La Eneida, Virgilio – Libro XI (versión en prosa)

Undécimo libro de la Eneida, por Virgilio. Versión en prosa.

La Eneida

Publio Virgilio Marón

La Eneida (en latín Aeneis) es la obra maestra de Publio Virgilio Marón, uno de los más célebres de todos los poetas romanos. Estos poemas, divididos en doce libros y dos tomos, fueron escritos entre los años 29 a. C. a 19 a. C. bajo el encargo del emperador Augusto con el fin de darle a Roma una épica fundacional. Basándose en la obra homérica, Virgilio relata la épica de Eneas, un héroe troyano que escapa a la destrucción de Troya y tras un viaje plagado de amenazas y aventuras concluye con la fundación de Roma a la manera de los mitos griegos.

La Eneida

Tomo I
Libro ILibro IILibro IIILibro IVLibro VLibro VI

Tomo II
Libro VIILibro VIIILibro IXLibro XLibro XILibro XII

Ir a la biblioteca de textos clásicos

UNDÉCIMO LIBRO

Alzábase ya del mar en tanto la naciente aurora, y Eneas, aunque estimulado por la impaciencia de dar sepultura a sus compañeros, y conturbado su espíritu por tantos desastres, estaba ofreciendo vencedor sus votos a los dioses desde el primer rayar del día. Hace hincar en la cima de un collado una corpulenta encina, limpia de todas sus ramas, y suspende de ella las brillantes armas, despojos del capitán Mecencio, trofeo consagrado a ti ¡Oh gran dios de la guerra! En él coloca el penacho del guerrero, chorreando sangre, sus rotos dardos y su coraza agujereada y rota por doce partes; enlaza a la izquierda su escudo de bronce y le suspende del cuello la ebúrnea espada. En seguida arenga en estos términos a sus entusiastas compañeros, rodeado de toda la apiñada muchedumbre de sus capitanes: «Ya está hecho lo más ¡Oh guerreros! deponed todo temor; eso sólo nos resta ahora. Ahí tenéis esos despojos, primicias de un rey soberbio; ahí tenéis a Mecencio tal cual le han parado mis manos. Marchemos ahora a la ciudad del rey latino; apercibid las armas y anticipad el fin de la guerra con vuestro esfuerzo y confianza, para que ningún impedimento os conturbe, ni os retrase y amedrente ningún suceso por cogeros desprevenidos, en mandando los dioses que levantemos pendones y saquemos del campamento a nuestra gente. Entre tanto entreguemos a la tierra los insepultos cuerpos de nuestros compañeros, único honor que dura allá en el profundo Aqueronte. Id, añade, y pagad el postrer tributo a aquellas ilustres almas que con su sangre nos dieron esta patria; mas antes enviemos a la desolada ciudad de Evandro al esforzado Palante, que un aciago día nos arrebató, sumergiéndole en acerba muerte.»

Dice así llorando, y encamina sus pasos a los umbrales donde custodiaba los inanimados restos de Palante el anciano Acestes, escudero del árcade Evandro, y a la sazón, bajo menos felices auspicios, ayo de su querido hijo. En torno estaba toda su servidumbre, multitud de Troyanos y las mujeres de Ilión con gran duelo, y destrenzando el cabello según la usanza. Apenas entró Eneas por el alto pórtico, cuando alzaron sus alaridos hasta las estrellas, golpeándose el pecho y haciendo crujir la estancia con sus lamentos: él, en cuanto vio la cabeza sostenida y el rostro blanquísimo de Palante, y la herida abierta por una lanza ausonia en aquel hermoso pecho, exclama así, anegado en llanto: «¡Que así me vede la fortuna, cuando más propicia se venía a mí, oh mísero mancebo, que veas mi reinado y restituirte vencedor a tu patria morada! No es esto lo que al partir prometí a tu padre Evandro, cuando estrechándome en sus brazos me prometía la conquista de un vasto imperio, pero advirtiéndome temeroso que iba a pelear con gente brava y tenaz. Acaso ahora, llevado de una vana esperanza, ofrece votos a los dioses y acumula ofrendas en los altares, mientras nosotros, doloridos, tributamos vanos honores a este mancebo exánime, que ya nada debe a dioses algunos. ¡Infeliz, que verás las crueles exequias de tu hijo! ¿Es esto lo que te prometías de mi vuelta? ¿Son estos los triunfos que esperabas? ¿Es ésta la gran fe que tenías en mi? Mas al menos ¡Oh Evandro! no verás a tu hijo muerto a impulsos de afrentosas heridas, ni desearás para ti crudo fin, viéndole salvo, pero sin honra. ¡Ay de mi! y cuánta fortaleza has perdido ¡Oh Ausonia! y tú también ¡Oh Iulo!»

