partes eran cultivadas y cuáles no, felicitando o reprendiendo en consecuencia a los dueños. Debido a su cuidado y atención, hubo tan gran cosecha de grano que fue capaz de enviar a Roma y acumular, además, en Catania para proporcionar suministros al ejército que debía pasar el verano en Tarento.

[27,9] La deportación de los soldados a Sicilia, la mayoría de los cuales pertenecían a los latinos y otras naciones aliadas, estuvo a punto de provocar un levantamiento; hasta tal punto, con frecuencia, tan pequeños motivos provocan tan graves consecuencias. Se celebraron reuniones entre los latinos y las comunidades aliadas en las que se quejaron sonoramente de que durante diez años habían sido sangrados con levas e impuestos de guerra; habían combatido cada año solo para sufrir una gran derrota, y a los que no morían en batalla se los llevaba la enfermedad. Un compatriota que fuese reclutado por los romanos era mayor pérdida para ellos que el que hubiera sido hecho prisionero por los cartagineses, pues este último era enviado de vuelta a su casa sin rescate mientras que al primero se le mandaba fuera de Italia, en lo que era más un exilio que no un servicio militar. Allí, los hombres que habían combatido en Cannas llevaban gastados ocho años de sus vidas, y allí podrían morir antes de que el enemigo, que nunca había sido más fuerte de lo que era hoy, abandonara suelo italiano. Si los viejos soldados no iban a volver, y siempre se estaba alistando otros nuevos, pronto no quedaría nadie. Se verían obligados, por lo tanto, antes de llegar al último extremo de despoblación y hambre, a negar a Roma lo que las necesidades de su situación pronto harían imposible de conceder. Si los romanos vieran que esta era la decisión unánime de sus aliados, seguramente empezará a pensar en hacer la paz con Cartago. De lo contrario, Italia nunca se vería libre de la guerra mientras Aníbal estuviese vivo. Tal fue el tono general de las reuniones. Había por aquel entonces treinta colonias pertenecientes a Roma. Doce de ellas anunciaron a los cónsules, a través de sus representantes en Roma, que no tenían medios con los que proporcionar hombres ni dinero. Las colonias en cuestión eran Ardea, Nepi, Sutri, Alba, Carseoli, Suessa, Cercei, Sezze, Calvi Risorta, Narni, Interamna Sucasina.

Los cónsules, sorprendidos por esta medida sin precedentes, quisieron amedrentarlos de seguir tan detestable actitud, pensando que tendrían más éxito mediante la inflexible temeridad que con la adopción de métodos más suaves. «Vosotros, colonos», dijeron, «habéis osado dirigir a nosotros, los cónsules, un lenguaje que no podemos permitirnos repetir abiertamente en el Senado, pues no es un simple rechazo de las obligaciones militares, se trata de una rebelión abierta contra Roma. Debéis regresar inmediatamente a vuestras colonias, cuando todavía vuestra traición está limitada a las palabras, y consultar con vuestro pueblo. No sois campanos ni tarantinos, sino romanos; surgisteis de Roma y desde Roma habéis asentado colonias en tierras capturadas al enemigo para así aumentar sus dominios. Cuanto los hijos deben a los padres, vosotros debéis a Roma, si es que aún os queda un sentimiento filial o amor por ella y recuerdo de la madre patria. Así que debéis reanudar vuestras deliberaciones, pues lo que ahora contempláis tan irresponsablemente significa la traición a la soberanía de Roma y rendir la victoria en manos de Aníbal». Tales fueron los argumentos que cada uno de los cónsules presentó extensamente, pero sin producir impresión alguna. Los enviados dijeron que no tenían respuesta que llevar a casa, ni existía otra política que tuviera que considerar su senado, al no quedar ni un hombre disponible para alistar ni dinero para su paga. Al ver los cónsules que su determinación era inquebrantable, llevaron el asunto ante el Senado. Aquí se produjo tal consternación y general alarma, que la mayoría de los senadores declaró que el Imperio estaba condenado al fracaso, otras colonias tomarían el mismo, así como también los aliados; todos habían acordado conjuntamente traicionar la ciudad de Roma a Aníbal.

[27.10] Los cónsules hablaron al Senado con términos tranquilizadores. Declararon que las otras colonias permanecían tan leales y obedientes como siempre, y que incluso las colonias que se habían olvidado de su deber aprenderían a respetar el imperio si se les enviaban representantes del gobierno con palabras de amonestación, que no de súplica. El Senado dejó que los cónsules tomasen las medidas que considerasen mejores para los intereses del Estado. Después de sondear el sentir de las restantes colonias, convocaron a sus delegados a Roma y les preguntaron si tenían soldados dispuestos, de acuerdo con los términos de su constitución. Marco Sextilio, de Fregellas, actuando como portavoz de las dieciocho colonias [las que no se habían rebelado.-N. del T.], respondió que el número estipulado de soldados estaba listo para el servicio, que proporcionarían más si se necesitaban y que harían todo lo posible para llevar a cabo los deseos y órdenes del pueblo romano. No tenían insuficiencia de recursos y poseían una cantidad más que suficiente de lealtad y buena disposición. Los cónsules les dijeron en respuesta que sentían no poder alabar su conducta como merecían, a menos que la institución del Senado se lo agradeciera, y por esto les pidieron que les siguieran a la Curia. El Senado aprobó una resolución, que les fue leída, redactada en los términos más elogiosos y corteses. Se encargó a los cónsules que los presentaran ante la Asamblea y que, entre todos los restantes espléndidos servicios que les habían prestado a ellos y a sus antepasados, hicieran mención especial de esta nueva obligación que habían añadido a la República. A pesar de haber pasado tantas generaciones, no se debe omitir su nombre ni retener sus merecidas alabanzas. Segni, Norba, Satícula, Fregellas, Lucera, Venosa, Brindisi, Atri, Firmo y Rímini; en el mar Tirreno: Ponza, Pesto y Cosa; y las colonias del interior: Benevento, Isernia y Spoleto, Plasencia y Cremona [las antiguas Signia, Norba, Saticula, Fregellae, Lucerium, Venusia, Brindis, Hadria, Formae, Ariminum, Pontia, Paestum, Cosa, Benevento, Aesernum, Spoletum, Placentia y Cremona.- N. del T.]. Tales fueron las colonias con cuya ayuda y socorro se confirmó el dominio de Roma; estas fueron a quienes públicamente dieron las gracias el Senado y la Asamblea. El Senado prohibió toda mención de las restantes colonias que se habían mostrado infieles para con el imperio; los cónsules debían ignorar a sus representantes, ni se les retendría, ni se les despediría ni se dirigirían a ellos, dejándolos en absoluta soledad. Ciertamente, este silencioso reproche pareció lo más acorde con la dignidad del pueblo de Roma. Los restantes preparativos de la guerra ocuparon entonces la atención de los cónsules. Se decidió entregar a los cónsules el «oro vigesimario», que se mantenía oculto en el tesoro como reserva para casos de extrema urgencia [quien manumitía a un esclavo debía pagar al tesoro el cinco por ciento, la vigésima parte, de su valor.-N. del T.]. Se sacaron cuatro mil libras de oro [1308 kilos.-N. del T.]. De estas, quinientas cincuenta libras se entregaron a cada uno de los cónsules y a los procónsules Marco Marcelo y Publio Sulpicio. Se entregó una cantidad similar a Lucio Veturio, a quien había correspondido la provincia de la Galia, y se puso un subsidio especial de cien libras en manos del cónsul Fabio, para ser llevado a la ciudadela de Tarento. El resto se empleó en la compra, mediante efectivo y a precios de mercado, de vestuario para el ejército de Hispania, cuyas victoriosas acciones agrandaban su propia fama y la de sus generales.

[27,11] Además, se decidió que antes de que los cónsules abandonasen la Ciudad se debían expiar determinados portentos. Varios lugares habían sido alcanzados por un rayo: la estatua de Júpiter en el Monte Albano y un árbol cerca de su templo, un bosque en Ostia, la muralla de la ciudad y el templo de la Fortuna en Capua y la muralla y una de las puertas en Mondragone [la antigua Sinuessa.-N. del T.]. Algunas personas afirmaron que había fluido sangre en el agua en el lago Albano y que en el santuario del templo de Fors Fortuna, en Roma, se había caído por sí misma una estatuilla de la diadema de la diosa en su mano. Se creía con seguridad que en Priverno [la antigua Privernum.-N. del T.] había hablado un buey y que un buitre había descendido sobre una tienda en el foro lleno de gente. En Mondragone se dijo que había nacido un niño de sexo dudoso, esos que se suelen llamar andróginos -palabra, como otras muchas, tomadas del griego, idioma que admite las palabras compuestas-, también se informó de que había llovido leche y que había nacido un niño con cabeza de elefante. Estos portentos fueron expiados mediante el sacrificio de víctimas mayores, designándose un día para rotativas especiales en todos los santuarios y una plegaria de expiación en un solo día. Además, se decretó que el pretor Cayo Hostilio debía ofrecer y celebrar los Juegos de Apolo, en estricta conformidad con la práctica de los últimos años. Durante este intervalo, el cónsul Quinto Fulvio convocó la Asamblea para elegir a los censores. Dos hombres fueron elegidos, ninguno de los cuales había alcanzado la dignidad de cónsul: Marco Cornelio Cétego y Publio Sempronio Tuditano. La plebe adoptó una medida, sancionada por el Senado, autorizando a estos censores a permitir que el territorio de Capua fuese arrendado a ocupantes individuales. Se retrasó la revisión de la lista del Senado por diferencias entre ellos en cuanto a quién debía ser elegido como príncipe del Senado [el princeps senatus, figura legal republicana que aprovecharía posteriormente Octavio Augusto, poseía el privilegio de hablar en primer lugar durante las deliberaciones, tras el magistrado convocante de la Curia, solía ser el censor patricio más veterano y era, por lo general, hombre de la mayor autoridad moral.-N. del T.]. La elección había recaído sobre Sempronio; Cornelio, sin embargo, insistió en que se debía seguir la costumbre tradicional según la cual el hombre que hubiera sido el primero de sus contemporáneos en vivir hasta ser nombrado censor debía ser siempre elegido como príncipe del Senado, quien en este caso resultaba ser Tito Manlio Torcuato. Sempronio respondió que los dioses, que le habían conferido el derecho de elegir, también le habían otorgado el derecho de hacerlo libremente; así pues, actuaría a su propio arbitrio y elegía a Quinto Fabio Máximo, el hombre al que declaraba el más importante de todos los romanos, afirmación que podría demostrar ante el propio Aníbal. Tras una larga argumentación, su colega cedió y Sempronio eligió a Quinto Fabio Máximo como Príncipe del Senado. Se procedió entonces a la revisión de la lista, de la que se quitaron ocho nombres entre los que estaba en el Marco Cecilio Metelo, el autor de la infame propuesta de abandonar Italia después de Cannas. Por la misma razón, algunos fueron eliminados del orden ecuestre, pero hubo muy pocos sobre los que recayera tal mancha de vergüenza. Todos los que habían pertenecido a la caballería de las legiones de Cannas, y que estuvieran en Italia por aquel entonces -había un número considerable de estos-, fueron privados de sus caballos. Este castigo se hizo aún más pesado al extender su servicio militar obligatorio. No se contarían los años que habían servido con los caballos proporcionados por el Estado, tendrían que servir diez años a partir de esa fecha con sus propios caballos. Se descubrió gran cantidad de hombres que debían haber servidor, y a cuantos de ellos hubieran alcanzado la edad de diecisiete años al comienzo de la guerra, sin haber prestado servicio alguno, se les degradó a erarios [eran ciudadanos que pagaban impuestos, pero no podían votar.-N. del T.]. A continuación, los censores firmaron los contratos para la reconstrucción de los lugares alrededor del Foro que habían sido destruidos por el fuego; estos comprendían siete tiendas, el mercado de pescado y el atrio de las Vestales.

[27.12] Después de despachar sus asuntos en Roma, los cónsules partieron a la guerra. Fulvio fue el primero en marchar y se adelantó hasta Capua. Después de unos días le siguió Fabio y, en una entrevista personal con su colega, le instó enérgicamente, como había hecho con Marcelo por carta, para que hiciera cuanto le fuera posible para mantener a Aníbal a la defensiva mientras él mismo atacaba Tarento. Señaló que el enemigo había sido ya rechazado de todas partes, y que si se le privaba de aquella ciudad no quedaría posición en la que se pudiera sostener ni lugar seguro al que retirarse, no quedaría ya nada en Italia que le sostuviera. También envió un mensaje al comandante de la guarnición que Levino había situado en Reggio, como freno frente a los brucios. Era esta una fuerza de ocho mil hombres, procedentes la mayoría, como hemos dicho, de Agathyrna en Sicilia, acostumbrados todos a vivir de la rapiña; su número se había incrementado con los desertores del Brucio, que se mostraban igualados en su imprudencia y su gusto por aventuras desesperadas. Fabio ordenó al comandante que llevase estas fuerzas al Brucio y asolase el país, atacando luego la ciudad de Caulonia. Ejecutaron sus órdenes con presteza y entusiasmo, y después de saquear y dispersar a los campesinos, lanzaron un furioso ataque contra la ciudadela. La carta del cónsul y su propia convicción de que ningún general romano, excepto él, estaba a la altura de Aníbal, lanzaron a Marcelo a la acción. Tan pronto como hubo hecho acopio del forraje de los campos, levantó sus cuarteles de invierno y se enfrentó a Aníbal en Canosa di Puglia [la antigua Canusium.-N. del T.]. El cartaginés estaba intentando inducir a los canusios a rebelarse pero se alejó al enterarse de la aproximación de Marcelo. Como era campo abierto, sin presentar cobertura para una emboscada, empezó a retirarse a una zona más boscosa. Marcelo le siguió pisándole los talones, estableció su campamento cerca del de Aníbal y en el momento en que hubo terminado sus fortificaciones condujo sus legiones a la batalla. Aníbal no veía la necesidad de correr el riesgo de una batalla campal y mandó destacamentos de caballería y honderos para escaramucear. Fue arrastrado, sin embargo, a la batalla que había tratado de evitar porque, después de haber estado marchando toda la noche, Marcelo le alcanzó en terreno llano y abierto, impidiéndole fortificar su campamento mediante el ataque a todas sus partidas de fortificación. Siguió una enconada batalla en la que se enfrentaron todas las fuerzas de ambos ejércitos, separándose igualados al caer la noche. Ambos campamentos, separados por sólo un pequeño intervalo, se fortificaron a toda prisa antes de que oscureciera. Tan pronto como empezó a clarear el amanecer, Marcelo marchó con sus hombres al campo y Aníbal aceptó el reto. Habló para animar a sus hombres, pidiéndoles que recordasen el Trasimeno y Cannas, que domesticasen la insolencia de su enemigo que no cesaba de presionarles y pisarles los talones, impidiéndoles fortificar su campamento y sin darles respiro ni tiempo para mirar a su alrededor. Día tras día, dos cosas veían sus ojos al mismo tiempo: la salida del Sol y la línea de combate romana en la llanura. Si el enemigo se retiraba con graves pérdidas tras una batalla, él podría conducir sus acciones son más tranquilidad y consejo. Animados por las palabras de su general y exasperados por el modo desafiante con que el enemigo se provocaba e incitaba, dieron comienzo a la batalla con gran ánimo. Después de más de dos horas de combate, el contingente aliado en el ala derecha romana, incluyendo a las levas especiales, empezó a ceder. En cuanto Marcelo vio esto, llevó al frente a la decimooctava legión. Tardaron en llegar y, como los otros estaban vacilando y retrocediendo, al final toda la línea quedó paulatinamente desordenada y, finalmente, derrotada. Perdido el miedo a la vergüenza, se dieron a la fuga. Dos mil setecientos romanos y aliados cayeron en la batalla y durante la persecución; entre ellos se encontraban cuatro centuriones y dos tribunos militares: Marco Licinio y Marco Helvio. Se perdieron cuatro estandartes en el ala que inició el combate y dos de la legión que acudió en su apoyo.

[27,13] Una vez en el campamento, Marcelo se dirigió con tan apasionada e incisiva reprobación a sus hombres que sufrieron más por las palabras de su enojado general que por la adversa lucha que habían sostenido durante todo el día. «Tal como están las cosas», dijo, «estoy devotamente agradecido a los dioses porque el enemigo no haya atacado el campamento mientras con vuestro pánico corríais atravesando las puertas y saltando la empalizada; es seguro que habríais abandonado vuestro campamento con el mismo terror salvaje con que habéis abandonado el campo de batalla. ¿Qué significa este pánico, este terror? ¿Qué os ha pasado de repente para que olvidéis quiénes sois y contra quiénes lucháis? Son estos, sin duda, los mismos enemigos a los os que estuvisteis derrotando y persiguiendo el pasado verano, a los que habéis estado siguiendo tan de cerca los últimos días mientras huían de vosotros noche y día, a los que habéis acosado en escaramuzas y a los que hasta ayer habíais impedido avanzar o acampar. Paso por alto los sucesos por los que os podáis vanagloriar, sólo voy a mencionar una circunstancia que os debería llenar de vergüenza y remordimientos. Ayer por la noche, como sabéis, os retirasteis del campo de batalla en igualdad con el enemigo. ¿Qué ha hecho cambiar la situación durante la noche o durante el día? ¿Se han debilitado vuestras fuerzas o fortalecido las de ellos? En verdad que no me parece estar hablando a mi ejército, o a soldados romanos; parecéis solo sus cuerpos y armas. ¿Os creéis que si hubieseis poseído el espíritu de los romanos, habría podido el enemigo ver vuestras espaldas o capturar un solo estandarte de cualquier manípulo o cohorte? Hasta ahora se enorgullecían de haber destrozado legiones romanas; vosotros habéis sido los primeros en concederles la gloria de haber puesto en fuga un ejército romano».

