Tito Livio, La historia de Roma – Libro XXXIV (Ab Urbe Condita)

Tito Livio, La historia de Roma - Libro trigesimocuarto: Fin de la Guerra Macedónica. (Ab Urbe Condita).

La historia de Roma

Tito Livio

Tito Livio (59 a. C. – 17 d. C.) fue un escritor romano de finales de la República y principios del Imperio hoy famoso por su monumental trabajo sobre la Historia de Roma desde su fundación, o, en latín, Ab Urbe Condita Libri (Libros desde la fundación de la Ciudad). Nacido en la actual Padua, se muda con fines académicos a Roma a la edad de 24 años, ciudad donde es encargado con la educación de Claudio, el futuro emperador. Su obra original comprende los tiempos que van desde la fundación de Roma en 753 a. C. hasta la muerte de Druso el Mayor en 9 a. C. Solo un cuarto de la obra ha llegado a nuestros días (35 de 142 libros) habiéndose el resto de los mismos perdido en las arenas del tiempo. Los libros que han llegado relativamente intactos a nuestros días son los libros I a X y XXI a XLV. Para mayor información sobre la obra, el contexto histórico y político de la misma e información sobre los libros perdidos y su hallazgo durante el medioevo, dirígete al siguiente artículo: La Historia de Roma desde su fundación.

La historia de Roma

Libro ILibro IILibro IIILibro IVLibro VLibro VILibro VIILibro VIIILibro IXLibro X(… Libros XI a XX …)Libro XXILibro XXIILibro XXIIILibro XXIVLibro XXVLibro XXVILibro XXVIILibro XXVIIILibro XXIXLibro XXXLibro XXXILibro XXXIILibro XXXIIILibro XXXIVLibro XXXVLibro XXXVILibro XXXVIILibro XXXVIIILibro XXXIXLibro XLLibro XLILibro XLIILibro XLIIILibro XLIVLibro XLV

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Libro trigesimocuarto

Fin de la Guerra Macedónica.

[34,1] -195 a.C.- Ocupados con graves guerras, algunas apenas finalizadas y otras amenazantes, tuvo lugar un incidente que, aunque poco importante en sí mismo, dio como resultado un violento y apasionado conflicto. Dos de los tribunos de la plebe, Marco Fundanio y Lucio Valerio, habían presentado una propuesta para derogar la ley Opia. Esta ley se había aprobado a propuesta de Marco Opio, un tribuno de la plebe, durante el consulado de Quinto Fabio y Tiberio Sempronio [el 215 a.C.-N. del T.] y en pleno fragor de la Guerra Púnica. Prohibía a cualquier mujer la posesión de más de media onza de oro, llevase ropas de varios colores o subiese en vehículo de tiro a menos de una milla de la Ciudad [para una libra de 327 gramos, una onza eran 27,25 gramos; una milla = 1480 metros.-N. del T.] o de cualquier ciudad romana a menos que fuera a tomar parte en alguna celebración religiosa pública. Los dos Brutos -Marco Junio y Tito Junio- ambos tribunos de la plebe, defendían la ley y declararon que no permitirían que fuese derogada; muchos nobles salieron a hablar en favor o en contra de la derogación; el Capitolio estaba lleno de partidarios y opositores a la propuesta; las matronas no pudieron ser mantenidas en la intimidad de sus hogares, ni por la autoridad de los magistrados, ni por las órdenes de sus maridos, ni por su propio sentido de la decencia. Ocuparon todas las calles y bloquearon los accesos al Foro, implorando a los hombres que se cruzaban en su camino que permitieran a las mujeres volver a sus antiguos adornos, ahora que la república estaba floreciente y aumentaban día a día las fortunas privadas. Su número aumentaba diariamente con aquellas que habían venido desde las poblaciones rurales. Por fin, se atrevieron a aproximarse a los cónsules, pretores y otros magistrados con sus demandas, encontrándose con que uno de los cónsules, Marco Porcio Catón, se oponía inflexiblemente a su petición. Este habló de la siguiente manera en defensa de la ley:

Nota: los nombres de las personas y los pueblos han sido castellanizados según las convenciones de la RAE. Las unidades de medición, no obstante, han sido conservadas. Puede utilizar la siguiente tabla de equivalencias como referencia.

[34,2] «Si cada uno de nosotros, Quirites, hubiésemos hecho norma de proteger los derechos y autoridad del marido en nuestros propios hogares, no tendríamos ahora este problema con el conjunto de nuestras mujeres. Así están ahora las cosas respecto a nuestra libertad, confrontada y vencida por la insubordinación femenina en el hogar, destrozada y pisoteada aquí en el Foro, y porque fuimos incapaces de resistirlas individualmente debemos temerlas ahora unidas. Solía yo pensar que se trataba de una historia fabulosa aquella que nos contaba que en cierta isla había sido eliminado todo el sexo masculino a causa de una conspiración entre las mujeres [se refiere aquí Livio a una leyenda de la isla de Lemnos, donde las mujeres mataron a sus maridos.-N. del T.]; no hay clase alguna de gentes de las que no se puedan esperar los más graves peligros si se permite que sigan adelante las intrigas, las conspiraciones y los encuentros secretos. Casi no puedo decidir qué es peor, el asunto en sí o el nefasto precedente que establece. Esto último nos concierne a nosotros como cónsules y magistrados; lo primero os concierne a vosotros, Quirites. Que la medida que se os presenta sea en beneficio de la república o no, lo decidiréis con vuestro voto; este revuelo entre las mujeres, ya sea por un movimiento espontáneo o por vuestra instigación, Marco Fundanio y Lucio Valerio, y que ciertamente apunta a una falta por parte de los magistrados, no sé si os califica más a vosotros, tribunos, o a los cónsules. Irá en vuestro descrédito si habéis llevado vuestra agitación tribunicia al punto de provocar la intranquilidad entre las mujeres; pero aún mayor desgracia caerá sobre nosotros si hemos de someternos a las leyes por el temor de una secesión suya, como ya lo hicimos antes con ocasión de la secesión de la plebe. No sin vergüenza he llegado hasta el Foro por entre un ejército de mujeres. Si mi respeto por la dignidad y modestia de algunas de ellas, más que cualquier consideración por ellas en su conjunto, no me hubiera impedido reprenderlas públicamente para que no se dijera que el cónsul las amonestaba, les hubiera dicho: «¿Qué es esta costumbre que habéis tomado de correr por todas partes, bloquear las calles y abordar a los maridos de otras? ¿No podíais cada una de vosotras exponer la misma cuestión a vuestros maridos y en vuestro hogar? ¿Sois en público más convincentes que en privado, más persuasivas con los maridos de las demás que con el vuestro? Si las matronas quedaran, por su natural modestia, mantenidas dentro de los límites de sus derechos, ni en vuestra casa os sería adecuado ocuparos de qué leyes se aprueban o derogan aquí. Nuestros antepasados no quisieron que mujer alguna participara en asuntos, incluso privados, excepto a través de un tutor, colocándolas bajo la tutela de sus padres, hermanos o esposos. Nosotros, si a los dioses place, sufrimos ahora que incursionen en política y se mezclen en la actividad del Foro, en los debates públicos y en las elecciones. ¿Qué están haciendo ahora en la vía pública y en las esquinas, sino influyendo en la plebe sobre las propuestas de los tribunos para que se vote a favor de la derogación de la ley? Aflojad las riendas a un carácter obstinado, a una criatura que no ha sido domesticada, y luego esperad que ellas mismas pongan límites a su licenciosidad, cuando vosotros mismos no lo habéis hecho. Y si vosotros no los ponéis, esta es la más pequeña de las muestras de lo que, impuesto a las mujeres por las costumbres o por las leyes, soportan ellas con impaciencia. Lo que realmente quieren es la libertad sin restricciones; o, para decir la verdad, el libertinaje. En verdad, si ahora ganan ¿qué no intentarán?».

[34,3] «Revisad todas las leyes referidas a la mujer con que nuestros antepasados frenaron su licenciosidad y las sometieron a la obediencia a sus maridos; y aún a pesar de todas esas limitaciones, apenas las podéis sujetar. Si les permitís que arrojen tales restricciones y que os las quiten de las manos, para ponerse finalmente en igualdad con sus esposos, ¿creéis que las podréis tolerar? Desde el momento en que se conviertan en vuestras iguales, serán vuestras superiores. Pero, ¡por Hércules!, no es que se resistan a que se les imponga una nueva restricción, ni que se opongan a alguna injuria en vez de a una ley. No, lo que ellas están exigiendo es la derogación de una ley que promulgasteis con vuestros votos y que la experiencia de todos estos años ha sancionado y justificado. Si derogáis esta ley, significará que debilitáis todas las demás. Ninguna ley es igualmente satisfactoria para todos; lo único que se pretende es que resulte beneficiosa en general y buena para la mayoría. Si todo el que se sintiera personalmente agraviado por una ley fuera a destruirla y a abolirla, ¿de qué servirá que los ciudadanos hagan leyes que en poco tiempo puedan ser derogadas por aquellos a quienes va dirigida? Me gustaría, sin embargo, conocer la razón por la cual estas matronas se han lanzado tumultuosamente a las calles y apenas han logrado mantenerse alejadas del Foro y la Asamblea. ¿Ha sido para que los prisioneros capturados por Aníbal, sus padres y maridos, sus hijos y hermanos, sean rescatados? ¡Tal desgracia está lejos de la república, y ojalá permanezca siempre así! Sin embargo, cuando esto sucedió os negasteis a hacerlo a pesar de sus piadosas súplicas. Sin embargo, no es el respetuoso afecto y la preocupación por los que aman, sino la religión, lo que las ha reunido: van a dar la bienvenida a la Madre del Ida [Mater Idaea, en el original latino: Cibeles, la Gran Madre, cuyo gran santuario estaba en Pesinunte.-N. del T.], que llega de Pesinunte, en Frigia. ¿Qué pretexto, que al menos pueda parecer respetable, se da para esta insurrección femenina? «Que podamos brillar», dicen, ‘con oro y púrpura, que podamos subir en carruajes tanto los días festivos como los de diario, como en un desfile triunfal por haber derrotado y derogado una ley tras capturar y forzar vuestros votos. ¡No queremos ningún límite al gasto y al despilfarro!».

[34,4] «Muchas veces me habéis oído quejarme de los caros hábitos de las mujeres y a menudo, también, de los de los hombres, no solo ciudadanos particulares, sino incluso magistrados; y a menudo he dicho que la república sufre de dos vicios opuestos, avaricia y despilfarro, enfermedades pestilentes que han demostrado ser la ruina de todos los grandes imperios. Cuanto más brillante y mejor es la fortuna de la república a cada día que pasa, y cuanto más crecen sus dominios -que justo ahora acaban de penetrar en Grecia y Asia, regiones llenas de todo cuanto pueda tentar el apetito o excitar el deseo, poniendo incluso las manos sobre los tesoros de los reyes, más temo la posibilidad de que estas cosas nos cautiven a nosotros, en vez de nosotros a ellas. Creedme, las estatuas traídas de Siracusa fueron banderas enemigas introducidas en la Ciudad. He oído a demasiadas personas alabar y admirar las que adornan Atenas y Corinto, y riéndose de las antefijas de arcilla de nuestros dioses en sus templos. Por mi parte, prefiero las de estos dioses, que nos son propicios, y confío en que seguirán siéndolo mientras les permitamos seguir en sus actuales moradas.

En los días de nuestros antepasados Pirro intentó, a través de su embajador Cineas y mediante sobornos, ganarse la lealtad no solo de los hombres, sino de las mujeres. Aún no se había aprobado la ley Opia para moderar la extravagancia femenina y, sin embargo, ni una sola mujer aceptó un regalo. ¿Cuál creéis que fue la razón? La misma por la que nuestros antepasados no tuvieron que hacer ninguna ley al respecto: no había despilfarro que restringir. Se deben conocer primeramente las enfermedades antes de poder aplicar los remedios; así, aparecen antes las pasiones que las leyes que las limitan. ¿Qué originó la ley Licinia, que ponía un límite de quinientas yugadas, sino el afán desmedido de unir tierras y tierras? ¿Qué llevó a la aprobación de la Ley Cincia, relativa a los regalos y las comisiones, sino la condición de los plebeyos que ya habían empezado a convertirse en tributarios y estipendiarios del Senado? Por ello, no es de extrañar que no fueran precisas en aquellos días ni la Opia ni cualquier otra ley destinada a poner coto al despilfarro de mujeres que rechazaban el oro y la púrpura que libremente se les ofrecía. Si Cineas viniera a la Ciudad en estos días con sus regalos, se encontraría por las calles a mujeres de pie y bien dispuestas a aceptarlos.

Hay algunos deseos de los que no puedo penetrar ni el motivo ni la razón. Que lo que está permitido a otro no se te permita a ti, naturalmente, debe provocar un sentimiento de vergüenza o indignación; pero cuando todos están al mismo nivel por lo que respecta al vestido, ¿por qué ha de temer alguna que en ella se vea escasez o pobreza? Esta ley os quita ese doble motivo de humillación, pues no poseéis aquello que se os prohíbe poseer. Dirá la mujer rica: «Precisamente, es esta igualación lo que no soporto. ¿Por qué no he de ser admirada por mi oro y mi púrpura? ¿Por qué se cubre la pobreza de las otras bajo esta ley, de modo que puedan aparentar poseer lo que, de estar permitido, no poseerían?

¿Deseáis, Quirites, provocar una rivalidad de esta naturaleza en vuestras esposas, donde las ricas quieran poseer lo que nadie puede pagar y las pobres, para no ser despreciadas por su pobreza, se excedan en sus gastos más allá de sus medios? Dependiendo de ellas, en cuanto una mujer empieza a avergonzarse de lo que no debe, pronto deja de sentir vergüenza por lo que sí debe. La que esté en condiciones de hacerlo, obtendrá lo que quiere con su propio dinero; la que no, se lo pedirá a su marido. Y el marido estará en una situación lamentable tanto si da como si niega, pues en este último caso verá a otro dando lo que él se negó a dar. Ahora piden a los maridos de otras y, lo que es peor, están pidiendo el voto para la derogación de una ley, obteniéndolo de algunos contra vuestros intereses, vuestras propiedades y vuestros hijos. Una vez la ley haya dejado de fijar un límite a los gastos de vuestras esposas, nunca lo fijaréis vosotros. No penséis, Quirites, que las cosas serán iguales a como eran antes de aprobar una ley sobre este asunto. Es más seguro no acusar a un malhechor antes que juzgarlo y absolverlo; el lujo y el despilfarro serían más tolerables si nunca hubieran sido excitados de lo que será ahora si, como bestias salvajes, se les irrita con las cadenas y luego se les libera. Yo en modo alguno pienso que se deba derogar la ley Opia, y ruego a los dioses que sea para bien lo que decidáis».

[34,5] Después de esto, los tribunos de la plebe que habían anunciado su intención de vetar la derogación hablaron brevemente en el mismo sentido. Luego, Lucio Valerio pronunció el siguiente discurso en defensa de su propuesta: «Si solo hubieran sido ciudadanos privados los que se presentaran para argumentar en favor o en contra de la medida que hemos propuesto, habría esperado en silencio vuestro voto, considerando que ya se había dicho suficiente por ambas partes. Pero ahora, cuando un hombre de tanto carácter como Marco Porcio, nuestro cónsul, se opone a nuestro proyecto de ley, y no simplemente ejerciendo su autoridad personal, que aún permaneciendo en silencio ejercería tanta influencia, sino también mediante un largo y cuidadosamente pensado discurso, resulta necesario pronunciar una breve respuesta. Ha dedicado, cierto es, más tiempo a criticar a las matronas que a argumentar contra la propuesta, dejando incluso la duda de si los actos de las matronas que censura se deben a su propia iniciativa o son instigación nuestra. Defenderé la propuesta de ley y no a nosotros mismos, pues aquello se lanzó más como una acusación de palabra que en cuanto al fondo de la cuestión. Porque disfrutamos ahora de las bendiciones de la paz y el Estado florece y prospera, hacen las matronas una petición pública para que se derogue una ley que fue aprobada en su contra bajo la presión del tiempo de guerra. Califica esta acción suya como un complot, un movimiento sedicioso, llamándolo a veces «sedición femenina». Sé cómo se eligen estas y otras fuertes expresiones para aumentar un hecho y todos sabemos que, aunque de carácter naturalmente suave, Catón es un poderoso orador que, a veces, suena casi amenazante. ¿De qué innovación son culpables las matronas, presentándose públicamente y en masa por un motivo que les afecta tan de cerca? ¿Nunca habían aparecido en público? Citaré tus propios «Origines» contra ti [esta referencia es un anacronismo que denota cómo Livio «compone» ciertos discursos, pues Catón compuso sus Origines -orígenes: siete libros en los que describe la historia antigua de las ciudades italianas, con preferencia hacia Roma- siendo ya de edad avanzada.-N. del T.]. Mira cuántas veces lo han hecho, y siempre en beneficio público.

«En los mismos principios, durante el reinado de Rómulo y después de la captura del Capitolio por los sabinos, cuando había comenzado una batalla campal en el Foro, ¿no fue detenido el combate por las matronas que se precipitaron por entre las líneas? Y cuando, después de la expulsión de los reyes, las legiones volscas mandadas por Marcio Coriolano fijaron su campamento a cinco millas de la Ciudad [7400 metros.-N. del T.], ¿no fue la presencia de las matronas la que hizo dar la vuelta a aquel enemigo que de otra forma habría reducido esta Ciudad a ruinas? Cuando fue capturada por los galos, ¿no fueron las matronas las que por acuerdo general trajeron su oro para rescatarla? Y, para no tener que buscar antiguos precedentes, ¿qué pasó en la última guerra, cuando el dinero que precisaba el Tesoro fue proporcionado por las viudas? Incluso cuando se invitó a nuevos dioses para que nos ayudaran en nuestros momentos de angustia, ¿no fueron las matronas las que marcharon en grupo hasta la orilla del mar para recibir a la Madre del Ida? Podrás decir que se trata de casos distintos No es mi propósito equipararlos, pero basta para anular la acusación de que es una conducta que carece de precedentes. Y, sin embargo, en los asuntos que afectaban a hombres y mujeres por igual a nadie sorprendieron sus actos; ¿por qué entonces debiéramos sorprendernos porque lo hagan en un asunto que les afecta especialmente? Pues, ¿qué han hecho? Muy soberbios oídos tendríamos, válgame dios, si considerásemos una indignidad atender las súplicas de mujeres honestas, cuando los amos se dignan escuchar los ruegos de sus esclavos.