Luego que en estos términos se hubo lamentado, mandó alzar el mísero cuerpo, confiando el honor de su última custodia a mil guerreros elegidos entre todo su ejército, para que le acompañen y asistan al llanto del triste Evandro, pequeño consuelo en tan grande quebranto, pero debido a un desventurado padre. Otros diligentes entretejen zarzos con flexibles ramas de madroño y de encina a modo de blando féretro, que cubren con un sombrío toldo de verdura, y colocan en aquel rústico lecho al noble mancebo, semejante a la flor cortada por los dedos de una virgen, blanda violeta o lánguido jacinto, que aun conservan su brillo y hermosura, aunque la madre tierra no los sustenta ni les da fuerza. Sacó entonces Eneas dos delicadas túnicas de grana recamadas de oro, que con sus propias manos labró gozosa para él en otro tiempo la sidonia Dido; lleno de dolor viste una de ellas al mancebo por postrimera honra y cubre con un manto su cabellera, destinada a las llamas; en seguida manda reunir y que le traigan con gran pompa multitud de despojos bélicos ganados en los campos de Laurento, a que añade los caballos y las armas arrebatadas a los enemigos. Allí estaban también, amarradas las manos detrás de la espalda, los cautivos destinados al sacrificio por los manes de Palante, y cuya sangre debía regar su hoguera funeral. Manda además que sus capitanes mismos traigan troncos vestidos con las armas ganadas a los enemigos, y que en ellos se escriban los nombres de éstos. Síguelos, sostenido por los que le acompañan, el triste Acestes, abrumado por la edad, y que unas veces se desgarra el pecho con las manos, ya el rostro con las uñas, ya desplomado se deja caer cuan largo es en tierra. Va detrás el carro de Palante, regado con sangre rútula; síguele, sin jaez, su caballo de batalla, Etón, triste y regando su faz gruesas lágrimas. Unos llevan su lanza y su escudo, pues sus otras armas están en poder del vencedor Turno; detrás van, afligida falange, los Teucros y los Tirrenos, y los Arcades con las armas vueltas en señal de luto. Cuando iba ya largo trecho delante la fúnebre comitiva, paróse Eneas y así exclamó, lanzando un profundo gemido: «A otras lágrimas nos destinan todavía los crudos hados de esta guerra; salve por siempre ¡Oh noble Palante! adiós para siempre.» No dijo más, y encaminándose hacia los altos muros, dirigió el paso a sus reales.

Ya en esto habían venido de la ciudad latina emisarios ceñidos de oliva, pidiendo por merced se les dejase recoger los cuerpos de los suyos, que muertos a hierro, yacían tendidos en el campo, y darles sepultura, pues, ya no había lid posible con unos vencidos y privados de la luz del cielo, y debía tener piedad de los que le habían dado hospedaje y cuya alianza había solicitado. Juzgando atendibles sus ruegos, concédeles el bondadoso Eneas la merced que piden y así les dice: «¿Cuál injusta fortuna ¡Oh Latinos! os ha lanzado a esta desastrosa guerra y retraídos de tenernos por amigos? Me pedís paz para los muertos, para los que han sucumbido a los azares de la guerra, y en verdad que yo quisiera concedérsela hasta a los vivos. No hubiera venido aquí si los hados no me hubieran designado este territorio para fijar en él mi asiento, ni muevo guerra a esta nación; vuestro Rey fue quien quebrantó las leyes de la hospitalidad, prefiriendo poner su confianza en las armas de Turno: más justo fuera, pues, que Turno arrostrara la muerte que ésos han hallado. Si quería dar término a la guerra con su diestra y arrojar de Italia a los Teucros, debió cruzar conmigo sus armas, y hubiera quedado con vida aquel a quien se la dieran los dioses y su brazo. Ahora volveos y entregad al fuego los cuerpos de vuestros míseros ciudadanos.» Atónitos y en silencio escucharon los emisarios estas razones de Eneas y quedaron mirándose unos a otros, hasta que el más anciano de ellos, Drances, siempre enconoso enemigo del joven Turno, responde en estos términos: «¡Oh varón troyano, grande por tu fama y más grande aún por tus armas! ¿Con qué loores te ensalzaré en el firmamento? ¿Te admiraré más por tu justicia o por tu esfuerzo en la guerra? Sí, agradecidos llevaremos tus palabras a nuestra ciudad patria, y si algún camino abre para ello la fortuna, te enlazaremos con el rey latino: búsquese Turno otras alianzas. Y a más nos será grato ayudarte a levantar las grandes murallas que te están prometidas por los hados y llevar en hombros piedras para la nueva Troya» Dijo así, y todos unánimes aplaudieron con entusiasmo sus palabras, ajustaron una tregua de doce días, y, a favor de aquella paz, Teucros y Latinos vagaron juntos impunemente por las selvas y los collados. Resuena el fresno herido del hacha; caen los pinos erguidos hasta las estrellas, y ni cesan de rajar con cuñas el roble y el oloroso cedro, ni de transportar quejigos en rechinantes carros.