Se levantó entonces un clamor general de súplica; los hombres le pidieron que los perdonase por su acción de aquel día y que pusiera a prueba el valor de sus hombres cuándo y dónde quisiera. «Muy bien, soldados», les dijo, «lo probaré y os llevaré a la batalla mañana, para que os podáis ganar el perdón que solicitáis como vencedores en vez de como vencidos». Ordenó que a las cohortes que habían perdido sus estandartes se les entregasen raciones de cebada y que los centuriones de los manípulos cuyos estandartes se habían perdido permanecieran alejados de sus compañeros, ligeros de vestimenta y con sus espadas desenvainadas. Ordenó también que todas las tropas, montadas y desmontadas, formaran armadas al día siguiente. Luego los despidió, y todos reconocían que habían sido justa y merecidamente censurados y que en todo el ejército no había ninguno, a excepción de su comandante, que hubiera demostrado aquel día ser un hombre. Se sentían obligados a darle una satisfacción, fuera con su muerte o con una brillante victoria. A la mañana siguiente comparecieron equipados y armados según sus órdenes. El general expresó su aprobación y anunció que los que habían sido los primeros en huir y las cohortes que habían perdido sus normas se colocarían en la vanguardia de la batalla. Llegó a decir que todos debían luchar y vencer, y que debían, todos y cada uno, hacer todo lo posible para evitar que el rumor de la huida de ayer alcanzase Roma antes que la noticia de la victoria de aquel día. Se les ordenó entonces alimentarse, para que pudiesen aguantar en caso de que la lucha se prolongase. Después que se hubiera dicho y hecho todo lo preciso para levantar su valor, marcharon a la batalla.

[27,14] Cuando se informó de todo esto a Aníbal, comentó, «¡Evidentemente, nos enfrentamos a un enemigo que no puede soportar su suerte, sea buena o mala! Si sale victorioso persigue a los vencidos en una búsqueda feroz, y si es derrotado renueva el combate con sus vencedores». Entonces, ordenó que tocaran la señal de avance y condujo a sus hombres hasta el campo de batalla. La lucha fue mucho más reñida que el día anterior; los cartagineses hicieron todo lo posible para mantener el prestigio que habían ganado, los romanos estaban igualmente decididos a borrar la vergüenza de su derrota. Los contingentes que habían formado el ala izquierda romana y las cohortes que habían perdido sus estandartes estaban luchando en vanguardia, con la vigésima legión a su derecha. Lucio Cornelio Léntulo y Cayo Claudio Nerón mandaban las alas; Marcelo permaneció en el centro para animar a sus hombres y comprobar cómo se comportaban en la batalla. La primera línea de Aníbal consistía en sus tropas hispanas, la flor de su ejército. Después de una larga e indecisa lucha, ordenó que se llevaran los elefantes hasta la línea de combate, con la esperanza de que pudieran provocar confusión y pánico entre el enemigo. Al principio desordenaron las primeras filas, pisoteando alguno bajo sus pies y dispersando a los que estaban alrededor muy alarmados. Uno de los flancos quedó así expuesto, y la derrota se habría extendido de no haber Cayo Decimio Favo, uno de los tribunos militares, arrebatado el estandarte del primer manípulo de asteros y haberlos llamado a seguirle. Los llevó hasta donde los animales trotaban cerca unos de otros y provocaban el mayor tumulto, y dijo a sus hombres que lanzaran sus pilos contra ellos. Debido a la corta distancia y el gran blanco presentado por los animales, hacinados como estaban, cada pilo alcanzó su objetivo. No todos fueron alcanzados, pero aquellos en cuyos flancos se hincaban las jabalinas huían y arrastraban instintivamente con ellos a los ilesos. No sólo los hombres que los atacaron primero, sino todo soldado que los tuviera a su alcance le lanzaba su pilo conforme galopaban de vuelta a las líneas cartaginesas, donde provocaron aún más destrucción que la que causaron a su enemigo. Se lanzaban con más imprudencia y hacían un daño mucho mayor al ser dirigidos por el miedo que al ser manejados por sus conductores que van sentados encima. Los estandartes romanos avanzaban de inmediato allí donde se quebraban las líneas, y el roto y desmoralizado enemigo fue puesto en fuga sin demasiada lucha. Marcelo envió su caballería tras los fugitivos, y no aflojó la persecución hasta empujarlos con terrible pánico hasta su campamento. Para aumentar más su confusión y terror, dos de los elefantes habían caído y bloqueaban la puerta del campamento, por lo que los hombres tuvieron que abrirse paso dentro de su campamento sobre el foso y la empalizada. Fue aquí donde sufrieron las mayores pérdidas: murieron ocho mil hombres y cinco elefantes. La victoria no fue más que una sangría para los romanos; de las dos legiones, murieron unos mil setecientos hombres y mil trescientos de los contingentes aliados; además, hubo gran número de heridos en ambos grupos. La siguiente noche, Aníbal abandonó su campamento. Marcelo, aunque ansioso por seguirlo, no pudo hacerlo debido a la enorme cantidad de heridos. Las partidas de reconocimiento, que se enviaron para vigilar sus movimientos, informaron de que había tomado la dirección del Brucio.

[27,15] Por aquel tiempo, los hirpinos, los lucanos y los vulcientes [de la actual Buccino.-N. del T.] se rindieron al cónsul Quinto Fulvio, entregando las guarniciones que Aníbal había situado en sus ciudades. Aquel aceptó su rendición con clemencia, limitándose a reprocharles el error cometido en el pasado. Los brucios fueron inducidos a esperar que se les podría mostrar una indulgencia similar y enviaron dos hombres del más alto rango entre ellos, Vivio y su hermano Pacio, para solicitar condiciones de rendición favorables. El cónsul Quinto Fabio tomó al asalto la ciudad de Manduria, en el país de los salentinos [en el «tacón» de la bota que semeja Italia.-N. del T.], capturando tres mil prisioneros y una considerable cantidad de botín. Desde allí marchó a Tarento y fijó su campamento en la misma boca del puerto. Cargó con las máquinas e ingenios necesarios para batir las murallas algunos de los buques que Levino había conservado con el propósito de mantener abiertas sus líneas de abastecimiento; empleó otros para transportar artillería y provisión de proyectiles de toda clase. Sólo hizo uso de los transportes que fueran impulsadas por remos, de manera que, mientras algunas tropas acercaban sus ingenios y escalas de asalto a las murallas, otras pudiesen rechazar a los defensores de los muros atacándoles a distancia desde los barcos. Estos barcos fueron equipados de tal modo que eran capaces de atacar la ciudad desde mar abierto sin interferencia del enemigo, pues la flota cartaginesa había navegado hasta Corfú para ayudar a Filipo en su campaña contra los etolios. La fuerza que asediaba Caulonia, al enterarse de la aproximación de Aníbal y temiendo una sorpresa, se retiraron a una posición sobre las colinas que les aseguraba contra cualquier ataque inmediato aunque no servía para nada más.

Mientras Fabio se encontraba sitiando Tarento, un incidente de poca importancia en sí mismo le ayudó a conseguir una gran victoria. Aníbal había proporcionado a los tarentinos una guarnición de tropas brucias. El prefecto al mando de estas estaba profundamente enamorado de una mujer que tenía un hermano en el ejército de Fabio. Ella había escrito a su hermano para contarle la relación surgida entre ella y un extranjero rico y de alta posición entre sus compatriotas. El hermano albergó la esperanza de que, por mediación de su hermana, su amante pudiera ser convencido de cualquier extremo y comunicó sus pensamientos al cónsul. La idea no parecía en absoluto poco razonable, así que recibió instrucciones de cruzar las líneas y entrar en Tarento como si fuese un desertor. Después de ser presentado al prefecto por su hermana y establecer una relación amistosa con él, tanteó cautelosamente su disposición sin descubrir su auténtico objetivo. Cuando se sintió satisfecho en cuanto a la debilidad de su carácter, llamó a su hermana en su auxilio y por su persuasión y halagos logró convencer al hombre para traicionar la posición de la que estaba al mando. Cuando se hubo dispuesto el momento y el modo en que se ejecutaría el proyecto, se envió un soldado por la noche, desde la ciudad, para atravesar los puestos de vigilancia e informar al cónsul de lo que se había ejecutado y de los acuerdos establecidos.

En la primera guardia, Fabio dio la señal para actual a las tropas de la ciudadela y a las que guardaban el puerto, marchando después alrededor del puerto y tomando posiciones, sin ser observados, en la parte oriental de la ciudad. Luego ordenó que tocaran las trompetas al mismo tiempo en la ciudadela, el puerto y los buques que habían sido llevados hasta mar abierto. El mayor griterío y alboroto fue intencionadamente provocado justo en aquellas zonas donde había menos peligro de un ataque. Por su parte, el cónsul mantuvo a sus hombres en completo silencio. Demócrates, que anteriormente había mandado la flota, resultó estar ahora a cargo de aquella zona de las defensas. Viendo que todo a su alrededor estaba tranquilo mientras, por el ruido y tumulto, la ciudad parecía haber sido capturada, temió permanecer en aquella posición por si el cónsul asaltaba la plaza e irrumpía por otra parte. Así pues, llevó sus hombres hasta la ciudadela, de donde procedía el griterío más alarmante. Por el tiempo transcurrido y el silencio que siguió a los gritos emocionados y las llamadas a las armas, Fabio juzgó que la guarnición se había retirado de esa parte de las fortificaciones. En seguida ordenó que se llevasen las escalas a aquella zona de las murallas donde le informaron que montaba guardia el traidor brucio. Con su ayuda y complicidad, se capturó aquella parte de las fortificaciones y los romanos se abrieron camino hacia la ciudad tras derribar la puerta más cercana, que permitió pasar al cuerpo principal de sus camaradas. Lanzando su grito de guerra irrumpieron en el foro, donde llegaron sobre el amanecer sin encontrar un solo enemigo armado. Todos los defensores, que luchaban en la ciudadela y el puerto, se combinaron para atacar a los romanos.

[27.16] El combate en el foro se inició con una impetuosidad que no se sostuvo. Los tarentinos no eran rivales para los romanos, ni en valor, ni en armas o entrenamiento militar ni en fuerza física o vigor. Lanzaron sus jabalinas y aquello fue todo; casi antes de que llegaran al cuerpo a cuerpo se dieron la vuelta y huyeron por las calles, buscando refugio en sus propios hogares y en las casas de sus amigos. Dos de sus líderes, Nico y Demócrates, cayeron luchando valientemente; Filomeno, que había sido el causante principal de la entrega de la ciudad a Aníbal, escapó rápidamente de la batalla y, aunque su caballo sin jinete fue reconocido poco después, su cuerpo nunca fue hallado. Fue creencia general que fue arrojado de cabeza por su caballo en un poco sin protección. Cartalón, el prefecto de la guarnición, había depuesto las armas y se dirigía al cónsul para recordarle el antiguo lazo de hospitalidad entre sus padres cuando fue muerto por un soldado con el que se encontró. Se masacró indiscriminadamente tanto a quienes se encontraron con armas como a los que no; cartagineses y tarentinos corrieron la misma suerte. Muchos, aun entre los brucios, resultaron muertos en diferentes zonas de la ciudad, fuese por error o para satisfacer viejos odios aún en pie, o para suprimir cualquier rumor de su captura mediante traición, haciéndola aparecer como si hubiera sido tomada por asalto. Tras la carnicería siguió el saqueo de la ciudad. Se dice que se capturaron treinta mil esclavos junto con una enorme cantidad de plata, labrada y en monedas, y oro con un peso de ochenta y tres mil libras [27.141 kilos.-N. del T.], así como una colección de estatuas y pinturas casi igual a la que había adornado Siracusa. Fabio, sin embargo, mostró un espíritu más noble del que Marcelo había exhibido en Sicilia; mantuvo sus manos fuera de aquella clase de botín. Cuando su escriba le preguntó qué deseaba que se hiciera con algunas estatuas colosales -se trataba de deidades, cada una representada con su vestimenta adecuada y en actitud de combate-, ordenó que fuesen dejadas a los tarentinos que habían sentido su ira. La muralla que separaba la ciudad de la ciudadela fue demolida por completo.

Aníbal, mientras tanto, recibió la rendición de la fuerza que estaba asediando Caulonia. Tan pronto como se enteró de que Tarento estaba siendo atacada marchó apresuradamente a liberarla, caminando día y noche. Al recibir la noticia de su captura, comentó: «Los romanos también tienen su Aníbal; hemos perdido a Tarento por la misma práctica que la ganamos». Para evitar que su retirada pareciese una huida, acampó a una distancia de cinco millas [7400 metros.-N. del T.] de la ciudad y, tras permanecer allí durante unos días, cayó sobre Metaponto. Desde este lugar envió a dos metapontinos con una carta para Fabio, en Tarento. Estaba escrita por las autoridades civiles, y en ella se afirmaba que estaban dispuestos a rendir Metaponto y a su guarnición cartaginesa si el cónsul comprometía su palabra de que no habrían de sufrir por su conducta pasada. Fabio creyó que la carta era genuina y entregó a los portadores una respuesta dirigida a sus jefes, fijando la fecha de su llegada a Metaponto, que le fue entregada a Aníbal. Naturalmente, encantado de ver que incluso Fabio no era inmune a sus estratagemas, dispuso sus tropas en emboscada no lejos de Metaponto. Antes de salir de Tarento, Fabio consultó a los pollos sagrados, y en dos ocasiones le dieron un presagio desfavorable. También consultó a los dioses mediante un sacrificio y, tras haber inspeccionado la víctima, los augures le advirtieron de que había de guardarse de las intrigas y emboscadas del enemigo. Al no aparecer en el momento indicado, se le enviaron nuevamente a los metapontinos para darle prisa y fueron arrestados. Aterrados ante la perspectiva de un interrogatorio bajo tortura, estos revelaron la trama.

[27,17] Publio Escipión había pasado todo el invierno ocupado en la conquista de diversas tribus hispanas, bien mediante sobornos, bien mediante la devolución de sus compatriotas que habían sido tomados como rehenes o prisioneros. Al comienzo del verano Edecón, un jefe hispano famoso, vino a visitarle. Su esposa e hijos estaban en manos de los romanos; pero aquella no era la única razón por la que venía, también le influyó el aparente cambio de sentir que se produjo en toda Hispania en favor de Roma y contra Cartago. Por el mismo motivo se movían Indíbil y Mandonio, que eran sin duda alguna los más poderosos príncipes de Hispania. Junto con sus fuerzas, abandonaron a Aníbal, se retiraron a las colinas que estaban sobre su campamento y, manteniéndose a lo largo de las cumbres de las montañas, se abrieron camino con seguridad hasta el cuartel general romano. Cuando Asdrúbal vio que el enemigo estaba recibiendo tales incrementos de fuerza, mientras las suyas propias disminuían en la misma proporción, se dio cuenta de que seguiría la sangría a menos que efectuase algún movimiento audaz; así pues, decidió aprovechar la primera oportunidad que tuviera para combatir. Escipión ansiaba todavía más una batalla; su confianza había aumentado con el éxito y no estaba dispuesto a esperar hasta que se hubiesen unido los ejércitos enemigos, prefería enfrentarse a cada uno por separado en vez de a todos juntos. Sin embargo, para el caso de que tuviera que enfrentar sus fuerzas combinadas, había aumentado sus fuerzas por cierto método ingenioso. Como toda la costa hispana estaba ahora limpia de buques enemigos, ya no estaba dando uso a su propia flota, así que tras varar los barcos en Tarragona hizo que las tripulaciones aliadas reforzaran su ejército terrestre. Tenía armamento más que suficiente, pues junto al conseguido en la captura de Cartagena tenía aquel fabricado posteriormente por la gran cantidad de artesanos. Lelio, en cuya ausencia no emprendió nada de importancia, había regresado de Roma, por lo que en los primeros días de la primavera partió de Tarragona con su ejército combinado y se dirigió directamente hacia el enemigo.

Había paz por todo el país que atravesó; cada tribu, según se aproximaba, le daba una recepción amigable y lo escoltaba hasta sus fronteras. En su camino se encontró con Indíbil y Mandonio. El primero, hablando por sí mismo y por su compañero, se dirigió a Escipión con un lenguaje grave y avergonzado, muy diferente del discurso áspero e insensato de los bárbaros. Presentó el hecho de haberse pasado a Roma más como una decisión irremediable que como si reclamase la gloria de haberlo hecho a la primera oportunidad. Era muy consciente, dijo, de que la consideración de desertor era odiosa para los antiguos amigos y sospechosa para los nuevos; tampoco consideraba errónea esta manera de considerarlo, siempre y cuando el doble odio generado se refiriese al motivo y no al nombre. Luego, después de insistir en los servicios que habían prestado a los generales cartagineses y en la rapacidad e insolencia que el último había exhibido, así como en los innumerables males que les había infligido a ellos y a sus compatriotas, prosiguió: «Hasta ahora hemos estado aliados con ellos por lo que respecta a nuestra presencia física, pero nuestros corazones y mentes han estado desde hace mucho donde creemos que se aprecian el derecho y la justicia. Venimos ahora, como suplicantes a los dioses que no permiten la violencia y la injusticia, y te imploramos, Escipión, que no consideres nuestro cambio de bando ni como un crimen ni como un mérito; juzga y evalúa nuestra conducta, considerando qué clase de hombres somos, poniéndonos a prueba de ahora en adelante». El general romano contestó que, precisamente esto, era lo que él deseaba hacer; no consideraría como desertores a hombres que no mantuvieron una alianza en la que no se respetó ninguna ley, ni divina ni humana. Entonces llevaron ante ellos a sus esposas e hijos, que les fueron devueltos en medio de lágrimas de alegría. Desde aquel día fueron huéspedes de los romanos, concluyéndose por la mañana un tratado definitivo de alianza y marchando a traer sus tropas. A su regreso compartieron el campamento romano y actuaron como guías hasta llegar donde el enemigo.

