Poemas de Catulo, obra completa

Esta es la obra de Gayo Valerio Catulo, poeta neotérico del siglo I a.C. Su obra literaria nos da una mirada intima del período final de la República romana

Poemas de Catulo

Gayo Valerio Catulo (Gaius Valerius Catullus) nacido en Verona en el año 87 a.C. y fallecido en Roma en el año 54 a.C. fue un poeta latino que se destacó por ser uno de los mayores exponentes del estilo neotérico, es decir, el estilo de los denominados «nuevos poetas». Movimiento de vanguardia literaria adoptado por poetas griegos y posteriormente por poetas romanos que intentaron alejarse fuertemente de los estilos de la poesía lírica y de la épica homérica (ver La Ilíada, La Odisea).

Catulo fue testigo de algunos de los períodos más turbulentos de finales de la República romana, y debido a sus sagaces y certeros poemas se hizo tanto de amigos como de enemigos poderosos, como es el caso de Julio César; quien, a pesar de haberse sentido atacado personalmente por el poeta (ver poemas XI, XXIX y LVII), intentó reconciliarse con este debido a la admiración que tenía por su obra literaria. No obstante, difícil de complacer, el poeta no se mostró conciliatorio y volvería a atacar a César respondiendo de manera directa y contundente (poema XCIII).

Uno de los detalles más característicos en la obra de Catulo es el uso de la tercera persona y las constantes menciones sobre su propia vida y persona, muchas veces utilizando de manera astuta un lenguaje vulgar y grosero para burlarse de las estructuras más formales de la poesía convencional grecorromana.

Precisamente debido a todo lo anterior las traducciones de los poemas de Catulo al español muchas veces sacrifican la bella rima de los originales para así darles a estos la literalidad necesaria para comprender el mensaje que Catulo intentaba transmitir.

Nota: la obra de Catulo trata sobre la política y los personjes de su época, razón por la cual sus poemas son difíciles de apreciar si no se comprende el contexto. Este libro posee una rica y bien provista cantidad de anotaciones, las cuales pueden ser consultadas aquí.

PoemasAnotaciones

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Catulo, Poemas

I

¿A quién regalo mi ingenioso librito recién aparecido, pulido hace nada con la
árida piedra pómez (1)? A ti, Cornelio(2); pues tú solías considerar que de algún valor
eran mis naderías, ya entonces, cuando te atreviste tú el único de los ítalos a desarrollar
la historia toda en tres tomos sabios, ¡por Júpiter!, y trabajosos.
Por eso, acepta cualquier cosa que esto de librillo sea y lo que valga, que, ¡oh
doncella protectora (3)!, ojalá permanezca sin menoscabo más de un siglo.

II

Gorrión (4), capricho de mi niña, con el que acostumbra ella jugar, tenerlo en su
regazo, ofrecerle la punta de su dedo tan pronto se le acerca y moverle a agudos
picotazos, cuando al radiante objeto de mi desasosiego le agrada jugar a no sé qué cosa
querida y solaz de su dolor; entonces -creo- se le calmará su ardiente pasión.
¡Ojalá pudiera yo, como ella, jugar contigo y aliviar las tristes cuitas de mi alma!

Recordatorio: Las anotaciones pueden ser consultadas siguiendo este enlace.

II a (5)

(…) Tan grato es para mí como cuentan que fue para la veloz muchacha (6) la
manzana de oro que desató su cinturón de siempre negado.

III

¡Llorad, oh Venus y Cupidos (7) y cuanto hay de hombres refinados! El gorrión
de mi niña ha muerto; el gorrión, capricho de mi niña, a quien ella más que a sus ojos
quería; pues era dulce como la miel y la conocía tan bien como una niña a su madre, y
no se movía de su regazo, sino que, saltando alrededor unas veces por aquí, otras por
allá, piaba sin parar a sola su dueña; y que ahora va por un camino tenebroso hacia allí
de donde dicen que no vuelve nadie.
¡Malhaya a vosotras, malvadas tinieblas del Orco (8), que devoráis todas las cosas
bellas!: tan hermoso gorrión me habéis arrebatado. ¡Oh desgracia! ¡Pobrecillo gorrión!
Ahora, por tu culpa, los ojitos de mi niña, hinchaditos, enrojecen de llanto (9).

IV

Esa barca (10) que veis, huéspedes, presume de que fue la más rápida de las
naves y de que el empuje de ningún navío sobre las ondas pudo dejarla atrás, bien se
tratara de volar a remo o a vela. Y dice que esto no lo niegan la costa del amenazador
Adriático o las islas Cícladas ni la famosa Rodas ni la espantosa Propóntide Tracia o el
terrible golfo del Ponto, donde ésta, luego barca, fue antes melenudo bosque: pues, en la
cumbre del Citoro (11) a menudo silbó con su habladora cabellera.
Amastris del Ponto y Citoro que produces bojes, para ti esto fue y es
conocidísimo -presume la barca-. Desde su más lejano origen dice que se asentó en tu
cumbre, que empapó sus remos en tu superficie y de allí avanzó como dueña por tantas
inmoderadas corrientes, ya el viento la empujara por izquierda o derecha, ya Júpiter
hubiera soplado favorable sobre ambas escotas; y que, en su interés, no se hicieron
votos a los dioses de la costa cuando volvía hace nada del mar a este cristalino lago.
Pero estas cosas ocurrieron antes; ahora, en oculta quietud, descansa vieja y se
consagra a ti, gemelo Cástor, y al gemelo de Cástor (12).

V

Vivamos, Lesbia (13) mía, y amemos, y las habladurías de esos viejos tan rectos,
todas, valorésmoslas en un solo as (14). Los soles pueden morir y renacer: nosotros, en
cuanto la efímera luz se apague, habremos de dormir una noche eterna.
Dame mil besos, luego cien, luego otros mil, luego cien una vez más, luego sin
parar otros mil, luego cien, luego, cuando hayamos hecho muchos miles, los
revolveremos para no saberlos o para que nadie con mala intención pueda mirarnos de
través (15), cuando sepa que es tan grande el número de besos.

VI

Flavio (16), a Catulo querrías hablarle de tu capricho, si no fuera sosa y basta, y
no podrías callarte. Pero no sé qué clase de febril y enfermiza puta te ha encandilado:
eso te avergüenza confesarlo.
Pues, que tú no pasas las noches viudas lo grita tu estancia, en vano callada, que
derrama aroma de guirnaldas y de aceites sirios (17), y las almohadas, ésta y aquélla,
aplastadas, y el crujido quejumbroso de tu temblequeante lecho y sus meneos.
De nada sirve callar tus adulterios, de nada (18). ¿Por qué? No arquees tus
costados, tan consumidos, ni hagas tantas tonterías. Por eso, lo que tengas de bueno y
de malo, dímelo: quiero a ti y a tus amores pregonaros hasta el cielo con mis graciosos
versos.

VII

Me preguntas cuántos besos tuyos, Lesbia, me son bastante y de sobra. Cuan
gran número de arena libia se extiende por Cirene, rica en laserpicio (19), entre el oráculo
del tempestuoso Júpiter y el sepulcro del antiguo Bato (20). O cuantas estrellas
contemplan, cuando calla la noche, los furtivos amores de los hombres. Tantísimos
besos le son bastante y de sobra besarte al loco de Catulo, que ni podrían contar los
curiosos ni embrujar (21) con su mala lengua.

VIII (22)

Desdichado Catulo, ¡que dejes de hacer tonterías y lo que ves que se ha
destruido lo consideres perdido! Brillaron un día para ti radiantes los soles, cuando
acudías una y otra vez a donde tu niña te llevaba, querida por mí (23) cuanto no lo será
ninguna. Y allí tenían lugar entonces aquellos múltiples juegos que tú querías y tu niña
no dejaba de querer. Brillaron, es verdad, para ti radiantes los soles.
Ahora ya ella no quiere: tú, como nada puedes hacer, tampoco quieras, y a la
que huye no la persigas, ni vivas desdichado, sino resiste con tenaz empeño, manténte
firme. ¡Adiós, niña! Ya Catulo está firme, y no te buscará ni te hará ruegos en contra de
tu voluntad. Pero tú te lamentarás cuando nadie te haga ruegos. ¡Criminal, ay de ti! ¿Qué
vida te espera? ¿Quién se te acercará ahora? ¿A quién le parecerás bella? ¿A quién
querrás ahora? ¿De quién se dirá que eres? ¿A quién besarás? ¿A quién morderás los
labios?
Pero tú, Catulo, resuelto, manténte firme.

IX

Veranio (24), el preferido para mí entre todos mis trescientos mil amigos (25),
¿has regresado a casa, a tus penates y a tus queridísimos hermanos y tu anciana madre?
Has regresado. ¡Noticia dichosa para mí (26)! Volveré a verte sano y salvo y te oiré
hablar de los lugares, las hazañas, los pueblos de los iberos, según tienes por costumbre,
y, abrazándome a tu cuello, besaré tu deliciosa boca y tus ojos. ¡Oh, cuanto hay de
hombres más dichosos!, ¿quién hay más alegre o más dichoso que yo?

X

Mi amigo Varo (27), como estaba yo sin hacer nada, me había llevado desde el
foro a ver a su amor, una putilla, según me pareció al pronto, nada sosa ni falta de
encanto.
En cuanto llegamos allí, tocamos conversaciones diversas, entre las cuales
hablamos de cómo era en ese momento Bitinia (28), qué tal se estaba allí, con cuánto
dinero me había yo beneficiado. Respondí tal y como era: que ni ellos mismos ni los
pretores ni la cohorte habrían sacado nada con lo que volver con la cabeza mejor
perfumada, sobre todo si tenían por pretor a un mamón a quien le importaba un bledo
la cohorte. «Pero, al menos, -me dicen- comprarías lo que se dice es típico de allí: para la
litera de un hombre (29)
Yo, para hacerme el más feliz del mundo delante de la chica, dije: «No me fue
tan mal, porque hubiera caído en una mala provincia, como para no poder comprar
ocho hombres de buena planta.» (Y la verdad es que yo no tenía ni uno, ni aquí ni allí,
que pudiera echarse al hombro la pata rota de un catre viejo).
Entonces ella, como corresponde a una más que pendón, dijo: «Por favor,
querido Catulo, préstamelos un rato, pues quiero que me lleven al templo de
Serapis (30).» «Aguarda -dije a la chica-, respecto a eso que hace poco te había dicho que
yo tenía… me he equivocado: mi compañero -o sea, Gayo Cina (31)-, él es quien los
compró para sí. Pero, sean de él o míos, ¿a mí qué? Me sirvo de ellos igual que si los
hubiera comprado para mí. Pero tú andas por la vida hecha una desgraciada y una
impertinente, y contigo no puede uno descuidarse.»

XI (32)

Furio y Aurelio (33), compañeros de Catulo, bien llegue hasta los confines de la
India (34), donde la ola del mar de Oriente de gran bramido golpea la costa; bien hasta
los hircanos o los muelles árabes o los sagas o los partos, armados de flechas, o hasta
las llanuras que tiñe el Nilo de siete brazos; o bien encamine sus pasos más allá de los
elevados Alpes, para visitar los testimonios del gran César (35), el Rin de la Galia, el mar
que causa horror y los más alejados britanos. Puesto que estáis preparados a visitar
todos esos lugares juntamente conmigo, cualquiera que sea la voluntad de los dioses,
comunicadle a mi niña estas pocas palabras no agradables: viva y disfrute con sus
adúlteros, los trescientos (36) a los que tiene abrazados a la vez sin amar de verdad a
ninguno, sino rompiéndoles a todos las entrañas cara a cara; que no vuelva como antes
sus ojos a mi amor, que por su culpa sucumbió como la flor del prado más recóndito
tras haberla herido el arado al pasar.

XII

Asinio Marrucino (37), no usas bien tu mano izquierda en medio del juego y del
vino: robas a los descuidados sus servilletas (38). ¿Te crees que eso es gracioso? Te
equivocas, idiota. La cosa es de lo más mezquina y falta de gracia. ¿No me crees? Pues
cree a tu hermano Polión, que querría comprar tus hurtos hasta por un talento (39), y
eso que él es un muchacho experto en bromas y chanzas. Así que, o aguarda trescientos
endecasílabos (40) o devuélveme la servilleta, que no me interesa por su valor, sino
porque es un souvenir (41) de un amigo, pues desde Iberia me enviaron de regalo unas
telas de Sétabis (42) Fabulo y Veranio (43), y tengo que quererlas como quiero a mi
Veranito y a mi Fabulo.

XIII

Cenarás bien, mi querido Fabulo (44), en mi casa dentro de pocos días (si los
dioses te son propicios), si traes contigo una cena buena y abundante, y no faltan una
deslumbrante muchacha y vino y sal y toda clase de carcajadas. Si, como te digo, te traes
eso, guapo mío, cenarás (45) bien, pues la despensa de tu Catulo está llena de arañas. Eso
sí: en respuesta, recibirás puro cariño o algo más delicado y elegante: pues te daré un
perfume que regalaron a mi niña las Venus y los Cupidos (46) y que, en cuanto lo huelas,
rogarás a los dioses, Fabulo, que te hagan todo entero nariz.

XIV

Si no te quisiera más que a mis ojos, mi muy encantador Calvo (47), por ese
regalo te odiaría con el odio dirigido contra Vatinio (48). Pues, ¿qué he hecho yo o qué
he dicho para que me agobies con tantos poetastros? ¡Que los dioses concedan muchas
desgracias al protegido ese tuyo que te envió tan gran cantidad de abominaciones! Y si,
según sospecho, ese novedoso repertorio te lo obsequia el maestro Sila (49), no me
parece mal; al contrario: bien y enhorabuena, porque no se echan del todo a perder tus
esfuerzos. ¡Grandes dioses!, ¡horrible y maldito librito ese que tú enviaste a tu querido
Catulo, sin duda para que de inmediato pereciera en las Saturnales (50), el más
maravilloso de los días!
Pero no, esto no quedará así, simpático: pues, en cuanto amanezca, correré a las
estanterías de los libreros, cogeré a los Cesios, a los Aquinos, a Sufeno (51), haré una
recopilación de todos los venenos y te recompensaré con estos castigos. Entretanto,
vosotros id con bien de aquí, marchaos al sitio de donde salisteis con mal pie (52),
escoria del siglo, pésimos poetas.

XIV a (53)

Los que quizá seáis lectores de mis tonterías y no os horroricéis de acercar
vuestras manos a mí (…)

XV

Mi persona y mis amores te los confío a ti, Aurelio (54). Te pido un discreto
favor: si en tu corazón has anhelado guardar un deseo casto y puro, presérvame
púdicamente a este muchacho (55), no digo de la gente (nada temo a los que pasan de
largo por las calles de acá para allá ocupados en sus asuntos), de ti tengo miedo y de tu
pene, peligro para los muchachos, tanto honrados como disolutos. A ése tú menéalo
por donde quieras, como quieras, cuanto quieras, cuando esté fuera preparado: a éste
solo lo exceptúo, discretamente, según creo. Porque, si un mal pensamiento o una
insensata locura te empujan, canalla, a tan gran desatino como para acosar mi cabeza
con tus trampas, entonces ¡ay de ti, desdichado y de mala estrella, que, con las piernas
separadas, por la puerta abierta, te acosarán rábanos y mújoles (56)!

XVI (57)

Os daré por el culo y me la vais a chupar, Aurelio comevergas y Furio (58)
julandrón, que, por mis versitos, como son lascivos, me habéis considerado un
desvergonzado. Es, de hecho, procedente que el poeta honorable sea personalmente
casto; no es necesario que lo sean sus versitos, que, en definitiva, tienen sal y gracia si
son lascivos y desvergonzados y pueden provocar la comezón, no digo a los
muchachos, sino a esos peludos que no pueden mover sus duros lomos.
¿Vosotros, porque habéis leído muchos miles de besos (59), me consideráis poco
macho? Os daré por el culo y me la vais a chupar.

