Tito Livio, La historia de Roma – Libro XXI (Ab Urbe Condita)

Tito Livio, La historia de Roma - Libro vigesimoprimero: De Sagunto al Trebia. (Ab Urbe Condita).

La historia de Roma

Tito Livio

Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.

La historia de Roma

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Libro vigesimoprimero

De Sagunto al Trebia.

[21.1] Me considero en libertad de iniciar lo que es sólo una parte de mi historia con una observación preliminar, tal y como la mayoría de los escritores colocan al principio de sus obras, a saber, que la guerra que voy a describir es la más memorable de cualquiera de las que hayan sido libradas; me refiero a la guerra que los cartagineses, bajo la dirección de Aníbal, libraron contra Roma. Ningún estado y ninguna nación, tan ricas en recursos o en fuerza, se han enfrentado jamás con las armas; ninguna de ellas había alcanzado nunca tal estado de eficacia o estaba mejor preparada para soportar la tensión de una guerra larga; nada había en sus tácticas que les resultase extraño después de la Primera Guerra Púnica; y tan variables fueron las fortunas y tan dudoso Marte que aquellos que finalmente vencieron estuvieron al principio más que próximos a la ruina. Y aún con todo, grande como era su fuerza, el odio que sentían el uno por el otro fue todavía mayor. Los romanos estaban furiosamente indignados porque los vencidos se habían atrevido a tomar la ofensiva en contra de sus conquistadores; los cartagineses estaban amargados y resentidos por lo que consideraban un comportamiento tiránico y rapaz por parte de Roma. Se contaba que, después de dar término Amílcar a su guerra en África, estando ofreciendo sacrificios antes de trasladar su ejército a Hispania, el pequeño Aníbal, de nueve años de edad, trataba de ablandar a su padre para que lo llevase con él; este lo llevó ante el altar y se hizo jurar con su mano sobre la víctima que tan pronto como le fuera posible se declararía enemigo de Roma [aquí se nos presenta el ya viejo dilema entre emplear España, como derivado castellano moderno de la palabra latina, o Hispania. Para Amílcar, Aníbal y Roma, aquella península occidental era ispanya o Hispania, este nombre es lo bastante conocido y hasta usado en la actualidad como para que no resulte extraño a nadie, y será el empleado por nosotros en esta traducción.- N. del T.]. La pérdida de Sicilia y Cerdeña angustiaban el orgulloso espíritu de aquel hombre, porque creía que la cesión de Sicilia se había hecho a toda prisa, teniendo la desesperación en el ánimo, y que Cerdeña había sido hurtada por los romanos aprovechando los disturbios en África y, no contentos con su captura, le habían impuesto también una indemnización.

Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.

[21.2] Espoleado por estos errores, dejó bien claro con su dirección de la guerra africana, que siguió inmediatamente a la conclusión de la paz con Roma, y con el modo en que fortaleció y amplió el gobierno de Cartago durante los nueve años de guerra en Hispania, que él estaba pensando en una guerra aún mayor de la que ahora enfrentaba, y que si hubiese vivido más se habría producido bajo su mando la invasión cartaginesa de Italia que en realidad se produjo bajo Aníbal. La muerte de Amílcar, que se produjo muy oportunamente, y la tierna edad de Aníbal retrasaron la guerra. Asdrúbal, en el lapso que hubo entre padre e hijo, detentó el poder supremo durante ocho años. Se dice que se convirtió en el favorito de Amílcar por su belleza juvenil; posteriormente demostró otros talentos muy diferentes y se convirtió en su yerno. Al emparentar así, se colocó en una situación de poder mediante la influencia del partido bárquida, que tenía sin duda la preponderancia entre los soldados y el pueblo llano, aunque su ascenso se produjo totalmente en contra de los deseos de los nobles. Confiando más en la política que en las armas, hizo más para extender el imperio de Cartago mediante alianzas con los reyezuelos y ganándose nuevas tribus por la amistad con sus jefes, que empleando la fuerza de las armas o la guerra. Pero la paz no le dio la seguridad. Un bárbaro, a cuyo amo había condenado a muerte, le asesinó a plena luz del día, y cuando fue capturado por los testigos se le veía tan feliz como si hubiera escapado. Incluso cuando le torturaron, su satisfacción por el éxito de su intento sobrepasaba su dolor y su rostro tenía una expresión sonriente. Debido al tacto maravilloso que había mostrado en ganarse a las tribus e incorporarlas en sus dominios, los romanos habían renovado el tratado con Asdrúbal. Bajo sus términos, el río Ebro sería la frontera entre los dos imperios, y Sagunto, que ocupaba una posición intermedia entre ellos, sería una ciudad libre.

[21.3] No hubo duda alguna en cuanto a quién ocuparía su lugar. La prerrogativa militar llevó al joven Aníbal al palacio y los soldados le proclamaron jefe supremo en medio del aplauso universal. El pueblo secundó su acción. Siendo poco más que un púber, Asdrúbal escribió una carta invitando a Aníbal a unírsele en Hispania, y el asunto fue, de hecho, discutido en el Senado. Los bárquidas querían que Aníbal se familiarizase con el servicio militar; Hanón, el líder del partido opositor, se oponía a esto. «La solicitud de Asdrúbal,» dijo, «parece bastante razonable y, sin embargo, creo que no debemos concedérsela». Esta paradójica frase despertó la atención de todo el Senado. Continuó: «La misma belleza juvenil con que Asdrúbal rindió al padre de Aníbal, considera ahora con justicia que puede reclamar al hijo. Esto nos hará, sin embargo, entregar nuestros jóvenes a la lujuria de nuestros comandantes so pretexto del entrenamiento militar. ¿Tenemos miedo de que pase mucho tiempo antes de que el hijo de Amílcar se haga con el excesivo poder y muestras de realeza que asumió su padre, y que apenas tardemos en convertirnos en esclavos del déspota a cuyo yerno legó nuestros ejércitos como si fueran de su propiedad? Yo, por mi parte, considero que este joven debe quedarse en casa y aprender a vivir en obediencia de las leyes y los magistrados, en igualdad con sus conciudadanos; de lo contrario, este pequeño fuego podría un día u otro encender un enorme incendio».

[21.4] La propuesta de Hanón recibió el apoyo, aunque minoritario, de casi todos los mejores hombres del consejo; pero como suele pasar, la mayoría venció a los mejores. Tan pronto Aníbal desembarcó en Hispania, se convirtió en el favorito de todo el ejército. Los veteranos creyeron ver nuevamente a Amílcar tal y como era en su juventud; veían su misma expresión determinada, la misma mirada penetrante, todas sus mismas cualidades. Pronto se demostró, sin embargo, que no fue la memoria de su padre lo que más le ayudó a ganarse la adhesión del ejército. Nunca hubo carácter más capaz de tareas tan opuestas como mandar y obedecer; no era fácil distinguir quién le apreciaba más, si el general o el ejército: Siempre que se precisaba valor y resolución, Asdrúbal nunca encomendaba el mando a ningún otro; y no había jefe en quien más confiasen los soldados o bajo cuyo mando se mostrasen más osados. No temía exponerse al peligro y en su presencia se mostraba totalmente dueño de sí. Ningún esfuerzo le fatigaba, ni física ni mentalmente; era indiferente por igual al frío y al calor; comiendo y bebiendo se sometía a las necesidades de la naturaleza y no al apetito; sus horas de sueño no venían determinadas por el día o la noche, siempre que no estaba ocupado en sus deberes dormía y descansaba, pero ese descanso no lo tomaba en mullido colchón o en silencio; a menudo le veían los hombres reposando en el suelo entre los centinelas y vigías, envuelto en su capa militar. Sus ropas no eran en modo alguno mejores que las de sus camaradas; lo que le hacía resaltar eran sus armas y caballos. Fue, de lejos, el mejor tanto de la caballería como de la infantería, el primero en entrar en combate y el último en abandonar el campo de batalla. Pero a estos grandes méritos se oponían grandes vicios: una crueldad inhumana, una perfidia más que púnica, una absoluta falta de respeto por la verdad, ni reverencia, ni temor a los dioses, ni respeto a los juramentos ni sentido de la religión. Tal era su carácter, compuesto de virtudes y vicios. Durante tres años sirvió bajo las órdenes de Asdrúbal, y durante todo ese tiempo jamás perdió oportunidad de adquirir, mediante la práctica o la observación, la experiencia necesaria que requería quien iba a ser un gran conductor de hombres.

[21.5] Desde el día en que fue proclamado jefe supremo, pareció considerar Italia la provincia que se le había asignado y a la guerra con Roma como su obligación. Sintiendo que no debía retrasar las operaciones, no fuera que algún accidente le sorprendiera como pasó a su padre y después a Asdrúbal, decidió atacar a los saguntinos. Como un ataque contra ellos pondría en marcha inevitable las armas romanas, empezó por invadir a los olcades, una tribu que estaba dentro de las fronteras, pero no bajo el dominio, de Cartago. Quiso hacer creer que Sagunto no era su objetivo inmediato, sino que se vio obligado a una guerra con ella por la fuerza de las circunstancias: es decir, por la conquista de todos sus vecinos y la anexión de sus territorios. Cartala, una ciudad rica y capital de la tribu, fue tomada por asalto y saqueada -221 a.C.-; las ciudades más pequeñas, temiendo una suerte similar, capitularon y aceptaron pagar un tributo. Su victorioso ejército, enriquecido por el saqueo, marchó a sus cuarteles de invierno en Cartagena [puede que sobre la antigua ciudad de Mastia de los Tartesios tuviese lugar, el 227 o 226 a.C., la fundación púnica de la Qart Hadasht, o «ciudad nueva», que luego sería la Carthago Nova romana o la «nueva ciudad nueva».- N. del T.]. Aquí, mediante una pródiga distribución de los despojos y la paga puntual de sus salarios atrasados, se aseguró la lealtad de su propio pueblo y la de las fuerzas aliadas.

Al comienzo de la primavera, extendió sus operaciones a los vacceos, y dos de sus ciudades, Arbocala y Helmántica [¿Toro? y Salamanca actuales.- N. del T.], fueron tomadas al asalto -¿220 a.C.?-. Arbocala resistió bastante tiempo, debido al valor y cantidad de sus defensores; los fugitivos de Salamanca unieron sus fuerzas con aquellos de los olcades que habían abandonado su país (su tribu había sido subyugada el año anterior) y juntos levantaron en armas a los carpetanos. No muy lejos del Tajo, atacaron a Aníbal cuando regresaba de su expedición contra los vacceos, y su ejército, cargado como iba con el botín, fue puesto en cierta confusión. Aníbal declinó dar batalla y fijó su campamento a la orilla del río; tan pronto se hizo la quietud y el silencio entre el enemigo, vadeó la corriente. Sus trincheras habían dejado espacio suficiente para que el enemigo las cruzase, y decidió atacarle cuando cruzasen el río. Dio órdenes a su caballería para que esperase hasta que estuviesen todos en el agua y atacarles entonces; dispuso sus cuarenta elefantes en la orilla. Los carpetanos, junto con los contingentes de los olcades y vacceos sumaban cien mil hombres, una fuerza irresistible si hubiesen combatido en terreno llano. Su innata valentía, la confianza que les inspiraba su número, su creencia de que la retirada enemiga se debía al miedo, todo les hacía creer segura la victoria y al río como el único obstáculo a salvar. Sin que se diera voz alguna de mando, lanzaron un grito general y se introdujeron, cada hombre avanzando, en el río. Una gran fuerza de caballería descendió de la orilla opuesta y ambas fuerzas se encontraron en medio de la corriente. La lucha era cualquier cosa menos igualada. La infantería, sintiendo inseguros sus pies, aun cuando el río era vadeable, podría haber sido atropellada incluso por jinetes desarmados; mientras, la caballería, con sus cuerpos y armas libres y sus caballos estables incluso en medio de la corriente, podían combatir cuerpo a cuerpo o no, a su discreción. Gran parte fue arrastrada río abajo, algunos fueron llevados por las corrientes hasta el otro lado donde estaba el enemigo, y allí fueron pisoteados, hasta morir, por los elefantes. Los que estaban a retaguardia consideraron más seguro regresar a su propia orilla y empezaron a juntarse conforme sus miedos se lo permitían; pero antes de que tuviesen tiempo para recuperarse, Aníbal entró en el río con su infantería en orden de combate y los expulsó de la orilla. Dio continuación a su victoria asolando sus campos, y a los pocos días estuvo en condiciones de recibir la sumisión de los carpetanos. No quedó parte del país más allá del Ebro [claro está que desde el punto de vista romano para el cual, y tomando como dirección aquella que seguía la costa desde Roma hacia la península Ibérica, situaba el norte del Ebro «más acá del Ebro» y lo que hubiere al otro lado «más allá del Ebro».- N. del T.] que no perteneciera a los cartagineses, con excepción de Sagunto.

[21.6] La guerra no había sido formalmente declarada en contra de esta ciudad, pero ya había motivos para ella. Las semillas de la disputa estaban siendo sembradas entre sus vecinos, sobre todo entre los turdetanos. Dado que el objetivo de quien había sembrado la discordia no era, simplemente, arbitrar en el conflicto, sino instigar y provocar los disturbios, los saguntinos enviaron una delegación a Roma para pedir ayuda ante una guerra que se aproximaba inevitablemente. Los cónsules, en aquel momento, eran Publio Cornelio Escipión y Tiberio Sempronio Longo [hay aquí un error cronológico por parte de Tito Livio; estos cónsules lo fueron el 218 a.C., mientras que los hechos que narra sucedieron entre otoño del 220 a.C. y primeros de 218 a.C.- N. del T.]. Tras presentar a los embajadores, invitaron al Senado a que expusiera su opinión sobre qué política debía ser adoptada. Se decidió que se enviarían legados a Hispania para investigar las circunstancias y, si lo consideraban necesario, para advertir a Aníbal de que no interfiriese con los saguntinos, que eran aliados de Roma; luego deberían cruzar a África y exponer ante el consejo cartaginés las quejas que aquellos tenían. Pero antes de que partiese la legación, llegaron noticias de que el asedio de Sagunto había, en realidad y para sorpresa de todos, comenzado. Todas las circunstancias del asunto debían ser reexaminadas por el Senado; algunos estaban a favor de considerar campos de acción separados África e Hispania y pensaban que se debía proceder a la guerra por tierra y mar; otros creían que se debía limitar la guerra solamente a Aníbal en Hispania; otros más eran de la opinión de que una tarea tan enorme no debía ser afrontada con prisas y que debían esperar el regreso de la legación de Hispania. Esta última opinión parecía la más segura y fue la adoptada, enviándose a los delegados Publio Valerio Flaco y Quinto Bebio Tánfilo sin más dilación ante Aníbal. Si se negaba a abandonar las hostilidades, debían seguir hasta Cartago para pedir la entrega del general en compensación por su violación del tratado.

[21.7] Mientras pasaban estas cosas en Roma, el asedio de Sagunto se proseguía con el mayor vigor. Esa ciudad era, con mucho, la más rica de todas la de más allá del Ebro; estaba situada a una milla de la costa [1480 metros.- N. del T.]. Se dice que fue fundada por colonos de la isla de Zacinto, con algún añadido de rútulos de Ardea [Zacinto es una isla jónica y Ardea era colonia romana desde el 442 a.C., ver libro 4,11.- N. del T.]. En poco tiempo, sin embargo, alcanzó gran prosperidad, en parte por su tierra y por el comercio marítimo y en parte por el rápido aumento de su población, y también por mantener una gran integridad política que le llevaba a actuar con aquella lealtad para con sus aliados que le llevaría a su ruina. Tras efectuar sus correrías por todo el territorio, Aníbal atacó la ciudad desde tres puntos distintos. Había un ángulo de la muralla que miraba sobre un valle más abierto y nivelado que el resto del terreno que rodeaba la ciudad, y aquí decidió colocar sus manteletes para proteger la aproximación de los arietes contra los muros. Pero aunque el terreno, hasta una distancia considerable de la muralla, era lo bastante nivelado como para admitir el acarreo de los manteletes, se encontraron con que, una vez hecho esto, no obtuvieron ningún progreso. Una enorme torre dominaba el lugar, y la muralla, estando aquí más expuesta a un ataque, se había elevado aún más que el resto de fortificaciones. Como la situación tenía un especial peligro, pues la resistencia ofrecida por un grupo selecto de defensores era de lo más resuelta. Al principio se limitaban a contener al enemigo lanzando proyectiles y haciéndoles imposible seguir operando con seguridad. Conforme pasaba el tiempo, sin embargo, sus armas ya no destellaron sobre los muros o sobre la torre, sino que se aventuraron a efectuar una salida y atacar los puestos de avanzada y las obras de asedio enemigas. En el tumulto de estos choques los cartagineses perdieron casi tantos hombres como los saguntinos. El mismo Aníbal, acercándose a la muralla un tanto imprudentemente, cayó gravemente herido en la parte frontal del muslo por una jabalina, y tal fue la confusión y la consternación que esto produjo que los manteletes y obras de asedio casi fueron abandonados.

[21.8] Durante unos pocos días, hasta que sanó la herida del general, hubo más un bloqueo que un asedio ofensivo y durante este intervalo, aunque se dio un respiro en el combate, los trabajos de asedio y aproximación siguieron sin interrupción. Cuando la lucha se reanudó fue más feroz que nunca. A pesar de las dificultades del terreno, los manteletes se adelantaron y se colocaron los arietes contra las murallas. Los cartagineses tenían superioridad numérica (se cree con bastante certeza que pudieran haber sido ciento cincuenta mil hombres en armas), mientras que los defensores, obligados a vigilar y defenderse en todas partes, veían disipadas sus fuerzas y encontraban su número insuficiente para la tarea. Las murallas estaban siendo machacadas por los arietes, y en muchos lugares se había derrumbado. Una parte, en la que se había derrumbado un tramo bastante continuo de lienzo, dejó expuesta la ciudad; tres torres, en sucesión, y toda la muralla entre ellas, cayeron con tremendo estrépito. Los cartagineses, tras aquel derrumbe, consideraron la ciudad tomada, y ambos bandos se precipitaron por la brecha como si esta solo hubiese servido para protegerles a unos de otros. No se produjo ninguno de aquellos combates inconexos que acontecían cuando se asaltaba una ciudad y cada parte tenía oportunidad de atacar a la otra. Los dos cuerpos de combatientes se enfrentaron entre sí en el espacio entre la muralla en ruinas y las casas de la ciudad, en formación cerrada como si hubieran estado en campo abierto. De un lado estaba el coraje de la esperanza, del otro el valor de la desesperación. Los cartagineses creían que con un poco de esfuerzo por su parte, la ciudad sería suya; los saguntinos oponían sus cuerpos como un escudo para su patria, despojada ahora de sus murallas; ni un hombre cedió un palmo, por miedo a dejar entrar al enemigo por el hueco que él abría. Cuando más se encendía y se estrechaba el combate, mayor era el número de los heridos, pues ningún proyectil caía inocuo sobre las filas de la multitud. El proyectil empleado por los saguntinos era la falárica, una jabalina con un asta de abeto y redondeada hasta la punta donde sobresalía el hierro que, como en el pilo, tenía la punta de hierro de sección cuadrada. Esta parte estaba envuelta en estopa y untada con pez; la punta de hierro tenía tres pies de largo [88,8 centímetros.- N. del T.] y podía penetrar tanto la armadura como el cuerpo. Incluso si sólo quedaba atrapada en el escudo y no alcanzaba el cuerpo, era un arma de lo más formidable porque, cuando se lanzaba con la punta prendida en llamas, el fuego se avivaba con un calor feroz al atravesar el aire y obligaba al soldado a arrojar su escudo y quedar indefenso contra el ataque subsiguiente.