[27.18] [Debido a su ausencia en la edición inglesa de referencia indicada en el prólogo, la traducción de este capítulo se ha efectuado a partir del texto inglés del mismo en, correspondiente a la traducción del texto de Tito Livio efectuada por Cyrus Edmonds en 1850.-N. del del T.] El ejército de Asdrúbal, que era el más cercano de los ejércitos cartagineses, se encontraba cerca de la ciudad de Bécula [la antigua Baecula, tradicionalmente identificada con Bailén, la sitúan ahora algunos autores en Santo Tomé, también en Jaén. Un ejemplo de discusión al respecto se puede consultar en http://www.celtiberia.net/articulo.asp?id=3109.-N. del T.]. Ante su campamento tenía destacamentos avanzados de caballería. Los vélites, los antesignarios [soldados que iban inmediatamente delante de las enseñas y que las defendían.-N. del T.] y quienes componían la vanguardia, como iban al frente de su marcha y antes de elegir el terreno para su campamento, lanzaron un ataque con tal desprecio que resultó perfectamente evidente el grado de ánimo que poseía cada bando. La caballería fue rechazada hasta su campamento en desordenada huida, avanzando los estandartes romanos casi hasta sus mismas puertas. Aquel día, con sus ánimos excitados por el combate, los romanos instalaron su campamento. Por la noche, Asdrúbal retiró sus fuerzas a un montículo en cuya cima se extendía una llanura. Había un río en la parte posterior, y por delante y a los lados tenía como una orilla escarpada que la rodeaba completamente. Por debajo de esta había otra planicie en suave declive, que también estaba rodeada por un repecho de difícil ascenso. A esta llanura inferior envió Asdrúbal, al día siguiente, a su caballería númida y a las tropas ligeras baleáricas y africanas, cuando vio las tropas del enemigo formadas en orden de batalla ante su campamento. Escipión, cabalgando entre la formación y las enseñas, les señaló que «el enemigo, habiendo abandonado de antemano toda esperanza de contenerlos en terreno llano, se ha retirado a las colinas: allí los podían ver, apoyándose en la fuerza de su posición y no en su valor y sus armas». Pero los muros de Cartagena que habían escalado los soldados romanos eran aún más altos. Ni colinas, ni una ciudadela, ni siquiera el propio mar habían sido impedimento para sus armas. Las alturas que había ocupado el enemigo solo servirían para que este tuviera que saltar sobre riscos y precipicios al huir, pero él les cortaría incluso aquella vía de escape. En consecuencia, dio órdenes a dos cohortes para que una de ellas ocupara la entrada del valle inferior por donde fluía el río y que la otra bloquease el camino que llevaba de la ciudad al campo, sobre la ladera de la colina. Él en persona llevó las tropas ligeras, que el día anterior habían barrido al enemigo, contra las tropas ligeras que se encontraban estacionadas en el repecho inferior. Marcharon inicialmente por terreno quebrado, impedidos solo por el camino; después, cuando llegaron al alcance de los dardos, fue lanzada sobre ellos una inmensa cantidad de toda clase de armas; mientras, por su parte, no solo los soldados, sino una multitud de vivanderos [los «calones» eran los que transportaban impedimenta, general o particular, así como quienes dirigían el tren de bagajes de las legiones: una heterogénea multitud que solo más adelante sería regularizada e incorporada a la organización legionaria con sus propios mandos.-N. del T.] mezclados con los soldados, lanzaban piedras tomadas del suelo, que se extendían por todas partes y que casi en su totalidad servían como proyectiles. Sin embargo, aunque el ascenso fue difícil y casi se vieron superados por las piedras y los dardos, con su práctica en aproximarse a las murallas y su tenacidad de espíritu lograron los romanos superar la primera. Estos, tan pronto como llegaron a terreno nivelado y pudieron sostenerse a pie firme, obligaron al enemigo, débil para sostener el cuerpo a cuerpo, compuesto por tropas ligeras armadas para escaramucear y que solo se podía defender a distancia mediante una clase de combate elusivo librado mediante descarga de proyectiles, a huir de su posición; dando muerte a gran cantidad de ellos, los empujaron hasta donde estaban las fuerzas situadas por encima de ellos, en la altura superior. Sobre esta, Escipión, habiendo ordenado a las tropas victoriosas que se levantaran y atacasen el centro del enemigo; dividió sus fuerzas restantes con Lelio: las que este dirigía fueron enviadas a rodear la colina por la derecha hasta que encontrasen un camino de fácil ascenso, él mismo, entretanto, dando un corto rodeo por la izquierda, cargarían contra el enemigo por el flanco. Como consecuencia de esto, la línea cartaginesa fue puesta en confusión mientras trataban de dar la vuelta y enfrentar sus filas hacia donde resonaban los gritos que les rodeaban por todas partes. Durante esta confusión llegó también Lelio y, mientras el enemigo se retiraba para no quedar expuesto a ser herido por detrás, su línea frontal se desarticuló y dejó un espacio que ocupó el centro, que por aquel terreno abrupto nunca habría podido pasar en formación y con los elefantes situados frente a los estandartes. Mientras las tropas del enemigo eran masacradas en todos los sectores, Escipión, que con su ala izquierda había cargado sobre la derecha enemiga, estaba ocupado principalmente en atacar su flanco descubierto. Y ahora ya ni siquiera quedaba espacio para huir, pues destacamentos de tropas romanas habían bloqueado los caminos a ambos lados, derecha e izquierda, y la puerta del campamento estaba bloqueada por la huida del general y sus principales oficiales; a esto había que añadir el miedo a los elefantes que, cuando estaban desconcertados, eran más temidos que el enemigo. Murieron, así pues, al menos ocho mil hombres.

[27.19] Asdrúbal, antes de la batalla, se había apropiado del dinero y, tras enviar sus elefantes por delante y reunir todos los fugitivos que pudo, dirigió su marcha a lo largo del Tajo hacia los Pirineos. Escipión se apoderó del campamento enemigo y entregó todo el botín, con excepción de los prisioneros, a sus tropas. Al computar los prisioneros se encontró con que ascendían a diez mil soldados de infantería y dos mil de caballería. Los prisioneros hispanos fueron puestos en libertad y enviados a sus casas; ordenó al cuestor que vendiera a los africanos. Todos los hispanos, los que se habían rendido previamente y los que habían sido hecho prisioneros el día anterior, se arremolinaron a su alrededor y con una sola voz lo saludaron como «Rey». Ordenó que se mandara callar y entonces les dijo que el título que más valoraba era el único que sus soldados le habían concedido: Imperator. «El nombre de rey», dijo, «tan grande en otros lugares, es insoportable para los oídos romanos. Si la realeza es a vuestros ojos la más noble cualidad de la naturaleza humana, podéis atribuirla en vuestros pensamientos, pero debéis evitar el uso de la palabra». Incluso los bárbaros apreciaron la grandeza de un hombre que estaba tan alto como para desdeñar un título cuyo esplendor deslumbraba los ojos de los demás hombres. Se repartieron luego regalos entre los régulos y notables hispanos, y Escipión invitó a Indíbil a escoger trescientos caballos de entre el gran número capturado. Mientras el cuestor ponía a los africanos en venta encontró entre ellos un joven muy apuesto, y al oír que era de sangre real, lo envió a Escipión. Este le preguntó quién era, a qué país pertenecía y por qué con su poca edad se encontraba en el campamento. Le dijo que él era un númida y que su pueblo lo llamaba Masiva; había quedado huérfano de padre y lo había criado su abuelo materno, Gala, el rey de los númidas. Su tío Masinisa había venido con su caballería para ayudar a los cartagineses y él lo había acompañado a Hispania. Masinisa siempre le había prohibido tomar parte en los combates porque ser tan joven; pero aquel día, sin que su tío lo supiera, se apoderó de armas y de un caballo y marchó a la acción, más su caballo cayó y lo arrojó y así fue hecho prisionero. Escipión ordenó que mantuvieran al númida bajo custodia y, una vez hubo despachado todos los asuntos, abandonó el tribunal y regresó a su tienda. Una vez aquí mando llamar a su prisionero y le pregunto si le gustaría volver con Masinisa. El muchacho respondió entre lágrimas de alegría que estaría encantado de hacerlo. Escipión, entonces, le regaló un anillo de oro, una túnica con borde púrpura, una capa hispana con broche de oro y un caballo bellamente enjaezado. Luego ordenó que le acompañase una escolta de caballería para ir donde quisiera y lo despidió.

[27.20] Después se celebró un consejo de guerra. Algunos de los presentes urgieron a perseguir de inmediato a Asdrúbal, pero Escipión pensaba que resultaría peligroso en caso de que Magón y el otro Asdrúbal unieran con sus fuerzas con él. Se contentó con enviar una guarnición a ocupar los pasos de los Pirineos y pasó el resto del verano recibiendo bajo su protección varias tribus hispanas. Pocos días después de la batalla de Bécula, cuando Escipión, en su regreso a Tarragona, hubo descendido el puerto de Cazlona [saltu Castulonensi en el original latino; según el diccionario geográfico-histórico de España, de D. Miguel Cortés López, edición de 1836, correspondería al actual Puerto del Muradal o Muladar.-N. del T.], los dos generales cartagineses, Asdrúbal Giscón y Magón, llegaron desde la Hispania Ulterior para unir sus fuerzas con las de Asdrúbal. Llegaron demasiado tarde para evitar su derrota, pero su venida resultó muy oportuna al permitirles concertar las medidas para proseguir la guerra. Cuando se pusieron a confrontar pareceres sobre los sentimientos de las diferentes provincias, Asdrúbal Giscón consideró que la costa de Hispania entre Gades y el Océano, aún ignorante de los romanos, permanecía hasta ahora fiel a Cartago. El otro Asdrúbal y Magón estaban de acuerdo en cuanto a la influencia que el generoso tratamiento de Escipión había tenido en el sentir, tanto a nivel político como particular, de todo el mundo, y estaban convencidos de que no se podrían detener las deserciones hasta que la totalidad de los soldados hispanos hubiera sido trasladada a los más lejanos rincones de Hispania o llevados a la Galia. Decidieron, por lo tanto, sin esperar la sanción del Senado, que Asdrúbal debía marchar a Italia, que era el foco de la guerra y donde se libraba el combate decisivo; de esta manera podría llevarse fuera de Hispania a todos los soldados hispanos, muy lejos del hechizo del nombre de Escipión.

Su ejército, debilitado como estaba por las deserciones y por las pérdidas en la desastrosa batalla reciente, tenía que reforzarse hasta completar sus efectivos. Magón debía entregar su propio ejército a Asdrúbal Giscón y cruzar a las Islas Baleares con un amplio suministro de dinero para contratar mercenarios entre los isleños. Asdrúbal Giscón debía regresar al interior de la Lusitania y evitar cualquier enfrentamiento con los romanos. Una fuerza de tres mil jinetes, seleccionada de entre toda la caballería, se entregaría a Masinisa, con la que debería patrullar la Hispania citerior, dispuesto a asistir a las tribus aliadas y llevar la devastación a las ciudades y territorios de las que les fueran hostiles. Después de diseñar este plan de operaciones, los tres generales se separaron para ejecutar sus diversas misiones. Este fue el curso de los acontecimientos durante el año en Hispania. La fama de Escipión iba en aumento día a día en Roma. También Fabio, aunque él había capturado Tarento mediante traición en vez de por su valor, aumentó su gloria con su captura. Los laureles de Fulvio se estaban desvaneciendo. Marcelo fue incluso objeto de rumores adversos, debido a la derrota que había sufrido y, aún más, por haber acuartelado su ejército en Venosa Apulia en el apogeo del verano mientras Aníbal marchaba a placer por Italia. Aquel tenía un enemigo en la persona del Cayo Publicio Bíbulo, un tribuno de la plebe. Inmediatamente después que Marcelo sufriese su derrota, este hombre empezó a difamar a Claudio en todas las asambleas y levantando en su contra el odio del pueblo con sus arengas a la plebe; ahora se dedicaba a intentar que lo privaran de su mando. Cuando ya se discutía sobre la revocación del mando, los amigos de Claudio obtuvieron permiso para que dejara en Venosa a su segundo al mando y viniera a casa para defenderse de las acusaciones formuladas contra él; también evitaron cualquier intento de privarle de su mando en su ausencia. Sucedió que, cuando Marcelo llegó a Roma para evitar la amenaza, llegó también Fulvio para llevar a cabo las elecciones.

[27.21] La cuestión de privar a Marcelo de su mando [imperium, en el original latino.-N. del T.] se debatió en el Circo Flaminio ante una enorme multitud del pueblo y de todos los órdenes de la república. El tribuno de la plebe lanzó sus acusaciones, no sólo en contra de Marcelo, sino contra la nobleza en su conjunto. Fue por culpa de su errónea política y falta de energía, dijo, que Aníbal había mantenido Italia como si fuera su provincia; de hecho, había pasado allí más tiempo de su vida que en Cartago. El pueblo romano estaba ahora cosechando los frutos de la ampliación del mandato de Marcelo: tras su doble derrota, su ejército estaba alojado y pasando cómodamente el verano en Venosa. Marcelo dio tan contundente respuesta al discurso del tribuno, simplemente relatando cuanto había hecho, que no era solamente fue rechazada la propuesta de privarle de su mando, sino que al día siguiente las centurias lo eligieron cónsul con absoluta unanimidad. Tito Quincio Crispino, que era pretor por entonces, fue elegido como su colega. Al día siguiente se efectuó la elección de los pretores. Los elegidos fueron Publio Licinio Craso Dives [el rico.-N. del T.], Pontífice Máximo, Publio Licinio Varo, Sexto Julio César y Quinto Claudio. En mitad de las elecciones, se produjo considerable inquietud al saberse de la rebelión de Etruria. Cayo Calpurnio, quien actuaba en esa provincia como propretor, había escrito para informar de que los movimientos se iniciaron en Arezzo. Marcelo, el cónsul electo, fue enviado allí a toda prisa hasta allí para conocer el estado de la situación y, si pensaba que era lo bastante grave como para requerir la presencia de su ejército, trasladar su campo de operaciones de Apulia a Etruria. Con estas medidas se intimidó lo bastante a los etruscos como para aquietarlos. Llegaron embajadores desde Tarento para pedir condiciones de paz bajo las que pudieran mantener sus libertades y sus leyes. El Senado les indicó que volvieran de nuevo en cuanto Fabio llegase a Roma. Los Juegos Romanos y los Juegos Plebeyos se celebraron este año, cada uno durante un día. Los ediles curules fueron Lucio Cornelio Caudino y Servio Sulpicio Galba; los ediles plebeyos fueron Cayo Servilio y Quinto Cecilio Metelo. Se afirmó que Servilio no tenía derecho legal a ser tribuno de la plebe, o edil, porque había pruebas suficientes para afirmar que su padre, asesinado supuestamente diez años antes por los boyos en Módena, cuando oficiaba como triunviro agrario, realmente se encontraba vivo y prisionero en manos del enemigo.

[27,22] Era ya el undécimo año de la Segunda Guerra Púnica cuando Marco Marcelo y Tito Quincio Crispino tomaron posesión como cónsules -208 a.C.-. En cuanto al consulado para el que se había elegido a Marcelo, y sin contar aquel del que no tomó posesión por cierto defecto de forma en su elección, este era el quinto en el que desempeñó el cargo. Italia fue asignada a los dos cónsules como su provincia y los dos ejércitos que los cónsules anteriores habían tenido, junto con un tercero que había mandado Marcelo y que estaba por entonces en Venosa, fueron puestos a su disposición para que pudieran elegir entre los tres. El restante se entregaría al comandante a quien se asignara Tarento y los salentinos. Las demás responsabilidades fueron asignadas del modo siguiente: Publio Licinio Varo fue puesto a cargo de la pretura urbana; Publio Licinio Craso, el Pontífice Máximo, tendría la pretura peregrina así como cualquier otra que el Senado pudiera determinar. De Sicilia se encargaría Sexto Julio César y de Tarento Quinto Claudio Flamen. Quinto Fulvio Flaco vio ampliado su mando durante un año y debía mantener el territorio de Capua, donde había estado antes Tito Quincio como pretor, con una legión. A Cayo Hostilio Túbulo también se le prorrogó el mando: debía suceder a Cayo Calpurnio, como pretor, con dos legiones en Etruria. Una prórroga similar en el mando se le otorgó a Lucio Veturio Filón, que debía seguir en la Galia como propretor con las dos legiones que ya había mandado anteriormente. La misma orden se dio para el caso de Cayo Aurunculeyo, mediante una propuesta presentada al pueblo, que había administrado Cerdeña como pretor; los cincuenta barcos que Escipión enviara desde Hispania se le asignaron para la defensa de su provincia. Publio Escipión y Marco Silano fueron confirmados en sus mandos por un año más. De los buques que Escipión había traído de Italia o capturado a los cartagineses – ochenta en total – se le ordenó que enviase cincuenta a Cerdeña, pues había rumores sobre amplios preparativos navales en Cartago. Se decía que estaban equipando doscientas naves para amenazar la totalidad de las costas italianas, sicilianas y sardas. En Sicilia, se dispuso que el ejército de Cannas se entregaría a Sexto César, mientras que Marco Valerio Levino, cuyo mando también había sido prorrogado, retendría la flota de setenta buques que estaban surtos cerca de Sicilia, aumentándolos con los treinta barcos que habían permanecido en Tarento durante el año pasado. Esta flota de un centenar de naves debía emplearla, si le parecía correcto, en correr la costa africana. Publio Sulpicio, con la flota que ya tenía, debía seguir manteniendo a raya a Macedonia y Grecia. No hubo cambios en cuanto a las dos legiones que estaban acuarteladas en la Ciudad. Los encargó a los cónsules que reclutasen tropas de refrescos donde fuera preciso, para completar las legiones con todos sus efectivos. Así, veintiuna legiones estaban bajo las armas para defender el imperio romano. Publio Licinio Varo, el pretor urbano, se encargó de la tarea de reacondicionar los treinta viejos buques de guerra surtos en Ostia y dotar con todas sus tripulaciones otros veinte nuevos, de manera que pudiera haber una flota de cincuenta buques para la protección de aquella parte de la costa más próxima a Roma. Cayo Calpurnio recibió órdenes estrictas de no mover su ejército de Arezzo antes de la llegada de Túbulo, que había de sucederle; también se instó a Túbulo para que estuviese especialmente en guardia para el caso de que se formaran proyectos de revuelta.