XVII

Oh colonia (60), que ambicionas jugar en un puente largo y tienes pensado
brincar en él, pero temes las endebles patas de ese puentecillo sostenido en unos
ejecillos reutilizados, no vaya a irse patas arriba y a caer en las profundidades del
pantano. ¡Ojalá se construya para ti un buen puente a tu gusto en el que incluso se
aguanten las danzas de los salios (61)!
Concédeme, colonia, este regalo que da muchísima risa: cierto paisano mío
quiero que se precipite desde tu puente y entre hasta el fango de pies a cabeza, pero por
donde de todo el lago y del fétido pantano el remolino está más encenagado y es más
profundo. Es un hombre completamente necio y tiene menos inteligencia que un niño
de dos años que duerme en los acunadores brazos de su padre. Porque, estando casada
con él una muchacha en la flor de la edad (una muchacha más delicada que un tierno
cabritillo, a la que hay que guardar con más celo que a las uvas más maduras), la deja
divertirse a su gusto, y no le importa un bledo ni se altera por su parte, sino que, tal
como un aliso está tendido en un hoyo cortado por un hacha lígur (62), apreciándolo
todo como si ella no existiese, este tal asombro mío nada ve, nada oye, quién sea él
mismo, o si es o no es, ni eso sabe.
Ahora a éste quiero enviarlo desde tu puente de cabeza, a ver si es posible
arrancarle de golpe su estúpida modorra y que deje en el espeso cieno su indolente
espíritu, como una mula deja en un hoyo pegajoso su herradura (63).

XXI

Aurelio (64), padre de las hambres, no sólo de éstas sino de cuantas han sido,
son y serán en los años venideros, quieres dar por el culo a mis amores. Y no a
escondidas: pues estás a su lado, bromeáis juntos y, pegándote a su costado, lo intentas
todo. En vano: porque a ti, que me tiendes emboscadas, te haré yo primero que me la
chupes.
Y, si lo hicieras estando harto, me callaría; pero ahora me lamento por eso
mismo, porque mi niño va a aprender a pasar hambre y sed. Por eso, déjalo mientras te
sea posible hacerlo decentemente, no sea que pongas fin a ello pero después de
chupármela.

XXII

Ese Sufeno (65) que conoces muy bien, Varo (66), es un hombre guapo y
simpático y educado, y, además, hace muchísimos versos. Yo creo que tiene escritos mil
o diez mil o más, y no como suele hacerse, transcritos en un palimpsesto: hojas de lujo,
libros nuevos, varillas nuevas, correas rojas para pergamino, todo ello con líneas rectas a
plomo y pulido con la piedra pómez (67). Cuando te pones a leerlos, ese guapo y
educado Sufeno te parece, en cambio, sólo un ordeñador de cabras o un enterrador: tan
distinto es y tanto ha cambiado.
¿Qué pensaríamos que es eso? Quien hace nada parecía un hombre de mundo,
o si hay algo más refinado (68) que eso, ese mismo es más grosero que un grosero
campesino en cuanto pone la mano en los versos, pero ese mismo nunca es igual de
feliz que cuando escribe un poema: tanto se deleita en sí mismo y tanto se admira. No
es extraño: todos metemos la pata por igual, y no hay nadie en quien no puedas ver en
cierto sentido a un Sufeno. A cada cual se le concedió un defecto, pero no vemos el
seno de la alforja que llevamos a la espalda (69).

XXIII

Furio (70), que no tienes ni esclavo ni arca ni chinche ni araña ni lumbre, pero sí
un padre y una madre cuyos dientes pueden comer hasta piedras, te va perfectamente
con tu padre y con ese leño de la esposa de tu padre. Y no es extraño: estáis realmente
todos bien de salud, digerís bien, nada teméis, ni incendios ni grandes catástrofes ni
crímenes ni las trampas del veneno ni otros azares de peligro. Tenéis, desde luego, unos
cuerpos más secos que un cuerno o si hay algo todavía más apellejado por el sol y el frío
y el hambre.
¿Cómo no te va a ir bien y dichosamente? De sudor estás libre, estás libre de
saliva, de mocos y de dañino resfriado de nariz. A este aseo añádele uno mayor: que
tienes el culo más limpio que un salero (71), pues en todo el año no cagas ni diez veces, y
lo que haces es más duro que un haba o que las piedras, y, si te restregaras y frotaras con
las manos, no podrías mancharte ni un dedo. Esas comodidades tan dichosas, Furio, no
las desprecies ni las tengas en poco… y los cien mil sestercios (72) que sueles pedir
olvídalos: ya eres bastante dichoso.

XXIV

Tú que eres la flor de los Juvencios (73), no sólo de los de ahora sino de cuantos
han sido y serán luego en los años venideros, preferiría yo que hubieras dado las
riquezas de Midas (74) a ese que no tiene ni esclavo ni arca (75) a que te dejaras querer
por él. «¿Por qué? ¿No es un hombre guapo?», dirás. Lo es: pero este guaperas no tiene
ni esclavo ni arca. Esto tú déjalo aparte y dale toda la poca importancia que quieras: es
igual, ése no tiene ni esclavo ni arca.

XXV

Talo (76) julandrón, más blando que el pelo de un conejo o el tuetanillo de un
ganso o el lobulillo de la oreja o el pene fláccido de un viejo o un lugar lleno de
telarañas; y, además, Talo, más rapaz que una tempestuosa tormenta en cuanto la diosa
señala a los mujeriegos pasmados (77), devuélveme, el manto que me robaste y el
pañuelo de Sétabis y los bordados bitinios (78), que sueles lucir en público como si
fueran de tus abuelos; despégalos ya de tus uñas y devuélvemelos, no sea que tus
costaditos de lana y tus blanditas manos queden horriblemente garabateados con
correas pasadas por el fuego, y te agites sin control como una barca diminuta atrapada
en alta mar por un viento furioso.

XXVI

Furio (79), tu pequeña quinta no está expuesta al soplo del austro ni del favonio
ni del crudo bóreas ni del afeliota (80), sino a quince mil doscientos sestercios. ¡Ay,
viento cruel y apestoso!

XXVII

Muchacho escanciador del añejo falerno (81), sírveme copas de vino más fuerte,
como manda la ley de la reina Postumia (82), más cargada que los cargados hollejos. Y
vosotras, marchad de aquí a donde os plazca, aguas claras, perdición del vino; emigrad
junto a los serios: aquí hay tioniano puro (83).

XXVIII

Compañeros de Pisón (84), empobrecida cohorte, de maletuchas apropiadas y
ligeras, maravilloso Veranio y tú, mi querido Fabulo (85), ¿qué andáis haciendo? ¿Es que
no habéis pasado con ese pillo bastante frío y hambre? ¿No incluís en el registro de
ganancia vuestro gasto, como yo, que, tras haber acompañado a mi pretor, anoto por
ganancia lo gastado? ¡Oh Memio (86), qué bien y cuánto tiempo a mí, puesto boca
arriba, me forzaste a chupártela, pegándote a mí con fuerza con tu viga entera!
Pero, por lo que veo, os ha pasado la misma desgracia: pues estáis hartos de una
picha nada menor. ¡Anda, busca amigos nobles! ¡Y a vosotros, que os castiguen con
muchos males los dioses y las diosas, vergüenzas de Rómulo y Remo!

XXIX

¿Quién puede ver esto, quién puede aguantarlo, a menos que sea un crápula, un
devorador y tahúr, que Mamurra (87) posea lo que antes poseía la Galia Cabelluda (88) y
los confines de Britania?
Rómulo julandrón (89), ¿verás y soportarás esto? Y él ahora, ensoberbecido y
empavonecido, ¿recorrerá los cuartos de todos como un blanco palomo o un
Adonis (90)? Rómulo julandrón, ¿verás y soportarás esto? Eres un crápula, un devorador
y tahúr.
¿Y con esas credenciales, general sin igual, estuviste en la más lejana isla de
occidente para que esa vuestra fláccida minga devorara doscientos o trescientos mil
sestercios?
¿Qué otra cosa es que funesta generosidad? ¿Derrochó poco o acaso poco
dilapidó? Lo primero, acabó con los bienes paternos; luego, con su botín del Ponto; en
tercer lugar, con el ibérico, que conoce el aurífero Tajo; ahora se teme por la Galia y por
Britania.
¿Por qué protegéis a este malvado? ¿Qué puede hacer éste más que devorar
pingües patrimonios? ¿Y con esas credenciales, dueños y señores de la ciudad, suegro y
yerno (91), habéis echado todo a perder?

XXX

Olvidadizo Alfeno (92) y falso con tus compañeros queridísimos, ¿ya no te
compadeces nada, insensible, de tu dulce amiguito? ¿Ya no dudas en abandonarme, en
traicionarme, desleal?
Los actos perversos de los hombres mentirosos no gustan a los habitantes del
cielo; y eso tú lo desprecias, y, ¡desdichado de mí!, me abandonas en medio de mis
desgracias. ¡Ay! ¿Qué pueden hacer -dime- los hombres, o a quién pueden tenerle ley?
Y tú, injusto, bien que me exigías entregarte mi alma, arrastrándome a quererte,
como si para mí todo estuviera asegurado. Ahora, de la misma manera, te retraes y dejas
que todas tus palabras y tus actos se los lleven vanos los vientos y las nubes arrastradas
por el aire. Si tú te has olvidado, en cambio, los dioses se acuerdan; se acuerda la
Lealtad (93), que hará que de tu acto te arrepientas un día.

XXXI

Sirmión (94), joyita de las penínsulas y de las islas, cualesquiera que en los claros
estanques y en el inmenso mar sostienen los dos Neptunos (95). Con qué gusto y qué
alegre te contemplo, casi sin creerme yo mismo que he dejado atrás Tinia y las llanuras
bitinias (96) y que te veo estando en situación segura.
¿Qué hay más dichoso que verse libre de preocupaciones, cuando el corazón se
alivia de su carga y, cansados de sufrir en tierra extraña, llegamos a nuestro hogar y
descansamos en nuestro ansiado lecho? Esto es lo único que importa en premio de tan
grandes penalidades.
¡Salud!, preciosa Sirmión, y alégrate con tu señor; y alegraos vosotras, ondas
lidias (97) del lago; reíd, carcajadas, cuantas hay en casa.

XXXII

Por favor, dulce Ipsitila (98) mía, mi capricho, mi encanto, invítame a ir a tu casa
a echar la siesta. Y, si me invitas, procura una cosa: que nadie eche la falleba de la puerta,
y a ti no se te vaya a antojar salir; quédate en casa y prepara para nosotros nueve polvos
seguidos. Pero, si piensas hacerlo, invítame en seguida: pues recién comido estoy echado
y satisfecho, boca arriba, agujereo la túnica y el manto (99).

XXXIII

Tú, el mayor ladrón de los baños, Vibenio padre, y el bujarrón de tu hijo (100)
(pues, si el padre tiene la mano derecha más corrompida, el hijo el culo más voraz), ¿por
qué no marcháis al exilio a alguna maldita costa, supuesto que los robos del padre son
notorios para el pueblo y tú, su hijo, no puedes vender ni por un as tus peludas
nalgas (101)?

XXXIV (102)

En la devoción de Diana estamos, muchachas y muchachos puros. A Diana
cantemos, muchachos y muchachas puros.
¡Oh hija de Latona!, excelso vástago del supremo Júpiter, a quien tu madre junto
al olivo de Delos parió, para que fueras señora de los montes y de los lozanos bosques y
de los recónditos sotos y de los sonoros torrentes.
A ti Juno Lucina te llaman en sus dolores las parturientas, a ti te llaman Trivia
poderosa y Luna por tu luz prestada.
Tú, diosa, en el curso de los meses midiendo el camino del año llenas de buenos
frutos la rústica morada del labrador.
Sé consagrada con cualquier nombre que te plazca, y protege con tus buenas
influencias, como has acostumbrado desde antiguo, la raza de Rómulo.

XXXV

Al delicado poeta, mi colega Cecilio (103), querría, papiro, le dijeras que venga a
Verona (104), tras abandonar las murallas de Como la Nueva y la ribera del lago Lario.
Pues quiero que se entere de ciertos proyectos de un amigo suyo y mío. Por lo cual, si
tiene juicio, devorará el camino, aunque una deslumbrante muchacha mil veces lo llame
y lo llame al marcharse y, echándole los brazos al cuello, le ruegue que se quede; una
muchacha que ahora, si mis noticias son ciertas, muere por él con un amor desesperado.
Pues, desde el momento en que leyó su esbozado poema de la Señora de Díndimo (105),
desde entonces, a la pobrecilla un fuego le devora las entrañas.
Te perdono, muchacha más culta que la musa sáfica (106): pues es precioso el
poema de la Gran Madre esbozado por Cecilio.

XXXVI

Anales de Volusio (107), escritos de mierda, cumplid el voto por mi niña. Pues ha
prometido solemnemente a la sagrada Venus y a Cupido que, si yo volvía a ella y dejaba
de dispararle terribles yambos, daría al dios de paso tardo (108) lo más escogido de los
escritos del peor de los poetas para que se quemara sobre leña maldita: y la perversísima
muchacha ve divertido y gracioso ofrecer eso a los dioses.
Ahora, oh tú, nacida en el azulado ponto, que habitas la sagrada Idalio y la
abierta llanura de Urio, y Ancona y Cnido rica en cañas, y Amatunte y Golgos, y
Dirraquio, antesala del Adriático (109), acepta y recibe el voto, si no es una fea y
desagradable ofrenda.
Y vosotros, entretanto, ¡id al fuego, Anales de Volusio, llenos de garrulería y
estupideces, escritos de mierda!

XXXVII

Picante taberna, la de la novena columna tras los hermanos del píleo (110), y
vosotros, sus parroquianos, ¿os creéis que vosotros solos tenéis polla, que a vosotros
solos os está permitido joderos a todas las mozas que haya y considerar a los otros unos
cabrones? ¿O es que, porque estáis sentados (111) uno detrás de otro como idiotas cien
o doscientos, creéis que no voy a atreverme a llenaros la boca de una vez a los
doscientos espectadores? Pues creedlo: porque inscribiré la fachada de toda vuestra
taberna con pichas. Pues mi niña, que ha huido de mis brazos, a la que yo quiero tanto
como nadie querrá a ninguna, por la que me he peleado grandes guerras, se sienta ahí.
Todos la amáis, tan honrados y dichosos, pero, desde luego (¡qué vergüenza!), sois todos
unos miserables chulos de callejón; y tú por encima de todos, único entre los barbudos,
hijo de la conejera Celtiberia, Egnacio (112), a quien hace guapo una espesa barba y una
dentadura refregada con meado ibérico.

XXXVIII

Mal le va, Cornificio (113), a tu Catulo; le va mal, ¡por Hércules!, y a trancas y
barrancas, y más y más de día en día y de hora en hora. Y tú (¡con lo poquito y lo fácil
que es!), ¿con qué palabras lo estás consolando? Estoy enfadado contigo. ¿Así tratas mi
cariño? Poco te cuesta cualquier palabra, más triste que las lágrimas de Simónides (114).

XXXIX

Egnacio (115), por tener blancos los dientes, sonríe continuamente en todas
partes. Si se acerca al banquillo de un acusado, cuando el orador provoca el llanto, él
sonríe. Si hay lamentos junto a la pira de un buen hijo, cuando la madre, desolada, llora
a su único hijo, él sonríe. Sea lo que sea, dondequiera que sea, ocurra lo que ocurra,
sonríe: tiene esa enfermedad ni elegante, según creo, ni educada. Por eso, tengo el deber
de darte un consejo, buen Egnacio.
Si fueses de la Urbe, o sabino, o tiburtino, o un ahorrador umbro, o un obeso
etrusco, o un lanuvino moreno y de buenos dientes, o traspadano (para mentar también
a los míos (116)), o quienquiera que sea que se lava los dientes aseadamente, ni aun así
querría yo que tú sonrieras continuamente en todas partes: pues no hay cosa más
estúpida que una risa estúpida. Pero, eres celtíbero: en tierra celtíbera, lo que cada cual
meó, con eso suele frotarse por la mañana los dientes y las rojas encías, de modo que,
cuanto más limpios están esos vuestros dientes, más cantidad de meado proclamarán
que tú has bebido.

