Historias, Polibio – Libro trigésimo octavo

Historias, por Polibio de Megalópolis - Tomo III - Libro 38. Obra pionera de la Historia universal escrita alrededor del año 140 a.C.

Historias

Polibio de Megalópolis

Las Historias, también llamadas Historia universal bajo la República romana, es la obra máxima del historiador griego Polibio de Megalópolis (203 – 120 a. C.). Junto a Tucídides, Polibio fue uno de los primeros historiadores en escribir sobre sucesos históricos como un fenómeno meramente humano, ignorando el accionar de los dioses. Las Historias son un trabajo pionero de la Historia universal, abarcando los acontecimientos ocurridos en los pueblos mediterráneos entre el año 264 a.C. hasta el año 146 a.C. (y más específicamente entre los años 220 a.C. a 167 a.C.). Exactamente el período en el cual Roma derrota a Cartago y se vuelve una potencia marítima y militar en el Mediterráneo. La obra, que fue preservada a lo largo de los siglos en una biblioteca bizantina, se divide en tres tomos y cuarenta libros, algunos de los cuales han llegado incompletos hasta nuestros días.

Historias

Tomo I (Libros 1 a 4)

Tomo II (Libros 5 a 14)

Tomo III (Libros 15 a 40)
Libro 15Libro 16Libro 17Libro 18Libro 19Libro 20Libro 21Libro 22Libro 23Libro 24Libro 25Libro 26Libro 27Libro 28Libro 29Libro 30Libro 31Libro 32Libro 33Libro 34Libro 35Libro 36Libro 37Libro 38Libro 39Libro 40


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Libro trigésimo octavo

Capítulo primero

Origen del odio de los romanos contra los aqueos.

Al regresar del Peloponeso, relataron Aurelio y sus colegas lo que les había ocurrido, asegurando que el peligro a que se vieron expuestos no fue por repentina emoción pública, sino por complot premeditado y pintando con los más negros colores el pretendido insulto que los aqueos les hicieron. Al escucharles, apenas era posible venganza apropiada a la ofensa. Grande fue, efectivamente, la indignación del Senado, y envió inmediatamente a Julio a Acaia con encargo de quejarse, aunque moderadamente, y de exhortar a los aqueos a que no dieran oídos a malos consejos para no incurrir por imprudencia en el enojo de Roma, peligro que podían evitar castigando ellos mismos a los que les exponían a arrostrarlo. Estas órdenes prueban evidentemente que el Senado no pensaba en modo alguno destruir la Liga aquea, sino castigar la orgullosa aversión de la misma a Roma. Imaginaron algunos que el tono de los romanos hubiera sido más imperioso de haber acabado la guerra contra Cartago; pero esta idea carece de fundamento, porque amaban de largo tiempo atrás la nación aquea, siendo la que más confianza les inspiraba en Grecia. La amenaza de guerra tuvo por único objeto humillar el orgullo de los aqueos que les molestaba, pero jamás pensaron en romper relaciones con ellos y acudir a las armas.


Capítulo II

Arriba a Acaia Sexto, comisario romano.- Obstinación de los aqueos en procurarse la propia ruina.

