Historias, Polibio – Libro decimoséptimo

Historias, por Polibio de Megalópolis - Tomo III - Libro 17. Obra pionera de la Historia universal escrita alrededor del año 140 a.C.

Historias

Polibio de Megalópolis

Las Historias, también llamadas Historia universal bajo la República romana, es la obra máxima del historiador griego Polibio de Megalópolis (203 – 120 a. C.). Junto a Tucídides, Polibio fue uno de los primeros historiadores en escribir sobre sucesos históricos como un fenómeno meramente humano, ignorando el accionar de los dioses. Las Historias son un trabajo pionero de la Historia universal, abarcando los acontecimientos ocurridos en los pueblos mediterráneos entre el año 264 a.C. hasta el año 146 a.C. (y más específicamente entre los años 220 a.C. a 167 a.C.). Exactamente el período en el cual Roma derrota a Cartago y se vuelve una potencia marítima y militar en el Mediterráneo. La obra, que fue preservada a lo largo de los siglos en una biblioteca bizantina, se divide en tres tomos y cuarenta libros, algunos de los cuales han llegado incompletos hasta nuestros días.

Historias

Tomo I (Libros 1 a 4)

Tomo II (Libros 5 a 14)

Tomo III (Libros 15 a 40)
Libro 15Libro 16Libro 17Libro 18Libro 19Libro 20Libro 21Libro 22Libro 23Libro 24Libro 25Libro 26Libro 27Libro 28Libro 29Libro 30Libro 31Libro 32Libro 33Libro 34Libro 35Libro 36Libro 37Libro 38Libro 39Libro 40


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Libro decimoséptimo

Capítulo primero

Conferencia inútil en las proximidades de Nicea, en el golfo Melieo, entre Filipo, el cónsul Tito Flaminio Aminandro, rey de los athamanos, y los diputados de las ciudades aliadas.- Envían a Roma sus embajadores estos potentados, oye el Senado sus pretensiones, y decreta la guerra contra Filipo.

Llegado el día señalado para la conferencia, Filipo partió de Demetriades para el golfo Melieo con cinco fustas y un bergantín en que él venía. Llevaba consigo de la Macedonia a Apolodoro y Domóstenes, sus secretarios; de la Reacia a Braquiles, y de la Acaia a Cicliadas quien, por razones que ya hemos apuntado, andaba desterrado del Peloponeso. Con Flaminio iban el rey Aminandro, Dionisodoro embajador de Attalo, y los diputados de varios pueblos y ciudades; por los aqueos, Aristeneto y Jenofonte; por los rodios, el almirante Acesimbroto; por los etolios, el pretor Feneas y otros muchos magistrados. Cuando ya estuvieron a la vista de Nicea, Flaminio y los que le acompañaban se pusieron sobre la ribera misma del mar; pero Filipo, aunque se aproximó a la costa, se estuvo al ancla. Habiéndole el cónsul ordenado que desembarcase, desde lo alto de la proa contestó que no haría tal. Vuelto a preguntar de qué recelaba, replicó: «Temer, a nadie más que a los dioses; pero desconfío de todos los presentes, y sobre todo de los etolios.» Admirado Flaminio, le dijo que el peligro era igual, y la situación común a todos. «No decís bien, replicó Filipo; muerto Feneas, no faltarán a la Etolia otros pretores que manden sus armas; pero muerto Filipo, no tiene la Macedonia por ahora otro rey que la gobierne. » A todos pareció que esta arrogancia ya no era buen principio para un congreso. Sin embargo, Flaminio le dijo que explicase a qué venía; pero el rey contestó: «Eso no me toca a mí, sino a vos, y así, os suplico manifestéis qué hay que hacer para vivir en paz.- Lo que vos tenéis que hacer, replicó el cónsul en pocas y terminantes palabras, es ordenar retirar vuestras armas de toda la Grecia; devolver a cada uno los prisioneros y tránsfugas que retenéis en vuestro poder, entregar a los romanos las plazas de la Iliria de que os habéis apoderado después de la paz concertada en Epiro, y restituir asimismo a Ptolomeo todas las ciudades que le habéis arrebatado después de la muerte de Ptolomeo Filopator.» Dicho esto, Flaminio se volvió a los demás embajadores y les mandó exponer las órdenes que tenían de sus soberanos. El primero que tomó la palabra fue Dionisodoro, embajador de Attalo, y pidió que Filipo entregase a su amo los navíos y prisioneros que había tomado en la batalla naval de Chío, y reedificase completamente el templo de Venus y el Niceforio que había destruido. Después de éste, Acesimbroto, almirante de los rodios, ordenó que evacuase la provincia Perea que había quitado a los rodios; que sacase las guarniciones que había puesto en Iasso, Bargilio y Euromes; que restableciese a los perintios en la forma de gobierno que tenían común con los bizantinos, y, finalmente, que se retirase de Sesto, Abides y demás plazas de comercio y puertos del Asia. Al almirante rodio siguieron los aqueos, y pidieron a Corinto y a Argos restablecida. Tras de éstos, los etolios ordenaron que saliese de toda la Grecia, como habían solicitado los romanos, y que les devolviese libres de todo daño las ciudades que antes eran de su jurisdicción y gobierno.