[34,6] «Y llego ahora a la cuestión que se discute. Aquí, el cónsul ha adoptado una doble línea de argumentación, pues ha protestado contra la derogación de cualquier ley y en particular contra la de esta, que fue promulgada para sujetar el lujo de las mujeres. Su defensa de las leyes, en su conjunto, me pareció la que un cónsul debe hacer; sus críticas contra el lujo son las que corresponden a una estricta y severa moralidad. Por lo tanto, a menos que se demuestre la debilidad de ambas líneas de argumentación, existe el riesgo de que se os pueda inducir a error. En cuanto a las leyes que se han promulgado, no para una emergencia temporal, sino para todo momento como de utilidad permanente, debo admitir que ninguna de ellas debe ser derogada, a no ser que la experiencia haya demostrado que resulta dañina o que los cambios políticos la han convertido en inútil. Pero veo que las leyes que se han impuesto a causa de crisis particulares resultan, si se me permite decirlo así, mortales y sujetas a los cambios de los tiempos. Las leyes hechas en tiempos paz son derogadas por la guerra y las promulgadas en tiempos de guerra quedan rescindidas por la paz, así como en el gobierno de un buque unas maniobras son útiles durante el buen tiempo y otras durante el malo. Siendo estas dos clases de leyes de distinta naturaleza, ¿a qué tipo de ley correspondería esta que proponemos derogar? ¿Se trata de una antigua ley de los reyes, coetánea de la Ciudad, o es de una etapa posterior e inscrita por los decenviros en las Doce Tablas para codificar las leyes? ¿Es una ley sin la que nuestros antepasados pensaban que no podrían preservar el honor y la dignidad de nuestras matronas, y que si la derogamos deberíamos pensar que tendremos buenas razones para temer que con ello destruiremos la dignidad y la pureza de nuestras mujeres? ¿Quién no sabe que se trata de una ley reciente, aprobada hace veinte años durante el consulado de Quinto Fabio y Tiberio Sempronio? Si las matronas llevaban una vida ejemplar sin ella, ¿qué peligro hay, en realidad, de que puedan caer en el derroche una vez derogada? Si esa ley fue aprobada con el único motivo de limitar los excesos femeninos, debería existir algún temor de que su derogación pudiera excitarlos; sin embargo, son las circunstancias bajo las que se aprobó las que revelan el por qué de la misma.

Aníbal estaba en Italia; había logrado la victoria de Cannas y era el amo de Tarento, Arpa [la antigua Arpi.-N. del T.] y Capua, resultando muy probable que llevara su ejército hasta Roma. Nuestros aliados nos habían abandonado, no teníamos reservas con las que reponer nuestras pérdidas, ni marinos para sostener la flota, ni dinero en el Tesoro. Tuvimos que armar a los esclavos, que fueron comprados a sus amos a condición de que el precio de compra se habría de abonar al final de la guerra; los publicanos se comprometieron a suministrar grano y todo lo necesario para la guerra con la misma condición de pago. Cedimos nuestros esclavos, en número proporcional a nuestro censo, para que sirvieran como remeros y pusimos todo nuestro oro y plata al servicio de la república, con los senadores dando ejemplo. Las viudas y los menores colocaron su dinero en el erario público y se aprobó una ley que fijaba el máximo de monedas de oro y plata que podíamos tener en nuestras casas. En una crisis como aquella, ¿estaban tan preocupadas las matronas por el lujo y los adornos que hubo que promulgar la ley Opia para refrenarlas? ¡fue entonces cuando el Senado dispuso que se limitara el luto a treinta días, porque se habían interrumpido los ritos de Ceres por culpa de estar todas las matronas de luto! ¿Quién no ve que la pobreza y la miserable condición de los ciudadanos, cada uno de los cuales tuvo que dedicar su dinero a las necesidades de la república, fueron los que motivaron realmente esa ley que debía permanecer en vigor mientras siguiera presente la razón de su promulgación? Si cada decreto aprobado por el Senado y cada orden emitida por el pueblo para enfrentar una emergencia debe permanecer en vigor para siempre, ¿por qué estamos pagando a los particulares las cantidades que adelantaron? ¿Por qué estamos haciendo contratos públicos con pago al contado? ¿Por qué no se compran esclavos para servir como soldados y no cedemos cada uno de nosotros a los nuestros para que sirvan, como entonces, de remeros?

[34,7] «Todos los estamentos de la sociedad y todos los hombres sienten para mejor el cambio en la situación de la república; ¿van a ser únicamente nuestras esposas las excluidas del disfrute de la paz y la prosperidad? Nosotros, sus esposos, vestiremos púrpura; la toga pretexta señalará a quienes desempeñan magistraturas y sacerdocios públicos; la llevarán nuestros hijos, con su borde púrpura; tienen derecho a portarla los magistrados de las colonias militares y de los municipios. Hasta a los más bajos de los cargos, los jefes de distrito en Roma, les reconocemos el derecho a llevar toga pretexta. Y no sólo disfrutan de esta distinción en vida; con ella se les incinera al morir. Vosotros, maridos, estáis en libertad de usar el púrpura en las prendas que os cubren, ¿os negaréis a permitir que vuestras esposas lleven una pequeña prenda púrpura? ¿Serán más hermosos los adornos de los caballos que los vestidos de vuestras esposas? En todo caso, reconozco alguna razón, aunque muy injusta, en la oposición a las telas púrpura, que se deterioran y se gastan; ¿pero qué reparo se podrá poder al oro, que ni se desgasta ni deja residuos excepto al trabajarlo? Por el contrario, más bien nos protege en momentos de necesidad y constituye un recurso disponible, ya sea para las necesidades públicas o privadas, como habéis aprendido por experiencia. Catón dijo que ninguna rivalidad personal habría entre ellas, pues nada poseerían de lo que las demás pudiesen estar celosas. Pero, ¡por Hércules!, todas sufren y se indignan al ver a las esposas de nuestros aliados latinos resplandecientes de oro y púrpura y marchando en coche por la Ciudad, mientras ellas deben ir a pie, como si la sede del imperio estuviese en las ciudades latinas y no en la suya. Ya esto sería suficiente para herir el orgullo de los hombres, ¿cómo pensáis que deben sentirse las mujeres, a las que afectan hasta las pequeñas cosas? Las magistraturas, las funciones sacerdotales, los triunfos, las condecoraciones y los premios, el botín de guerra: ninguna de estas cosas pueden recaer en ellas. La pulcritud, la elegancia, el adorno personal, el aspecto atractivo y elegante: estas son las distinciones que codician, con las que se alegran y enorgullecen; a todas estas cosas llamaban nuestros antepasados «el mundo de las mujeres». ¿Qué dejan de lado cuando están de lutos, sino el oro y la púrpura, para retomarlos cuando salen de él? ¿Cómo se preparan para los días de regocijo público y acción de gracias, aparte de colocarse los más ricos adornos personales? Supongo que pensaréis que si derogáis la ley Opia y luego quisierais prohibir cuanto ahora prohíbe la ley, no lo podréis hacer y perderéis vuestros derechos legales sobre vuestras hijas, esposas y hermanas. Mientras viven sus maridos y padres nunca se han librado las mujeres de su tutela, y desprecian la libertad que les trae la orfandad y la viudez. Ellas prefieren que su adorno personal sea vuestra decisión, antes que de la ley. Es vuestro deber actuar como guardianes y protectores y no tratarlas como esclavas; deberías desear ser llamados padres y esposos, no amos y señores. Empleó el cónsul un lenguaje odioso al hablar de sedición femenina y secesión. ¿De verdad creéis que hay algún peligro de que se apoderen del Monte Sacro como hizo una vez la airada plebe, o de que se apoderen del Aventino? Cualquiera que sea la decisión a la que lleguéis, ellas, en su debilidad, tendrán que someterse a ella. Cuanto mayor es vuestro poder, mayor es la mesura con lo que debéis ejercer».

[34,8] Después de estos discursos en favor y en contra de la ley, las mujeres salieron a la calle al día siguiente en número mucho mayor, marchando en grupo hasta la casa de ambos Brutos, que estaban vetando la propuesta de sus colegas, bloqueando todas las puertas y sin cejar hasta que los tribunos abandonaron su oposición. Ya no había dudas de que las tribus votarían unánimemente por la derogación de la ley. Se derogó veinte años después de haber sido promulgada. Una vez derogada la ley Opia, el cónsul Marco Porcio partió inmediatamente de la Ciudad y con veinticinco buques de guerra, cinco de los cuales pertenecían a los aliados, zarpó del puerto de Luna [la antigua Luni, en la orilla sur del río Magra.-N. del T.], donde había recibido el ejército órdenes de concentrarse. Había mandado publicar un edicto a lo largo de toda la costa para que se reuniesen naves de toda clase en Luna y al partir de allí dejó órdenes para que le siguieran hasta el puerto de Pireneo, siendo su intención el dirigirse contra el enemigo con todas sus fuerzas navales al completo. Navegando más allá de los montes Ligustinos y del golfo de León, se reunieron allí el día señalado. Catón navegó hasta Rosas y expulsó a la guarnición española que había en la fortaleza. Desde Rosas, un viento favorable le llevó hasta Ampurias, y aquí desembarcó a todas sus fuerzas con excepción de las tripulaciones de los buques [el puerto de Pireneo pudiera tratarse del actual Port Vendrés, portus Veneris en latín; el golfo de León es el antiguo golfo Gálico; Rosas es la antigua Rodas y Ampurias es la antigua Emporias.-N. del T.].

[34,9] Por aquel entonces, Ampurias estaba compuesta por dos ciudades separadas por una muralla. Una de ellos estaba habitada por griegos que, como la gente de Marsella, procedían originalmente de Focea; la otra tenía población hispana. Como la ciudad griega estaba casi totalmente abierta al mar, sus murallas tenían menos de media milla de perímetro; la ciudad hispana, más alejada del mar, tenía murallas con un perímetro de tres millas [740 y 4440 metros, respectivamente.-N. del T.]. Posteriormente, fue establecido allí un tercer tipo de población compuesto por colonos romanos establecidos allí por el divino César tras la derrota final de los hijos de Pompeyo. A día de hoy, todos se han fusionado en un solo grupo al habérseles concedido la ciudadanía romana, en primer lugar a los hispanos y después a los griegos. Cualquier persona que viera por entonces cómo estaban expuestos los griegos a los ataques desde el mar abierto, por un lado, y de los feroces y belicosos hispanos desde el otro, se preguntaría qué les protegía. La disciplina era el guardián de su debilidad, una cualidad que el miedo mantiene mejor cuando uno está rodeado por naciones más fuertes. Mantenían extraordinariamente bien fortificada aquella parte de la muralla que daba al interior, con solo una puerta en aquel sector y siempre muy bien custodiada día y noche por uno de los magistrados. Durante la noche la tercera parte de los ciudadanos estaban de guardia en las murallas, no solo como un asunto rutinario o por obligación, sino que mantenían sus vigías y patrullas como si a las puertas hubiera un enemigo. No permitían la entrada a su ciudad de ningún hispano, ni se aventuraban ellos fuera de sus murallas sin las debidas precauciones. Las salidas al mar eran libres para todos. Nunca salían por la puerta que daba a la ciudad hispana a menos que fueran juntos en gran número, y generalmente se trataba del grupo que había montado guardia en las murallas la noche anterior. La razón de su salida por esta puerta era el siguiente: los hispanos, poco familiarizados con el mar, se alegraban de comprar los bienes que recibían los griegos del extranjero y, al mismo tiempo, de venderles los productos de sus campos. Debido a la necesidad de este mutuo intercambio, la ciudad hispana siempre estaba abierta a los griegos. Encontraban una seguridad adicional en la amistad de Roma, bajo cuyo amparo vivían y a la que eran tan leales como los marselleses, aunque sus fuerzas y recursos fueran mucho menores. En esta ocasión dieron al cónsul y a su ejército una calurosa bienvenida. Catón hizo una corta parada allí y, mientras obtenía información sobre las fuerzas y composición del enemigo, pasó el intervalo ejercitando a sus tropas para que no perdiesen el tiempo. Resultó ser la época del año en que los hispanos tenían el trigo en las eras. Catón prohibió a los suministradores del ejército que proporcionasen ningún trigo a las tropas y los mandó de regreso a Roma observando: «La guerra se alimentará a sí misma». Luego, avanzando desde Ampurias, asoló los campos enemigos a fuego y espada, sembrando el pánico y provocando la huida por todas partes.

[34,10] Por aquel entonces, Marco Helvio, que estaba en camino desde la Hispania Ulterior con una fuerza de más de 6000 hombres que le había proporcionado el pretor Apio Claudio para escoltarlo, se encontró con un inmenso contingente de celtíberos cerca de la ciudad de Mengíbar [la antigua Iliturgi, en la actual provincia de Jaén, se encontraba en época de Livio próxima a la linde entre la Hispania Ulterior y la Citerior.-N. del T.]. Valerio afirma que ascendían a veinte mil hombre y que murieron doce mil de ellos, siendo tomada la ciudad de Mengíbar y pasados por la espada todos los jóvenes. Después de esto, Helvio llegó al campamento de Catón y, como el territorio estaba ya a salvo, envió a su escolta de regreso a la Hispania Ulterior, celebrando su victoria a su regreso a Roma entrando en ovación a la Ciudad. Llevó al tesoro catorce mil setecientas treinta y dos libras de plata sin acuñar, diecisiete mil veintitrés bigados hispanos y ciento diecinueve mil cuatrocientas treinta y nueve de plata oscense [se trataría de denarios acuñados en Hispania, quizás desde el 197 a.C.; en total, y suponiendo un peso normalizado de 3,9 gramos por denario, ingresó 4953,83 kilos de plata en el tesoro. -N. del T.]. La razón por la que el Senado le negó el triunfo fue porque había combatido bajo los auspicios y en la provincia de otro hombre. Además, no regresó hasta dos años después de haber cesado en su mando tras entregar la provincia a su sucesor, Quinto Minucio, quedando allí retenido durante todo el año siguiente por una enfermedad grave y larga. A consecuencia de esto, Helvio entró en la Ciudad sólo dos meses antes de que Quinto Minucio, su sucesor, celebrara su triunfo. Este último trajo a casa treinta y cuatro mil ochocientas libras de plata, setenta y tres mil bigados y doscientos setenta y ocho mil de plata oscense [o sea, 126.156,6 kilos de plata.-N. del T.].

[34.11] Entre tanto en Hispania, el cónsul estaba acampado no lejos de Ampurias. Allí llegaron tres enviados de Bilistage, un régulo ilergete, siendo uno de ellos su propio hijo. Le informaron de que sus fortalezas estaban siendo atacadas y que no tenían esperanza de efectuar una resistencia eficaz a menos que el general romano enviase fuerzas: tres mil hombres serían suficiente; el enemigo no se quedaría a combatir si aparecía ese gran cuerpo de tropas en el campo de batalla. El cónsul les dijo que estaba muy preocupado tanto por sus peligros como por sus temores, pero que sus fuerzas no eran suficientes como para permitir dividirlas, al tener grandes fuerzas enemigas tan cerca y esperando cada día librar contra ellos una batalla campal. Al oír esto, los enviados se arrojaron a los pies del cónsul bañados en lágrimas y le imploraron que no los abandonara en un momento de tanta angustia y dolor. ¿Dónde podrían ir, si los romanos los rechazaban? No tenían aliados, ni esperanza de socorro en ningún otro lugar del mundo. Podrían haber evitado este peligro de haber estado dispuestos a romper su fidelidad y hacer causa común con los demás rebeldes. Ninguna amenaza y ninguna intimidación les había movido, pues estaban confiados en que encontrarían suficiente apoyo y ayuda en los romanos. Si esta no existía, si su solicitud era denegada por el cónsul, pondrían a los dioses y a los hombres por testigos de que, contra su deseo y por pura obligación, tendrían que abandonar la causa de Roma para no sufrir lo que sufrieron los saguntinos. Preferían morir con el resto de hispanos antes que enfrentar solos su destino.

[34.12] Por aquel día, se despidió a los emisarios sin recibir ninguna respuesta. El cónsul pasó la noche inquieto, tratando de decidirse entre dos alternativas: no quería abandonar a sus aliados ni tampoco debilitar su ejército, un camino que podría retrasar el combate decisivo o que, de combatir, pondría en peligro su victoria. Finalmente, prevaleció en su mente el no reducir sus tropas, no fuera que el enemigo le infligiera alguna humillación, y decidió que debía dar a sus aliados la esperanza de una ayuda, ya que no su realidad efectiva. Pensó que a menudo las promesas han sido tan eficaces como la realidad, especialmente en la guerra; hombres que tienen la esperanza de la llegada de auxilios, a menudo se salvan precisamente gracias a esa confianza, que les proporciona audacia como si la esperanza fuera real. Al día siguiente dio su respuesta a los enviados, y les aseguró que a pesar de que temía debilitar sus fuerzas en beneficio de otros, tenía sin embargo más en cuenta la situación crítica y peligrosa en que estaban ellos que en la que se encontraba él mismo. Luego ordenó que un tercio de los hombres de cada cohorte cocinaran comida para llevarla a bordo de las naves y que estas estuviesen dispuestas para zarpar al tercer día. Dijo a dos de los enviados que informasen a Bilistage y a los ilergetes de estas medidas; al tercero, el hijo del régulo, logró mantenerlo con él mediante un trato amable y regalos. Los enviados no salieron hasta que vieron a los soldados realmente a bordo; después, no teniendo ya ninguna duda, extendieron a lo largo y a lo ancho, entre amigos y enemigos, la noticia de la llegada del auxilio romano.

[34,13] Cuando el cónsul hubo guardado las apariencias el tiempo suficiente, hizo regresar a los soldados de los barcos y, como ya se aproximaba la estación apropiada para ejecutar operaciones activas, desplazó su campamento de invierno a una distancia de tres millas de Ampurias [4440 metros.-N. del T.]. Desde esta posición envió a sus hombres a los campos del enemigo en busca de botín, a veces a unos lugares y a veces a otros, dejando una pequeña guarnición en el campamento. Generalmente, partían por la noche con el fin de cubrir la mayor distancia posible a cubierto desde el campamento, así como para tomar al enemigo por sorpresa. Este tipo de acciones servían de entrenamiento para los recién alistados y condujeron a la captura de numerosos prisioneros, hasta que el enemigo ya no se aventuró más fuera de las defensas de sus castillos. Una vez que hubo probado a fondo el temple de sus propios hombres y el de sus enemigos, hizo formar a los tribunos militares y a los prefectos de los aliados, así como a todos los jinetes y centuriones, y se dirigió a ellos en los siguientes términos: «Con frecuencia habéis deseado que llegara el momento de tener una oportunidad para demostrar vuestro valor; ese momento ha llegado. Hasta la fecha, vuestras acciones recordaban las de bandidos más que las de soldados; ahora trabaréis combate en toda regla con el enemigo. De ahora en adelante se os permitirá, en vez de asolar los campos, drenar las ciudades de su riqueza. A pesar de la presencia en Hispania de los comandantes y ejércitos cartagineses, y sin tener aquí un solo soldado, nuestros padres insistieron en añadir una cláusula al tratado que fijaba en el Ebro los límites de su dominio. Ahora, cuando ocupan Hispania un cónsul, dos pretores y tres ejércitos romanos, sin que se haya visto en esta provincia durante los últimos diez años un solo cartaginés, hemos perdido el control de este lado del Ebro. Es vuestro deber recuperarlo con vuestras armas y vuestro valor y obligar a estos pueblos, que más que iniciar una guerra con determinación se rebelan temerariamente, a someterse nuevamente al yugo del que se han sacudido». Después de estas palabras de aliento, anunció que aquella noche les llevaría contra el campamento enemigo, despidiéndolos a continuación para que se alimentaran y descansasen.