[27.23] Los pretores marcharon a sus provincias, pero los cónsules se vieron retenidos por asuntos religiosos; se anunciaron diversos portentos y los augurios emitidos a partir de las víctimas sacrificadas fueron, en su mayoría, desfavorables. Llegaron noticias desde la Campania de que dos templos en Capua, los de la Fortuna y Marte, así como varios monumentos sepulcrales habían sido alcanzados por rayos. Hasta tal punto está extendida la depravada superstición de ver la mano de los dioses en las más insignificantes pequeñeces, que se informó con toda seriedad de que las ratas habían roído el oro en el templo de Júpiter en Cumas. En Casino, un enjambre de abejas se había instalado en el foro; en Ostia, una puerta y parte de la muralla habían sido alcanzadas por un rayo; en Cerveteri, un buitre había volando en el templo de Júpiter y en Bolsena [las antiguas Caere y Vulsini.-N. del T.] de las aguas del lago había manado sangre. Como consecuencia de estos portentos se ordenó un día para efectuar rogativas especiales. Durante varios días, se fueron sacrificando víctimas mayores sin obtener ninguna indicación propicia, tardándose mucho en poder lograr la paz con los dioses. Era sobre las cabezas de los cónsules donde estos portentos presagiaban la mala fortuna, la república se mantenía incólume. Los Juegos de Apolo se celebraron por primera vez en el consulado de Quinto Fulvio y Apio Claudio, bajo la organización del pretor urbano, Publio Cornelio Sila. Posteriormente, todos los pretores urbanos los celebraron a su vez, pero solían dedicarlos solo para un año y sin fecha fija para su celebración. Este año una grave epidemia atacó tanto a la Ciudad como a los distritos rurales, pero fue remitiendo más a base de prolongadas enfermedades que por muertes. Como consecuencia de esta epidemia, se celebraron rogativas especiales en todas las capillas de la Ciudad, y Publio Licinio Varo, el pretor urbano, se encargó de proponer al pueblo una resolución para que los Juegos de Apolo se celebrasen siempre el mismo día. Él fue el primero en celebrarlos bajo esta regla, siendo el día fijado para su celebración el cinco de julio, que así quedó establecido en lo sucesivo.

[27,24] Día tras día, se agravaban los informes desde Arezzo, incrementando la inquietud del Senado. Se enviaron instrucciones por escrito a Cayo Hostilio pidiéndole que no retrasase la toma de rehenes entre los ciudadanos, enviándose a Cayo Terencio Varrón con poderes para recogerlos y llevárselos a Roma. Tan pronto llegó, Hostilio ordenó que una de sus legiones, que estaba acampada frente a la ciudad, entrase en formación, disponiendo luego sus hombres en posiciones adecuadas. Una vez hecho esto, llamó a los senadores en el foro y les ordenó que entregaran rehenes. Estos le solicitaron cuarenta y ocho horas para deliberar, pero él les insistió para que entregasen de inmediato a los rehenes, amenazándolos con que, en caso de una negativa, al día siguiente se apoderaría de todos sus hijos. A continuación dio órdenes a los tribunos militares, a los prefectos de los aliados y a los centuriones para que vigilasen estrictamente las puertas y que no permitieran que nadie saliese de la ciudad durante la noche. No hubo mucha tardanza ni retraso en el cumplimiento de estas instrucciones; antes de que estuvieran apostadas las guardias en las puertas, siete de los principales senadores con sus hijos escaparon antes de que oscureciese. Por la mañana temprano, cuando los senadores empezaron a reunirse en el foro, se descubrió la ausencia de estos hombres y sus propiedades fueron vendidas. El resto de los senadores ofreció sus propios hijos, en número de ciento veinte; la oferta fue aceptada y les fueron confiados Cayo Terencio para que los llevara a Roma. El informe que dio al Senado hizo que se considerase que las cosas eran aún más graves. Daba la impresión de que era inminente un levantamiento en toda Etruria. Por lo tanto, se ordenó a Cayo Terencio que marchase a Arezzo con una de las dos legiones urbanas y que ocupara la plaza por la fuerza; Cayo Hostilio, con el resto del ejército, debía atravesar toda la provincia y ver que no se produjera ninguna revuelta. Cuando Cayo Terencio y su legión llegaron a Arezzo, exigió las llaves de las puertas. Los magistrados respondieron que no las podían encontrar, pero él estaba convencido de que se las habían llevado deliberadamente, no perdidas por descuido, así que instaló cerraduras nuevas en todas las puertas y puso especial cuidado en tenerlas todas bajo su propio control. Instó encarecidamente a Hostilio la necesidad de la vigilancia, advirtiéndole que toda la esperanza en mantener tranquila la Etruria dependía de que, tomando él tales precauciones, hiciera imposible cualquier movimiento de desafección.

[27,25] Se produjo un animado debate en el Senado sobre el tratamiento que se debía imponer a los tarentinos. Estaba presente Fabio, y él se mostraba favorable a aquellos a quienes había sometido por las armas; otros adoptaron el parecer opuesto y la mayoría consideraba su culpabilidad igual a la de Capua, considerando que merecía una pena igualmente severa. Al final, se aprobó una resolución de Manlio Acilio, a saber, que se situaría una guarnición en la ciudad y que toda la población quedaría confinada dentro de sus murallas hasta que Italia quedase en un estado más tranquilo, cuando se podría examinar nuevamente la cuestión. Una discusión igualmente acalorada surgió en relación con Marco Livio, que había mandando la fuerza en la ciudadela. Algunos estaban por aprobar un voto censura contra él por haber, con su negligencia, permitido que la plaza fuera entregada al enemigo. Otros consideraban que debía ser recompensado por haber defendido con éxito a la ciudadela durante cinco años, y por haber hecho más que cualquier otra persona para conseguir la reconquista de Tarento. Un tercer grupo, tomando una postura intermedia, insistió en que correspondía a los censores, y no al Senado, conocer de sus actos. Esta opinión fue apoyada por Fabio, quien señaló que él estaba muy de acuerdo con lo que los amigos de Livio afirmaban constantemente en aquella Curia: que fue gracias a sus esfuerzos que se pudo retomar Tarento, ya que no se habría podido volver a capturar de no haberla perdido previamente. Uno de los cónsules, Tito Quincio Crispino, partió con refuerzos para el ejército de Lucania, que había mandado Quinto Fulvio Flaco. Marcelo quedó retenido por las dificultades religiosas que se presentaban una tras otra y le abrumaban. En la guerra contra los galos, había prometido durante la batalla de Clastidio un templo al Honor y la Virtud, pero los pontífices le impidieron dedicarlos. Decían que no era legalmente posible dedicar un templo a dos deidades, pues en caso de que fuera alcanzado por un rayo, o que sucediera cualquier otro portento, sería difícil expiarlo al no saberse a cuál deidad había que propiciar; no se podía sacrificar una víctima a dos deidades, excepto en el caso de algunas muy específicas. Rápidamente, se construyó un segundo templo dedicado a la Virtud, pero no fue dedicado por Marcelo. Finalmente, salió con refuerzos para el ejército que había dejado el año anterior en Venosa. Viendo cómo Tarento había mejorado la reputación de Fabio, Crispino decidió intentar la captura de Locri, en el Brucio. Había enviado buscar de Sicilia todo tipo de artillería y máquinas de guerra, recogiendo también cierto número de barcos para atacar aquella parte de la ciudad que daba al mar. Sin embargo, como Aníbal había traído a su ejército hasta el cabo Colonna [antiguo Lacinium.-N. del T.], abandonó el asedio y, enterándose de que su colega se había desplazado hasta Venosa, se mostró ansioso por unir sus fuerzas a las de él. Con este objetivo marchó de vuelta a Apulia y los dos cónsules acamparon a tres millas uno del otro, en un lugar entre Venosa y Banzi [la antigua Bantia; los campamentos distaban 4440 metros.-N. del T.]. Como todo estaba ya tranquilo en Locri, Aníbal avanzó hasta su proximidad. Sin embargo, los cónsules eran muy optimistas en cuanto a la victoria; formaron sus ejércitos para el combate casi cada día, sintiéndose completamente seguros de que si el enemigo aceptaba su desafío, contra dos ejércitos consulares, la guerra podría ser llevada a su fin.

[27.26] Aníbal ya había librado dos batallas con Marcelo durante el año anterior, habiendo obtenido la victoria en una y habiendo perdido la otra. Después de estas experiencias, sentía que si tenía que enfrentarse nuevamente con él había más motivo para el temor que para la esperanza, estando lejos de considerarse en igualdad con la unión de ambos cónsules. Se decidió por emplear sus viejas tácticas y buscó una posición adecuada para una emboscada. Ambas partes, sin embargo, se limitaron a escaramuzas con mayor o menor éxito, y los cónsules, pensando que con esto podía llegar a transcurrir el verano, consideraron que no había razón por la que no se pudiera reanudar el asedio de Locri. Así pues, enviaron instrucciones escritas a Lucio Cincio para que llevase su flota desde Sicilia a Locri y, como las murallas de la ciudad estaban también expuestas a un ataque por tierra, ordenaron a una parte del ejército que estaba en Tarento de guarnición que marchara allí. Estos planes fueron dados a conocer a Aníbal por algunas personas de Turios y envió una fuerza para bloquear el camino de Tarento. Ocultó a tres mil de caballería y dos mil infantes bajo la colina de Strongoli [la antigua Petelia.-N. del T.] Los romanos, marchando sin efectuar reconocimientos, cayeron en la trampa y murieron dos mil de ellos, resultando prisioneros mil quinientos. El resto huyó campo a través y regresó a Tarento. Entre el campamento cartaginés y el de los romanos había una colina boscosa de la que ninguna de las partes se había apoderado, pues los romanos no sabían cómo era la parte que daba al enemigo y Aníbal consideraba que resultaba más apropiada para una emboscada que para situar un campamento. En consecuencia, este envió por la noche una fuerza de númidas para ocultarse en el bosque, y allí se quedaron al día siguiente sin moverse de su posición, de manera que ni ellos ni sus armas resultaban visibles. Se comentaba por doquier en el campamento romano que se debería tomar y fortificar el cerro, pues si Aníbal se apoderaba de él tendrían al enemigo, por así decirlo, sobre sus cabezas. La idea impresionó Marcelo, y le dijo a su colega: «¿Por qué no vamos con unos pocos jinetes y examinamos el lugar? Cuando lo hayamos visto por nosotros mismos sabremos mejor qué hacer». Crispino asintió, y partieron con doscientos veinte hombres a caballo, cuarenta de los cuales eran de Fregellas y el resto eran etruscos. Iban acompañados por dos tribunos militares, Marco Marcelo, el hijo del cónsul, y Aulo Manlio, así como por dos prefectos de los aliados, Lucio Arrenio y Aulio Manio. Algunos autores afirman que, cuando Marcelo estaba sacrificando aquel día, en el hígado de la primera víctima se encontró que no tenía cabeza [se refiere al lóbulo superior, aunque el original latino emplea la expresión «capite».-N. del T.]; en el segundo estaban presentes todas las partes, pero la cabeza aparecía anormalmente grande. El arúspice se alarmó gravemente al encontrar después las partes deformes y unas partes con retraso en el crecimiento y otras con un exceso del mismo.

[27,27] Marcelo, sin embargo, estaba preso de tan profundo deseo por enfrentarse a Aníbal que nunca consideraba que sus respectivos campamentos estuvieran lo bastante próximos. Al cruzar la empalizada para dirigirse a colina, hizo señas a sus soldados para que permanecieran en sus puestos, listos para tomar la impedimenta y seguirle en caso de que decidiera que la colina que iba a reconocer resultaba adecuada para un campamento. Había una estrecha franja de terreno nivelado frente al campamento, y desde allí partía un camino hacia la colina, abierto y con visibilidad por todos los lados. Los númidas habían situado un vigía para echar un vistazo, ni mucho menos en previsión de un encuentro tan grave como tuvo lugar sino, simplemente, con la esperanza de interceptar a cualquiera que se hubiera alejado demasiado de su campamento en busca de leña o forraje. Este hombre fue el que dio la señal para que salieran de su escondite. Los que estaban delante de los romanos, en la parte superior de la colina, no se dejaron ver hasta que los que debían bloquear el camino detrás de aquellos habían rodeado su retaguardia. Luego, surgieron por todas partes y con un fuerte grito cargaron hacia abajo. A pesar de que los cónsules se vieron cercados, incapaces de abrirse camino hasta la colina, que estaba ocupada, y con su retirada cortada por los que aparecieron a su retaguardia, aún hubieran podido sostener durante bastante tiempo el combate si los etruscos, que fueron los primeros en huir, no hubiesen provocado el pánico entre el resto. Los fregelanos, sin embargo, aunque abandonados por los etruscos, se mantuvieron firmes mientras los cónsules estuvieron indemnes y fueron capaces de animarlos y tomar parte personalmente en los combates. Pero al ser heridos ambos cónsules y ver caer muerto de su caballo a Marcelo, atravesado por una lanza, entonces el pequeño grupo de supervivientes huyeron en compañía de Crispino, que había sido alcanzado por dos lanzadas, y del joven Marcelo, que también estaba herido. Aulo Manlio resultó muerto, así como Manio Aulio; el otro prefecto de los aliados, Arrenio, fue hecho prisionero. Cinco de los lictores de los cónsules cayeron en manos del enemigo, el resto murió o escapó con el cónsul. También cayeron cuarenta y tres de caballería, entre la batalla y la persecución, siendo hechos prisioneros dieciocho. Hubo gran agitación en el campamento, y se estaban disponiendo a acudir a toda prisa en ayuda de los cónsules cuando vieron a uno de ellos y al hijo del otro volviendo heridos con los escasos restos que habían sobrevivido a la desastrosa expedición. La muerte de Marcelo fue de lamentar por muchas razones; sobre todo porque, con una imprudencia no esperable de su edad -tenía más de sesenta años- y en total desacuerdo con la precaución propia de un general veterano, se había arrojado directamente al peligro no solo él, sino también a su colega y casi a toda la república. Tendría que hacer una digresión excesivamente larga sobre un único hecho si hubiera de relatar todas las versiones sobre la muerte de Marcelo. Sólo citaré la de un autor, Celio. Este da tres versiones distintas de lo que pasó; una transmitida por tradición, otra copiada de la oración fúnebre pronunciada por su hijo, que presente en aquel momento, y una tercera que Celio da como cierta a raíz de sus propias investigaciones. Entre las variantes de la historia, sin embargo, la mayor parte de los autores concuerdan en que abandonó el campamento para reconocer la posición y en que fue emboscado.

[27.28] Aníbal estaba convencido de que el enemigo quedaría totalmente acobardado por la muerte de un cónsul y la incapacitación de otro, por lo que determinó no dejar pasar la oportunidad que se le presentaba. En seguida trasladó su campamento a la colina donde se había librado el combate y aquí dio sepultura al cuerpo de Marcelo, que había sido encontrado. Crispino, desconcertado por la muerte de su colega y por su propia herida, abandonó su posición en medio de la noche y fijó su posición en las primeras montañas a las que llegó, en una posición elevada y protegida por todas partes. Ahora los dos comandantes mostraban mucha cautela, el uno tratando de engañar a su oponente y el otro tomando cuantas precauciones podía contra él. Cuando el cuerpo de Marcelo fue descubierto, Aníbal se apoderó de su anillo. Temiendo que este pudiera emplearse en falsificaciones, Crispino envió correos a todas las ciudades vecinas, advirtiéndoles que su colega había muerto y que su anillo estaba en poder del enemigo, por lo que no debían confiar en ninguna misiva enviada en nombre de Marcelo. Poco después que el mensajero del cónsul hubiera llegado a Salapia, se recibió un despacho de Aníbal, pretendiendo provenir de Marcelo, afirmando que llegaría a Salapia la noche después que hubieran recibido la carta y que los soldados de la guarnición debían estar dispuestos a caso de que se requirieran sus servicios. Los salapianos percibieron el engaño y supusieron que estaba buscando ocasión de castigarlos, no solo por su deserción de la causa cartaginesa, sino por la masacre de su caballería. Mandaron de vuelta al mensajero, para que no pudiera enterarse de las medidas que habían decidido tomar, y luego hicieron sus preparativos. Los ciudadanos ocuparon sus puestos en las murallas y otros puestos principales, se reforzaron las patrullas y centinelas nocturnos, manteniendo la más cuidadosa vigilancia, y se dispuso un grupo elegido de la guarnición cerca de la puerta por la que se esperaba que llegase el enemigo.