Así había hablado Feneas, pretor de los etolios, cuando Alejandro, llamado el Isio, personaje que pasaba por elocuente y experimentado en los negocios, tomó la palabra y dijo: «Filipo ni hace la paz con sinceridad, ni la guerra con honor, cuando es necesario. En los congresos y negociaciones espía, acecha y hace todos los oficios de un enemigo; en la guerra se porta con injusticia y demasiada bajeza. Jamás se presenta cara a cara al enemigo, sino hace que huye, quema y saquea al paso las ciudades, y por este inicuo proceder, aunque vencido, priva al vencedor del premio de sus victorias. Bien lejos de tener este proceder los primeros reyes de Macedonia, todo lo contrario; combatían siempre a campo raso de poder a poder, y rara vez robaban o asolaban las ciudades. Esto se vio palpablemente en la guerra que Alejandro hizo a Darío en el Asia, y en la contienda que hubo entre sus sucesores, cuando todos llevaron las armas contra Antígono por el imperio del Asia. Esta forma de conducta la observaron constantemente todos sus sucesores hasta Pirro: luchar francamente y a campo raso, hacer todos los esfuerzos para superar por las armas a sus contrarios; pero perdonar las ciudades para reinar sobre los vencidos y tener más súbditos de quien ser honrados. Y a la verdad, ¿no es una locura, y locura desenfrenada, destruir aquello que motiva la guerra, y finalmente dejar en pie la misma guerra? Con todo, tal es la conducta presente de Filipo. Más ciudades destruyó él a los tesalios, siendo su amigo y aliado, cuando se retiraba por las gargantas del Epiro, que jamás asoló otro que tuviese guerra con este país.» Después de haber manifestado otras muchas cosas al mismo intento, concluyó el discurso con preguntar a Filipo: por qué había arrojado de Lisimaquia, ciudad aliada de los etolios, al gobernador que éstos habían enviado y puesto guarnición en ella. Cómo, siendo amigo de los etolios, había reducido a servidumbre a los cíanos, sus confederados. Qué razón tenía para retener ahora a Equino, Tebas, Phthias, Farsalo y Larissa. Así terminó de hablar Alejandro. Filipo se aproximó un poco más a la costa, y puesto en pie sobre su navío, dijo hablando con Alejandro: «Efectivamente, no se podía esperar de un etolio sino una declamación teatral. Todos saben que nadie desea hacer daño voluntariamente a sus aliados, pero que hay coyunturas que obligan muchas veces a los jefes a obrar contra sus inclinaciones.» Aun no había acabado de decir esto, cuando Feneas, que era bastante corto de vista, le interrumpió ásperamente diciendo: «Eso es delirar; no existe más arbitrio que o vencer peleando, o recibir la ley del vencedor.» Filipo, a pesar de que el lance no era para burlas, con todo, sin poder contener su genio chistoso y naturalmente inclinado a las chanzas, se volvió a Feneas y le dijo: «Hasta los ciegos ven esta verdad.» Y vuelto otra vez hacia Alejandro, continuó: «¿Me preguntas por qué he tomado a Lisimaquia? Porque por vuestra desidia no fuese arracada por los traces, como ocurre ahora, después que las urgencias de esta guerra me han obligado a sacar de ella las tropas, no que la guarnecían, como tú dices, sino quo la servían de defensa. Tampoco he arruinado a los danos; lo que he hecho, sí, es dar ayuda para destruirlos a Prusias, que se hallaba en guerra con ellos. Y de esto habéis vosotros sido la causa. Porque habiéndoos solicitado repetidas veces los otros pueblos de la Grecia, y yo por mis embajadores, que derogaseis la ley que os da facultad para tomar despojos de despojos, no habéis dado otra contestación sino que antes quitaríais la Etolia de la Etolia que revocar semejante ley.»