Yendo de Roma al Peloponeso, encontraron en el camino Sexto Julio y sus colegas a un representante de la facción llamada Thearidas, que los sediciosos enviaban a Roma para dar cuenta de sus procedimientos contra Aurelio, y le aconsejaron que regresara a su tierra, donde escucharía las órdenes del Senado para los aqueos. Al llegar a Egia, donde la dieta nacional había sido convocada, hablaron con mucha moderación y dulzura, no aludiendo a los malos tratos de que fue objeto Aurelio, excusando a los aqueos mejor que ellos pudieran hacerlo, y exhortando al Concejo a no aumentar con otras la primera falta, a no irritar a los romanos y a dejar en paz a los lacedemonios. La moderación de estas advertencias complació mucho a todas las personas sensatas, recordando su pasado comportamiento y el rigor de Roma con los pueblos que se atrevían a medirse con ella. La mayoría, sin tener que replicar nada a las razones de Julio, se mantuvo tranquila, pero existía oculto en el fondo un fuego de descontento y rebelión que no apagaron los discursos de los representantes de Roma y que alentaban Dieo Critolao y los individuos de su facción escogida en cada ciudad entre los más perversos, impíos y perniciosos. En cuanto al Consejo de la nación, no sólo recibió mal los testimonios de amistad de los embajadores romanos, sino que cometió la insensatez de creer que se expresaron con tanta benevolencia porque su república, ocupada ya en dos grandes guerras, en África y España, temía que los aqueos se sublevaran contra ella, y que por tanto el momento era propicio para sacudir el yugo. Trató, no obstante, a los embajadores con mucha atención manifestándoles que enviaría a Thearidas a Roma y que fueran ellos a Tegea, para gestionar allí con los lacedemonios y persuadirles a la paz. Con este engaño entretuvieron al desdichado pueblo, asociándole al temerario proyecto en que tiempo atrás meditaban. Esto es lo que debía esperarse de la inhabilidad y depravación de los jefes, que acabaron de perder la nación del modo que vamos a decir. Los comisarios romanos fueron efectivamente a Tegea e indujeron a los lacedemonios a reconciliarse con los aqueos y a suspender toda hostilidad hasta que llegaran a Roma los encargados de transigir todas las cuestiones; pero la cábala de Critolao dio por resultado que nadie, a excepción de este pretor, acudiera al Congreso, y aún llegó cuando ya casi no se le esperaba. Conferenció con los lacedemonios, pero no quiso avenirse a nada, diciendo que nada podía decidir sin el consentimiento de la nación, a la que sometería el asunto en la Dieta general que podría ser convocada dentro de seis meses. Esta superchería desagradó mucho a Julio, que tras despedir a los lacedemonios fue a Roma y describió a Critolao como hombre extravagante y furioso. Apenas salieron los comisarios del Peloponeso, corrió Critolao de ciudad en ciudad durante todo el invierno, y convocó asambleas como para dar a conocer lo que manifestó a los lacedemonios en las conferencias de Tegea, y en realidad para excitar los ánimos contra Roma, interpretando de la forma más odiosa cuanto los romanos dijeron a fin de inspirar la aversión que les tenía y logrando su objeto. Prohibió a los jueces perseguir o aprisionar por deudas a ningún aqueo hasta que acabaran las cuestiones entre la Dieta y Lacedemonia, con lo cual dispuso a la multitud a recibir sumisa las órdenes que quisiera darle. Incapaz el pueblo de reflexionar en el futuro, tragó el anzuelo de la primera ventaja concedida.

Supo Metelo en Macedonia la agitación que reinaba en el Peloponeso, y envió a C. Papirio, al joven Escipión el Africano, a Aulo Gabinio y C. Faunio, que al llegar, por casualidad, a Corinto en la época en que el Consejo se reunía allí, hablaron con igual moderación que Julio. Nada omitieron para impedir que los aqueos perdieran por completo la amistad de los romanos por sus cuestiones con los lacedemonios o por su aversión a Roma. A pesar de ello, el populacho no se contuvo; mofáronse de los comisarios; se les arrojó ignominiosamente de la asamblea, y se reunieron multitud de obreros y artesanos a su alrededor para insultarles. Las ciudades de Acaia se hallaban entonces como en delirio, pero Corinto más que todas. A muy pocos agradaron los discursos de los embajadores, y la tumultuosa asamblea transpuso con su furor todos sus límites.

Viendo el pretor con complacencia que todo resultaba a su gusto, arengó a la multitud, siendo los magistrados principal objeto de sus invectivas, y censurando acremente a los amigos que Roma tenía entre los aqueos. Ni siquiera los embajadores viéronse libres de sus ataques. Dijo que no le disgustaba tener a los romanos por amigos pero que no les sufriría como amos; que por poco valor que mostraran los aqueos, no les faltarían aliados, ni amos si no tenían corazón para defender su libertad. Con tales razones y otras parecidas, el artificioso pretor sublevó al pueblo, y agregó que no sin haber tomado antes las oportunas medidas se atrevía a hacer frente a los romanos, pues contaba para ello con reyes y repúblicas. Estas últimas frases asustaron a los prudentes ancianos que había en la asamblea, quienes rodeando al pretor, quisieron imponerle silencio. Critolao llamó su guardia y amenazó a los respetables senadores con los peores tratamientos si se atrevían a tocarle el vestido. Manifestó en seguida que no podía contenerse más, debiendo declarar que no merecían inspirar tanto temor lacedemonios y romanos, como los que entre los aqueos favorecían a unos y otros, pues conocidos eran quiénes les ayudaban más que a su propia patria; que Evagoras de Egia y Stratogio de Tritea referían a los embajadores romanos cuanto ocurría en el Consejo de la nación. Stratogio desmintió al pretor. «Cierto es, dijo, que he visto a los embajadores y que estoy decidido a verles, porque son nuestros amigos y aliados; pero pongo por testigos a los dioses de que jamás les descubrí los secretos de nuestras asambleas.» Algunos le creyeron bajo su palabra, pero la multitud prefirió creer a su pretor, que con tales calumnias logró se declarara la guerra a los lacedemonios, y con ellos a los romanos. A este decreto siguió otro no menos injusto, por el cual, quien en la expedición se apoderase de alguna tierra o plaza, quedaría dueño de ella. Desde entonces, casi monarca en su país, sólo pensó el pretor en malquistar y sublevar los aqueos contra los romanos, no sólo sin razón, sino por los medios más irregulares o injustos. Declarada la guerra, los embajadores se separaron. Papirio fue primero a Atenas, y regresó en seguida a Lacedemonia para observar de lejos las operaciones del enemigo; otro partió para Neupacta, y dos quedaron en Atenas hasta que llegó allí Metelo. Tal era el estado de los asuntos en el Peloponeso.