[21.9] El conflicto había transcurrido durante mucho tiempo sin ventaja para ningún bando; el valor de los saguntinos crecía conforme se veían mantener una inesperada resistencia, mientras los cartagineses, incapaces de vencer, empezaban a verse a sí mismo como derrotados. De repente, los defensores, lanzando su grito de guerra, expulsaron al enemigo más allá de la muralla en ruinas; allí, tropezando y en desorden, se vieron rechazados aún más atrás y, puestos finalmente en fuga, huyeron hasta su campamento. Entre tanto, se había anunciado que habían llegado embajadores desde Roma. Aníbal envió mensajeros al puerto para encontrarse con ellos e informarles de que no les resultaría seguro seguir más lejos, a través de tantas tribus salvajes en armas, y que Aníbal, en el crítico estado actual de cosas, no tenía tiempo de recibir embajadas. Era seguro que si no les recibía marcharían a Cartago. Por lo tanto, se adelantó enviando mensajeros con una carta dirigida a los dirigentes del partido bárquida, alertando a sus seguidores y en previsión de que el otro partido hiciera concesiones a Roma.

[21.10] El resultado fue que, aparte de ser recibida y escuchada por el Senado cartaginés, la embajada concluyó su misión con un fracaso. Solo Hanón, en contra de todo el Senado, se manifestó a favor de observar el tratado, y su discurso fue escuchado en silencio por respeto a su autoridad personal, no porque sus oyentes aprobasen sus sentimientos. Apeló a ellos en nombre de los dioses, que eran los testigos y árbitros de los tratados, para que no provocaran la guerra con Roma además de la que ya tenían con Sagunto. «Os insté,» dijo, «y advertí para que no enviaseis al hijo de Amílcar al ejército. Ni los manes ni los descendientes de aquel hombre podían descansar; mientras viviera un descendiente de la sangre y nombre de los Barca, nuestros tratados con Roma nunca se respetarían. Habéis enviado al ejército, como echando combustible al fuego, a un joven consumido por la pasión del poder soberano y que reconoce que el único camino para alcanzarlo pasa por una vida rodeado de legiones en armas y removiendo constantemente nuevas guerras. Sois vosotros, por tanto, los que habéis alimentado este fuego que ahora os abrasa. Vuestros ejércitos están asediando Sagunto, al que los términos del tratado prohíben acercarse; antes que después, las legiones de Roma asediarán Cartago, conducidas por los mismos generales y bajo la misma guía divina con que vengaron vuestra ruptura de las cláusulas del tratado en la última guerra. ¿Sois ajenos al enemigo, a vosotros mismos, a la suerte de ambas naciones? Ese digno comandante vuestro rehusó recibir a los embajadores que venían de parte y en nombre de sus aliados; convirtió en nada el derecho de gentes. Esos hombres, rechazados de un lugar al que no se negaba el acceso ni a los embajadores del enemigo, han llegado ante nosotros; piden la satisfacción que prescribe el tratado; exigen la entrega del culpable para que el Estado pueda quedar limpio de toda mancha de culpa. Cuanto más tarden en tomar una decisión, en dar comienzo a la guerra, más determinados estarán y más persistirán, me temo, una vez empiece la guerra. Recordad las islas Égates y en Érice y todo lo que habéis pasado durante veinticuatro años [se refiere aquí Livio a la derrota naval del 241 a.C. en las Égates, junto a Sicilia, y la pérdida del monte Érice en la misma isla siciliana.- N. del T.]. Este muchacho no estaba al mando entonces, sino su padre Amílcar, un segundo Marte según sus amigos nos quieren hacer creer. Pero rompimos el tratado, entonces, igual que lo hemos hecho ahora; no apartamos en aquel momento nuestras manos de Tarento o, lo que es lo mismo, de Italia más de lo que las apartamos ahora de Sagunto; y así los dioses y los hombres unidos nos derrotarán y la cuestión en disputa, es decir, qué nación ha roto el tratado, se determinará mediante el resultado de la guerra que, como juez imparcial, pondrá la victoria del lado que tenga la razón. Es contra Cartago hacia donde conduce ahora Aníbal sus manteletes y torres, son las murallas de Cartago las que machaca con sus arietes. Las ruinas de Sagunto, ¡ojalá sea yo un falso profeta!, caerán sobre nuestras cabezas, y la guerra que se inició contra Sagunto habrá de proseguirse contra Roma».

«‘¿Debemos entonces entregar a Aníbal?’, dirá alguno. Soy consciente de que, por lo que a él se refiere, mi consejo tendrá poco peso debido a mis diferencias con su padre; pero en aquel momento me alegré al saber de la muerte de Amílcar, que si estuviera ahora vivo ya estaríamos en guerra con Roma, y ahora no siento nada más que odio y aborrecimiento por este joven, el loco incendiario que prenderá esta guerra. No sólo mantengo que se le debe entregar en expiación por la ruptura del tratado sino que, incluso aunque no se hubiera presentado demanda alguna para entregarle, considero que se le debe deportar al rincón más alejado de la Tierra, exiliado a algún lugar donde no nos alcance noticia alguna de él, ninguna mención de su nombre, y donde le resulte imposible perturbar el bienestar y la tranquilidad de nuestro Estado. Esto es, pues, lo que propongo: Que se envíe de inmediato una embajada a Roma para informar al Senado de nuestro cumplimiento de cuanto exigen, y una segunda a Aníbal ordenándole que retire su ejército de Sagunto y que se entregue luego a los romanos, de acuerdo con los términos del tratado; y propongo también que una tercera delegación sea enviada para compensar a los saguntinos».

[21.11] Cuando Hanón se sentó nadie consideró necesario dar ninguna respuesta, tan absolutamente estaba el Senado, a una, del lado de Aníbal. Acusaron a Hanón de hablar en un tono más hostilmente intransigente del que había empleado Valerio Flaco, el embajador romano. La respuesta que se decidió dar a las demandas romanas fue que la guerra había sido iniciada por los saguntinos, no por Aníbal, y que el pueblo romano cometería un acto de injusticia si tomaban parte por los saguntinos contra sus antiguos aliados, los cartagineses [debe recordarse que, más allá de la leyenda que relaciona a Dido, reina de Cartago, con Eneas, el 509 a.C. se había firmado un tratado entre ambas ciudades y otro en el 348 a.C.; ver Libro 7,27.- N. del T.]. Mientras que los romanos perdían el tiempo enviando embajadores, las cosas permanecían tranquilas alrededor de Sagunto. Los hombres de Aníbal estaban fatigados por los combates y las labores de asedio, y tras situar destacamentos de guardia junto a los manteletes y las demás máquinas militares, concedió a su ejército unos días de asueto. Empleó este intervalo en animar el valor de sus hombres incitándoles contra el enemigo y encendiéndoles con la perspectiva de recompensas. Después que él hubiera concedido, en presencia de sus tropas reunidas, que el botín de la ciudad se les daría a ellos, estaban en un estado tal de excitación que si hubiera dado en ese instante la señal parecería imposible que nadie les resistiese. En cuanto a los saguntinos, a pesar de que tuvieron un respiro del combate durante algunos días, sin hacer ni recibir ataques, se dedicaron a reforzar sus defensas continuamente, de día y de noche, de manera que completaron una nueva muralla en el lugar donde la caída de la antigua había dejado expuesta a la ciudad.

El asalto se reanudó con mayor vigor que nunca. Por todas partes resonaba un clamor de gritos confusos, de manera que resultaba difícil determinar dónde se debían prestar refuerzos más rápidamente o dónde eran más necesarios. Aníbal estuvo presente en persona para alentar a sus hombres, que llevaban una torre sobre rodillos que sobrepasaba todas las fortificaciones de la ciudad. Se habían colocado catapultas y ballestas en todos sus pisos y, tras acercarla a las murallas, las limpió de defensores. Aprovechando su oportunidad, Aníbal ordenó a unos quinientos soldados africanos que minaran la muralla con dolabras [ver libro 9,37.- N. del T.], una tarea fácil pues las piedras no estaban fijadas con cemento, sino con capas de barro entre las hileras, según el modo antiguo de construir. La mayor parte de ella, por lo tanto, caía conforme se cavaba, y a través de los huecos entraron los guerreros armados en la ciudad. Se apoderaron de cierto terreno elevado y, tras concentrar allí sus catapultas y ballestas, las encerraron con un muro para disponer de un castillo, de hecho, dentro de la ciudad, que la dominase como una ciudadela. Los saguntinos, por su parte, construyeron una muralla interior alrededor de la parte de la ciudad que aún no había sido capturada. Ambas partes siguieron fortificándose y combatiendo con la mayor energía, pero, al tener que defender la parte interior de la ciudad, los saguntinos reducían continuamente sus dimensiones. Además de esto, hubo una creciente escasez de todo conforme se prolongaba el asedio y disminuía la expectativa de ayuda externa; los romanos, su única esperanza, estaban demasiado lejos y todo lo que había a su alrededor estaba en manos enemigas. Durante unos días, los decaídos ánimos revivieron por la repentina partida de Aníbal en una expedición contra los oretanos y los carpetanos. La forma rigurosa en que se habían alistado las tropas de estas dos tribus produjo gran malestar y habían mantenido a los oficiales que supervisaban el alistamiento prácticamente como prisioneros. Se temía una revuelta general, pero la rapidez de los inesperados movimientos de Aníbal les tomó por sorpresa y abandonaron su actitud hostil.

[21.12] El ataque contra Sagunto no se debilitó; Maharbal, el hijo de Himilcón, a quien Aníbal había dejado al mando, prosiguió las operaciones con tal energía que la ausencia del general no fue sentida ni por amigos ni por enemigos. Luchó con éxito en varias acciones y con la ayuda de tres arietes derribó una porción considerable de muralla; al regreso de Aníbal le mostró el terreno cubierto por los derrumbes. El ejército fue llevado en seguida al asalto de la ciudadela; comenzó un desesperado combate, con grandes pérdidas por ambas partes, y se capturó una porción de la ciudadela. Se hicieron luego intentos por conseguir la paz, aunque con muy pocas esperanzas de éxito. Dos hombres se encargaron de la misión, Alcón, un saguntino, y Alorco, un hispano. Alcón, pensando que sus ruegos pudieran tener algún efecto, cruzó hacia donde estaba Aníbal por la noche, sin el conocimiento de los saguntinos. Cuando vio que no iba a conseguir nada con sus lágrimas y que las condiciones ofrecidas eran duras y severas, como las de un vencedor exasperado por la resistencia, abandonó el papel de suplicante y desertó al enemigo, alegando que cualquiera que presentase a los sitiados aquellos términos encontraría la muerte. Las condiciones consistían en que restituyesen sus propiedades a los turdetanos, que entregasen todo el oro y la plata y que los habitantes saliesen con una sola prenda de ropa y morasen donde los cartagineses les ordenaran. Como Alcón insistiera en que los saguntinos no aceptarían la paz en tales términos, Alorco, convencido, como dijo, de que cuando todo lo demás se ha perdido también se pierde el valor, se encargó de mediar por una paz bajo aquellas condiciones. Por entonces, él era uno de los soldados de Aníbal, pero fue reconocido como huésped y amigo por la ciudad de Sagunto. Comenzó su misión, entregó su arma ostensiblemente a la guardia, cruzó las líneas y fue llevado, tras solicitarlo, ante el pretor de Sagunto. Una multitud, procedente de todas las clases sociales, se reunió prontamente y tras haberse despejado el paso, Alorco fue llevado en audiencia ante el Senado. Se les dirigió en los siguientes términos:

[21.13] «Si vuestro conciudadano, Alcón, hubiera mostrado la misma valentía para traeros de vuelta las condiciones por las que Aníbal os concede la paz que la que demostró al ir junto a él a pedirla, este viaje mio habría sido innecesario. No vengo ante vosotros ni como defensor de Aníbal ni como desertor. Pero ya que él se ha quedado con el enemigo, sea por vuestra culpa o por la suya, por la suya si su miedo era fingido o por la vuestra si quienes os dicen la verdad arriesgan la vida, he venido hasta vosotros por los viejos lazos de hospitalidad que existe hacen tanto entre nosotros, para no dejaros en la ignorancia del hecho de que existen ciertas condiciones mediante las que podéis aseguraros la paz y conservar vuestras vidas. Ahora bien, que es por vuestro bien y no en nombre de cualquier otra persona lo que ahora diré se demuestra por el hecho de que, mientras tuvisteis la fuerza para sostener una resistencia con éxito y esperanzas de recibir ayuda de Roma, nunca dije una sola palabra sobre acordar la paz. Pero ahora que ya no esperáis nada de Roma, ahora que ni vuestras armas ni vuestras murallas bastan para protegeros, os traigo una paz más forzada por vuestra necesidad que recomendable por la justeza de sus condiciones. Así las esperanzas de paz, por débiles que sean, dependen de que aceptéis como hombres conquistados los términos que Aníbal, como conquistador, impone, y que no consideréis lo que os toma como un daño, pues todo queda a la merced del vencedor, sino que veáis cuanto os deja como un regalo suyo. La ciudad, cuya mayor parte yace en ruinas, y cuya mayor parte él ha capturado, os la quita; vuestros campos y tierras os los deja; y él os asignará un lugar donde podréis construir una nueva ciudad. Ordena que todo el oro y la plata, tanto el perteneciente al Estado como el de los individuos privados, se le entregue; a vuestras familias y a vuestras esposas e hijos les garantiza la inviolabilidad a condición de que consintáis en abandonar Sagunto con solo dos piezas de ropa [nótese la suavización de las condiciones de Aníbal desde el párrafo anterior, en que solo se les permite conservar un vestido por persona.- N. del T.] y sin armas. Estas son las demandas de vuestro enemigo victorioso; pesadas y amargas como resultan, vuestra miserable situación os urge a aceptarlas. No carezco de esperanzas de que, cuando todo haya pasado a su poder, él relaje algunas de estas condiciones, pero considero que aun así debéis someteros a ellas en vez de permitir que seáis masacrados y que vuestras esposas e hijos sean capturados y arrebatados ante vuestros ojos».

[21.14] Una gran multitud se había ido reuniendo poco a poco para escuchar al orador, y la Asamblea Popular se había mezclado con el Senado; los principales ciudadanos, sin advertencia previa, se retiraron sin dar ninguna contestación. Recogieron todo el oro y la plata, tanto de procedencia pública como privada, lo llevaron al Foro donde habían dispuesto apresuradamente un fuego, arrojándolo todo a las llamas y saltando luego la mayoría de ellos en ellas. El terror y la confusión que esto produjo en toda la ciudad se vieron acentuados por el ruido de un tumulto que venía en dirección de la ciudadela. Una torre, tras mucho maltrato, había caído, y por la brecha abierta por este derrumbe avanzó al ataque una cohorte cartaginesa que indicó a su comandante que los puestos de avanzada y las guardias habían desaparecido y que la ciudad estaba sin protección. Aníbal pensó que debía aprovechar la oportunidad y actuar con prontitud. Atacando con toda su fuerza, se apoderó de la ciudad en un momento. Se habían dado órdenes de matar a todos los jóvenes; una orden cruel, pero inevitable en aquellas circunstancias, como luego se vio; pues ¿a quién habría sido posible perdonar de los que se encerraron con sus esposas e hijos y quemaron sus casas sobre ellos, o que si luchaban lo harían hasta la muerte?

[21.15] Se encontró una enorme cantidad de botín en la ciudad capturada. Aunque la mayor parte de este había sido deliberadamente destruido por sus propietarios y los enfurecidos soldados apenas hicieron distinción de edad en la masacre general, y tras entregarles todos los prisioneros, aun así es seguro que se consiguió alguna cantidad por la venta de los bienes que se capturaron, siendo enviados los muebles y vestidos más valiosos a Cartago. Algunos autores afirman que Sagunto fue tomada al octavo mes de asedio y que Aníbal llevó a su fuerza desde allí hasta Cartagena para invernar, ocurriendo su llegada a Italia cinco meses después. De ser así, resulta imposible que hubieran sido Publio Cornelio y Tiberio Sempronio los cónsules ante quienes fueron enviados los embajadores saguntinos al principio del asedio y que, después, estando aún en el cargo, combatieron contra Aníbal, uno de ellos en el Tesino [Ticino en el original latino.- N. del T.] y los dos, un poco después, en el Trebia. O sucedieron todos estos sucesos en un periodo más corto o no dio comienzo el asedio al empezar su año en el cargo -218 a.C.-, sino que fue entonces cuando se tomó la ciudad. Porque la batalla del Trebia no pudo haber tenido lugar tan tarde como en el año en que Cneo Servilio y Cayo Flaminio detentaron el cargo -217 a.C.-, pues Cayo Flaminio tomó posesión de su consulado en Rímini [Ariminum en el original latino.- N. del T.] y su elección se celebró bajo el cónsul Tiberio Sempronio, que llegó a Roma tras la batalla del Trebia para celebrar las elecciones consulares y, tras hacerlo, volvió junto a su ejército en los cuarteles de invierno.

[21.16] Los embajadores que habían sido enviados a Cartago, a su regreso a Roma, informaron del espíritu hostil que se respiraba. Casi el mismo día en que regresaron llegó la noticia de la caída de Sagunto, y fue tal la angustia del Senado por el cruel destino de sus aliados, tal fue su sentimiento de vergüenza por no haberles enviado ayuda, su ira contra los cartagineses y su inquietud por la seguridad del Estado, pues les parecía como si el enemigo estuviese ya a sus puertas, que no se sentían con ánimos para deliberar, agitados como estaban por tan contradictorias emociones. Había motivos suficientes para la alarma. Nunca se habían enfrentado a un enemigo más activo ni más combativo, y nunca había estado la república romana más falta de energía ni menos preparada para la guerra. Las operaciones contra los sardos, corsos e istrios, además de aquellas contra los ilirios, habían sido más una molestia que un entrenamiento para los soldados de Roma; contra los galos se mantuvo una lucha inconexa más que una guerra en regla. Pero los cartagineses, un enemigo veterano que durante veintitrés años había prestado un duro y áspero servicio entre las tribus hispanas, y que siempre había salido victorioso, acostumbrados a un general vigoroso, estaban ahora cruzando el Ebro, recién saqueada una muy rica ciudad, y traían con ellos a todas aquellas tribus hispanas, ansiosas de pelea. Estas levantarían a las distintas tribus galas, que siempre estaban dispuestas a tomar las armas; los romanos tendrían que luchar contra todo el mundo y combatir ante las murallas de Roma.

[21.17] Ya se habían decidido los escenarios de las campañas; a los cónsules se les ordenó echarlos a suertes. Hispania correspondió a Cornelio y África a Sempronio. Se resolvió que se debían alistar seis legiones durante ese año; los aliados deberían aportar tantos contingentes como considerasen necesarios los cónsules y se fletaría una armada tan grande como se pudiera; se llamó a veinticuatro mil romanos de infantería y mil ochocientos de caballería; los aliados aportaron cuarenta mil de infantería y cuatro mil cuatrocientos de caballería; también se alistó una flota de doscientos veinte quinquerremes de guerra y veinte buques ligeros. La cuestión se presentó formalmente ante la Asamblea: ¿Era su deseo y voluntad que se declarase la guerra contra el pueblo de Cartago? Cuando esto se decidió, se realizó una rogativa especial; la procesión marchó por las calles de la Ciudad ofreciendo oraciones en los distintos templos para que los dioses concedieran un próspero y feliz término a la guerra que el pueblo de Roma acababa de ordenar. Las fuerzas se dividieron entre los cónsules de la siguiente manera: se asignaron a Sempronio dos legiones, cada una compuesta por cuatro mil soldados de infantería y trescientos de caballería, así mismo se le asignaron dieciséis mil de infantería y mil ochocientos de caballería de los contingentes aliados. De las naves grandes se le destinaron ciento sesenta y doce de las ligeras. Con esta fuerza combinada, terrestre y naval, se le envió a Sicilia con órdenes de cruzar a África si el otro cónsul tenía éxito impidiendo que los cartagineses invadieran Italia. A Cornelio, por el contrario, se le proporcionó una fuerza más pequeña, pues Lucio Manlio, el pretor, había sido también enviado a la Galia con un grupo de tropas bastante fuerte. La flota de Cornelio era más débil pues tenía sólo 60 buques de guerra, porque nunca se pensó que el enemigo viniera por mar o emplease su armada con fines ofensivos. Su fuerza terrestre estaba compuesta por dos legiones romanas, con su complemento de caballería, así como catorce mil infantes y mil seiscientos jinetes aliados. La provincia de la Galia era ocupada por dos legiones romanas y diez mil infantes aliados junto a seiscientos jinetes romanos y mil aliados. Estas eran las fuerzas desplegadas para la Guerra Púnica.