XL

¿Qué mala idea, pobrecito Rávido (117), te lleva de cabeza contra mis
yambos (118)? ¿Qué dios no bien invocado por ti te lanza a provocar una discordia
insensata? ¿Acaso para andar tú de boca en boca? ¿Qué quieres? ¿Deseas que te
conozcan a toda costa? Lo serás, puesto que has pretendido querer a mis amores a pesar
de un largo castigo.

XLI

Ameana (119), esa chica requetefollada, me ha pedido la suma de diez mil
sestercios (120); esa niña de nariz feúcha, amiga del dilapidador de Formias (121).
Parientes que os preocupáis de esta moza, reunid a amigos y a médicos: esta
chica no está en su cabales, y no suele preguntarse cómo es; está alucinada (122).

XLII

Acercaos, endecasílabos (123), todos cuantos hay por todas partes, todos
cuantos hay. Una desvergonzada adúltera me toma a broma y dice que no me devolverá
nuestras tablillas, creyéndose que podéis aguantarlo. Vamos a perseguirla y a pedírselas
con insistencia.
¿Preguntáis quién es? La que veis andar indecentemente, la que, como una actriz
de mimos, con desfachatez se ríe, con una boca de cachorro galo (124). Rodeadla y
pedidle con insistencia: «Corrompida adúltera, devuélvenos los escritos. Devuélvenos
los escritos, corrompida adúltera.» ¿Que te importa un bledo? ¡Ay, fango, lupanar, o
algo más corrompido si puede haberlo! Pero no hay que confiar en que esto baste. Si no
puede ser de otra manera, saquémosle los colores en su férrea cara de perro. Gritad a
coro otra vez con voz más alta: «Corrompida adúltera, devuélvenos los escritos.
Devuélvenos los escritos, corrompida adúltera.»
Pero, no hacemos ni un progreso, sigue como si tal cosa. Tenemos que cambiar
el método y la forma, a ver si podéis progresar un poco: «Virtuosa y honrada,
devuélvenos los escritos.»

XLIII

¡Salud!, niña ni de nariz pequeña ni de hermosos pies ni de negros ojitos ni de
dedos largos ni de boca sana ni, sin duda, de demasiado elegante lengua, amiga del
dilapidador de Formias (125). ¿Y de ti dice la provincia (126) que eres guapa? ¿Y contigo
se compara a mi Lesbia? ¡Ay, generación sin gusto y sin modales!

XLIV

Finca mía, seas sabina o tiburtina (pues aseguran que tú eres tiburtina los que no
tienen en su corazón herir a Catulo; pero quienes sí, se empeñan con cualquier clase de
prueba en que eres sabina (127)); pero, seas sabina, o, con más razón, tiburtina, me sentí
estupendamente en tu quinta de las afueras y expulsé del pecho la mala tos que me
produjo mi estómago no sin merecerlo, mientras asisto a espléndidas cenas. Pues, por
querer ser convidado de Sestio, he leído su discurso contra el candidato Ancio (128),
lleno de veneno y de pestes. Por culpa de esto, un escalofriante catarro y una frecuente
tos me sacudieron de inmediato, hasta que huí a tu refugio y me curé con descanso y
ortigas (129).
Por ello, repuesto como estoy, te doy las más profundas gracias, porque no me
has hecho pagar mi delito. Ya ni te pido que, si acepto los nefastos escritos de Sestio, el
frío haga agarrar catarro y tos no a mí sino al propio Sestio, que sólo me invita cuando
he leído su mal libro.

XLV

Mientras Septimio tenía a Acme (130), su amor, en sus brazos, le dijo: «Mi
querida Acme, si no te quiero con locura y no estoy preparado para quererte en adelante
cada día todos los años como para ser capaz hasta de morir, que yo solo me enfrente en
Libia y en la abrasada India con un león de verdiazules ojos.»
Cuando dijo esto, Amor, como antes por la izquierda, estornudó por la derecha
en señal de aprobación (131).
Y Acme, echando suavemente hacia atrás la cabeza y besando con su purpúrea
boca los ojitos embriagados de su dulce niño, dijo: «Sí, vida mía, Septimillo. A este solo
dueño siempre sirvamos, tal como un fuego mucho mayor y más penetrante me arde en
mis tiernas entrañas.»
Cuando dijo esto, Amor, como antes por la izquierda, estornudó por la derecha
en señal de aprobación.
Ahora, partiendo de un buen auspicio, quieren y se quieren con deseos mutuos.
El pobrecito Septimio prefiere sólo a su Acme antes que a las sirias y a las britanas (132).
Sólo en Septimio la fiel Acme tiene su delicia y su placer. ¿Quién puede ver a hombre
alguno más dichoso? ¿Quién un amor con mejores auspicios?

XLVI

Ya la primavera trae sus tibios calores, ya la furia del cielo invernal empieza a
callar ante las dulces brisas del Céfiro (133).
Dejemos, Catulo, las llanuras frigias y el fértil campo de la abrasada Nicea (134):
volemos a las ilustres ciudades de Asia (135). Ya desbocado mi corazón ansía viajar, ya
mis pies se robustecen ufanos de entusiasmo.
Adiós, dulce compaña de amigos, a los que, tras haber marchado a un tiempo
lejos de casa, caminos distintos, con variada fortuna, traen a ella.

XLVII

Porcio y Socratión, las dos izquierdas de Pisón (136), sarna y hambre del mundo,
¿ese despellejado Príapo (137) os prefirió a mi Veranito y a mi Fabulo? ¿Vosotros
ofrecéis con suntuosidad espléndidos banquetes durante el día? ¿Y mis amigos buscan
en la calle invitaciones?

XLVIII

Esos ojos tuyos de miel, Juvencio (138), ¡quién me diera besarlos sin parar! Sin
parar los besaría trescientas mil veces, y me parecería que nunca quedaría satisfecho, ni
aunque la mies de nuestros besos fuera más apretada que las espigas maduras.

XLIX

El más elocuente de los descendientes de Rómulo, cuantos hay y cuantos hubo
y cuantos habrá luego al correr de los años, Marco Tulio, a ti te da las más encarecidas
gracias Catulo, el peor de todos los poetas, tanto el peor de todos los poetas cuanto tú el
mejor abogado de todos (139).

L

Licinio (140), ayer, como estábamos desocupados, nos divertimos mucho en mis
tablillas, jugando a ser refinados -según habíamos convenido-. Escribiendo versillos los
dos nos divertíamos, bien en un metro, bien en otro, replicándonos mutuamente entre
bromas y vino.
Y de allí me marché entusiasmado por tu encanto y tus gracias, Licinio, hasta tal
punto que, ¡pobre de mí!, no me aprovechaba el alimento, ni el sueño cubría mis ojos
con el descanso, sino que, desasosegado de delirio, me revolvía por toda la cama ansioso
de ver la luz, para hablar contigo y estar juntos. Y, después de que mis miembros,
agotados por el cansancio, se dejaron caer medio muertos en la cama, te hice, encanto,
este poema, por el cual percibieras mi dolor.
Ahora, ojitos míos, no te enorgullezcas y no menosprecies -te lo pido- mis
ruegos, no vaya a vengarse en ti Némesis (141); es una diosa violenta: guárdate de
ofenderla.

LI

Me parece a la altura de un dios y que, si es lícito decirlo, está por encima de los
dioses el que, sentándose frente a ti, te mira y te oye mientras ríes dulcemente; lo cual a
mí, desdichado, me arrebata todo el sentido: pues, en cuanto te contemplo, Lesbia, ni
un hilo de voz queda en mi boca, la lengua se me entorpece, una tenue llama fluye bajo
mis entrañas, tintinea en mis oídos un característico zumbido, mis ojos se cubren con
una noche gemela.
La inactividad, Catulo, te resulta perjudicial: con la inactividad te desbordas y te
exaltas demasiado. La inactividad trajo la perdición antes a reyes y a ciudades ricas (142).

LII

¿Qué ocurre, Catulo? ¿Qué esperas para morir?
En la silla curul se sienta ese tumor de Nonio (143), por su consulado jura en
falso Vatinio (144).
¿Qué ocurre, Catulo? ¿Qué esperas para morir?

LIII

Me reí con la gracia de no sé quién, que hace poco, desde el auditorio del
tribunal, tras haber explicado maravillosamente mi querido Calvo (145) los delitos de
Vatinio, dijo admirándose y alzando sus manos al cielo: «¡Grandes dioses, qué elocuente
pichita brava (146)

LIV (147)

El capullo de Otón es muy muy pequeño, las toscas piernas de Herio están a
medio lavar, el pedo de Libón, liviano y flojo; si no todo, quisiera yo que esas cosas te
disgustaran a ti y a ese viejo recocido de Suficio (148).
Otra vez te indignarás con mis yambos (149) inocentes, general sin igual.

LV

Te pedimos, si no es demasiada molestia, nos muestres dónde está tu
escondrijo. Te hemos buscado en el Campo Menor, en el Circo, en todas las librerías, en
el sagrado templo del magno Júpiter. Además, en el paseo del Grande (150) detuve,
amigo, a todas las mujerzuelas a las que vi, no obstante, con el rostro sereno; y así yo,
personalmente, reclamaba: «¡Para mí Camerio (151), horribles muchachas!» Una dijo,
dejando desnudo su pecho: «Aquí lo tienes, se oculta en mis rosadas tetas.» Es que
soportarte es ya un trabajo de Hércules (152). ¿Con tan gran altanería te me niegas,
amigo?
Dime dónde vas a estar, muéstrate en público con todo el atrevimiento,
entrégate, manifiéstate a las claras. ¿Ahora son tus dueñas unas niñas de leche? Si
mantienes la lengua en boca cerrada, vas a echar a perder todos los frutos de tu amor:
Venus disfruta con una lengua locuaz. Pero, si quieres, puedes echar el cerrojo a tu
boca, con tal de que yo sea partícipe de tu amor.

LVI

¡Ay, cosa risible, Catón (153), y cachonda y digna de tus oídos y de tus
carcajadas! Ríe, Catón, tanto como quieres a Catulo: la cosa es risible y muy cachonda.
Hace poco pillé a un chaval que se estaba tirando a una chica: a él yo, con perdón de
Dione (154), le aticé de un golpe con la mía tiesa.

LVII

Guapamente les va a esos depravados bujarrones: al comevergas de
Mamurra (155) y a César. Y no es extraño: iguales manchas para los dos, unas en Roma,
otras en Formias, grabadas se mantienen y no se borrarán; enfermos por igual, como
gemelos los dos, en un solo lechecito instruiditos ambos, no éste más voraz adúltero
que aquél, socios incluso rivales por las niñitas.
Guapamente les va a esos depravados bujarrones.

LVIII

Celio (156), nuestra Lesbia, la Lesbia aquella, aquella Lesbia a la que, a ella sola,
Catulo ha querido más que a sí mismo y a todos los suyos, ahora en las encrucijadas y en
las callejas se la pela a los descendientes del magnánimo Remo.

LVIII a (157)

Ni aunque me convirtiera en aquel guardián de los cretenses, ni aunque fuera
arrebatado en el vuelo de Pegaso, ni me volviera Ladas o Perseo, el de alas en los pies, ni
la nívea y rápida biga de Reso (158); añade a esto los plumípedos y los voladores, busca
además el curso de los vientos que, atados, podrías consagrarme, Camerio (159): me
habría agotado hasta lo más profundo de mis entrañas y me habría consumido de
tantísima debilidad buscándote para mí, amigo.

LIX

Rufa, la de Bolonia, esposa de Menenio, se la mama a su Rufito (160), esa a la
que habéis visto a menudo en los cementerios robar comida del túmulo mismo, cuando,
yendo tras un pan que caía rodando del fuego, se dejaba golpear por un medio rapado
incinerador (161).

LX

¿Acaso una leona de los montes de Libia, o Escila (162), que ladra desde la parte
más baja de sus ingles, te parió con tan dura y abominable alma como para que
despreciaras los gritos de un suplicante en esta recentísima desgracia, ay, tú, de corazón
demasiado cruel?

LXI (163)