Ya en tanto la voladora Fama, nuncia de tan gran desastre, había llevado su noticia a oídos de Evandro y llenado con ella su palacio y la ciudad, después de haber poco antes difundido por el Lacio la victoria de Palante. Precipítanse los Arcades a las puertas asiendo, según la antigua usanza, teas funerales; relumbra el camino una larga hilera de llamas, que ilumina a lo lejos las campiñas. Júntase aquella dolorida muchedumbre a la de los Frigios, que era ya llegada, y las matronas, luego que las vieron entrar en las casas, llenaron de férvidos clamores la desolada ciudad. No hay fuerzas entonces que basten a sujetar a Evandro, el cual, metiéndose por medio de la multitud, se precipita sobre el féretro de Palante, ya puesto en tierra, y abrazándose a él con lágrimas y gemidos, exclama así, apenas el dolor abre por fin camino a la voz: «¡No era esto, oh Palante, lo que prometías a tu padre, cuando protestabas que serías cauto en confiar tu vida al crudo Marte! No se me ocultaba a mí cuánto seduce el ansia de la primera gloria, cuánto es dulce el triunfo en un primer combate. ¡Oh miserables primicias de tu juvenil ardor! ¡Oh duro, aprendizaje de una vecina guerra! ¡Oh votos y oh ruegos míos, desoídos por los dioses! ¡Oh virtuosísima esposa mía, feliz tú, que con tu muerte, no estás reservada a este acerbo dolor, y a diferencia de mi, triste padre, que, contra orden natural de los hados, sobrevivo a mi hijo! ¡Si yo hubiera seguido las armas de mis aliados los Troyanos, abríanme los Rútulos abrumado con sus dardos, yo solo habría entregado el alma, y esa pompa funeral me traería a mí, no a Palante, a mi palacio! Mas no os acuso ¡Oh Teucros! ni me pesa haber hecho alianza con vosotros, ni de haberos dado la mano en prenda de hospitalidad; esta suerte era debida a mis cansados años, pues ya que tan prematura muerte aguardaba a mi hijo, dichoso fue al menos en morir habiendo antes dado muerte a millares de Volscos y conducido a los Teucros al Lacio. Yo mismo ¡Oh Palante! no te hubiera honrado con más digno funeral que el que te aparejan el pío Eneas y los animosos Frigios, y los capitanes tirrenos y todo su ejército, trayendo esos grandes trofeos de los que inmoló tu diestra. ¡Oh Turno! estarías ahora aquí, bajo la figura de un gran tronco vestido de tus armas, si Palante te hubiera igualado en edad y fuerzas. Mas, ¿para qué ¡infeliz! detengo a los Teucros lejos del campo de batalla? Id, y acordaos bien de decir a vuestro Rey, en mi nombre, estas palabras: «Si muerto Palante, conservo aún esta odiosa vida, es porque espero en tu diestra; ya ves que debes al padre y al hijo la sangre de Turno: este solo medio os queda a ti y a la fortuna para darme algún consuelo. No anhelo, ni sería justo, las alegrías de la vida; mas quiero llevar ésta al hijo mío a la profunda mansión de los manes.»