Aníbal se acercó a la ciudad alrededor de la cuarta guardia [sobre las dos de la madrugada.-N. del T.]. La cabeza de la columna estaba formada por desertores romanos; llevaban armas romanas, sus corazas eran romanas y todos ellos hablaban latín. Cuando llegaron a la puerta, llamaron a los centinelas y les pidieron que abriesen la puerta, pues el cónsul estaba allí. Los centinelas, fingiendo que acababan de despertarse, se afanaron entre prisas y confusiones, y comenzaron lenta y laboriosamente a abrir la puerta. Estaba cerrada mediante una reja, y mediante palancas y cuerdas la levantaron lo suficiente como para que pasase por debajo un hombre en posición vertical. El paso era apenas lo bastante amplio cuando los desertores se precipitaron por la puerta, tratando cada uno de ser el primero. Estaban ya en el interior unos seiscientos cuando se dejó caer de golpe la cuerda que lo sostenía y el rastrilló cayó con gran estruendo. Los salapianos atacaron a los desertores, que marchaban con descuido con sus escudos colgando de los hombros, como si estuviesen entre amigos; los demás, que estaban sobre la torre de la puerta y sobre las murallas mantuvieron lejos al enemigo con piedras, lanzas y largas pértigas. De este modo, Aníbal se vio cogido en su propia trampa, se retiró y procedió a levantar el sitio de Locri. Cincio estaba efectuando un ataque más decidido contra el lugar con obras de asedio y artillería de todo tipo que había traído de Sicilia; ya Magón empezaba a desesperar de mantener la plaza cuando renacieron sus esperanzas con las noticias de la muerte de Marcelo. Luego llegó un mensajero, avisando de que Aníbal había enviado por delante a su caballería númida y que la seguía con su infantería tan rápidamente como podía. En cuanto los vigías dieron la señal de la llegada de los númidas, Magón abrió la puerta de la ciudad y lanzó una vigorosa salida. Debido a la rapidez de su ataque, más por lo inesperado que por la igualdad de fuerzas, el combate estuvo parejo durante cierto tiempo; pero cuando llegaron los númidas se apoderó tal pánico de los romanos que abandonaron los trabajos de asedio y las máquinas con las que trataban de abatir las murallas, huyendo desordenadamente hacia el mar y sus barcos. Así, con la llegada de Aníbal, fue levantado el sitio de Locri.

[27,29] Tan pronto como Crispino se enteró de que Aníbal se había retirado al Brucio, ordenó a Marco Marcelo que llevase a Venosa el ejército que había mandado su colega. Pese a no poder casi soportar el movimiento de la litera debido a sus graves heridas, partió con sus legiones hacia Capua. En un despacho que envió al Senado, después de aludir a la muerte de su colega y al estado crítico en que él mismo se encontraba, explicó que no podía ir a Roma para las elecciones porque no se creía capaz de soportar el cansancio del viaje y, también, porque estaba inquieto por Tarento en caso de que Aníbal abandonase en Brucio y dirigiese sus ejércitos contra ella. Asimismo, solicitaba que se le enviasen algunos hombres experimentados y sensatos, pues necesitaba hablar con ellos en cuanto a la política de la República. La lectura de esta carta evocó sentimientos de profundo pesar por la muerte de un cónsul y graves temores por la vida del otro. De acuerdo con su deseo, enviaron al joven Quinto Fabio al ejército de Venosa, y tres embajadores al cónsul, a saber, Sexto Julio César, Lucio Licinio Polión y Lucio Cincio Alimento, que acababa de regresar de Sicilia hacía unos días. Sus instrucciones eran que le dijesen al cónsul que si no podía venir a Roma para celebrar las elecciones, debía un dictador en territorio romano a tal efecto. Si el cónsul hubiera ido a Tarento, se indicó al pretor Quinto Claudio que retirase las legiones apostadas allí y que marchara con ellas hasta aquel territorio desde el que pudiera proteger la mayor cantidad posible de ciudades pertenecientes a los aliados de Roma. Durante el verano, Marco Valerio navegó por la costa africana con una flota de cien barcos. Desembarcando sus hombres cerca de la ciudad de Kelibia [la antigua Clupea.-N. del T.], asoló el país a lo largo y a lo ancho sin encontrar resistencia. La noticia de la llegada de una flota cartaginesa hizo que los saqueadores regresasen a toda prisa a sus naves. Esta flota se componía de ochenta y tres barcos y el comandante romano la enfrentó con éxito no lejos de Kelibia. Después de capturar dieciocho buques y poner en fuga al resto, regresó a Marsala [la antigua Lilibeo.-N. del T.] con gran cantidad de botín. En el transcurso del verano, Filipo prestó asistencia militar a los aqueos, que habían implorado su ayuda contra Macánidas, tirano de los lacedemonios, y contra los etolios. Macánidas estaba acosándolos mediante una guerra fronteriza, los etolios habían cruzado el estrecho mar entre Lepanto y Patras -el nombre local de esta última es Rhion – y hacían incursiones en la Acaya. También hubo rumores sobre la intención por parte de Atalo, rey de Asia, de visitar Europa, pues los etolios, finalmente, le habían convertido en su último consejo nacional en uno de sus dos magistrados supremos.

[27.30] Estando así las cosas, Filipo se desplazó hacia el sur de Grecia. Los etolios, bajo el mando de Pirrias, que había sido elegido pretor en ausencia junto a Atalo, se enfrentaron a Filipo en la ciudad de Lamía [T. Livio emplea «pretor» para traducir «strategos» que era el título real de Pirrias.-N. del T.]. Estaban apoyados por un contingente proporcionado por Atalo así como por unos mil hombres que Publio Sulpicio había sacado de su flota. Filipo venció en dos batallas contra Pirrias, perdiendo su enemigo en cada una no menos de mil hombres. A partir de aquel momento, los etolios temieron enfrentarse con él en el campo de batalla y se mantuvieron dentro de los muros de Lamía. Filipo, por tanto, marchó con su ejército hacia Stylidha [la antigua Falara, que era el puerto de Lamía.-N. del T.]. Este lugar se encuentra en el Golfo Malíaco y tenía una población considerable debido a su espléndido puerto, los seguros fondeaderos en su proximidad y otras ventajas marítimas y comerciales. Mientras estaba aquí, fue visitado por embajadas de Tolomeo, rey de Egipto, así como de Rodas, Atenas y Quíos, con el fin de lograr una reconciliación entre los etolios y él. Aminandro, rey de los atamanos y vecino de los etolios, actuó en nombre de estos como mediador. Pero la preocupación general no era tanto por los etolios, que eran más belicosos que el resto de los griegos, como la libertad de Grecia, que se vería seriamente amenazada si Filipo y su reino tomaban parte activa en la política griega. La cuestión de la paz fue llevada a discusión en la reunión de la Liga Aquea. Se estableció lugar y fecha para esta reunión y, entre tanto, se acordó un armisticio por treinta días. Desde Stylidha, el rey marchó a través de la Tesalia y la Beocia hasta Calcis, en Eubea, para impedir que Atalo, quien según tenía entendido estaría navegando hacia allí, desembarcase en la isla. Dejando allí fuerzas por si Atalo navegaba por allí, fue con un pequeño cuerpo de caballería e infantería ligera hasta Argos. Aquí, por voto popular, le fue conferida la presidencia de los Juegos de Hera y de Nemea, en razón de que los reyes de Macedonia cifraban su origen precisamente en Argos. En cuanto terminaron los Juegos de Hera, marchó a Egio para asistir a la reunión de la Liga, que se había fijado algún tiempo atrás.

La discusión se centró en la cuestión de poner fin a la guerra con los etolios, de modo que ni los romanos ni Atalo pudieran tener motivo alguno para entrar en Grecia. Pero los etolios lo desbarataron todo casi antes de que expirase el armisticio, después que se enteraron de que Atalo había llegado a Egina y de que una flota romana estaba anclada frente a Lepanto. Habían sido invitados a asistir a la reunión de la Liga, estando también presentes las delegaciones que había tratado de lograr la paz en Falara. Comenzaron quejándose de ciertas infracciones triviales del armisticio, y terminaron por declarar que nunca cesarían las hostilidades hasta que los aqueos devolviesen Pilos a los mesenios, que Atintania se devolviera a Roma y el país de los ardieos a Escerdiledas y Pléurato [los ardieos eran un pueblo ilirio, entre el Danubio y el Épiro; Escerdiledas y Pléurato son las antiguas Scerdilaedus y Pleuratus .-N. del T.]. Filipo, naturalmente, estaba indignado porque aquellos a quienes había derrotado le impusieran los términos de la paz a él, su vencedor. Recordó a la asamblea que cuando se le habló del asunto de la paz y se estableció un armisticio, no fue con ninguna expectativa de que los etolios se quedaran quietos, sino únicamente para que todos los aliados pudieran dar testimonio de que él buscaba una base para la paz mientras el otro bando estaba determinado a encontrar cualquier pretexto para la guerra. Como no había allí posibilidad alguna de que se firmara la paz, despidió el consejo y regresó a Argos, pues se aproximaba el momento de los Juegos Nemeos y deseaba incrementar su popularidad con su presencia. Dejó una fuerza de cuatro mil hombres para proteger a los aqueos al tiempo que se llevaba cinco buques de guerra propiedad de aquellos. Tenía la intención de añadirlos a la flota recientemente enviada desde Cartago; con estos barcos, y los que Prusias había enviado desde Bitinia, había determinado presentar batalla a los romanos, que dominaban el mar en aquella parte del mundo.

[27.31] Mientras el rey estaba ocupado con los preparativos para los Juegos y se entregaba a más distracciones de las necesarias en momentos en que se libraba una guerra, Publio Sulpicio, zarpando desde Lepanto, llevó su flota entre Sición y Corinto, desembarcando y devastando por doquier aquella tierra maravillosamente fértil. Esta noticia obligó a Filipo a abandonar los Juegos. Se adelantó con su caballería, dejando que la infantería lo siguiera, y sorprendió a los romanos mientras estaban dispersos por los campos, cargados con el botín y sin sospechar en absoluto el peligro. Fueron rechazados hasta sus naves y la flota romana regresó a Lepanto, lejos de estar felices con el resultado de su ataque. Filipo volvió para ver la clausura de los Juegos, aumentando su esplendor por la noticia de su victoria pues, cualquiera que fuese su importancia, se trataba con todo de una victoria sobre los romanos. Lo que aumentó el regocijo general por el festival fue el modo en que satisfizo al pueblo, al dejar de lado su diadema, su manto púrpura y el resto de ornatos reales para que, en lo que respecta a su apariencia, quedase al mismo nivel que los demás. Nada es más grato que esto para los ciudadanos de un Estado libre. ¡Sin duda les habría dado fundadas esperanzas de mantener sus libertades si no se hubiera manchado y deshonrado con su insufrible libertinaje! Acompañado por uno o dos secuaces, iban a su antojo por casas de hombres casados, de día y de noche, y rebajándose a la condición de ciudadano particular llamaba menos la atención y estaba sujeto a menos restricciones. La libertad con la que había engañado a los demás, se volvió en su propio caso una desenfrenada lascivia, llevando a cabo sus propósitos no solo mediante el dinero o los halagos, sino incluso recurriendo a la violencia criminal. Era cosa peligrosa que los esposos y padres pusieran obstáculos en el camino de la lujuria del rey con cualquier escrúpulo inoportuno por su parte. Una señora llamada Policratia, esposa de Arato, uno de los principales hombres entre los aqueos, fue arrebatada a su marido y llevada a Macedonia con la promesa, por parte del rey, de casarse con ella. En medio de estos excesos llegó a su fin el sagrado festival de los Juegos Nemeos. Pocos días después, Filipo marchó a Dime para expulsar a la guarnición etolia, que había sido invitada por los eleos y acogida en su ciudad. Aquí el rey fue recibido por los aqueos, bajo el mando de su comandante Ciclíadas, que ardía de resentimiento contra los eleos por haber abandonado la Liga Aquea y estaba furioso contra los etolios por haber, según creía, traído contra ellos las armas de Roma. Los ejércitos combinados dejaron Dime y cruzaron el Lariso, que separa el territorio eleo del de Dime.

[27.32] Emplearon el primer día de su avance en territorio enemigo saqueando y destruyendo. Al día siguiente, marcharon en orden de batalla contra la ciudad; la caballería fue enviada por delante para provocar al combate a los etolios, que estaban completamente listos para ello. Los invasores no sabían que Sulpicio había navegado desde Lepanto hasta Cilene con quince barcos y había desembarcado a cuatro mil hombres que entraron por la noche en Élide. En cuanto reconocieron los estandartes y armas de Roma entre los etolios y eleos, su inesperada visión les llenó de gran temor. Al principio el rey quiso retirar a sus hombres, pero estos ya estaban combatiendo contra los etolios y los tralos -una tribu iliria- y al ver que les presionaban duramente, cargó contra la cohorte romana con su caballería. Su caballo fue herido por una jabalina y cayó, lanzando el rey sobre su cabeza y comenzando una lucha feroz por ambos bandos, los romanos haciendo esfuerzos desesperados para llegar hasta él y sus hombres haciendo todo lo posible para protegerlo. Al verse obligado a combatir a pie demostró un notable coraje. La lucha terminó siendo desigual, muchos cayeron a su alrededor y muchos fueron heridos; finalmente sus propios hombres lo recogieron y, montando otro caballo, huyó. Ese día estableció su campamento a unas cinco millas [7400 metros.-N. del T.] de Élide, y al día siguiente trasladó todas sus fuerzas a un castillo llamado Pyrgum. Esta era una fortaleza perteneciente a los eleos, y se le había informado de que un gran número de campesinos con sus animales se habían refugiado allí por temor a ser saqueados. Desprovistos como estaban de organización y armas, el mero hecho de su aproximación les llenó de terror, cayendo todos prisioneros. Este botín resultó una especie de compensación por su humillante derrota en Élide. Mientras estaba repartiendo el botín y los cautivos -tenía cuatro mil prisioneros y veinte mil cabezas de ganado mayor y menor- llegó un mensajero de Macedonia afirmando que un cierto Eropo había tomado Ohrid después de sobornar al comandante de la guarnición, que se había apoderado de algunos pueblos de los dasaretios y que, además, estaba incitando a los dárdanos [Ohrid es la antigua Lychnidos y la Dasarétide está al oeste de los lagos entre Serbia y Albania.-N. del T.]. Filipo dio fin inmediatamente a las hostilidades contra los etolios y se dispuso a regresar a casa. Dejó una fuerza de dos mil quinientos de todas las armas, al mando de Menipo y Polifantas, para proteger a sus aliados y, tomando la ruta que atraviesa la Acaya y la Beocia por Eubea, llegó a Demetrias, en la Tesalia, el décimo día tras su salida de Dime.

[27,33] Allí se encontró con noticias aún más alarmantes: los dárdanos habían penetrado en Macedonia y ya ocupaban la Oréstide, habiendo incluso descendido a la llanura argestea. La información que corría era que Filipo había resultado muerto; el rumor se debía al hecho de que en el choque con las partidas de saqueo de la flota romana en Sición, su caballo lo hizo chocar contra la rama de un árbol y uno de los cuernos de su yelmo se rompió; este fue recogido después por un etolio y llevado a Escerdiledas, que lo reconoció, y de ahí nació el rumor. Una vez que el rey había dejado la Acaya, Sulpicio navegó hasta Egina y unió sus fuerzas con Atalo. Los aqueos, en relación con los etolios y eleos se enfrentaron en una acción exitosa, no lejos de Mavromati [la antigua Mesena.-N. del T.]. Atalo y Sulpicio marcharon a sus cuarteles de invierno en Egina. Al cierre de este año, el cónsul Tito Quincio murió de sus heridas, habiendo nombrado previamente dictador a Tito Manlio Torcuato para que celebrase las elecciones. Algunos dicen que murió en Tarento, otros, que en la Campania. Este accidente, el de haber muerto los dos cónsules en acciones sin importancia, no había ocurrido nunca en ninguna otra guerra anterior y dejó a la república, por así decir, en estado de orfandad. El dictador nombró a Cayo Servilio, que por entonces era edil curul, su jefe de la caballería. En el primer día de sesiones, el Senado ordenó al dictador que celebrase los Grandes Juegos. Marco Emilio, que era pretor urbano, los había celebrado durante el consulado de Cayo Flaminio y Cneo Servilio -217 a.C.-, habiendo hecho la promesa de que deberían celebrarse en un plazo de cinco años. En consecuencia, el dictador los celebró y ofreció la promesa de que se repetirían el siguiente lustro. Mientras tanto, al estar ambos ejércitos consulares sin generales y tan próximos al enemigo, tanto el Senado como el pueblo estaban deseando posponer cualquier otro asunto y que se eligieran los cónsules tan pronto como fuera posible. Se consideraba que, sobre todo, debían ser elegidos hombres cuyo valor y habilidad estuvieran a prueba contra las asechanzas de los cartagineses pues, durante toda la guerra, el carácter vehemente y apresurado de los diversos comandantes había demostrado ser desastroso y, en aquel mismo año, los cónsules habían sido conducidos, en su afán por enfrentarse inmediatamente al enemigo, a trampas que no pudieron sospechar. Los dioses, sin embargo, compasivos con Roma, salvaron intactos a los ejércitos y castigaron la temeridad de los cónsules en sus propias cabezas.