Flaminio extrañó qué quería decir esto; pero el rey procuró instruirle diciendo: «Entre los etolios existe la costumbre no sólo de robar el país de aquellos con quienes están en guerra, sino que, si cualesquiera otros pueblos tienen guerra entre sí, aunque sean sus amigos y aliados, les es permitido, sin autoridad alguna pública, militar en las banderas de unos y otros, y saquear el país de ambos. De modo que en cualquiera disputa que se origine entre sus aliados, siempre se les tiene por enemigos: tan confundidos están entre los etolios los derechos de la amistad y del odio. A la vista de esto, ¿cómo se atreven a reprobarme el que, siendo amigo de ellos y aliado de Prusias, haya obrado en perjuicio de los cíanos, socorriendo a uno de mis aliados? Pero lo más insufrible es quererse igualar con los romanos, y ordenar, como ellos, que los macedonios evacuen la Grecia. Este tono imperioso en boca de un romano ya se puede aguantar, mas en la de un etolio es intolerable. ¿De qué Grecia, decidme, queréis que salga? ¿Dentro de qué términos la circunscribís vosotros? Porque la mayor parte de los etolios no son griegos; ni los agraos, apodotes y anfilocos pertenecen a la Grecia: ¿me concedéis acaso estos pueblos?» A estas palabras Flaminio no pudo contener la risa. «Pero esto baste, prosiguió Filipo, por lo que haca a los etolios. Respecto a Attalo y los rodios, si la cosa se viese ante un juez equitativo, antes saldrían ellos condenados a restituirme los navíos y hombres que me han capturado, que no yo a ellos. Yo no he sido quien primero provocó a Attalo y los rodios, sino al contrario, y esto es notorio. Sin embargo, pues así lo deseas Dionisodoro, yo estoy de acuerdo en restituir a los rodios la Perca, y a Attalo los navíos y prisioneros que se encontrasen. Pero en cuanto a los daños del Niceforio y del templo de Venus, puesto que no me hallo en estado de indemnizarlos de otra forma, enviaré plantas y jardineros que cuiden de cultivar el terreno y plantar más árboles que los que se cortaron.» Esta bufonada volvió a excitar la risa en Flaminio. Filipo pasó después a los aqueos. Les relató los beneficios que habían recibido primero de Antígono, después de él, y a consecuencia de esto trajo a colación los grandes honores que habían alcanzado de los aqueos los reyes de Macedonia. Por último, les leyó el decreto que habían hecho para separarse de los macedonios y pasarse al partido de los romanos; y con este motivo se extendió mucho sobre su perfidia e ingratitud. No obstante, dijo que les restituiría a Argos, pero que en cuanto a Corinto, lo deliberaría con Flaminio.

