Historias, Polibio – Libro trigésimo segundo

Historias, por Polibio de Megalópolis - Tomo III - Libro 32. Obra pionera de la Historia universal escrita alrededor del año 140 a.C.

Historias

Polibio de Megalópolis

Las Historias, también llamadas Historia universal bajo la República romana, es la obra máxima del historiador griego Polibio de Megalópolis (203 – 120 a. C.). Junto a Tucídides, Polibio fue uno de los primeros historiadores en escribir sobre sucesos históricos como un fenómeno meramente humano, ignorando el accionar de los dioses. Las Historias son un trabajo pionero de la Historia universal, abarcando los acontecimientos ocurridos en los pueblos mediterráneos entre el año 264 a.C. hasta el año 146 a.C. (y más específicamente entre los años 220 a.C. a 167 a.C.). Exactamente el período en el cual Roma derrota a Cartago y se vuelve una potencia marítima y militar en el Mediterráneo. La obra, que fue preservada a lo largo de los siglos en una biblioteca bizantina, se divide en tres tomos y cuarenta libros, algunos de los cuales han llegado incompletos hasta nuestros días.

Historias

Tomo I (Libros 1 a 4)

Tomo II (Libros 5 a 14)

Tomo III (Libros 15 a 40)
Libro 15Libro 16Libro 17Libro 18Libro 19Libro 20Libro 21Libro 22Libro 23Libro 24Libro 25Libro 26Libro 27Libro 28Libro 29Libro 30Libro 31Libro 32Libro 33Libro 34Libro 35Libro 36Libro 37Libro 38Libro 39Libro 40


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Libro trigésimo segundo

Capítulo primero

El Senado se decide a favor del más joven de los Ptolomeos y contra el mayor.

Junto con los embajadores del más joven de los Ptolomeos llegaron a Roma los del mayor, cuyo jefe era Menilo de Alabanda. Largos discursos pronunciaron en el Senado, dirigiéndose las más odiosas acusaciones. Después de escucharles, se atuvo el Senado al testimonio de Tito y de Mérula, que favorecían con empeño al rey de Cirenaica, y dio un decreto declarando que Menilo y sus adjuntos salieran de Roma en el término de cinco días, que el pueblo romano renunciaba a toda alianza con el rey de Egipto, y que se despachase una diputación a su hermano para manifestarle lo acordado en su favor. Publio Apustio y C. Lentulo fueron los designados para esta embajada, e inmediatamente partieron para la Cirenaica. Al conocer Ptolomeo que el Senado estaba de su parte, orgulloso por tan eficaz protección, comenzó a reclutar tropas para someter la isla de Chipre, cuya conquista le preocupaba por completo.


Capítulo II

Disputas de Massinisa con los cartagineses.- Los romanos deciden siempre en favor de aquel príncipe, aunque no tuviera razón.

Respecto a África, algún tiempo antes de la época a que nos referimos, tentó mucho a Massinisa el deseo de apoderarse del territorio contiguo a la pequeña Sirte, y que se llama Emporia. La región era hermosa y muy poblada, produciendo considerable renta. Resolvió, pues, invadir esta rica posesión de los cartagineses. Dueño de la llanura, pudo fácilmente conquistar la campiña. Nunca fueron los cartagineses muy hábiles en guerra por tierra, y la prolongada paz que gozaron hasta entonces debilitó su valor. No fue tan fácil a Massinisa ocupar las poblaciones, porque los de Cartago las defendieron bien y no pudo penetrar en ellas. Durante las hostilidades despacharon los cartagineses representantes a Roma para quejarse del rey de Numidia, y éste asimismo comisionó a quien le justificara contra los cartagineses. Pero aunque éstos tuvieran perfecto derecho, los jueces eran parciales en favor de Massinisa, porque interesaba al Senado decidir en su favor. El pretexto de la guerra fue que el rey de Numidia, solicitó a los cartagineses paso por el territorio contiguo a la pequeña Sirte, para perseguir a un rebelde llamado Asterates, y los cartagineses se lo negaron, alegando que ningún derecho tenía en aquella comarca; negativa que les costó cara, porque no sólo perdieron la campiña y los pueblos, sino quinientos talentos que se les obligó a pagar por las rentas percibidas desde el principio de la disputa.


Capítulo III

Prusias, Eumeno y Ariarates despechan representantes a Roma. El primero de estos reyes despachó embajadores a Roma con los de los galo-griegos para quejarse de Eumeno. Éste ordenó realizar el mismo viaje a su hermano Attalo para que le defendiera de las acusaciones de Prusias.

Ariarates envió también una embajada con encargo de ofrecer una corona de diez mil piezas de oro, manifestar al Senado de qué forma había recibido a Tiberio y de rogarle que declarase lo que él deseaba, por estar decidido a cumplir sus órdenes.