[34,14] Después de tomar los auspicios, a media noche, el cónsul se puso en marcha con el fin de poder ocupar la posición que deseaba antes de que el enemigo se apercibiese de sus movimientos. Condujo sus tropas dando un rodeo hacia la parte trasera del campamento enemigo y los formó en línea de combate al amanecer; después envió tres cohortes contra la empalizada enemiga. Sorprendidos por la aparición de los romanos detrás de sus líneas, los bárbaros corrieron a las armas. Mientras tanto, el cónsul se dirigió brevemente a sus hombres diciéndoles: «No hay esperanza más que en el valor, y yo me he asegurado a propósito de que sea así. Entre nosotros y nuestro campamento está el enemigo; detrás, el territorio enemigo. Poner las esperanzas en el valor es la actitud más noble, y también la más segura». Ordenó a continuación que regresaran las cohortes, fingiendo la huida, para que los indígenas salieran fuera de su campamento. Sus previsiones se cumplieron. Pensando que los romanos se habían retirado por miedo, e irrumpiendo fuera de su campamento, ocuparon con su número la totalidad del terreno entre su campamento y la línea de combate romana. Mientras se apresuraban a formar sus filas y estaban aún desordenados, el cónsul, cuya formación ya estaba dispuesta, se lanzó al ataque. Los jinetes de ambas alas fueron los primeros en entrar en acción; sin embargo, los de la derecha fueron rechazados de inmediato y su retirada apresurada provocó el pánico entre la infantería. Al ver esto, el cónsul ordenó a dos cohortes escogidas que rodearan la derecha enemiga y se dejaran ver a su retaguardia, antes de que chocasen las infanterías. Esta amenaza sobre el enemigo equilibró nuevamente la batalla; aun así, en el ala derecha, tanto la infantería como la caballería se habían desmoralizado tanto que el cónsul hubo de agarrar a varios de ellos con sus propias manos y volverlos hacia el enemigo. Mientras la acción se limitó al lanzamiento de proyectiles por ambas partes, se mantuvo la igualdad por ambas partes; sin embargo, en el ala derecha, donde se creó el pánico y la huida, a duras penas mantenían sus posiciones; la izquierda y el centro, por su parte, acosaban a los bárbaros, que contemplaban aterrados a las amenazantes cohortes por su retaguardia. Una vez hubieron lanzado sus soliferros y faláricas, desenvainaron sus espadas y la lucha se volvió más furiosa [el soliferreum era una lanza arrojadiza, toda en hierro, de unos 2 metros de longitud; la falárica, según nos describe el propio Livio en el libro 21,8, era una jabalina con un asta de abeto y redondeada hasta la punta donde sobresalía el hierro que, como en el pilo, tenía la punta de hierro de sección cuadrada. Esta parte estaba envuelta en estopa y untada con pez; la punta de hierro tenía tres pies de largo -88,8 centímetros-.- N. del T.]. Ya no resultaron heridos por golpes imprevisibles desde la distancia, en el cuerpo a cuerpo contra el enemigo confiaban únicamente en su valor y en su fuerza.

[34,15] Viendo que sus hombres se estaban agotando, el cónsul los reanimó haciendo entrar en combate, desde la segunda línea, a las cohortes de reserva. Se rehizo el frente y estas tropas de refuerzo, atacando al agotado enemigo con sus armas arrojadizas íntegras, rompieron sus líneas mediante una feroz carga en cuña y, una vez rotas, pronto se dispersaron huyendo, precipitándose por los campos en dirección a su campamento. Cuando Catón vio todo el campo de batalla lleno de fugitivos, galopó nuevamente hacia la segunda legión, que estaba situada en reserva, y ordenó que avanzaran tras los estandartes a paso de carga para atacar el campamento enemigo. Cuando algún hombre, demasiado impetuoso, se salía corriendo de sus filas, el cónsul se le acercaba y lo golpeaba con su pequeña jabalina, ordenando a los tribunos militares y centuriones que los castigaran. Ya había empezado el ataque contra el campamento, pero los romanos no podían llegar hasta la empalizada al ser mantenidos a distancia mediante el lanzamiento de piedras, estacas y toda clase de proyectiles. La aparición de la legión de refresco puso animó el corazón en los asaltantes y provocó que el enemigo combatiera aún más desesperadamente frente a su parapeto. El cónsul exploró todas las posiciones, para poder encontrar dónde era más débil la resistencia y, así, por dónde tenía más posibilidades de irrumpir. Vio que los defensores presentaban una defensa menos vigorosa por la puerta izquierda de su campamento, y hacia aquel punto dirigió a los príncipes y a los asteros de la segunda legión. Los defensores que guarnecían las puertas no pudieron resistir su carga y cuando los demás vieron al enemigo dentro de sus líneas abandonaron cualquier intento adicional de conservar su campamento, arrojando sus armas y estandartes. Muchos resultaron muertos en las puertas, aglomerados en el estrecho espacio; mientras los soldados de la segunda legión masacraban al enemigo por detrás, el resto saqueó el campamento. Valerio Antias dice que murieron más de cuarenta mil enemigos aquel día. Catón, que no es dado, por cierto, a despreciar sus propios méritos, dice que murieron muchos, pero no da números.

[34,16] Se considera que el cónsul hizo aquel día tres cosas dignas de elogio: La primera fue el conducir a su ejército alrededor del campamento enemigo, hasta una posición lejos de sus naves y de su propio campamento, en la que sus soldados no podían confiar más que en su valor y con el enemigo interponiéndose. La segunda fue su maniobra al situar a las cohortes bloqueando la retaguardia enemiga. La tercera fue su orden a la segunda legión para avanzar en formación de combate directamente hacia la puerta del campamento, mientras el resto de sus tropas estaban dispersas en persecución del enemigo, manteniendo una perfecta formación y con los estandartes al frente. Pero ni aun después de la victoria hubo descanso. Una vez dada la señal de retirada y cuando hubo hecho regresar a sus hombres, cargados con el botín, a su campamento, les permitió descansar unas cuantas horas durante la noche y luego los sacó a devastar los campos. Como el enemigo se había dispersado en su huida, el saqueo se produjo sobre una extensión más amplia del territorio, y esta acción contribuyó no menos que la misma batalla para obligar a rendirse a los habitantes hispanos de Ampurias y a sus vecinos; muchas de las otras comunidades que se habían refugiado en Ampurias también se rindieron. El cónsul se dirigió a todos en términos amables y los mandó a sus hogares tras darles vino y comida. Enseguida reanudó su avance, y por dondequiera que marchaba su ejército, llegaban delegaciones de ciudades que se le rendían. Para el momento en que llegó a Tarragona, toda la Hispania a este lado del Ebro había sido sometida y liberados por los indígenas, como un regalo al cónsul, todos los soldados romanos o aliados latinos que habían caído prisioneros en diversas circunstancias. Luego se extendió un rumor que decía que el cónsul tenía intención de llevar a su ejército hacia la Turdetania; incluso, en las lejanas montañas, se dijo -falsamente- que ya había partido. Sobre estos rumores sin fundamento se sublevaron siete castillos de los bergistanos [ocupaban, aproximadamente, las actuales comarcas de Berga, Cardona y Solsona, en la provincia de Barcelona las dos primeras y en la de Lérida la tercera.-N. del T.]. El cónsul acudió allí con su ejército y los redujo a sumisión sin lucha digna de mención. Después que hubo regresado a Tarragona, y antes de haber hecho cualquier nuevo avance, aquellos mismos pueblos volvieron a rebelarse y nuevamente los sometió, pero ya no los trató con tanta indulgencia. Los vendió a todos como esclavos para impedir cualquier nueva alteración de la paz.

[34.17] Mientras tanto, el pretor Publio Manlio entró en la Turdetania con el ejército en el que había relevado a su predecesor, Quinto Minucio, así como con las fuerzas que había mandado Apio Claudio Nerón en la Hispania Ulterior. Los turdetanos son considerados los menos aptos para la guerra de todos los hispanos; no obstante, confiados en su número, se aventuraron a oponerse a los ejércitos romanos. Una carga de caballería les puso inmediatamente en desorden; apenas hubo combate de infantería: las tropas, experimentadas y familiarizadas con las tácticas del enemigo, no dejaron dudas en cuanto al resultado del combate. Aun así, aquella batalla no puso fin a la guerra. Los túrdulos contrataron una fuerza de diez mil mercenarios celtíberos y se dispusieron a continuar las hostilidades con armas extranjeras. [Livio emplea aquí túrdulos como sinónimo de turdetanos; Plinio el Viejo y Polibio -este último estuvo personalmente en Hispania poco después de los hechos narrados- los diferencian y sitúan a los túrdulos al norte de los turdetanos.-N. del T.] Mientras sucedía todo esto, el cónsul, gravemente perturbado por el levantamiento de los bergistanos y convencido de que otras tribus harían lo mismo si se les presentaba la ocasión, desarmó a toda la población hispana de este lado del Ebro. Esta medida suscitó tal sentimiento de amargura que muchos de ellos se quitaron la vida, pues aquel pueblo feroz no consideraba digna de ser vivida una vida sin sus armas. Cuando se informó de esto al cónsul, convocó a los senadores de todas las ciudades para que se reunieran con él. «No es más en nuestro interés que en el vuestro -les dijo- el que os debáis abstener de más hostilidades; hasta el presente, vuestras guerras han implicado siempre más sufrimiento para los hispanos que fatigas y problemas para los romanos. Sólo conozco una forma en que esto se pueda evitar, y es poner fuera de vuestro alcance el iniciar hostilidades. Deseo alcanzar este resultado con la menor dureza posible. Ayudadme en este asunto con vuestro consejo, yo adoptaré con gusto lo que vosotros me sugiráis». Como permanecieran en silencio, les dijo que les daría un par de días para que deliberaran. Convocados a una segunda reunión, y como siguieran en silencio, derribó en un solo día las murallas de todas sus ciudades, avanzó contra aquellas que aún eran refractarias y recibió la rendición de todos los pueblos de los territorios donde llegaba. La única excepción fue Segestica, ciudad rica e importante que tomó mediante manteletes y parapetos.

[34.18] Someter al enemigo fue para él una tarea más difícil de lo que había resultado para los generales que habían llegado a Hispania por vez primera. Los hispanos se les acercaron porque estaban hartos de la dominación cartaginesa; pero Catón, por así decir, tuvo que reducirlos a la esclavitud una vez que habían asentado y gozado de la libertad. Encontró todo conmocionado: algunas tribus se habían levantado en armas, otras tenían sitiadas sus ciudades para obligarles a rebelarse, y de no haber sido por su oportuno auxilio su capacidad de resistencia se habría agotado. Pero el cónsul era un hombre con tal carácter y fortaleza de espíritu que enfrentaba y ejecutaba por igual todas las cosas, grandes o pequeñas, dándoles solución; no se limitaba a pensar y ordenar lo que correspondía a cada caso, sino que se encargaba personalmente de su ejecución. No imponía disciplina más severa sobre nadie en el ejército que sobre sí mismo; en su frugalidad, incesante vigilancia y fatigas rivalizaba con el último de sus soldados. Los únicos privilegios de que gozaba en su ejército eran el rango y la autoridad.

[34.19] Los turdetanos, como ya he dicho, estaban empleando mercenarios celtíberos, y esto añadía dificultades a la campaña del pretor contra ellos. Le escribió a Catón pidiendo ayuda y el cónsul marchó allí con sus legiones, encontrándose al llegar con que los celtíberos y los turdetanos ocupaban campamentos separados. Se iniciaron de inmediato choques con las patrullas avanzadas turdetanas, saliendo siempre victoriosos los romanos, incluso en los combates iniciados imprudentemente. Los celtíberos fueron tratados de manera diferente; el cónsul ordenó a los tribunos militares que fueran donde ellos estaban y les dieran a elegir tres opciones: pasarse a los romanos y doblar la paga que iban a recibir de los turdetanos; marcharse a sus casas bajo garantías públicas de que no sufrirían represalias por haberse unido a sus enemigos o, si se decidían en cualquier caso por la guerra, fijar momento y lugar donde se pudiera decidir la cuestión por las armas. Los celtíberos pidieron un día para discutir el asunto. Se celebró un consejo, pero, debido a la presencia de los turdetanos y a la confusión y desorden que prevalecían, no se pudo llegar a ninguna decisión. No estando definida la cuestión de si había guerra o paz, los romanos obtenían suministros de los campos y pueblos fortificados del enemigo como en tiempo de paz, entrando a menudo hasta diez de ellos cada vez en sus fortificaciones, como si existiera una tregua tácita en la que hacer intercambios mutuos. Como el cónsul no lograba traer al enemigo al combate, envió algunas cohortes armadas a la ligera en una expedición de saqueo contra una parte del país que aún estaba indemne. A continuación, se dirigió a Sigüenza [la antigua Segestia, en la provincia de Guadalajara.-N. del T.] con el fin de atacarla, pues se enteró de que toda la impedimenta y pertenencias personales de los celtíberos habían quedado allí. Sin embargo, nada pudo hacer para moverlos y regresó con siete cohortes al Ebro después de pagar los sueldos de sus propios hombres así como los del ejército del pretor. El resto de su ejército se quedó en el campamento del pretor.

[34,20] Pequeñas como eran las fuerzas que tenía con él, el cónsul capturó varias ciudades y se pasaron a su lado los sedetanos, los ausetanos y los suesetanos. Los lacetanos, una tribu remota de los bosques, permanecieron en armas, en parte por su amor natural por la lucha y en parte por el temor a las represalias de las tribus amigas a Roma, entre las cuales habían hecho incursiones de saqueo mientras el cónsul estaba ocupado en la guerra contra los turdetanos. Por este motivo, el cónsul llevó consigo para atacar su ciudad fortificada no solo a sus cohortes romanas, sino también a la juventud de los aliados, que tenían sus propias cuentas que saldar con ellos. Su ciudad era considerablemente más larga que ancha. El cónsul detuvo a sus hombres a unos cuatrocientos pasos de la plaza [unos 600 metros.-N. del T.]. Dejando algunas cohortes escogidas de guardia, con órdenes estrictas de no moverse del lugar hasta que regresara con ellas, llevó al resto de sus fuerzas, dando un rodeo, al otro lado de la ciudad. Sus auxiliares eran en su mayoría jóvenes suesetanos y les ordenó avanzar hasta las murallas para el asalto. En cuanto los lacetanos reconocieron sus armas y estandartes, y recordaron cuán a menudo asolaron sus campos con impunidad y los derrotaron y dispersaron en batalla, se apresuraron a abrir sus puertas y precipitarse todos a una contra ellos. Los suesetanos casi no pudieron resistir su grito de guerra y mucho menos su carga. El cónsul esperaba esto y, al contemplar lo sucedido, galopó cerca de las murallas del enemigo, regresando con sus cohortes y dirigiéndolas a toda prisa contra aquella parte de la ciudad donde todo era silencio y soledad, haciéndolas entrar, pues los defensores habían salido en persecución de los suesetanos. Todo el lugar pasó a sus manos antes de que regresaran los lacetanos. Al comprobar que no les quedaba nada, excepto las armas, se rindieron al poco tiempo.

[34.21] El cónsul victorioso condujo en seguida a su ejército contra Bergio, un lugar fortificado que servía principalmente como refugio a los malhechores que tenían la costumbre de efectuar incursiones contra los pacíficos territorios de la provincia. Un jefe de los bergistanos se pasó al cónsul, negando en su propio nombre y en el de sus conciudadanos toda complicidad con aquellos. Ni él ni los suyos habían podido participar más en los asuntos públicos, pues una vez dejaron entrar a los bandidos estos se habían hecho los amos de la plaza. El cónsul le ordenó volver a casa y dar alguna razón plausible para su ausencia. Luego, cuando los romanos estuvieran aproximándose a las murallas y los salteadores completamente ocupados en defenderlas, debía ocupar la ciudadela con los que estaban de su parte. Todo se hizo de aquella manera; los malhechores se vieron amenazados por un doble peligro: por una parte los romanos, que estaban escalando las murallas, y por la otra la toma de la ciudadela. Cuando el cónsul se hubo apoderado de la ciudad, dio órdenes para que se dejara libres a los que habían tomado la ciudadela, junto con todas sus familias, y que conservaran sus propiedades; los demás bergistanos fueron entregados al cuestor para que los vendiera como esclavos, ejecutándose sumariamente a los bandidos. Una vez pacificada la provincia, Catón impuso un impuesto bastante elevado sobre el hierro y la plata, de manera tan satisfactoria que producía una renta considerable, enriqueciendo cada día más la provincia. Por estas operaciones ejecutadas en Hispania, el Senado decretó tres días de acción de gracias.

[34,22] Durante este mismo verano, el otro cónsul, Lucio Valerio Flaco, libró con éxito una batalla en la Galia contra una fuerza de boyos, cerca de la selva Litana; se dice que murieron ocho mil galos; el resto, abandonando cualquier resistencia, se dispersó hacia sus hogares. Durante el resto del verano, el cónsul mantuvo a su ejército en el Po, en las proximidades de Plasencia y Cremona, reparando los estragos que había causado la guerra. Tal era el estado de cosas en Hispania e Italia. En Grecia, Tito Quincio había empleado su tiempo durante el invierno de tal manera que, excepto los etolios, que no recibieron tras la victoria la recompensa que esperaban y que eran incapaces de estar tranquilos durante mucho tiempo, toda Grecia permanecía feliz y disfrutando de las bendiciones de la paz y la libertad, admirándose de la moderación, equidad y mesura que exhibía el general romano en el momento de la victoria, no menores que el valor y capacidad demostradas durante la guerra.