[21.18] Cuando se terminaron estos preparativos y para que antes de comenzar la guerra se hiciera todo ajustado a derecho, se envió una embajada a Cartago. Los escogidos eran hombres de edad y experiencia: Quinto Fabio, Marco Livio, Lucio Emilio, Cayo Licinio y Quinto Bebio. Se les encargó que preguntasen si Aníbal había atacado Sagunto con la sanción del Consejo público; y si, como parecía lo más probable, los cartagineses admitían que así era y procedían a defender su acto, los embajadores romanos debían declarar formalmente la guerra a Cartago. Tan pronto como arribaron a Cartago se presentaron ante el Senado. Quinto Fabio debía, de acuerdo con sus instrucciones, exponer simplemente la cuestión de la responsabilidad del gobierno, cuando uno de los miembros presentes dijo: «Ya se adelantó bastante vuestra anterior embajada al exigir la entrega de Aníbal sobre la base de que estaba atacando Sagunto bajo su propia autoridad; pero la vuestra ahora, más templada, resulta en realidad más dura. Porque en aquella ocasión fue Aníbal, cuyos actos denunciasteis y cuya entra exigisteis; ahora buscáis forzarnos a una declaración de culpabilidad e insistís en obtener una satisfacción inmediata, como hombres que admiten su error. No obstante, considero que la cuestión no es si el ataque a Sagunto fue un acto de política oficial o sólo el de un ciudadano particular, sino si estaba o no justificado por las circunstancias. Es cosa nuestra investigar y proceder contra un ciudadano cuando hace algo bajo su propia autoridad; para vosotros la única cuestión a discutir es si sus actos son compatibles con los términos del tratado. Ahora bien, ya que vosotros deseáis establecer una distinción entre lo que hacen nuestros generales con aprobación del Senado y lo que hacen por iniciativa propia, debéis recordar que el tratado con nosotros fue hecho por vuestro cónsul, Cayo Lutacio, y mientras que hacía disposiciones para salvar los intereses de los aliados de ambas naciones, no hacía ninguna respecto a los saguntinos, pues ellos no eran vuestros aliados por entonces. Pero, diréis, por el tratado concluido con Asdrúbal los saguntinos quedaban exentos de ser atacados. Os opondré a esto vuestros propios argumentos. Nos dijisteis que rehusabais veros obligados por el tratado que vuestro cónsul, Cayo Lutacio, concluyó con nosotros porque no fue aprobado ni de los Patres [o sea, el Senado.- N. del T.] ni por la Asamblea. Vuestro consejo público efectuó, en consecuencia, un nuevo tratado. Ahora bien, si ningún tratado tiene carácter vinculante para vosotros a menos que se hayan hecho con la autoridad de vuestro Senado o por orden de vuestra Asamblea, nosotros, por nuestra parte, no podemos obligarnos por un tratado pactado por Asdrúbal y que se hizo sin nuestro conocimiento. Dejad todas las alusiones a Sagunto y al Ebro, y hablad claramente sobre lo que habéis estado tanto tiempo incubando secretamente en vuestras mentes». Entonces el romano, recogiendo su toga, les dijo: «Aquí os traemos la guerra y la paz, tomad la que gustéis». Se encontró con un grito desafiante y se le contestó altaneramente que diera él lo que prefiriese; y cuando, dejando caer los pliegues de su toga, les dijo que les daba la guerra, ellos le replicaron que aceptaban la guerra y que la llevarían con el mismo ánimo que la aceptaban.

[21.19] Esta pregunta directa y la amenaza de la guerra parecía estar más en consonancia con la dignidad de Roma que discutir sobre tratados; ya lo parecía antes de la destrucción de Sagunto, y más aún después. Pues, si hubiera sido una cuestión a discutir, ¿qué base había para comparar el tratado de Asdrúbal con el anterior de Lutacio que se había modificado? En el de Lutacio se decía expresamente que sólo obligaría si el pueblo lo aprobaba, mientras que en el de Asdrúbal no existía tal cláusula de salvaguardia. Además, el tratado había sido observado en silencio durante sus muchos años de vida y quedó por ello tan ratificado que, aún tras la muerte de su autor, ninguno de sus artículos fue alterado. Pero incluso si basasen su posición sobre el tratado anterior, el de Lutacio, los saguntinos quedaban lo bastante protegidos al haberse exceptuado a los aliados de ambas partes de cualquier acto hostil; porque nada se decía sobre «los que fueran entonces sus aliados» o sobre excluir «a cualquiera con quien se formase después una alianza». Y puesto que se permitía a ambas partes formar nuevas alianzas, ¿quién creería que resultaría un acuerdo justo el que ninguno pudiera formalizar con otros una alianza con independencia de su mérito, o que cuando hubieran sido admitidos como aliados no se les pudiera proteger con lealtad, sobre el entendimiento de que los aliados de los cartagineses no debían ser inducidos a rebelión ni recibir a quienes hicieran defección por propia voluntad?

Los embajadores romanos, de acuerdo con sus instrucciones, marcharon a Hispania con el propósito de visitar a las diferentes ciudades y llevarlas a una alianza con Roma o, al menos, que abandonasen a los cartagineses. Los primeros ante quienes se presentaron fueron los bargusios [pueblo de la actual región catalana, ¿al norte de la provincia de Lérida? -N. del T.], que estaban cansados de la dominación púnica y les recibieron favorablemente; su éxito aquí excitó un deseo de cambio entre muchas de las tribus de allende el Ebro. Llegaron después junto a los volcianos [las últimas propuestas sitúan este pueblo al norte de los bargusios, sobre el valle del Cinca.- N. del T.], y la respuesta que les dieron fue ampliamente conocida en toda Hispania y determinó que el resto de tribus estuvieran en contra de una alianza con Roma. Esta contestación fue dada por el más anciano de su consejo nacional en los términos siguientes: «¿No os avergüenza, romanos, pedir que tengamos amistad con vosotros en vez de con los cartagineses, en vista de cuánto han sufrido por vuestra culpa vuestros aliados, a quienes traicionasteis con más crueldad que la que sufrieron de los cartagineses, sus enemigos? Os aconsejo que busquéis aliados donde no se haya oído nunca hablar de Sagunto; los pueblos de Hispania ven en las ruinas de Sagunto una triste y contundente advertencia en contra de confiar en ninguna alianza con Roma». Se les ordenó entonces perentoriamente que abandonasen el territorio de los volcianos, y desde aquel momento ningún consejo de Hispania les dio nunca una respuesta favorable. Después de esta misión infructuosa en Hispania, cruzaron a la Galia.

[21.20] Aquí se encontraron ante sus ojos con una visión extraña y espantosa; los hombres acudieron al consejo completamente armados, como era la costumbre del país. Cuando los romanos, tras ensalzar la fama y el valor del pueblo romano y la grandeza de su dominio, pidieron a los galos que no permitieran que los invasores cartagineses pasasen por sus campos y ciudades, les interrumpieron estallando en tales risas que los magistrados y miembros más ancianos del consejo apenas pudieron contener a los hombres más jóvenes. Pensaban que era una demanda estúpida e insolente pedir que los galos, para que la guerra no se extendiera a Italia, se volviesen contra ellos mismos y expusieran sus propias tierras al saqueo en vez de las de los otros. Después de restablecerse la calma, se respondió a los embajadores que ni los romanos les habían prestado ningún servicio ni los cartagineses les habían hecho ninguna ofensa, ni como para tomar las armas en favor de Roma ni en contra de los cartagineses. Por otra parte, habían oído que hombres de su raza estaban siendo expulsados de Italia, que se les hacía pagar tributo y se les sometía a muchas indignidades. Su experiencia se repitió en los demás consejos de la Galia, en ninguna parte escucharon una palabra amable o lo bastante pacífica hasta que llegaron a Marsella [la antigua Massilia- N. del T.]. Allí se les expuso cuidadosa y honestamente cuanto sus aliados habían averiguado: se les informó de que los intereses de los galos habían sido ya garantizados por Aníbal; pero ni siguiera él les habría hallado muy dispuestos, por su naturaleza salvaje e indomable, a menos que se hubiera ganado también a sus jefes con oro, algo que aquella nación siempre apetecía. Después de atravesar así Hispania y las tribus de la Galia, los embajadores regresaron a Roma no mucho después de que los cónsules hubiesen partido a sus respectivas provincias. Encontraron la Ciudad entera esperando la guerra, pues se escuchaban persistentes rumores de que los cartagineses habían cruzado el Ebro.

[21.21] Tras la captura de Sagunto, Aníbal se retiró a sus cuarteles de invierno en Cartagena. Allí le llegaron los informes de cuanto ocurría en Roma y Cartago y se enteró de que él era, además del general que iba a dirigir la guerra, el único responsable de su estallido. Como retrasarse más resultaría muy inconveniente, vendió y distribuyó el resto del botín, convocó a todos aquellos de sus soldados que eran de sangre hispana y se dirigió a ellos de la siguiente manera: «Creo que vosotros mismos, aliados, reconoceréis que, ahora que hemos reducido todos los pueblos de Hispania, no nos queda más que poner fin a nuestras campañas y licenciar nuestros ejércitos o llevar nuestras guerras a otras tierras. Si tratamos de ganar botín y gloria de otras naciones, estos pueblos disfrutarán no solo de las bendiciones de la paz, sino también de los frutos de la victoria. Dado que, por lo tanto, nos esperan campañas lejos de casa, y no se sabe cuando volvéis a ver vuestras casas y cuanto os es querido, os concedo licencia para que todo el que lo desee pueda visitar a su gente amada. Debéis volver a reuniros a principio de la primavera, para que podamos, con la benevolente ayuda de los dioses, dedicarnos a una guerra que nos proporcionará inmenso botín y nos cubrirá de gloria». Todos ellos agradecieron la oportunidad, ofrecida tan espontáneamente, de visitar sus hogares tras una ausencia tan larga y en previsión de una ausencia aún más duradera. El descanso invernal, tras sus últimos esfuerzos y antes de los aún mayores que habrían de hacer, restauró sus facultades mentales y físicas, fortaleciéndoles de cara a las nuevas pruebas.

En los primeros días de la primavera se reunieron conforme a las órdenes. Después de revistar la totalidad de los contingentes nativos, Aníbal fue a Cádiz [Gades en el original latino.- N. del T.], donde cumplió sus promesas a Hércules [el famoso santuario fenicio de Melqart-Herakles.- N. del T.], y se comprometió a sí mismo con nuevos votos a esa deidad en el caso de que su empresa tuviera éxito. Como África sería vulnerable a los ataques procedentes de Sicilia durante su larga marcha a través de Hispania y las dos Galias hasta Italia, decidió asegurar aquel país con una fuerte guarnición. Para ocupar su lugar requirió tropas de África, una fuerza consistente principalmente infantería ligera [iaculatorum levium en el original latino: literalmente, lanzadores de jabalinas ligeros.- N. del T.]. Habiendo transferido así africanos a Hispania e hispanos a África, esperaba que los soldados de cada procedencia prestaran así un mejor servicio, estado obligados por obligaciones recíprocas. La fuerza que despachó a África consistió en trece mil ochocientos cincuenta infantes hispanos con cetras [escudo de entre 50 y 70 centímetros, de cuero o madera forrada de cuero; el término castellano “cetra” traduce exactamente el “caetra” latino original.- N. del T.] y ochocientos setenta honderos baleáricos, junto a un cuerpo de mil doscientos jinetes procedentes de muchas tribus. Esta fuerza estaba destinada en parte a la defensa de Cartago y en parte a distribuirse por el territorio africano. Al mismo tiempo, se enviaron oficiales de reclutamiento por diversas ciudades; ordenó que unos cuatro mil jóvenes escogidos de los alistados fueran llevados a Cartago para reforzar su defensa y también como rehenes que garantizasen la lealtad de sus pueblos.

[21.22] Las mismas previsiones hubieron de hacerse en Hispania, tanto más cuanto que Aníbal era plenamente consciente de que los embajadores romanos habían ido por todo el país para ganarse a los jefes de las diversas tribus. Puso al mando a su enérgico y capaz hermano, Asdrúbal, y le asignó un ejército compuesto principalmente por tropas africanas: once mil ochocientos cincuenta de infantería africana, trescientos ligures y quinientos baleares. A estos infantes auxiliares añadió cuatrocientos cincuenta de caballería libio-púnica (raza mezcla de púnicos y africanos), unos mil ochocientos númidas y moros, habitantes de la orilla del océano y un pequeño grupo montado de trescientos ilergetes alistados en Hispania. Finalmente, para su sus fuerzas terrestres estuviera completa en todas sus partes, asignó veintiún elefantes. La protección de la costa precisaba una flota, y como era natural suponer que los romanos emplearían nuevamente esta arma, con la que habían logrado antes victorias, destinó una flota de cincuenta y siete buques, incluyendo cincuenta quinquerremes, dos cuadrirremes y cinco trirremes, aunque únicamente estaban dispuestas y pertrechadas de remos treinta y dos quinqueremes y los cinco trirremes. Desde Gades volvió a los cuarteles de invierno de su ejército en Cartagena, y desde Cartagena comenzó su marcha hacia Italia. Pasando por la ciudad de Onusa [se desconoce su ubicación.- N. del T.], marchó a lo largo de la costa hasta el Ebro. Dice la leyenda que mientras estaba allí detenido, vio en sueños a un joven de apariencia divina que le dijo que le había enviado Júpiter para que actuase como guía a Aníbal en su marcha a Italia. Debía, por tanto, seguirle y no apartar los ojos de él. Al principio, lleno de asombro, lo siguió sin mirar a su alrededor ni hacia atrás, pero como la curiosidad instintiva le impulsaba a preguntarse qué era lo que le estaba prohibido mirar a sus espaldas, ya no pudo controlar sus ojos. Vio detrás de él una serpiente grande y maravillosa, que se movía derribando árboles y arbustos frente a ella, mientras a su paso levantaba una tempestad de truenos. Él le preguntó qué significaba aquel maravilloso portento y se le dijo que era la devastación de Italia; que tenía que seguir adelante sin hacer más preguntas y dejar que su destino permaneciera oculto.

[21.23] Complacido por esta visión, procedió a cruzar el Ebro con su ejército, en tres grupos, tras enviar hombres por adelantado para asegurarse con sobornos la buena voluntad de los habitantes galos en sus lugares de cruce y también para reconocer los pasos de los Alpes. Llevó noventa mil de infantería y doce mil de caballería a través del Ebro. Su siguiente paso fue someter a los ilergetes, los bargusios y a los ausetanos, así como el territorio de la Lacetania que se encuentra a los pies de los Pirineos. Puso a Hanón al mando de toda la línea de costa para asegurar el paso que conecta Hispania con la Galia, y le dio un ejército de diez mil infantes para mantener el terreno y mil de caballería. Cuando su ejército comenzó el paso de los Pirineos y los bárbaros vieron que era cierto el rumor de que les llevaban contra Roma, tres mis carpetanos desertaron. Se dio a entender que les indujo a desertar no tanto la perspectiva de la guerra como la duración de la marcha y la imposibilidad de cruzar los Alpes. Como hubiera sido peligroso exigirles volver o tratar de detenerlos por la fuerza, por si se levantaban los ánimos del resto del ejército, Aníbal envió de regreso a sus casas a más de siete mil hombres que, según había descubierto por sí mismo, estaban cansados de la campaña; al mismo tiempo hizo parecer que los carpetanos habían sido despedidos por él.

[21.24] A continuación, para evitar que sus hombres se desmoralizasen con más retrasos e inactividad, cruzó los Pirineos con el resto de su fuerza y fijó su campamento en la ciudad de Elne [antigua Iliberri.- N. del T.]. A los galos se les dijo que esta guerra era contra Italia, pero como habían oído que los hispanos de más allá de los Pirineos habían sido subyugados por la fuerza de las armas y que se habían dispuesto fuertes guarniciones en sus ciudades, varias tribus, temiendo por su libertad, le levantaron en armas y se reunieron en Castel-Rousillon [junto a Perpiñán; antigua Ruscino.- N. del T.]. Al recibir la noticia de este movimiento, Aníbal, temiendo más el retraso que las hostilidades, envió mensajeros a sus jefes para decirles que estaba deseando reunirse con ellos, y que podían ellos llegarse hasta por temor a retrasar más de las hostilidades, envió a los portavoces de sus jefes para decir que él estaba ansioso de una conferencia con ellos, y bien podrían acercarse a Iliberri, o él se acercaría Ruscino para facilitar su reunión, para que con mucho gusto recibirlos en su campo o que se vaya a ellos sin pérdida de tiempo. Había llegado a la Galia como amigo, no como enemigo, y a menos que los galos le obligaran, no desenvainaría la espada hasta llegar a Italia. Esta fue la propuesta hecha por los enviados, pero cuando los galos hubieron, sin ninguna vacilación, trasladado su campamento a Elne, fueron ganados mediante sobornos y permitieron al ejército un paso libre y expedido por su territorio, bajo las mismas murallas de Castel-Rousillon.

[21.25] Ninguna noticia, entre tanto, había llegado a Roma aparte de los hechos advertidos por los mensajeros marselleses, es decir, que Aníbal había cruzado el Ebro. A esto, como si Aníbal ya hubiera cruzado los Alpes, los boyos [su capital era la antigua Bononia, la Bolonia actual.- N. del T.], tras sublevar a los ínsubros [su capital era la antigua Mediolanum, actual Milán.- N. del T.], se alzaron en rebelión, no tanto a consecuencia de su vieja y permanente enemistad contra Roma sino por su reciente agresión. Grupo de colonos fueron asentados en territorio galo del valle del Po, en Plasencia [antigua Placentia.- N. del T.] y Cremona, produciendo gran irritación. Tomando las armas, efectuaron un ataque sobre el territorio que estaba, de hecho, siendo repartido en aquel momento, y produjeron tal terror y confusión que no solo los agricultores, sino incluso los triunviros romanos que se dedicaban a la demarcación de las parcelas, huyeron hacia Módena [antigua Mutina.- N. del T.] al no sentirse seguros tras murallas de Plasencia. Los triunviros eran Cayo Lutacio, Cayo Servilio y Marco Anio. No hay duda en cuanto al nombre de Lutacio, pero en vez de Anio y Servicio algunos analistas citan a Manlio Acilio y Cayo Herenio, y otros mencionan a Publio Cornelio Asina y Cayo Papirio Maso. También hay dudas sobre si se trataba de los embajadores que se enviaron a los boyos para protestar o si eran los triunviros quienes fueron atacados mientras repartían el terreno. Los galos asediaron Módena, pero como les resultaba extraño el arte de dirigir asedios y eran demasiado indolentes para acometer la construcción de obras militares, se contentaron con bloquear la ciudad sin causar ningún daño en las murallas. Por fin, fingieron que estaban dispuestos a discutir los términos de la paz, y los emisarios fueron invitados por los jefes galos a una conferencia. Allí fueron detenidos, en violación directa no sólo del derecho de gentes, sino del salvoconducto que habían concedido para la ocasión. Después de haberles apresado, los galos dijeron que no les liberarían hasta que no se les devolviesen sus rehenes.