En tanto la aurora había restituido su alma luz a los míseros mortales, trayéndoles nuevamente sus trabajos y ejercicios. Ya el caudillo Eneas, ya Tarcón habían levantado las piras en la corva playa, donde cada cual, según la usanza patria, hizo llevar los cuerpos de los suyos, y al levantarse las llamas funerales, se envuelve el cielo en tenebrosa humareda.

Tres vueltas dieron a pie, ceñidos de refulgentes armas, alrededor de las ardientes hogueras; otras tres dieron a caballo en torno de los tristes funerales, lanzando alaridos, regando sus lágrimas la tierra y sus armas: los clamores de los hombres y el ruido de las trompetas llegan al cielo. Unos echan al fuego los despojos arrebatados a los Latinos vencidos, yel mos, ricas espadas, frenos, rápidas ruedas; otros, prendas conocidas, los escudos de los mismos que ardían en las piras y sus dardos, de que tan sin fortuna habían usado. En derredor inmolan en ofrenda a la muerte multitud de toros; degüellan en las llamas cerdosos puercos y alimañas cogidas en los campos. Por toda la playa contemplan la quema de cuerpos de sus compañeros y guardan las hogueras medio consumidas, sin acertar a arrancarse de aquellos sitios, hasta que la húmeda noche tachona el cielo de rutilantes estrellas.

De la propia suerte los míseros Latinos levantaron en diverso sitio innumerables piras. Entierran una parte de sus cadáveres, llevan otros a los campos inmediatos, y a la ciudad, y queman el resto, sin distinción ni cuenta, en inmenso y confuso montón; por doquiera relumbran a porfía con abundantes hogueras los dilatados campos. Cuando la luz del tercer día ahuyentó del cielo las frías sombras, fueron, desolados, a sacar de entre los altos montones de ceniza los revueltos huesos, para cubrirlos, tibios todavía, con un túmulo de tierra. Pero donde son mayores el túmulo y la desolación es en la ciudad, en el palacio del prepotente rey latino. Allí madres, míseras esposas, allí amorosas y afligidas hermanas y niños huérfanos, maldicen aquella horrible guerra y el proyectado enlace con Turno, pidiendo que él sea, quien corra la suerte de las armas, pues reclama para sí el reino de Italia y los supremos honores. En lo mismo insiste el rencoroso Drances, asegurando que a Turno, sólo a Turno, llama Eneas a la lid. Al mismo tiempo, y por el contrario, muchos hablan en favor de Turno, amparado del gran nombre de la Reina, y a quien apoya además la alta y merecida fama que ha ganado con sus trofeos.

En medio de aquellas turbulencias y en el hervor de aquellos bandos, he aquí que llegan los embajadores enviados a la gran ciudad de Diomedes, tristes con la respuesta que traen de que nada han conseguido después de tantos afanes y de apurados todos los medios; de nada han valido ni las dádivas, ni el oro, ni las más rendidas súplicas; de que es fuerza, en fin, a los Latinos buscar el auxilio de otras armas o solicitar la paz del rey troyano. a esta nueva, desfallece de dolor el rey Latino: la ira de los dioses y tantos túmulos recientes, levantados ante sus ojos, le demuestran que Eneas es en efecto el verdadero dominador que traen los hados a Italia. Llama, pues, a un gran consejo, en su palacio, a los próceres de su reino, que acuden en gran número, llenando todas las calles; en medio de ellos se sienta, nublada de tristeza la frente, el rey Latino, el más entrado en años y el primero de todos en autoridad. Manda introducir a los emisarios recién llegados de la ciudad etolia y que repitan menudamente y por su orden las respuestas que traen; entonces, en medio de un silencio general, Vénulo, obediente, comienza su relato en estos términos:

«Hemos visto ¡Oh ciudadanos! a Diomedes y el campamento argivo, y arrostrando los azares del camino, hemos tocado aquella mano a cuyo empuje cayó la ciudad de Ilión en ocasión en que el vencedor estaba edificando en los campos de Yapigia, al pie del monte Gárgano, la ciudad de Argiripa, denominada así en recuerdo de su antigua patria.