[27.34] Cuando los patricios comenzaron a mirar a su alrededor para ver quiénes serían los mejor cónsules, un hombre se destacó notablemente: Cayo Claudio Nerón. La pregunta entonces fue quién sería su colega. Estaba considerado como hombre de excepcional capacidad, pero demasiado impulsivo y osado para una guerra como aquella o para un enemigo como Aníbal; pensaban que su carácter impetuoso necesitaba ser contenido por un colega frío y prudente. Sus pensamientos se dirigieron a Marco Livio. Había sido cónsul varios años antes, y después de haber dejado su consulado había sido sometido a juicio político ante la Asamblea y declarado culpable. Sintió tan profundamente esta ignominia que se retiró al campo y, durante muchos años, permaneció ajeno a la Ciudad y a todas las reuniones públicas. Trascurrieron ocho años después de su condena hasta que los cónsules Marco Claudio Marcelo y Marco Valerio Levino lo trajeron de vuelta a la Ciudad; pero sus ropas miserables, con el pelo y la barba descuidados, todo su aspecto mostraba bien a las claras que no había olvidado la humillación. Los censores Lucio Veturio y Publio Licinio le hicieron cortarse pelo y barba, abandonar sus ropas miserables y ocupar su sitio en el Senado, desempeñando las demás funciones públicas. Incluso entonces se contentaba con un simple «sí» o «no» a las preguntas presentadas a la Cámara, votando con el silencio en caso de división hasta que se presentó el asunto de su pariente, Marco Livio Macato, cuando una acusación contra el buen nombre de su pariente le obligó a levantarse de su sitio y dirigirse a la Curia. La voz que después de tanto tiempo se escuchó nuevamente, fue oída con profunda atención y los senadores comentaban entre sí que el pueblo había herido a un hombre inocente, con gran detrimento de la república que en las tensiones de una grave guerra no se había podido servir de la ayuda y el consejo de un hombre como aquel. Ni Quinto Fabio ni Marco Valerio Levino podrían asignarse como colegas a Cayo Nerón, pues era ilegal que se eligieran dos patricios; la misma dificultad existía en el caso de Tito Manlio, que por otra parte ya rechazó un consulado y seguiría rechazándolo. Si le daban como colega a Marco Livio, creían que tendrían un espléndido par de cónsules. Esta propuesta, presentada por los senadores, fue aprobada por la gran masa del pueblo. Sólo hubo uno, entre todos los ciudadanos, que lo rechazó: el hombre a quien se iba a conferir aquel honor. Los acusó de incoherencia. «Cuando comparecía vestido de harapos como un reo no se apiadaron de él; ahora, a pesar de su negativa, lo vestirían con la toga blanca del candidato [en realidad, T. Livio usa la expresión «candidam togam»; precisamente, la palabra española «candidato» se deriva de aquella toga blanqueada que vestían los aspirantes a un cargo público.-N. del T.]. Amontonaban penas y honores sobre el mismo hombre: Si pensaban que era un buen ciudadano, ¿por qué lo habían condenado como un criminal? Si habían descubierto que era un criminal, ¿por qué se le confiaba un segundo consulado tras haber abusado del primero?» Los senadores lo censuraron severamente por quejarse y protestar de esta manera y le recordaron el ejemplo de Marco Furio Camilo quien, después de haber sido llamado del exilio devolvió su patria a su antigua sede. «Debemos tratar a nuestra patria», le dijeron, «como hicieron nuestros padres, desarmando su severidad mediante la paciencia y la sumisión». Uniendo sus esfuerzos, lograron hacerle cónsul junto a Cayo Claudio Nerón -207 a.C.-.

[27.35] Tres días después, se efectuó la elección de los pretores. Los elegidos fueron Lucio Porcio Licinio, Cayo Mamilio y los hermanos Cayo y Aulo Hostilio Catón. Cuando terminaron las elecciones y hubieron concluido los Juegos, el dictador y el jefe de la caballería renunciaron a su cargo. Cayo Terencio Varrón fue enviado a Etruria como propretor para relevar a Cayo Hostilio, que se haría cargo del mando del ejército de Tarento que había tenido el cónsul Tito Quincio. Lucio Manlio iría como embajador a Grecia para enterarse de lo que estaba pasando allí. Como los Juegos Olímpicos se iban a celebrar este verano y reunirían allí a una gran multitud, él debía, si podía pasar a través de las fuerzas del enemigo, estar presente en ellos e informar a los sicilianos que habían huido allí a causa de la guerra y a los ciudadanos de Tarento desterrados por Aníbal que podían regresar a sus hogares y estar seguros de que el pueblo romano les devolvería todo cuanto poseían antes de la guerra. Como el año entrante parecía estar lleno de los más graves peligros y la república, de momento, estaba sin cónsules, todas las miradas se volvieron a los cónsules electos y era general deseo que no perdieran un instante para sortear sus provincias y decidir contra qué enemigo se enfrentaría cada uno. Por iniciativa de Quinto Fabio Máximo, se obtuvo una resolución del Senado insistiendo en que debían reconciliarse el uno con el otro. Su enfrentamiento era demasiado notorio, y más amargo por el resentimiento de Livio por el trato que había recibido, pues consideraba que su honor había quedado mancillado por su procesamiento. Esto lo hizo aún más implacable; decía que no había ninguna necesidad de reconciliación, cada uno actuaría con mayor energía y atención si sabía que, de no hacerlo, daría ventaja a su enemigo. Sin embargo, el Senado ejerció con éxito su autoridad y que fueron inducidos a dejar a un lado sus diferencias particulares y conducir los asuntos de Estado con una sola política y un solo pensamiento. Sus provincias no fueron contiguas, como en años anteriores, sino muy distantes entre sí y en los extremos de Italia. Una actuaría contra Aníbal en el Brucio y Lucania, el otro en la Galia contra Asdrúbal, del que se informó que estaba ya cerca de los Alpes. El cónsul al que correspondiera la Galia debía escoger entre el ejército que ya estaba en la Galia o el de Etruria, recibiendo por añadidura el ejército urbano. Aquel a quien tocase el Brucio debería alistar nuevas legiones en la Ciudad y escoger uno de los dos ejércitos consulares del año anterior. Quinto Fulvio, con rango de procónsul durante aquel año, se haría cargo del ejército que no tomase el cónsul. Cayo Hostilio, que ya se había trasladado desde Etruria a Tarento, volvería ahora de nuevo a trasladarse desde Tarento a Capua. Se le entregó una legión, que era la que había mandado Fulvio.

[27,36] La aparición de Asdrúbal en Italia se esperaba cada día con más inquietud. Las primeras noticias vinieron de los marselleses, que informaron de que había entrado en la Galia y de que se produjo un entusiasmo generalizado entre los nativos a causa del rumor de que llevaba gran cantidad de oro para pagar tropas auxiliares. Los enviados de Marsella [la antigua Massilia.-N. del T.] fueron acompañados a su regreso por Sexto Antistio y Marco Recio, a los que se envió para que hicieran más averiguaciones. Estos mandaron decir que había comisionado emisarios, acompañados por algunos marselleses que tenían amigos entre los jefes galos, para obtener información y que se habían cerciorado de que Asdrúbal trataría de cruzar los Alpes la próxima primavera con un enorme ejército. Lo único que le impedía avanzar de inmediato era que los Alpes resultaban infranqueables en invierno. Publio Elio Peto fue nombrado y consagrado augur en lugar de Marco Marcelo; Cneo Cornelio Dolabella fue consagrado rey sacrificial [rex sacrorum en el original latino.-N. del T.] en el puesto de Marco Marcio, quien había muerto hacía dos años. Los censores Publio Sempronio Tuditano y Marco Cornelio Cétego celebraron el lustro. Los resultados del censo dieron un número de ciudadanos de ciento treinta y siete mil ciento ocho, considerablemente menor del que era antes del comienzo de la guerra [para el 220 a.C., la períoca XX da una cifra de 270.212 (o de 270.713 en otras ediciones) ciudadanos.-N. del T.]. Se dice que, por primera vez desde que Aníbal invadió Italia, el Comicio fue techado y los ediles curules, Quinto Metelo y Cayo Servilio, celebraron durante un día los Juegos Romanos. También los ediles plebeyos, Cayo Mamilio y Marco Cecilio Metelo, celebraron durante dos días los Juegos Plebeyos. También dedicaron tres estatuas al templo de Ceres y se celebró un banquete en honor de Júpiter con motivos de los Juegos. Los cónsules luego tomaron posesión del cargo; Cayo Claudio Nerón por primera vez y Marco Livio por segunda. Cuando hubieron sorteado sus provincias, ordenaron a los pretores que sorteasen las suyas. La pretura urbana recayó sobre Cayo Hostilio y la pretura peregrina también se le asignó, de modo que quedasen disponibles tres pretores para servir en el exterior. Aulo Hostilio fue asignado a Cerdeña, Cayo Mamilio a Sicilia y Lucio Porcio a la Galia. La fuerza militar total ascendía a veintitrés legiones, distribuidas así: cada uno de los cónsules tenía dos; cuatro estaban en Hispania; cada uno de los tres pretores tenían dos en Cerdeña, Sicilia y la Galia, respectivamente; Cayo Terencio tenía dos en Etruria; Quinto Fulvio tenía dos en el Brucio; Quinto Claudio tenía dos en las proximidades de Tarento y el distrito salentino; Cayo Hostilio Túbulo tenía una en Capua y dos fueron alistadas en la Ciudad para defensa del hogar. El pueblo nombró a los tribunos militares para las primeras cuatro legiones y los cónsules al resto.

[27.37] Antes de la partida de los cónsules, se observaron celebraciones religiosas durante nueve días debido a la caída una lluvia de piedras en Veyes. Como de costumbre, tan pronto fue anunciado un portento llegaron informes de otros. En Minturno [la antigua Menturnae.-N. del T.], el templo de Júpiter y el bosque sagrado de Marica resultaron alcanzados por un rayo, así como también lo fueron la muralla de Atela y una de las puertas. La gente de Minturna informó sobre un segundo y más terrible portento: en su puerta había fluido un manantial de sangre. En Capua, un lobo había entrado por la puerta durante la noche y había mutilado a uno de los centinelas. Estos augurios fueron expiados mediante el sacrificio de víctimas mayores y los pontífices ordenaron rotativas especiales durante todo un día. Posteriormente, se observó un segundo novendial con motivo de una lluvia de piedras caída en el Armilustro [aunque actualmente la expresión «novendial» hace referencia a rogativas por los difuntos, la etimología de la traducción sigue siendo correcta para el significado original de rotativas durante nueve días en expiación de cualquier asunto religioso; el Armilustro era un espacio abierto en el monte Aventino donde se realizaba un rito de purificación de las armas.-N. del T.]. Tan pronto se hubieron disipado los temores de las mentes con estos ritos expiatorios, llegó un nuevo informe, esta vez desde Frosinone, en el sentido de que había nacido un niño con el tamaño y aspecto de uno de cuatro años y, lo que aún resultaba más sorprendente, como en el caso de Mondragone [Frosinone era la antigua Frusinum y Mondragone la antigua Sinuessa.-N. del T.] dos años antes, resultaba imposible decir si era hombre o mujer. Los adivinos, a los que se hizo llamar desde Etruria, declararon que se trataba de un presagio terrible y nefasto, que debían expulsar aquella cosa del territorio romano, impidiéndole cualquier contacto con la tierra, y sepultarlo en el mar. Lo encerraron vivo en un arcón, lo llevaron hasta el mar y lo dejaron caer por la borda.

Los pontífices también decretaron que tres grupos de doncellas, cada uno compuesto por nueve, debían procesionar por la Ciudad cantando un himno. Este himno fue compuesto por el poeta Livio [se refiere a Lucio Livio Andrónico.-N. del T.] y, mientras lo estaban practicando en el templo de Júpiter Estátor, el santuario de la Reina Juno, en el Aventino, fue alcanzado por un rayo. Se consultó a los adivinos, quienes declararon que este portento concernía a las matronas y que la diosa quedaría apaciguada con un regalo. Los ediles curules publicaron un edicto convocando en el Capitolio a todas las matronas cuyos hogares se encontrasen en Roma o dentro de una distancia de diez millas [14820 metros.-N. del T.]. Cuando estuvieron reunidas, eligieron a veinticinco de entre ellas para recibir sus ofrendas, que entregaron de sus dotes. De la suma así recogida, se hizo una vasija de oro y se llevó como ofrenda al Aventino, donde las matronas ofrecieron un sacrificio puro y casto. Inmediatamente después, los decenviros de los Libros Sagrados dieron aviso de que se celebrarían ritos sacrificiales añadidos, durante un día, en honor de esta deidad. El orden seguido fue el siguiente: Se llevaron dos novillas blancas desde el templo de Apolo, a través de la puerta Carmental, hasta la Ciudad; tras ellas se llevaron dos imágenes de la diosa hechas en madera de ciprés. Luego seguían veintisiete doncellas, vestidas con ropajes largos y marchando en procesión entonando un himno en su honor, que quizá causara admiración en aquellos días de rudeza, pero que, de cantarse hoy día, serían considerados muy groseros y desagradables. Detrás del desfile de doncellas venían los diez decenviros de los Libros Sagrados, llevando la toga pretexta y con coronas de laurel. Desde la puerta Carmental la procesión marchó a lo largo del barrio Jugario hasta el Foro, donde se detuvo. Aquí, las muchachas, todas sujetando una cuerda, iniciaron una danza solemne mientras cantaban, marcando el compás con los pies al sonido de sus voces. Luego reanudaron su curso a lo largo del barrio etrusco y del Velabro, a través del Foro Boario, y subiendo la cuesta Publicia hasta llegar al templo de Juno. Una vez aquí, las dos terneras fueron sacrificadas por los diez decenviros y se llevaron las imágenes de ciprés al interior del santuario.

[27,38] Después que los dioses hubieran sido debidamente aplacados, los cónsules procedieron con el alistamiento y lo llevaron a cabo con un rigor y exactitud como nadie podía recordar en años anteriores. La aparición de un nuevo enemigo en Italia redobló los temores generales en cuanto al desarrollo de la guerra y, al mismo tiempo, había menos población de la que obtener los hombres necesarios. Incluso las colonias marítimas, a las que se había declarado solemne y formalmente exentas del servicio militar, fueron llamadas a aportar soldados; ante su negativa, se fijó un día para que compareciesen a declarar ante el Senado y la república, cada una por sí misma, los motivos por los que reclamaban la exención. El día señalado asistieron representantes de Ostia, Alsium, Anzio, Anxur, Minturno, Mondragone y de Senigalia en el mar superior [la antigua Sena, en el Adriático.-N. del T.]. Cada comunidad presentó su título para la exención pero, al estar en Italia el enemigo, se rechazaron todas las reclamaciones a excepción de dos: Anzio y Ostia, y en el caso de estas dos, los hombres en edad militar fueron obligados a prestar juramento de que no dormirían fuera de sus murallas más de treinta noches mientras el enemigo estuviera en Italia. Todo el mundo era de la opinión que los cónsules deben salir en campaña a la mayor brevedad posible, pues Asdrúbal debía ser enfrentado a su descenso de los Alpes o, de otro modo, podría llegar a fomentar un levantamiento entre los galos cisalpinos y en Etruria, y se debía mantener completamente ocupado a Aníbal para evitar su salida del Brucio y que se uniera a su hermano. Sin embargo, Livio se retrasó. No confiaba en las tropas que se le asignaron y se quejaba de que su colega tenía a su disposición tres espléndidos ejércitos. También sugirió que se llamase nuevamente a filas a los esclavos voluntarios. El Senado dio plenos poderes a los cónsules para que obtuvieran refuerzos de cualquier manera que les pareciese bien, para elegir qué hombres querían de todos los ejércitos y para intercambiar y trasladar tropas de una provincia a otra según cuál pensasen que era el mejor interés de la república. Los cónsules actuaron en perfecta armonía al llevar a cabo todas estas medidas. Los esclavos voluntarios fueron incorporados en las legiones decimonovena y vigésima. Algunos autores afirman que Publio Escipión envió a Marco Livio grandes refuerzos desde Hispania, incluyendo ocho mil galos e hispanos, dos mil legionarios y mil jinetes númidas e hispanos, y que esta fuerza fue llevada a Italia por Marco Lucrecio. También afirman que Cayo Mamilio envió tres mil arqueros y honderos de Sicilia.

[27.39] El alboroto y la inquietud en Roma se hicieron mayores a causa de un despacho de Lucio Porcio, el propretor al mando en la Galia. Anunciaba que Asdrúbal había abandonado sus cuarteles de invierno y estaba ya cruzando los Alpes. Se le iba a unir una fuerza de ocho mil hombres, reclutada y equipada entre los ligures, a menos que se enviara a la Liguria un ejército romano que ocupase la atención de los galos. Porcio añadía que él mismo avanzaría tanto como pudiera con seguridad con un ejército tan débil como el suyo. La recepción de esta carta provocó que los cónsules apresurasen el alistamiento y, al concluirlo, marcharon a sus provincias en una fecha anterior a la previamente fijada. Su intención era que cada uno de ellos mantuviera a su enemigo en su propia provincia y no permitir que se uniesen los hermanos ni que concentrasen sus fuerzas. Les ayudó enormemente un error de cálculo cometido por Aníbal. Esperaba, más bien, que su hermano cruzase los Alpes durante el verano; pero al recordar su propia experiencia en la primera travesía del Ródano y los Alpes, con la agotadora lucha durante cinco meses contra hombres y naturaleza, no esperaba que Asdrúbal los atravesara tan rápida y fácilmente como de hecho lo hizo. Debido a este error tardó demasiado en abandonar sus cuarteles de invierno. Asdrúbal, sin embargo, hizo una marcha más rápida y se encontró con menos dificultades de las que él o cualquier otra persona esperaban. No sólo los arvernos y las demás tribus galas y alpinas le dieron una recepción amistosa, sino que se unieron a sus estandartes. Marchó sobre todo, además, por las carreteras construidas por su hermano donde antes no había ninguna; y como los Alpes ya estaban siendo atravesados en uno y otro sentido durante los últimos doce años, se encontró con nativos menos salvajes. Anteriormente, nunca habían estado en tierras extrañas ni habían estado acostumbrados a ver extranjeros en su propio país; nunca habían mantenido relaciones con el resto del mundo. No sabiendo en un primer momento el destino del general cartaginés, imaginaban que ambicionaba sus rocas y fortalezas y que tenía intención de llevarse sus hombres y su ganado como botín. Luego, cuando se enteraron de la Guerra Púnica que llevaba incendiando Italia durante doce años, comprendieron bien que los Alpes sólo eran un paso de un país a otro y que la lucha se libraba entre dos poderosas ciudades, separadas por una vasta extensión de mar y tierra, y que se disputaban el poder y dominio. Esta fue la razón por la cual los Alpes estaban abiertos para Asdrúbal. Sin embargo, cualquier ventaja obtenida con la rapidez de su marcha se perdió con el tiempo desperdiciado en Plasencia, donde comenzó un inútil asedio en vez de intentar un asalto directo. Situada como estaba en una llanura abierta, pensaba que podría tomarse la ciudad sin dificultad y que la captura de tan importante colonia disuadiría a las demás de ofrecer resistencia alguna. No sólo vio obstaculizado su propio avance por este asedio, sino que retrasó también los movimientos de Aníbal que, al saber de la marcha inesperadamente rápida de su hermano, había salido de sus cuarteles de invierno, pues Aníbal sabía cuán lento asunto era un asedio y no había olvidado su propio e infructuoso intento contra aquella misma colonia tras su victoria en el Trebia.