Capítulo IV

Recibimiento que dispensa Demetrio a los embajadores romanos.- Despacha una embajada a Roma y envía asimismo a los asesinos de Octavio.

Desde que Menoparto llegó a Antioquia y refirió a Demetrio la conversación que mantuvo con Tiberio y los demás comisarios en la Capadocia, juzgó este príncipe que lo más importante era lograr en lo posible su amistad. Meditando exclusivamente en ello, les despachó embajadores, primero a Panfilia, y en seguida a Rodas, donde les hicieron de parte del príncipe tantas promesas que al fin consiguió le declararan rey. Mucho contribuyó Tiberio a que ocupara el trono de Siria, porque le quería bien, y desplegó en esta ocasión todo el celo que podía esperarse de un amigo. Al recibir el príncipe tan señalado beneficio, envió inmediatamente embajadores a Roma, que además de una corona entregaron al Senado al que mató a Octavio y al gramático Isócrates.


Capítulo V

A los embajadores de Ariarates y Attalo se les recibe bien en Roma.

Al presentarse ante el Senado los embajadores de Ariarates, le ofrecieron una corona cuyo valor era de diez mil piezas de oro, e hicieron valer, como debían, la extraordinaria adhesión a la República del rey su señor, tomando por testigo a Tiberio, quien confirmó cuanto manifestaron. En virtud de este testimonio, recibió el Senado la corona de oro con gran reconocimiento, y regaló al rey lo que más estiman los romanos: el bastón y la silla de marfil, despidiendo a los embajadores antes del invierno. Tras ellos llegó Attalo, cuando ya los nuevos cónsules habían tomado posesión de su dignidad. Los galo-griegos que envió Prusias y muchos otros diputados de Asia manifestaron las quejas que de Attalo traían, y después de escuchados, no sólo justificó el Senado a este príncipe de las acusaciones, sino que además le colmó de honores y dignidades, por inspirarle tanto cariño como adhesión Eumeno y tener empeño en hacerlo público.


Capítulo VI

Arriban a Roma los embajadores de Demetrio.- Extraordinario atrevimiento de Leptino, el asesino de Octavio.- Terror de Isócrates.

Llegaron a Roma Menocaros y los demás embajadores de Demetrio, portando una corona de diez mil piezas de oro, y seguidos del asesino de Octavio. Deliberó largo tiempo el Senado acerca de las medidas que convendría tomar en esta ocasión, siendo al fin recibidos los embajadores y aceptada de buen grado la corona; pero se prohibió la entrada en el Senado a Leptino, el asesino de Cayo Octavio, y a Isócrates. Era éste uno de esos gramáticos que públicamente declaman sus obras, charlatán, vano hasta la fatuidad y odioso a los mismos griegos, pues siempre que se encontró en concurso con Alceo dirigíale el poeta alguna ingeniosa frase que le pusiera en ridículo. Fue a Siria y comenzó por malquitarse con los sirios por el desprecio con que les trataba. Creyéndose después poco holgado dentro de los límites de su profesión, dedicóse a hablar de política y a referir por todas partes que Octavio fue justamente muerto, que igual suerte merecían los demás comisarios de Roma, y que no debió quedar ni uno para llevar la noticia a los romanos, porque tal acontecimiento hubiera abatido el orgullo de éstos, obligándoles a moderar la insolente autoridad que usurpaban. Esta charla produjo su desgracia. Adviértese en ambos criminales algo que merece ser transmitido a la posteridad. A pesar del asesinato cometido continuó Leptino paseándose, alta la frente, en Laodicea, manifestando en público que había hecho bien al clavar su puñal en Octavio y asegurando sin temor que lo hizo por inspiración de los dioses. Más aun; cuando Demetrio tomó posesión del reino fue a verle, y le dijo que no se alarmara por el asesinato, ni tomase ninguna resolución rigurosa contra los laodiceos, pues él mismo iría a Roma y probaría al Senado que dio muerte a Octavio por orden de los dioses; y tan decidido se mostró a ir, que le condujeron sin guarda ni ligaduras. Por el contrario Isócrates, cuando le denunciaron se turbó su espíritu, y al verse con una cadena al cuello apenas comía ni cuidaba de su cuerpo. Cuando penetró en Roma horrorizaba, porque el hombre, tanto en lo relativo al cuerpo como al alma, es el más horrible de todos los animales si se entrega a la desesperación. Miedo daba ver su cara, y la suciedad de su cuerpo; sus uñas y cabellos sin limpiar ni cortar hacía un año, le daban el aspecto de una fiera, confirmando esta idea sus miradas e inspirando más aversión que cualquier otro animal. Leptino desempeñó mucho mejor su papel, insistiendo en sus primeras declaraciones, dispuesto siempre a defender su causa ante el Senado, enorgulleciéndose de lo realizado delante de todos, y afirmando que jamás le castiga rían los romanos. Y predijo la verdad, porque el Senado creyó en mi concepto que la opinión pública consideraba castigado el crimen al tener al criminal en sus manos y poder castigarle cuando lo creyese oportuno. Por esto probablemente no quiso recibir a los dos sirios y conocer por entonces de este asunto, limitándose a responder a los embajadores de Demetrio, que el rey su señor sería amigo de los romanos mientras les estuviera tan sometido como cuando vivía en Roma.