Por entonces le llegó el decreto del Senado por el que se declaraba la guerra a Nabis, el lacedemonio. Después de leerlo convocó una reunión de delegados de cada ciudad aliada, que se celebraría en Corinto. A ella asistieron representantes de todos los lugares, incluso los etolios hicieron acto de presencia. El cónsul se dirigió a los reunidos en los siguientes términos: «La guerra contra Filipo fue dirigida por romanos y griegos con un objetivo y una acción comunes, aunque cada cual tenía sus propios motivos de queja. Él había roto las relaciones de amistad con Roma, primero al ayudar a sus enemigos, los cartagineses, y después al atacar a sus aliados en este país. Respecto a vosotros, su conducta fue tal que, aunque nos pudiéramos haber olvidado de nuestros propios agravios, los que os infligió a vosotros habrían sido justificación bastante para la guerra. Lo que decidamos hoy, sin embargo, os corresponde únicamente a vosotros. La cuestión que expongo ante vosotros es si deseáis que Argos, de la que como sabéis se ha apoderado Nabis, permanezca bajo su dominio, o si consideráis más apropiado que a una ciudad de tanta antigüedad y renombre, situada en el corazón de Grecia, se le devuelva la libertad y se le ponga en la misma situación que todas las demás ciudades del Peloponeso y de la Grecia continental. Este asunto, como veis, es uno que debéis decidir por vosotros mismos; en modo alguno corresponde a los romanos, salvo en la medida en que la servidumbre de una sola ciudad nos priva de que sea la absoluta y completa la gloria de haber liberado Grecia».

[34.23] Después del discurso el comandante romano, se pidió a los demás que expresaran sus opiniones. El delegado de Atenas comenzó expresando la más profunda gratitud por los servicios que los romanos habían prestado a Grecia. Señaló que habían prestado su ayuda contra Filipo en respuesta a los más acuciantes llamamientos, pero que su ofrecimiento de ayuda contra Nabis era completamente espontáneo; expresó su indignación ante las declaraciones efectuadas por algunos, que trataban de restar importancia a aquellos grandes servicios y de arrojar sombras sobre los futuros, cuando deberían, en su lugar, expresar su agradecimiento por los servicios del pasado. Evidentemente, esto era un toque contra los etolios, y Alejandro, su más importante ciudadano, respondió con un duro ataque contra los atenienses que, según dijo, habían sido en los viejos tiempos los principales campeones de la libertad y ahora traicionaban la causa común buscando la lisonja propia. Protestó a continuación contra los actos de los aqueos, combatiendo primero bajo el estandarte de Filipo y luego, cuando declinó su fortuna, renegando y conspirando para apoderarse de Argos tras haberlo hecho de Corinto. Los etolios, declaró, fueron los primeros en oponerse a Filipo y siempre habían sido aliados de Roma, aunque se quedaron sin Equino y Farsala pese a que su devolución, tras la derrota de Filipo, había sido acordada. Acusó a los romanos de hipocresía, porque después de su ostentosa y vacía proclamación de haber liberado Grecia, mantenían Calcis y Demetrias ocupadas por sus guarniciones, aunque cuando Filipo dudaba en retirar las suyas de aquellas ciudades siempre protestaban que mientras dominara Demetrias, Calcis y Corinto Grecia nunca podría ser libre. Y ahora ponían a Argos y a Nabis como excusa para mantener sus ejércitos en Grecia. Que se lleven sus ejércitos a Italia y los etolios garantizaremos que Nabis retire sus tropas de Argos, voluntariamente o bajo condiciones; de lo contrario lo obligarían por la fuerza a someterse a la voluntad de una Grecia unida.

[34,24] Esta arenga pretenciosa provocó de inmediato a Aristeno, el pretor de la liga aquea. «Rezo -comenzó- porque Júpiter Óptimo Máximo y la reina Juno, las deidades tutelares de Argos, jamás permitan que esa ciudad sea motivo de discordia entre el tirano de los lacedemonios y los ladrones de Etolia, o sufrirá más después de que vosotros la hayáis recobrado que cuando la capturó él. El mar que nos separa no nos defiende de estos piratas. ¿Cuál, entonces, será nuestro destino, Tito Quincio, si se hacen con una fortaleza en el corazón del Peloponeso? Nada hay en ellos de griego más que el idioma; nada más hay en ellos de humanos sino la forma y apariencia de hombres; sus costumbres y ritos son más espantosos que los de cualquier otro bárbaro, aún más, incluso, que los de las bestias salvajes. Por lo tanto, romanos, os rogamos que rescatéis Argos de Nabis y resolváis los asuntos de Grecia en tal manera que puedas dejar este territorio pacífico y asegurado incluso contra los ladrones etolios. Se levantó un clamor general contra los etolios y el comandante romano declaró que él habría respondido a sus acusaciones de no haber contemplado cómo los delegados estaban tan indignados contra ellos que precisaban más ser calmados que aumentar su excitación. Así, contento con la opinión que tenían de los romanos y de los etolios, expondría la pregunta: «¿Qué decidís sobre la guerra contra Nabis, si no devuelve Argos a los aqueos?» Hubo una decisión unánime en favor de la guerra, y él los instó a que cada ciudad enviara fuerzas auxiliares en proporción a sus fuerzas. También envió un emisario a los etolios, no tanto porque esperase que cumplieran con sus demandas sino para que revelasen su estado de ánimo, y en esto tuvo éxito.

[34.25] Los tribunos militares recibieron órdenes de traer el ejército desde Elacia. Por aquellos días llegaron embajadores de Antíoco para negociar una alianza; Quincio les dijo que no podía emitir ninguna opinión en ausencia de los diez comisionados; los embajadores tendrían que ir a Roma y exponer su petición al Senado. Una vez llegadas las tropas desde Elacia, se dirigió hacia Argos. Cerca Cleonas se encontró con el pretor Aristeno, que tenía consigo diez mil aqueos de infantería y mil de caballería; unieron sus ejércitos y acamparon no muy lejos de allí, al día siguiente marcharon bajando hacia la llanura de Argos y escogieron un lugar para su campamento que distaba unas cuatro millas de la ciudad [5920 metros.-N. del T.]. El prefecto de la guarnición lacedemonia era Pitágoras, yerno del tirano a la vez que hermano de su mujer. Justo antes de la llegada de los romanos había reforzado considerablemente las defensas de las ciudadelas -Argos poseía dos- y otros puntos que parecían débiles o vulnerables. Mientras llevaba a cabo estos trabajos, sin embargo, no podía disimular el pánico que sentía ante la aparición de los romanos, y su temor al enemigo extranjero se agravó por culpa de una revuelta en el interior. Había un argivo, llamado Damocles, que era un joven de más valor que prudencia. Se juntó con otros, que le parecía probable que le apoyaran, y tras atarlos con un juramento deliberaron sobre la posibilidad de expulsar a la guarnición; en sus esfuerzos por fortalecer la conspiración, se comportó de forma imprudente al probar la sinceridad de aquellos a quienes se dirigía. Mientras estaba hablando con sus seguidores, se presentó uno de los ayudantes del prefecto, que lo convocaba a su presencia. Viendo que sus planes habían sido traicionados, hizo un llamamiento a sus compañeros de conspiración, allí presentes, para que tomasen las armas con él en vez de ser torturados hasta la muerte. A continuación, marchó hacia el foro con unos cuantos seguidores, pidiendo a todos los que sintieran en peligro la seguridad de la patria que lo siguieran como campeón de su libertad. No pudo inducir absolutamente a nadie, pues no veían posibilidad alguna de éxito en aquel momento ni tenían esperanzas de recibir suficiente ayuda. Mientras gritaba de esta manera a los presentes, fue rodeado por los lacedemonios y muerto junto con sus partidarios. Otros fueron detenidos después, a muchos de ellos se les condenó a muerte y algunos fueron encarcelados. A la noche siguiente, varios pudieron huir con los romanos tras descender con cuerdas por las murallas.

[34,26] Estos hombres aseguraron a Quincio que si el ejército romano hubiera estado ante las puertas el movimiento habría tenido éxito; si él acercaba más su campamento a la ciudad, los argivos se rebelarían. Envió algunas tropas ligeras, de caballería e infantería, y los lacedemonios salieron a su encuentro. Se encontraron cerca de Cilarabi, una palestra a no más de trescientos pasos de la ciudad, y los lacedemonios fueron rechazados tras sus murallas sin muchos problemas. Después, el general romano fijó su campamento en el lugar donde se había librado el combate y permaneció allí un día, vigilando por si se iniciaba cualquier nuevo movimiento. Cuando vio que los ciudadanos estaban paralizados por el miedo, convocó un consejo de guerra para examinar la cuestión del ataque sobre Argos. Todos los jefes griegos, con la excepción de Aristeno, estaban de acuerdo en que como Argos era la única causa de la guerra, debía ser también su punto de partida. Esto iba mucho más lejos de lo que Quincio deseaba y, cuando Aristeno habló oponiéndose al sentir general del consejo, le escuchó con signos inequívocos de aprobación. Cerró el debate señalando que la guerra se había iniciado en nombre de los argivos y contra el tirano, y que no podía imaginar nada menos coherente que dar de lado al enemigo real para atacar Argos. Por lo que a él se refería, dirigiría todos sus esfuerzos contra el centro y cabeza de la guerra: Lacedemonia y su tirano.

Una vez se levantó el consejo, envió algunas cohortes de tropas ligeras, de infantería y caballería, para recoger trigo. Segaron y trasladaron todo el que ya estaba maduro; el que aún estaba verde fue pisoteado y destrozado para impedir que lo usara el enemigo. Inició después su marcha y, tras cruzar el monte Partenio [está en la cordillera entre la Argólide y Arcadia, al suroeste de Argos.-N. del T.] y dejar Tegea a su derecha, acampó al tercer día en Carias, esperando allí a los contingentes aliados antes de adentrarse en territorio enemigo; llegaron mil quinientos macedonios enviados por Filipo y cuatrocientos jinetes de Tesalia. Tenía ahora fuerzas adecuadas, pero aún le detenía la espera por el grano exigido a las ciudades de los alrededores. También se estaba concentrando una gran fuerza naval; Lucio Quincio había llegado desde Leucas con cuarenta buques; tenía dieciocho naves con cubierta de Rodas; el rey Eumenes navegaba entra las islas Cícladas con diez naves con cubierta, treinta lembos [recuérdese que los lembos, voz de origen griego, son pequeñas naves propulsadas a vela y remos.-N. del T.] y otras naves de menor porte. Incluso se le unieron en el campamento romano gran número de exiliados de Lacedemonia, expulsados por la violencia y el desprecio por la ley de los tiranos, con la esperanza de recobrar su patria. El número de personas expulsadas por los diferentes tiranos de Lacedemonia, a lo largo de diversas generaciones, era muy considerable. El hombre más notable entre los exiliados era Agesípolis, heredero por derecho de familia del trono de Lacedemonia. Había sido expulsado cuando era solo un niño por Licurgo, que se convirtió en tirano después de la muerte de Cleómenes, el primero de los tiranos lacedemonios.

[34.27] A pesar de que Nabis se enfrentaba a una guerra tan grave, tanto por tierra como por mar, y de que una comparación justa de sus propias fuerzas con las del enemigo lo dejó casi sin esperanzas de éxito, no abandonó la lucha. Llamó de Creta a mil jóvenes escogidos, además de los mil que ya tenía; tenía en armas a diez mil de sus propios súbditos, incluyendo las guarniciones de los distritos rurales, y fortificó además la ciudad de Esparta con empalizada y foso. Para evitar cualquier perturbación interna, mantenía en jaque a los ciudadanos mediante el temor a implacables castigos, ya que no podía esperar que desearan la seguridad y éxito de su tirano. Sospechaba de algunos ciudadanos y, tras marchar con todas sus fuerzas hasta un espacio nivelado que llamaban Dromo [cerca del río Eurotas.-N. del T.], reunió a los lacedemonios frente a él, desarmados, y ordenó que fueran rodeados por su guardia personal. A continuación, explicó brevemente por qué se le debía excusar por sentir tan graves temores y tomar precauciones tan estrictas en un momento tan crítico, señalando que era en su propio interés el que se impidiera, en el presente estado de cosas, que personas bajo sospecha pudieran causar daños en lugar de ser castigados una vez hechos. Así pues, mantendría bajo custodia a determinadas personas hasta que hubiera pasado la tormenta que los amenazaba. Si estaba lo bastante prevenido contra una traición interna tendría aún menos motivos para temer a un enemigo extranjero; una vez rechazado este enemigo, los pondría en libertad. Pronunció después los nombres de unos ochenta jóvenes principales, haciéndolos encarcelar según respondían por su nombre. Todos ellos fueron ejecutados a la noche siguiente. Algunos ilotas -es esta una población rural que desde los primeros tiempos eran campesinos- fueron acusados de tratar de desertar; después de ser azotados de aldea en aldea, fueron todos ejecutados. El terror así provocado reprimió tan absolutamente a la población que se dio fin a cualquier intento de sublevación. Nabis mantuvo sus tropas dentro de sus líneas, ya que no se sentía a la altura de el enemigo en campo abierto y temía salir de la ciudad con los ánimos tan indecisos y en suspenso.

[34,28] Una vez completados todos sus preparativos, Quincio levantó su campamento y al segundo día llegó a Selasia, en el río Enunte, el lugar donde se dice que Antígono, el rey de Macedonia, combatió con Cleómenes, el tirano de los lacedemonios. Al enterarse de que el descenso hacia el valle transcurría por un camino difícil y angosto, envió a un grupo de avanzada para que abrieran un camino dando un corto rodeo por los montes; y así, por una ruta más ancha y despejada, llegó al Eurotas, que fluye casi bajo las mismas murallas de Esparta. Mientras los romanos estaban mensurando el asentamiento del campamento y Quincio había cabalgado por delante con algunos soldados de infantería y caballería, fueron atacados por tropas auxiliares del tirano, que provocaron el pánico. No esperaban nada de este estilo, pues no se habían encontrado oposición alguna en su marcha; el territorio por el que pasaron parecía que estuviese pacificado. Durante algún tiempo hubo una considerable confusión, con la caballería pidiendo la ayuda de la infantería y la infantería la de la caballería, sin que nadie confiara en sí mismo. Finalmente, se dejaron ver los estandartes de las legiones y entraron en combate las cohortes de vanguardia; entonces, aquellos que un momento antes habían sembrado el pánico fueron obligados a retroceder desconcertados a la ciudad. Los romanos se pararon justo fuera del alcance de los proyectiles lanzados desde las murallas, permaneciendo formados en orden de combate durante un tiempo; como no salió enemigo alguno, regresaron al campamento. Al día siguiente, Quincio llevó a lo largo del río, más allá de la ciudad, hasta los pies del Monte Menelao [al sur de Esparta.-N. del T.]. Las cohortes legionarias marcharon al frente, con la infantería ligera y la caballería cerrando la columna. Nabis mantenía a sus mercenarios, su única esperanza, agrupados bajo sus estandartes detrás de las murallas de la ciudad, dispuestos para atacar la retaguardia romana.

En cuanto hubo pasado el final de la columna, salieron tumultuosamente por diversos puntos, igual que el día anterior. Apio estaba al mando de la retaguardia y había advertido a sus hombres sobre lo que podían esperar. Rápidamente se dio la vuelta y, formando en línea a toda la columna, presentó un frente inquebrantable el enemigo. Así, ambos ejércitos se enfrentaron el uno al otro en formación de combate y, durante algún tiempo, se libró una batalla campal. Finalmente, los hombres de Nabis empezaron a flaquear y terminaron dándose a la fuga. La derrota no habría sido tan completa de no haber estado los aqueos, que les perseguían, familiarizados con el país. Les infligieron grandes pérdidas y quitaron las armas a la mayoría de los fugitivos dispersos. Quincio fijó su campamento cerca de Amiclas [está al este del Eurotas.-N. del T.]. Esta ciudad se encontraba en una zona poblada y fértil, cuyos pueblos y tierras devastó en su totalidad. Ninguno de los enemigos, sin embargo, se aventuraba fuera de sus puertas, y movió su campamento a orillas del Eurotas, llevando desde allí la devastación a todo el valle que se extiende desde el pie del Taigeto hasta el mar.

[34,29] Lucio Quincio, en el ínterin, se dedicó a asegurar las ciudades de la costa, en unos casos mediante rendición voluntaria y en otros por amenazas o por la fuerza. Enterado de que en Gitión [en el golfo Lacónico, cerca de la desembocadura del Eurotas.-N. del T.] almacenaban los lacedemonios gran cantidad de pertrechos navales y de que el campamento romano no estaba lejos del mar, Lucio decidió atacar el lugar con todas sus fuerzas. En aquellos días era una ciudad poderosa, con una población mixta de ciudadanos y extranjeros y completamente equipada de toda clase de material bélico. Lucio estaba preparándose para su nada fácil tarea cuando, muy oportunamente para él, aparecieron en escena Eumenes y la flota rodia. El inmenso número de gentes de mar, extraídas de las tres flotas, construyeron en pocos días cuanto se precisaba para el ataque sobre la ciudad, que estaba fortificada tanto en dirección a tierra como hacia su parte marítima. Se habían acercado las tortugas y se estaba minando la muralla [se trata en este caso de una construcción de madera en forma de galería que, al igual que la formación a base de la superposición de escudos, recibía el nombre del animal al que recordaba y que protegía a los zapadores de los muros.-N. del T.]; en otras partes se la golpeaba con arietes. Los repetidos golpes habían derruido una torre, cayendo también la muralla adyacente. Para distraer al enemigo de la brecha así producida, los romanos lanzaron un asalto desde el puerto, donde el terreno era más llano, tratando al mismo tiempo de abrirse paso sobre las ruinas de la muralla. Casi habían logrado penetrar por este punto, cuando el asalto se detuvo de repente ante la perspectiva de que la ciudad se rindiera; esta esperanza, sin embargo, pronto desapareció. Dos hombres, Dexagóridas y Gorgopas, compartían entre ambos el mando de la ciudad. Dexagóridas había mandado decir al general romano que estaba dispuesto a rendir la ciudad. Una vez acordado el momento y la forma de proceder, Gorgopas lo ejecutó por traidor y aquel, solo al mando, ofreció una resistencia más tenaz. El asalto se habría vuelto mucho más difícil de no haber aparecido Tito Quincio con una fuerza de cuatro mil soldados escogidos. Cuando se dejó ver, con su ejército formado en la cima de una colina no lejos de la ciudad, y con Lucio apretando el asalto al otro lado con sus obras de asedio, tanto por tierra como por mar, Gorgopas se descorazonó y se vio obligado a tomar la misma media que en el caso de su colega había castigado con la muerte. Una vez acordada la retirada de los soldados que habían formado su guarnición, entregó la ciudad a Quincio. Antes de la rendición de Gitión, Pitágoras, que había quedado al mando de Argos, transfirió la custodia de la ciudad a Timócrates de Pelene y se reunió con Nabis, en Esparta, llevando mil soldados mercenarios y dos mil argivos.

