Historias, Polibio – Libro trigésimo tercero

Historias, por Polibio de Megalópolis - Tomo III - Libro 33. Obra pionera de la Historia universal escrita alrededor del año 140 a.C.

Historias

Polibio de Megalópolis

Las Historias, también llamadas Historia universal bajo la República romana, es la obra máxima del historiador griego Polibio de Megalópolis (203 – 120 a. C.). Junto a Tucídides, Polibio fue uno de los primeros historiadores en escribir sobre sucesos históricos como un fenómeno meramente humano, ignorando el accionar de los dioses. Las Historias son un trabajo pionero de la Historia universal, abarcando los acontecimientos ocurridos en los pueblos mediterráneos entre el año 264 a.C. hasta el año 146 a.C. (y más específicamente entre los años 220 a.C. a 167 a.C.). Exactamente el período en el cual Roma derrota a Cartago y se vuelve una potencia marítima y militar en el Mediterráneo. La obra, que fue preservada a lo largo de los siglos en una biblioteca bizantina, se divide en tres tomos y cuarenta libros, algunos de los cuales han llegado incompletos hasta nuestros días.

Historias

Tomo I (Libros 1 a 4)

Tomo II (Libros 5 a 14)

Tomo III (Libros 15 a 40)
Libro 15Libro 16Libro 17Libro 18Libro 19Libro 20Libro 21Libro 22Libro 23Libro 24Libro 25Libro 26Libro 27Libro 28Libro 29Libro 30Libro 31Libro 32Libro 33Libro 34Libro 35Libro 36Libro 37Libro 38Libro 39Libro 40


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Libro trigésimo tercero

Capítulo primero

Embajada de los romanos a Prusias en favor de Attalo. Deliberación del Senado acerca de los aqueos relegados en Italia.

Al finalizar el invierno, tras conocer el informe de Publio Léntulo relativa a Prusias, llamó el Senado a Ateneo, hermano de Attalo, y sin perder tiempo en largas discusiones, le hizo partir con tres comisarios, C. Claudio Centón, Lucio Hortensio y C. Arunculeio, con orden de impedir la guerra de Prusias a Attalo.

Llegaron por entonces a Roma Jenón de Egium y Telecles de Tegea, embajadores de los aqueos, para solicitar que fuesen devueltos a su patria los griegos delegados por ser partidarios de Perseo en las ciudades de Italia. Reunióse el Senado para tratar del asunto, y a punto estuvo de concederles la libertad. El pretor Aulo Postumio fue causa de que así no ocurriera. Dividida la opinión, unos deseaban darles libertad y otros no; y un tercer partido opinaba en favor de la libertad, pero mas adelante Postumio convirtió las tres opiniones en dos, manifestando: «Los que opinen por levantar el destierro pasen a un lado, y los demás a otro.» De esta forma se unieron los contrarios a dar la libertad con quienes creían inoportuno concederla entonces, siendo más en número, y los relegados quedaron como estaban.


Capítulo II

Embajada de los aqueos a Roma.

Cuando al regreso de los diputados se conoció en Acaia que había faltado poco para permitir a los desterrados que volvieran a su patria, concibieron los aqueos grandes esperanzas de que se les otorgaría esta gracia, y por eso enviaron a Roma a Telecles de Megalópolis y a Anaxidamas para hacer nuevas instancias.


Capítulo III

Chipre.

……de ofrecerlo cincuenta talentos si iba a Chipre y de prometerle en su nombre otros emolumentos y honores si se ponía a su lado.


Capítulo IV

Arquias.

Este desgraciado traidor proyectó entregar la isla de Chipre a Demetrio. Descubierta la intriga, se le condujo ante los jueces, y para evitar el suplicio se ahorcó con los cordones de un cortinaje. Ejemplo de que los hombres vanos se alimentan siempre de vanas esperanzas. Prometíase éste recibir quinientos talentos por su traición, y perdió con la vida cuantos bienes poseía ya.