Introducidos a su presencia y autorizados a hablar, presentamos los regalos que llevábamos y declaramos nuestros nombres y nación; quiénes habían traído la guerra a nuestro suelo, y el motivo que nos llevaba a Arpos. Oído esto, respondiónos así con apacible continente: «¡Oh nación afortunada, reino de Saturno, antiguos Ausonios! ¿Qué destino fatal os inquieta hoy y os impele a guerrear con gente desconocida? Todos los que talamos con el hierro los campos de Ilión, sin contar las desventuras que apuramos peleando bajo sus altos muros, y los guerreros que oprime el Simois bajo el peso de sus olas, vamos purgando por todo el orbe nuestras culpas con todo linaje de infandos castigos, a tal punto, que el mismo Príamo tendría compasión de nosotros: sábenlo la triste estrella de Minerva y los escollo eubeos y el vengador Cafereo. Desde que concluyó aquella guerra, arrojados a diversas playas, el atrida Menelao se ve desterrado allá en las remotas columnas de Proteo; Ulises ve los Cíclopes del Etna. ¿Recordaré el reinado de Neptolemo; los revueltos penates de Idomeneo; a los Locros, hoy moradores de la playa líbica? El mismo caudillo de los valerosos griegos, el rey Micenas, pereció en el umbral de su palacio bajo la diestra de su pérfida esposa; el adúltero ocupa el trono de la vencida Asia.

Y a mí mismo ¿No me han vedado los dioses que, de vuelta en mi patria, volviese a ver a una esposa deseada y a mi hermosa Calidonia? Aun ahora me persiguen espantables visiones, y mis perdidos compañeros, transformados en aves, surcan el éter con sus alas y ¡Oh tremendo suplicio de los míos! vagan por los ríos y llenan los riscos con sus lacrimosas voces. A todo debí, en verdad, esperarme desde aquel día en que ¡Insensato! arremetí con mi espada a los númenes y herí a Venus en la diestra. No, ¡No! no me excitéis a la contienda; derruida ya Pérgamo, no quiero ya la guerra con los Teucros, ni me regocijo ya de sus antiguos desastres. Esos presentes que me traéis de vuestro suelo patrio, llevadlos a Eneas: frente a frente nos hemos visto, hierro a hierro, brazo a brazo; creed a quien ha probado por experiencia propia cuán terrible se levanta armado con su escudo, con qué pujanza fulmina el dardo. Si el suelo del Ida hubiera producido otros dos guerreros como Héctor y Eneas, el Dárdano hubiera pasado a las ciudades de Inaco, y la Grecia llorara trocados destinos. Lo que retrasó por diez años la victoria de los Griegos junto a los muros de la fuerte Troya, fue el valor de aquellos dos, ambos insignes por su esfuerzo y sus proezas, pero superior Eneas por su piedad. Tenedle, pues, por aliado a cualquier costa: mas guardaos bien de trabar batalla con él.» Ya has oído ¡Oh el mejor de los reyes! la respuesta que traemos y lo que Diomedes opina de esta gran guerra.

Apenas hablaron los legados, empezó a circular vario rumor por los turbados labios de los Ausonios, como cuando, atajada con piedras la rápida corriente de los ríos, hácese un sordo murmullo en el obstruido cauce, y con el estrépito de las olas se estremecen las vecinas riberas. Luego que se sosegaron los ánimos y cesó el tumulto, el Rey, después de invocar a los dioses, habló así desde su alto solio:

«Ciertamente ¡Oh Latinos! querría yo, y nos hubiera estado mejor, que antes de ahora se tratara de este importantísimo punto; pues no es ocasión de celebrar consejo cuando el enemigo asedia nuestros muros. Empeñados estamos ¡Oh ciudadanos! en importuna guerra con varones invictos, descendientes del linaje de los dioses, gentes a quienes ningunas batallas fatigan y que ni aun vencidos pueden deponer la espada. Si alguna esperanza fundabais en los socorros de armas pedidos a los Etolios, renunciad a ella; ponga en sí cada cual toda su esperanza, y ya veis cuán pocas podemos todos abrigar. A la vista tenéis, tocando estáis la gran ruina de todos nuestros recursos. Ni culpo a nadie; cuanto pudo hacer el más heroico valor, lo hemos hecho; hemos peleado con todas las fuerzas del reino. Ahora pues voy a deciros en cuál parecer se fija mi mente incierta; escuchadme; pocas palabras me bastarán para enteraros de él. Poseo de antiguo un dilatado territorio, contiguo a las márgenes del toscano río, que se extiende hacia el ocaso hasta los confines sicilianos; cultívanle los Auruncos y los Rútulos, labrando con la reja sus duros collados, y apacientan sus rebaños en aquellas asperezas. Cedamos a los Teucros, en precio de su amistad, toda aquella región, con su alta montaña cubierta de pinos, y ajustando con ellos equitativa paz, llamémoslos a formar parte de nuestra nación; fijen aquí su asiento, ya que tanto lo desean, y constrúyanse una ciudad. Si es su intento dejar nuestro suelo, cosntruyámosles de roble ítalo veinte naves, o más, si pueden llenarlas: dispuesto está todo el material a la orilla del río; señalen ellos mismos el número y la calidad de las naves; nosotros les suministraremos hierro, operarios y todo lo preciso. Es además mi voluntad que vayan cien lega dos de las principales familias latinas, con ramos de pacífica oliva en las manos, a llevarles nuestras proposiciones, a ajustar con ellos alianza y ofrecerles en donativo talentos de oro y marfil, y juntamente el solio y la trabea, insignias de mi poder real. Consultad ahora entre vosotros y venid en auxilio de este decadente Estado.»