Cuando llegaron noticias de que los enviados estaban presos y Módena y su guarnición en peligro, Lucio Manlio, el pretor, ardiendo de ira, llevó su ejército en varios cuerpos hasta Módena. La mayor parte del país estaba sin cultivar en ese momento y el camino pasaba por un bosque. Avanzó sin mandar exploradores y cayó en una emboscada, de la cual, tras sufrir considerables pérdidas, se abrió paso con dificultad hacia terreno más abierto. Aquí se fortificó, y como los galos consideraron que sería inútil atacarlo allí, el valor de sus hombres revivió, aunque era bastante seguro que habían caído más de quinientos. Reanudaron su marcha, y mientras fueron por terreno abierto no vieron enemigo alguno; cuando entraron de nuevo en el bosque su retaguardia fue atacada, provocando gran confusión y pánico. Perdieron setecientos hombres y seis estandartes. Cuando por fin salieron de la selva intrincada y sin caminos, dieron fin las tácticas aterradoras de los galos y el salvaje pánico de los romanos y enredado no era un fin a las tácticas aterrador de las Galias y la alarma silvestres de los romanos. No tuvieron dificultad en repeler los ataques una vez llegados a campo abierto, y se dirigieron a Taneto, un lugar cerca del Po. Aquí se fortificaron rápidamente y, ayudado por el abastecimiento fluvial y por los galos de Brescia [Brixia en el original latino.- N. del T.], mantuvo el terreno contra un enemigo cuyo número aumentaba a diario.

[21.26] Cuando llegó noticia de este repentino levantamiento y el Senado se dio cuenta de que enfrentaban una guerra gala además de la guerra con Cartago, ordenaron a Cayo Atilio, el pretor, que fuera a relevar a Manlio con una legión romana y cinco mil hombres alistados recientemente por el cónsul de entre los aliados. Como el enemigo, temeroso de enfrentarse con estos refuerzos, se había retirado, Atilio llegó a Taneto sin combatir. Después de alistar una nueva legión para sustituir a la que se había enviado con el pretor, Publio Cornelio Escipión se hizo a la mar con sesenta grandes naves y costeó por las orillas de Etruria y Liguria, pasando las montañas de los saluvios [pueblo asentado entre Niza y el Ródano.- N. del T.] hasta llegar a Marsella. Allí desembarcó sus tropas en la primera boca del Ródano a la que llegó (el río desemboca en el mar por varios brazos) y dispuso su campamento fortificado, apenas capaz de creer que Aníbal había superado el obstáculo de los Pirineos. Sin embargo, cuando comprendió que este ya estaba considerando cruzar el Ródano, sintiéndose indeciso sobre dónde podría encontrarle y deseando dar tiempo a sus hombres para recobrarse de los efectos del viaje, envió por delante una fuerza selecta de trescientos jinetes acompañados por guías marselleses y galos amigos para explorar el país en todas direcciones y descubrir, si era posible, al enemigo.

Aníbal había superado la oposición de las tribus nativas, fuera mediante el miedo o con sobornos, y había llegado al territorio de los volcas [pueblo situado entre los Pirineos y el Ródano.- N. del T.]. Se trataba de una tribu poderosa que habitaba el país a ambos lados del Ródano pero, desconfiando de su capacidad para detener a Aníbal en el lado del río más cercano a él, decidieron convertir al río en una barrera y trasladaron a casi toda la población al otro lado, donde se prepararon para resistir con las armas. El resto de la población del río, y también la de los propios volcas, que aún seguían en sus hogares, fue inducida con regalos para que reuniesen botes de ambas orillas y ayudasen en la construcción de otras, estimulados sus esfuerzos por el deseo de deshacerse lo antes posible de tan gravosa e inmensa multitud. Así que se reunió una enorme cantidad de botes y naves de toda clase, como las que usaban en sus viajes arriba y abajo del río; los galos fabricaron otras nuevas ahuecando troncos de árboles y luego los mismos soldados, viendo la abundancia de madera y la facilidad con que se construían, se dieron a construir toscas canoas, contentándose con que flotasen y llevasen la carga de sus pertenencias y a sí mismos.

[21.27] Todo estaba listo para el cruce, pero toda la orilla opuesta estaba ocupada por nombres montados y desmontados, preparados para impedir el paso. Con el fin de desalojarlos, en la primera guardia nocturna Aníbal envió a Hanón, el hijo de Bomílcar, con una división compuesta principalmente de hispanos, a un día de marcha río arriba. Debía aprovechar la primera oportunidad de cruzar sin ser visto, y luego llevaría sus hombres por una ruta que rodeara al enemigo para atacarlo en el momento adecuado por la espalda. Los galos que llevaban como guías informaron a Hanón de que unas veinticinco millas [37 kilómetros.- N. del T.] río arriba, una pequeña isla dividía el río en dos y que el cauce, por tanto, tenía menor profundidad. Cuando llegaron al lugar, cortaron madera a toda prisa y construyeron balsas sobre las que hombres y caballos pudieran ser transportados. Los hispanos no tuvieron problemas; arrojaron sus vestidos sobre odres, pusieron sus cetras encima y apoyándose en estos flotadores cruzaron a nado. El resto del ejército pasó sobre balsas atadas, y después de acampar cerca de la orilla se tomaron un día de descanso tras el trabajo de construir botes y el paso nocturno; su general, entre tanto, esperaba ansioso la oportunidad de poner en práctica su plan. Se pusieron en marcha al día siguiente y, prendiendo un fuego en un cierto terreno elevado, señalizaron con la columna de humo que habían cruzado el río y que no estaban muy lejos. Tan pronto como Aníbal recibió la señal, aprovechó la ocasión y dio de inmediato la orden de cruzar el río. La infantería había preparado balsas y botes, y la caballería pasaba en barcazas al lado de los caballos que iban nadando. Se amarró río arriba, a poca distancia, una fila de barcos de gran tamaño para romper la fuerza de la corriente, los hombres cruzaron, por tanto, en embarcaciones más pequeñas sobre aguas tranquilas. La mayoría de los caballos fueron remolcados a popa y nadando, otros fueron llevados en barcazas, ensillados y embridados con el fin de estar disponibles para la caballería en el momento que desembarcaran.

[21.28] Los galos se congregaron junto a la orilla, con sus gritos y canciones tradicionales de guerra, agitando sus escudos sobre sus cabezas y blandiendo sus jabalinas. Estaban un tanto atemorizados al ver lo que ocurría frente a ellos; el enorme número de barcos, grandes y pequeños, el rugido del río, los gritos confusos de los soldados y marineros, algunos de los cuales trataban de abrirse paso por la corriente mientras otros en la orilla animaban a sus compañeros al cruzar. Mientras contemplaban todo estos movimientos con el corazón desanimado, escucharon gritos aún más alarmantes tras ellos; Hanón había capturado su campamento. Pronto apareció en la escena, y tuvieron que hacer frente ahora al peligro desde partes opuestas: la hueste de hombres armados desembarcando de los botes y el ataque por sorpresa que recibían por su retaguardia. Durante un tiempo, los galos se esforzaron por sostener el combate en ambas direcciones, pero viendo que perdían terreno, forzaron el paso por donde les parecía haber menor resistencia y se dispersaron en todas direcciones hacia sus propias aldeas. Aníbal pasó el resto de su fuerza sin ser molestado y, sin preocuparse más por los galos, estableció su campamento.

Creo que se adoptaron disposiciones distintas para el transporte de los elefantes; en todo caso, los relatos de lo que se hizo varían considerablemente. Algunos dicen que después de haber sido reunidos en la orilla, los de peor genio fueron azuzados por sus guías y al correr hacia el agua el resto de elefantes les siguieron; la corriente les arrastró hasta la orilla opuesta pese a temer la profundidad. La explicación más creíble, sin embargo, es que fueron transportados en balsas, pues este método habría parecido el más seguro en principio y por lo tanto es el que probablemente habría sido adoptado. Botaron al río una balsa de doscientos pies de largo por 50 de ancho [59,2 por 14,8 metros.- N. del T.], y para impedir que la arrastrase la corriente, uno de los extremos estaba asegurado a la orilla con varias amarras. Se cubrió con tierra como un puente para que los animales, tomándola por tierra firme, no tuvieran miedo de subirse en ella. Una segunda balsa, de la misma anchura pero con sólo cien pies de largo [29,6 metros.- N. del T.] y capaz de cruzar el río, se unió a la primera. Los elefantes, encabezados por las hembras, fueron llevados a la balsa fija, como si fuera un camino, hasta que llegaban a la más pequeña. Tan pronto como estaban asegurados sobre esta, se desprendía y era arrastrada por barcos ligeros hasta el otro lado del río. Cuando el primer lote era desembarcado, los otros eran transportados de la misma manera. No mostraban miedo mientras les llevaban por la balsa fija; el temor empezaba cuando se les llevaba por mitad de la corriente en la otra balsa que quedaba suelta. Se amontonaban, alejándose del agua los que estaban en la orilla, y mostraban bastante inquietud hasta que su propio miedo al verse rodeados por agua les hacía calmarse. Algunos, en su excitación, se caían al agua y arrojaban a sus guías, pero su propio peso les mantenía en su sitio y, al sentirse en aguas poco profundas, lograban llegar seguros a tierra.

[21.29] Mientras se hacía cruzar a los elefantes, Aníbal envió quinientos jinetes númidas hacia los romanos para determinar su número y sus intenciones. Esta fuerza a caballo se encontró con los trescientos de caballería romana que, como ya he dicho, habían sido enviados por adelante desde la desembocadura del Ródano. Fue un combate mucho más grave de lo que podría haberse esperado por el número de combatientes. No sólo muchos resultaron heridos, sino que cada bando tuvo casi el mismo número de muertos y los romanos, que quedaron finalmente completamente agotados, debieron su victoria al pánico entre los númidas y su subsiguiente huida. De los vencedores cayeron hasta ciento sesenta, no todos romanos pues había algunos galos; los vencidos perdieron más de doscientos. Esta acción, con la que comenzó la guerra, fue un presagio de su resultado final, pero a pesar de que presagiaba la victoria final de Roma mostró que esta no se alcanzaría sin mucho derramamiento de sangre y repetidas derrotas. Las tropas abandonaron el campo y volvieron junto a sus respectivos comandantes. Escipión se vio incapaz de formar algún plan definitivo, más allá de lo que le sugerían los movimientos del enemigo. Aníbal estaba indeciso sobre si reanudar su marcha a Italia o enfrentarse a los romanos, el primer ejército que se le enfrentaba. Fue disuadido de esto último por la llegada de embajadores de los boyos y del reyezuelo Magalo. Venían para asegurar a Aníbal su disposición a actuar como guías y tomar parte en los peligros de la expedición, y le dieron su opinión de que debía reservar todas sus fuerzas para la invasión de Italia y no desperdiciar ninguna de ellas de antemano. El grueso de su ejército no se había olvidado de la guerra anterior y esperaba con desánimo el encuentro con su viejo enemigo; pero lo que más les horrorizaba era la perspectiva de un viaje sin fin sobre los Alpes, con fama de ser algo especialmente horrendo, sobre todo para los inexpertos.

[21.30] Cuando Aníbal hubo tomado la decisión de seguir adelante y llegar a Italia sin pérdida de tiempo, ordenó que se reunieran sus tropas y se dirigió a ellos con palabras en que mezclaba el aliento y el reproche. «Estoy asombrado», dijo, «al ver cómo corazones que han sido siempre intrépidos, se convierten de repente en presa del miedo. Pensad en las muchas campañas victoriosas que habéis cumplido, y recordad que no habéis salido de Hispania antes de haber añadido al imperio Cartaginés todas las tribus de aquel país bañado por dos remotos mares. El pueblo romano exigió que se les entregase a todos los que tomaron parte en el asedio de Sagunto; vosotros, para vengar el insulto, habéis cruzado el Ebro y borrar el nombre de Roma y traer la libertad al mundo. Cuando empezasteis vuestra marcha, desde donde se pone el Sol hacia donde sale, ninguno de vosotros pensó que sería demasiado para él, hasta ahora, que habéis cubierto la mayor parte del camino; los pasos de los Pirineos, que estaban guardados por tribus en su mayor parte guerreras, los coronasteis; el Ródano, esa poderosa corriente, la cruzasteis frente a tantos miles de galos y ralentizasteis el torrente de sus aguas, y ahora que estáis a la vista de los Alpes, a cuya otra parte está Italia, os fatigáis y detenéis vuestra marcha a las mismas puertas del enemigo. ¿Qué imagináis que son los Alpes, más que altas montañas? Supongamos que sean más altos que las cumbres de los Pirineos; sin duda, ninguna región en el mundo puede tocar el cielo ni resulta infranqueable para el hombre. Incluso los Alpes están habitados y cultivados, allí nacen y crecen los animales, sus gargantas y barrancos pueden ser atravesados por los ejércitos. Porque ni los embajadores que veis aquí cruzaron los Alpes volando por el aire, ni lo hicieron sus antepasados que no eran nativos de su tierra. Ellos llegaron a Italia como emigrantes en busca de una tierra para instalarse, y cruzaron los Alpes a menudo en grupos inmensos, con sus mujeres, hijos y todas sus pertenencias. ¿Qué puede ser inaccesible o insuperable para el soldado que lleva nada con él sino sus armas de guerra? ¡¿Qué trabajos y peligros afrontasteis durante ocho meses para lograr la captura de Sagunto?! Y ahora que Roma, la capital del mundo, es vuestro objetivo, ¿hay algo que consideréis tan arduo o difícil que no podáis lograr? Hace muchos años, los galos capturaron la plaza que los cartagineses desesperan de abordar; podéis confesaros a vosotros mismos inferiores en valor e iniciativa a un pueblo al que habéis vencido una y otra vez, o por el contrario, mirar hacia delante para terminar vuestra marcha sobre el territorio entre el Tíber y las murallas de Roma».

[21.31] Después de esta arenga entusiasta, los despidió con órdenes de disponerse a la marcha reponiendo fuerzas. Al día siguiente avanzaron por la orilla izquierda del Ródano hacia los territorios del centro de la Galia, no porque esta fuese la ruta más directa a los Alpes, sino porque pensaba que habría menos probabilidades de que los romanos le encontrasen, pues no deseaba enfrentarse a ellos antes de haber llegado a Italia. Cuatro días de marcha le llevaron hasta «la Isla». Aquí el Isère y el Ródano, fluyendo hacia abajo desde distintos lugares de los Alpes, delimitan una considerable porción de tierra y luego unen sus cauces; dicha comarca se llama «la Isla». El país vecino estaba habitado por los alóbroges, una tribu que, incluso en aquellos días, no era inferior a ninguna en poder y reputación. Por el tiempo de la llegada de Aníbal, había estallado una disputa entre dos hermanos que aspiraban a la soberanía. El hermano mayor, cuyo nombre era Braneo, había sido el jefe hasta entonces, pero fue expulsado por el partido de los hombres más jóvenes, encabezados por su hermano, que tenía más fuerza que derecho. La oportuna aparición de Aníbal hizo que se le presentase la cuestión; debía decidir quién era el pretendiente legítimo al trono. Se pronunció a favor del hermano mayor, que contó con el apoyo del Senado y de los notables [una y otra vez, a lo largo del texto, Livio emplea la expresión «principes» para referirse a los aristócratas y notables de una sociedad. En castellano moderno, el sentido de esa palabra está mejor reflejado por las de «principales» o «notables» que por la de príncipe, que tiene hoy un sentido distinto al de hace dos mil años.- N. del T.]. A cambio de este servicio, recibió ayuda en forma de provisiones y suministros de todo tipo, especialmente ropa, una necesidad apremiante en vista del notorio frío de los Alpes. Tras resolver la disputa entre los alóbroges, Aníbal reanudó su marcha. No marchó directamente hacia los Alpes, sino que torció a la izquierda, hacia los tricastinos; luego, bordeando el territorio de los voconcios, marchó en dirección a los trigorios [los tricastinos habitaban, más o menos en la actual Aouste sur la Drôme, los voconcios entre Drôme y Durance y los trigorios probablemente en Gap.- N. del T.]. En ninguna parte se encontró con dificultad alguna, hasta que llegó al Durance. Este río, que también nace en los Alpes, es el más difícil de cruzar de entre todos los ríos de la Galia. A pesar de tener un gran caudal, no se presta a la navegación, pues no se mantiene entre sus orillas sino que fluye por muchos canales diferentes. Al cambiar constantemente su cauce y la dirección de sus corrientes, la tarea de vadearlo es de lo más peligrosa pues los guijarros y rocas arrastradas hacen el paso inseguro y traicionero, especialmente para los que van a pie. Sucedió que, por entonces, bajaba crecido por las lluvias, y los hombres fueron arrojados desordenadamente mientras lo cruzaban, aumentando la dificultad su temor y sus gritos confusos.

[21.32] Tres días después de Aníbal había dejado atrás las orillas del Ródano; Publio Cornelio Escipión llegó al campamento abandonado con su ejército en orden de batalla, dispuesto a combatir de inmediato. Sin embargo, cuando vio las defensas abandonadas y se dio cuenta de que no sería tarea fácil alcanzar a su oponente con la ventaja tan grande que le había tomado, regresó a sus barcos. Consideró que lo más fácil y seguro sería enfrentarse con Aníbal cuando descendiera de los Alpes. Hispania era la provincia que le había correspondido y, para evitar que se viera completamente despojada de fuerzas romanas, envió a su hermano Cneo Escipión, con la mayor parte de su ejército, a operar contra Asdrúbal, no solo para conservar los viejos aliados y ganar otros nuevos, sino para expulsar a Asdrúbal de Hispania. Él mismo navegó hasta Génova [Genua en el original latino.- N. del T.] con una muy pequeña fuerza, con intención de defender Italia con el ejército situado en el valle del Po. Desde el Durance, la ruta de Aníbal transcurrió principalmente a través de territorio abierto y llano y llegó a los Alpes sin encontrar ninguna oposición por parte de los galos que habitaban la zona. Pero la vista de los Alpes revivió el terror en las mentes de sus hombres. Aunque los rumores, que por lo general aumentan los peligros no probados, les había llenado de sombríos presagios, la visión de cerca demostró ser más atemorizante. La altura de las montañas, ya tan cercanas, la nieve que casi se perdía hasta el cielo, las miserables chozas encaramadas a las rocas, los rebaños y manadas ateridos por el frío, los hombres salvajes y descuidados, todo lo animado y lo inanimado rígido por las heladas, junto con otras horribles visiones más allá de cualquier descripción, ayudaron a aumentar su inquietud.

A medida que la cabeza de la columna empezó a subir las pendientes más próximas, aparecieron los nativos en las alturas; si se hubieran ocultado en los barrancos y se hubiesen lanzado al ataque después, habrían provocado un terrible pánico y mucho derramamiento de sangre. Aníbal ordenó un alto y envió algunos galos para examinar el terreno, al ver que era imposible avanzar en aquella dirección plantó su campamento en la parte más ancha del valle que pudo encontrar; todo alrededor del asentamiento eran quebradas y precipicios. Los galos que habían sido enviados en descubierta entraron en conversación con los nativos, ya que había poca diferencia entre sus lenguas y costumbres, y trajeron noticias a Aníbal de que el paso solo estaba ocupado durante el día y que por la noche todos los indígenas regresaban a sus hogares. En consecuencia, al amanecer empezó el ascenso como si pensase forzar el paso a la luz del día y pasó el día efectuando movimientos pensados para ocultar sus verdaderas intenciones y fortificando el campamento en el lugar donde se había detenido. Tan pronto como observó que los nativos habían abandonado las alturas y ya observaban sus movimientos, dio órdenes, con vistas de engañar al enemigo, para que se encendieran gran cantidad de fuegos, muchos más, de hecho, de los necesarios para los que permanecían en el campamento. Entonces, dejando la impedimenta con la caballería y la mayor parte de la infantería, él mismo, junto con un grupo especialmente escogido de tropas, se movieron rápidamente a paso ligero hasta el desfiladero y ocuparon las alturas que el enemigo había ocupado antes.