Después de haber contestado así a los demás, dirigiendo la palabra al cónsul, le preguntó, ¿de qué lugares o ciudades de la Grecia deseaba que se retirase? ¿de aquellos que él había conquistado, o también de los que había heredado de sus mayores? Viendo que Flaminio no respondía, iban ya a hacerlo Aristeneto por los aqueos, y Feneas por los etolios; pero ya iba a anochecer, y la estrechez del tiempo estorbó su razonamiento. Filipo solicitó se le diesen por escrito todos los artículos sobre que se había de fundar la paz; manifestando que se hallaba solo, y no tenía allí con quien consultar, pero que él volvería con la respuesta, después de haber examinado lo que se le ordenase. Flaminio había escuchado con placer el gracejo de este príncipe; pero para que no creyesen los demás que no tenía qué contestar, le devolvió en cambio este chiste: «Bien decís que os halláis solo, pues habéis muerto a todos los amigos que os pudieran dar un buen consejo.» A estas palabras el rey no hizo más que callar y sonreírse con una risa simulada. Con esto se separaron, después de haberle dado por escrito todas las condiciones con que querían se concertase la paz, semejantes a las que hemos dicho antes, y haber resuelto que al día siguiente se volverían a reunir en Nicea.

Efectivamente, Flaminio fue al lugar señalado, donde ya todos estaban, menos Filipo, que no aparecía. Ya era muy entrado el día, y casi no se esperaba que viniese, cuando al ponerse el sol se presentó acompañado de los del día anterior. Según él pretextó, había empleado todo el día en deliberar sobre unas condiciones tan difíciles y embarazosas; pero en la opinión de los demás, esto lo hizo con el fin de no dar tiempo a la acusación que los aqueos y etolios tenían intención de hacer contra él. Porque el día antes al partir había advertido que unos y otros sea hallaban en disposición de disputar con el y manifestarle sus quejas. Confirmáronse en el pensamiento cuando vieron que así que se aproximó, pidió al cónsul le permitiese una conferencia privada con él, a fin de que no se redujese el asunto por ambas partes aun simple debate verbal, y se diese algún corte a la contienda. Como porfiaba en esto, y lo solicitaba con instancia. Flaminio preguntó a sus compañeros que se había de hacer; y habiendo ludas consentido en que se pusiese al habla con él, y escuchase lo que proponía, torno consigo a Appio Claudio, tribuna entonces, dio orden a los otros que se apartasen un poco de la mar y esperasen allí, y ordenó a Filipo que saltase a tierra. Efectivamente, el rey salió acompañado de Apolodoro y Demóstenes, se aproximó a Flaminio y estuvo hablando con él un gran rato. Lo que pasó entre los dos es difícil de referir; pero lo que Flaminio dijo a sus compañeros después de haberse separado el rey, fue: que Filipo devolvería a los etolios a Farsalo y Larissa, pero no a Tebas; que cedería a los rodios la provincia perea, pero retendría a Iasso y Bargilio; que entregaría a los aqueos a Corinto y a Argos; que daría a los romanos toda la Iliria y todos los prisioneros; y que a Attalo restituiría sus navíos y cuanta gente se encontrase haber sido hecha prisionera en los combates navales.

Todos desecharon una paz con estas condiciones, y manifestaron que hiciese primero el rey lo que toda la asamblea le había ordenado, esto es, que evacuase toda la Grecia, o de lo contrario, todo lo que conviniese con los particulares sería inútil y de ningún resultado. Filipo, viendo la contienda que entre ellos existía; temió las acusaciones contra él intentadas, y pidió al cónsul, por ser ya demasiado tarde, que suspendiese la reunión hasta el día siguiente, en que él o haría acceder a la asamblea a sus propuestas o se dejaría convencer. Flaminio se lo concedió, y señalado lugar sobre la costa junto a Thronio para llegar a un acuerdo, se despidieron. Al día siguiente todos acudieron a buena hora al lugar determinado. Filipo, después de un corto razonamiento, rogó a todos, y sobre todo a Flaminio, que no interrumpiesen la negociación, puesto que los más estaban inclinados a un convenio; y que si a lo que dijese tuviese algo que oponer, lo hiciesen todos acordes, pues de lo contrario enviaría sus embajadores al Senado, y o persuadiría a los padres a que accediesen a sus solicitudes, o pasaría por lo que le ordenasen. A esta proposición todos los demás dijeron que se debía renovar la guerra y no hacer caso de lo que el rey pedía. Poro el cónsul, «no ignoro, dijo, que Filipo está muy lejos de acceder a ninguna de las proposiciones; mas puesto que con la gracia que pide no perjudica a los negocios, será preciso otorgársela. Además, que no es posible resolver nada de cuanto ahora se diga sin la autoridad del Senado; y para saber la voluntad de los padres, este es el momento más oportuno, puesto que los ejércitos nada pueden hacer durante el invierno, y lejos de perjudicar será muy ventajoso a todos dejar este tiempo para informar al Senado del estado actual de las cosas.

