Historias, Polibio – Libro trigésimo sexto

Historias, por Polibio de Megalópolis - Tomo III - Libro 36. Obra pionera de la Historia universal escrita alrededor del año 140 a.C.

Historias

Polibio de Megalópolis

Las Historias, también llamadas Historia universal bajo la República romana, es la obra máxima del historiador griego Polibio de Megalópolis (203 – 120 a. C.). Junto a Tucídides, Polibio fue uno de los primeros historiadores en escribir sobre sucesos históricos como un fenómeno meramente humano, ignorando el accionar de los dioses. Las Historias son un trabajo pionero de la Historia universal, abarcando los acontecimientos ocurridos en los pueblos mediterráneos entre el año 264 a.C. hasta el año 146 a.C. (y más específicamente entre los años 220 a.C. a 167 a.C.). Exactamente el período en el cual Roma derrota a Cartago y se vuelve una potencia marítima y militar en el Mediterráneo. La obra, que fue preservada a lo largo de los siglos en una biblioteca bizantina, se divide en tres tomos y cuarenta libros, algunos de los cuales han llegado incompletos hasta nuestros días.

Historias

Tomo I (Libros 1 a 4)

Tomo II (Libros 5 a 14)

Tomo III (Libros 15 a 40)
Libro 15Libro 16Libro 17Libro 18Libro 19Libro 20Libro 21Libro 22Libro 23Libro 24Libro 25Libro 26Libro 27Libro 28Libro 29Libro 30Libro 31Libro 32Libro 33Libro 34Libro 35Libro 36Libro 37Libro 38Libro 39Libro 40


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Libro trigésimo sexto

Capítulo primero

Principio de la tercera guerra púnica.- Los cartagineses se rinden al fin a los romanos en forma de dedición.- Lo que significa esta palabra.- Leyes que se les impusieron.

Los cartagineses deliberaron largo tiempo sobre la satisfacción que Roma pedía. Ya les había ocurrido entregarse a ellos, pero Utica se les adelantó a hacerlo. No tenían, sin embargo, otro recurso para evitar la guerra, y hacían lo que los vencidos jamás hicieron aun en la mayor extremidad, y aun viendo a los enemigos al pie de sus murallas; siendo lo peor que lo efectuaban sin esperar nada de esta sumisión, porque el haberse entregado antes Utica debilitaba el mérito de este acto. Era necesario, no obstante, tomar un partido; y, en último caso, no era tan grande este mal como el de verse obligados a proseguir la guerra; por lo cual tras muchas conferencias secretas acerca de lo que convenía hacer, comisionaron a Giscón, Strutano, Amílcar, Misdes, Gillicas y Magón, dándoles plenos poderes para transigir con los romanos como juzgaran oportuno. Al llegar a Roma estos embajadores, supieron que estaba declarada la guerra y en marcha el ejército. Sin deliberar, se entregaron con cuanto les pertenecía a los romanos. Ya hemos explicado lo que significa entregarse a discreción de alguno o rendirse en forma de dedición; pero bueno es refrescar la memoria. Rendirse o entregarse a discreción de los romanos era hacerles dueños absolutos del país, de las ciudades, de los habitantes, de los ríos, de los puertos, de los templos, de las tumbas, en una palabra, de todo.
Efectuada esta rendición, penetraron los embajadores en el Senado, y el cónsul les declaró la voluntad de esta asamblea, manifestando que, puesto que habían tomado al fin el buen partido, el Senado les concedía libertad, el uso de sus leyes, todas sus tierras y demás bienes que poseyeran como particulares o del Estado. Hasta aquí los representantes sólo tenían motivos de regocijo, pues esperando únicamente desdichas, las creían soportables al concederles al menos los bienes más necesarios y preciosos. Mas al agregar el cónsul que era a condición de que en el término de treinta días enviarían en rehenes a Lilibea trescientos jóvenes de los más notables de la ciudad, y de que hiciesen lo que los cónsules les ordenaran, esta última frase les produjo gran inquietud, porque ¿qué deberían ordenarles estos cónsules? Salieron sin replicar y dirigieronse a Cartago, donde comunicaron el resultado de su embajada. Mucho agradaron todos los artículos del tratado, pero el silencio sobre las ciudades, no mencionadas en lo que los romanos concedían, alarmó bastante a los cartagineses.