Levántase entonces Drances, enemigo mortal de Turno, cuya gloria le tenía devorado de secreta envidia; rico de hacienda y aún más de facundia, pero cobarde en la guerra; tenido por hábil en el consejo y diestro en fraguar sediciones; de alta nobleza por su madre, ignorábase quien fuera su padre. Puesto, pues, en pie, agrava más y más con estas palabras la irritación de los ánimos:

«A nadie se oculta, ¡Oh buen Rey! ni necesita el testimonio de mi voz, el grave punto de que estás tratando. Todos sabemos, pero ninguno osa decir, lo que reclama el bien de la nación. Dejemos libertad de hablar y rebaje sus fieros aquel cuyos infaustos auspicios y por cuya fatal influencia (lo diré, sí, aunque sus armas me amenacen con la muerte) sucumbieron tantos ilustres caudillos y vemos a toda la ciudad anegada en llanto; mientras él prueba a atacar los reales troyanos, confiado en la fuga, y amenaza con sus armas al cielo.

A esos numerosos presentes que dispones destinar a los Dárdanos ¡Oh el mejor de los reyes! añade uno, uno solo; y no te retraiga ajena violencia de dar ¡Oh padre! tu hija a un esclarecido yerno, digno de ella, y de ajustar así la paz con eterna alianza. Si el terror que Turno te inspira es tal, que no osas hacerlo así, supliquémosle, imploremos de él mismo por merced, que ceda, que deje al Rey usar de su derecho y sacrifique su interés al bien de la patria. ¿Por qué lanzas en inevitables desastres a nuestros míseros ciudadanos, ¡Oh tú!

origen y causa de todas las desventuras del Lacio? No hay para nosotros salvación posible en la guerra; todos te pedimos la paz ¡Oh Turno! y con ella la única prenda inviolable de la paz. Yo el primero, yo, de cuya enemistad estás persuadido, y no niego que con razón, te dirijo esta súplica: compadécete de los tuyos, depón esos bríos, y vencido retírate; bastantes derrotas y desastres hemos sufrido ya; harto desolados están ya nuestros extensos campos. O si tanto te tira el amor de la gloria, si es tan esforzado tu corazón, si aun insistes en que la que sea tu esposa te ha de traer por dote un trono, lánzate y confiado opón tu pecho al enemigo que te aguarda. ¡Bueno fuera que para que Turno obtenga una esposa de sangre real, nosotros, almas viriles, turba insepulta y de nadie llorada, quedáramos tendidos en los campos de batalla! ¡No! si hay alguna fortaleza en ti, si conservas algo del valor de tu linaje, ve a verte cara a cara con el que te está desafiando…»

Subió de punto con tales razones el furor de Turno, el cual, bramando de ira, rompió a hablar en estos acentos, arrancados de lo más hondo de su pecho: «Cierto que siempre ¡Oh Drances! tienes gran flujo de palabras cuando la guerra pide manos; siempre acudes el primero a las juntas de los próceres; pero no es ocasión de llenar la sala del Consejo con esa multitud de pomposas palabras, que muy seguro echas a volar, mientras la valla de los muros detiene al enemigo y no rebosan en sangre los fosos. ¡Truene pues, según costumbre, tu elocuencia; motéjame de cobarde; tú Drances, tú, cuya diestra ha aglomerado tantos sangrientos montones de cadáveres teucros y cubierto aquí y allí los campos de tantos insignes trofeos! No estará de más, sin embargo, que probemos lo que da de sí tu impetuoso brío; no tendremos que ir a buscar lejos los enemigos; por donde quiera rodean nuestras murallas. ¿Vamos a su encuentro? ¿Qué te detiene?