Capítulo V

Los marselleses piden auxilio a los romanos.

Los marselleses ya en otras ocasiones habían sido molestados por los ligurianos, mas en la época a que nos referimos, reducidos a la mayor extremidad y viendo dos de sus ciudades, Antípolis y Nicea, sitiadas, despacharon embajadores a Roma para manifestar al Senado sus sufrimientos y solicitarle ayuda. Estos representantes penetraron en el Senado, dijeron las órdenes que llevaban y se decidió enviar una comisión para enterarse sobre el terreno de lo que sucedía y procurar con negociaciones que cumplieran los bárbaros su deber.


Capítulo VI

El menor de los Ptolomeos va a Roma y consigue socorros.

Cuando el Senado envió a Opimio contra los oxibianos llegó a Roma el menor de los Ptolomeos, que ante él quejóse amargamente de su hermano, acusándole de la crueldad de quererle asesinar. Las cicatrices y llagas que mostró, en unión de sus sentidas frases, excitaron tan viva compasión en la asamblea que en vano procuraron Neolaidas y Andrómaco justificar a su señor. No sólo negóse el Senado a oírles, sino que se les ordenó salir inmediatamente de Roma. Designáronse en seguida cinco comisarios, entre ellos Mérula y Lucio Termo, con orden de tomar cada uno una galera y conducir a Ptolomeo a Chipre, y se escribió a los aliados de Grecia y Asia permitiéndoles ayudar a Ptolomeo y recobrar su reino.


Capítulo VII

Diez comisarios son despachados a Asia para reprimir la temeridad de Prusias.

Al regresar de Pérgamo, Hortensio y Arunculeio dijeron al Senado que Prusias se mofaba de sus órdenes y que, a pesar de los tratados, les encerró en Pérgamo con Attalo, tratándoles todo lo mal posible. Indignados los padres conscriptos por tan extraño proceder, despacharon diez comisarios, siendo los principales Lucio Anido, Cayo Fannio y Quinto Fabio Máximo, con orden de acabar la guerra y de obligar a Prusias a dar satisfacción a Attalo por los perjuicios que le causó.


Capítulo VIII

Quejas de los marselleses ante el Senado.- Mandato de éste al cónsul Quinto Opimio.- La breve guerra de oxibianos y los deceatas.

A causa de las quejas de los marselleses contra los ligurianos, el Senado envió en seguida a Flaminio, Popilio Lenas y L. Puppio, que partieron con los embajadores de Marsella, yendo por mar al territorio de los oxibianos con el propósito de desembarcar frente a Egitna. Corrió entre los ligurianos la noticia de que iban los comisarios para mandarles levantar el sitio de esta plaza, y se opusieron al desembarco de los que aun se hallaban en el puerto, mas no llegaron a tiempo para impedir que Flaminio saltara a tierra, teniendo ya en la costa su equipaje. Ordenáronle primero abandonar el país, despreció la orden y le robaron el equipaje, rechazando e insultando a los criados cuando quisieron defenderlo. El mismo Flaminio acudió a auxiliarles y lo llenaron de heridas, arrojando a tierra dos de los que le acompañaban y persiguiendo a los demás hasta el barco, con tal empeño que al llegar Flaminio a bordo hubo que cortar las amarras y dejar las anclas. Se le transportó a Marsella, donde le curaron con todo esmero. Al conocer el Senado tan triste acontecimiento, mandó salir inmediatamente al cónsul Quinto Opimio con un ejército para que tomase venganza de oxibianos y deceatas. Las tropas dirigiéronse a Placencia, y desde allí, a lo largo del Apenino, al país de los oxibianos, acampando a orillas del Aprón, donde esperó a los enemigos, pues supo que se reunían muy decididos a combatirle. Llevó después el ejército frente a Egitna, donde con tanto descaro se había violado el derecho de gentes en su persona y en la de sus colegas, y tomó la ciudad por asalto, reduciendo a esclavitud a sus habitantes y enviando atados a Roma a los principales autores del insulto. Efectuado esto, acudió contra los oxibianos, que sin esperanzas de desvanecer el enojo de los romanos, venían a atacarles en número de unos cuatro mil hombres, con excesiva temeridad y sin esperar que se les unieran los deceatas. Era Opimio general hábil y de experiencia, y llamóle la atención aquel atrevimiento; mas al ver que no se fundaba en ningún principio militar, comprendió que tales enemigos no harían larga resistencia. Salió, pues, del campamento, formó su ejército, le estimuló a portarse bien, y marchó a paso corto contra los oxibianos. Tan fuerte fue el choque que en un momento quedaron vencidos y muchos sobre el campo de batalla, huyendo y dispersándose los demás. Presentáronse en seguida los deceatas en cuerpo de ejército para socorrer a los oxibianos, pero ya era tarde; recogiendo, no obstante, a los fugitivos, atacaron con este refuerzo a los romanos, luchando con mucho valor y energía; pero al fin cedieron, rindiéndose a los romanos y entregándoles la capital de su territorio. El vencedor distribuyó a los marselleses las tierras conquistadas; exigió rehenes a los ligurianos para que, enviados a Marsella, los renovasen de vez en cuando, desarmó a los enemigos y pasó en sus poblaciones el invierno el ejército. Así comenzó y acabó en breve tiempo la guerra contra oxibianos y deceatas.