[27.40] Los cónsules marcharon al frente, cada uno por una ruta distinta, siendo seguida su partida por sentimientos de dolorosa inquietud. Los hombres eran conscientes de que la república tenía dos guerras entre manos al mismo tiempo; recordaban los desastres que siguieron a la aparición de Aníbal en Italia y se preguntaban qué dioses serían tan propicios a la Ciudad y al imperio como para conceder la victoria sobre dos enemigos a la vez en campos de batalla tan distantes. Hasta ahora el cielo la había preservado equilibrando victorias y derrotas. Cuando la causa de Roma cayó rodando por los suelos italianos, en el Trasimeno y en Cannas, las victorias en Hispania la levantaron de nuevo; cuando se sufrió en Hispania revés tras revés y la república perdió allí a sus dos generales y a la mayor parte de ambos ejércitos, los muchos éxitos cosechados en Italia y Sicilia impidieron el colapso de la maltratada república, a la que la distancia a que se libraba tan desdichada guerra, en el más remoto rincón del mundo, le daba un poco de espacio para respirar. Ahora tenían dos guerras entre manos, ambas en Italia; dos generales, que llevaban nombres ilustres, estaban cerrando sobre Roma; todo el peso del peligro y toda la carga del combate se aplicaba sobre un punto. Quien obtuviera la primera victoria podría en pocos días unir sus fuerzas con el otro. Tales eran los sombríos presagios, cuya tristeza se acrecentaba con el recuerdo luctuoso de la muerte de los dos cónsules el año anterior. Con este estado de ánimo, deprimido e inquieto, acompañó la población a los cónsules hasta las puertas de la Ciudad, al partir para sus respectivas provincias. Se ha registrado una expresión de Marco Livio, mostrando su amargura hacia sus conciudadanos: Cuando, al partir, Quinto Fabio le advirtió en contra de presentar batalla antes de saber a qué clase de enemigo se había de enfrentar, se dice que Livio le replicó entraría en combate tan pronto divisara al enemigo. Cuando le preguntó por qué tenía tanta prisa, dijo: «Me ganaré una distinción especial venciendo en buena lid a tal enemigo o tendré el gran placer, aunque no muy honorable, de ver la derrota de mis conciudadanos». Antes de que el cónsul Claudio Nerón llegara a su provincia, Aníbal, que marchaba justo por fuera de las fronteras del territorio de Larino [la antigua Larinum; aunque otros autores ven más plausible que se tratase de Uria, nosotros preferimos dejar el término original y citar la alternativa.-N. del T.] en su camino hacia los salentinos, fue atacado por Cayo Hostilio Túbulo. Su infantería ligera provocó un considerable desorden entre el enemigo, que no estaba preparado para el combate; cuatro mil de ellos quedaron muertos y se capturaron nueve estandartes. Quinto Claudio había acuartelado sus fuerzas en varias ciudades del territorio salentino y, al enterarse de la aproximación enemiga, dejó sus cuarteles de invierno y entró en campaña contra él. No queriendo enfrentarse a ambos ejércitos al mismo tiempo, Aníbal partió por la noche y se retiró al Brucio. Claudio marchó de regreso al territorio salentino y Hostilio, mientras estaba de camino a Capua, se reunió con el cónsul Claudio Nerón cerca de Venosa. Aquí fue seleccionado un cuerpo de élite de entrambos ejércitos, consistente en cuarenta mil infantes y dos mil quinientos jinetes, que el cónsul tenía intención de emplear contra Aníbal. Ordenó a Hostilio que llevase el resto de las fuerzas a Capua y las entregara luego al procónsul Quinto Fulvio.

[27.41] Aníbal reunió a todas sus fuerzas, tanto las que estaban en los cuarteles de invierno como las que prestaban servicio de guarnición en el Brucio, y marchó a Grumento [la antigua Grumentum.-N. del T.], en la Lucania, con la intención de recuperar las ciudades cuyos habitantes, llevados por el temor, se habían pasado a Roma. El cónsul romano marchó al mismo lugar desde Venosa, practicando cuidadosos reconocimientos según avanzaba, y emplazó su campamento a cerca de milla y media del enemigo [unos 2220 metros.-N. del T.]. La empalizada del campamento cartaginés parecía casi como si estuviese tocando las murallas de Grumento, aunque en realidad había menos de media milla entre ellas. Entre ambos campamentos enemigos el terreno era llano; sobre la izquierda cartaginesa y la derecha romana se extendía una línea de colinas desnudas que no despertó ninguna sospecha a ningún bando al estar desprovistas de vegetación y no ofrecían lugares donde ocultar una emboscada. En la planicie entre los campamentos se libraron escaramuzas entre los puestos de avanzada: el único objetivo de los romanos, evidentemente, era impedir la retirada del enemigo; Aníbal, que estaba deseando escapar, se dirigió al campo de batalla con todas sus fuerzas formadas para el combate. El cónsul, adoptando las tácticas del enemigo al no temer una emboscada en un campo abierto como aquel, envió por la noche cinco cohortes reforzadas por cinco manípulos a coronar las colinas y tomar posiciones al otro lado. Puso al mando del grupo al tribuno militar Tito Claudio Aselo y a Publio Claudio, un prefecto de los aliados, dándoles instrucciones en cuanto al momento en que surgirían de su emboscada y atacarían al enemigo. Al amanecer del día siguiente llevó a cabo la totalidad de su fuerza, tanto infantería como caballería, a la batalla. Poco después, Aníbal dio también la señal para la acción y su campamento se llenó de los gritos de sus hombres que corrían a las armas. Saliendo a la carrera por las puertas del campamento los hombres montados y desmontados, cada uno tratando de ser el primero, corrieron en grupos dispersos por la llanura hacia el enemigo. Cuando el cónsul les vio en tal desorden, ordenó a Cayo Aurunculeyo, tribuno militar de la tercera legión, que enviara la caballería de su legión al galope tendido contra el enemigo pues, según dijo, estaban desperdigados por la llanura como un rebaño de ovejas y podrían ser empujados y pisoteados antes de que pudieran cerrar sus filas.

[27.42] Aníbal no había salido aún de su campamento cuando oyó el ruido de la batalla y no perdió un momento en dirigir sus fuerzas contra el enemigo. La caballería romana ya había provocado el pánico entre los primeros de sus enemigos, la primera legión y el contingente aliado del ala izquierda estaban entrando en acción mientras que el enemigo, sin ninguna clase de formación, combatía contra la infantería o la caballería según llegaran a su encuentro. A medida que llegaban sus refuerzos y apoyos la lucha se generalizaba, y Aníbal habría logrado formar sus hombres pese a la confusión y el pánico, lo que habría resultado casi imposible de no tratarse de tropas veteranas bajo el mando de un general igualmente veterano, si no hubiesen oído a su retaguardia los gritos de las cohortes y manípulos descendiendo a la carrera desde la colina y no se hubieran visto ante el peligro de quedar separados de su campamento. El terror se extendió y la huida se generalizó en todos los sectores del campo de batalla. La cercanía del campamento facilitó su huida y por esta razón sus pérdidas fueron comparativamente pequeñas, considerando que la caballería presionaba su retaguardia y que las cohortes, cargando cuesta abajo por un camino fácil, atacaban su flanco. Aun así, cerca de ocho mil hombres resultaron muertos y se hizo prisioneros a setecientos, se capturaron setecientos estandartes, se mató a cuatro elefantes, que se habían demostrado inútiles en la confusión y apresuramiento de la huida, y se capturó otros dos. Cayeron unos quinientos romanos y aliados. Al día siguiente, los cartagineses permanecieron tranquilos. El general romano marchó en orden de batalla al campo de batalla, pero cuando vio que no avanzaban los estandartes desde el campamento contrario, ordenó a sus hombres que tomaran los despojos de los muertos y que recogieran los cuerpos de sus camaradas muertos y los enterraran en una fosa común. Luego, durante varios días seguidos marchó hasta tan cerca de las puertas que parecía como si fuera a atacar el campamento, hasta que Aníbal se decidió a retirarse. Dejó encendidos numerosos fuegos y tiendas levantadas en el lado del campamento que daba frente a los romanos, a unos cuantos númidas que debían hacer acto de presencia en la empalizada y en las puertas, y salió con intención de dirigirse hacia la Apulia. Tan pronto amaneció, el ejército romano se acercó a la empalizada y los númidas se hicieron visibles en las murallas y en las puertas. Después de engañar a sus enemigos por algún tiempo, se alejaron a toda velocidad para unirse a sus camaradas. Cuando el cónsul vio que el campamento estaba en silencio y que incluso los pocos que lo habían estado patrullando en la madrugada no eran visibles por ninguna parte, mandó dos jinetes al campamento para practicar un reconocimiento. Informaron al regresar que lo habían examinado y hallado seguro por todas partes, por lo que ordenó que entrasen en él las tropas. Esperó hasta que los soldados se apropiaron del botín y luego dio orden de retirada; mucho antes de caer la noche ya tenía a sus soldados de regreso en el campamento. A la mañana siguiente, muy temprano, comenzó la persecución y, guiado por informantes locales que le dieron pistas sobre su retirada, logró mediante marchas forzadas dar alcance al enemigo no lejos de Venosa. Allí se libró un combate tumultuoso en el que los cartagineses perdieron dos mil hombres. Tras este, Aníbal decidió no darle más ocasión de combatir y marchó hacia el Metaponto en una serie de marchas nocturnas por las montañas. Hanón estaba allí al mando de la guarnición y fue enviado con unas pocas fuerzas al Brucio para alistar en él un nuevo ejército. Aníbal incorporó el resto de las fuerzas a las suyas propias y, volviendo sobre sus pasos, llegó a Venosa, desde donde marchó a Canusio [la antigua Canosa.-N. del T.]. Nerón nunca perdió el contacto con él y, mientras le seguía al Metaponto, envió a Quinto Fulvio a la Lucania para que aquel país no quedase sin una fuerza defensiva.

[27,43] Después que Asdrúbal hubo levantado el asedio de Plasencia, mandó a cuatro jinetes galos y dos númidas con cartas para Aníbal. Habían pasado por en medio del enemigo y recorrido casi la longitud de Italia, siguiendo tras la retirada de Aníbal a Metaponto, cuando se perdió por el camino y llegaron a Tarento. Aquí fueron sorprendidos por un grupo de forrajeadores romanos que estaban esparcidos por los campos, y llevados ante el propretor Quinto Claudio. Al principio trataron de engañarle mediante respuestas evasivas, pero el miedo a la tortura les obligó a confesar la verdad y dijeron que llevaban despachos de Asdrúbal a Aníbal. Ellos y los despachos, con los sellos intactos, fueron entregados a Lucio Verginio, uno de los tribunos militares. Le proporcionaron una escolta de dos turmas [unos sesenta jinetes.-N. del T.] de la caballería samnita y se le ordenó que llevase a los seis jinetes y las cartas ante el cónsul Claudio Nerón. Una vez le hubieron traducido los despachos y tras haber interrogado a los prisioneros, el cónsul se dio cuenta de que la disposición del Senado, que consignaba a cada cónsul su provincia y su ejército, así como el enemigo que a él le había correspondido, no resultaba ser en el presente caso beneficiosa para la república. Tendría que aventurarse improvisando una novedad, que aunque en principio pudiera provocar tanta inquietud entre sus propios compatriotas como entre el enemigo, podría, una vez ejecutada, convertir un gran temor en un gran regocijo. Remitió las cartas de Asdrúbal al Senado junto a otra suya explicando su proyecto. Como Asdrúbal había escrito para decir que se reuniría con su hermano en la Umbria, aconsejó a los senadores que llamasen a la legión romana de Capua, alistasen fuerzas en Roma y con estas fuerzas urbanas se apostasen frente al enemigo en Narni. Esto fue lo que escribió al Senado. Pero también envió correos a los territorios a través de los cuales tenía intención de marchar -Larino, Marrucina, Frentano y Pretuzia-, para advertir a sus habitantes de que reunieran todos los suministros de las ciudades y de los campos y los tuvieran listos sobre su línea de marcha para alimentar a las tropas. Debían también llevar sus caballos y otros animales de carga, de modo que hubiera amplio suministro de transportes para los hombres que cayeran por la fatiga. De la totalidad de su ejército eligió una fuerza de seis mil infantes y mil jinetes, la flor de los contingentes romanos y de sus aliados, e hizo saber que tenía intención de apoderarse de la ciudad más cercana de la Lucania con su guarnición cartaginesa, por lo que todos debían estar listos para marchar. Saliendo por la noche, se volvió en dirección de Áscoli Piceno. Dejando a cargo del campamento a Quinto Catio, su segundo al mando, marchó tan rápido como pudo para reunirse con su colega.

[27.44] El alboroto y la alarma en Roma fueron tan grandes como lo habían sido dos años antes, al hacerse visible el campamento cartaginés desde las murallas y puertas de la Ciudad. El pueblo no podía decidir si la atrevida marcha del cónsul era cosa digna de alabar o de censurar, y resultaba obvio que habrían de esperar el resultado antes de pronunciarse a favor o en contra, lo que resulta la manera más injusta de juzgar. «Ha dejado el campamento sin general», decían, «cerca de un enemigo como Aníbal y con un ejército del que ha retirado su principal fortaleza: lo más selecto de sus soldados. Fingiendo marchar hacia Lucania, el cónsul ha tomado el camino de Piceno y de la Galia, permitiendo que la seguridad de su campamento dependa de la ignorancia del enemigo en cuanto a la dirección que han tomado él y su división. ¿Qué pasará si se dan cuenta? ¿Y si Aníbal con todo su ejército decide partir en persecución de Nerón y sus seis mil hombres, o atacar el campamento, abandonado como está para ser saqueado, sin defensa, sin un general con plenos poderes ni nadie que pueda tomar los auspicios?» Los anteriores desastres en esta guerra, el recuerdo de los dos cónsules muertos el año anterior, todo ello les llenaba de pavor. «Todas esas cosas», se dijo, «ocurrieron cuando el enemigo tenía un solo jefe y un solo ejército en Italia; ahora hay dos guerras distintas en marcha, dos inmensos ejércitos y casi dos Aníbal en Italia, pues Asdrúbal es también hijo de Amílcar y es un jefe tan capaz y enérgico como su hermano. Se ha entrenado durante años en Hispania en la guerra contra Roma, y se ha distinguido él mismo con la doble victoria mediante la que aniquiló dos ejércitos romanos y a sus ilustres capitanes. En la rapidez de su marcha de Hispania y en la forma en que ha levantado en armas a las tribus de la Galia, puede presumir de un éxito mucho mayor que el del propio Aníbal, pues él ha mantenido unido su ejército en aquellos mismos lugares donde su hermano perdió la mayor parte de sus fuerzas por el frío y el hambre, las más miserables de todas las muertes». Los que estaban familiarizados con los últimos acontecimientos en Hispania llegaron a decir que encontraría en Nerón un general que no le sería ajeno, pues este era el general a quien Asdrúbal, cuando le interceptaron en un paso estrecho, engañó y confundió como un niño haciéndole vanas propuestas de paz. De esta manera exageraban la fuerza de su enemigo y despreciaban la propia, haciendo sus temores que vieran solo el lado más oscuro de todo.

[27.45] Cuando Nerón hubo puesto suficiente distancia entre el enemigo y él mismo como para que se fuera seguro revelar su propósito, hizo un breve discurso a sus hombres. «Ningún comandante,» dijo, «ha planeado nunca una operación aparentemente más arriesgada, y en realidad menos, que la mía. Os estoy llevando a una victoria segura. Mi colega no entró en esta campaña hasta haber obtenido del Senado una fuerza tal de infantería y caballería como para considerarla suficiente; una fuerza, de hecho, mucho más numerosa y mejor equipada que si estuviera avanzando contra el propio Aníbal. Por pequeño que sea el número que ahora estáis añadiendo a ella, será suficiente para inclinar la balanza. Una vez que se extienda por el campo de batalla la noticia -y ya me encargaré yo de no lo haga demasiado pronto- de que ha llegado un segundo cónsul con un segundo ejército, ya no cabrá duda sobre la victoria. Los rumores deciden las batallas; un ligero impulso inclina las esperanzas y los temores de los hombres; si tenemos éxito, vosotros mismos os llevaréis toda la gloria de él, pues es siempre el último refuerzo el que se lleva el mérito de romper el equilibrio. Vosotros mismos veis las multitudes entusiastas y admiradas que os dan la bienvenida conforme marcháis». Y, ¡por Hércules!, por todas partes avanzaban en medio de los votos y las oraciones y las bendiciones de líneas de hombres y mujeres que se habían reunido desde todas partes de los campos y granjas. Les llamaban los defensores de la república, los vengadores de la Ciudad y de la soberanía de Roma; de sus espadas y de sus fuertes diestras dependía toda la seguridad y la libertad del pueblo y sus hijos. Imploraban a todos los dioses y diosas para que les concedieran una marcha segura y próspera, una batalla victoriosa y una temprana victoria sobre sus enemigos. A medida que los iban siguiendo con sus corazones anhelantes iban rezando para que pudieran cumplir los votos que estaban haciendo cuando fueran alegremente a reunirse con ellos arrebatados por el orgullo de la victoria. Invitaban luego a los soldados a tomar lo que les habían traído, rogando y suplicando cada uno para que tomasen más de ellos que de los demás cuanto les fuera de utilidad para sí y para sus animales de tiro y cargándoles con regalos de todo tipo. Los soldados mostraron la mayor moderación y se negaron a aceptar nada que no fuera absolutamente necesario. No interrumpieron su marcha ni se salieron de las filas, ni siquiera se detuvieron para tomar alimentos; marchaban día y noche constantemente, dándose apenas el descanso que la naturaleza exigía. El cónsul envió por delante mensajeros para anunciar su llegada a su colega y para preguntarle si sería mejor llegar en secreto o abiertamente, de noche o de día y si debían ocupar el mismo campamento o estar separados. Se consideró mejor que llegase por la noche.