[21.33] Al día siguiente, el resto del ejército levantó el campamento en el gris amanecer y comenzó su marcha. Los nativos fueron a reunirse en sus lugares habituales de observación, cuando de repente se dieron cuenta de que algunos de los enemigos se habían apoderado de sus lugares fuertes, justo encima de sus cabezas, mientras que los demás avanzaban, por debajo, por el camino. La doble impresión hecha a sus ojos y a su imaginación les mantuvo inmóviles un breve instante, pero al ver la columna en desorden, sobre todo por el miedo de los caballos, pensaron que si ellos aumentaban la confusión y el pánico sería bastante para destruirles. Así pues, cargaron hacia abajo, de roca en roca, sin preocuparse de si había camino o no pues estaban familiarizados con el terreno. Los cartagineses tuvieron que enfrentarse con este ataque al mismo tiempo que luchaban contra las dificultades del camino, y como cada uno hacía todo lo posible por ponerse a sí mismo fuera de peligro, se vieron luchando más entre ellos que contra los nativos. Los caballos hicieron el mayor daño, estaban aterrorizados por los salvajes gritos, que el eco de los valles y bosques aumentaban, y cuando resultaban golpeados o heridos provocaban tremendos estragos entre los hombres y los distintos animales de carga. El camino estaba flanqueado por precipicios verticales a cada lado, y al pasar juntos muchos fueron empujados por el borde y cayeron a gran profundidad. Algunos incluso iban armados, también se precipitaron los animales pesadamente cargados de equipajes. Horrible como era aquel espectáculo, Aníbal se quedó quieto y retuvo a sus hombres durante algún tiempo, por temor a aumentar la alarma y la confusión, pero cuando vio que la columna se rompía y que el ejército estaba en peligro de perder toda su impedimenta, en cuyo caso les habría conducido con seguridad sin ningún propósito, corrió hacia abajo desde su posición elevada y dispersó a los enemigos. Al mismo tiempo, sin embargo, puso a sus propios hombres momentáneamente en un desorden aún mayor, que se disipó rápidamente una vez que el paso quedó expedido por la huida de los nativos. En poco tiempo todo el ejército había atravesado el paso, no sólo sin ninguna alteración más, sino casi en silencio. A continuación capturaron un castillo, capital de un territorio, junto con algunos caseríos adyacentes, y con los alimentos y ganado así conseguidos proporcionó a su ejército raciones para tres días. Como los nativos, tras su primera derrota, ya no estorbaban su marcha y el camino presentaba poca dificultad, avanzaron considerablemente durante aquellos tres días.

[21.34] Llegaron luego a otro pueblo que, considerando que se trataba de una zona montañosa, tenía bastante población. Aquí escapó por poco de la muerte, y no en lucha justa y abierta, sino por los medios de que él mismo usaba: la mentira y la traición. Llegó a los cartagineses una embajada de los principales de los castillos del país, hombres de edad avanzada, y le dijeron que habían aprendido del saludable ejemplo de la desgracia de los demás pueblos a buscar la amistad de los cartagineses en vez de probar su fuerza. Estaban dispuestos, por lo tanto, a cumplir sus órdenes; recibiría provisiones y guías, y rehenes en garantía de buena fe. Aníbal sintió que no debía confiar en ellos ciegamente ni responder a su oferta con una negativa rotunda, por si se volvían hostiles. Así que les respondió en términos amistosos, aceptó los rehenes puestos en sus manos, hizo uso de las provisiones que le suministraron sobre la marcha pero siguió a sus guías con su ejército preparado para el combate, no como si marchasen por un país pacífico y amigable. Los elefantes y caballería iban delante, seguidos por él mismo con el cuerpo principal de la infantería y manteniendo un fuerte e inquieto escrutinio por todas partes. Justo al llegar a una parte donde el paso se estrechaba y quedaba dominado a un lado por una alta pared de roca, los bárbaros surgieron de una emboscada a ambos lados y atacaron la columna por el frente y la retaguardia, a corta distancia y a lo lejos, arrojándoles rodando enormes piedras. El mayor ataque lo realizaron sobre la retaguardia, y al dar la infantería media vuelta para enfrentarlos quedó bastante claro que, si la parte posterior de la comuna no hubiera sido excepcionalmente fuerte, podría haber ocurrido un terrible desastre en aquel paso. Así las cosas, se encontraban en el mayor peligro y muy cerca de la destrucción total. Porque mientras Aníbal estaba dudando si enviar a su infantería por la parte estrecha del paso, pues al proteger la retaguardia de la caballería no le quedaban reservas para defender la suya propia, los montañeses, cargando su flanco, partieron la columna por la mitad y ocuparon el paso, de manera que Aníbal tuvo que pasar aquella noche sin su caballería ni sus bagajes.

[21.35] Al día siguiente, como los bárbaros atacaran con menos vigor, la columna se reunió y se superó el paso, no sin más pérdidas, sin embargo, de animales de carga que de hombres. A partir de ese momento los indígenas aparecían en números más pequeños y actuaban más como bandidos que como soldados regulares; atacaban tanto el frente como la retaguardia siempre que el terreno les daba una oportunidad, o cuando el avance y detención de la columna le daba ocasión de sorprenderles. Los elefantes provocaban un retraso considerable, debido a la dificultad de conducirles por los lugares estrechos o abruptos; por otra parte, ponían aquella parte de la columna donde estaban a salvo de ataques, pues los nativos no estaban acostumbrados a su visión y sentían un gran temor de acercarse demasiado a ellos. Nueve días después de comenzar el ascenso, llegaron al punto más alto de los Alpes, tras atravesar una región en su mayor parte sin carreteras y perdiéndose frecuentemente, tanto por la traición de sus guías como por sus propios errores al tratar de encontrar el camino por sí mismos. Durante dos días permanecieron en el campamento, en la cima, mientras las tropas disfrutaban de un descanso tras la fatiga y el combate. Algunos de los animales de carga, que habían resbalado entre las rocas y después seguido la pista de la columna, llegaron al campamento. Para mayor desventura de las agotadas tropas, hubo una fuerte nevada (las Pléyades estaban próximas a desaparecer) [estaríamos, pues, a comienzos de noviembre de 208 a.C.- N. del T.] y esta nueva experiencia produjo una considerable inquietud. En la madrugada del tercer día, el ejército reanudó su pesada marcha sobre un terreno cubierto de profunda nieve. Aníbal veía en todos los rostros una expresión de apatía y desaliento. Cabalgó hacia delante, hasta una altura desde la que tenía una visión amplia y extensa, y deteniendo a sus hombres les señaló las tierras de Italia y el rico valle del Po que se extiende a los pies de los Alpes. «Estáis ahora», dijo, «cruzando las fronteras no sólo de Italia, sino de la propia Roma. De ahora en adelante todo os será suave y fácil; en una o, a lo sumo, dos batallas, seréis dueños de la capital y plaza fuerte de Italia». Luego de esto, el ejército reanudó su avance sin más molestias del enemigo más allá de algunos intentos ocasionales de saqueo. El resto de la marcha, sin embargo, contó con la presencia de dificultades mucho mayores de las experimentadas en el ascenso, porque la distancia a las llanuras del lado italiano es más corta y, por lo tanto, el descenso es necesariamente más pronunciado. Casi todo el camino era escarpado, estrecho y resbaladizo, de modo que no podían mantenerse en pie, y si se resbalaban no se podían recuperar, sino que seguían cayendo unos sobre otros, y volcándose los animales de carga sobre sus conductores.

[21.36] Por fin llegaron a un paso mucho más estrecho que descendía por acantilados tan escarpados que un soldado ligeramente armado a duras penas podía bajar, ni siquiera apoyándose en raíces y ramas. El lugar siempre había sido abrupto, pero un reciente corrimiento de tierras había provocado un precipicio de casi mil pies [296 metros.- N. del T.]. La caballería se detuvo aquí, como si hubieran llegado al final de su viaje, y mientras Aníbal se preguntaba qué podría estar causando el retraso, se le informó de que no había paso. Fue entonces adelante para examinar el lugar y vio que no había nada que hacer excepto llevar el ejército por un largo y tortuoso terreno nevado sin caminos. Pero también esto resultó pronto ser impracticable. La nieve antigua había quedado cubierta con una moderada altura de nieve recién caída, y los recién llegados pisaron firmemente esta nieve fresca que, al derretirse por el paso de tantos hombres y bestias, no dejó sobre qué caminar, más que un hielo cubierto de lodo. Su avance ahora se convirtió en una incesante y miserable porfía. El hielo liso no permitía apoyarse y como iban por una pendiente escarpada apenas eran capaces de mantenerse sobre sus piernas; luego, una vez abajo, trataban en vano de levantarse, pues sus manos y rodillas resbalaban continuamente. No había tocones ni raíces cerca a las que agarrarse, por lo que rodaban impotentes sobre el hielo vidrioso y la fangosa nieve. Los animales de carga, en su marcha, atravesaban de vez en cuando la capa más baja de nieve, y al tropezar sacaban sus cascos de los agujeros al luchar por liberarse, abriendo huecos hondos en el hielo duro y congelado, donde muchos quedaban atrapados como en una trampa.

[21.37] Por fin, cuando tanto hombres como bestias quedaron agotados por el infructuoso esfuerzo, montaron un campamento en la cima tras haberla limpiado con gran dificultad debido a la cantidad de nieve que debía remover. Lo siguiente fue nivelar una peña, la única por la que se podían abrir camino. Se dijo a los soldados que tenían que cortarla. Construyeron contra ella una pila enorme de árboles que habían cortado y podado, y cuando el viento fue lo suficientemente fuerte como para avivar el fuego, prendieron fuego a la pila. Cuando la roca estuvo al rojo vivo, vertieron vinagre sobre ella para desintegrarla. Después de este tratamiento mediante el fuego, abrieron un camino a través de ella con sus herramientas y convirtieron la fuerte pendiente en una pista de inclinación moderada por la que no solo los animales de carga, sino incluso los elefantes, podían ser llevados abajo. Cuatro días pasaron en la peña, con los animales casi muertos de hambre, pues las alturas estaban casi desprovistas de vegetación y no había forraje enterrado bajo la nieve. En los terreno más bajos había valles soleados y arroyos que fluían a través de bosques, y puntos más dignos de habitantes humanos. Aquí soltaron las bestias para que pastasen, y a las tropas, cansadas de su ingeniería, se les permitió descansar. En tres días más alcanzaron las abiertas planicies y encontraron un bello país y gentes más agradables viviendo en él.

[21.38] De esta manera alcanzaron Italia; en cinco meses, según algunos autores, tras dejar Cartagena, y habiendo empleado quince días en superar las dificultades de los Alpes. Los distintos autores están irremediablemente en desacuerdo en cuanto al número de las tropas con que Aníbal entró en Italia. La estimación más alta le asigna cien mil de infantería y veinte mil de caballería; la más baja estima su fuerza en veinte mil de infantería y seis mil de caballería. Lucio Cincio Alimento nos dice que fue hecho prisionero por Aníbal, y yo me inclinaría más a aceptar su autoridad si él no hubiese confundido los números al añadir a los galos y ligures; si se incluyen estos, había ochenta mil de infantería y diez mil de caballería. Resulta, sin embargo, más probable que estos se uniesen a Aníbal en Italia, y algunos autores, de hecho, así lo afirman. Cincio cuenta también que él había oído decir a Aníbal que después de su paso del Ródano perdió treinta y seis mil hombres, además de un inmenso número de caballos y otras bestias. El primer pueblo con el que se encontró fue el de los taurinos, una tribu semi-gala [su ciudad principal era Taurinum, la actual Turín.- N. del T.]. Como la tradición es unánime en este punto, me sorprende mucho que se plantee la cuestión de qué ruta tomó Aníbal para atravesar los Alpes, ya que la creencia general es que cruzó por el paso Penino [se supone que Livio hace derivar Penino de «púnico»; en todo caso es un paso en la frontera italo-suiza, entre el Gran San Bernardo y Mont-Rose.- N. del T.], de donde se dice que toma su nombre esta cumbre. Celio afirma que cruzó por la cumbre de Cremona. Estos dos pasos, sin embargo, no le habrían llevado hasta los taurinos, sino a los salasos, un pueblo montañés de los galos libuos [cerca del nacimiento del Po.- N. del T.]. Es muy poco probable que aquellas rutas hacia la Galia estuviesen abiertas por entonces y, en cualquier caso, la ruta Penina habría estado bloqueada por las tribus semi-germanas que habitaban aquel país. Y es totalmente cierto, si aceptamos su autoridad, que los sedunos y veragros, que habitan aquellas cumbres, dicen que el nombre de Peninos, ¡por Hércules!, no se debe a ningún paso de los cartagineses por allí, sino a la deidad Penino, cuyo santuario se encuentra en la cumbre de aquella montaña.

[21.39] Fue una circunstancia muy afortunada para Aníbal, al inicio de su campaña, que los taurinos, el primer pueblo con que se encontró, estuviese en guerra con los ínsubros. Pero él no pudo llevar a su ejército en campaña para ayudar a ninguno de ambos bandos, ya que por entonces se estaban recuperando de las enfermedades e infortunios que se habían abatido sobre ellos. El descanso y el ocio en lugar del trabajo, el empacho tras el hambre, la limpieza y la comodidad tras la miseria y la suciedad, afectaron de modo muy distinto a sus cuerpos debilitados y casi bestiales. Este fue el motivo para que Publio Cornelio Escipión, el cónsul, después de haber llegado con sus naves a Pisa y tomado de manos de Manlio y Atilio el mando de un ejército recién alistado y descorazonado por sus recientes y humillantes derrotas, lo llevase a toda velocidad hacia el Po para que pudieran enfrentarse al enemigo antes de que este hubiese recuperado sus fuerzas. Pero cuando llegó a Plasencia, Aníbal ya había abandonado su campamento y tomado al asalto una de las ciudades de los taurinos, de hecho su capital, porque ellos no quisieron tener voluntariamente relaciones amistosas con él. Hubiese obtenido la adhesión de los galos en el valle del Po, no por miedo sino por su propia elección, si la repentina llegada del cónsul no les hubiera sorprendido esperando el momento favorable para la revuelta. Justo cuando Escipión llegaba, Aníbal salía del país de los taurinos pues, viendo cuán indecisos estaban los galos sobre qué partido tomar, pensó que si él estaba presente en el territorio lo seguirían. Los dos ejércitos estaban ahora casi a la vista el uno del otro; y los comandantes que se enfrentaban entre sí, aunque no lo suficientemente familiarizados con la capacidad militar del otro, estaban imbuidos de mutuo respeto y admiración. Aun antes de la caída de Sagunto, el nombre de Aníbal estaba en boca de todos los hombres en Roma; y ​​en Escipión, Aníbal reconocía un gran líder, ya que había sido elegido entre todos los demás para enfrentársele. Esta estima recíproca se reforzaba por sus recientes logros: Escipión, después que Aníbal le hubiese dejado atrás en la Galia, llegó a tiempo de combatirle tras su descenso de los Alpes; Aníbal no solo se había atrevido, sino que había logrado pasar los Alpes. Escipión, sin embargo, hizo el primer movimiento al cruzar el Po y asentar su campamento en el Tesino. Antes de conducir a sus hombres a la batalla se dirigió a ellos en un discurso, lleno de ánimo, en los siguientes términos:

[21.40] «Soldados, si llevase conmigo al combate el ejército que me acompañaba en la Galia, no tendría necesidad de hablaros. ¿Pues qué ánimos necesitaban una caballería que había obtenido una brillante victoria sobre la caballería enemiga en el Ródano o las legiones de infantería con las que perseguí a este mismo enemigo, que con su fuga y elusión del combate me reconoció como su vencedor? Ese ejército, dispuesto al servicio en Hispania, está en campaña al mando de mi hermano, Cneo Escipión, que está actuando bajo mis auspicios en el país que el Senado y el pueblo de Roma le ha asignado. Así pues, para que podáis tener un cónsul que os dirija contra Aníbal y los cartagineses, me he presentado voluntariamente para mandaros en esta batalla; y como sea yo nuevo para vosotros y vosotros para mí, os debo ahora dirigir algunas palabras en cuanto al carácter del enemigo y la clase de guerra que os espera. Habéis de combatir, soldados, con hombres a quienes ya derrotasteis en la guerra anterior, por mar y tierra, de quienes habéis conseguido una indemnización de guerra durante los últimos veinte años y a quienes arrebatasteis Sicilia y Cerdeña como premio de guerra. Vosotros, por tanto, entraréis en batalla con el ánimo de los vencedores, ellos lo harán con el abatimiento de los vencidos. Ellos no lucharán ahora impulsados por el valor, sino por pura necesidad; a menos que realmente supongáis que, tras eludir el combate cuando tenían todas sus fuerzas, tienen ahora más confianza tras haber perdido dos tercios de su infantería y caballería al pasar los Alpes, habiendo sobrevivido menos de los que han perecido. ‘Sí’, podéis decir,’son pocos en número, pero fuertes en valor y ánimo, y tienen una capacidad de resistencia y vigor al atacar que muy pocos pueden afrontar’. No, son sólo apariencias, o más bien fantasmas de hombres, agotados por el hambre, la suciedad, el frío y la miseria, golpeados y debilitados entre las rocas y precipicios. Y más aún, sus miembros están congeladas, sus músculos contraídos por el frío y el cuerpo quemado por el hielo, sus armas maltrechas y rotas y sus caballos cojos e inútiles. Estas son la caballería y la infantería contra la que vais a luchar; no os enfrentáis a un enemigo, sino a sus últimos vestigios. Lo único que temo es que cuando hayáis combatido parezca que han sido los Alpes los que han vencido a Aníbal. Pero puede que esto sea lo justo, y que los dioses, sin ningún tipo de ayuda humana, den comienzo y término a esta guerra con un pueblo y su general que han roto los tratados, y que para nosotros, contra quien pecaron además de contra los dioses, quede el completar lo que ellos han empezado.

[21.41] «No temo que nadie piense que digo estas bravatas con intención de levantaros el ánimo mientras que mis sentimientos y convicciones son otros muy distintos. Yo tenía completa libertad para marchar con mi ejército a Hispania, a donde, de hecho, había comenzado a viajar y que es la provincia que se me asignó. Allí habría dispuesto de mi hermano para compartir mis planes y los peligros; mi enemigo habría sido Asdrúbal y no Aníbal y, sin duda, habría manejado una guerra menos grave. Pero cuando, al navegar a lo largo de la costa de la Galia, tuve noticia de este enemigo, desembarqué en seguida y, tras enviar por delante la caballería, marché hacia el Ródano. Se libró un combate de caballería, que fue la única arma que tuve oportunidad de emplear, y derroté al enemigo. Su infantería se apresuró a alejarse, como un ejército en fuga, y como no les pude alcanzar por tierra volví a mis barcos a toda velocidad para, tras dar un gran rodeo por tierra y mar, enfrentar a este temido enemigo a los pies de los Alpes. ¿Os parece que me ha sorprendido y que no quería enfrentarle o que, más bien, deseo combatirle, desafiarle y llevarlo a la batalla? Me gustaría saber si en los últimos veinte años ha producido la tierra una raza diferente de cartagineses o si son los mismos que lucharon en las Égates, o a los que dejasteis bajar del Érice tras pagar dieciocho denarios cada uno; o si este Aníbal es, como aparenta, imitador de Hércules en sus viajes, o heredero de su padre para abonar los impuestos y tributos y ser el esclavo del pueblo romano. Si su crimen en Sagunto no le atormentase, seguramente sentiría algún remordimiento, sino por su país conquistado, por lo menos por su casa y su padre y por los tratados firmados por aquel Amílcar que por orden de nuestro cónsul retiró su guarnición del Érice, que con suspiros y gemidos aceptó las duras condiciones impuestas a los vencidos cartagineses y que acordó evacuar Sicilia y pagar una indemnización de guerra a Roma. Y así, soldados, quiero que luchéis no solo con el ánimo que se debe mostrar contra nuestros enemigos, sino con los sentimientos de ira e indignación que tendríais al ver a vuestros esclavos levantar las armas en vuestra contra. Cuando se les cercó en el Érice podríamos haberles causado el más terrible de los castigos y haberles matado de hambre; podríamos haber llevado nuestra victoriosa flota hasta África y haber destruido en pocos días Cartago sin una batalla. A sus ruegos, les concedimos el perdón y les permitimos salir del bloqueo, acordamos términos de paz con aquellos a los que habíamos vencido y luego, cuando se encontraban en una situación desesperada durante la guerra Africana, les tomamos bajo nuestra protección. Para recompensarnos por tales actos de bondad, siguen el ejemplo de un loco y vienes a atacarnos en nuestra patria. Ojalá esta lucha fuese únicamente por el honor y no por nuestra seguridad. No se trata de luchar por la posesión de Sicilia y Cerdeña, los antiguos objetos de disputa, sino de luchar por Italia. No hay un segundo ejército a nuestras espaldas para enfrentarse al enemigo si no obtenemos la victoria, no hay más Alpes para detener su avance mientras se alista un nuevo ejército para la defensa. Aquí es, soldados, donde tenemos que resistir, como si estuviéramos luchando ante las murallas de Roma. Cada uno de vosotros debe recordar que emplea sus armas no solo para protegerse a él, también protege a su mujer y a sus pequeños; no debe limitar su inquietud a su hogar, debéis daros cuenta, también, de que el Senado y el pueblo de Roma contemplan vuestras hazañas de hoy. Según sean aquí y ahora vuestra fuerza y valor, así será la fortuna de nuestra Ciudad y nuestro imperio».