Vecino del monte Helicón, raza de Urania, que arrebatas para el esposo a una
tierna doncella. ¡Oh Himeneo Himen, oh Himen Himeneo (164)!
Ciñe tus sienes con flores de la suavemente olorosa mejorana, toma el velo.
Alegre aquí, aquí ven, calzando la sandalia color de azafrán en tu níveo pie.
Y animado en este día jovial, cantando con tu sonora voz los cantos
nupciales (165), golpea el suelo con tus pies, agita con tu mano la antorcha nupcial de
madera de pino (166).
Pues Vinia viene a Manlio igual que Venus, que habita Idalio, vino al juez
frigio (167). Con favorable presagio se casa una buena muchacha,
resplandeciente como los mirtos de Asia de floridas ramas, que las diosas
hamadríades (168) crían con húmedo rocío para su disfrute.
Por eso, ¡ea!, encaminando tus pasos hacia aquí, apresúrate a abandonar las
grutas aonias de la roca tespia, que la ninfa Aganipe riega por arriba refrescándolas (169).
Y llama a casa a la dueña, atando con el amor su corazón ávido de su reciente
esposo, como tenaz hiedra que aquí y allá se enreda errante al árbol.
Y vosotras también a un tiempo, castas doncellas, a quienes espera un día
semejante, llevad el ritmo, cantad: «¡Oh Himeneo Himen, oh Himen Himeneo!»,
para que con más ganas, al oír que se le llama para su obligación, dirija aquí sus
pasos el guía de la propicia Venus, el enlazador del buen amor (170).
¿Qué dios deben buscar más los amantes amados? ¿A qué habitante del cielo
venerarán más los hombres? ¡Oh Himeneo Himen, oh Himen Himeneo!
Tembloroso te invoca para los suyos el padre, en tu honor las doncellas dejan
libre de ceñidor su regazo. Inquieto, acecha tu llegada, con anhelante oído, el reciente
marido.
Tú mismo pones en las manos del joven fiero a la muchachita adornada de
flores, apartándola del regazo de su madre. ¡Oh Himeneo Himen, oh Himen Himeneo!
Sin ti Venus no puede obtener ningún provecho que la buena tradición apruebe:
pero puede, si tú quieres. ¿Quién se atrevería a compararse a este dios?
Ninguna casa puede sin ti dar hijos, ni padre hallar apoyo en su linaje: pero
puede, si tú quieres. ¿Quién se atrevería a compararse a este dios?
No pueda la tierra que carezca de tus ritos dar protectores a sus fronteras: pero
que pueda, si tú quieres. ¿Quién se atrevería a compararse a este dios?
Abrid los cerrojos de la puerta, la doncella se acerca. ¿No ves cómo las
antorchas agitan sus espléndidas cabelleras? ¿Por qué te entretienes? El día se va:
¡adelante, recién casada!
No vuelvas los ojos a la casa que fue tuya, ni a tus pies (171) los retrase un
natural pudor. Y ella, prestándole demasiada atención, llora porque hay que ir.
Deja de llorar. No hay peligro para ti, Aurunculeya, que ninguna mujer más
hermosa ha visto llegar un día tan brillante del Océano (172).
Tal suele erguirse en el variopinto jardincillo de un dueño rico la flor del jacinto.
Pero te entretienes, el día se va: ¡adelante, recién casada!
¡Adelante, recién casada!, si ya te parece, y escucha nuestras palabras. Mira cómo
las antorchas agitan sus cabelleras de oro: ¡adelante, recién casada!
Tu inconstante esposo, inclinado a malos adulterios o a andar buscando
vergonzosas deshonras, no querrá dormir solo lejos de tus tiernas tetillas,
sino que, igual que la flexible vid se enreda en los árboles plantados al lado, se
enredará en tu abrazo. Pero el día se va: ¡adelante, recién casada!
Oh estancia que, digna de todos los amores, ha adornado Tiro con purpúrea
colcha y la India sostiene con blanco pie del lecho marfileño (173),
¡lo que viene para tu dueño, cuántas alegrías, lo que puede disfrutar en el
transcurso de la noche, en medio del día! Pero el día se va: ¡adelante, recién casada!
Levantad las antorchas, esclavos: veo venir el velo. ¡Ea!, cantad todos a una: «¡Io
Himen Himeneo io, io Himen Himeneo!»
Que no calle por más tiempo la procaz chanza fescenina (174) y que no niegue
nueces a los esclavos el favorito al oír que su señor ha abandonado su amor.
Da nueces a los esclavos, favorito holgazán: ya te has divertido bastante tiempo
con las nueces; ya es el momento de servir a Talasio. Favorito, reparte nueces (175).
Las campesinas te resultaban despreciables, favorito, hoy y ayer. Ahora al
peluquero le toca afeitarte la cara. Desdichado, ay desdichado favorito, reparte nueces.
Dicen que tú, perfumado marido, dejas de mala gana a tus depilados esclavos:
pero, déjalos. ¡Io Himen Himeneo io, io Himen Himeneo!
Sabemos que tú has conocido sólo los placeres lícitos (176), pero para uno que
ya es marido ni ésos lo son. ¡Io Himen Himeneo io, io Himen Himeneo!
Y tú, novia, lo que tu hombre te pida no se lo niegues, no vaya a ir a buscarlo a
otro sitio. ¡Io Himen Himeneo io, io Himen Himeneo!
Ahí tienes la casa -¡cuán poderosa y rica!- de tu hombre: deja que ella te sirva –
¡Io Himen Himeneo io, io Himen Himeneo!-
hasta que tu canosa vejez, moviendo trémulas tus sienes, diga sí a todo para
todos (177). ¡Io Himen Himeneo io, io Himen Himeneo!
Haz a tus pies de oro traspasar el umbral con augurio propicio y entra por la
pulida puerta. ¡Io Himen Himeneo io, io Himen Himeneo!
Mira cómo tu único hombre, recostado en el sitial tirio (178), se abalanza todo
entero sobre ti. ¡Io Himen Himeneo io, io Himen Himeneo!
A él no menos que a ti le arde en lo más profundo del corazón una llama, pero
más a lo hondo. ¡Io Himen Himeneo io, io Himen Himeneo!
Suelta el bien torneado brazo de la muchachita, joven acompañante. Que se
acerque ya al lecho del marido. ¡Io Himen Himeneo io, io Himen Himeneo!
Vosotras, honradas mujeres (179), de reconocida fidelidad a vuestros ancianos
maridos, poned en su sitio a la muchachita. ¡Io Himen Himeneo io, io Himen Himeneo!
Ya puedes pasar, marido: tu esposa está en el tálamo con su cabeza llena de
flores, resplandeciente como la blanca manzanilla o la roja amapola.
Pero tú, marido, -¡válganme los dioses!-, no eres menos guapo ni Venus te hace
de menos. Pero el día se va: apresúrate, no te entretengas.
No te has entretenido mucho, ya vienes. La propicia Venus te ayude puesto que
abiertamente deseas lo que deseas y no ocultas tu honrado amor.
Que saque antes la cuenta de las arenas de África y de las brillantes estrellas el
que quiera contar los miles y miles de vuestros juegos (180).
Jugad como os plazca y pronto dadnos hijos. No está bien que un apellido tan
antiguo se quede sin hijos, sino que por siempre continúe reproduciéndose.
Quiero que un pequeño Torcuato (181), tendiendo sus tiernas manos desde el
regazo de su madre, ría dulcemente a su padre con su boquita entreabierta.
Que sea igual que su padre Manlio y fácilmente lo reconozcan los desconocidos,
y que en su rostro muestre el pudor de su madre.
Que, gracias a su honrada madre, una gloria tal pruebe su linaje, como una fama
incomparable dura para Telémaco (182), el hijo de Penélope, por su excepcional madre.
Cerrad las puertas, doncellas (183): ya hemos jugado bastante. Y vosotros,
honrados esposos, vivid bien y aprovechad vuestra robusta juventud en vuestro deber
continuado.

LXII (184)

(Muchachos)
Véspero (185) se acerca. ¡Muchachos, levantaos! Véspero, desde el Olimpo, eleva
apenas por fin sus luces, tanto tiempo esperadas. De levantarse es ya tiempo, ya de dejar
las colmadas mesas; ya va a venir la novia, ya va a cantarse el himeneo.
Himen oh Himeneo, ven, Himen oh Himeneo (186).
(Muchachas)
¿Veis, doncellas, a los jóvenes? ¡Levantaos en contra! Claramente el Lucero
vespertino muestra sus fuegos desde el Eta (187). Así es en verdad: ¿no ves con qué
vivacidad se han puesto en pie? No por casualidad lo han hecho: cantarán porque les
interesa vencer.
Himen oh Himeneo, ven, Himen oh Himeneo.
(Muchachos)
Compañeros, no se nos ha puesto fácil la victoria: daos cuenta de cómo las
muchachas rememoran lo que han cavilado en su interior. No cavilan en vano; tienen
algo que puede ser digno de recuerdo. Y no es de extrañar, que ellas se esfuerzan con
ahínco con toda su alma.
Nosotros hemos separado a un lado la cabeza y a otro los oídos; así que nos
vencerán con justicia: la victoria ama el esmero. Por eso, ahora al menos fijad vuestra
atención: van a empezar a cantar ya, habrá que responder de inmediato.
Himen oh Himeneo, ven, Himen oh Himeneo.
(Muchachas)
Héspero, ¿qué fuego se mueve en el cielo más cruel que tú, que serías capaz de
arrancar a una hija del regazo de su madre, arrancar del regazo de su madre a una hija
que a él se aferra y regalarla casta muchacha a un fogoso joven? ¿Hacen algo más cruel
los enemigos tras tomar una ciudad?
Himen oh Himeneo, ven, Himen oh Himeneo.
(Muchachos)
Héspero, ¿qué fuego luce en el cielo más portador de dicha que tú, que sellas
con tu llama los esponsorios prometidos que pactaron los varones (188) y, de antemano,
pactaron sus padres, aunque no los ataron antes de levantarse tu fulgor? ¿Qué cosa más
deseable conceden los dioses que esta hora feliz?
Himen oh Himeneo, ven, Himen oh Himeneo.
(Muchachas)
Héspero, compañeras, se llevó a una de nosotras. Con su llegada,
verdaderamente, nos trae a todas peligros. De noche todos lo temen excepto los que
persiguen lo ajeno, a quienes tú, Héspero, te apresuras a aguijonear con tus persuasivos
rayos. Pero les toca a los muchachos ensalzarte con injustos elogios. ¿Qué, si te elogian
a ti, de quien pronto todos tendrán miedo?
Himen oh Himeneo, ven, Himen oh Himeneo.
(Muchachos)
Héspero, ahora las muchachas te atacan con falsas imputaciones (189). Pues con
tu llegada la guardia está siempre vigilante. De noche se esconden los ladrones a los que
tú a menudo, en tu retorno, Héspero, sorprendes cambiando tu nombre en Lucero
matutino (190). Pero ¡cuánto gusta a las muchachas, con fingidas quejas, zaherirte! Pero,
¿qué importa, si zahieren al que andan buscando con intenciones no confesadas?
Himen oh Himeneo, ven, Himen oh Himeneo.
(Muchachas)
Como una flor nace oculta en cercados jardines, inaccesible para el ganado, por
ningún arado herida, y que acarician las brisas, fortalece el sol, hace crecer la lluvia;
muchos muchachos la desean, y muchas muchachas. Pero, cuando arrancada con fina
uña se ha marchitado, ningún muchacho la desea ni muchacha alguna: así, la doncella,
mientras permanece pura, mientras, es grata a los suyos; cuando ha perdido, tras
manchar su cuerpo, su casta flor, ni resulta encantadora a los muchachos ni grata a las
muchachas.
Himen oh Himeneo, ven, Himen oh Himeneo.
(Muchachos)
Como una viña solitaria que nace en un campo yermo nunca crece, nunca
produce dulce uva, sino que, doblando su leve cuerpo por el peso que la empuja hacia el
suelo, ya casi toca con su raíz lo más alto del sarmiento, y ningún campesino, ningún
novillo la cultivan; pero, si por suerte ella misma está unida en maridaje con un olmo, la
cultivan muchos campesinos y muchos novillos: así, la doncella, mientras permanece sin
que nadie la toque, mientras, envejece sin cultivo; cuando ha conseguido un casamiento
adecuado a su debido tiempo, es más grata a su marido y menos enojosa para su padre.
Y tú, doncella, no luches con un esposo de tal valía. No es justo luchar contra
aquel a quien tu propio padre te entregó, tu propio padre con tu madre, a quienes debes
obedecer. Tu virginidad no es completamente tuya, en parte es de tus padres: un tercio
es de tu padre, otro tercio corresponde a tu madre, sólo un tercio es tuyo (191); no
luches con los dos, que entregaron a un yerno sus derechos juntamente con la dote.
Himen oh Himeneo, ven, Himen oh Himeneo.

LXIII

Sobre profundos mares llevado Atis (192) en raudo navío, en cuanto tocó el
bosque frigio (193) ansiosamente con paso acelerado y alcanzó los umbríos parajes de la
diosa (194), ceñidos de bosques, aguijoneado allí por un frenesí de poseso, extraviada su
mente, se arrancó con una piedra afilada el peso de su entrepierna.
Y entonces, apenas se dio cuenta de que sus miembros se le habían quedado sin
virilidad, manchando el suelo de la tierra con su sangre todavía caliente, tomó,
rápida (195), con sus manos de nieve el ligero tamboril, tu tamboril, Cibeles, el de los
misterios, Madre, de tu culto; y, golpeando la hueca piel de toro con sus delicados
dedos, se dispuso, trémula, a cantar así a sus compañeras:
«Ea, id juntas, Galas (196), a los profundos bosques de Cibeles; id juntas,
rebaño errante de la diosa de Díndimo, vosotras que, buscando cual desterradas parajes
desconocidos, siguiendo mi huella acompañantes mías y yo vuestra guía, habéis
atravesado el raudo mar y las amenazas del piélago y habéis despojado de virilidad
vuestro cuerpo por un odio desmedido al amor. Alegrad el ánimo de vuestra señora con
los rápidos giros de vuestra danza.
«Ceda ante vuestra decisión la perezosa lentitud; id juntas, seguidme al
templo frigio de Cibeles, a los bosques frigios de la diosa, donde suena la voz de los
címbalos, donde retumban los tímpanos, donde el flautista frigio arranca a su caña curva
graves sonidos, donde las Ménades (197) cubiertas de yedra agitan con violencia su
cabeza, donde celebran los sagrados misterios con agudos alaridos, donde acostumbra
revolotear el famoso cortejo errante de la diosa, adonde es oportuno que nos
apresuremos con rápidas danzas.»
En cuanto Atis, falsa mujer, cantó esto a sus compañeras, el cortejo danzante
de repente empieza a aullar con sus trepidantes lenguas, el ligero tamboril brama, los
cóncavos címbalos rechinan, rápido el coro con acelerado paso se dirige al verdeante
Ida. Poseída y ansiosa, errante y sin resuello va Atis al frente a través de los umbríos
bosques, acompañada del tamboril, como una novilla indomable que no se somete al
peso del yugo: veloces siguen las Galas a su guía de pies ligeros. Y, en cuanto,
agotaditas, tocaron el templo de Cibeles, tras el excesivo esfuerzo, las vence un sueño
sin Ceres (198). Un sopor que da pereza cubre sus ojos con resbaladiza languidez: en la
dulce quietud se les va el rabioso arrebato de su alma.
Pero, cuando el Sol (199) de dorado rostro iluminó con sus ojos radiantes el
blanco éter, la dura tierra, el fiero mar, y expulsó con sus vigorosos caballos de
resonantes cascos las sombras de la noche, entonces a Atis, ya despierta, la abandona,
huyendo raudo, Sueño, a quien la diosa Pasítea (200) acogió en su regazo palpitante. Así,
tras la dulce quietud, sin el agitado frenesí, en cuanto la propia Atis trajo a la memoria
sus actos y vio con claridad sin qué y dónde estaba, con el alma abrasándosele, volvió de
nuevo sus pasos hacia la playa. Allí, contemplando el vasto mar, con los ojos llenos de
lágrimas, habló así en medio de sus desgracias con triste voz a su patria:
«¡Oh patria que me diste la vida, oh patria madre mía!: abandonándote,
¡desdichado de mí!, como suelen a su señor los esclavos fugitivos, dirigí mis pasos a los
bosques del Ida, para vivir cerca de la nieve y de las heladas huras de las fieras y
acercarme, poseída, a todas sus guaridas, ¿dónde, en qué parajes puedo creer que te
encuentras, patria? Mis propias pupilas anhelan dirigir a ti su mirada, mientras por poco
tiempo está libre mi alma del fiero frenesí. ¿Me llevarán hasta estos bosques alejados de
mi casa? ¿Voy a estar lejos de mi patria, de mis bienes, de mis amigos, de mis padres?
¿Voy a estar lejos del foro, de la palestra, del estadio y de los gimnasios? Desdichado,
desdichado de mí, he de quejarme una y otra vez, alma mía. ¿Qué clase de aspecto hay
que yo no haya tomado? Yo, mujer; yo, mozo; yo, efebo; yo, niño; yo, del gimnasio, he
sido la flor, y era yo entonces la gloria de la palestra. Mis puertas estaban concurridas,
mis umbrales tibios, mi casa coronada de guirnaldas de flores, cuando, a la salida del sol,
tenía yo que abandonar mi alcoba. ¿Ahora me considerarán servidora de los dioses y
esclava de Cibeles? ¿Yo una Ménade, una parte de mí, un hombre sin hombría seré?
¿Habitaré yo los parajes del verdeante Ida vestidos de helada nieve? ¿Voy yo a pasar mi
vida al pie de las altas cimas de Frigia, donde la cierva selvática, donde el jabalí
correbosques? ¡Hasta qué punto me lamento de lo que he hecho, hasta qué punto me
arrepiento!»
En cuanto el veloz lamento de sus labios de rosa alcanza los oídos gemelos (201)
de los dioses llevándoles esta inesperada revelación, Cibeles, soltando el yugo uncido a
los leones (202) y azuzando al de la izquierda, enemigo del ganado, habla así: «¡Ea! -dice-,
avanza fiero, haz que lo atormente la locura, haz que acosado por el arrebato encamine
al bosque sus pasos ese que con demasiado atrevimiento pretende escapar de mis
mandatos. ¡Ea!, sacúdete los lomos con tu cola, aguanta tus latigazos, haz que los parajes
todos retumben con tu atronador rugido, agita fiero tu melena roja en tu musculoso
cuello.»
Esto dice la amenazadora Cibeles y desata de su mano las riendas. La fiera,
espoleándose, infunde rabia a su corazón, avanza, ruge, rompe las zarzas con sus pasos
sin rumbo. Y, cuando llegó a los húmedos parajes de la playa de blanca arena y ve a la
tierna Atis cerca de la marmórea superficie del piélago, la ataca; ella, enloquecida, huye a
los bosques salvajes: allí siempre fue esclava durante toda su vida.
Gran diosa, diosa Cibeles, diosa señora de Díndimo, lejos de mi casa quede,
señora, todo tu arrebato: enloquece a otros, pon frenéticos a otros.