Al ver que Flaminio se inclinaba a que el asunto se llevase al Senado, todos asintieron al instante, y se decidió conceder a Filipo que despachase sus embajadores a Roma, y que asimismo cada uno de los interesados enviase los suyos, para informar al Senado y exponer sus quejas contra Filipo. El cónsul, habiéndole salido el asunto de la conferencia a medida del deseo e idea que desde el principio se había formado, procuró después llevar adelante lo empezado. Cuidó de asegurar su persona y no conceder ventaja alguna a Filipo. Pues aunque le dio dos meses de treguas para que dentro de ese espacio evacuase en Roma su embajada, le ordenó al mismo tiempo que sacase sin dilación las guarniciones de la Fócida y de la Locrida. Su providencia se extendió también a los aliados. Cuidó exactamente de que durante el tiempo de la tregua no recibiese daño alguno de parte de los macedonios. Intimadas por escrito estas condiciones a Filipo, realizó por sí mismo lo que faltaba al proyecto. Para esto envió sin demora a Roma a Aminandro, conociendo por una parte que este príncipe era de un genio dócil, y que con facilidad condescendería con cuanto sus amigos de Roma deseasen, y por otra, que el nombre de rey podría dar una idea y concepto ventajoso a la embajada. Diputó después por su parte a Q. Fabio su sobrino, a Q. Fulvio, y con éstos a Appio Claudio, por sobrenombre Nerón. Por parte de los etolios fueron a Roma Alejandro el Isio, Demócrito el Calidiono, Dicarearco el Triconio, Polemarco de Arsinoe, Lamio el Ambraciota, y Nicomaco el Acarnanio. Los que habían huido de Thurio, y se habían domiciliado en Ambracia, enviaron a Teodoto de Ferea, que había sido desterrado de Tesalia y vivía en Strato. Por los aqueos fue Jenofonte el Egeo; por Attalo, solo Alejandro; y por el pueblo de Atenas, Cefisodoro y los que con él se hallaban. Todos estos embajadores llegaron a Roma antes que el Senado hiciese la distribución de magistrados de aquel año. Se dudaba aún si se remitirían ambos cónsules a la Galia, o si se enviaría el uno contra Filipo. Pero después que supieron de cierto los amigos de Flaminio que los dos cónsules permanecían en la Italia a causa del temor que se tenía de los galos, todos los embajadores entraron en el Senado y empezaron a declamar amargamente contra Filipo. La mayor parte de lo que dijeron, se redujo a lo mismo que ya anteriormente habían manifestado al mismo rey; pero en lo que más empeño pusieron fue en impresionar al Senado de que, mientras Calcis, Corinto y Demetriades estuviesen en poder de los macedonios, no podría tener la Grecia ni aun sombra de libertad. Esta es expresión, agregaron, del mismo Filipo, la que ojalá no fuera tan cierta y evidente, que estas tres plazas son las trabas de la Grecia. Pues ni podrá respirar el Peloponeso mientras él tenga guarnición en Corinto; ni los locros, beocios y focenses se atreverán a moverse, ocupando él a Calcis y el resto de la Eubea; ni los tesalos y magnates podrán gustar jamás de la libertad, con sólo tener el rey por suya a Demetriades. En este supuesto, cualquier cesión que Filipo haga de otros lugares, no es más que con la mira de evadir el peligro que le amenaza; pues el día que se le antoje volverá a sojuzgar con facilidad la Grecia, siempre que ocupe los puestos que hemos mencionado. Por lo cual pedían al Senado, que u obligase a Filipo a salir de estas plazas, o dejase las cosas en el mismo estado, y tomase as armas con energía contra este príncipe; pues con las dos derrotas que habían sufrido ya por mar los macedonios, y la escasez de municiones que sentían por tierra, estaba ya andado lo más penoso de la guerra. Después de lo cual, rogaran a los padres no desmintiesen la esperanza que la Grecia había concebido de su libertad, ni se privasen voluntariamente del honroso título de libertadores. A esto poco más o menos se redujo el discurso de los embajadores griegos. Los de Filipo se disponían a hacer un largo razonamiento, pero desde luego fueron interrumpidos. Porque preguntados si cederían a Calcis, Corinto y Demetriades, contestaron que no tenían orden alguna sobre estos particulares, con cuyo motivo reprendidos por los padres, dejaron de hablar.