Advirtiendo esta duda Magón, apodado Brecio, tranquilizó los ánimos. «De las dos épocas que se os han concedido, dijo a los senadores, para deliberar sobre vuestros intereses y los de la patria, la primera pasó ya. No es ahora cuando debéis alarmaros por lo que los cónsules as ordenen, ni porque el Senado romano no haya hecho mención alguna de las ciudades, sino cuando os entregasteis a Roma. Efectuado esto, toda deliberación es superflua y únicamente corresponde obedecer las órdenes que se reciban, a menos que las pretensiones de los cónsules no sean intolerablemente excesivas. Siéndolo, tiempo queda para decidir si vale más sufrir todos los males de la guerra o someterse. » La marcha del enemigo acabó con la incertidumbre acerca de lo que debían temer. El Senado ordenó que enviaran los trescientos rehenes a Lilibea. Se les escogió entre la juventud cartaginesa y les condujeron al puerto. No se puede explicar el dolor con que sus parientes y amigos les siguieron; tan sólo se oían gemidos y lamentos; las lágrimas corrían de todos los ojos, y las infelices madres aumentaban infinitamente este duelo universal con sus muestras de aflicción.

Cuando desembarcaron los rehenes en Lilibea fueron entregados a Q. Fabio Máximo, pretor entonces de Sicilia, que los envió a Roma, donde los encerraron en un solo edificio. Mientras tanto los ejércitos consulares llegaron a Utica, y la noticia produjo el mayor espanto en Cartago. No sabiendo qué mal amenazaba, temíanlos todos. Fueron comisionados al campamento romano para recibir las órdenes de los cónsules y para declarar que se estaba dispuesto a obedecerles en todo, y celebróse un Consejo en que el cónsul, tras elogiar sus buenas intenciones y su obediencia, les ordenó entregar sin fraude ni demora todas sus armas. Consintieron los comisionados, pero rogándole reflexionara a qué estado quedarían reducidos si los romanos se llevaban todas sus armas. Preciso les fue, no obstante, entregarlas.

Sin duda alguna esta ciudad era muy rica, pues entregó a los romanos más de doscientas mil armas y dos mil catapultas.


Capítulo II

Colera.

Cólera de los cartagineses al saber la contestación de los romanos. No podían formar idea del infortunio que les amenazaba, mas la actitud de sus embajadores les hizo augurar todos los males, comenzando las quejas y lamentos

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Tras estos generales clamores reinó profundo silencio, como cuando se aguarda algún acontecimiento que sorprende; pero pronto corrió la noticia, y el estupor dejó de ser silencioso. Unos se arrojaban furiosos contra los comisionados, como si fueran causa de sus males; otros hacían víctima de su ira a los italianos que encontraban; otros acudían a las puertas de la ciudad.


Capítulo III

Sobre Escipión.

Al ver las avanzadas del enemigo, Fameas, que no era tímido, no osaba, sin embargo, entregarse a Escipión, mas se aproximó a aquellas resguardado por una altura del terreno, y permaneció allí largo tiempo…

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Los manípulos de los romanos se habían refugiado sobre la colina, y cuando todos manifestaron su parecer, Escipión dijo: «Puesto que se trata de deliberar, antes de que comencemos opino que debéis cuidar más de no recibir daño, que de hacérselo al enemigo

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A nadie debe admirar que relatemos con detenimiento cuanto a Escipión atañe, y recordemos una por una todas sus palabras

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Cuando Marco Poncio Catón supo las grandes cosas realizadas por Escipión, dícese que dijo era el único sabio, y que los demás parecían sombras a su lado.