LXIV (203)

Cuentan que pinos nacidos antaño en la cumbre del Pelión surcaron las líquidas
olas de Neptuno hasta la corriente del Fasis y los territorios de Eetes, cuando jóvenes
escogidos, flor y nata de la juventud argiva, que deseaban arrebatar el vellocino de oro a
los de Cólquide (204), se atrevieron a navegar el salobre mar con su rápida popa,
barriendo la azulada superficie con su remos de abeto. A ellos la diosa que tiene su
bastión en lo más alto de las ciudades (205), ella misma, les hizo un carro que volaba con
ligera brisa, uniendo maderas de pino entretejidas a la combada quilla, la cual, la primera,
inició en la navegación a la inexperta Anfitrite (206); y, en cuanto hendió con el espolón
el mar movido por los vientos y las olas erizadas por el remo encanecieron de espumas,
emergieron del brillante torbellino unos rostros serenos, las marinas Nereidas, que se
admiraban del prodigio. Aquel día y no otro vieron los mortales con sus ojos a las
Ninfas marinas (207) con el cuerpo desnudo, que emergían hasta el pecho del blanco
torbellino. Se cuenta que entonces Peleo se encendió de amor por Tetis, que Tetis
entonces no desdeñó la boda con un humano, y el Padre mismo (208) pensó entonces
que Peleo debía unirse a Tetis.
¡Oh héroes nacidos en la más añorada época de los siglos, salud, estirpe de
dioses, noble descendencia de madres nobles, salud otra vez, salud! A vosotros, a
vosotros, sí, a menudo en mi canto invocaré, y muy especialmente a ti, encumbrado por
felices nupcias, Peleo, columna de Tesalia, a quien el propio Júpiter, el propio padre de
los dioses te concedió a su amada. ¿No fue acaso tu dueña la bellísima Tetis, hija de
Nereo? ¿No te autorizó Tetís a que te casaras con su nieta y Océano (209), que abraza la
tierra entera con el mar?
Tan pronto como llegaron esos días deseados, cumplido el plazo, Tesalia entera
llena en tropel la casa, de alegre reunión se colma el palacio: llevan en sus manos regalos,
muestran la alegría en su rostro. Queda desierta Cíeros, abandonan Tempe de Ptía, las
casas de Cranón y las murallas de Larisa; van juntos a Farsalia, pueblan las casas de
Farsalia (210). Nadie cultiva los campos, los cuellos de los novillos se aflojan, no se
limpia la viña a ras de suelo con los curvos rastrillos, el toro no remueve los terrones
con la inclinada reja del arado, la hoz de los podadores no amengua la sombra del árbol,
una sucia herrumbre se cría en los arados abandonados. En cambio, la morada de Peleo,
por dondequiera que se extiende el opulento palacio, resplandece con el fulgor del oro y
de la plata. Brilla el marfil en los suelos, relucen las copas de la mesa, la casa entera goza
con las espléndidas riquezas reales. Se coloca en medio del palacio el gran lecho nupcial
de la diosa, que, limado con colmillos de la India, cubre una púrpura teñida con el
rosáceo jugo de la concha. Este cobertor, en colores bordado con antiguas imágenes de
hombres, muestra las cualidades de los héroes con admirable arte.
Mirando desde la rumorosa playa de Día (211), Ariadna (212), con una
incontenible locura en su corazón, observa que Teseo se aleja con su rápida flota, y ni
siquiera todavía cree estar viendo lo que ve, porque entonces, nada más despertar de un
engañoso sueño, la desdichada se comprende abandonada en la arena solitaria. Por su
parte, el joven, dándola al olvido, golpea, en su huida, las olas con sus remos,
entregando vanas sus promesas al proceloso viento. A él, desde lejos, de entre las algas,
con ojillos tristes la Minoida (213), como la imagen de piedra de una bacante, lo mira –
¡ay!-, lo mira y se agita a merced de las grandes olas de sus cuitas, sin sujetar en su rubia
cabeza el transparente tocado, sin cubrir su velado seno con el ligero encaje, ni sujetar
sus pechitos blancos como la leche con el bien torneado sostén. Todo lo cual, por
doquier caído de su cuerpo, ante sus propios pies, era juguete de las olas del mar. Pero
ella, en vez de preocuparse entonces de la suerte de su tocado ni de su velo a merced de
las olas, con todo su corazón, con toda su alma, con todo su ser, perdida, pendía sólo de
ti, Teseo. ¡Ay, desdichada!, fuera de ti con constante llanto te puso la Ericina (214),
sembrando en tu corazón punzantes cuitas desde el momento en que el fiero Teseo
hubo salido de las sinuosas costas del Pireo para atracar junto al palacio gortinio del
injusto rey (215).
Pues cuentan que antaño Cecropia (216), obligada por una peste cruel a expiar la
muerte de Androgeón (217), solía dar como festín al Minotauro(218) jóvenes escogidos
y la flor de las doncellas. El propio Teseo, como su estrecho recinto amurallado estaba
oprimido por estos males, eligió entregar su cuerpo en defensa de su querida Atenas
antes que se llevaran a Creta tales cortejos fúnebres de Cecropia sin cadáveres. Y así, en
su ligera nave y con las suaves brisas, llegó junto al magnánimo Minos y a su imponente
morada.
En cuanto lo contempló con ojos de deseo la todavía doncella hija del rey, a la que
un casto lecho que exhalaba delicados olores alimentaba en el tierno regazo de su
madre, como los mirtos que crían las corrientes del Eurotas (219) o los variados colores
que la brisa primaveral hace brotar, no apartó de él sus ojos ardientes antes de recibir
hasta lo más hondo en todo su cuerpo la llama y encenderse toda ella en lo más
profundo de sus entrañas.
¡Ay, tú, que, desgraciadamente, avivando locuras con tu inflexible corazón,
sagrado niño (220), mezclas con las penas las alegrías de los hombres; y tú que reinas en
Golgos y en la frondosa Idalio (221)!: ¡a qué oleajes habéis arrojado a esa niña de alma
ardiente, que suspiraba día a día por su rubio huésped! ¡Cuántos temores sufrió ella en
su abatido corazón! ¡Cuánto más pálida se quedó muchas veces que la amarillez del oro,
en tanto que Teseo, ansioso por luchar contra el cruel monstruo, andaba buscando o la
muerte o el premio de la gloria! A los dioses hizo promesas y votos que, aun con labios
callados, no fueron infructuosos ni vanos.
Pues, igual que en la cumbre del Tauro (222) a una encina que bate sus ramas o a
un pino de resinosa corteza cargado de piñas un indomeñable remolino, doblando con
su soplo su resistencia, los sacó de cuajo (arrancados de raíz, caen a lo largo en un
vuelco, quebrando cualquier cosa que haya por delante); así, Teseo echó al suelo,
domeñando su corpulencia, al monstruo, que en vano lanzaba cornadas a los vacíos
vientos. Luego, a salvo y con inmensa gloria, desanduvo el camino, guiando sus errantes
pasos con un hilo transparente, no fuera a ser que, mientras salía de los recovecos del
laberinto, lo engañaran los rodeos inobservables del palacio.
Pero, ¿a qué, apartándome de mi primer canto, voy yo a recordar más cosas?:
cómo la hija, renunciando a la presencia de su padre, a los abrazos de su hermana (223),
en fin, a los de su madre que, desorientada, se alegraba por su pobre hija, antes que
todas estas cosas prefirió el dulce amor de Teseo. O cómo en una nave llegó a la
espumante playa de Día y, vencidos sus ojos por el sueño, su prometido, de ingrato
corazón, la abandonó alejándose.
Cuentan que ella, enloquecida, con el corazón abrasándosele, muchas veces
profirió resonantes gritos desde lo más profundo de su pecho; y que unas veces, triste,
subía a los escarpados montes y, desde allí, dirigía su mirada al inmenso oleaje del
piélago; y que otras se lanzaba corriendo contra las olas del estremecido mar que le
salían al paso, subiéndose el ligero vestido hasta las pantorrillas desnudas; y que llena de
pena dijo con queja postrera dejando salir helados sollozos de su rostro humedecido:
«¿Así a mí, arrancada de los altares paternos, traidor, me abandonaste,
traidor, en la playa desierta, Teseo? ¿Así, marchándote tras despreciar la voluntad de los
dioses, ay, ingrato, llevas a tu casa funestos juramentos falsos? ¿Es que nada pudo hacer
cambiar la decisión de tu alma cruel? ¿No pudiste echar mano de un poco de
compasión como para que tu inflexible corazón quisiera apiadarse de mí? Pero no eran
ésas las promesas que un día me hiciste con cariñosa voz: ¡desdichada de mí!, no me
mandabas esperar tales cosas sino unas bodas alegres, un deseado himeneo, cosas todas
que dispersan vanas los aéreos vientos. ¡Que ya ninguna mujer confíe en el juramento
de un hombre, que ninguna espere que las palabras de un hombre sean leales!. Mientras
su pasión ardiente desea vivamente obtener algo, no temen jurar, no ahorran en
promesas; pero, en cuanto el antojo de su ansioso corazón ha quedado satisfecho, lo
dicho nada les inquieta, nada les preocupan sus falsos juramentos. En verdad yo te
arranqué, cuando te debatías en medio del torbellino de la muerte, y decidí perder a mi
hermano (224) antes que abandonarte a ti, traidor, en una situación límite. Por ello se me
entregará como botín, para ser despedazada, a las fieras y a los buitres, y, muerta, no me
sepultarán con tierra encima. ¿Qué leona te parió al pie de una roca solitaria; qué mar te
arrojó, una vez concebido tú, de sus espumantes olas; qué Sirtes, qué rapaz Escila, qué
inmensa Caribdis (225), a ti, que en lugar de una vida dulce devuelves tales premios? Si
no eran de tu agrado nuestras bodas porque temías las órdenes crueles de tu anciano
padre, pudiste sin embargo llevarme a tu morada para que te sirviera como esclava con
alegre celo, acariciando tus blancas plantas con aguas claras o cubriendo tu lecho con
vestiduras purpúreas.
«Pero, ¿a qué quejarme en vano, desquiciada por la pena, a las brisas que
nada saben, y que, por no estar dotadas de ningún sentido, no pueden oír ni devolver
los gritos proferidos? Él, por su parte, se halla ya casi en medio de las olas, en tanto que
ningún mortal aparece en las algas vacías. Así, la Suerte (226) cruel, demasiado burlona
en esta situación límite, no ha prestado siquiera oídos a mis quejas.
«¡Júpiter omnipotente, ojalá nunca sus cecropios navíos hubieran tocado
las playas de Cnoso, ni, portador de funestos tributos para el indomable toro, el traidor
navegante hubiera atado su soga en Creta, ni este malvado, ocultando sus crueles planes
bajo una dulce apariencia, hubiera descansado como huésped en nuestro palacio (227)!
«Pues, ¿adónde me volveré?, ¿en qué esperanza me apoyo, perdida
como estoy? ¿Me dirigiré a los montes del Ida (228)? ¡Ay!, separándome con su ancho
torbellino, la amenazadora llanura del mar ¿dónde me aleja? ¿Esperaré la ayuda de mi
padre?; ¿acaso no lo abandoné yo misma por seguir a un joven manchado con la muerte
de mi hermano? ¿O es que me puedo yo consolar con el amor fiel de mi esposo?: ¿no es
quien huye hundiendo sus tenaces remos en el torbellino? Además, la playa sin ningún
cobijo, la isla sola; no hay salida por rodearme las olas del piélago: ninguna posibilidad
de huir, ninguna esperanza: todo está mudo, todo desierto, todo señala a la muerte. Y,
sin embargo, no languidecerán antes mis ojos con la muerte ni mis sentidos se separarán
de mi cuerpo agotado antes de que, por haber sido traicionada, reclame de los dioses un
castigo justo y ruegue en mi último momento el compromiso de los seres celestiales.
«Por eso, vosotras que castigáis las acciones de los varones con
vengador castigo, Euménides (229), cuyas frentes coronadas con cabellos de serpientes
muestran las iras que escapan de vuestro pecho, aquí, venid aquí, oíd mis quejas, que yo,
¡ay desdichada!, me veo obligada a echar de lo más profundo de mis entrañas,
impotente, abrasada, ciega por una loca pasión. Como ellas nacen verdaderas de lo más
profundo de mi corazón, vosotras no dejéis que se pierda en vano mi llanto, sino, con el
propósito con que a mí me dejó sola Teseo, con ése, diosas, lleve a la perdición a sí
mismo y a los suyos.»
Después que profirió de su abatido corazón estos gritos, reclamando, ansiosa,
castigo para las acciones crueles, el que rige a los dioses asintió con inquebrantable
movimiento de cabeza. Con este movimiento la tierra y las erizadas superficies del mar
se estremecieron y el firmamento hizo estremecerse a las brillantes estrellas. Y el propio
Teseo, sembrada su alma de sombrías tinieblas, dejó escapar de su distraído
pensamiento todas las órdenes que mantenía antes con recuerdo firme, y no mostró que
llegaba sano y salvo al puerto de Erecteo izando las señales queridas para su afligido
padre.
Pues cuentan que antaño, cuando Egeo confiara a los vientos a su hijo, que
abandonaba con su flota las murallas de la diosa (230), abrazándolo, le dio al joven estas
órdenes:
«Único hijo mío, que me alegras mucho más que la vida, hijo, me veo
obligado a enviarte a peligrosos destinos a ti, que me has sido devuelto hace nada en el
límite último de mi vejez, precisamente cuando mi suerte y tu ardiente valía te me
arrancan sin quererlo yo, que todavía no tengo saciados mis abatidos ojos con la querida
presencia de un hijo (231); no te enviaré yo, gozoso, con el ánimo alegre, ni te dejaré
llevar señales de fortuna próspera, sino que, primero, sacaré de mi alma mis muchas
cuitas manchando mis canas con tierra y derramando polvo encima; luego colgaré del
errante mástil lienzos teñidos para que el oscuro lino ibero señale con su color de
púrpura mi luto y el fuego de mi alma. Por eso, si la habitante del sagrado Itono (232),
que consiente en proteger nuestra estirpe y el palacio de Erecteo, te concediere bañar tu
diestra con la sangre del toro, entonces en verdad has de procurar que estas órdenes
estén vivas bien guardadas en la memoria de tu corazón y que el tiempo no borre
ninguna, de modo que, en cuanto tus ojos avisten nuestras colinas, las antenas dejen
caer completamente su vestidura funesta y las torcidas escotas icen velas blancas, para
que, nada más yo verlas, me permita gozar con espíritu alegre cuando un día feliz te
traiga de regreso.»
Estas órdenes abandonaron a Teseo, que antes las retenía con recuerdo
constante, como las nubes empujadas por el soplo de los vientos abandonan la elevada
cumbre de un monte nevado. Y su padre, como desde lo alto de la ciudadela dirigía sus
miradas, consumiendo sus ojos ansiosos en un llanto continuo, en cuanto vislumbró los
lienzos de la hinchada vela, se lanzó de cabeza desde lo más alto de las rocas, creyendo
que había perdido a Teseo por culpa de un hado inflexible. Así, al entrar bajo el techo
de su casa, desolada por la muerte del padre, el orgulloso Teseo sufrió en su persona un
dolor tal como el que había producido, por su ingrato corazón, a la Minoida, quien,
entonces, abatida, viendo de lejos la marcha de la nave, herida, revolvía en su alma
múltiples cuitas.
Pero, desde otra parte, Yaco (233), adornado con flores, revoloteaba con el
cortejo de Sátiros y de Silenos nacidos en Nisa, buscándote, Ariadna, y encendido por tu
amor. Y las Bacantes, moviendo sus cabezas al grito de ‘evohé, evohé’, eufóricas, por
todas partes iban en arrebatado delirio. Unas blandían tirsos de punta cubierta de hojas;
otras agitaban en sus manos los miembros de un novillo despedazado; otras se ceñían
con serpientes retorcidas; otras ritualizaban en cóncavas cestas los misterios secretos,
misterios que en vano anhelan oír los no iniciados; otras golpeaban los tímpanos con
sus palmas extendidas o hacían salir del redondeado bronce suaves tintineos; muchas,
soplando en cuernos, les arrancaban roncos sones, y la flauta extranjera chirriaba con un
sonido que producía horror.
El cobertor, magníficamente adornado con tales figuras, envolviendo el sitial
nupcial, lo cubría con su tela. Después que la juventud tesalia se sació de contemplarlo
ansiosamente, comenzó a dejar sitio a los sacrosantos dioses. Entonces, igual que el
Céfiro (234), encrespando el sosegado mar con su soplo matutino, levanta empinadas
olas, al salir la aurora bajo los umbrales del Sol (235) errante, y las olas, primero
lentamente, empujadas por un leve soplo avanzan y resuenan suavemente con golpeteo
de carcajada, y, después, con el crecer del viento más y más van en aumento y, mientras
nadan, desde lejos refulgen de luz purpúrea: así entonces, abandonando los regios
techos del zaguán, cada uno partía hacia su casa desde todas partes con paso errante.
Después de su marcha, el primero, desde la cumbre del Pelión, llegó Quirón (236) con
dones de los bosques: pues todas las flores que producen los campos, las que cría la
región tesalia en sus grandes montañas, las que el soplo fecundo del tibio Favonio (237)
hace brotar cerca de las ondas del río, ésas, tejidas en entrelazadas guirnaldas, las trajo el
propio Quirón, y la casa, rociada con ese gozoso olor, rió. Enseguida llega Peneo (238),
abandonando la lozana Tempe (Tempe, a la que ciñen los bosques que se elevan sobre
ella (239)), y no de vacío. En efecto, trajo él hayas de profundas raíces y altos laureles de
recto tronco, no sin un cimbreante plátano y la flexible hermana del abrasado
Faetonte (240) y un ciprés elevado. Los colocó entretejidos, ampliamente, alrededor de la
casa, para que el zaguán, cubierto por la muelle fronda, adquiriese verdor. Detrás de él
llega Prometeo (241), de inteligencia sagaz, trayendo las huellas diluidas del antiguo
castigo que antaño, con sus miembros atados con pétrea cadena, pagó colgado de
escarpada cumbre. Luego el padre de los dioses con su sagrada esposa y con sus hijos
llegó, dejándote a ti solo, Febo, en el cielo, y además a tu gemela, habitante de los
montes del Idro (242): pues, contigo, también tu hermana despreció a Peleo y no quiso
celebrar el banquete nupcial de Tetis.
Después que éstos hubieron acomodado sus miembros en blancos sitiales, se
prepararon mesas con muy variados manjares, cuando, entretanto, las Parcas (243),
agitando sus cuerpos en un vacilante movimiento, comenzaron a cantar cantos llenos de
verdad. Un vestido blanco con cenefa de púrpura, que les envolvía completamente el
tembloroso cuerpo, las ceñía hasta los tobillos, y en su cana cabeza había rosadas cintas,
y sus manos iban recorriendo según el rito la eterna labor. La izquierda sostenía la rueca,
llena de suave lana; la derecha, bien moviéndose con ligereza con los dedos hacia arriba
iba formando los hilos, o bien retorciéndolos en el pulgar vuelto hacia abajo movía el
huso nivelado con el redondeado tortero, y, así, los dientes, mordiendo la labor, la
igualaban continuamente, y a los labios resecos se pegaban mordiscos de lana que antes
habían quedado sobresalientes en la superficie del hilo. Ante sus pies, los cestillos de
mimbre guardaban los blandos vellones de la lana que caía. Entonces ellas, mientras
iban arrancando los copos, con sonora voz profirieron esta clase de hados en un
profético canto, en un canto que después ninguna época acusará de falto a la verdad:
«¡Oh tú, que aumentas tu insigne nobleza con grandes cualidades,
defensa de Ematia (244), tú, el preferido para el hijo de Ops (245)!, escucha el verdadero
oráculo que en este día alegre te revelan las hermanas. ¡Pero vosotros corred llevando la
trama que siguen los hados, corred, husos!
«Vendrá ya Héspero (246) trayéndote las cosas deseadas para los
maridos, vendrá con estrella propicia tu esposa para inundarte el corazón con su amor
irresistible y disponerse a compartir contigo apacibles sueños, poniendo sus delicados
brazos alrededor de tu cuello robusto. ¡Corred llevando la trama, corred, husos!
«De vosotros nacerá Aquiles (247), desprovisto de miedo, conocido para
el enemigo no por su espalda, sino por su valiente pecho, quien muy a menudo,
victorioso en la incierta liza de la carrera, aventajará las llameantes huellas de una cierva
veloz. ¡Corred llevando la trama, corred, husos!
«A él ningún héroe se comparará en la guerra cuando las llanuras frigias
manen con sangre teucra y cuando, sitiando las murallas de Troya en una guerra larga,
las devaste el tercer sucesor del perjuro Pélope (248). ¡Corred llevando la trama, corred,
husos!
«De él eximias cualidades y famosas hazañas muchas veces proclamarán
las madres en el entierro de sus hijos cuando suelten de su cana cabeza su desaliñada
cabellera y manchen de ceniza con sus débiles manos sus pecho marchito. ¡Corred
llevando la trama, corred, husos!
«Pues igual que el segador, cortando apretadas espigas, siega los campos
que amarillean bajo un sol ardiente, él derribará con su hierro hostil los cuerpos de los
nacidos en Troya. ¡Corred llevando la trama, corred, husos!
«Serán testigos de sus grandes cualidades las aguas del Escamandro, que
en desorden van a desembocar en el rápido Helesponto (249), cuyo curso, estrechado
por montones de cadáveres, entibiará las profundas corrientes con sangre mezclada.
¡Corred llevando la trama, corred, husos!
«Finalmente será también testigo el botín otorgado a su muerte cuando
su cónica pira, amontonada en un elevado túmulo, reciba los blancos miembros de una
doncella inmolada. ¡Corred llevando la trama, corred, husos!
«Pues, tan pronto como la Suerte (250) haya concedido a los agotados
aqueos desatar las cadenas de Neptuno de la ciudad dardania (251), su elevado sepulcro
quedará rociado con la sangre de Políxena (252), quien, cual víctima que se desploma por
el hierro de doble hoja, dejará caer su cuerpo roto doblando las rodillas. ¡Corred
llevando la trama, corred, husos!
«Por eso, ¡ea!, juntad los deseados amores de vuestra alma. Que el
esposo reciba a la diosa con alianza dichosa, que se le entregue al marido, que la desea
desde hace tanto, la novia. ¡Corred llevando la trama, corred, husos!
«La nodriza, al volverla a ver cuando despunte el día, no habrá podido
rodear su cuello con el hilo de la víspera (253). ¡Corred llevando la trama, corred, husos!
«Ni la desasosegada madre, entristecida porque su disconforme hija ha
estado apartada del lecho, abandonará la esperanza de tener queridos nietos. ¡Corred
llevando la trama, corred, husos!»
Profetizando antaño tales felices presagios de Peleo, los cantaron las Parcas
de pecho profético. Pues los habitantes del cielo solían visitar antes en persona las
castas moradas de los héroes y mostrarse en las reuniones de los hombres, cuando el
amor a los dioses aún no había sido despreciado. A menudo el padre de los dioses,
cuando volvía de nuevo a su brillante templo, al haber llegado los sagrados ritos
anuales de los días de fiesta, contempló cómo caían en tierra cien toros. A menudo
Líber, vagando por lo más alto del Parnaso, condujo a las Tíades, que gritaban
¡evohé!, con los cabellos sueltos, cuando en Delfos, saliendo a porfía en carrera de
toda la ciudad, recibían alegres al dios con sus altares humeantes (254). A menudo
Mavorte (255), en la mortífera disputa de la guerra, o la señora del rápido Tritón (256)
o la doncella Ramnusia (257) en persona han arengado a grupos de hombres armados.
Pero, después que la tierra se llenó de nefandos crímenes y todos desterraron la
justicia de su ambicioso corazón; los hermanos bañaron sus manos con la sangre del
hermano; el hijo dejó de llorar a sus padres desaparecidos; el padre deseó la muerte
de su hijo en lo mejor de la vida para, libre, gozar de la flor de una madrastra virgen;
la sacrílega madre, acostándose con su hijo ignorante, no temió, sacrílega, mancillar a
los dioses familiares; todas las cosas lícitas mezcladas por una dañina locura con las
ilícitas han apartado de nosotros el corazón justiciero de los dioses. Por eso no se
dignan en visitar tales reuniones ni permiten que la clara luz los toque.