Capítulo VII

Embajada de los aqueos a Roma, relativa a Polibio y Stracio.

Fueron también a Roma embajadores de los aqueos para solicitar el regreso de sus compatriotas que habían sido acusados, y sobre todo de Polibio y Stracio, pues la mayoría de ellos y casi todos los principales habían muerto en el destierro. Eran los embajadores Jenón y Telecles, y tenían encargado de hacer esta solicitud como gracia, por temor de que la defensa de los desterrados pareciese oposición a la voluntad del Senado. Se les dio audiencia, y su discurso fue muy mesurado; pero inflexibles los padres conscriptos, declararon continuara lo prescrito.


Capítulo VIII

La familia de los Escipiones.

La virtud de Paulo Emilio, vencedor de Perseo, conocióse cuan grande era después de su muerte. Tan desinteresado como se le creía en vida apareció al morir, y especialmente en ello se reconoce la virtud. Este romano, que llevó de España a las cajas de la República más dinero que ningún otro de su época, que se apoderó y pudo disponer a su antojo de inmensos tesoros en Macedonia; este romano, repito, cuidó tan poco de enriquecerse, que al morir no se encontraron en su casa recursos para devolver a su viuda la dote que trajo al matrimonio, siendo preciso vender fincas a fin de completarla. Se alaba y admira en algunos de nuestros griegos el desdén por la riqueza; mas el de Paulo Emilio supera a todos, porque si el no recibir dinero o dejárselo al que lo ofrece, como Aristides y Epaminondas hacían, es cosa digna de admiración, más admirable es disponer de todo un reino y no desear nada de lo que en él se encuentra. Y si lo que relato parece increíble, ruego al lector advierta que cuanto diga de los romanos, aficionados éstos a los célebres acaecimientos de su historia, lo leerán; que conocen muy bien los hechos narrados, y que no me perdonarían faltar a la verdad. Ahora bien, nadie se expone de buen grado al peligro de que no le crean y le desprecien.

Y puesto que la ocasión se presenta de hablar de esta ilustre familia, cumpliré la promesa hecha en el libro I de explicar cuándo, cómo y por qué adquirió Escipión en Roma una reputación superior a su edad, y de qué suerte se estrechó nuestra amistad hasta el punto de ser conocida no sólo en Italia y Grecia, sino en las naciones más apartadas. Ya he manifestado que nuestras relaciones comenzaron conversando acerca de los libros que me prestaba. Tenían ya alguna intimidad cuando se ordenó que los griegos residentes en Roma fueran distribuidos en las ciudades de Italia, y los dos hijos de Paulo Emilio, Fabio y Publio Escipión pidieron con empeño al pretor que me dejara junto a ellos. Una singular aventura sirvió para estrechar los lazos de nuestra amistad. Cierto día en que Fabio iba al Foro y Escipión y yo nos paseábamos por otro sitio, de forma suave y cariñosa, y ruborizándose un poco, quejóseme éste de que, cuando comía con ellos, siempre hablaba a Fabio y no a él. «Bien sé, agregó, que esta indiferencia proviene de la idea que tenéis y tienen mis conciudadanos de que soy un desaplicado, sin afición a lo que florece en Roma, porque ven que no me dedico a los ejercicios del Foro ni a la oratoria; pera ¿qué he de hacer? Dícenme constantemente que no es un orador, sino un general de ejército lo que se espera de la casa de los Escipiones. Confieso que vuestra indiferencia me aflige.» Sorprendiéronme estas frases, que no esperaba de un joven de dieciocho años. «En nombre de los dioses, le contesté, no digáis ni penséis, Escipión, que por desestimaros dirijo comúnmente la palabra a vuestro hermano, pues lo hago únicamente por ser el mayor y porque sé que pensáis lo mismo. Celebro mucho reconozcáis que sienta mal la indolencia a un Escipión, pues demuestra que vuestros sentimientos no son vulgares. Por mi parte, me ofrezco de todo corazón a vuestro servicio, y si me juzgáis a propósito para guiaros en una vida digna de vuestro gran nombre, disponed de mí. Para las ciencias, que tanto os agradan, encontraréis sobrados maestros en el gran número de sabios que diariamente vienen de Grecia a Roma; pero el arte militar, que sentís no conocer, me atrevo a decir que nadie os lo enseñará mejor que yo.» Al oír esto, cogióme Escipión ambas manos y las apretó: «¡Oh, dijo, cuándo veré ese dichoso día en que, libre de todo compromiso y viviendo conmigo, queráis aplicaros a ilustrar mi entendimiento y guiaré mi corazón! ¡Entonces me creeré digno de mis antepasados!» Encantado y enternecido al ver tan nobles sentimientos en un joven, sólo temí que el elevado rango de su familia y las grandes riquezas que poseía extraviaran tan bellos instintos. Desde entonces no se apartaba de mí; su mayor placer era estar conmigo, y los diferentes acontecimientos en que juntos nos encontramos estrecharon nuestra amistad, respetándome él como a su padre y queriéndole yo como a hijo.