Capítulo III

Desventuras de los griegos.

Por lo que toca a Grecia, tan frecuentemente abatida en general y en sus diferentes partes, en ninguna época como en la actual le convendría este nombre y pensamiento de desdicha

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Al referir estos infortunios, todo el mundo compadecerá a los griegos, y más aún al conocer la verdad con detalles

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Dícese que los mayores desastres los sufrieron los cartagineses…; se verá que los de los griegos los superan. Aquellos, como último recurso, dejaron una justificación de sí mismos a sus descendientes; éstos no dejaron ni una frase a los que quisieran ayudarles en sus desastres. Heridos en el corazón los cartagineses, desaparecen para siempre sin esperanza de resucitar; los griegos prolongan su propia agonía, dejando a sus hijos una herencia de lágrimas, hasta el punto de merecer más compasión los que sobreviven para ser desgraciados, que los que mueren en el momento del infortunio. Por ello creemos que la desdicha de los griegos es más digna de piedad que la de Cartago, a menos que no se quiera confundir lo bello y lo útil, comparando ambas historias. Lo que mejor prueba la exactitud de nuestra apreciación es que nadie, acudiendo a sus recuerdos, puede decir que los griegos hayan sufrido más crueles desgracias que las referidas

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El destino infundió a los griegos un terror espantoso a la llegada de Jerjes a Europa. Todos corrieron el mayor peligro, pero pocos se perdieron por completo, especialmente los atenienses, que previendo con acierto el futuro, abandonaron con mujeres e hijos la patria. Esto les perjudicó en el sentido de que los bárbaros, dueños de Atenas, la saquearon, pero en vez de vergüenza y oprobio lograron gloria y honor al sacrificar valerosamente sus propios intereses, prefiriendo combatir por toda Grecia. Tan gloriosa elección no sólo les hizo adquirir una patria y un territorio, sino el imperio de Grecia, que algún tiempo después les disputaron los lacedemonios. Batidos más tarde por los espartanos, sufrieron el dolor de ver arrasar sus murallas, mas esto no fue glorioso para Lacedemonia, porque usó tiránicamente de su victoria.


Capítulo IV

Consideraciones en torno a Alejandro de Feres.

Alejandro de Feres, que fue poco tiempo feliz es decir, que estuvo poco tiempo seguro, cosa poco frecuente cuando se tienen enemigos exteriores… A veces se ve mudar a la fortuna por la fuerza de muchas voluntades opuestas, y los que eran poderosos quedar subyugados por inesperada buena suerte de las víctimas del infortunio. Calcis, Corinto y otras muchas ciudades, por su excelente posición, tenían guarniciones de macedonios. Los que servían fueron puestos en libertad; los opresores… tratados como enemigos… últimamente disputaban en la ciudad: unos, por el mando y los asuntos públicos; otros, por la monarquía y los reyes. Por ello, con la desgracia tuvieron la vergüenza de sucumbir por sus locuras. Entonces fue general el infortunio para beocios, peloponesianos y foceos con muchos otros de los que habitan el golfo…


Capítulo V

Más sobre los griegos.

En tal materia no debe sorprender que, franqueando los límites corrientes de la historia, manifieste con calor y decisión mis ideas. Me censurarán acaso de complacencia en referir las faltas de los griegos, siendo como soy el más interesado en disimularlas. No creo que las personas sensatas llamen amigo al que teme la franqueza de las palabras, como no se puede llamar buen ciudadano al que viola la verdad por miedo a desagradar a sus contemporáneos. Además, conviene al historiador acreditar que para él no existe nada superior a la verdad. Cuanto más tiempo ha transcurrido entre los hechos que relata y el momento en que escribe, más divulgados están aquellos y mayor obstinación precisa el historiador para encontrar la verdad y que el lector comprenda los esfuerzos de su trabajo. En época de cuestiones interiores convenía a un griego socorrer a los griegos de todos modos, ayudándoles, defendiéndoles, apaciguando el rencor de los poderosos, y es lo que he hecho en tales circunstancias; pero los acontecimientos, los hechos reales los refiero tal y como quedaron impresos en mi memoria, sin pasión alguna personal, no por halagar el oído de mis lectores, sino para encauzar sus ideas e impedir que se equivoquen con demasiada frecuencia. Creo haber dicho lo suficiente sobre esta materia.