Capítulo IX

Aristócrates, pretor de odas.

Por su noble aspecto y aventajada estatura inspiraba este rodio respeto y temor. No precisaron más los de Rodas para darle el mando de sus ejércitos; pero pronto se arrepintieron de no haberle estudiado bien, porque al llegar la ocasión de obrar fue otro hombre, desmintiendo con muchos de sus actos la opinión de él formada.


Capítulo X

Enemistad de los romanos con Prusias.- Apréstanse a hacerle la guerra.

Antes de finalizar el invierno hallóse Attalo en Asia al frente de gran número de tropas, porque Ariarates y Mitrídates, en virtud de la alianza que habían llevado a cabo con el rey de Pérgamo, le enviaron caballería e infantería, al mando de Demetrio, hijo de Ariarates. Dispuesto ya todo para la campaña, se supo que los comisarios romanos habían llegado a Caudes. Reunióseles Attalo, y tras algunas conferencias sobre los asuntos pendientes, partieron para Bitinia, donde dijeron a Prusias las órdenes que para él les dio el Senado. Aceptó este príncipe algunas, pero negóse a cumplir la mayoría. Admirados los comisarios de esta resistencia, renunciaron a su amistad y alianza, regresando inmediatamente a Pérgamo. Arrepintióse Prusias de su falta y les siguió durante algún tiempo, procurando atraerles; mas fueron inútiles sus esfuerzos y volvió a su campo sin saber qué hacer. Los comisarios aconsejaron entonces a Attalo que permaneciera con su ejército en la frontera del reino, sin empezar las hostilidades y resguardando de todo insulto las ciudades y aldeas de su reino. Partieron en seguida, unos para Roma con objeto de informar al Senado de la rebelión de Prusias, otros para Jonia, y algunos en dirección al Helesponto y a las ciudades vecinas a Bizancio, laborando en todos estos lugares para apartar a los pueblos de la alianza con Prusias y reunir fuerzas en favor de Attalo, que era lo que se habían propuesto.


Capítulo XI

Paz entre Prusias y Attalo.