El Senado envió los dos cónsules a la Galia (198 años antes de J. C.), como hemos dicho antes, y decretó continuar la guerra contra Filipo, dando a Flaminio el cargo de los negocios de la Grecia. Sabidas en Grecia rápidamente estas nuevas, todo salió a Flaminio a medida del deseo. No dejó de favorecerle algún tanto la fortuna; pero lo principal lo debió a la prudencia con que se condujo en todos los asuntos, ya su singular penetración, en la que podía competir con cualquier otro romano. Efectivamente, no obstante ser a la sazón demasiado joven, ya que no pasaba de los treinta años, y ser el primero que se había trasladado a la Grecia con ejército, se portó tanto en las empresas públicas como en las negociaciones particulares con tanto acierto e inteligencia, que no dejó que desear.


Capítulo II

El hombre es más infeliz que los animales.

No obstante de que el hombre parece el más astuto de los irracionales, muchas razones nos persuaden a que es el más miserable. Porque los demás animales solamente están sujetos a las pasiones del cuerpo, y éstas son las únicas que los hacen errar; pero el hombre, a más de las pasiones del cuerpo, esclavo asimismo de sus opiniones, peca no menos contra la naturaleza que contra la razón.


Capítulo III

Reflexiones acerca de los traidores.

Entre las humanas opiniones que siempre me admiraron, figura en primer lugar la relativa a los traidores. Ocasión es ésta de tratar la materia, a pesar de que me sea difícil explicar claramente y decir quién merece con justicia el calificativo de traidor.

No lo son ciertamente los que, habiendo tranquilidad en un Estado, para asegurarla aconsejan aliarse a algunos reyes u otras naciones. Tampoco conviene esta acusación al que, en casos especiales, procura que su patria cambie unas alianzas por otras, pues a quienes esto hacen se debe con frecuencia grandes ventajas y los más preciados bienes. No hay para qué acudir a los antiguos tiempos en busca de ejemplos; los actuales nos los presentan convincentes. Perdida y sin recurso se hallaba la nación aquea si Aristeneto no la hubiese apartado de la alianza con Filipo, obligándola a aliarse con la República romana. Con ello aseguró la independencia de su nación y aun le procuró considerable extensión, estimándosele no como traidor, sino como bienhechor y libertador de su patria. Así deben ser considerados quienes en idénticas circunstancias de igual manera se comportan; y por gran respeto que Demóstenes merezca, incurre en grave error al declamar irritado contra los más ilustres griegos, calificándoles de traidores por haber unido sus intereses a los de Filipo. Este calificativo injurioso da, no obstante, en Arcadia a Cercidas, a Hierónimo y a Eucampidas; a los messenios Neón y Thrasíloco, hijo de Filiales; a los argivos Mirtis, Teledamo y Mnasias; a los tesalianos Daoco y Cineas; a los beodos Theogitón y Timolao, y a muchos otros que eligió en cada ciudad y a quienes designa por sus nombres, aunque todos estos acusados, y especialmente los arcadios y messenios, tengan poderosas razones para justificar su proceder; porque atrayendo a Filipo al Peloponeso y aminorando con ello el poder de los lacedemonios, hicieron dos grandes bienes: uno, librar de la opresión todos los pueblos de esta comarca, que así disfrutaron de alguna libertad; y otro, aumentar mucho la fuerza y poderío de su patria, recobrando las tierras y ciudades que los lacedemonios, orgullosos de su prosperidad, habían arrebatado a messenios, megalopolitanos, tegeatos y argivos. Después de recibir tan señalado servicio de Filipo, ¿conveníales empuñar las armas contra él y contra los macedonios? En el caso de pedir a Filipo guarniciones, o de maltratar ilegalmente la libertad común, o de buscar sólo poder y crédito, merecerían con justicia el injurioso nombre de traidores; pero no debió juzgarles así Demóstenes porque, sin cometer ilegalidad alguna, opinaron contra otros que los intereses de Atenas no eran los de Arcadia y Messenia. Burdo error comete este orador al juzgarlo todo por la conveniencia de su patria, y al pretender que todos los griegos debían imitar el comportamiento de los atenienses. Lo que por entonces sucedió a los griegos convence de que Eucampidas y Hierónimo Cercidas y los hijos de Filiales veían más claro el futuro que Demóstenes, cuyos consejos pusieron en armas a los atenienses contra Filipo y les ocasionó la derrota de Queronea, derrota que les hubiera llevado a extrema desdicha sin la generosidad del vencedor, mientras la prudente política de los griegos que hemos citado libró a la Arcadia y a Messenia de los insultos de los lacedemonios y procuró a las ciudades de estos griegos considerables ventajas.