LXV (258)

Aunque a mí, abatido por un continuo dolor, la preocupación me aparta de las
sabias vírgenes (259), Órtalo (260), y la disposición de mi ánimo no puede producir los
dulces frutos de las Musas (en tan grandes desgracias se agita mi alma: pues hace nada la
corriente que mana del remolino del Leteo (261) bañó el pálido pie de mi hermano, él a
quien, arrancado a mis ojos, la tierra de Troya deshace al pie de la costa del Reteo (262).
Te hablaré, pero nunca te oiré contar tus cosas, nunca podré ya verte, hermano más
querido para mí que la vida (263); pero, en verdad, siempre te querré, siempre cantaré
cantos de duelo por tu muerte, como los que bajo las espesas sombras de las ramas
canta la de Dáulide, lamentando el destino del desaparecido Ítilo (264)); sin embargo, en
medio de tan grandes tristezas, Órtalo, te envío estos versos del Batíada (265) traducidos
para ti, para que no creas acaso que tus palabras, confiadas en vano a los vientos
errantes, se han escapado de mi memoria, como la manzana (266), enviada por el
prometido en furtivo regalo, del casto regazo de la doncella se escurre, y a la pobre, al
olvidarse de que la ha colocado bajo su suave vestido, mientras da un salto ante la
llegada de su madre, se le escapa; la manzana se echa a rodar veloz por el suelo, y a ella,
afligida, le aflora en el rostro un rubor revelador.

LXVI (267)

El que distinguió una por una todas las lumbres del gran firmamento, el que
descubrió la salida y el ocaso de las estrellas, cómo se oscurece el llameante resplandor
del rápido sol, cómo los astros se retiran en momentos fijos, cómo un dulce amor,
alejando a hurtadillas a Trivia bajo las rocas de Latmo (268), la hace descender de su
ronda aérea; ese mismo, el famoso Conón (269), por voluntad celestial, me vio
resplandeciendo de claridad a mí, cabellera de la cabeza de Berenice, a quien ella
prometió, alzando sus delicados brazos, a muchas de las diosas, en aquella ocasión
cuando el rey, lleno de vigor por unas bodas recientes, había ido a devastar los
territorios asirios, llevando las dulces huellas de la pelea nocturna que había sostenido
por el botín de la virginidad.
¿Es acaso la pasión motivo de odio para las recién casadas? ¿No se burlan ellas
de las alegrías de sus padres con lágrimas falsas que derraman con abundancia tras el
umbral de la habitación nupcial? ¡Que los dioses me asistan!: no son de verdad sus
gemidos. Eso me lo enseñó mi reina con sus muchas quejas cuando su reciente marido
iba a iniciar fieros combates. ¿No es verdad que tú, abandonada, no lloraste por tu lecho
huérfano, sino por la lamentable partida de tu querido hermano (270)? ¡Cómo devora la
preocupación hasta lo más profundo tus apesadumbradas entrañas! ¡Cómo entonces tú,
con la angustia dueña de toda tu alma, arrebatados los sentidos, perdiste la cordura!
Pero yo, bien es cierto, te sabía valiente desde que eras pequeña. ¿Te has olvidado acaso
de la brillante acción por la que conseguiste una boda real, y a la que no se ha atrevido
ninguno más fuerte? ¡Qué palabras tristes dijiste entonces al despedir a tu marido! ¡Por
Júpiter, cuántas veces te secaste los ojos con tus manos! ¿Qué dios tan grande te ha
cambiado? ¿Es porque los amantes no quieren estar lejos del cuerpo que adoran?
Y entonces me prometiste a todos los dioses por tu dulce esposo no sin el
sacrificio de un toro, si obtenía el regreso. Él, en no largo tiempo, había añadido el Asia
conquistada a los territorios de Egipto. Yo, entregada por esas acciones a la asamblea
celestial, cumplo los votos de antaño con el regalo reciente. De mala gana, oh reina, me
separé de tu cabeza, de mala gana: lo juro por ti y por tu cabeza, y todo el que jure en
vano que se lleve su merecido; pero, ¿quién pretenderá ser igual al hierro? También fue
derribado aquel famoso monte, el mayor en las tierras, sobre el que pasa la célebre
descendencia de Tía (271), cuando los medos descubrieron un nuevo mar y cuando la
juventud extranjera navegó con su flota por en medio del Atos (272). ¿Qué pueden
hacer unos bucles cuando cosas tales ceden ante el hierro? ¡Júpiter!, que perezca toda la
raza de los cálibes (273) y el que primero se aplicó a buscar venas bajo tierra y a modelar
la dureza del hierro.
Recién separadas, trenzas hermanas lloraban mi destino, cuando el hermano del
etíope Memnón (274), impulsando el aire con el batir de sus alas, se presentó, caballo
volador de la locria Arsínoe (275); y él, llevándome, alza su vuelo por las etéreas sombras
y me deposita en el casto regazo de Venus. La propia Cefirítide había enviado allí a su
criado, ella, habitante griega de las costas de Canopo. Para que en la divinidad del cielo
no sólo estuviera fija la corona de oro de las sienes de Ariadna (276), sino que también
refulgiera yo, devotos despojos de una cabeza rubia, la diosa a mí, que llegaba a los
templos de los dioses algo humedecida por el llanto, me colocó como un nuevo astro
entre los antiguos. Pues tocando los luceros de la Virgen y del feroz León, junto a
Calisto, la hija de Licaón, me dirijo hacia el ocaso, como guía delante del lento
Boyero (277), que con dificultad se sumerge tarde en el profundo Océano. Pero, aunque
de noche me pisan las huellas de los dioses (278), el día, sin embargo, me devuelve a la
cana Tetís (279) (con tu permiso se me consienta hablar ahora, virgen Ramnusia (280),
pues yo no ocultaré la verdad por ningún temor, ni siquiera aunque los astros me
desgarren con sus palabras hostiles para que no descubra yo los secretos de mi pecho).
No me alegro tanto por estas cosas como me atormento porque siempre estaré lejos,
estaré lejos de la cabeza de mi dueña, con la que yo, mientras fue doncella en otro
tiempo, desconocedora ella de toda clase de perfumes de una casada, bebí muchos
vulgares (281).
Ahora vosotras, a las que unió en el día deseado la antorcha nupcial, no
entreguéis vuestros cuerpos a los enamorados esposos desnudando vuestros pechos al
arrojar lejos el vestido, antes que el ónice (282) derrame para mí gozosos dones, vuestro
ónice, vosotras que cultiváis vuestros derechos en casto lecho. Pero la que se ha
entregado a un deshonesto adulterio, ¡ay!, que el polvo ligero beba vanos sus regalos ,
pues yo no busco, de las indignas, ningún premio. Más bien, recién casadas, quiero una
cosa: que siempre la armonía, siempre el amor habite todos los días vuestras casas.
Y tú, reina, cuando contemplando las estrellas aplaques a la diosa Venus los días
de fiesta, no permitas que yo, que soy tuya, me quede sin perfumes, sino hazme
participar de generosos regalos. Sigan su curso los astros, vuelva yo a ser cabellera
real (283): ¡Orión brillaría al lado del Acuario (284)!