[27.46] El cónsul Livio había emitido una orden secreta por medio de téseras para que los tribunos se hicieran cargo de los tribunos que venían, los centuriones de los centuriones, la caballería de sus camaradas montados y los legionarios de la infantería. No resultaba conveniente ampliar el campamento, pues su objetivo era mantener al enemigo en la ignorancia de la llegada del otro cónsul. El hacinamiento, al unir tan gran número de hombres en el reducido espacio que ofrecían las tiendas de campaña, se hizo más sencillo a causa de que el ejército de Claudio, en su apresurada marcha, no había llevado con ellos casi nada más que sus armas. Durante la marcha, sin embargo, su número se había visto aumentado por voluntarios, en parte antiguos soldados que ya habían cumplido su periodo de servicio y en parte jóvenes estaban deseando unírseles. Claudio alistó a aquellos cuya apariencia y fortaleza les hacía parecer aptos para el servicio. El campamento de Livio estaba en las cercanías de Sena, con Asdrúbal aproximadamente a media milla de distancia [la crítica suele situar la batalla en las proximidades de la actual Senigallia; los campamentos distaban entre sí 740 metros.-N. del T.]. Cuando se percató de que estaba llegando a su destino, el cónsul se detuvo donde le ocultasen las montañas para no entrar en el campamento antes de la noche. A continuación, los hombres entraron en silencio y fueron llevados a las tiendas, cada uno por un hombre de su mismo rango, donde les dieron la más cálida bienvenida y les recibieron amablemente. Al día siguiente se celebró un consejo de guerra en el que estuvo presente el pretor Lucio Porcio Licino. Su campamento estaba contiguo al de los cónsules; antes de su llegada había adoptado todos las medidas posibles para confundir a los cartagineses, marchando por las alturas y aprovechando los puertos, fuera para detener su avance, fuera para acosar su columna por el flanco y la retaguardia mientras marchaba. Muchos de los presentes en el Consejo estaban a favor de posponer la batalla para que Nerón pudiera dar descanso a sus tropas desgastadas por la longitud de la marcha y la falta de sueño, así como también para que pudiera tener un par de días para conocer a su enemigo. Nerón trató de disuadirlos de este curso de acción y de todo corazón les imploró que no convirtieran su plan, dilatándolo, en algo temerario, toda vez que a causa de la velocidad de su marcha era perfectamente seguro. La actividad de Aníbal, según él, estaba paralizada, por así decir, a causa de un error que no tardaría en rectificar; ni había atacado su campamento en ausencia de su comandante, ni había tomado la decisión de seguirlo al marcharse. Sería posible, antes de que se moviera, destruir al ejército de Asdrúbal y regresar a la Apulia. «Darle tiempo al enemigo, dilatando el enfrentamiento, sería entregar su campamento en Apulia a Aníbal y abrirle un camino expedito a la Galia, de modo que se podría unir con Asdrúbal cuándo y dónde quisiera. Se debía dar de inmediato la señal para la acción, debemos marchar al campo de batalla y aprovechar los errores que están cometiendo nuestros dos enemigos, el más distante y el que tenemos más a mano. Aquel no sabe que se enfrenta a un ejército menor de lo que cree, y este no es consciente de que tiene delante uno mayor y más fuerte de lo que imagina». Tan pronto como el consejo fue disuelto, se mostró la señal de combate y el ejército marchó formado al campo de batalla.

[27.47] El enemigo ya estaba formado, delante de su campamento, en orden de batalla. Sin embargo, se produjo una pausa. Asdrúbal había cabalgado a vanguardia con un destacamento de caballería y vio en las filas contrarias unos escudos muy gastados que no había visto antes y unos caballos inusualmente delgados; el número, también, le parecía mayor que el habitual. Sospechando la verdad, retiró a toda prisa sus tropas al campamento y mandó que bajaran hombres al río del que obtenían agua los romanos con el objeto de capturar alguno de las partidas de aguada, si podían, y fijarse sobre todo en si estaban tostados por el sol, como suele ser el caso tras una larga marcha. Ordenó, al mismo tiempo, que patrullas montadas cabalgaran alrededor del campamento del cónsul y observasen si se había extendido su empalizada en cualquier dirección y que advirtieran si el clarín de órdenes sonaba una o dos veces en el campamento. Le informaron que ambos campamentos, el de Marco Livio y el de Lucio Porcio, estaban como siempre, sin ningún añadido, y esto les engañó. Pero también le informaron de que el clarín de órdenes sonó una vez en el campamento del pretor y dos veces en el de cónsul; esto perturbó al veterano comandante, conocedor como era de los hábitos de los romanos. Llegó a la conclusión de que ambos cónsules estaban allí y se preguntaba inquieto cómo uno de los cónsules había dejado a Aníbal. Menos aún podía sospechar lo que había ocurrido en realidad, es decir, que Aníbal había sido engañado tan completamente que desconocía el paradero del comandante y del ejército cuyo campamento estaba tan cercano al suyo. Al no haberse atrevido su hermano a seguir al cónsul, creyó completamente seguro que había sufrido una grave derrota y temió grandemente no haber llegado a tiempo para salvar una situación desesperada y haber dejado que los romanos gozaran de la misma buena suerte en Italia que la que habían tenido en Hispania. A veces pensaba que su carta no había llegado a Aníbal, sino que había sido interceptada por el cónsul que, luego, se apresuró a aplastarle. En medio de estos sombríos presagios ordenó que se apagasen las hogueras y, en la primera guardia, dio señal para que se recogiese en silencio toda la impedimenta. El ejército, a continuación, abandonó el campamento. En la prisa y la confusión de la marcha nocturna, los guías, que no habían sido mantenidos bajo estrecha vigilancia, escaparon; uno se escondió en un lugar elegido de antemano y el otro cruzó a nado el Metauro por un vado que conocía bien. La columna, privada de sus guías, marchó sin rumbo por el campo y muchos, faltos de sueño, se dejaron caer para descansar; lo que seguían junto a los estandartes eran cada vez menos y menos. Hasta que la luz del día le mostrase el camino, Asdrúbal ordenó a la cabeza de la columna que avanzase con cautela; al ver que debido a las curvas y vueltas del río se había avanzado poco, dispuso lo necesario para cruzarlo tan pronto como el amanecer le mostrase un lugar a propósito. Sin embargo, no fue capaz de encontrar un paso, pues cuanto más marchaba hacia el mar más altas eran las orillas que limitaban la corriente; y perdiendo así el día, dio tiempo a su enemigo para que lo siguiera.

[27,48] Nerón, con la totalidad de la caballería, fue el primero en llegar, siguiéndole después Porcio con la infantería ligera. Comenzaron a hostigar a su cansado enemigo cargando repetidamente por todas partes, hasta que Asdrúbal detuvo una marcha que empezaba a parecer una huida y decidió formar un campamento sobre una colina que dominaba el río. En esta coyuntura, Livio apareció con la infantería pesada, no en orden de marcha, sino desplegada y armada para una batalla inminente. Unieron todas sus fuerzas y formaron el frente; Claudio Nerón tomó el mando del ala derecha y Livio de la izquierda, mientras que el centro fue asignado al pretor. Cuando Asdrúbal comprendió que debía renunciar a toda idea de atrincherarse y que debía disponerse a combatir, situó los elefantes al frente y a los galos cerca de ellos, a la izquierda, para oponerse a Claudio, no tanto porque confiara en ellos sino porque esperaba que asustasen al enemigo; mientras, en la derecha, donde él ostentaba personalmente el mando, situó a los hispanos en quienes, como tropas veteranas, tenía más confianza. Los ligures fueron colocados en el centro, detrás de los elefantes. Su formación tenía mayor profundidad que longitud y los galos estaban cubiertos por una colina que se extendía a través de su frente. En la zona de la línea que ocupaban Asdrúbal y sus hispanos, enfrentaban la izquierda romana; toda la derecha romana quedó excluida de la lucha, pues la colina al frente le impedía hacer ningún ataque, frontal o de flanco. La lucha entre Livio y Asdrúbal resultó feroz y ambas partes sufrieron grandes pérdidas. Aquí estaban ambos generales, la mayor parte de la infantería y la caballería romana, los hispanos, que eran soldados veteranos y empleaban tácticas de combate romanas, además de los ligures, un pueblo endurecido por la guerra. A este sector del campo de batalla fueron llevados también los elefantes, que en su primera aparición pusieron en desorden la primera fila y obligaron a retroceder a los estandartes. Luego, conforme la lucha se hacía más enconada y el ruido y los gritos más furiosos, resultó imposible controlarlos, se abalanzaron entre los dos ejércitos como si no supieran a qué bando pertenecían, igual que los barcos a la deriva sin timón. Nerón hizo infructuosos esfuerzos para escalar la colina frente a él, gritando repetidas veces a sus hombres: «¿Para qué hemos marchado tanto tiempo a toda velocidad?» Cuando le fuera imposible alcanzar al enemigo en esa dirección, separó unas cohortes de su ala derecha, donde vio que estaban más en disposición de vigilar que para tomar parte en los combates, las llevó más allá de la retaguardia de su sector y, para sorpresa de sus propios hombres y del enemigo, lanzó un ataque contra el flanco enemigo. Tan rápidamente fue ejecutada esta maniobra, que casi al momento de mostrarse en el flanco ya estaban atacando la retaguardia enemiga. Así, atacados por todos lados, al frente, por el flanco y la retaguardia, los hispanos y los ligures fueron masacrados. Por fin, la matanza llegó donde estaban los galos. Aquí hubo muy poca lucha, pues en su mayor parte habían caído rendidos durante la noche y dormían desperdigados por los campos, alejados de sus enseñas; aquellos que aún permanecían junto a los estandartes estaban agotados por la larga marcha y la necesidad de sueño, resultando apenas capaces de soportar la fatiga y de sostener el peso de su armadura. Era ya mediodía y el calor y la sed les hacía jadear, hasta que fueron abatidos o hechos prisioneros sin ofrecer resistencia alguna.

[27.49] Más elefantes fueron muertos por sus conductores que por el enemigo. Llevaban un escoplo de carpintero y un mazo y, cuando las bestias enloquecidas corrían por entre su propio bando, el conductor colocaba el escoplo entre las orejas, justo donde la cabeza está unida al cuello, y lo hundían con todas sus fuerzas. Este era el método más rápido que había sido descubierto para dar muerte a estos enormes animales cuando no había ninguna esperanza de controlarlos, y Asdrúbal fue el primero en introducirlo. A menudo se había distinguido este comandante en las batallas, pero nunca más que en este caso. Mantuvo arriba el ánimo de sus hombres, que lucharon tanto por sus palabras de aliento como compartiendo sus peligros; cuando, cansados y desanimados, ya no podían luchar más, reavivaba su coraje mediante súplicas y reproches; llamaba a los que huían y con frecuencia reanudó el combate allí donde había sido abandonado. Finalmente, cuando la fortuna de la jornada se mostró decisivamente a favor del enemigo, rehusó sobrevivir a aquel gran ejército que le había seguido arrastrado por la magia de su nombre y, picando espuelas a su caballo, se lanzó contra una cohorte romana. Allí cayó luchando, una muerte digna del hijo de Amílcar y hermano de Aníbal. Nunca, durante toda la guerra, perecieron tantos enemigos en una sola batalla. La muerte del comandante y la destrucción de su ejército se consideró una compensación adecuada por el desastre de Cannas. Murieron cincuenta y seis mil enemigos, cinco mil cuatrocientos cayeron prisioneros y se obtuvo gran cantidad de botín, especialmente de oro y plata. Más de tres mil romanos, que habían sido capturados por el enemigo, fueron rescatados, y esto supuso cierto consuelo por las pérdidas sufridas en la batalla, pues la victoria no se logró, ciertamente sin sangre; alrededor de ocho mil romanos y aliados perdieron la vida. Tan saciados quedaron los vencedores con el derramamiento de sangre y la carnicería que, cuando al día siguiente se informó a Livio de que los galos cisalpinos y los ligures que no habían participado en la batalla o habían escapado del campo de batalla, marchaban en un gran grupo sin jefe ni nadie que impartiera órdenes y que una sola ala de caballería [unos 300 jinetes.-N. del T.] podría borrarlos a todos, el cónsul replicó: «Dejad que algunos sobrevivan para que lleven la noticia de su derrota y de nuestra victoria».

[27.50] La noche después de la batalla, Nerón partió a un ritmo aún más rápido que al de su venida y en seis días llegó a su campamento y estuvo nuevamente en contacto con Aníbal. Su marcha no fue contemplada por las mismas multitudes de la otra vez, pues no le precedió ningún mensajero, pero su regreso fue recibido de modo tan exultante que el pueblo estaba casi fuera de sí de alegría. En cuanto al estado de ánimo en Roma, es imposible describir o imaginar la ansiedad con que los ciudadanos esperaban el resultado de la batalla o el entusiasmo que despertó el informe de la victoria. Nunca, desde el día en que llegaron las nuevas de que Nerón había iniciado su marcha, había abandonado ningún senador la Curia ni el pueblo el Foro de sol a sol. Las matronas, ya que no podían prestar ninguna ayuda activa, se dedicaron a la oración y las rogativas; atestaron todas las capillas y asaltaron a los dioses con súplicas y promesas. Mientras que los ciudadanos se encontraban en este estado de ansiosa inquietud, suspenso ansioso, se inició un vago rumor en el sentido de que dos soldados pertenecientes a Narnia habían ido desde el campo de batalla al campamento que estaba guardando el camino hacia la Umbría con el anuncio de que el enemigo había sido hecho pedazos. La gente escuchaba el rumor, pero que no podían creer, pues la noticia era demasiado grande y demasiado feliz como para aceptarla como cierta; la misma velocidad a la que llegó la hizo menos creíble, pues informaron que la batalla había tenido lugar solo dos días antes. Después siguió un despacho de Lucio Manlio Acidino informando de la llegada de los dos jinetes a su campamento. Cuando esta carta fue llevada a través del foro hasta la tribuna del pretor, los senadores abandonaron sus puestos y, debido al entusiasmo del pueblo que se apretaba y empujaba, casi no pudo acercarse el correo a la Curia. Este fue arrastrado por la multitud, que exigió a gritos que el despacho fuese leído desde los Rostra antes de serlo ante el Senado. Por fin, los magistrados lograron que el pueblo se retirase y fue posible que todos participasen de las alegres noticias que tan impacientes estaban por recibir. El comunicado fue leído en primer lugar en la Curia y luego en la Asamblea. Fue escuchado con distintos sentimientos según el temperamento de cada uno, algunos consideraron la noticia como totalmente verídica, otros no la creerían hasta tener el despacho del cónsul y el informe de los mensajeros.

[27,51] Se dio noticia de que estos se acercaban. Todos, jóvenes y viejos por igual, corrieron a su encuentro, cada cual dispuesto a empaparse de las buenas noticias con ojos y oídos, extendiéndose la multitud hasta el puente Mulvio. Los mensajeros eran Lucio Veturio Filón, Publio Licinio Varo y Quinto Cecilio Metelo. Se dirigieron hacia el Foro rodeados por una multitud donde estaban representadas todas las clases del pueblo y asediados por todas partes a preguntas sobre lo que realmente había sucedido. Tan pronto como alguno escuchaba que el ejército enemigo y su comandante habían sido muertos, mientras los cónsules y su ejército estaban a salvo, se apresuraban a hacer partícipes a otros de su alegría. Llegaron a la Curia con dificultad, y aún con más dificultad se impidió a la multitud que invadiera el espacio reservado a los senadores. Una vez aquí, se leyó el despacho y después los mensajeros fueron llevados ante la Asamblea. Tras la lectura, Lucio Veturio dio los detalles completos y su relato fue recibido con gran entusiasmo que, finalmente, acabó en vítores generales y con la Asamblea apenas capaz de contener la alegría. Algunos corrieron a los templos para dar gracias al cielo, otros corrieron a sus hogares para que sus esposas e hijos pudieran escuchar las buenas nuevas. El Senado decretó tres días de acción de gracias «pues los cónsules, Marco Livio y Cayo Claudio Nerón, habían mantenido a salvo a sus propios ejércitos y destruido el ejército del enemigo y a su comandante». Cayo Hostilio, el pretor, dio la orden para su observancia. Los servicios fueron atendidos tanto por hombres y como por mujeres, los templos estuvieron llenos a lo largo de los tres días y las matronas, con sus ropas más espléndidas y acompañadas por sus hijos, ofrecieron sus acciones de gracias a los dioses, libres de inquietud y miedo como si la guerra hubiera terminado. Esta victoria también alivió la situación financiera. La gente se aventuró a hacer negocios igual que en tiempos de paz, a comprar y a vender, a prestar y a pagar los préstamos. Después de Nerón hubo regresado al campamento, dio órdenes para que la cabeza de Asdrúbal, que había guardado y traído con él, fuese lanzada frente a los puestos avanzados de los enemigos, y para que se exhibieran los prisioneros africanos, tal y como estaban encadenados. Dos de ellos fueron puestos en libertad con orden de ir hasta Aníbal e informarle todo lo que había sucedido. Aturdido tanto por el duelo que había caído sobre su país como por el luto de su familia, se dice que Aníbal declaró que reconocía el destino que esperaba a Cartago. Levantó el campamento y decidió concentrar en el Brucio, el más remoto rincón de Italia, a todos sus auxiliares a quienes ya no podía controlar mientras estaban diseminados por las distintas ciudades. Toda la población de Metaponto tuvo que abandonar sus hogares junto con todos los lucanos que reconocieron su supremacía, y fueron trasladados a territorio brucio.