Véase, pues, que no es cosa fácil determinar quién merece el nombre de traidor. Creo que puede llamarse así, sin temor a equivocarse, a quienes en los conflictos, por librarse de ellos, por utilidad propia o por despecho contra los que gobiernan de distinta forma que ellos, entregan el Estado a los enemigos, y a aquellos que, por tener guarniciones y ejecutar con auxilio extranjero empresas de su particular conveniencia, someten la patria a un poder más fuerte. A todos los que estas cosas hacen se les puede llamar traidores, mancha funesta que nada bueno y sólido les produce y que, por el contrario, tiene para ellos muy perjudiciales consecuencias.

No concibo con qué objeto ni propósito se puede tomar tan desdichado partido, porque ninguno que fue traidor a un ejército o a una guarnición ha quedado oculto, y quienes lo consiguieron durante la traición, andando el tiempo fueron descubiertos. Aun quedando desconocidos, no par ello serían menos infelices, porque corrientemente los mismos, que aprovechan la perfidia les castigan. Válense de traidores porque les son útiles, lo mismo los generales de ejército que las naciones; pero aprovechados sus servicios les miran, como dice Demóstenes, cual merecen ser mirados los traidores, pues con razón sospechan que quien vende a su patria y sus amigos no ha de ser fiel a sus nuevas promesas. Suponiendo que se libra de aquellos en cuyo favor cometió el crimen, ¿podrá librarse asimismo de los que fueron víctimas de la traición? Y aun aconteciendo así, la nota de traidor le acompañará toda la vida, inspirándole diariamente mil motivos de temor frívolos o justificados y dando a los que mal le quieran mil medios de vengarse. Siempre a su vista el crimen, hasta en el sueño, le representa la imaginación el suplicio que merece. No se les oculta un instante el odio y repugnancia que a todo el mundo inspira; su situación no puede ser más deplorable, y, no obstante, cuando se necesitan traidores nunca faltan.


Capítulo IV

Attalo.

Cuando Attalo compró con su propio peculio a los sicionianos un campo consagrado a Apolo, en prueba de estimación a este príncipe, levantaron junto a Apolo, en la plaza, un coloso de diez codos. Este reconocimiento aumentó al recibir de él, como nuevo beneficio, diez talentos y diez mil medimnos de trigo, y el Consejo decretó erigirle una estatua de oro y celebrar todos los años una fiesta en su honor. Llevado a cabo el decreto, partió Attalo para Cencrea.


Capítulo V

Nabis.

La única persona de confianza para este tirano era Timócrates de Pelenes, de quien se había servido ya en importantes asuntos. Dejóle en Argos y se dirigió a Lacedemonia. Algunos días después envió su mujer a Argos para que reuniera dinero, y ésta cometió mayores violencias y crueldades que su marido. Primero llamó una por una a varias mujeres, y luego por grupos de una misma familia, insultándolas y atormentándolas, hasta que le entregaron no sólo el dinero, sino sus más ricos trajes.