LXVII (285)

(El poeta)
Oh agradable para un delicado marido, agradable para un padre, salud, y que
Júpiter te favorezca con su buena mano, puerta, que -dicen- has servido
beneficiosamente a Balbo (286) antaño, cuando él mismo, anciano, poseyó la casa, y que
-cuentan, en cambio- has servido dañinamente a su hijo, después que te has convertido
en casada, una vez enterrado el anciano. ¡Anda!, dime por qué se cuenta que,
transformada, has abandonado la antigua lealtad hacia tu dueño.
(La puerta)
(Válgame Cecilio, a quien ahora se me ha entregado). No es culpa mía, aunque
se dice que lo es, ni nadie puede decir que yo he cometido falta alguna, pero para la
gente todo lo hace la puerta (287) y, dondequiera que se encuentra algo no bien hecho,
todos gritan contra mí: puerta, la culpa es tuya.
(El poeta)
En ese punto no es bastante que tú lo digas con sólo las palabras, sino que hagas
que cualquiera lo sienta y lo vea.
(La puerta)
¿Cómo puedo? Nadie pregunta ni se molesta en saberlo.
(El poeta)
Yo lo quiero: no dudes en decírmelo.
(La puerta)
Primero, pues, eso que se cuenta de que se me ha entregado una doncella es
falso. A ella no la habrá tocado el primero su marido, cuyo puñalito, que le cuelga más
lacio que una acelga tierna, nunca se le levantó ni a la mitad de la túnica; dicen, en
cambio, que fue el padre quien violó el lecho de su hijo y mancilló la desgraciada casa,
bien sea porque su perverso corazón ardía de ciego amor, bien porque el hijo era
impotente y de semen estéril y se tuvo que buscar por donde fuera algo con más garra
que pudiera desatar el cinturón virginal.
(El poeta)
Me hablas de un padre extaordinario por su admirable amor filial, ya que él
mismo ha meado en el regazo de su hijo.
(La puerta)
Pero no sólo eso dice que tiene conocido Brixia, situada al pie de la atalaya
cicnea, por la que corre el dorado Mela con su suave corriente, Brixia, amada madre de
mi Verona, sino que habla de Postumio y del amor de Cornelio (288), con los que ella
cometió un vil adulterio. A esto dirán una cosa: «¿Cómo? ¿Sabes tú esas cosas, puerta,
tú, que nunca has podido alejarte del umbral de tu dueño ni escuchar a la gente, sino
que aquí fijada a la viga no haces otra cosa que cerrar y abrir la casa?» A menudo la oí
contar entre cuchicheos, sola con sus esclavas, sus pecadillos y decir por su nombre a
los que he dicho, porque fiaba ella en que yo no tenía ni lengua ni oreja. Además, añadía
a otro de quien no quiero decir su nombre para que no levante el rojo entrecejo; es un
hombre alto a quien antaño el falso parto de un vientre mentiroso acarreó un gran
proceso.

LXVIII (289)

El hecho de que me envíes esta pequeña carta, escrita con tus lágrimas,
abrumado tú por una suerte y una desgracia amarga, para que, como a un náufrago
zarandeado por las espumantes olas del mar, te salve y te arranque del umbral de la
muerte, pues ni la sagrada Venus te deja descansar con muelle sueño, abandonado en
lecho célibe, ni las Musas te deleitan con el dulce canto de los viejos escritores, cuando
tu corazón angustiado anda en vela: eso me es grato, porque me consideras amigo tuyo
y, en consecuencia, me pides los dones de las Musas y de Venus.
Pero, para que no te sean desconocidos mis pesares, mi querido Alio, ni creas
que yo aborrezco el deber de hospitalidad (290), entérate en qué vaivenes de la fortuna
me debato yo mismo, para que no pidas en adelante de este desdichado que soy felices
dádivas.
En el tiempo en que por primera vez se me entregó la vestidura blanca (291),
cuando mi edad en flor disfrutaba de una primavera radiante, jugueteé bastante con el
amor. No me desconoce la diosa que mezcla con las cuitas una dulce amargura (292);
pero la aflicción por la muerte de mi hermano me arrancó todo el empeño. (¡Oh
hermano, arrancado a mí, para mi desdicha!; tú con tu muerte has roto mi sosiego, tú,
hermano; al tiempo que tú ha quedado enterrada nuestra casa entera, al tiempo que tú
han perecido todas nuestras alegrías, que, en vida, alimentaba tu dulce amor (293). Pues,
con tu desaparición, he ahuyentado yo de mi alma entera estas aficiones y todos los
goces del espíritu). Por ello, eso que escribes (294) de que es humillante para Catulo estar
en Verona, porque, aquí, cualquiera de alcurnia puede entibiar sus helados miembros en
la habitación que ha abandonado, eso, mi querido Alio, no es humillante, es más una
desgracia. Me perdonarás, pues, si los dones que mi aflicción me arrancó, ésos, no te los
proporciono porque no puedo. Pues, el no tener conmigo una gran cantidad de libros se
debe a que vivimos en Roma: aquélla es mi casa, aquélla mi residencia, allí se consume
mi vida; hasta aquí me sigue, de mis muchos, un solo cofrecillo. Como esto es así, no
querría que te hicieras la idea de que yo obro con mala intención o con un espíritu no
demasiado noble, porque a ti, que me lo has pedido, no te he proporcionado ninguna de
las dos cosas: espontáneamente te las ofrecería si tuviera alguna posibilidad.
No puedo callar, diosas, en qué asunto me ayudó Alio ni con cuán grandes
servicios me ayudó, no sea que la fugacidad de la vida con el olvido de las generaciones
cubra con ciega noche estos desvelos suyos; sino que os lo diré a vosotros, vosotros
luego decídselo a muchos miles y haced que este papel, de viejo, hable, para que viva en
mis versos incluso después de la muerte (295) y que, muerto él, se haga conocido más y
más, y la araña que teje en lo alto su tela transparente no cumpla su tarea sobre el
nombre, desconocido, de Alio. Pues sabéis qué preocupación me trajo la doble diosa de
Amatunte (296) y en qué tipo de fuegos me abrasó cuando ardía yo tanto como la roca
Trinacria y el manantial del golfo Maliaco en las Termópilas del Eta (297), y, afligidos,
mis ojos no dejaban de consumirse en un llanto continuo ni mis mejillas de
humedecerse con triste lluvia de lágrimas.
Como límpido en la cumbre de un elevado monte brota de una piedra musgosa
un arroyo, y, cuando ha rodado entre las peñas desde un valle inclinado, atraviesa por el
medio de un camino de frecuente gentío, dulce alivio para el fatigado viajero en su
sudor, cuando agobiante el verano agrieta los campos abrasados; o como, zarandeados
en negro remolino, en ese momento a los marinos les llega una brisa favorable que
sopla muy suavemente, implorada ya con preces a Pólux, ya a Cástor (298): un socorro
tal fue para mí Alio. Él abrió con ancha linde un campo vallado, y él me dio una casa y
una dueña junto a la cual entregarme a amores recíprocos. Hacia allí se dirigió mi blanca
diosa (299) con delicado pie y, apoyando su resplandeciente planta en el gastado umbral,
se detuvo sobre sus parlanchinas sandalias, como en otros tiempos, ardiendo de amor
por su esposo, llegó Laodamía (300) a la casa de Protesilao, en vano comenzada, cuando
una víctima con su sagrada sangre aún no había apaciguado a los señores celestiales.
(¡Que nada me agrade en absoluto, virgen Ramnusia (301), lo que se emprende contra la
voluntad de los dioses!) Hasta qué punto un altar ayuno puede desear una sangre
piadosa lo aprendió Laodamía, tras perder a su marido, obligada a dejar escapar el cuello
de su reciente esposo antes que la llegada de sucesivos inviernos hubiese saciado en sus
largas noches su ávido amor hasta el punto de poder vivir con su matrimonio roto:
porque las Parcas (302) sabían que desaparecería en no largo tiempo, si se iba como
soldado a la muralla iliaca; pues entonces, por el rapto de Helena, Troya empezaba a
traer hacia sí a los principales varones de los argivos, Troya -nombre maldito-, sepulcro
común de Asia y Europa, Troya, amarga ceniza de varones y de todas las valentías, que
incluso acarreó a mi hermano una deplorable muerte. (¡Ay, hermano arrancado a mí,
para mi desdicha; ay, luz gozosa que te han arrancado, pobre hermano! Al tiempo que
tú ha quedado enterrada nuestra casa entera, al tiempo que tú han perecido todas
nuestras alegrías, que, en vida, alimentaba tu dulce amor (303). A él ahora tan lejos, no
entre sepulcros conocidos ni cerca de cenizas de parientes enterrado, sino en la siniestra
Troya, en la funesta Troya, lo retiene sepultado en el confín del mundo una tierra
extraña). Cuentan que, por dirigirse entonces hacia ella desde todas partes en tropel, la
juventud griega abandonó los hogares familiares, para que Paris, ufano con el robo de la
adúltera, no pasara un pacífico descanso en un tálamo sosegado. Esta desgracia, a ti,
bellísima Laodamía, te arrebató entonces un marido más dulce que tu vida y tu alma: la
pasión del amor, tragándote en tan gran torbellino, te había arrastrado hasta un
desgarrado abismo, como el de Féneo, cerca de Cilene, que -dicen los griegos- seca el
fértil suelo, evaporado el pantano, y que -es fama- en otro tiempo excavó, horadando las
entrañas del monte, el falso hijo de Anfitrión, en la época en que, por mandato de un
amo inferior, mató con su certera saeta a los monstruos de Estinfalo, para que la puerta
del cielo fuese hollada por más dioses y Hebe no tuviera una larga soltería (304). Pero tu
profundo amor fue más profundo que aquel abismo, amor que te enseñó a ti, entonces
indómita, a soportar el yugo.
Pues ni para un abuelo de avanzada edad tan querida es la presencia de un nieto
tardío que cría su única hija, nieto que, encontrado por fin para heredar las riquezas del
abuelo, apenas ha incluido su nombre en el registro del testamento, quita al pariente
burlado las perversas alegrías y hace alejarse al buitre de la cana cabeza. Ni tanto ha
gozado de un blanco palomo ninguna compañera que -dicen- le arranca siempre besos
con su mordiente pico con menos vergüenza que la que es mujer especialmente
insaciable. Pero tú sola has superado los grandes arrebatos de éstos, en cuanto te uniste
a tu rubio esposo. Digna rival entonces en todo o casi de ti, la luz de mis ojos (305) se
refugió en mis brazos; y corriendo a menudo Cupido a su alrededor de acá para allá,
refulgía radiante, con su túnica de azafrán. Aunque ella no se contenta sólo con Catulo,
soportaremos las escasas traiciones de mi reservada dueña para no ser demasiado
enojosos a la manera de los necios: a menudo incluso Juno, la más grande de los
habitantes celestiales, cuece la ira encendida por los pecados de su esposo, sabedora de
los muchísimos amoríos del insaciable Júpiter (306). Pero no es justo comparar a los
hombres con los dioses (307). No vino, sin embargo, ella, guiada hasta mí por la diestra
paterna, a una casa que exhalaba perfume asirio, sino que me dio sus furtivos regalillos
una noche maravillosa, robados de los brazos mismos de su propio marido. Por lo cual,
ya es bastante si a mí solo se me concede ese día que ella señala con piedra más
blanca (308).
Este regalo, el que he podido, compuesto en verso, te lo ofrezco, Alio, en
agradecimiento a tus muchos favores, para que tu nombre no lo toque con sucia
herrumbre ni este día ni mañana ni otro ni ninguno. A esto que añadan los dioses los
presentes, cuantos más mejor, que Temis (309) antaño solía conceder a los hombres
piadosos de antes. Que seáis felices tú y tu vida y tu casa, en la que hemos jugado al
amor mi dueña y yo, y el que desde el principio, como huésped, nos ofreció su
tierra (310), de quien especialmente han nacido todas las cosas buenas, y, sobre todo, por
delante de todos la que me es más querida que yo mismo, mi lucero, que, porque ella
vive, me es dulce vivir.

LXIX

No te extrañes, Rufo (311), de que ninguna mujer quiera tenerte sobre sus
delicados muslos, ni aunque la seduzcas con el regalo de un vestido especial o con el
capricho de una piedra preciosa. Te hace daño cierta mala habladuría, según la cual
dicen que un feroz macho cabrío habita bajo el valle de tus sobacos. A ése lo temen
todas, y no es extraño: pues es un animal muy malo, y con él una chica guapa no se
acostará. Por eso, o matas esa peste cruel para la nariz, o deja de extrañarte de que
huyan.

LXX

La mujer mía (312) dice que prefiere no entregarse a nadie más que a mí, ni
aunque el propio Júpiter se lo pida. Lo dice: pero lo que una mujer dice a su amante
ansioso, debe escribirse en el viento y en una corriente de agua.

LXXI

Si a alguien, con razón, le ha sido una molestia el maldito macho cabrío de los
sobacos, o si a uno, merecidamente, un tardío mal de gota lo desgarra, ese rival tuyo,
que se trabaja sin descanso a tu amor, milagrosamente ha obtenido de ti uno y otro mal.
Pues, cuantas veces jode, tantas castiga a ambos: a ella la agobia con su olor y él muere
de ataque de gota (313).

LXXII

Decías tiempo atrás que tú conocías sólo a Catulo, Lesbia, y que no querías,
cambiándolo por mí, ser dueña de Júpiter. Te amé tanto entonces, no como uno a su
amiga, sino como ama un padre a sus hijos y yernos. Ahora te conozco: por eso, aunque
me quemo con más vehemencia, sin embargo me resultas mucho más despreciable y
frívola. «¿Cómo puede ser?», dices. Porque un engaño de esa clase obliga al amante a
estar más enamorado pero a bienquerer menos.

LXXIII

Deja de querer merecer nada de nadie o de creer que alguien puede resultar leal.
Todo es ingratitud, nada aprovecha haber obrado buenamente; es más: incluso hastía y
perjudica más. Así me pasa a mí, a quien nadie atormenta más dura y amargamente que
el que hasta hace poco me tuvo como solo y único amigo (314).

LXXIV

Gelio (315) había oído que su tío solía censurar a todo el que hablara de sus
goces o se dedicara a ellos.
Para que eso no le pasara a él mismo, se dedicó a sobetear a la propia esposa de
su tío y lo convirtió en un Harpócrates (316).
Consiguió lo que quería: pues, aunque ahora se la dé a chupar a su propio tío,
éste no dirá una palabra.

LXXV

A tal situación ha llegado mi alma por tu culpa, Lesbia mía, y de tal modo ella
misma se ha perdido por su fidelidad, que ya no es capaz de bienquererte, aunque te
vuelvas la mejor, ni de dejar de desearte, hagas lo que hagas.

LXXVI

Si algún placer tiene el hombre al recordar sus buenas acciones del pasado,
cuando piensa que él es íntegro, que no ha violado la sagrada lealtad, ni en ningún pacto
ha hecho mal uso de la divinidad de los dioses para engañar a los hombres, muchas
alegrías permanecen preparadas para ti a lo largo de tu vida, Catulo, por este amor
desagradecido.
Pues todo lo que los hombres pueden decir o hacer en favor de alguien, eso tú
lo has dicho y lo has hecho. Todo ello pereció, confiado a un corazón desagradecido.
Por eso, ¿por qué vas a crucificarte ya más? ¿Por qué no te consolidas en tu espíritu y te
alejas de una vez de ahí y, ya que tienes a los dioses contra ti, dejas de ser desgraciado?
Difícil es dejar de repente un largo amor. Difícil es, pero consíguelo como sea:
ésa es tu única salvación, ésa debe ser tu victoria; hazlo, puedas o no puedas.
¡Dioses!, si es propio de vosotros sentir compasión, o si a alguno alguna vez en
el instante último, ya en el momento preciso de su muerte, le prestasteis ayuda, volved
los ojos a este desdichado que soy, y, si he pasado mi vida honradamente, arrancadme
esta peste y esta perdición: ¡ay!, penetrándome hasta lo más profundo de mis entrañas
como un letargo, expulsó de todo mi corazón las alegrías. Ya no deseo eso, que ella a su
vez me quiera, o, lo que no es posible, que quiera ser pudorosa: yo sólo deseo estar bien
y abandonar esta horrible enfermedad. ¡Dioses!, concedédmelo por mi amor a vosotros.