[34,30] Nabis se alarmó ante la aparición de la flota romana y la pérdida de las ciudades de la costa, pero mientras Gitión fue mantenida por sus hombres aceptó la situación, aunque no tenía muchas esperanzas de éxito. Sin embargo, cuando se enteró de que también esta había pasado a manos de los romanos, se dio cuenta de la inutilidad de su posición, con el enemigo rodeando todas sus fronteras y el mar completamente cerrado para él. Vio que debía ceder ante las circunstancias y, en consecuencia, envió un mensajero al campamento romano para saber si le permitiría enviarles embajadores. Se concedió su petición y mandó a Pitágoras ante el general con el único propósito de solicitar que el tirano se pudiera reunir con él. Se convocó el consejo de guerra y todos fueron de la unánime opinión de que se debía conceder la reunión, fijándose el momento y el lugar. Ambos jefes llegaron a cierto terreno elevado, a medio camino de sus campamentos, y acompañados por pequeñas escoltas. Una vez aquí, las escoltas se quedaron bien a la vista de ambas fuerzas y Nabis se adelantó con algunos de sus guardaespaldas, mientras que Quincio avanzó a su encuentro acompañado por su hermano, por el rey Eumenes, por el rodio Sosilao, por Aristeno, el pretor de los aqueos, y por unos pocos tribunos militares.

[34,31] Se dejó al tirano que eligiera si hablaría en primer lugar o no, empezando la discusión con el siguiente discurso: «Si por mí mismo, Tito Quincio y todos vosotros, aquí presentes, hubiera podido descubrir el motivo por el que me habéis declarado y hecho la guerra, habría esperado en silencio el desenlace de mi destino. Pero tal y como están ahora las cosas, no me puedo controlar lo bastante como para abstenerme de preguntaros, antes de perecer, por qué voy a morir. ¡Y por Hércules!, si fueseis como se afirma que son los cartagineses, gente para la que la observación de los tratados no es algo sagrado en absoluto, no me sorprendería que tampoco en mi caso os preocupaseis mucho del modo en que me tratáis. Pero, cuando os miro, veo que sois romanos, para quienes los tratados son las más solemnes de todas las obligaciones religiosas, y la fidelidad a sus aliados la más sagrada de las obligaciones humanas. Cuando miro hacía a mí, espero ser aún el hombre que, como el resto de los lacedemonios, está obligado para con vosotros en virtud de un antiquísimo tratado de alianza, y que renovó en la reciente guerra contra Filipo su vínculo personal de amistad. Pero, según decís, yo lo he destruido y violado al ocupar la ciudad de Argos. ¿Cómo me defenderé de esto? ¿Apelando a los hechos o a las circunstancias? En cuanto a los hechos, tengo una doble defensa; pues fueron los propios ciudadanos quienes invocaron mi ayuda y pusieron la plaza en mis manos; no la ocupé por la fuerza, la acepté cuando estaban en el poder los partidarios de Filipo y aún no era vuestro aliado. Las circunstancias del momento también me excusan, pues la alianza entre nosotros se estableció cuando yo ya poseía Argos, y lo estipulado no era que yo tendría que retirar mi guarnición de Argos, sino que yo debería proporcionaros ayuda durante la guerra. En este asunto de Argos yo, ciertamente, tengo el mejor de los argumentos, pues la razón está de mi parte tanto por la justicia de la propia acción -pues tomé una ciudad que no os pertenecía a vosotros, sino al enemigo, y no por la fuerza, sino por voluntad de sus habitantes- como por la fuerza de vuestra propia aceptación, pues bajo los términos del tratado me dejasteis Argos.

Se alegan en mi contra, sin embargo, el título de «tirano» y ciertos actos: como llamar a los esclavos a la libertad y asentar en los campos a los plebeyos pobres. En cuanto al título, puedo contestar que cualquiera que sea este, es el mismo que tenía cuando acordé la alianza contigo, Tito Quincio. Entonces, recuerdo, me llamaste «rey»; veo que ahora me llamas «tirano». Ahora bien, si hubiera cambiado el título que justifica mi dominio, sería yo quien tendría que defender mi incoherencia; como habéis sido vosotros, vosotros debéis justificar la vuestra. En cuanto al aumento de la población civil mediante la liberación de los esclavos y a la división de la tierra entre los pobres y necesitados, puedo también defenderme de esta acusación aduciendo el momento en que lo hice. Independientemente de lo que valgan estas disposiciones, las tomé cuando acordasteis la alianza conmigo y aceptasteis mi ayuda en la guerra contra Filipo. Pero aun suponiendo que las hubiera tomado hoy, no os pregunto ¿en qué os perjudicaba o perturbaba nuestra amistad?, me contento con afirmar que actué de acuerdo con nuestras leyes y con las costumbres de nuestros antepasados. No midáis lo que se hace en Lacedemonia a través de vuestras propias instituciones. No hay necesidad de comparar casos particulares. Vosotros escogéis vuestra caballería, igual que vuestra infantería, de acuerdo con su renta; queréis que pocos destaquen por sus riquezas y que la masa de la población esté sometida a ellos. Nuestro legislador no quiso que el gobierno estuviera en manos de unos pocos, como los que vosotros denomináis Senado, ni se permitió a ningún orden que tuviera preponderancia en el Estado; creía que la igualdad de rango y fortuna era necesaria para que pudiera existir un gran número de hombres que empuñasen las armas por su patria. He hablado con mayor detenimiento, lo confieso, de lo que es habitual entre mis compatriotas. Podría haber dicho, muy brevemente: Nada he hecho, desde que me alié con vosotros, de lo que os hayáis de arrepentir».

[34.32] A esto, el comandante romano respondió: «No es contigo con quien hemos establecido amistad y alianza, sino con Pélope, el justo y legítimo rey de los lacedemonios. Su derecho a la corona ha sido usurpado por los tiranos que los gobernaron mientras estábamos ocupados con la Guerra Púnica, primero, y después con las guerras en las Galias y en otros lugares, igual que lo has hecho tú durante esta guerra contra Macedonia. ¿Qué mayor contradicción pudiera existir, sino que quienes hicieron la guerra contra Filipo para liberar Grecia se unan a un tirano que, además, ha sido el más opresivo y cruel de todos para con sus súbditos? Así pues, incluso si no te hubieras apoderado de Argos a traición ni la conservases ahora mediante prácticas deshonestas, todavía nos correspondería a nosotros, como liberadores del resto de Grecia, el restaurar a Lacedemonia su antigua y libre constitución, así como todas aquellas leyes de las que hace poco has hablado, como poniéndote al mismo nivel que Licurgo. ¿Íbamos a preocuparnos de hacer que tus guarniciones se retirasen de Jaso y de Bargilias, y dejar al mismo tiempo bajo tu control Argos y Lacedemonia, dos de las más famosas ciudades y en otro tiempo luces de Grecia, postradas bajo tus pies, y que así su servidumbre mancille nuestro título como libertadores de Grecia? Dices que las simpatías de los argivos estaban con Filipo. Pues bien, te liberamos de cualquier obligación de indignarte con ellos en nuestro nombre. Tenemos pruebas suficientes de que la responsabilidad de todo ello recae sobre dos, a lo más tres, personas, y no sobre el conjunto de la población; del mismo modo, ¡por Hércules!, que cuando se te invitó a ti y a tus hombres a entrar en la ciudadela no fue en modo alguno un acto de su gobierno. Sabemos que los tesalios, los focenses y los locrios fueron unánimes en su apoyo a Filipo, y sin embargo les hemos dado libertad en común con el resto de Grecia; ¿qué crees entonces que haremos en el caso de los argivos, que son inocentes de cualquier complicidad oficial con él?

Has dicho que se han empleado para acusarte la emancipación de los esclavos y la asignación de tierras a los necesitados, y ciertamente son graves acusaciones, pero ¿qué son en comparación con los crímenes cometidos por ti y tus partidarios día tras día? Deja que se celebre una asamblea en la que los hombres sean libres de abrir sus corazones, en Argos y en Lacedemón, si quieres escuchar una verdadera descripción de tu desenfrenada tiranía. Por no hablar ya de asuntos pasados, ¿qué hay de la matanza que ese yerno tuyo, Pitágoras, perpetró en Argos, casi ante mi vista? ¿Y qué hay de los asesinatos que tú mismo cometiste cuando yo estaba ya próximo a tus fronteras? Vamos, que se presenten atados los que fueron arrestados por orden tuya en la Asamblea, después de prometer ante todos tus conciudadanos presentes que se les mantendría bajo custodia. Que sus apenadas familias sepan que aquellos por quienes guardan luto están aún vivos. Pero aún dices: <> ¿Así vas a hablar a los libertadores de Grecia? ¿A los que para efectuar esa liberación han cruzado el mar y conducido la guerra por mar y tierra? <>. ¿Cuántos ejemplos queréis que ponga de que lo hiciste? No pondré muchos, sino que los resumiré brevemente. ¿Qué actos constituyen una violación de la amistad? Estos dos, sobre todo: tratar a mis aliados como enemigos y hacer causa común con estos. Tú has hecho ambas cosas. Aunque eras nuestro aliado, te apoderaste por la fuerza de una ciudad que era nuestra aliada, Mesene, que habíamos admitido en nuestra amistad y disfrutaba, precisamente, de los mismos privilegios que los lacedemonios. Y aún más, no solo pactaste una alianza con Filipo, nuestro enemigo, sino que, si así place a los dioses, emparentaste efectivamente con él a través de Filocles, su prefecto. En abierta hostilidad hacia nosotros, infestaste el mar alrededor del Maleo con barcos piratas y capturaste y ejecutaste a casi más ciudadanos romanos que Filipo, de manera que nuestros mercantes, que suministraban a nuestros ejércitos, encontraban el cabotaje de las costas macedonias casi más seguro que el doblar el cabo de Malea. En adelante, deja ya, por favor, de hablar de tu fiel observancia de los tratados; deja de hablar como un compatriota y habla como tirano y enemigo».

[34,33] Siguió Aristeno, quien aconsejó y hasta imploró a Nabis para que mirase por él mismo y su fortuna, mientras tuviera la oportunidad. Se refirió por su nombre a varias personas que después de gobernar como tiranos en las ciudades circundantes habían sido depuestos al restaurarse la libertad, habiendo pasado una vejez segura y hasta honorable entre sus conciudadanos. No se discutió ya más, ante la proximidad de la noche. Al día siguiente, Nabis dijo que evacuaría Argos y retiraría su guarnición cuando los romanos quisieran, y que también entregaría a los prisioneros y desertores. De hacerse más exigencias, pidió que las pusieran por escrito, para que pudiera deliberar con sus amigos sobre ellas. Se le dio tiempo para que pudiera consultar, y Quincio, por su parte, convocó también a un consejo a las ciudades amigas. La mayoría estuvo a favor de continuar la guerra y deshacerse del tirano, pues estaban seguras de que la libertad de Grecia no estaría a salvo de otra manera. Dijeron que habría sido mejor no iniciar una guerra contra él a abandonarla tras haberla comenzado, pues Nabis estaría en una posición mucho más fuerte si podía llegar a suponer que su usurpación era sancionada por Roma, y su ejemplo incitaría a muchos, en otras ciudades, para conspirar contra las libertades de sus conciudadanos.

El propio general se inclinaba más por la paz. Veía claramente que si el enemigo era empujado tras sus murallas, no quedaba más opción que un asedio, y uno bastante largo, pues no sería Gitión a la que tendría que atacar -y esta ciudad, no obstante, se había rendido, no había sido tomada por asalto-, sino Lacedemón, una ciudad excepcionalmente fuerte en hombres y armas. Su única esperanza había sido, según dijo al Consejo, que ante la aproximación de su ejército se diera un estallido revolucionario, pero aunque los ciudadanos vieron los estandartes aproximándose a las puertas, nadie se movió. Pasó a informarles de que Vilio había regresado de su misión ante Antíoco y que había señalado que ya no podían confiar en mantener la paz con él, pues había desembarcado en Europa con una fuerza mucho mayor, tanto por tierra como por mar, de la que trajo en la ocasión anterior. Si él, Quincio, empleaba su ejército en el asedio de Lacedemón, ¿qué otras tropas, preguntó, habría disponibles para la guerra contra monarca tan fuerte y poderoso? Esto fue lo que dijo en público; su motivo secreto era el temor de que cuando los nuevos cónsules sortearan para sus provincias, Grecia correspondiera a uno de ellos y la guerra que él había iniciado tan victoriosamente pudiera ser llevada a un triunfante final por su sucesor.

[34,34] Como sus argumentos no hicieron mella en los aliados, intentó otro camino y, coincidiendo aparentemente con su punto de vista, los atrajo hacia el suyo. «Pues bien -continuó-, emprenderemos el asedio de Lacedemón en buena hora, si tal es vuestra determinación. Pero no cerréis, sin embargo, vuestros ojos al hecho de que el asedio de una ciudad es un asunto lento y, a menudo, agota a los asediadores antes que a los asediados; debéis ahora enfrentar la certeza de que pasaréis el invierno alrededor de las murallas de Lacedemón. Si estos trabajos solo implicaran fatigas y peligros, os animaría a disponeros de cuerpo y mente para sostenerlos. Sin embargo, será preciso también un enorme desembolso, pues serán precisas obras de asedio, las máquinas y artillería para el sitio de una ciudad tan grande; vosotros y nosotros necesitaremos, así mismo, hacer acopio de suministros para el invierno. Por lo tanto, para evitar que pronto os encontréis en dificultades y abandonéis, para vuestra vergüenza, una tarea después de comprometeros con ella, soy de la opinión de que deberíais escribir a vuestras respectivas ciudades para averiguar lo que realmente piensan y de cuántos recursos disponen. De tropas auxiliares tengo más que suficientes; pero cuanto mayor sea nuestro número, mayores serán nuestras necesidades. El territorio enemigo no contiene nada ahora, excepto el suelo desnudo. El invierno, ya próximo por lo demás, dificultará el transporte de suministros a larga distancia». Este discurso hizo que enseguida cada cual se ocupara de los problemas que tenían sus propias ciudades; la indolencia, los celos, la malicia con que quienes se quedaban en casa hablaban de los que estaban en operaciones, la libertad sin restricciones que dificultaba una acción unitaria, el bajo nivel de sus tesorerías y la mezquindad que mostraban los particulares a la hora de contribuir a los gastos públicos. Así, rápidamente cambiaron de opinión y dejaron en manos del comandante en jefe el decidir lo que le pareciese mejor en interés de Roma y de sus aliados.

[34.35] Tras consultar con sus lugartenientes y con los tribunos militares, Quincio puso por escrito las condiciones en que debía hacerse la paz con el tirano, que sería las siguientes: Habría una tregua de seis meses entre Nabis y sus enemigos -los romanos, el rey Eumenes y los rodios-. Tito Quincio y Nabis enviarían cada uno embajadores a Roma para asegurarse de que el Senado ratificaba la paz con su autoridad. El armisticio empezaría a partir del día en que se entregase a Nabis el documento conteniendo las condiciones de paz y, en un plazo de diez días desde esa fecha, debería retirar sus guarniciones de Argos y las demás ciudades en territorio argivo, entregándose las plazas, evacuadas y libres, a los romanos. Ningún esclavo se retiraría de aquellos lugares, tanto si habían pertenecido al rey, a las autoridades o a ciudadanos privados; si anteriormente se hubieran sacado algunos mediante algún fraude, oficial o particular, serían debidamente devueltos a sus propietarios. Nabis devolvería los buques capturados a las ciudades costeras y él mismo no poseería más naves que dos lembos de no más de dieciséis remeros cada uno. Devolvería todos los prisioneros y desertores de las ciudades aliadas de Roma, así como todas las propiedades de los mesenios que se pudieran reunir y fuesen identificadas por sus propietarios. Además, debía permitir que se unieran a los refugiados lacedemonios sus esposas e hijos, a condición de que ninguna mujer se viera obligada a reunirse con su marido contra su voluntad. A los mercenarios del tirano que hubieran vuelto a sus hogares, o que se hubieran pasado a los romanos, les serían devueltas sus propiedades. No poseería una sola ciudad en Creta; las que mantenía las entregaría a los romanos y no formaría alianzas ni haría la guerra contra ninguna ciudad cretense, ni con ningún otro. Todas las ciudades que debía entregar, y todas las que voluntariamente hubieran aceptado la soberanía de Roma, serían liberadas de la presencia de sus guarniciones; ni él ni sus súbditos podrían en modo alguno interferir con ellas. No construiría ninguna ciudad amurallada o castillo, ni en su propio territorio ni en ninguna otra parte. Como garantía del apropiado cumplimiento de estas condiciones, debía entregar cinco rehenes elegidos por el general romano -siendo uno su propio hijo-, debiendo pagar en el acto una indemnización de cien talentos de plata y cincuenta talentos anuales durante los próximos ocho años [si Tito Livio emplea aquí el talento romano de 32,3 kilos, la indemnización inmediata sería de 3230 kilos de plata y las cuotas de 1615 kilos al año.-N. del T.].

[34.36] Una vez trasladado el campamento romano más cerca de la ciudad, se pusieron por escrito estas condiciones y se enviaron a Lacedemón. El tirano, por supuesto, no estaba muy conforme con ninguna de ellas; aunque se sintió aliviado al ver que nada se decía sobre la repatriación de los refugiados, lo que más le molestaba era ser privado de sus naves y sus puertos de mar. El mar había sido una gran fuente de beneficios para él, pues había podido infestar toda la costa, hasta el Maleo, con sus barcos piratas; por otra parte, en la juventud de las ciudades marítimas tenía una reserva de hombres que constituían, con mucho, lo mejor de sus tropas. Había discutido las condiciones en secreto con sus amigos, pero todo el mundo hablaba abiertamente de ellas a consecuencia de lo poco de fiar que suelen resultar, en general, los cortesanos de los reyes a la hora de guardar secretos. Más que oponerse a todas ellas en general, cada cual lo hacía respecto a las que les afectaban directamente a ellos. Los que se había casado con las esposas de los exiliados políticos y los que se había hecho con alguna de sus propiedades estaban tan indignados como si perdieran algo que les pertenecía a ellos mismos y no de una devolución. Los esclavos que habían sido liberados por el tirano, no solo veían perderse su libertad, sino que les esperaba una esclavitud todavía peor si tenían que volver a poder de sus enfurecidos amos. Las tropas mercenarias estaban disgustadas por perder sus pagas al acordarse la paz, y no veían ninguna posibilidad de regresar a sus propias ciudades, que se oponían firmemente tanto a los servidores de los tiranos como a los tiranos mismos.