Lo que con mayor empeño deseaba al principio Escipión fue sobrepujar a los romanos de su edad en la reputación de hombre prudente y de morigeradas costumbres; y esta ambición era tan noble como difícil de llevar a cabo por entones en Roma, a causa de la general relajación. El amor a ambos sexos producía vergonzosos excesos en la juventud, dedicada a festines y espectáculos, al lujo y a todos los desórdenes que ávidamente aprendió de los griegos en el transcurso de la guerra contra Perseo. El libertinaje se extremó tanto, que muchos jóvenes daban hasta un talento por un adolescente. No debe, pues, sorprender que la corrupción llegara entonces a su apogeo, porque subyugada Macedonia, se creyó poder vivir en perfecta libertad y gozar tranquilamente del imperio del universo. Agréguese a este reposo la extraordinaria abundancia en que los particulares y la República se encontraren al llegar a Roma el botín de Macedonia, y no admirará la desmoralización de las costumbres.

Escipión supo preservarse de este contagio. Siempre en guardia contra sus pasiones, no desmintió una vez la serenidad de su carácter, y al cabo de cinco años mirábanle todos como modelo de formalidad y prudencia, y a estas cualidades unió las de ser generoso, doblemente desinteresado, y emplear bien sus riquezas: virtudes debidas a la educación que le dio su padre Paulo Emilio y a sus naturales instintos, ayudándole también la fortuna por las ocasiones que le proporcionó para practicarlas.
Fue la primera la muerte de Emilia, su madre adoptiva, hermana de su padre Paulo Emilio y esposa de su abuelo adoptivo, es decir, de Escipión el Grande. Esta dama, que compartió la fortuna con marido tan opulento, dejó al morir a Publio los trenes con que acostumbraba a presentarse en público, las ricas alhajas propias de su rango, gran cantidad de vasos de oro y plata destinados a los sacrificios, carrozas, caballos, considerable número de esclavos de ambos sexos, proporcionado todo a su opulenta familia. Escipión entregó esta cuantiosa herencia a su madre Papiria, que, repudiada hacía tiempo por Paulo Emilio, no tenía con qué sostener el esplendor de su nacimiento y no se presentaba en asambleas y ceremonias públicas. Cuando en un solemne sacrificio que se verificó por entonces la vieron reaparecer con el mismo lujo que Emilia, la liberalidad de Escipión le honró mucho en el concepto de las damas romanas, que, alzando las manos al cielo, le desearon toda suerte de felicidades. Tal generosidad merece admiración en todas partes, pero más en Roma, donde nadie entrega de buen grado lo que es suyo. Por ello, Escipión comenzó a adquirir reputación de hombre generoso y liberal, y júzguese si esta reputación sería grande, cuando las mujeres, que naturalmente no saben callarse ni contenerse en lo que les agrada, convirtiéronse en sus panegiristas.
No menos le admiraron en otra ocasión. La herencia que recibió por muerte de su abuelo le obligaba a pagar a las dos hijas de su abuelo adoptivo, Escipión, la mitad de su dote fijada por éste, y que ascendía a cincuenta talentos. Emilia había pagado en vida la otra mitad a los maridos de ambas hijas. Con arreglo a las leyes romanas, podía Escipión satisfacer esta deuda en tres anualidades, entregando los muebles durante los diez primeros meses; pero en dicho tiempo puso a disposición del banquero toda la suma. Pasados los diez meses, Tiberio Graco y Escipión Nasica, maridos de las dos hijas, se dirigen a casa del banquero y le preguntan si ha recibido orden de Escipión para entregarles dinero. Contestó que sí, y contó para cada uno veinticinco talentos. Dijéronle que se engañaba, porque esta suma no se debía pagar de una vez, sino en tres plazos. El banquero respondió que cumplía las órdenes recibidas. No pudiendo creerle, fueron en busca de Escipión para disuadirle del error en que le suponían, suposición atinada por cierto, pues en Roma nadie anticipa tres años, ni siquiera un día, el pago de cincuenta talentos: tal es la afición a conservar el dinero y la avidez por lo que produce. Preguntaron, pues, a Escipión qué orden había dado al banquero. «La de entregaros la suma que os debo», contestó. «No es preciso, replicaron, que la des de una vez. Las leyes te autorizan a conservar largo tiempo su dinero, empleándole en lo que te convenga.» «Sé, respondió Escipión, lo que las leyes disponen, y si cabe acogerse a ellas respecto a los extraños, con parientes y amigos debe uno portarse más noblemente. Permitidme que os pague toda la suma.» Salieron, pues, muy admirados de la generosidad de Escipión y reprobándose la bajeza de sus sentimientos en cuestión de intereses, siendo como eran de los primeros y más estimados en la ciudad.