[21.42] Tal fue el lenguaje con que el cónsul se dirigió a los romanos. Aníbal pensó que la valentía de sus hombres debía ser alentada más con los hechos que con las palabras. Después de formar su ejército en un círculo para que contemplasen el espectáculo, colocó en el centro algunos presos alpinos encadenados, y cuando arrojaron algunas armas galas a sus pies ordenó que un intérprete les preguntara si alguno de ellos estaba dispuesto a luchar si les liberaban de sus cadenas y recibía armas y un caballo como recompensa por la victoria. Todos a una exigieron las armas y el combate, y cuando se echó a suertes quién iba a luchar, cada cual ansiaba ser uno de los que la Fortuna eligiera para el combate. Conforme eran elegidos, rápidamente se hacían con las armas llenos de entusiasmo y alegría, entre las felicitaciones de sus camaradas, y danzaban según la costumbre de su país. Pero cuando empezaron a pelear, tal era el estado de ánimo, no sólo entre los hombres que habían aceptado esta condición, sino también entre los espectadores en general, que la buena fortuna de los que murieron valientemente fue tan elogiada como la de los que salieron victoriosos.

[21.43] Después de haber impresionado a sus hombres con la contemplación de varias parejas de combatientes, Aníbal despidió a estos y, reuniendo a los soldados a su alrededor, se dice que les habló así: «Soldados, habéis visto en el destino de otros el ejemplo de cómo vencer o morir. Si el valor con que los habéis mirado os lleva a apreciar del mismo modo vuestra propia fortuna, seremos los vencedores. Aquello no fue un espectáculo ocioso, sino una imagen, por así decir, de vuestra propia condición. Me inclino a pensar que la Fortuna os ha atado con pesadas cadenas y os ha puesto en una mayor necesidad que a vuestros cautivos. A derecha e izquierda os cercan dos mares y no tenéis ni un solo barco con el que escapar; a vuestro lado fluye en Po, un río más grande que el Ródano y más rápido; la barrera de los Alpes se cierne a vuestra espalda, esos Alpes que apenas lograsteis cruzar cuando vuestra fuerza y vigor estaban intactos. Aquí, soldados, en este lugar donde habéis encontrado por primera vez al enemigo, tenéis que vencer o morir. La misma fortuna que os ha impuesto la necesidad de luchar guarda también la recompensa de la victoria, recompensas tan grandes como las que los hombres suelen solicitar a los dioses inmortales. Incluso si fuésemos sólo a recuperar Sicilia y Cerdeña, posesiones que fueron arrebatadas a nuestros padres, serían premios lo suficientemente grandes como para satisfacernos. Todo lo que los romanos poseen ahora, ganado a través de tantos triunfos, todo lo que han acumulado, se convertirá en vuestro junto con sus propietarios. Venid, pues, tomad vuestras armas y ganad, con la ayuda del cielo, tan magnífica recompensa. Ya habéis pasado tiempo suficiente capturando ganado en las áridas montañas de la Lusitania y la Celtiberia, sin encontrar recompensa a vuestros trabajos y peligros; ahora es vuestro momento de enfrentar ricas y lucrativas campañas y conseguir premios que merezcan la pena, tras la larga marcha por todas esas montañas y ríos y por todas esos pueblos belicosos. Aquí os ha concedido la Fortuna el fin de vuestras fatigas, aquí os presenta una recompensa digna de todos vuestros pasados servicios.

«No creáis que porque la guerra sea contra Roma, pese a su gran nombre, la victoria será igualmente difícil. Más de un enemigo despreciado ha librado una larga y costosa lucha; naciones y reyes de mucho renombre han sido batidos con poco esfuerzo. Porque, dejando a un lado la gloria que rodea el nombre de Roma, ¿en qué manera pueden aquí compararse a vosotros? Por no hablar de vuestros veinte años de campaña, ganándolo todo con vuestro valor, toda vuestra buena suerte, desde las Columnas de Hércules, desde las orillas del océano, desde los rincones más alejados de la tierra, a través de los pueblos más belicosos de Hispania y la Galia, aquí habéis llegado como vencedores. El ejército contra el que combatiréis está formado por reclutas recién alistados que fueron batidos, conquistados y cercados por los galos este verano pasado [verano del 218 a.C.- N. del T.], desconocidos para su general que es un extraño para ellos. Yo, criado como estoy, casi nacido, en la tienda del pretorio de mi padre, un distinguido general; yo, que he subyugado Hispania y la Galia, que he conquistado no solo los pueblos alpinos sino, lo que es tarea aún mayor, a los propios Alpes, ¿me voy a comparar con este general por seis meses que ha abandonado su propio ejército y que si alguno tuviese que distinguir entre romanos y cartagineses, tras quitar los estandartes, estoy seguro de que no sabría qué ejército mandaba como cónsul? No tengo en cuenta un pequeño asunto, soldados; que no hay un hombre entre vosotros ante quien yo no haya efectuado más de una hazaña militar o de quien yo, que soy testigo fehaciente de su valor, no pueda contar sus propias acciones decorosas y el momento y lugar en que las acometió. Yo fui vuestro alumno antes de ser vuestro jefe y entraré en batalla, rodeado por hombres a los que he elogiado y recompensado miles de veces, contra unos que nada saben de los otros y que son mutuos desconocidos.

[21.44] «Dondequiera que vuelva la mirada no veo más que valor y fortaleza; una infantería veterana, una caballería, con frenos o sin ellos [hispana, con freno de boca en los caballos; númida, sin ellos.- N. del T.], alistada entre los más nobles pueblos; a vosotros, nuestros más fieles y bravos aliados [libios y libio-fenicios.-N. del T.]; a vosotros, cartagineses, que vais a combatir por nuestra patria, alentados por la más justa indignación. Nosotros tomamos la ofensiva, desplegamos nuestros estandartes sobre Italia, dispuestos a combatir con más valentía y menos temor que nuestro enemigo, pues quien ataca está animado con mayores esperanzar y mayor valor que quien afronta el ataque. Tenemos, además, el ánimo encendido por la injusticia y la humillación. Primero me exigieron a mí, vuestro general, como su víctima; luego insistió en que todos los que habían tomado parte en el asedio de Sagunto debe ser entregados; de haberos entregado, os habrían infligido las más refinadas torturas. Esa nación, tremendamente cruel y tiránica, todo lo que reclama para sí, lo hace todo en función de su voluntad y placer; cree que tienen derecho a dictar con quién hacemos la guerra o la paz. Limitan y adjuntar en el plazo de las montañas y los ríos como límites, pero no respetar los límites que ellos mismos han fijado. ‘No cruces el Ebro, no te relaciones con los saguntinos’. ¡Pero Sagunto no está en el Ebro!. ‘No debéis ir a ninguna parte’. ¿Es cosa de poca monta que me hayáis arrebatado mis más antiguas provincias, Sicilia y Cerdeña? ¿Cruzaréis también a Hispania, y si me retiro de allí, cruzaréis a África? ¿Qué digo cruzaréis? Ya habéis cruzado. Han mandado los dos cónsules de este año, uno a África y el otro a Hispania. Nada nos queda en parte alguna salvo lo que consigamos por la fuerza de las armas. Se pueden permitir ser cobardes y pusilánimes quienes tienen dónde regresar, a quienes su propio territorio y sus propios campos les recibirán tras huir por sus pacíficas y seguras carreteras; vosotros, por necesidad, debéis ser hombres valientes, tenéis que resolver con desesperación entre la victoria o la muerte y estáis obligados a conquistar o, si torna la Fortuna, a enfrentar la muerte en la batalla antes que en la huida. Si os habéis hecho a la idea de todo esto, os digo otra vez que venceréis; no han puesto los dioses inmortales arma más afilada en manos de los hombres que el desprecio por la muerte».

[21.45] Tras haber animado el espíritu de lucha de ambos ejércitos con estas arengas, los romanos lanzaron un puente sobre el Tesino y construyeron un fortín para defenderlo. Mientras estaban ocupados en esto, los cartagineses enviaron a Maharbal con una fuerza de quinientos caballos del flanco númida para asolar las tierras de los aliados de Roma, pero con órdenes de respetar las de los galos y ganarse a sus jefes para su bando. Cuando el puente se terminó, el ejército romano cruzó al territorio de los ínsubros y tomó una posición a cinco millas [7400 metros.- N. del T.] de Victumula, donde Aníbal tenía su campamento. Tan pronto vio que la batalla era inminente, se apresuró a llamar a Maharbal y sus tropas. Pensando que nunca sería bastante cuanto animase y alentase a sus soldados, ordenó una asamblea y ante todo el ejército ofreció seguras recompensas por cuya obtención luchasen. Les dijo que les daría tierras donde quisieran, en Italia, África o Hispania, que quedarían libres de todo impuesto quienes las aceptaran y sus hijos; si alguno prefería dinero a las tierras, satisfaría sus deseos; si algún aliado quería convertirse en ciudadano cartaginés, él se lo otorgaría; si alguno prefería volver a su hogar, procuraría que sus circunstancias fueran tales que nunca desease cambiarse por ninguno de sus compatriotas. Incluso prometió la libertad a los esclavos que siguieran a sus amos; y a los amos, por cada esclavo liberado, dos más en concepto de indemnización. Para convencerlos de su determinación para llevar a cabo estas promesas, tomó un cordero con la mano izquierda y un cuchillo de pedernal en la derecha y oró a Júpiter y a los demás dioses, diciendo que si él rompía su palabra le matasen a él como él iba a matar a aquel cordero. A continuación, aplastó la cabeza del animal con el pedernal. Todos sintieron entonces que los dioses garantizaban el cumplimiento de sus esperanzas, y miró el retraso en llevarles a la acción como un retraso a la hora de cumplir sus deseos; con una sola mente y una sola voz clamaron ser llevados a la batalla.

[21.46] Los romanos estaban muy lejos de mostrar tal ardor. Entre otros motivos de inquietud, se habían producido últimamente ciertos prodigios. Un lobo había entrado en el campamento y mutilado a cuantos se cruzaron con él, después escapó ileso. Un enjambre de abejas, también, se posó en un árbol que dominaba la tienda del pretorio. Tras haber efectuado las preceptivas expiaciones, Escipión salió con una fuerza de caballería y hombres armados a la ligera con jabalinas [iaculatoribus en el original latino; otras traducciones se refieren a ellos como arqueros ligeros; nosotros preferimos nuestra traducción porque, más adelante en este mismo párrafo, Livio nos presenta a esos hombres como infantes combatiendo mezclados con caballería, costumbre nada extraña en la época ni aun después, pero que se compadece más con el uso de jabalinas arrojadizas que no con el engorro del arco y las flechas en plena confusión.- N. del T.] hacia el campamento enemigo para tener una visión más cercana y determinar el número y naturaleza de sus fuerzas. Se encontró con Aníbal, que también avanzaba con su caballería para explorar la zona. Ningún grupo, al principio, vio al otro; la primera indicación de una aproximación hostil vino dada por la inusualmente densa nube de polvo levantada por las pisadas de tantos hombres y caballos. Cada parte se detuvo y se dispuso al combate. Escipión colocó a los lanzadores de jabalinas y a la caballería gala al frente, la caballería romana y la caballería pesada de los aliados quedaron como reserva. Aníbal formó su centro con su caballería con frenos y puso a los númidas en los flancos. Apenas se hubo lanzado el grito de guerra ante los lanzadores de jabalina, estos se retiraron a segunda línea entre las reservas. Durante algún tiempo la caballería mantuvo una lucha equilibrada, pero al mezclarse los infantes con los jinetes los caballos se volvieron ingobernables; muchos fueron arrojados o desmontaban donde veían a sus camaradas en peligro, hasta que toda la batalla se libró, prácticamente, a pie. A continuación, los númidas de los flancos dieron un rodeo y aparecieron a retaguardia de los romanos, produciendo desconcierto y creando el pánico entre ellos. Para empeorar las cosas, el cónsul fue herido y corrió peligro; fue rescatado por la intervención de su hijo adolescente. Este era el joven que después ganó la gloria de poner término a esta guerra y se ganó el sobrenombre de «Africano» por su espléndida victoria sobre Aníbal y los cartagineses. Los lanzadores de jabalina fueron los primeros en ser atacados por los númidas y huyeron en desorden; el resto de las fuerzas, con la caballería cerrada en torno al cónsul, protegiéndolo tanto con sus personas como con sus armas, se retiraron en orden al campamento. Celio asigna el honor de salvar al cónsul a un esclavo de Liguria, pero yo prefiero creer que fue su hijo; esto es lo que afirma la mayoría de los autores y lo que acepta generalmente la tradición.

[21.47] Esta fue la primera batalla contra Aníbal [la batalla del Tesino o del Ticino, como aparece en el texto latino, acontecida en noviembre de 218 a.C. y a la que seguirían, en territorio italiano, las de Trebia, Trasimeno y el desastre de Cannas, como veremos.- N. del T.], y el resultado dejó bien claro que el cartaginés era superior en caballería y que, por lo tanto, las llanuras que se extienden desde el Po a los Alpes no eran un campo de batalla propicio para los romanos. A la noche siguiente, por lo tanto, los soldados recibieron la orden de recoger su impedimenta en silencio, el ejército se alejó de Tesino y se dirigió rápidamente al Po, que cruzaron por el puente de barcas que todavía estaba intacto, en perfecto orden y sin ser molestados por el enemigo. Llegaron a Plasencia antes de que Aníbal supiese con certeza que habían dejado el Tesino; sin embargo, logró capturar a unos seiscientos que estaban en su orilla del Po, desmontando lentamente el extremo del puente. No pudo utilizar el puente para cruzar, ya que los extremos se habían desatado y todo el conjunto flotaba río abajo. Según Celio, Magón, con la caballería y la infantería española, cruzó enseguida el río, mientras que el propio Aníbal llevaba su ejército río arriba, donde era vadeable y puso a los elefantes en fila de orilla a orilla para romper la fuerza de la corriente. Los que conozcan el río difícilmente creerán esto, pues es muy improbable que la caballería pudiera haber resistido la violencia de la corriente sin daño para sus monturas y armas, aún suponiendo que los hispanos hubiesen cruzado sobre sus odres hinchados; y habría requerido una marcha de muchos días el encontrar un vado en el Po por el que un ejército cargado con sus bagajes hubiese podido cruzar. Concedo yo más autoridad a aquellos autores que dicen que les llevó al menos dos días encontrar un lugar por donde poder tender un puente sobre el río, y que fue por allí por donde cruzó la caballería de Magón y la infantería ligera hispana. Mientras que Aníbal esperaba cerca del río para conceder audiencia a las embajadas de los galos, mandó cruzar a su infantería pesada y durante este intervalo Magón y su caballería avanzaron hasta un día de marcha del río en dirección del enemigo, en Plasencia. A los pocos días, Aníbal se atrincheró en una posición a seis millas [8.880 metros.- N. del T.] de Plasencia, y al día siguiente sacó a su ejército en orden de batalla a la vista del enemigo y le presentó oportunidad de luchar.

[21.48] La noche siguiente, las fuerzas auxiliares galas hicieron una matanza en el campamento romano; realmente, fue más grave por el alboroto que por la pérdida de vidas. Unos dos mil soldados de infantería y doscientos jinetes masacraron a los centinelas y desertaron con Aníbal. Los cartagineses les recibieron amablemente y los enviaron a sus casas con la promesa de grandes recompensas y se ganaban las simpatías de sus compatriotas en su nombre. Escipión vio en este ultraje una señal de revuelta para todos los galos, quienes, contagiados por la locura de este crimen, correrían de inmediato a las armas; y aunque sufriendo gravemente por su herida, abandonó su posición a la cuarta guardia de la noche siguiente, marchando su ejército en perfecto silencio y trasladó su campamento cerca del Trebia, en un terreno más elevado donde las colinas resultaban impracticables para la caballería. Tuvo menos éxito tratando de ocultar su maniobra al enemigo del que tuvo en el Tesino; Aníbal envió primero a los númidas y después a toda su caballería en persecución, pudiendo por lo menos haber provocado un desastre entre la retaguardia de la columna si los númidas, llevados por su ansia de botín, no se hubieran vuelto hacia el abandonado campamento romano. Mientras perdían el tiempo husmeando por cada rincón del campamento, sin encontrar nada que valiese la pena, el enemigo se escapó de sus manos y para cuando llevaron a la vista de los romanos, ellos ya habían cruzado el Trebia y mensuraban el terreno de su campamento. Solo murieron algunos rezagados a los que capturaron a su lado del río. No pudiendo soportar por más tiempo las molestias de la herida, agravada por la marcha, y pensando también que debía esperar a su colega (pues ya se había enterado de que lo habían hecho llamar desde Sicilia), Escipión escogió la que parecía la posición más segura cerca del río y plantó un campamento permanente. Aníbal había acampado no lejos de allí y, a pesar de su euforia por su exitosa acción de caballería, sentía una considerable inquietud porque la falta de suministros, debida a que al marchar por territorio hostil no había almacenes donde proveerse, se agravaba día tras día. Envió un destacamento a la ciudad de Casteggio [la antigua Clastidium.- N. del T.] donde los romanos habían acumulado grandes cantidades de grano. Mientras se disponían a atacar la plaza, concibieron esperanzas de conseguir su entrega. Dasio, un brindisino, era el jefe de la guarnición, y fue inducido mediante un moderado soborno de cuatrocientas piezas de oro para que entregase Casteggio a Aníbal. El lugar fue el granero de los cartagineses mientras estuvieron en el Trebia. No se produjo ninguna crueldad contra la guarnición, pues Aníbal desde el principio ansiaba ganarse reputación de clemente.