[34,37] Empezaron a reunirse y a discutir sobre sus agravios para, finalmente, precipitarse sobre las armas de repente. Viendo el tirano, por estos alborotos, que la población estaba lo bastante exasperada, convocó una asamblea. Expuso las exigencias del cónsul y añadió otras de su propia invención, aún más onerosas y humillantes; cada cláusula era recibida con gritos de protesta, unas veces por toda la asamblea y otras por un sector de la misma. Cuando terminó, preguntó al pueblo qué respuesta querían que diera o qué medidas debía tomar. El conjunto de casi todo con una sola voz le prohibió regresar cualquier respuesta e insistió en que la guerra debe continuar. Como suele pasar con la multitud, se animaban unos a otros y le decían que debía tener buen ánimo y esperanza, que la fortuna favorecía a los valientes. Alentado por estas voces, el tirano les dijo que Antíoco y los etolios les ayudarían, y que, entre tanto, tenían tropas suficientes para resistir un asedio. Nadie habló de paz y, no pudiendo permanecer inactivos más tiempo, corrieron a ocupar sus puestos, decididos a entrar en acción de inmediato. Las maniobras ofensivas de pequeños destacamentos de escaramuzadores y el lanzamiento de sus proyectiles, eliminaron de las mentes de los romanos cualquier duda sobre la necesidad de combatir. Durante cuatro días tuvieron lugar leves acciones sin ningún resultado decisivo, pero al quinto día los combates casi alcanzaron el nivel de una batalla campal y los lacedemonios fueron rechazados hasta su propia ciudad en tal estado de desmoralización que algunos soldados romanos, tajando a algunos en plena persecución, llegaron a entrar a la ciudad por brechas existentes en las murallas.

[34,38] Como el pánico así producido impidió cualquier ofensiva posterior del enemigo, Quincio consideró que ya no quedaba más opción que sitiar la plaza y, tras enviar mensajeros para traer toda la flota desde Gitión, cabalgó alrededor de la ciudad con sus tribunos militares para examinar su situación. Esparta [en el original latino, solo en esta ocasión y en XXXIX, 37, aparece con esta denominación en vez de la habitual Lacedaemo; la última pudiera corresponderse, al menos en tiempos de Homero y Heródoto, con la acrópolis, siendo la primera la denominación propia de la ciudad en sí.-N. del T.] había carecido anteriormente de murallas, pero en años recientes los distintos tiranos habían protegido las partes llanas y expuestas con una muralla; las posiciones altas y menos accesibles estaban defendidas por puestos militares permanentes en lugar de por fortificaciones. Una vez el cónsul practicó una inspección minuciosa de la plaza, se dio cuenta de que tendría que emplear todas sus fuerzas y atacar en círculo. Por consiguiente, rodeó completamente la ciudad con las fuerzas romanas y aliadas, a pie y montadas; de hecho, empleó todas sus fuerzas terrestres y navales, que ascendían a cincuenta mil hombres. Algunos llevaban escalas de asalto, otros fuego, otros los diversos elementos con los que atacar, además de atemorizar al enemigo. Se dieron órdenes para que todos lanzaran el grito de guerra al tiempo que se lanzaban al asalto, de modo que los lacedemonios, amenazados por todas partes, no pudieran saber dónde enfrentarse primero al ataque o dónde era más precisa la ayuda. Quincio dividió su ejército en tres grupos principales; el primero debía lanzar su asalto en las proximidades del Febeo, el segundo en dirección al Dictíneo [respectivamente, el templo de Apolo, al sur de Esparta, y el templo de Dictínea, diosa cretense asimilada a Artemisa.-N. del T.] y el tercero por el lugar llamado Heptagonia. Ninguno de estos puntos estaba protegido por murallas. Aunque la ciudad estaba rodeada y amenazada por todas partes, el tirano se mostró de lo más enérgico en su defensa; dondequiera que se alzaran gritos de repente o cuando llegaban los mensajeros jadeantes pidiendo ayuda, corría hacia el punto amenazado o mandaba a otros para ayudarles. Sin embargo, cuando la desmoralización y el pánico se extendieron por doquier, perdió completamente los nervios y ya no fue capaz de dar las órdenes oportunas o de escuchar los mensajes que llegaban; no es ya que no supiera qué hacer, es que se quedó casi en blanco.

[34,39] Mientras lucharon en lugares estrechos, los lacedemonios se mantuvieron firmes contra los romanos, combatiendo las tres divisiones en tres lugares distintos; sin embargo, según se intensificaba la lucha, esta se hacía más desigual. Los lacedemonios, en efecto, combatían mediante el lanzamiento de proyectiles, de los que se defendían fácilmente los romanos gracias a sus grandes escudos: algunos lanzamientos fallaban y otros llegaban con poca fuerza. Debido al limitado espacio y a la aglomeración, no les quedaba sitio para correr antes de lanzar sus proyectiles y darles así más fuerza, y tampoco se podían afianzar sólidamente mientras trataban de arrojarlos. Ninguno de los dardos que lanzaba el enemigo penetró los cuerpos, y muy pocos los escudos, de los romanos. Algunas heridas fueron causadas por el enemigo que se encontraba en una posición más elevada que la suya, pero pronto su avance les expuso a un inesperado ataque desde las casas, siéndoles arrojados no solo dardos, sino también tejas. Ante esto, colocaron sus escudos sobre sus cabezas, tan próximos que al ponerse escudo con escudo no quedaba espacio por el que pudiera penetrar un solo proyectil, ni aunque lo lanzaran a corta distancia. Avanzaron manteniendo esta formación de tortuga [también aquí emplea Livio la expresión «testudine», pero señalando claramente que se refiere a la formación en que los soldados sitúan sus escudos sobre sus cabezas, distinguiéndola de la ocasión anterior en que hace referencia a un artefacto defensivo para aproximarse a una fortificación.-N. del T.].

Durante un corto espacio de tiempo, los romanos quedaron detenidos por la estrechez de las calles, ya que tanto ellos como sus enemigos se agolpaban juntos; pero cuando llegaron a una amplia avenida, hicieron retroceder a sus adversarios y pudieron avanzar, siendo imposible resistir la violencia de su carga. Una vez los lacedemonios se habían dado a la fuga, dirigiéndose hacia la parte alta de la ciudad, Nabis, aterrorizado como si se hubiera tomado realmente la ciudad, buscaba a su alrededor alguna vía de escape; Pitágoras, quien en los demás aspectos mostraba el ánimo y disposición de un general, fue el único hombre que salvó la ciudad de su captura. Dio órdenes de que se incendiaran los edificios más cercanos a las murallas, prendiéndoles fuego de inmediato; los ciudadanos, que en cualquier otra ocasión habrían ayudado naturalmente a su extinción, avivaban ahora el fuego. Los techos se derrumbaron sobre los romanos, golpeando sobre los soldados las tejas rotas y los pedazos de madera ardiendo; las llamas se extendieron por doquier y el humo provocó una alarma mayor aún que el peligro real. Los que aún estaban fuera de la ciudad, lanzando el asalto final, cayeron desde las murallas; los que ya estaban dentro, temiendo ser destrozados por la irrupción del fuego en su retaguardia, se retiraron; Quincio, viendo como se habían puesto las cosas, hizo tocar retirada. Hechos volver del asalto cuando la ciudad casi había sido capturada, regresaron al campamento.

[34.40] Quincio llegó a la conclusión de que ganarían más de jugando con el miedo del enemigo que mediante lo hasta entonces intentado, por lo que los mantuvo en un estado constante de alarma durante tres días consecutivos, intimidándolos unas veces con ataques y obras de asedio, y otras levantando barricadas en determinados puntos para cerrar las vías de escape por las que huir. Obligado finalmente por esta amenaza constante, el tirano envió a Pitágoras, una vez más, para negociar. Quincio, al principio, se negó a recibirlo y le ordenó abandonar el campamento, pero cuando adoptó un tono suplicante y cayó de rodillas, el cónsul le concedió una audiencia. Empezó por dejar todo absolutamente a criterio de los romanos, pero estas consideraciones vanas e inconsistentes no llevaron a ningún resultado. Finalmente se acordó una suspensión de hostilidades, bajo las condiciones que días antes les habían presentado por escrito, y se recibió el dinero y los rehenes. Mientras el tirano estaba oculto, llegaba a Argos mensaje tras mensaje anunciando la inminente captura de Lacedemón, animándose aún más los argivos debido a la partida de Pitágoras con la fuerza principal de su guarnición. Despreciando a los pocos que aún quedaban en la ciudadela, debido a su corto número, expulsaron la guarnición bajo la dirección de un hombre llamado Arquipo. A Timócrates de Pelene se le permitió salir con un salvoconducto, debido a la clemencia y la moderación que había mostrado como comandante. Quincio llegó a Argos, donde halló a todos muy felices, después de conceder la paz al tirano, despedir al rey Eumenes y a los rodios, y enviar a su hermano Lucio de vuelta con la flota.

[34,41] Los famosos Juegos Nemeos, la más popular de todas sus fiestas, habían sido suspendidos por los argivos debido a los sufrimientos de la guerra; sin embargo, al llegar el comandante romano con su ejército manifestaron su gran satisfacción fijando fecha para la celebración de los Juegos y ofreciendo al mismo general su presidencia. Había muchas circunstancias que contribuían a aumentar su alegría: la vuelta desde Lacedemón de sus conciudadanos, que últimamente se había llevado Pitágoras y, antes de él, Nabis; regresaron también aquellos que habían logrado escapar tras el descubrimiento del complot por Pitágoras y el subsiguiente baño de sangre; una vez más, tras un largo intervalo, habían recobrado su libertad y veían con sus propios ojos a los romanos, autores de su recuperación y que precisamente por ellos habían librado la guerra contra el tirano. Por otra parte, el mismo día que empezaron los Juegos Nemeos, la voz del heraldo confirmó públicamente «la libertad de los argivos.» La satisfacción que sentían los aqueos por la vuelta de Argos a la liga aquea se vio considerablemente afectada por el hecho de que los lacedemonios quedaron bajo el dominio del tirano pegado a su costado. En cuanto a los etolios, seguían con sus críticas constantes en cada asamblea. Decían que la guerra no había terminado hasta que Filipo había evacuado todas las ciudades de Grecia; sin embargo, se dejaba Lacedemón al tirano y no a su rey legítimo, que estaba en el campamento romano, y sus más nobles ciudadanos debían vivir en el exilio; el pueblo romano se había convertido en cómplice de la tiranía de Nabis. Quincio condujo a sus fuerzas de vuelta a Elacia, que había sido su punto de partida para la guerra de Esparta. Algunos autores dicen que el tirano no hizo la guerra mediante salidas de la ciudad, sino que, después de fijar su campamento justo enfrente del de los romanos y esperar bastante tiempo, a la expectativa de la ayuda etolia, se vio finalmente obligado a presentar batalla debido a los ataques romanos contra sus forrajeadores. En dicha batalla, fue derrotado y perdió su campamento, viéndose así obligado a pedir la paz tras perder catorce mil hombres, entre muertos y heridos, y más de cuatro mil que fueron hechos prisioneros.

[34.42] La carta de Tito Quincio, informando de sus operaciones en Lacedemón, y otra de Marco Porcio, el cónsul que estaba en Hispania, llegaron a Roma casi a la vez. El Senado ordenó tres días de acción de gracias en nombre de cada uno de ellos. El cónsul Lucio Valerio, después de derrotar a los boyos cerca de la selva Litana, regresó a Roma para celebrar las elecciones. Los nuevos cónsules fueron Publio Cornelio Escipión el Africano, por segunda vez, y Tiberio Sempronio Longo. Los padres de ambos habían sido cónsules en el primer año de la Segunda Guerra Púnica [en el 218 a.C.-N. del T.]. Siguió la elección de los pretores; fueron elegidos Publio Cornelio Escipión -Nasica-, los dos Cneo Cornelio -Merenda y Blasión-, Cneo Domicio Ahenobarbo, Sexto Digicio y Tito Juvencio Talna. Después de celebradas las elecciones, el cónsul regresó a su provincia. Durante aquel año, los ferentinos trataron de practicar una novedad legal: reclamaron el derecho a que se considerasen ciudadanos romanos aquellos de los latinos que se hubieran inscrito para una colonia romana. Los que habían dado sus nombres, quedando asignados a las colonias de Pozzuoli, Salerno y Buxento, se consideraban con este motivo ciudadanos romanos; El Senado, sin embargo, decidió que no tenían esa condición.

[34.43] -194 a.C.- A principios del año en que fueron cónsules Publio Escipión Africano, por segunda vez, y Tiberio Sempronio Longo, llegaron a Roma los embajadores del tirano Nabis. El Senado les concedió audiencia fuera de la Ciudad, en el templo de Apolo. Pidieron que se confirmara el tratado de paz acordado con Tito Quincio, accediéndose a su petición. Hubo gran asistencia de senadores cuando se vino a debatir la asignación de las provincias, siendo la opinión general que, como habían llegado a su fin las guerras en Hispania y Macedonia, Italia debía asignarse como provincia a ambos cónsules. Escipión era de la opinión de que bastaba un cónsul para Italia y que al otro se le debía asignar Macedonia. Señaló que era inminente una guerra de importancia contra Antíoco quien, deliberadamente, había desembarcado en Europa. ¿Qué suponían que haría -les preguntó Escipión- cuando los etolios, que les eran sin duda hostiles, le incitaran por una parte a iniciar las hostilidades, y por la otra lo hiciera el mismo Aníbal, jefe de tanta fama por las derrotas infligidas a los romanos? Mientras se discutía sobre las provincias consulares, los pretores sortearon las suyas. Cneo Domicio recibió la jurisdicción urbana y Tito Juvencio la peregrina. A Publio Cornelio le fue asignada la Hispania Ulterior, y la Citerior a Sexto Digicio. De los dos Cneos Cornelio, a Blasión se le asignó Sicilia, correspondiendo Cerdeña a Merenda. Se decidió no enviar un nuevo ejército a Macedonia; el que había allí sería traído de vuelta por Quincio y licenciado, como también lo sería el ejército de Marco Porcio Catón en Hispania. Se designó Italia como provincia de los dos cónsules, facultándoseles para alistar dos legiones en la Ciudad en el fin de que, tras el licenciamiento de los dos ejércitos decretado por el Senado, siguiera siendo ocho el total de legiones romanas.

[34.44] En el año anterior, siendo cónsules Marco Porcio y Lucio Valerio, se había celebrado una primavera sagrada; el Pontífice Máximo, Publio Licinio, comunicó al colegio pontifical que su celebración no se había efectuado correctamente. El colegio lo autorizó a poner el asunto en conocimiento del Senado, el cual decidió que se debía celebrar nuevamente por completo, de acuerdo con el criterio de los pontífices. Se ordenó también la celebración de los Grandes juegos, que se habían prometido al mismo tiempo que aquella [aunque no aparecen citados cuando se efectúa la ofrenda de la primavera sagrada, en el libro 31,9.-N. del T.], con el presupuesto acostumbrado. Las víctimas ofrecidas incluirían todo el ganado nacido entre el primero de marzo y el treinta de abril del consulado de Publio Cornelio y Tiberio Sempronio. Luego se produjo la elección de los censores. Los nuevos censores fueron Sexto Elio Peto y Cayo Cornelio Cétego, que eligieron, como sus predecesores, al cónsul Publio Escipión como Príncipe del Senado. Sólo tres senadores del total fueron borrados de la lista, ninguno de los cuales había ejercido una magistratura curul. Una de sus decisiones hizo crecer inmensamente su popularidad entre los senadores, pues ordenaron a los ediles curules que reservaran lugares especiales a los senadores en los Juegos Romanos, separados de los del pueblo, pues anteriormente estaban sentados entre la multitud. Muy pocos del orden ecuestre fueron privados de sus caballos, ni tampoco trataron los censores con dureza a ningún orden del Estado. Los censores restauraron y ampliaron, además, el Atrio de la Libertad y la Villa Pública [que era donde se solían alojar los invitados oficiales de la República.-N. del T.]. Se celebraron debidamente la primavera sagrada y los Juegos, que habían sido ofrecidos mediante voto por Servio Sulpicio Galba [hay aquí un error, pues su praenomen no era Servio, sino Publio.-N. del T.]. Quinto Pleminio, quien por sus muchos crímenes contra los dioses y los hombres había sido arrojado a la prisión, aprovechó la oportunidad, mientras todos estaban ocupados en la contemplación de los Juegos, para comprar un gran número de hombres que, durante la noche, debían prender fuego en varios lugares de la Ciudad para que, entre la confusión provocada, él pudiera forzar la puerta y escapar de la cárcel. El complot fue revelado por algunos de sus cómplices y se informó de ello al Senado. Pleminio fue arrojado a la celda más baja y ejecutado.

[34,45] Durante aquel año, se enviaron ciudadanos romanos para asentarse como colonos en Pozzuoli, Capua [la antigua Volturno.-N. del T.] y Literno, trescientos a cada ciudad. Se efectuaron asentamientos similares en Salerno y Buxento. Los triunviros que supervisaron los asentamientos fueron Tiberio Sempronio Longo, que era cónsul por entonces, Marco Servilio y Quinto Minucio Termo. La tierra distribuida entre ellos había formado parte de los dominios de Capua. También se estableció una colonia de ciudadanos romanos en Siponto [lo que hoy es Santa María de Siponto.-N. del T.] en tierras que habían pertenecido a los arpinos. En este caso, los triunviros fueron Décimo Junio Bruto, Marco Bebio Tánfilo y Marco Helvio. También se enviaron ciudadanos romanos para asentarse como colonos en Torre di Lupi [la antigua Tempsa.-N. del T.] y en Crotona; los terrenos para los primeros se tomaron de los brucios, que habían expulsado de allí a los griegos; Crotona todavía estaba en poder de los griegos. Los triunviros encargados de la colonización de Crotona fueron Cneo Octavio, Lucio Emilio Paulo y Cayo Letorio; los de Torre di Lupi fueron Lucio Cornelio Mérula, Quinto… [se ha perdido el nomen de este Quinto.-N. del T.] y Cayo Salonio. También aparecieron aquel año algunos fenómenos extraños en Roma, anunciándose otros en diversos lugares. En el Foro, en el Comicio y en el Capitolio aparecieron gotas de sangre, se produjeron varias lluvias de barro y ardió la cabeza de la estatua de Vulcano. Se informó de que por el río Nera [el antiguo Nar.-N. del T.] había fluido leche, que habían nacido sin ojos ni nariz unos niños de condición libre de Rímini, así como uno en territorio Piceno sin manos ni pies. Estos prodigios fueron expiados según las indicaciones de los pontífices. También se ofrecieron sacrificios durante nueve días a consecuencia de un informe del pueblo de Adria en que se decía que sobre su territorio cayó una lluvia de piedras.