Dos años después tuvo otro acto generoso, que merece relatarse. Muerto Paulo Emilio, pasó su herencia a Fabio y a Publio, porque aun cuando aquel ilustre romano tuvo más hijos, unos habían sido adoptados por otras familias y otros murieron antes. No siendo Fabio tan rico como Publio, cedióle éste la parte de herencia de su padre, que importaba más de sesenta talentos, para enmendar de este modo la desigualdad de bienes entre ambos hermanos.

A esta liberalidad, que hizo en Roma mucho ruido, unió otra aún más ruidosa. Tenía Fabio el proyecto de dar un espectáculo de gladiadores para honrar la memoria de su padre, y no pudiendo atender a este gasto, que importa lo menos treinta talentos cuando se quiere que sea magnífico, le dio Escipión quince para pagar la mitad. Cuando Papiria falleció, se supo en Roma lo siguiente. Libre era entonces Escipión de recobrar la herencia de Emilia; pero en vez de hacerlo, regaló a sus hermanos no sólo lo que su madre recibió de él, sino todos los bienes que dejó, a pesar de que las leyes no les concedían derecho alguno. Cuando en las fiestas públicas vieron a sus hermanos con el tren y las joyas de Emilia, renováronse los aplausos, elevando hasta las nubes esta nueva prueba que daba Escipión de grandeza de alma y de tierna amistad a su familia. Tales fueron las liberalidades que valieron a Escipión en su juventud reputación de generoso y desinteresado, y aunque le costaran lo menos sesenta talentos de su propio peculio, puede decirse que tenían mayor mérito por la edad en que las hacía, por las costumbres en aquella época, y por la forma agradable y cariñosa con que las llevó a cabo.

Por muchos sacrificios que le costara la fama de moderación y templanza, más provecho le reportó, porque al renunciar al libertinaje adquirió una salud fuerte para toda la vida, y los placeres honestos y sólidos le compensaron ampliamente de los que se abstuvo. Faltábale distinguirse por su fuerza y valor, cualidades que se estiman sobre las demás en casi todos los pueblos, y especialmente en Roma. Precisaba para ello ejercitarse mucho, y la fortuna le deparó ocasión propicia. Eran los reyes de Macedonia por demás apasionados a la caza, y poseían grandes parques llenos de reses. Durante la guerra, preocupado Perseo con cosas de mayor interés, no se cuidó de cazar, y en estos cuatro años multiplicóse extraordinariamente la caza. Acabada la guerra, y persuadido Paulo Emilio de que aquella era la más útil y noble diversión para sus hijos, dio a Escipión los empleados que tenía el rey para dicho ejercicio, y libertad para cazar cuanto quisiera. Considerándose casi como un rey, no se ocupó el joven de otra cosa todo el tiempo que las legiones permanecieron en Macedonia después de la batalla, y aprovechó tanto más la libertad concedida, cuanto que encontrándose con el vigor de la juventud, era naturalmente aficionado a este ejercicio, y como noble lebrel, infatigable al ejecutarlo. De regreso en Roma, encontró en mí la misma pasión por la caza, y esto hizo acrecentar la suya, de forma que mientras otros jóvenes romanos empleaban el tiempo en defender pleitos, halagar a los jueces o visitar el Foro, procurando adquirir fama con tales ocupaciones, Escipión, dedicado a cazar, adquiría mayor reputación que ellos con cualquier arriesgada empresa de esta índole; que la del Foro siempre perjudica a algún ciudadano, el que pierde el pleito, y la ambicionada por Escipión no daña a nadie, aspirando a ser de los primeros no por los discursos, sino por los actos. Verdad es que en poco tiempo superó en reputación a todos los romanos de su edad, no habiendo sido nadie más estimado, aunque para serlo tomó distinto camino del que ordinariamente seguían en Roma.