[21,49]. La guerra en el Trebia había llegado, de momento llegar a un punto muerto, pero en torno a Sicilia, y a las islas en la franja italiana, estaban teniendo lugar acciones terrestres y navales bajo el mando de Sempronio y aún antes de su llegada. Los cartagineses habían enviado veinte quinquerremes con un millar de soldados a bordo para asolar las costas de Italia; nueve a Lípari y ocho a la isla de Vulcano [isla al sur del archipiélago de Lípari, cuyo antiguo nombre era Liparas.- N. del T.], pero tres derivaron con las corrientes hasta el estrecho de Mesina [Messana en el original latino.- N. del T.]. Estos fueron divisadas desde Mesina, e Hierón, rey de Siracusa, que estaba por entonces esperando al cónsul, envió doce naves contra ellas, que fueron capturadas sin oposición y llevadas al puerto de Mesina. Se supo por los prisioneros que, además de la flota de veinte buques a la que pertenecían, enviada contra Sicilia, estaban también de camino a Italia otras treinta y cinco quinquerremes cuyo objetivo era provocar a los antiguos aliados de Cartago. Su principal inquietud era asegurarse Lilibeo [Lilybaeum en el original latino.- N. del T.], y los prisioneros opinaban que la tormenta que les había separado del resto había impulsado también a la flota hasta las islas Égates. El rey comunicó esta información tal como la había recibido a Marco Emilio, el pretor, cuya provincia era Sicilia, y le aconsejó poner una fuerte guarnición en Lilibeo. El pretor envió enseguida sus generales y tribunos militares a los estados vecinos para hacerse cargo de la defensa. Lilibeo, especialmente, se dedicó completamente a los preparativos para la guerra; se dieron órdenes para que los marineros llevasen a bordo raciones para diez días, de modo que no hubiera retraso en hacerse a la vela cuando se diera la señal; se enviaron hombres a lo largo de la costa para vigilar la llegada de la flota enemiga. Así sucedió que, aunque los cartagineses habían disminuido a propósito la velocidad de sus buques para llegar a Lilibeo antes del amanecer, fueron divisados en el horizonte debido a la existencia de luna toda la noche y también porque venían con sus velas desplegadas. Al instante se dio la señal por los vigías; en la ciudad sonó el grito de «¡A las armas!» y se tripularon los barcos. Algunos de los soldados estaban en las murallas y vigilando las puertas, otros estaban a bordo de los buques. Como los cartagineses vieran que las cosas no sucederían contra gentes sin precaver, permanecieron fuera del puerto hasta el amanecer y pasaron el tiempo quitando sus velas y disponiéndose para la acción. Cuando se hizo la luz se hicieron a la mar para disponer de espacio suficiente en el combate y para que los buques del enemigo se sintieran libres para salir del puerto. Los romanos no rehusaron la batalla, envalentonados como estaban por el recuerdo de sus anteriores combates en aquel mismo lugar y llenos de confianza en el número y valor de sus hombres.

[21.50] Cuando hubieron salido a mar abierto, los romanos estaban ansiosos por llegar al cuerpo a cuerpo; los cartagineses, por otra parte, trataban de evitar esto y vencer maniobrando más que mediante el ataque directo; preferían que fuese más una batalla de naves que de soldados. Y es que su flota estaba ampliamente dotada de marineros, pero con escasez de soldados, y siempre que un barco se colocaba banda a banda con otro enemigo, en modo alguno sus hombres armados podían igualar el combate. Cuando esto se hizo de conocimiento general, los ánimos de los romanos se levantaron al darse cuenta de cuántos de sus soldados iban a bordo, mientras que los cartagineses se descorazonaban al ver cuán pocos tenían. Siete de sus buques fueron capturados en muy poco tiempo, el resto huyó. En los siete barcos había mil setecientos soldados y marineros, entre ellos tres miembros de la nobleza cartaginesa. La flota romana regresó sin daños a puerto, con excepción de uno que había sido embestido, pero incluso esta pudo regresar. Inmediatamente después de esta batalla, Tiberio Sempronio, el cónsul, llegó a Mesina antes de que los de la ciudad hubieran oído hablar del combate. El rey Hierón fue a su encuentro a la entrada del Estrecho, con su flota totalmente equipada y armada, y subió a bordo de la nave del cónsul para felicitarlo por haber llegado a salvo seguridad con su flota y su ejército, y para desearle un pasaje próspero y feliz a Sicilia. Describió a continuación las características de la isla y los movimientos de los cartagineses, prometiendo ayudar ahora a los romanos, en su ancianidad, con la misma disposición que había mostrado en su juventud, durante la guerra anterior [tenía por entonces Hierón alrededor de 88 años.- N. del T.]; suministraría gratis, a los soldados y marineros, grano y ropas. También le dijo al cónsul que Lilibeo y las ciudades de la costa estaban en gran peligro, con algunas ansiosas por rebelarse. El cónsul vio que no debía demorar en absoluto el darse a la vela hacia Lilibeo; partió de inmediato y el rey le acompañó con su flota.

[21.51] En Lilibeo, Hierón y su flota se despidieron de él y el cónsul, después de dejar al pretor para supervisar la defensa de la costa de Sicilia, pasó a Malta [Melita en el original latino.- N. del T.], que estaba en manos de los cartagineses. Amílcar, hijo de Giscón, quien estaba al mando de la guarnición, entregó la isla y sus hombres, un poco menos de dos mil soldados. Unos días más tarde regresó a Lilibeo, y los prisioneros, con la excepción de los tres nobles, fueron vendidos en subasta. Habiendo quedado satisfecho al asegurar aquella parte de Sicilia, el cónsul navegó hasta la isla Vulcano, pues se enteró de que la flota cartaginesa estaba anclada allí. Sin embargo, no encontró al enemigo en la vecindad, pues habían partido hacia Italia para saquear la franja costera y tras arrasar el territorio de Vibo Valentia amenazaban la ciudad. Mientras regresaba a Sicilia llegaron las nuevas de aquellas correrías al cónsul y, al mismo tiempo, le fue entregado un despacho del Senado informándole de la presencia de Aníbal en Italia y ordenándole que fuera en ayuda de su colega tan pronto como fuera posible. Con todas estos motivos de preocupación pesando sobre él, el cónsul embarcó enseguida su ejército y lo envió hacia Rímini [Ariminum en el original latino.- N. del T.], en el Adriático. Equipó a Sexto Pomponio, su general, con veinticinco barcos de guerra y le confió la protección de la costa italiana y el territorio de Vibo Valentia; completó la flota de Marco Emilio, el pretor, con cincuenta buques. Después disponer los asuntos de Sicilia, marchó a Italia con diez naves y llegó costeando a Rímini. Desde allí marchó con su propio ejército hasta el río Trebia y se reunió con su colega.

[21.52] El hecho de que ambos cónsules y todas las fuerzas disponibles que Roma poseía fueran llevadas ahora a oponerse a Aníbal, era una prueba bastante clara de que, o bien que aquella fuerza era suficiente para la defensa de Roma o que toda la esperanza en defenderla debía abandonarse. No obstante, uno de los cónsules, deprimido después de la derrota de su caballería además de por su herida, prefería más bien retrasar la batalla. El otro, cuyo valor no había sufrido ninguna merma y, por tanto, estaba más ansioso por combatir, se impacientaba con el retraso. El territorio entre el Trebia y el Po estaba habitado por galos que, ante esta lucha entre dos pueblos poderosos, mostraron buena voluntad e imparcialidad para con ambos, con objeto, sin duda, de ganarse la gratitud del vencedor. Los romanos se daban por más que satisfechos si los galos permanecían tranquilos y neutrales, pero Aníbal estaba muy indignado, pues constantemente decía que él estaba allí invitado por los galos para lograr su libertad. Estos sentimientos de rencor y, al mismo tiempo, el deseo de enriquecer a sus soldados con el botín, le impulsaron a enviar dos mil soldados de infantería y mil de caballería, compuesta por galos y númidas, sobre todo por estos últimos, con órdenes de devastar todo el país, comarca tras comarca, hasta las mismas orillas del Po. Aunque los galos habían mantenido hasta entonces una actitud imparcial, se vieron obligados, en su necesidad, a volverse de quienes habían cometido aquellos atropellos hacia quienes esperaban que les hicieran justicia. Enviaron emisarios a los cónsules para pedir a los romanos que vinieran a rescatar una tierra que estaba sufriendo por haber sido su pueblo demasiado leal a Roma. Cornelio consideró que ni los hechos denunciados ni las circunstancias justificaran ejercer ninguna acción. Sospechaba de aquella nación por sus muchos actos de traición, e incluso si se pudiera olvidar su pasada infidelidad por el paso del tiempo, él no olvidaría la reciente traición de los boyos. Sempronio, en cambio, era de la opinión de que el medio más eficaz para conservar la fidelidad de sus aliados consistía en defender a los primeros que pidieran su ayuda. Como su colega aún dudaba, él envió a su propia caballería, con el apoyo de unos mil lanzadores de jabalina, para proteger el territorio de los galos al otro lado del Trebia. Atacaron al enemigo por sorpresa mientras estaba disperso y en desorden, la mayoría cargados de botín, y tras producir gran pánico e infligir severas pérdidas entre ellos, los pusieron en fuga hacia su campamento. Los fugitivos fueron obligados a volverse por sus camaradas, que salían en gran número del campamento, y así reforzados renovaron los combates. La batalla osciló conforme cada bando se retiraba o perseguía y, hasta la última acción, estuvo indecisa. El enemigo perdió más hombres, los romanos reclamaron la victoria.

[21.53] A nadie en todo el ejército pareció la victoria más importante o más decisiva que al propio cónsul. Lo que más le complació fue haber demostrado ser superior en aquella arma con la que su colega resultó derrotado. Vio que los ánimos de sus hombres estaban restaurados y que nadie, excepto su colega, deseaba retrasar la batalla; creía que Escipión estaba más enfermo de ánimo que de cuerpo y que el pensar en su herida le hacía rehuir los peligros del campo de batalla. «Pero no debemos contagiarnos con el letargo de un enfermo. ¿Qué se ganará con más retrasos, o más bien, con más pérdida de tiempo? ¿A quién esperamos, a un tercer cónsul; qué nuevo ejército buscamos? El campamento de los cartagineses está en Italia, casi a la vista de la Ciudad. Su objetivo no es Sicilia ni Cerdeña, que perdieron tras su derrota, ni la Hispania de esta parte del Ebro; su único objetivo es arrojar a los romanos fuera de su suelo ancestral, de la tierra en que nacieron. ¡Cuánto se lamentarían nuestros padres, acostumbrados como estaban a guerrear en torno a las murallas de Cartago, si pudieran vernos a nosotros, sus descendientes, con dos cónsules y dos ejércitos consulares, acobardados en nuestro campamento en el mismo corazón de Italia, mientras los cartagineses se apropian de su imperio entre los Alpes y los Apeninos!». Así hablaba, sentado junto a su colega incapacitado; este era el lenguaje que empleaba ante sus soldados, como si estuviese arengando a la Asamblea. Le empujaba, también, la proximidad del momento de las elecciones y el miedo de que la guerra, si se retrasaba, pasara a manos de los nuevos cónsules; también la oportunidad que tenía de monopolizar toda la gloria en ella mientras su colega estaba enfermo. A pesar, por tanto, de la oposición de Cornelio, ordenó a los soldados que se preparasen para la batalla que se avecinaba.

Aníbal vio claramente cuál era el mejor curso de acción del enemigo, y tenía muy pocas esperanzas de que ningún cónsul hiciera algo precipitado o imprudente. Sin embargo, cuando descubrió que lo que había escuchado previamente era realmente cierto, es decir, que uno de los cónsules era un hombre impetuoso y testarudo y que aún lo era más desde la reciente acción de caballería, le quedaron muy pocas dudas de que tenía una ocasión propicia para dar la batalla. Estaba ansioso por no perder un momento, para poder combatir mientras el ejército enemigo era aún novato y el mejor de los dos jefes romanos estaba incapacitado por su herida, y también mientras los galos mantenían su ánimo belicoso, pues sabía que la mayor parte de ellos le seguirían con tanto menos entusiasmo cuanto más lejos estuviesen de sus hogares. Estas y otras consideraciones parecidas lo llevaron a la esperanza de que la batalla fuera inminente, y le hizo querer forzar un enfrentamiento si los otros se retrasaban. Envió a algunos galos a espiar, pues los galos servían en ambos ejércitos y podía confiar en ellos pasar averiguar lo que deseaba, y cuando le informaron que los romanos estaban dispuestos para el combate, el cartaginés empezó a buscar un lugar apropiado para tender una emboscada.

[21,54] Entre los dos ejércitos había una corriente con orillas muy altas cubiertas con hierbas pantanosas, zarzas y arbustos de los que generalmente se encuentran en terrenos baldíos. Tras cabalgar alrededor del lugar y quedar convencido por sí mismo de que podía ocultarse allí incluso la caballería, Aníbal, volviéndose a su hermano Magón, dijo: «Este será el lugar que ocuparás. Escoge de entre tu fuerzas de infantería y caballería a cien hombres de cada arma y tráelos ante mí en la primera guardia, ahora es tiempo de comer y descansar». Luego despidió a su personal. Magón hizo acto de presencia con sus doscientos hombres escogidos. «Yo veo aquí», dijo Aníbal, «la flor de mi ejército, pero debéis ser fuertes tanto en número como en valor. Por lo tanto, cada uno de vosotros irá y escogerá otros nueve como él de entre los escuadrones y manípulos. Magón os mostrará el lugar donde permaneceréis emboscados; tenéis un enemigo ignorante de tales artes bélicos». Después de enviar a Magón con sus mil hombres de infantería y sus mil de caballería a ocupar su posición, Aníbal dio órdenes para que la caballería númida cruzase el Trebia al amanecer y cabalgase hasta las puertas del campamento romano; allí debían lanzar sus proyectiles sobre los puestos de vigilancia e incitar así al enemigo a la batalla. Cuando se hubiera iniciado la lucha, debían ir cediendo poco a poco terreno y conducir a sus perseguidores hasta su propia orilla del río. Estas eran las órdenes de los númidas; a los otros comandantes, tanto de infantería como de caballería, se les ordenó procurar que todos sus hombres desayunasen, tras lo cual debían esperar la señal, con los hombres completamente armados y los caballos ensillados y dispuestos. Ansioso de combatir y habiéndose hecho a la idea de combatir, Sempronio sacó toda su caballería para cubrir el ataque númida, pues tenía en su caballería la mayor de las confianzas; a esta le siguieron seis mil infantes y, por último, marcharon fuera de su campamento todas sus fuerzas restantes. Resultaban ser los días más cortos [o sea, alrededor del 20 o 21 de diciembre del 218 a.C.-N. del T.], una tormenta de nieve estaba en su apogeo y la comarca, situada entre los Alpes y los Apeninos, se había vuelto especialmente fría por la proximidad de ríos y pantanos. Para empeorar las cosas, hombres y caballos por igual habían sido enviados al frente a toda prisa, sin comida ni protección alguna contra el frío, por lo que no tenían calor en sus cuerpos y la brisa helada procedente del río hacía el frío aún más insoportable conforme se aproximaban en su persecución de los númidas. Pero cuando entraron en el agua, que se había hinchado por la lluvia de la noche y les llegaba a la altura del pecho, las extremidades se les quedaron ateridas de frío y al surgir por el otro lado apenas tenían fuerzas para sostener sus armas; empezaron a debilitarse por la fatiga y, conforme avanzó el día, con el hambre.

[21,55] Los hombres de Aníbal, entre tanto, habían hecho fuegos ante sus tiendas, se había distribuido aceite entre los manípulos para que sus articulaciones siguieran flexibles y tuvieron tiempo de efectuar una abundante comida. Cuando se anunció que el enemigo había cruzado el río, tomaron sus armas, despiertos y activos de mente y cuerpo, y marcharon a la batalla. Los baleares y la infantería ligera se situaron delante de los estandartes; sumaban unos ocho mil; tras ellos la infantería pesada, el pilar y columna vertebral del ejército; en los flancos, Aníbal colocó diez mil jinetes y a los elefantes los distribuyó delante de las alas. Cuando el cónsul vio a su caballería, que había perdido el orden durante la persecución, encontrándose con una insospechada resistencia númida, dio señal para que la llamaran y la colocó rodeando a sus infantes. Había dieciocho mil romanos, veinte mil aliados latinos y una fuerza auxiliar de cenomanos, la única tribu gala que se había mantenido fiel. Estas eran las fuerzas enfrentadas. Los baleares abrieron el combate, pero al encontrarse con la gran resistencia de las legiones, la infantería ligera se retiró rápidamente a las alas, una maniobra que enseguida acrecentó los problemas de los jinetes romanos que, en número de cuatro mil y ya cansados, no fueron capaces de ofrecer una resistencia efectiva a los diez mil que estaban frescos y vigorosos, viéndose además desbordados por la nube de proyectiles lanzados por los baleares. Más aún, los elefantes, elevándose al extremo de la línea, aterrorizaban a los caballos no solo por su apariencia, sino por su olor desacostumbrado, y extendieron el pánico por doquier. La batalla de infantería, por lo que a los romanos concernía, se mantenía más por el valor que por la fortaleza física, pues los cartagineses, que poco antes habían comido y descansado, entraron en combate alimentados y frescos, mientras que los romanos estaban cansados, hambrientos y ateridos de frío. Aun así, su valor les habría sostenido si únicamente hubiesen estado combatiendo contra la infantería. Sin embargo, los baleares, después de rechazar a la caballería, lanzaban sus proyectiles sobre los flancos de las legiones; los elefantes habían cargado ya contra el centro de la línea romana y Magón y sus númidas, saliendo de su emboscada, aparecieron en la retaguardia y crearon terrible desorden y pánico. Aun a despecho de todos los peligros que les rodeaban, las filas permanecieron firmes e inconmovibles durante algún tiempo, incluso, contra toda expectativa, frente a los elefantes. Algunos vélites [infantería ligera romana que se correspondía con aquellos ciudadanos más pobres que no poseían lo suficiente como para permitirse la panoplia completa del legionario pesado; estaba armada muy heterogéneamente: con jabalinas o con dardos, puñales o espadas, a veces con pequeños escudos y raramente con protección corporal.- N. del T.], que habían sido situados donde pudieran atacar a dichos animales, corrieron tras ellos y les agarraban de las colas, hincándoles los dardos donde su piel era más suave y fácilmente penetrable y haciéndoles retirarse.

[21.56] Enloquecidos por el dolor y el terror, estaban empezando a correr salvajemente entre sus propios hombres cuando Aníbal ordenó que los llevaran al ala izquierda, contra las auxiliares galos de la derecha romana. Allí causaron de inmediato un pánico inconfundible y la huida, así que los romanos tuvieron otro motivo más de alarma al ver a sus auxiliares derrotados. Estaban ahora luchando en círculo y cerca de diez mil de ellos, incapaces de escapar en cualquier otra dirección, se abrieron paso por el centro de las tropas africanas y los auxiliares galos que las apoyaban, e infligieron unas tremendas pérdidas al enemigo. El río les impedía regresar a su campamento y la lluvia no les dejaba juzgar dónde serían de más ayuda a sus camaradas, por ellos marcharon directamente a Plasencia. Por todas partes se trataba desesperadamente de escapar; algunos que lo intentaron por el río fueron arrastrados por la corriente o capturados por el enemigo al dudar en cruzar; otros, dispersos al huir por los campos, siguieron las huellas del grupo principal en retirada y llegaron a Plasencia; otros, temiendo más al enemigo que al río, lo cruzaron y llegaron hasta su campamento. La aguanieve y el insoportable frío provocaron la muerte de muchos hombres y animales de carga, pereciendo casi todos los elefantes. Los cartagineses abandonaron la persecución a orillas del Trebia y regresaron a su campamento tan entumecidos por el frío que casi no sentían alegría alguna por su victoria. Por la noche, los hombres que habían custodiado el campamento [romano] y el resto de los soldados, en su mayoría heridos, cruzaron el Trebia en balsas sin ninguna interferencia de los cartagineses, fuera porque el rugido de la tormenta les impidió oírles o porque, al no poder moverse por el cansancio y las heridas, fingieran no oír nada. Mientras los cartagineses descansaban, Escipión llevó su ejército hasta Plasencia y desde allí, atravesando el Po, hasta Cremona, para que una sola colonia no se viese abrumada con el suministro de los cuarteles de invierno de dos ejércitos.