[34,46] Lucio Valerio, quien aún ostentaba el mando en la Galia, se enfrentó en una batalla campal, cerca de Milán [la antigua Mediolanum, ciudad principal de los ínsubros.-N. del T.], a los ínsubros y los boyos; estos últimos, con Durolato como general, habían cruzado el Po con el fin de sublevar a los ínsubros. Su colega, Marco Porcio Catón, celebró su triunfo sobre los hispanos durante este período. En la procesión se llevaron veinticinco mil libras de plata en bruto, ciento veintitrés mil acuñada con la biga, quinientas cuarenta de plata oscense y mil cuatrocientas libras de oro [en total, aportó al tesoro 48572,58 kilos de plata y 457,8 kilos de oro.-N. del T.]. Distribuyó 270 ases para cada uno de los soldados de infantería [o sea, 7,35 kilos de bronce a cada uno.-N. del T.], y triplicó esa cantidad para la caballería. Al llegar a su provincia, Tiberio Sempronio marchó con sus tropas en primer lugar hacia el territorio de los boyos. Boyórix era su régulo por entonces y, después de levantar en armas, junto a sus dos hermanos, a toda la nación para reanudar las hostilidades, fijó su campamento en una posición expuesta, en terreno abierto, para demostrar que estaban dispuestos a combatir si eran invadidos. Una vez enterado el cónsul de cuál era el número y grado de confianza del enemigo, mandó aviso a su colega para que se diera prisa en acudir en su ayuda; él procuraría por cualquier medio retrasar la batalla hasta que llegara. La misma razón que llevaba al cónsul a retrasar las cosas, provocaba que los galos buscaran una rápida resolución, pues su confianza se incrementaba por la vacilación de su enemigo y decidieron enfrentársele antes de que ambos cónsules unieran sus fuerzas. Durante dos días, sin embargo, se limitaron a esperar que alguien viniera contra ellos desde el campamento romano; al tercer día se aproximaron hasta la empalizada y atacaron el campamento simultáneamente por todas partes.

El cónsul ordenó al instante que sus hombres tomaran las armas y los mantuvo con ellas durante algunos minutos, en parte para alentar la temeraria confianza del enemigo y en parte para permitirle distribuir las fuerzas por las distintas puertas a través de las cuales cada grupo habría de efectuar la salida. Se ordenó avanzar los estandartes de las dos legiones por las puertas principales, pero los galos les bloquearon las salidas con unas multitudes tan densas que no pudieran salir. La lucha se prolongó durante mucho tiempo en aquel espacio confinado; no se trataba tanto de cruzar sus espadas como de empujarse con los escudos y cuerpos, los romanos intentaban abrir paso a sus estandartes y los galos intentaban introducirse en el campamento o, por lo menos, impedir que los romanos salieran. Ni uno ni otro bando pudieron efectuar ningún avance hasta que Quinto Victorio, centurión primipilo de la segunda legión, y Cayo Atilio, un tribuno militar de la cuarta, ejecutaron una maniobra a la que se recurría frecuentemente en los combates encarnizados: tomaron los estandartes de los signíferos y los arrojaron entre el enemigo. En su empeño por recuperar los estandartes, los hombres de la segunda legión fueron los primeros en abrirse paso fuera del campamento.

[34,47] Ya estaban combatiendo fuera de la muralla mientras los de la cuarta legión aún no habían podido salir por su puerta. De repente, se inició otro tumulto en el lado opuesto del campamento. Los galos habían irrumpido por la puerta cuestoria [era otro modo de llamar a la puerta decumana.-N. del T.] y, tras enfrentarse a una tenaz resistencia, dieron muerte al cuestor, Lucio Postumio, de sobrenombre Tímpano, a Marco Atinio y Publio Sempronio, prefectos de los aliados y a cerca de doscientos hombres. Esta parte del campamento quedó en manos enemigas hasta que una cohorte especial, enviada por el cónsul para defender la puerta cuestoria, los expulsó del campamento tras matar a muchos de ellos, deteniendo igualmente a los que estaban irrumpiendo. Casi al mismo tiempo, la cuarta legión, con dos cohortes especiales, se abrió paso por otra puerta. Así pues, se produjeron simultáneamente tres acciones separadas en diferentes lugares del campamento, y los gritos confusos que surgían distraían la atención de los combatientes de sus propias luchas ante la posición incierta de sus compañeros. Hasta mediodía, la batalla se libró con la misma fuerza por ambos lados y casi iguales esperanzas de victoria. Pero el calor y el esfuerzo obligaron a los galos, con sus cuerpos bandos y sudorosos, a batirse en retirada, incapaces de resistir la sed. Los pocos que aún se mantenían firmes recibieron la carga impetuosa de los romanos y fueron puestos en fuga y expulsados a su campamento. Entonces, el cónsul dio la señal de retirada; la mayoría de los hombres obedecieron, pero algunos, en su afán por combatir y con la esperanza de capturar el campamento enemigo, siguieron firmes bajo la empalizada. Los galos, despreciando aquella débil fuerza, salieron en masa de su campamento. Ahora eran los romanos los derrotados; y los que se habían negado a regresar al campamento al ordenarlo el cónsul, hubieron de hacerlo llevados del pánico. Así que, primero de un lado y luego del otro, se alternaron la victoria y la huída. Los galos, no obstante, perdieron en torno a once mil hombres y los romanos a cinco mil. Los galos se retiraron a la parte más distante de su territorio y el cónsul condujo sus legiones a Plasencia.

[34,48] Algunos autores afirman que Escipión se unió con su colega y marchó a través de los campos de los boyos y los ligures, saqueándolo todo a su paso, hasta que los bosques y los pantanos le impidieron seguir avanzando; otros, por el contrario, dicen que regresó a Roma para celebrar las elecciones sin hacer nada digno de mención. Tito Quincio había regresado a sus cuarteles en Elacia y pasó todo el invierno administrando justicia y reformando las disposiciones que habían tomado Filipo o sus prefectos, que aumentaban los derechos de sus partidarios a costas del menoscabo de los derechos y la libertad de los demás. Al comienzo de la primavera fue a Corinto, donde había convocado a una reunión general de los aliados. Estuvieron presentes delegados de todas las ciudades, de modo que aquello era prácticamente un consejo Pan-Helénico. Dio inicio a su discurso recordándoles el comienzo de las relaciones amistosas entre los romanos y los griegos, así como las gestas protagonizadas por los comandantes que le habían precedido en Macedonia y por él mismo. Su discurso fue escuchado con general asentimiento, excepto cuando aludió a Nabis. Consideraban los presentes que era totalmente impropio del libertador de Grecia el haber dejado al tirano como azote de su propio país, enquistado en el interior de una ciudad nobilísima, y terror de todas las ciudades circundantes.

[34,49] Quincio era muy consciente de sus sentimientos sobre esta cuestión, y admitió abiertamente que se deberían haber cerrado los oídos a ninguna propuesta de paz con el tirano, siempre que no hubiera entrañado la destrucción de Lacedemón. Tal como marcharon las cosas, al no poderse aplastar a Nabis sin arruinar a una ciudad de principal importancia, pareció mejor dejarlo debilitado y privado casi enteramente de cualquier capacidad de perjudicar a los demás, en vez de permitir que, para recobrar su libertad, sucumbiera esta ciudad por haberle aplicado remedios más fuertes de los que podía soportar. Después de esta revisión del pasado, vino a anunciarles su intención de salir de Italia, llevando con él a la totalidad de su ejército. Les dijo que en menos de diez días tendrían noticias de que se habían retirado las fuerzas que ocupaban Demetrias y Calcis, y verían con sus propios ojos cómo se evacuaba Acrocorinto y se entregaba enseguida a los aqueos. Esto demostraría al mundo entero si los que tenían costumbre de mentir eran los romanos o los etolios, que en sus discursos habían extendido la idea de que era un error confiar sus libertades a Roma y que solo habían cambiado a sus amos macedonios por sus amos romanos. Pero nunca ellos habían medido en lo más mínimo qué decían o qué hacían. Aconsejó a las demás ciudades que midieran a sus amigos por sus hechos, no por sus palabras, y que aprendieran de aquella manera en quién confiar y de quién desconfiar. Debían usar moderadamente de su libertad; esta, adecuadamente administrada, era una bendición tanto para las personas como para las comunidades; en exceso, resultaba un peligro para los demás y conducía a la temeridad y la violencia por parte de aquellos que la poseían. La nobleza, junto con los diversos estamentos sociales de cada ciudad, debía procurar preservar la armonía interior y la de las ciudades entre sí. Mientras ellos estuvieran unidos, ningún rey o tirano podría jamás ser lo bastante fuerte como para ofenderles; pero la discordia y la sedición darían todas las ventajas a quienes buscaban destruir su libertad, ya que el partido que resultaba vencido en las discordias domésticas prefería antes darse la mano con un extranjero que someterse a un conciudadano. Debían preocuparse de defender y conservar la libertad que habían ganado para ellos las armas ajenas, y devueltas por la lealtad de unos extranjeros. Así, el pueblo romano sabría que se había entregado la libertad a quienes eran dignos de ellos y que se había hecho buen uso de su regalo.

[34,50] Estas palabras, semejantes a las que podría haber pronunciado un padre, arrancaron lágrimas de alegría de todos los presentes y, durante algún tiempo, la voz del orador quedó ahogada por las expresiones de aprobación de sus destinatarios, quienes se instaban a grabarlas en sus corazones y mentes como si se tratase de las de un oráculo. Por fin, cuando se restableció el silencio, les pidió buscaran a los ciudadanos romanos que vivieran entre ellos como esclavos y los enviaran con él, en un plazo de dos meses, a Tesalia. Estaba seguro de que considerarían una deshonra que sus libertadores vivieran como esclavos en la tierra que habían liberado. Todos exclamaron que, además del resto de cosas por las que le estaban agradecidos, le daban especialmente las gracias por recordarles tan sagrado e imperativo deber. Había gran número de ellos que, hechos prisioneros durante la Guerra Púnica, fueron vendidos por Aníbal al no ser rescatados por sus compatriotas. De que eran muy numerosos da prueba lo que dice Polibio: afirma que esta empresa costó a los aqueos cien talentos, habiéndose fijado el precio a pagar a los propietarios en quinientos denarios por cabeza. Según este cómputo, en Acaya debía haber mil doscientos de ellos, pudiendo hacerse una estimación proporcional de los que habría en toda Grecia. No se había disuelto aún la asamblea cuando, al mirar a su alrededor, vieron a las tropas bajaban del Acrocorinto; se dirigieron directamente hacia la puerta y se alejaron. El general les siguió acompañado por todos, que lo aclamaban como «Salvador y Libertador». Luego de saludarlos y despedirse de ellos, volvió a Elacia por la misma ruta por donde había venido. Desde allí envío al legado Apio Claudio, con la totalidad de sus fuerzas, para que se dirigieran a través de Tesalia y el Epiro hasta Orico, y que esperasen allí, pues era su intención cruzar desde allí con su ejército hacia Italia. Su hermano Lucio, que estaba al mando de la flota, recibió instrucciones por escrito para que se reunieran allí buques de transportes de toda Grecia.

[34.51] A continuación, se dirigió a Calcis y retiró las fuerzas de guarnición no solo de aquella ciudad, sino también de Oreo y Eretria. Convocó en allí una asamblea de todas las ciudades de Eubea, y tras recordarles el estado en que las había encontrado y el estado en que las dejaba, los envió de vuelta a sus hogares. Siguiendo hacia Demetrias, retiró sus tropas de aquel lugar entre el mismo entusiasmo de los ciudadanos que en Corinto y Calcis. Reanudó después su avance hacia Tesalia, donde no solo se debían liberar las ciudades, sino también recuperarlas de la confusión y el caos hacia alguna forma tolerable de gobierno. Esta situación de confusión provenía tanto de los trastornos de la época como de la violencia y el desorden provocados por Filipo; pero también se debía al carácter pendenciero de sus gentes, que nunca celebraban clase alguna de procedimiento público, fueran elecciones, consejos o asambleas, sin que se produjeran tumultos y disturbios. Quincio seleccionó senadores y jueces basándose sobre todo en la renta, y colocando el poder en manos de aquellos cuyo mayor interés residía en el mantenimiento de la paz y la seguridad.

[34.52] Después de reorganizar tan minuciosamente Tesalia, marchó a través del Epiro hasta Orico, su punto de partida hacia Italia. Desde este lugar, se transportó a la totalidad de su ejército hacia Brindisi, y desde Brindisi marcharon a todo lo largo de Italia hasta la Ciudad, en lo que resultó casi un desfile triunfal en el que el botín capturado era una parte tan grande como las propias tropas. A su llegada a Roma, el Senado se reunió en las afueras de la Ciudad para recibir su informe, decretándole gustosamente el triunfo que tanto había merecido. Su celebración duró tres días. En el primer día llevó a través de la Ciudad las armas y armaduras, así como las estatuas de bronce y mármol; las capturadas a Filipo fueron tan numerosas como las que había obtenido de distintas ciudades. Al segundo día, se llevó en procesión todo el oro y la plata, acuñada y sin acuñar. Había dieciocho mil doscientas setenta libras de plata sin acuñar, y de plata labrada numerosas vasijas de toda clase, la mayoría cinceladas y algunas de gran valor artístico. Había también algunos hechos de bronce y, además de estos, diez escudos de plata. En monedas de plata había ochenta y cuatro mil piezas áticas, conocidas como tetradracmas, que eran cada una casi igual en peso a cuatro denarios [el denario, en la época de los hechos, pesaba 3,9 gramos.-N. del T.]. El peso del oro ascendía a tres mil setecientas catorce libras, incluyendo un escudo macizo y catorce mil quinientos catorce filipos [se trataría de estateras de oro, de aproximadamente 8,4 gramos.-N. del T.]. En la procesión del tercer día se llevaron ciento catorce coronas de oro, regalos de varias ciudades, víctimas para el sacrificio y, delante del carro de la victoria, muchos nobles, prisioneros y rehenes, entre los que se encontraba Demetrio, el hijo de Filipo, y Armenes, el hijo del tirano Nabis. Venía después el propio Quincio en su carro, seguido por una larga procesión de soldados, pues había traído desde su provincia a todo su ejército. Cada soldado de infantería recibió un regalo de doscientos cincuenta ases, cada centurión el doble y cada jinete el triple. Dio mucho realce a la procesión triunfal la presencia de aquellos a quienes se rescató de la esclavitud quienes, con la cabeza rapada, seguían a su libertador.

[34.53] Hacia finales de año, un tribuno de la plebe, Quinto Elio Tuberón, actuando según una resolución del Senado, presentó una propuesta a la plebe, que se aprobó, para asentar dos colonias latinas, una en el Brucio y la otra en el territorio de Turios. Los triunviros que debían supervisar el asentamiento fueron nombrados para tres años. Los que encargarían de los repartos en el Brucio serían Quinto Nevio, Marco Minucio Rufo y Marco Furio Crasipes; los que se encargarían del de Turios serían Aulo Manlio, Quinto Elio y Lucio Apustio. Las elecciones en las que resultaron elegidos fueron llevadas a cabo por el pretor urbano, Cneo Domicio, en el Capitolio. Se dedicaron varios templos este año. Uno de ellos fue el templo de Juno Matuta en el foro de las hortalizas [llamado Olitorium.-N. del T.]. Lo había prometido con voto, y había contratado su construcción cuatro años atrás, durante la guerra de la Galia, el cónsul Cayo Cornelio, que lo dedicó siendo censor. Otro fue el templo de Fauno; los ediles Cayo Escribonio y Cneo Domicio habían contratado la construcción del edificio dos años antes, con el dinero recaudado de las multas, dedicándolo Cneo Domicio cuando era pretor urbano. Quinto Marcio Rala dedicó el templo a la Fortuna Primigenia en el Quirinal, habiendo sido nombrado duunviro con este fin. Publio Sempronio Sofo lo había prometido en la Guerra Púnica, diez años antes, cuando era cónsul, y lo contrató durante su censura. Además, Cayo Servilio dedicó un templo a Júpiter en la isla, que se había prometido seis años antes, durante una guerra contra los galos, por el pretor Lucio Furio Purpurio, quien siendo cónsul firmó el contrato para su construcción. Esto fue lo acontecido durante aquel año.

[34,54] Publio Escipión regresó de su provincia de la Galia para celebrar las elecciones. Los nuevos cónsules fueron Lucio Cornelio Mérula y Quinto Minucio Termo. Al día siguiente se eligió a los pretores; estos fueron Lucio Cornelio Escipión, Marco Fulvio Nobilior, Cayo Escribonio, Marco Valerio Mesala, Lucio Porcio Licino y Cayo Flaminio. Atilio Serrano y Lucio Escribonio Libo fueron los primeros ediles que celebraron los Juegos Escénicos Megalesios. Fue durante la exhibición de los Juegos Romanos por estos ediles cuando, por primera vez, los senadores se sentaron apartados del pueblo. Esta, como todas las innovaciones, provocó muchos comentarios. Algunos lo consideraban como un tributo que desde hacía ya mucho se le debía a este importantísimo orden del Estado; otros pensaban que la grandeza de los patricios menoscababa la dignidad del pueblo y que todas aquellas distinciones, al diferenciar los diferentes órdenes del Estado, hacían peligrar la concordia y libertad de la que debían disfrutar todos por igual. Durante quinientos cincuenta y siete años, los espectadores se habían sentado entremezclados; ¿Qué había pasado -se preguntaba la plebe- tan de repente para que los patricios rehusaran estar entre los plebeyos en las gradas? ¿Por qué debía objetar un rico el que un pobre se sentara a su lado? Aquel era un arrogante capricho, que hasta entonces no había adoptado ni deseado ningún otro Senado del mundo. Incluso el propio Africano, que siendo cónsul fue el responsable del cambio, dijo que lo lamentaba. Tan desagradable resulta cualquier desviación de las antiguas costumbres y tanto prefieren los hombres seguir con las viejas prácticas, salvo que la experiencia las condene claramente.

[34.55] En el comienzo del año del mandato de los nuevos cónsules, Lucio Cornelio y Quinto Minucio -193 a.C.-, fueron tantos los informes sobre la ocurrencia de terremotos que la gente llegó a cansarse, no solo del propio asunto, sino también de la suspensión de negocios ordenadas por su causa. No se podían celebrar reuniones del Senado, ni se podían tratar asuntos públicos, pues los cónsules estaban totalmente ocupados con los sacrificios y las expiaciones. Finalmente, los decenviros recibieron instrucciones para consultar los Libros Sagrados y, de acuerdo con sus instrucciones, se proclamó una rogativa durante tres días. Se ofrecieron oraciones en todos los santuarios, con los suplicantes tocados con coronas de laurel, emitiéndose un aviso para que todos los miembros de cada familia ofrecieran juntos sus oraciones. El Senado autorizó a los cónsules para que publicaran un edicto prohibiendo que nadie informara de ningún terremoto el mismo día en que se hubiera decretado la expiación de otro. Después de esto, los cónsules sortearon sus provincias. La Galia correspondió a Cornelio y la Liguria a Minucio. El sorteo para los pretores determinó para Cayo Escribonio la pretura urbana, para Marco Valerio la peregrina, Sicilia correspondió a Lucio Cornelio, Cerdeña a Lucio Porcio, Hispania Citerior fue para Cayo Flaminio e Hispania Ulterior para Marco Fulvio.