Me he detenido en relatar los primeros años de Escipión porque creo este detalle agradable a los ancianos y útil a los jóvenes, y porque debiendo referir de él cosas que parecerán increíbles, bueno es que predisponga a mis lectores para creerlas. Quizá sin esta precaución, ignorando las razones de algunos de sus hechos, atribuiríamos a la fortuna o a la casualidad, y, no obstante, son muy pocos los que se encuentran en este caso. Pero terminemos la digresión y reanudemos el hilo de la historia.


Capítulo IX

Diputación de los atenienses y de los aqueos a Roma, en relación a los habitantes de Delos transportados a Acaia.

Los atenienses y los aqueos enviaron a Roma a Tearidas y Stéfano para el asunto de los pueblos de la isla de Delos, que consistía en lo siguiente. Cuando Delos fue entregado a los atenienses, ordenaron los romanos a los habitantes salir de su isla y transportar todos sus bienes a Acaia. Obedecieron, y se les contó entre los que formaban parte del Consejo público y quedaban obligados a sus leyes; pero al tener alguna disputa con los atenienses, pretendían no ser juzgados sino por las leyes de la confederación establecida entre atenienses y aqueos. Los atenienses defendían por su parte no corresponder a los delianos tal privilegio, y éstos rogaron a los aqueos que les libraran de la servidumbre a que les obligaban los atenienses. Despacháronse representantes a Roma para resolver esta cuestión, y contestó el Senado que se debía observar lo que legítimamente habían establecido los aqueos respecto a los delianos.


Capítulo X

Los essienos y los daorsienos, despachan una embajada a Roma contra los dálmatas.

Varias veces habían ido a Roma, como embajadores de los essienos, Epetión y Tragurión, para quejarse de las incursiones de los dálmatas por campos y pueblos de su distrito. Por igual causa se quejaban los daorsienos de los dálmatas, y el Senado envió a C. Fannio a Iliria para observar lo que allí ocurría, y, sobre todo, cómo se gobernaban los dálmatas. Mientras vivió Pleurates, este pueblo se mantuvo muy sumiso, pero apenas ascendió al trono su sucesor Gencio, se sublevó, hizo la guerra a sus vecinos y trató de conquistarles. Algunos hasta les pagaron tributo, que consistía en animales y trigo. Tal fue el objeto de la embajada de Fannio.


Capítulo XI

Fannio es mal acogido por los dálmatas.- Causa y pretexto de la guerra de los romanos a este pueblo.

A su regreso de Iliria, declaró C. Fannio que los dálmatas no se hallaban dispuestos en modo alguno a reparar los perjuicios de que se les acusaba, y lejos de dar satisfacción a los que se quejaban de sus procedimientos, ni siquiera quisieron escucharle, ni decirle otra cosa sino que nada tenían que tratar con los romanos; que llevaron su audacia hasta el extremo de negarle el alojamiento y víveres precisos, arrebatándole los caballos que en otra ciudad le dieron, y que hasta hubiera corrido riesgo de perder la vida en manos de aquellos bárbaros, de no salir del país, como lo hizo obligado por las circunstancias, sin llamar la atención. Indignó al Senado el orgullo y la ferocidad de los dálmatas, y consideró el momento propicio para declararles la guerra por varias razones. Desde que los romanos arrojaron de Iliria a Demetrio de Faros, se descuidó por completo la parte de este reino que mira al Adriático. Además, habían transcurrido doce años de profunda paz desde la terminación de la guerra da Macedonia, y se temía que tan largo reposo debilitara el valor de los italianos. Se quiso, pues, renovar el antiguo ardor bélico, tomando las armas contra Iliria, amedrentando a aquellos pueblos para hacerles dóciles a las órdenes que después les enviaran. Tales fueron las verdaderas causas de la guerra contra los dálmatas. Díjose, no obstante, fuera de Italia, que la hacían para vengar el insulto a Fannio, pero esto fue en pretexto.


Capítulo XII

Va Ariarates a Roma y pierde allí su causa contra los embajadores de Demetrio y de Holofernes.

Llegó a Roma Ariarates antes de finalizar el verano y cuando Sexto Julio y su colega acababan de tomar posesión del consulado. En las conferencias que con ellos mantuvo dio la más triste idea que pudo de su desdicha; mas halló allí a Milciades, representante de Demetrio, dispuesto a refutar las acusaciones y a acusar al rey. Holofernes envió asimismo a Timoteo y Diógenes, con encargo de ofrecer una corona de su parte al Senado, renovar su alianza con los romanos, defenderle de las quejas de Ariarates y acusar a este príncipe. En las conferencias particulares, Diógenes y Milciades brillaban más y causaban mayor impresión que el rey de Capadocia. No debe esto sorprender, porque eran varios contra uno, y el esplendor con que vivían deslumbraba la vista, que se volvía con pena hacia el triste y desdichado rey. Al defender, pues, cada cual su causa ante el Senado, tuvieron los embajadores gran ventaja sobre Ariarates, y sin respeto alguno a la verdad se les permitió manifestar cuanto quisieron, quedando sin réplica sus alegaciones, porque nadie había que tomara la defensa del acusado. La mentira triunfó, pues, de la verdad, y consiguieron cuanto deseaban.