Con la ayuda de tantos aliados reunió pronto Attalo numerosa flota. Dióle Rodas cinco galeras que habían sido enviadas para la guerra de Creta, Cisico veinte, y él mismo equipó veintisiete, de suerte que unidas todas a las que recibió de otros aliados, formó una flota de ochenta galeras, cuyo mando dio a su hermano Ateneo. Dirigióse éste hacia el Helesponto haciendo continuos desembarcos en la costa de Bitinia y saqueando la región. Por fortuna para Prusias, al escuchar el Senado el informe de los comisarios, designó inmediatamente otros tres, Apio Claudio, Lucio Oppio y Aulo Postumio, que al llegar a Asia pusieron término a la guerra, obligando a ambos reyes a suscribir este tratado: Prusias entregaría inmediatamente a Attalo veinte galeras de guerra, y le pagaría quinientos talentos en veinte años; los beligerantes mantendrían los límites de sus respectivos Estados como antes de la guerra en reparación de los daños que Prusias había causado en las tierras de Methymna, Egium y Heraclea, restituiría a estas ciudades cien talentos. Aceptadas las condiciones, concentró Attalo las tropas de mar y tierra en su reino, y así acabó la guerra promovida por las cuestiones de Attalo y Prusias.


Capítulo XII

Embajada de los aqueos en favor de sus desterrados.

Por aquel tiempo llegó a Roma nueva embajada de los aqueos en favor de sus compatriotas desterrados en Italia. Solicitaron los diputados gracia al Senado para estos infelices, mas los padres conscriptos decidieron estar a lo acordado.


Capítulo XIII

Demetrio, rey de Siria.

«Refiere Polibio en su libro XXXIII que Demetrio, rey de Siria, era gran bebedor y se hallaba ebrio casi todo el día.»


Capítulo XIV

Heraclido, con los hijos de Antíoco, llega a Roma.- Embajada de los rodios en relación con la guerra contra los cretenses.

En el transcurso del verano llegó a Roma Heraclido, llevando consigo a los hijos de Antíoco, Laodice y Alejandro, y mientras permaneció en la ciudad no hubo artificio de que no se valiera para lograr del Senado lo que deseaba.

Al mismo tiempo se presentó en Roma el rodio Astidemo, embajador y almirante de su República, y habló en el Senado de la guerra entre rodios y cretenses. Tras escucharle con suma atención, los padres conscriptos encargaron a Quinto que fuera a poner término a esta guerra.


Capítulo XV

Cretenses y rodios despachan representantes a los aqueos.- Alabanza de Antifates de Creta.

Reunido el Consejo de los aqueos en Corinto, llegaron allí dos embajadas: una de parte de los cretenses, cuyo jefe era el gortiniano Antifates, hijo de Telemnastos, y de otra parte de los rodios, al frente de la cual iba Teofanos. Cada una de estas embajadas solicitó ayuda para su patria; mas la mayoría de la Asamblea era favorable a los rodios por la celebridad de esta República, su forma de gobierno y el carácter de sus ciudadanos. Advertido Antifates, quiso entrar en la Asamblea, y entró efectivamente, con permiso del pretor, hablando con un aplomo y dignidad impropios de un cretense. No tenía este joven ninguno de los defectos de sus compatriotas, y la libertad con que defendió la causa de su patria agradó a los aqueos; pero lo que más le ayudó a ganar voluntades fue el recuerdo de que, durante la guerra con Nabis, su padre Telemnastos fue en socorro de los aqueos con quinientos cretenses. A pesar de ello, se iba a conceder a los rodios las fuerzas que pedían, cuando Calícrato manifestó que sin permiso de Roma no convenía declarar la guerra a nadie, ni socorrer a unos contra otros; y esto fue suficiente para que no se tomara resolución.


Capítulo XVI

Van a Roma Attalo, hijo de Eumeno, y Demetrio, hijo de Demetrio Soter.- Heraclido logra del Senado que los hijos de Antíoco regresan a Siria.

Entre los embajadores llegaron a Roma de distintos lugares, el primero recibido en audiencia fue Attalo, hijo de Eumeno, que, muy joven aun, hizo este viaje para darse a conocer al Senado y solicitar la amistad y el derecho de hospitalidad que siempre tuvo su padre en Roma. Recibió del Senado y de los amigos del rey su padre cuantas pruebas de amistad podía esperar. Concediósele lo que deseaba; le hicieron cuantos honores permitía su edad, y a los pocos días regresó a sus Estados, siendo recibido con grandes demostraciones de alegría en todas las ciudades griegas por donde pasó.