LXXVII

Rufo (317), a quien en vano e inútilmente he creído mi amigo (¿en vano? Mucho
peor: a un precio grande y doloroso), ¿así te infiltraste dentro de mí y, abrasándome
completamente las entrañas, arrancaste a este desdichado que soy toda nuestra dicha?
Me la arrancaste, ¡ay!, cruel veneno de nuestra vida, ¡ay!, peste de nuestra amistad.

LXXVIII

Galo (318) tiene dos hermanos, de los cuales uno tiene una esposa muy atractiva,
el otro un hijo atractivo. Galo es un hombre primoroso, pues une dulces amores,
cuando acuesta con el muchacho primoroso a la muchacha primorosa. Galo es un
idiota, y no cae en la cuenta de que él es un hombre casado que, en su faceta de tío, llega
a mostrar el adulterio a costa de un tío.

LXXVIII a (319)

… Pero ahora lamento esto: que tu sucia saliva haya meado los besos puros de
una muchacha pura. Pero eso no te lo vas a llevar sin castigo: pues todos los siglos te
conocerán y la vieja fama dirá qué clase de hombre eres.

LXXIX

Lesbio (320) es guapo. ¿Cómo no? A él Lesbia lo prefiere antes que a ti y a toda
tu familia, Catulo. Y, sin embargo, que ese guapo ponga en venta a Catulo con su
familia si ha encontrado tres besos de sus conocidos.

LXXX

¿Qué voy a decir, Gelio (321), de por qué esos rosados labios tuyos se vuelven
más blancos que la nieve de invierno, cuando de mañana sales de casa y cuando la hora
octava (322) te saca de la muelle tranquilidad en los días largos?
No sé qué hay de cierto: ¿o es verdad lo que susurran las habladurías de que tú
devoras la crecida tiesura de la entrepierna de un hombre? Es cierto, sí: lo gritan los
costados, rotos, del pobrecito Víctor (323) y tus labios marcados con suero ordeñado.

LXXXI

¿Es que entre tanta gente, Juvencio (324), no pudo haber ningún hombre guapo
del que te fueras tú a enamorar, en vez de este huésped tuyo, del moribundo lugar de
Pisauro (325), más pálido que una estatua amarillenta? Ese que ahora es tu delirio, a
quien te atreves a anteponer a mí: no sabes lo que haces haciendo eso.

LXXXII

Quintio (326), si quieres que Catulo te deba sus ojos o algo, si lo hay, más
querido que sus ojos, no le arrebates lo que le es mucho más querido que sus ojos o lo
que pueda ser más querido que sus ojos.

LXXXIII

Lesbia, en presencia de su marido (327), echa un montón de pestes contra mí:
eso a ese insensato le produce la máxima alegría. ¡Mulo!, no te enteras de nada: si, por
haberse olvidado de mí, callase, estaría curada; en realidad, como gruñe e injuria, no
sólo se acuerda de mí, sino, lo que es mucho más revelador, está encolerizada: o sea,
se quema y lo cuenta.

LXXXIV

Jarto (328) cuando quería decir harto y por hambre jambre, decía Arrio (329), y
pretendía que había hablado maravillosamente cuando había dicho jarto cuanto más
podía.
Creo que así hablaba su madre, así su tío por parte de madre, así su abuelo
materno y su abuela.
Desde el momento en que lo enviaron a Siria, los oídos de todo el mundo
habían descansado. Esas mismas palabras las oían suave y ligeramente pronunciadas y
no temían para sí tamañas barbaridades en adelante, cuando, de repente, se anuncia una
noticia horrible: el mar Jónico, tras haber ido Arrio hasta allí, ya no es Jónico sino Jojónico.

LXXXV

Odio y amo. Por qué hago eso acaso preguntas. No sé, pero siento que ocurre y
me atormento.

LXXXVI

Quintia (330) es para muchos hermosa, para mí deslumbrante, alta, bien
plantada; eso es así cosa por cosa, yo lo confieso. Pero digo que en conjunto no es
hermosa: pues ningún encanto, ni una pizca de sal hay en un cuerpo tan grande.
Lesbia es hermosa y es, no sólo bellísima toda entera, sino que, única como es,
arrebató a todas todos los atractivos.

LXXXVII

Ninguna mujer puede decir que la han querido de verdad tanto como yo te he
querido a ti, Lesbia. No hubo nunca en ningún pacto una lealtad tan grande como la
que yo he puesto de mi parte en mi amor por ti.

LXXXVIII

¿Qué hace, Gelio (331), el que se quita los picores con su madre y su hermana y
pasa la noche en vela con la túnica quitada? ¿Qué hace el que no deja ser marido a su
tío? ¿Sabes qué gran delito precisamente comete? Comete uno tan grande, Gelio, que ni
la lejana Tetís ni Océano (332), el padre de las Ninfas, pueden lavarlo: pues no hay delito
que vaya más lejos ni aun devorarse uno a sí mismo con la cabeza gacha.

LXXXIX

Gelio (333) está consumido: ¿cómo no? Si a él le vive una madre tan buena y tan
robusta, y una hermana tan atractiva, y un tío tan bueno, y todo su entorno está tan
lleno de primas mozas, ¿cómo va a dejar de estar demacrado? Aunque no atiente más
que lo que no está permitido tentar, encontrarás todas las razones que quieras de por
qué está magro.

XC

Que nazca un mago de la nefanda unión de Gelio (334) y su madre y aprenda el
arte adivinatoria persa: pues es forzoso que se engendre un mago de una madre y su
hijo, si es verdad la sacrílega religión de los persas (335), para que ese hijo (336) venere a
los dioses con plegarias rituales mientras derrite en las llamas un grasiento redaño.

XCI

Gelio (337), no esperaba que tú fueras a serme leal en este desgraciado amor
mío, en este perdido amor, porque te conociera bien o te considerara firme o capaz
de apartar tus pensamientos de un vergonzante ultraje, sino porque veía que no eran
ni tu madre ni tu hermana aquellas cuyo gran amor me comía; y, aunque me unía a ti
un trato profundo, había creído que eso no era para ti razón suficiente. Tú sí lo
consideraste suficiente: sólo encuentras satisfacción en cualquier clase de daño donde
hay algo de crimen.

XCII

Lesbia siempre echa pestes contra mí y no calla nunca: ¡que me muera si Lesbia
no me quiere! ¿Por qué señal lo conozco? Porque otras tales son las mías: la maldigo
todos los días, pero ¡que me muera si no la quiero (338)!

XCIII

No me afano nada en absoluto, César, en querer agradarte ni en saber si eres
hombre blanco o negro (339).

XCIV

«Minga (340) se dedica a la jodienda.» Claro, a la jodienda se dedica la minga. Ése
es el dicho: «La propia olla escoge las legumbres. (341)«

XCV

La Esmirna (342) de mi Cina, por fin después de nueve siegas desde que la
comenzó y después de nueve inviernos, se ha publicado, mientras Hortensio (343)
entretanto ha compuesto quinientos mil versos en uno solo.
La Esmirna llegará hasta lo más profundo de la honda corriente del Sátraco (344);
por mucho tiempo los encanecidos siglos leerán la Esmirna. Pero los Anales de Volusio
morirán a las puertas mismas de Padua (345) y con frecuencia servirán de flojas
envolturas a las caballas.
Que me queden en mi corazón los pequeños monumentos de mi amigo y que la
gente disfrute del hinchado Antímaco (346).

XCVI

Si a los mudos sepulcros puede llegar, Calvo, de nuestro dolor algo grato o
bienvenido, con qué añoranza recordamos los antiguos amores y lloramos las amistades
perdidas de antaño, con toda seguridad Quintilia no siente tanto dolor por su muerte
prematura como gozo por el amor que le muestras (347).

XCVII

¡Que los dioses me asistan! No creí que tuviese importancia alguna distinguir
entre oler la boca o el culo de Emilio (348). No más limpio éste, no más sucia aquélla,
pero acaso el culo es más limpio y mejor, pues no tiene dientes; y la boca (348 bis) tiene
unos dientes de pie y medio, unas encías de carro viejo y además una abertura tan ancha
como suele tener el coño una mula cuando mea en la calorina. ¿Y éste se folla a muchas
y se hace el guapo, y no se le manda al molino ni de asno (349)? Y la mujer que lo
atienta, ¿no vamos a creer que ésa es capaz de lamer el culo de un verdugo enfermo?

XCVIII

Contra ti, si contra alguien, podrido Victio (350), puede decirse eso que se dice a
los charlatanes y a los fatuos: que con esa lengua, si se te llegara el caso, podrías lamer
culos y sandalias de cuero basto. Si quieres perdernos totalmente a todos nosotros,
Victio, abre la boca: lograrás completamente lo que deseas.

XCIX

Te robé, mientras jugabas, Juvencio (351) de miel, un besito más dulce que la
dulce ambrosía (352). Pero no me lo llevé impunemente, pues, más de una hora,
recuerdo haber estado clavado en lo alto de una cruz mientras me justifico ante ti sin
poder, con mis lágrimas, amenguar un poquito tu crueldad. Pues, en cuanto te besé, te
enjugaste con todos los dedos los labios anegados de gotas, para que no quedara rastro
alguno de mi boca, como si fuera la sucia saliva de una sucia puta.
Además, no tardaste en entregarme, pobre de mí, a las torturas de Amor y de
atormentarme por todos los medios, para que, de ambrosía, se me transformara
inmediatamente aquel besito en más amargo que el eléboro (353) amargo. Ya que
ofreces este castigo a mi amor desdichado, nunca ya en adelante te robaré besos.

C

Celio (354) y Quintio (355), la flor de la juventud de Verona, mueren uno por
Aufileno, el otro por Aufilena (356); el primero por el hermano, el segundo por la
hermana. O sea, lo que se dice en verdad «una dulce cofradía fraternal». ¿Por quién me
interesaré más? Por ti, Celio, pues tu amistad hacia mí ha dado pruebas, por tus
actos (357), de ser única cuando una llama de locura me abrasaba las entrañas.
¡Que seas feliz, Celio, que tengas buena mano en tus amores!

CI (358)

Tras recorrer muchos pueblos y muchos mares, me acerco a estas desdichadas
exequias tuyas, hermano, para obsequiarte con el postrer regalo que se debe a los
muertos y dirigir, aunque sea en vano, mis palabras a tus mudas cenizas, puesto que la
fortuna me ha arrebatado tu presencia, ¡ay!, pobre hermano indignamente arrancado a
mí. Pero ahora, entretanto, esto, que según la antigua costumbre de los antepasados he
traído como triste regalo para tus exequias, recíbelo empapado en el llanto de tu
hermano. ¡Y para siempre, hermano, recibe mi saludo y adiós!

CII

Si algo se ha confiado por parte de un amigo a alguien callado y leal, cuya lealtad
de intención se ha conocido a fondo, encontrarás, Cornelio (359), que yo me he
consagrado con ese tipo de conducta, y piensa que me he convertido en un
Harpócrates (360).

CIII

O devuélveme, por favor, los diez mil sestercios, Silón (361), y luego sé, cuanto
quieras, cruel e insufrible, o, si te gusta el dinero, deja -te lo ruego- de ser un alcahuete y
al tiempo cruel e insufrible.

CIV

¿Crees que yo he podido maldecir de mi vida, que me es más querida que mis
propios ojos? No he podido, y, si pudiese, no la querría tan perdidamente. Pero tú y
Tapón (362) de todo hacéis prodigio.

CV

Minga (363) trata de escalar el monte de Pipla (364): las Musas lo arrojan monte
abajo empujándolo con garios.

CVI

Quien ve al pregonero con un chico guapo, ¿qué otra cosa puede creer, excepto
que desea con todas sus ganas venderse (365)?

CVII

Si a quien desea algo ardientemente le ha cabido en suerte sin esperarlo, eso le es
especialmente grato a su corazón. Por eso es grato también para mí, más precioso que el
oro, que vuelvas otra vez, Lesbia, a mí que te anhelo. Vuelves otra vez a mí que te
anhelo y no lo esperaba, vuelves a mí por tu propia voluntad. ¡Oh día de señal más
blanca (366)!
¿Quién vive más feliz que yo y sólo yo, quién podría decir que hay algo más
deseable que esta mi vida (367)?

CVIII

Cominio (368), si por sentencia del pueblo tu canosa vejez, ensuciada con
viciosas costumbres, acabase en la muerte, no me cabe la menor duda de que, lo
primero, esa enemiga de los honrados, tu lengua, cortada, sería echada a un buitre
devorador; tus ojos, arrancados, los devoraría con su negra garganta un cuervo; tus
entrañas los perros; el resto de tus miembros los lobos.

CIX (369)

Gozoso, vida mía, me haces ver que será este amor nuestro e imperecedero.
¡Grandes dioses!, haced que pueda ella prometerlo de verdad y que lo diga sinceramente
y de corazón, para que nos esté permitido mantener durante la vida entera este eterno
pacto de sagrada amistad.

CX

Aufilena (370), siempre se elogia a las buenas amigas: reciben su paga por lo que
deciden hacer. Tú, como prometiste y has faltado a tu palabra, eres mi enemiga:
cometes un atropello porque no das pero a menudo recibes. Es de mujer noble cumplir,
de decente pudo ser no haber prometido, Aufilena; pero apoderarse de lo que te den
engañando es una acción peor que la de una prostituta avara que se prostituye con su
cuerpo entero.

CXI

Aufilena (371), vivir contenta con un solo hombre, de las casadas es gloria de
privilegiada distinción; pero acostarse con cualquiera y cuanto se quiera es mejor que el
que tú, como madre, engendres primos de tu tío.

CXII

Muy hombre eres, Nasón (372), pero no es contigo muy hombre el que se te
agacha: Nasón, eres también un gran mamón (373).

CXIII

En el primer consulado de Pompeyo (374), dos, Cina (375), frecuentaban a
Mecilia (376); ahora, en su segundo consulado, siguen los dos, pero han crecido en mil
por cabeza. ¡Fecunda en adulterio la semilla!

CXIV

A tu fronda de Firmo (377), Minga (378), se la tiene, no sin razón, por rica,
porque hay en ella tantas cosas magníficas: caza, toda clase de peces, prados, sembrados
y animales salvajes. En vano: con los gastos sobrepasa las ganancias. Por eso, que sea
rica, lo admito, si todo le falta. Elogiemos la fronda, con tal de el dueño sea un
indigente.

CXV

Minga (379) tiene unas treinta yugadas (380) de prado, cuarenta de sembrados, el
resto son aguas. ¿Cómo no va a poder superar a Creso (381) en riquezas él, que posee en
un solo terreno tantas cosas buenas: prados, sembrados, enormes bosques y sotos y
pantanos que llegan hasta los hiperbóreos (382) y el mar Océano (383)?
Grande es todo esto; pero mucho más grande es el dueño: no es un hombre,
sino una gran minga amenazante.

CXVI

A pesar de buscar una y otra vez para ti, con empeñado ánimo de cazador,
versos que poder enviarte del Batíada (384), con los que te ablandaras conmigo y no
trataras de lanzar contra mi cabeza constantemente dardos hostiles, ahora veo que me
tomé ese trabajo en vano, Gelio (385), y que desde ese momento no han servido mis
ruegos. Por contra, evito esos dardos tuyos con el manto, pero tú, atravesado por los
míos, llevarás tu castigo.