Capítulo XIII

Carops.

Muerto Licisco, el fuego de la guerra civil se extinguió en Etolia, gozando esta región completa tranquilidad. También empezó a respirar la Beocia, tras la guerra de Mnasippo de Coronea, y la de Crematas fue asimismo muy ventajosa a la Acarnania. Grecia quedó como purificada con la muerte de estos hombres funestos, y la fortuna quiso que el epirota Carops muriese también aquel año en Brindis, si bien las crueldades e injusticias de este traidor, después de la derrota de Perseo, fueron causa de que su muerte no pusiera fin a las perturbaciones que excitó en Epiro, terminada la guerra de romanos y macedonios. Después que Lucio Anicio condenó a ser conducidos a Roma a los más ilustres griegos por sospechas hasta ligeras de haber sido partidarios de Perseo, Carops, con facultades para hacer cuanto quisiera, cometió los mayores excesos, tanto por sí como por medio de sus amigos. Joven aún y rodeado de malvados que se unieron a él para enriquecerse con los bienes de otros, suponíase, no obstante, que su comportamiento tenía algún racional fundamento y que lo autorizaban los romanos, creyéndose así, por los muchos amigos que anteriormente se había proporcionado en Roma y por su intimidad con Mirtón, su hijo Nicanor y muchos otros hombres graves amigos de los romanos, hasta entonces irreprochables, que se prestaron, no sé por qué, a sus injusticias. Apoyado en estos sufragios, después de dar muerte a muchas personas, unas en pleno mercado, en sus casas otras, algunas en el campo o en los caminos, y de apoderarse de sus bienes, acudió a otra estratagema. Proscribió a cuantos se hallaban allí desterrados y eran ricos, hombres o mujeres, y amedrentándoles así sacó de los primeros, y por medio de su madre Filotides de las segundas, cuanto dinero pudo; porque esta Filotides desconocía la dulzura y compasión propias de su sexo. Y no libraron aquellos infelices con la pérdida de su dinero, sino que se les denunció al pueblo, se les procesó y se buscaron jueces que, por su debilidad o sorpresa, les condenaran, no a destierro, sino a muerte, como culpados de desafectos a Roma. Todos habían ya huido para salvar la vida, cuando Carops, bien provisto de dinero y acompañado de Mirtón, se dirigió a Roma para que el Senado ratificase sus injustos procedimientos; pero éste dio entonces elocuente prueba de su equidad, y agradable espectáculo a cuantos griegos vivían en Roma; porque Marco Emilio Lépido, gran sacerdote y príncipe del Senado, y Paulo Emilio, el vencedor de Perseo, persona importantísima y de gran crédito, enterados de lo que Carops había realizado en Egipto, le prohibieron poner los pies en sus casas, y esta prohibición la estimaron sobremanera dichos griegos, celebrando el odio de los romanos a los malvados. Poco tiempo después se presentó Carops al Senado; no se le dio asiento entre las personas distinguidas, ni se le contestó, manifestando sólo que llevarían las órdenes convenientes los comisarios que se enviaran. A pesar de tan desairada recepción, al salir del Senado escribió Carops a su patria que los romanos aprobaban cuanto había hecho.


Capítulo XIV

Eumeno.

Tenía este príncipe el cuerpo débil y delicado, el alma grande y llena de los más nobles sentimientos. En nada inferior a los reyes de su época, superaba a todos en bellas inclinaciones. El reino de Pérgamo, cuando lo recibió de su padre, limitábase a corto número de ciudades, que apenas merecían tal nombre, y lo hizo tan poderoso como el que más. Nada debió a la casualidad o la fortuna, sino a su prudencia, asiduo trabajo y actividad. Ávido de fama, hizo más bien a Grecia y enriqueció a más particulares que ningún otro príncipe de su siglo. Concluiré su retrato diciendo que supo hacerse obedecer de sus tres hermanos, y aunque en edad todos ellos de acometer empresas por su cuenta, le fueron siempre sumisos, ayudándole a defender el reino. Difícil es encontrar igual ejemplo de autoridad fraternal.


Capítulo XV

Attalo, hermano de Eumeno.

La primera prueba que dio este príncipe de su grandeza de alma y de su generosidad fue restaurar a Ariarates en el trono de sus padres.


Capítulo XVI

Fenice, ciudad de Epiro, despacha una embajada a Roma.

A los embajadores que Fenice y los desterrados enviaron a Roma, contestó el Senado, después de escucharles, que daría las órdenes oportunas a los comisarios que debían ir a Iliria con C. Marcio.