Al mismo tiempo llegó Demetrio a Roma, y como era niño, las ceremonias de su recepción fueron medianas. Cuando se fue, Hierocles, que desde hacía tiempo se hallaba en la ciudad, condujo consigo al Senado a Laodice y Alejandro. Recordó en pocas palabras el joven príncipe a los padres conscriptos lo que habían querido a Antíoco y la alianza que con él tuvieron, y rogó que le pusieran en el trono de su padre, o por lo menos que se le concediera libertad para volver a Siria, y no impedirle, ya que no se le ayudara, recobrar la corona de sus mayores. Usó en seguida de la palabra Heraclido, alabando mucho a Antíoco, censurando a Demetrio y solicitando se le concediera al príncipe y a su hermana Laodice la libertad de regresar a su patria, cosa justísima, puesto que eran hijos naturales de Antíoco. A los senadores sensatos chocó este discurso, pareciéndoles verdadera comedia y cobrando aversión al autor de la intriga; pero la mayoría, fascinada por el artificioso Heraclido, aprobó un decreto en estos términos: «Alejandro y Laodice, hijos de Antíoco, que fue nuestro amigo y aliado, piden al Senado que se les permita volver a su patria e implorar la ayuda de sus amigos para recobrar el trono de su padre, y el Senado les permita ambas cosas.» Conseguido el permiso, reclutó inmediatamente Heraclido tropas mercenarias, y atrajo a su partido a cuantos ilustres personajes pudo. De Roma se dirigió a Éfeso, y allí hizo los preparativos para la guerra proyectada.


Capítulo XVII

Miscelánea de hechos y reflexiones.

Muchos hombres, por avaricia o ambición, se precipitan desde la mayor fortuna, como ocurrió al rey de Capadocia Holofernes que acabó por perder el trono. Pero abreviando en lo relativo al restablecimiento de Ariarates, proseguiremos la historia en el orden adoptado para toda la obra. Hasta ahora, prescindiendo de los asuntos de Grecia, hemos hablado de los de Capadocia, en Asia, porque razonablemente no se podían separar el viaje de Ariarates a Italia y su vuelta al trono; pero hecho esto, nos toca reseñar los negocios griegos en la época en que ocurrió el extraño suceso relativo a la ciudad de Oropos. Deteniéndonos en unos puntos y prescindiendo de otros, compendiaremos la aventura por temor de que la oscuridad que envuelve algunos de estos hechos haga nuestra narración difusa y tenebrosa; que si el todo parece al lector poco digno de atención, menos satisfará una parte del todo a los que no tienen curiosidad de instruirse

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Casi siempre en la fortuna se encuentran partidarios, mas en los reveses hay que acudir a los amigos. Esto ocurrió a Holofernes al verse arruinado, y esta es la historia de Teótimo y muchos otros.

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Disgustados los rodios por estos acontecimientos, arrojáronse en el torbellino, llegando a la situación de los desalentados por larga dolencia, que después de tomar toda clase de medicinas y consultar a todos los médicos, cansados por la tardanza en recobrar la salud y casi desesperados, fíanse de oráculos y adivinos, y hasta acuden a charlatanes y curanderos. Esto hicieron los rodios. Burladas sus esperanzas, creyeron en palabras y dieron cuerpo a sombras e ilusiones, de suerte que su desdicha pareció merecida; porque no obrando con arreglo a cálculo prudente y dejándose arrastrar a la ventura, justo es llegar a sucesos imprevistos. En esta situación, los rodios tomaron por jefe a quien antes desechaban, y cometieron otras mil inconsecuencias.

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Cuando se siente inclinación a amar u odiar grandemente a una persona el más insignificante pretexto convierte la inclinación en hecho. Me detengo por no divagar sin advertirlo, y procurando la exactitud y la precisión, incurrir en lo contrario. Me detengo, repito, porque no deseo escribir ni que se lean los ensueños de un hombre despierto.