[34.56] Los cónsules no esperaban ninguna guerra durante su año de magistratura, pero llegó una carta de Marco Cincio, el prefecto de Pisa, anunciando un levantamiento en la Liguria. Todos los consejos de aquella nación habían aprobado resoluciones a favor de las hostilidades; había ya veinte mil ligures en armas que habían devastado el territorio alrededor de Luna y que, después de cruzar las fronteras de Pisa, habían invadido toda la parte de la costa. Minucio, a quien había correspondido la provincia de Liguria, siguiendo instrucciones del Senado, subió a los rostra y emitió un edicto para que las dos legiones urbanas que habían sido alistadas el año anterior se reunieran, en un plazo de diez días, en Arezzo, siendo ocupado su lugar por dos legiones que él alistaría. Igualmente, notificó a los magistrados y delegados de las comunidades latinas y aliadas que estaban obligadas a proporcionar soldados, que debían reunirse con él en el Capitolio. Una vez allí, dispuso con ellos el contingente que cada ciudad debía proporcionar, de acuerdo con el número de hombres que tenían en edad militar, fijándose el total en quince mil infantes y quinientos jinetes. Se les ordenó que marcharan de inmediato a las puertas y alistasen sus fuerzas sin perder un instante. Fulvio y Flaminio fueron reforzados, cada uno, con fuerzas romanas en número de tres mil infantes y cien jinetes, además de cinco mil de infantería y doscientos de caballería proporcionados por los latinos y aliados, ordenándose a los pretores que licenciaran a los soldados veteranos en cuanto llevaran a sus provincias. Un gran número de los soldados de las legiones de la Ciudad acudían a los tribunos de la plebe, instándoles a que investigaran las razones por las que no se les debía llamar a filas, fuera por haber cumplido su tiempo de servicio o por motivos de salud. Este asunto quedó apartado por un mensaje de Tiberio Sempronio, en el que afirmaba que una fuerza de diez mil ligures había aparecido en las proximidades de Plasencia y había devastado el territorio a sangre y espada hasta las mismas murallas de la colonia y las orillas del Po; también decía que los boyos estaban contemplando una reanudación de las hostilidades.

En vista de esta noticia, el Senado decretó que se estableciera el estado de emergencia y que no aprobaban que los tribunos investigaran las quejas de los soldados para no presentarse a la concentración ordenada. Asimismo, ordenó que los hombres de los contingentes aliados que habían servido bajo Publio Cornelio y Tiberio Sempronio, y que habían sido licenciados por ellos, se reunieran de nuevo el día que Lucio Cornelio dispusiera y en el lugar de Etruria que les notificase; de camino a su provincia, el cónsul debería alistar, armar y llevar con él a todo hombre que considerase apto de los pueblos y distritos por los que pasara, autorizándosele a licenciar a cualquiera de ellos que quisiera y cuando lo deseara.

[34,57] Una vez que los cónsules hubieron alistado las tropas necesarias y partido para sus provincias, Tito Quincio solicitó al Senado que escuchase los acuerdos que había hecho, de acuerdo con los diez comisionados, y que los ratificasen y confirmasen si los consideraban adecuado. Les dijo que estarían en mejor posición para hacerlo si escuchaban las declaraciones de los embajadores que habían venido de cada ciudad de Grecia, así como a los venidos de parte de los tres reyes. Estas delegaciones fueron presentadas en el Senado por el pretor urbano, Cayo Escribonio, encontrándose todas ellas con una recepción favorable. Como las negociaciones con Antíoco se alargaran un tanto, se les confió a los diez comisionados, algunos de los cuales habían estado con el rey tanto en Asia como en Lisimaquia. Se autorizó a Tito Quincio para que escuchase a los embajadores en presencia de los delegados, y que les respondiera en un sentido tal que respetara los intereses y el honor del pueblo romano. Menipo y Hegesianacte encabezaban la embajada, siendo el primero su portavoz. Esté declaro que no entendía qué problema había con su misión, pues habían venido simplemente a pedir relaciones de amistad y a establecer una alianza. Había tres tipos de tratados mediante los cuales llegan a acuerdos los Estados y los monarcas. El primero era cuando se dictaban condiciones a los vencidos en una guerra pues, cuando se entregaban al que había resultado más fuerte con las armas, daban a este el derecho absoluto a decir qué les dejaría a ellos y de qué se les privaría. En el segundo caso, las potencias que se habían enfrentado en igualdad de condiciones en la guerra establecían una alianza de paz y amistad en términos también de igualdad, pues al llegar a un mutuo entendimiento respecto a sus reclamaciones y a las propiedades alteradas por la guerra, se arreglaban las cosas de acuerdo con las normas antiguas o según lo que más conviniera a las partes. La tercera clase de tratados comprendía aquellos efectuados por estados que nunca habían sido enemigos y que se establecían una alianza de amistad; no se imponían o aceptaban condiciones, pues estas solo se daban entre vencedores y vencidos. Era un tratado de este último tipo el que buscaba Antíoco, y él -su portavoz- estaba sorprendido de que los romanos pensaran que era justo y equitativo imponer condiciones al rey, decidiendo ellos qué ciudades de Asia querían que fuesen libres y autónomas y cuáles pagarían tributo, prohibiendo en algún caso que el rey las guarneciera, y hasta la presencia del mismo rey. Aquellos eran los términos sobre los que se hizo la paz con Filipo, su enemigo, y no un tratado de alianza con Antíoco, que era su amigo.

[34.58] La respuesta de Quincio fue la siguiente: «Ya que te place efectuar tales distinciones y enumerar las diversas maneras en las que se pueden establecer relaciones de amistad, también yo expondré las dos condiciones a partir de las cuales, y se lo puedes comunicar a tu rey, no se puede establecer amistad con Roma. Una de ellas es esta: si no desea que nos ocupemos de las ciudades de Asia, debe mantener sus propias manos alejadas de cualquier zona de Europa. La otra es la siguiente: si, en vez de limitarse a estar tras las fronteras de Asia, cruza a Europa, los romanos estarán perfectamente justificados a proteger los tratados de amistad que ya tienen y a establecer otros nuevos en Asia». Hegesianacte respondió: «Es sin duda una propuesta indigna el pedir que Antíoco se excluya de las ciudades de Tracia y el Quersoneso, que su gran abuelo Seleuco ganó gloriosamente tras derrotar al rey Lisímaco, que cayó en la batalla, y algunas de las cuales el mismo Antíoco recupero por la fuerza de las armas de los tracios, que se habían apoderado de ellas; mientras, otras que habían sido abandonadas, como Lisimaquia, fueron repobladas con sus habitantes y las que habían sido incendiadas o arrasadas las reconstruyó a un costo enorme. ¿Qué semejanza podía haber entre la renuncia de Antíoco a su derecho sobre las ciudades adquiridas o recuperadas de esta manera, y la no injerencia de los romanos en Asia, que nunca les había pertenecido? Antíoco estaba pidiendo la amistad de Roma, pero una amistad cuya consecución le fuera honrosa, no vergonzosa». Ante esto, Quincio observó: «Ya que estamos hablando de lo honorable, cosa que debiera ser la única, o al menos la primera, en ser considerada por la primera nación del mundo y por un monarca tan grande como el tuyo, ¿qué te parece lo más honorable: desear la libertad de todas las ciudades griegas dondequiera que estén o mantenerlas bajo servidumbre y tributo? Si Antíoco piensa que está actuando honorablemente al reclamar el señorío de las ciudades que logró su bisabuelo mediante el derecho de guerra, y que su abuelo y su padre nunca ejercieron, el pueblo romano también considera que su sentido del honor y la coherencia le impiden abandonar su compromiso para defender la libertad de Grecia. De la misma manera que liberaron a Grecia de Filipo, era su intención liberar de Antíoco a las ciudades griegas de Asia. No se fundaron, desde luego, las colonias de la Eólide ni de Jonia para que fuerzas esclavas de los reyes, sino para engrandecer el linaje de una antigua nación y que se extendiera por el mundo».

[34.59] Como Hegesianacte vacilara y no pudiera negar que la causa de la libertad resultaba un título más honorable que el de la esclavitud, Publio Sulpicio, el mayor de los diez delegados, dijo: «No demos más rodeos; elegid una de las dos condiciones que Quincio os ha expuesto tan claramente o dejad ya de hablar de amistad». «No es nuestro deseo -dijo Menipo-, ni está en nuestro poder, establecer pacto alguno por el que se vea perjudicada la soberanía de Antíoco». Al día siguiente, Quincio presentó al Senado todas las legaciones de Grecia y Asia, para que pudieran saber de la actitud de los romanos y la de Antíoco respecto a las ciudades de Grecia. Expuso ante ellos sus propias demandas y luego las del rey, diciéndoles que informaran a sus gobernantes de que los romanos mostrarían la misma valentía y lealtad al reivindicar sus libertades ante Antíoco, si no abandonaba Europa, que las mostradas al liberarlos de Filipo. Ante esto, Menipo rogó encarecidamente a Quincio y al Senado que no precipitaran una decisión que podría, una vez adoptada, sumir al mundo entero en la confusión. Les pidió que tomaran tiempo para reflexionar y dejar que el rey hiciera lo mismo. Cuando se informara a este de las condiciones, las consideraría y lograría alguna modificación en ellas o haría alguna concesión en aras de la paz. De esta manera, se aplazó la cuestión y se decidió que se enviaran al rey los mismos delegados que habían estado con él en Lisimaquia, es decir, Publio Sulpicio, Publio Vilio y Publio Elio.

[34,60] Apenas habían dado inicio a su misión cuando llegaron embajadores de Cartago con informes fehacientes de que Antíoco, sin duda, se estaba preparando para la guerra con el asesoramiento y la ayuda de Aníbal, temiéndose al mismo tiempo el estallido de una guerra contra Cartago. Como se ha señalado anteriormente, Aníbal, fugitivo de su país natal, había llegado a la corte de Antíoco, donde fue tratado con gran distinción; el único motivo para ello es que el rey había estado considerando durante mucho tiempo una guerra con Roma, y nadie podría estar más cualificado para confiarle sus planes que el comandante cartaginés. Nunca vaciló en su opinión de que la guerra debía llevarse a cabo en suelo italiano; Italia podría proporcionar suministros y hombres a un enemigo extranjero. Pero, argumentó, si aquel país se mantenía indemne y Roma era libre de emplear las fuerzas y recursos de Italia más allá de sus fronteras, ningún monarca y ninguna nación podría enfrentársele en igualdad de condiciones. Pedía cien buques con cubierta y una fuerza de diez mil infantes y mil jinetes; llevaría primero la flota a África, pues confiaba en poder persuadir a los cartagineses para entrar en otra guerra y, si se echaban atrás, llevaría la guerra contra Roma en alguna parte de Italia. El rey debería cruzar a Europa con el resto de su ejército y mantener sus tropas en algún lugar de Grecia, sin navegar hacia Italia, pero dispuesto para hacerlo; lo que sería bastante para dar una idea de la magnitud de la guerra.

[34,61] Cuando hubo convencido al rey para que adoptase este plan suyo, pensó que debía preparar a sus compatriotas, pero no deseaba correr el riesgo de enviar una carta escrita para que no la pudieran interceptar y que se descubrieran sus planes. Durante su visita a Éfeso, había entrado en contacto con un tirio llamado Aristón, cuyo desempeño durante ciertas tareas de menor importancia que le encargó hicieron que Aníbal decidiera emplearle. Por medio de sobornos y generosas promesas, que el mismo rey hizo suyas, le convenció para ejecutar una misión en Cartago. Aníbal le proporcionó una lista de aquellos con los que necesitaba entrevistarse, dándole también señales secretas para que aquellos tuvieran la certeza de que sus instrucciones provenían sin duda de Aníbal. Al dejarse ver por Cartago, los enemigos de Aníbal descubrieron el motivo de su visita al mismo tiempo que sus amigos, pues el asunto se convirtió en tema de conversación en reuniones y banquetes. Por último, dio lugar a una discusión en el senado, donde varios oradores declararon que nada se ganaba con el destierro de Aníbal si, incluso ausente, era capaz de planear traiciones y agitar a los ciudadanos, amenazando la seguridad de la ciudad. Dijeron que un tal Aristón, un extranjero tirio, había llevado con instrucciones de Aníbal y Antíoco, que gentes bien conocidas mantenían conversaciones secretas con él cada día y que estaban planeando ocultamente algo que pronto estallaría y traería sobre ellos la ruina de todos. Hubo un clamor general, y todos los presentes exigieron que se citara a aquel Aristón, que se le interrogara sobre el objeto de su visita y, que si no lo explicaba, se enviara una delegación a Roma. «Bastante hemos sufrido ya -dijeron- por la imprudencia de un solo hombre; si un particular se comportaba inadecuadamente, que arrostrase las consecuencias de sus actos. La ciudad debía ser preservada de cualquier mancha, y aún sospecha, de culpabilidad».

Cuando Aristón compareció, trató de limpiar su nombre basándose, principalmente, en el hecho de que no había traído ninguna carta para nadie. No dio, sin embargo, una explicación satisfactoria del objeto de su visita, y lo que le causó más vergüenza fue la denuncia de que sus entrevistas se limitaban a los miembros del partido Bárcida. En el debate que se originó a continuación, una parte exigía su arresto y detención como espía, la otra afirmaba que no había base para tal acción irregular y que sentaría un mal precedente si los visitantes extranjeros quedasen detenidos sin ninguna razón. Lo mismo sucedería con los cartagineses en Tiro y en otras ciudades comerciales que tan ampliamente frecuentaban. El debate quedó aplazado. Aristón, ejecutó entre cartagineses una estratagema cartaginesa. Al caer la tarde, colgó unas tablas escritas en el lugar más concurrido de la ciudad, sobre el tribunal donde se sentaban cada día los magistrados. En la tercera guardia nocturna, embarcó en una nave y huyó. Cuando los sufetes tomaron asiento a la mañana siguiente para administrar justicia, vieron las tablas, las bajaron y las leyeron. Se decía en ellas que las instrucciones que trajo Aristón no estaban destinadas a ciudadanos particulares; eran públicas y estaban dirigidas a los ancianos, que así designaban a su senado. Dado que esta acusación involucraba al gobierno en su conjunto, hubo menos afán por investigar los pocos casos sobre los que recaían sospechas. Se decidió, no obstante, que se debía enviar una delegación a Roma para informar del asunto a los cónsules y al Senado, y al mismo tiempo, presentar una demanda contra Masinisa.

[34,62] Al comprender Masinisa que los cartagineses estaban desacreditados y se contradecían, pues el senado sospechaba de los dirigentes del partido Bárcida por sus entrevistas con Aristón y el pueblo sospechaba del senado debido a la denuncia del propio Aristón, pensó que era una buena oportunidad para atacarlos; así pues, devastó la costa de la Sirte Menor y obligó a que le pagaran tributo algunas ciudades que eran estipendiarias de Cartago. Aquella zona costera que bordea la Sirte Menor se llama Emporio [región situada entre los golfos de Hammamet y de Gabes, al este de la actual Túnez.-N. del T.]. Se trata de un país muy fértil en el que hay una sola ciudad, Leptis Magna, que estuvo pagando tributo a Cartago en cantidad de un talento al día. Este distrito fue el que Masinisa invadió y saqueó de extremo a extremo y ocupó partes de él, poniendo en duda si le pertenecía a él o a los cartagineses. Al enterarse de que estos habían enviado emisarios a Roma para responder a las acusaciones que se habían hecho contra ellos, así como para quejarse de su conducta, también él envió una delegación para reforzar las sospechas contra Cartago y para poner también en cuestión la legitimidad del tributo que obtenía aquel gobierno del territorio por él invadido. Los cartagineses fueron recibidos en audiencia los primeros, y su informe del extranjero tirio hizo que el Senado se sintiera inquieto por no verse envuelto a la vez en una guerra contra Antíoco y contra Cartago. Lo más fortaleció sus sospechas fue, sobre todo, el hecho de que tras decidir la detención de Aristón y su envío a Roma, no le tuvieron, ni a él ni a su barco, bajo vigilancia. Luego vino la discusión con los embajadores del rey en cuanto al territorio en disputa. Los cartagineses basaban la defensa de su caso en la adjudicación que efectuó Escipión del territorio que quedaría incluido dentro de las fronteras cartaginesas, aduciendo además el reconocimiento que hizo el mismo Masinisa. En efecto, cuando Aftires era un fugitivo de su reino y andaba con un cuerpo de númidas por las cercanías de Shahhat [la antigua Cirene.-N. del T.], Masinisa, que lo perseguía, les pidió permiso para atravesar aquel territorio, mostrando con ello que no tenía ninguna duda en cuanto a su pertenencia a Cartago.

Los númidas sostenían que mentían en su declaración sobre la delimitación efectuada por Escipión. Y si se investigaba sobre el origen de cualquier derecho que reclamaran, ¿Qué tierra de África pertenecía verdaderamente a los cartagineses? Cuando desembarcaron en sus costas y buscó un asentamiento, se les concedió, como un favor, tanta tierra para construir su ciudad como pudieran abarcar con la piel de un buey cortada en tiras. Cualquier terreno que ocuparan más allá de Bursa [así se llamaba la ciudadela, que es también la palabra fenicia para ese concepto.-N. del T.], lo habían obtenido mediante la violencia y el robo. En cuanto al territorio en cuestión, era imposible para ellos demostrar que lo habían poseído ininterrumpidamente desde el principio, o ni siquiera durante un largo periodo de tiempo. Los cartagineses y los reyes de Numidia presentaban reclamaciones, alternativamente, según se presentaba la oportunidad; siempre se convertía en posesión de aquellos cuyas armas, en aquel momento, fueran las más fuertes. Solicitaban al Senado que dejara las cosas en la misma situación que estaban antes de que Cartago se convirtiera en enemiga y Masinisa en amigo y aliado de Roma, y que no impidieran que fuese su dueño el que podía hacerlo. La respuesta dada a las dos partes fue en el sentido de que el Senado enviaría una comisión a África para resolver la controversia sobre el terreno. Los comisionados fueron Publio Escipión el Africano, Cayo Cornelio Cétego y Marco Minucio Rufo. Después de inspeccionar el lugar y escuchar a ambas partes, no se decidieron por ninguna de ellas y dejaron en suspenso todo el asunto. Si lo hicieron así por propia iniciativa o por haber recibido instrucciones en tal sentido, resulta incierto. Lo que sí parece cierto es que, dadas las circunstancias, resultaba conveniente dejar la cuestión irresoluta. De no haber sido así, el propio Escipión, tanto por su conocimiento de los hechos como por su influencia personal sobre ambos contendientes por los buenos servicios que les había prestado, podría haber puesto fin al asunto con un simple gesto.