Capítulo XVII

Prusias.

Derrotado Attalo, penetró Prusias en Pérgamo, y tras inmolar víctimas en el templo de Esculapio, regresó a su campamento. Al día siguiente llevó todas sus tropas al Niceforium, demolió todos los templos y despojó las estatuas e imágenes de los dioses. Hasta la del mismo Esculapio, obra maestra de Filomaco y a la que el día anterior había ofrecido sacrificios, como para tener este dios propicio, se la echó al hombro y la llevó consigo. Al hablar de Filipo, ya he dicho cuál es el furor y rabia en esta clase de hostilidades, y preciso es ser furioso e insensato para adorar una estatua, doblar como mujer las rodillas ante los altares y seguidamente insultar la divinidad profanando lo mismo que sirve a su culto. Así lo hizo Prusias; y al salir de Pérgamo, donde se distinguió por su loco arrebato contra los dioses y los hombres, llevó sus tropas a Cleo, intentando inútilmente ponerle sitio, pues a los primeros trabajos de asedio vio que Sosander, que se había educado con el rey y que penetró en esta ciudad con refuerzo de tropas inutilizaba sus esfuerzos, y se encaminó a Tiatira. En el camino de la costa por donde iba halló el templo de Diana en Hiera-Como y lo saqueó, maltratando mucho más el de Apolo próximo a Temnos, pues lo redujo a cenizas. Este enemigo de los dioses y de los hombres tomó desde allí la ruta de Bitinia, mas no regresó a su reino sin sufrir el castigo de sus crímenes. Los dioses se vengaron haciéndole perder en el camino, a causa de la disentería y la miseria, la mayor parte del ejército.


Capítulo XVIII

Va a Roma Ateneo para acusar a Prusias.

Vencido Attalo por Prusias, envió a Roma a su hermano Ateneo con Publio Léntulo, para dar a conocer al Senado lo que le había sucedido. A decir verdad, ya Andrónico refirió la primera irrupción del rey de Bitinia, pero no le creyó el Senado, sospechando que Attalo quiso atacar a Prusias, acechando las ocasiones de hacerle guerra y propagando noticias ofensivas a este príncipe para buscar cuestiones y que fuera el primero en acudir a las armas. Por otra parte, a pesar de que Nicomedes y Antifilo, representantes de Prusias, atestiguasen que cuanto se decía contra su señor era falso, tampoco quiso creerles el Senado, y careciendo de fidedignos informes sobre lo que había ocurrido, envió a Lucio Apuleio y C. Petronio para examinar el estado de los asuntos en los reinos de Bitinia y Pérgamo.


Capítulo XIX

Sobre Artaxias y otros temas.

Artaxias deseaba hacer morir a Ara….. th…..; mas por consejo de Ariarates no lo hizo, y por el contrario estrechó más su amistad con él. Un carácter generoso puede mucho, y la opinión y consejo de un hombre de bien son muy eficaces, pues no sólo salvan a los amigos, sino a los encarnizados enemigos, y les inclinan a obrar bien

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La belleza es la mejor carta de recomendación. Existe en la juventud tal desvergüenza y tan grande manía por los placeres censurables, que se ve dar un talento por un esclavo a quien se ama, y pagar trescientos dracmas por un plato de sardinas. Aludiendo a esto, manifestaba Marco al pueblo que los Estados marchaban a su decadencia y ruina, cuando un hermoso adolescente valía más que una finca rústica, y los peces enconfitados más que las yuntas de bueyes

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Los rodios, cuyas instituciones tuvieron tanta vitalidad, parécenme ahora en decadencia. Recibieron de Eumeno veintiocho miríadas de trigo como préstamo usuario, cuyo interés debía aplicarse a pagar maestros y preceptores de sus hijos. Se comprende que un particular apurado de recursos acepte auxilio de sus amigos para no descuidar por miseria la educación de sus hijos; pero, ¿cuál es el rico que no consentirá en todo antes que mendigar de sus amigos el salario del maestro de su hijo? Cuantas más razones existan para economizar en privado, más se debe hacer en público lo necesario para conservar el decoro, y esto conviene aplicarlo en especial a los rodios, a causa de su prosperidad y representación.


Capítulo XX

De la muerte de Licisco el Etolio, hombre terrible e indomable.

Muerto él, se pusieron los etolios de acuerdo y vivieron en paz. El carácter de un hombre tiene tal influencia, que en las ciudades o en los campos, en las cuestiones interiores como en las exteriores, en todo, en fin, la bondad o maldad de un solo hombre hace mucho beneficio o daño.

Este Licisco, tan perverso, murió con tanta gloria, que con razón se acusó a la fortuna de prodigar sin distinción al virtuoso y al culpable la recompensa de una muerte honrosa.