[21.57] Tanto terror produjo esta derrota en la ciudad de Roma, que pensaban que el enemigo ya avanzaba para atacar la Ciudad y que no se podía esperar ayuda ni tener esperanza de rechazarlo de sus murallas y puertas. Tras haber sido batido un cónsul en el Tesino, se había llamado al otro desde Sicilia y ahora ambos cónsules y ambos ejércitos consulares habían sido derrotados. ¿Qué nuevos jefes, qué nuevas legiones podrían traerse al rescate? En medio de este terror generalizado, llegó Sempronio. Se había deslizado a través de la caballería enemiga, corriendo un gran riesgo, mientras estaba dispersa en busca de botín, y debió su escape más a la audacia que a la inteligencia, pues no tenía muchas esperanzas de evitarla o, de no lograrlo, de resistir. Después dirigir las elecciones, que era la necesidad urgente por el momento, regresó a sus cuarteles de invierno. Los cónsules electos fueron Cneo Servilio y Cayo Flaminio -217 a.C.-. Ni en sus cuarteles de invierno tuvieron los romanos mucha tranquilidad; por todas partes vagaba la caballería númida o, donde el terreno era demasiado duro para ella, los celtíberos y lusitanos. Tenían, por tanto, cortados los suministros por todos lados, excepto lo que eran traídos en barcos por el Po. Cerca de Plasencia había un mercado grande, cuidadosamente fortificado y ocupado por una fuerte guarnición. Con la esperanza de capturar el lugar, Aníbal se acercó con la caballería y fuerzas ligeras, y confiando principalmente en el secreto para tener éxito, se dirigió hasta allí por la noche. Pero no escapó a la observación de los centinelas, y tan fuerte fue el grito de alarma que, de hecho, se escuchó hasta en Plasencia. Al amanecer el cónsul estaba ya en el lugar con su caballería, habiendo dado órdenes para que las legiones de infantería le siguieran en orden de combate. Se libró una acción de caballería en la que Aníbal resultó herido y su retirada del cambo de batalla desconcertó al enemigo; la posición fue defendida admirablemente.

Después de tomar sólo unos días de descanso, antes de que la herida se curase bien, Aníbal procedió a atacar Victumula. Durante la guerra Gala este lugar había servido como mercado romano; posteriormente, como era una plaza fortificada, se había asentado allí un considerable número de población mixta procedente de los territorios vecinos, y ahora el terror provocado por las constantes rapiñas había llevado a la mayoría de la gente del campo hasta la ciudad. Esta población heterogénea, excitada por la noticia de la enérgica defensa de Plasencia, tomó las armas y salió al encuentro de Aníbal. Más como una muchedumbre que como un ejército, se encontraron con él cuando marchaba; como una parte no era más que una multitud indisciplinada y la otra consistía en un general y un ejército que confiaban completamente uno en el otro, un pequeño destacamento derrotó a treinta y cinco mil hombres. Al día siguiente se rindieron y admitieron una guarnición cartaginesa dentro de sus murallas. Acababan de rendir sus armas, obedeciendo las órdenes, cuando se dieron de repente instrucciones a los vencedores para que tratasen la ciudad como si la hubiesen tomado al asalto; ningún hecho sangriento, que los historiadores suelen mencionar en tales ocasiones, fue dejado de perpetrar, tan terrible fue el ejemplo sentado de toda clase de lascivia y crueldad y cruel tiranía hacia los infelices habitantes. Tales fueron las operaciones de invierno de Aníbal.

[21.58] Los soldados descansaron mientras duró el insoportable frío; no duró mucho, y a las primeras y dudosas señales de la primavera, Aníbal dejó sus cuarteles de invierno y fue hacia Etruria con intención de inducir a esa nación, como a los galos y los ligures, a unir sus fuerzas con él, voluntariamente o bajo amenaza. Durante su travesía de los Apeninos le alcanzó una tormenta de tal severidad que casi se superaron los horrores de los Alpes. La lluvia era impulsada por el viento directamente contra las caras de los hombres, y se detenían al tener que abandonar sus armas para luchar contra el temporal que les tiraba por el suelo. Luego se les cortaba la respiración y no podían respirar, por lo que se sentaban brevemente de espaldas al viento. Los cielos empezaron a reverberar con un rugido terrible y en medio del estruendo brillaban fuegos entre terribles relámpagos. Aquella visión les ensordeció y paralizó de terror. Por fin, como la fuerza del viento aumentase con la lluvia, vieron que tendrían que establecer el campamento en el lugar en que les había atrapado la tormenta. Ahora tenían que comenzar todos sus trabajos de nuevo, pues no podían desenrollar nada ni fijar nada [se refiere aquí Livio a las tiendas de campaña.- N. del T.]; dondequiera que las ataban, se soltaban, el viento las desgarraba en pedazos y se las llevaba [las tiendas de campaña de la época solían estar compuestas de piezas de pieles cosidas entre sí.- N. del T.]. Luego, al congelarse en lo alto de las montañas la humedad arrastrada por el viento, descargó tal granizada de nieve que los hombres, renunciando a cualquier otro intento de acampar, yacieron como mejor pudieron, más enterrados bajo sus cubiertas que protegidos por ellas. A esto le siguió un frío tan intenso que cuando alguno, hombre o bestia, trataba de levantarse de tan miserable estado de postración, le llevaba mucho tiempo conseguirlo porque sus músculos, contraídos y rígidos por el frío, apenas les dejaban doblar sus extremidades. Por fin, ejercitando brazos y piernas, pudieron moverse un tanto y empezaron a reanimarse; aquí y allí se encendieron fogatas y aquellos que precisaban de menos ayuda auxiliaron a sus compañeros. Las fuerzas permanecieron bloqueadas en ese lugar durante dos días; muchos hombres y animales murieron; de los elefantes que sobrevivieron a la batalla del Trebia perdieron a siete.

[21.59] Después de descender de los Apeninos, Aníbal avanzó hacia Plasencia, y después de una marcha de diez millas [14.800 metros.- N. del T.] estableció su campamento. Al día siguiente marchó contra el enemigo con doce mil soldados de infantería y cinco mil de caballería. Para entonces, Sempronio había regresado de Roma y no rehusó la batalla. Distaban aquel día los dos campamentos entre sí tres millas [4.440 metros.- N. del T.]; combatieron al día siguiente y ambos bandos mostraron el más decidido valor aunque la acción resultó indecisa. En el primer choque, los romanos fueron tan superiores que no solo se hicieron con el campo de batalla, sino que persiguieron al enemigo derrotado hasta su campamento y pronto lo estaban atacando. Aníbal situó unos cuantos hombres para defender la empalizada y las puertas, congregó al resto en el centro del campamento y les ordenó estar alertas y esperar la señal para efectuar una salida. Era ya casi la hora nona [las tres de la tarde.- N. del T.]; los romanos estaban agotados con sus infructuosos esfuerzos y no tenían esperanza de hacerse con el campamento, por lo que el cónsul dio la señal para retirarse. Tan pronto como Aníbal lo oyó y vio que la lucha había disminuido y que el enemigo se retiraba del campo de batalla, lanzó inmediatamente a su caballería por la derecha y por la izquierda y se encaminó personalmente con la fuerza principal de su infantería desde el centro de su campamento. Rara vez habrá habido una lucha más igualada, y pocas se habrían hecho más memorables por la destrucción mutua de ambos ejércitos, si la luz del día se hubiese prolongado suficientemente; tal como fueron las cosas, la noche puso fin a un combate sostenido con obstinado valor. Hubo más furia que derramamiento de sangre, y como se había luchado igualadamente en ambos lados, las pérdidas fueron también iguales. No más de seiscientos de infantería y la mitad de ese número de caballería cayeron por ambos bandos, pero la pérdida romana era desproporcionada con su número; resultaron muertos varios miembros del orden ecuestre y cinco tribunos militares, así como tres prefectos de los aliados. Inmediatamente después de la batalla, Aníbal se retiró a la Liguria y Sempronio a Luca. Mientras Aníbal estaba entrando en Liguria, dos cuestores romanos que habían sido capturados en una emboscada, Cayo Fulvio y Lucio Lucrecio, junto a tres tribunos militares y cinco miembros del orden ecuestre, la mayoría de ellos hijos de senadores, fueron conducidos ante él por los galos para que se sintiera más confiado con su alianza y pacífica relación.

[21.60] Mientras tenían lugar estos sucesos en Italia, Cneo Cornelio Escipión, al que se había enviado con un ejército y una flota a Hispania, empezó sus operaciones en aquel país. Desde la desembocadura del Ródano, navegó rodeando el final occidental de los Pirineos y llegó hasta Ampurias [Emporiae, la antigua Emporión griega, en la actual provincia de Gerona, al noreste de España.- N. del T.]. Desembarcó aquí su ejército, y comenzando con los layetanos, atrajo a todos los pueblos marítimos, hasta el Ebro, a la esfera de influencia romana mediante la renovación de las antiguas alianzas y la formalización de otras nuevas. Se ganó de esta manera una reputación de clemencia que se extendió no sólo entre las poblaciones marítimas, sino entre las tribus más guerreras y los montañeses vecinos de otros más salvajes. Estableció relaciones pacíficas con ellos y, todavía más, se aseguró una alianza militar y fueron alistadas de entre ellos algunas fuertes cohortes. El país del otro lado del Ebro era la provincia de Hanón, a quien Aníbal había dejado para mantenerla en poder de Cartago. Considerando que debía enfrentar los siguientes avances de Escipión antes de que toda la provincia estuviese bajo dominio romano, asentó su campamento a plena vista del enemigo y presentó batalla. El romano también creía que la batalla no debía ser retrasada; sabía que tendría que luchar tanto contra Hanón como contra Asdrúbal, y prefería hacerlo contra cada uno de ellos por separado en vez de contra ambos a la vez. No resultó ser una gran batalla. El enemigo perdió seis mil hombres; a dos mil, además de los que custodiaban el campamento, se les hizo prisioneros; el mismo campamento fue tomado y se capturó a su general junto con algunos de sus oficiales; Cisis [Cissis o Cessis, ciudad próxima a Tarragona.- N. del T.], una ciudad fortificada próxima al campamento, se atacó con éxito. El botín, sin embargo, al tratarse de un lugar pequeño, fue de poco valor y estuvo constituido principalmente por las propiedades domésticas de los bárbaros y algunos esclavos sin valor. El campamento, sin embargo, enriqueció a los soldados no solo con las pertenencias del ejército al que habían derrotado, sino también con las del ejército que servía con Aníbal en Italia. Habían dejado casi todas sus posesiones valiosas al otro lado de los Pirineos, pues no podrían llevar cargas pesadas.

[21.61] Antes de haber recibido noticia definitiva de esta derrota, Asdrúbal había cruzado el Ebro con ocho mil soldados de infantería y mil de caballería, con la esperanza de enfrentar a los recién llegados romanos; pero tras saber del desastre de Cisis y la captura del campamento, desvió su ruta hacia el mar. No muy lejos de Tarragona [Tarraco en el original latino.- N. del T.] se encontró con los soldados de nuestras naves y los marineros aliados, dispersos por los campos, con el habitual descuido que provoca la victoria. Envío su caballería en todas direcciones contra ellos, hizo una gran masacre y les obligó a regresar atropelladamente a sus barcos. Temiendo permanecer más tiempo en la zona para no ser sorprendido por Escipión, se retiró cruzando el Ebro. Al tener noticias de este nuevo enemigo, Escipión descendió a marchas forzadas, y tras castigar sumariamente a varios de los prefectos de las naves, volvió por mar a Ampurias dejando una pequeña guarnición en Tarragona. Apenas se había marchado cuando Asdrúbal apareció en escena e instigó a los ilergetes, que habían entregado rehenes a Escipión, a rebelarse, y en unión de los guerreros de aquella tribu asoló los territorios de las que permanecieron leales a Roma. Esto sacó a Escipión de sus cuarteles de invierno, ante lo que Asdrúbal desapareció nuevamente más allá del Ebro y Escipión invadió con sus fuerzas el territorio de los ilergetes después que el instigador de la revuelta se hubiera abandonado a su suerte. Los llevó a todos en Atanagro [Atanagrum en el original latino, posiblemente próxima a Lérida.- N. del T.], su capital, que procedió a asediar y que pocos días más tarde recibió bajo la protección y jurisdicción de Roma, tras exigir un aumento en el número de rehenes e imponerles una fuerte multa. Desde allí avanzó contra los ausetanos, que vivían cerca del Ebro y también eran aliados de los cartagineses, y asedió su ciudad. Los lacetanos, que llevaban ayuda a sus vecinos durante la noche, sufrieron una emboscada no lejos de la ciudad a la que trataban de entrar. Fueron muertos más de doce mil, casi todos los supervivientes arrojaron sus armas y huyeron a sus hogares en grupos dispersos por todo el país. Lo único que salvó a la ciudad asediada del asalto y el saqueo fue la severidad del clima. Durante los treinta días que duró el asedio, la nieve raramente bajó de los cuatro pies [1184 mm.- N. del T] de profundidad, cubriendo los plúteos [cajas sobre ruedas bajo las que se protegían los soldados que se aproximaban a las murallas; por extensión y genéricamente, toda clase de protecciones destinadas a cobijar un grupo de soldados.-N. del T.] y manteletes tan completamente que incluso sirvieron como protección suficiente contra los fuegos que descargaba, de tanto en tanto, el enemigo. Por fin, después que su jefe, Amusico, hubiera escapado a los cuarteles de Asdrúbal, se rindieron y acordaron pagar una indemnización de veinte talentos de plata [si Tito Livio emplea aquí el talento romano de 32,3 kilos, la multa equivaldría a 646 kilos de plata; de referirse al talento ático o eubeo, que se usó durante el siglo III a.C. en los tratados entre Roma y Cartago, consistirían en 540 kilos de plata.- N. del T.]. El ejército regresó a sus cuarteles de invierno en Tarragona.

[21.62] Durante aquel invierno acontecieron muchos portentos en Roma y sus proximidades; o, en cualquier caso, se informó de muchos y fácilmente ganaron credibilidad, pues una vez que las mentes de los hombres se excitan con temores supersticiosos se creen tales cosas fácilmente. Se cuenta que un niño de seis meses de edad, de padres nacidos libres, gritó: «¡Yo Triunfo!» en el mercado de hortalizas; se cuenta que un buey, en el Foro Boario, subió por sí mismo al tercer piso de una casa y luego, atemorizado por la ruidosa multitud que se había juntado, se lanzó hacia abajo. Se vio una nave fantasma navegando por el cielo; el templo de la Esperanza, en el mercado de hortalizas, fue alcanzado por un rayo; en Lanuvio, la lanza de Juno se movió por sí misma y un cuervo descendió sobre su templo y se sentó en una almohada; en territorio amiterno, fueron vistos seres de forma humana y vestidos de blanco, pero nadie se les acercó; en los alrededores del Piceno hubo una lluvia de piedras; en Cerveteri se partieron en pedazos las tablillas oraculares; en la Galia, un lobo arrebató a un centinela su espada con la vaina y huyó con ellas. En cuanto a los demás portentos, se ordenó a los decenviros que consultasen los Libros Sagrados, pero en el caso de la lluvia de piedras en el Piceno se decretó una novena, a cuyo término casi toda la comunidad se encargaría de expiar los restantes prodigios. En primer lugar se purificó la Ciudad y se sacrificaron víctimas mayores [¿quizás una suovetaurilia?.- N. del T.] a las deidades mencionadas por los Libros Sagrados; se llevó una ofrenda de cuarenta libras de oro a Juno [para esta época, ya había cambiado el peso de la libra hasta los 327 gramos; por lo tanto, la ofrenda citada pesó 13,08 kilos.- N. del T.], en Lanuvio, y las matronas dedicaron una estatua de bronce a esa diosa en el Aventino. En Cerveteri, donde se habían partido las tablillas, se ordenó un lectisternio [ver Libro 5,13.- N. del T.] y se ofreció un servicio de intercesión a la Fortuna en el Algido. También en Roma se ordenó un lectisternio en honor de la Juventud y una rogativa personal de cada cual en el templo de Hércules, y luego otra en que toda la población participó en todos los santuarios. Cinco víctimas mayores fueron sacrificadas al Genio de Roma y a ​​Cayo Atilio Serrano, el pretor, se ordenó que se encargase de llevar a cabo ciertos votos para que la república permaneciese en el mismo estado durante diez años. Estos ritos y votos, ordenados en cumplimiento de lo contenido en los Libros Sagrados, hicieron mucho para disipar los temores religiosos del pueblo.

[21.63] Uno de los cónsules electos era Cayo Flaminio, y a él le tocó el mando de las legiones en Plasencia. Escribió al cónsul para dar órdenes de que el ejército estuviese acampado en Rímini el 15 de marzo [del 217 a.C.- N. del T.]. La razón era que él podría tomar posesión de su cargo allí, pues no había olvidado sus viejas rencillas con el Senado, primero como tribuno de la plebe y después respecto a su consulado, cuya elección había sido declarada ilegal, y, finalmente, sobre su triunfo. Había puesto, además, al Senado en su contra a causa de su apoyo a Cayo Claudio; solo él de entre todos los miembros estuvo a favor de la medida que había introducido aquel tribuno. Según sus términos, a ningún senador, ni a nadie cuyo padre hubiera sido senador, se le permitía poseer un buque de más de 300 ánforas de carga [el ánfora tenía una capacidad de carga de 26,196 litros.- N. del T.]. Esto se consideraba lo bastante grande como para transportar el producto de sus fincas, pues cualquier beneficio obtenido mediante el comercio se consideraba deshonroso para los patricios. La cuestión excitó la más viva oposición y atrajo sobre Flaminio el peor de los odios posibles de la nobleza por su apoyo a aquella, pero por otra parte le hizo popular y le convirtió en un favorito del pueblo, procurándole su segundo consulado. Sospechando, por tanto, que tratarían de retenerlo en la Ciudad por medios diversos como falsificar los auspicios o retrasándole porque se le necesitase en el Festival Latino, o cualesquiera otros pretextos de asuntos responsabilidad del cónsul, hizo saber que debía emprender viaje y luego abandonó secretamente la Ciudad como individuo particular y así llegó a su provincia. Cuando esto se supo, hubo un nuevo estallido de indignación por parte del encolerizado Senado; declararon que llevaba su guerra no solo contra el Senado, sino incluso contra los dioses inmortales. «La vez anterior,» dijeron, «cuando fue elegido cónsul en contra de los auspicios y se le ordenó regresar del mismo campo de batalla, desobedeció tanto a los dioses como a los hombres. Ahora él es consciente de haberlos despreciado y ha huido del Capitolio y de la acostumbrada declamación de los solemnes votos. Se niega a acudir al templo de Júpiter Óptimo Máximo el día de su toma de posesión, de acudir y consultar al Senado, al que era odioso y que solo a él detestaba, a proclamar el Festival Latino y ofrendar el sacrificio a Júpiter Laciar en el Monte Albano, a seguir hasta el Capitolio, tras tomar debidamente los auspicios, y recitar los votos prescritos, y desde allí, vestido con el paludamento y escoltado por los lictores, marchar a su provincia. Se había marchado furtivamente sin su insignia del cargo, sin sus lictores, como si fuese cualquier empleado del campamento y hubiese abandonado su tierra natal para ir al exilio. Creía, en verdad, que estaba más en consonancia con la majestad de su cargo tomar posesión del mismo en Rímini que en Roma, y vestir sus vestiduras oficiales en cualquier posada del camino que en el mismo corazón y en presencia de sus propios dioses patrios». Se decidió por unanimidad que había que hacerle volver, traído de vuelta a la fuerza si era preciso, y obligado a cumplir, en el acto, con todos los deberes que debía cumplir hacia los dioses y los hombres, antes de marchar hacia su ejército y su provincia. Quinto Terencio y Marco Antiscio marcharon en embajada con este encargo, pero no influyeron sobre él más de lo que lo hizo la carta del Senado en su anterior consulado. Pocos días después tomó posesión de la magistratura y mientras ofrecía su sacrificio, el ternero, tras ser golpeado, se escapó de las manos de los sacrificantes y salpicó a muchos de los espectadores con su sangre. Se produjo una confusión y gran dispersión entre quienes estaban alejados del altar y no sabían a qué se debía tan gran conmoción; mucha gente lo consideró como un presagio de lo más alarmante. Flaminio se hizo cargo de las dos legiones de Sempronio, el último cónsul, y de las dos de Cayo Atilio, el pretor, y comenzó su marcha hacia Etruria por los pasos de los Apeninos.