¿Siempre tu bélico ardor ha de estar, por ventura, en tu fanfarrona lengua y en esos fugaces pies?… ¡Yo vencido! ¿Yquién, infame, podrá con razón motejarme de vencido, después de haber visto crecer hinchado el Tíber con sangre troyana, derrumbarse con su linaje toda la casa de Evandro y a los Arcades despojados de sus armas? No me encontraron tal como dices Bicias y el corpulento Pandaro y los mil guerreros que arrojé, vencedor, al Tártaro, aquel día en que me vi encerrado en los muros enemigos, cercado de una furiosa muchedumbre. ¡No hay para nosotros salvación posible en la guerra! ¡Insensato! Ve a halagar con esas palabras los oídos del caudillo dárdano y de tus parciales; no te detengas en conturbar a todos con tu gran miedo, en ensalzar la pujanza de unas gentes dos veces vencidas, ni en deprimir las armas de los Latinos. ¿Y por qué no añades que los caudillos de los Mirmidones, y el hijo de Tideo y Aquiles de Larisa, tiemblan de las armas frigias, y que el río Aufido hace retroceder su corriente, medrosa de las ondas adriáticas? ¡Artífice de maldades, aparenta que no se atreve a hablar contra mi causa, y con su fingido miedo encona los ánimos contra mí! No tiembles, no huyas; nunca esta diestra te arrancará esa alma vil; more contigo y quédese en ese pecho, digno de ella.

Ahora, ¡Oh gran Rey! vuelvo a ti y a tu consulta. Si ninguna esperanza pones ya en nuestras armas, si tan perdidos estamos, y porque una vez volvimos la espalda, hemos caído tan completamente, que ya la fortuna no tiene desquite para nosotros, imploremos la paz y tendamos al vencedor las inertes manos, aunque… ¡Oh, si aun nos quedase algo de usado brío!… ¡Feliz el que, por no presenciar estas miserias, cayó sin vida en la batalla y con su boca mordió la tierra! Mas su aun nos quedan recursos, si aun está entera nuestra juventud, y las ciudades y los pueblos de Italia pueden darnos auxilios; si los Troyanos han ganado gloria a costa de mucha sangre; si también ellos han tenido sus funerales, y todos hemos corrido igual borrasca, ¿Por qué desfallecemos sin pudor ahora que empieza la guerra? ¿Por qué nos damos a temblar antes de que la trompeta toque el arma? El tiempo y la trabajosa sucesión de los días han traído muchas cosas a mejor estado; a muchos la fortuna, después de hacerlos juguete suyo, asistiéndolos y abandonándolos alternativamente, acabó en fin por colocarlos en una sólida prosperidad.

No nos auxiliará el Etolio ni la ciudad de Arpos, pero serán con nosotros Mesapo y el afortunado Tolumnio y tantos caudillos como nos han enviado los pueblos de Italia; no será escasa la gloria en seguir a los elegidos del Lacio y de los campos laurentinos. Con nosotros está también Camila, de la ilustre nación de los Volscos, que acaudilla un escuadrón de jinetes, gente lucida y bien armada de hierro. Mas si sólo conmigo quieren pelear los Teucros, si os place que así sea, y si tan grande obstáculo soy al pro comunal, no es tan esquiva con estas manos la victoria, que me arredre prueba alguna a trueque de tan grandes esperanzas. Contra él iré animoso, y más que supere en esfuerzo el grande Aquiles y, como él, se vista de armas forjadas por Vulcano, yo, Turno, no inferior en valentía a ninguno de mis mayores, os consagro esta mi vida a vosotros y a mi suegro el rey Latino. A mí solo me desafía Eneas; desafíeme, yo lo pido. Si me persigue la cólera de los dioses, no es razón que los aplaque Drances con su muerte; y si hay virtud y gloria que ganar en este trance, tampoco es razón que me las quite.»

Mientras de esta suerte disputaban acaloradamente sobre su apurada situación, levantaba Eneas sus reales y ponía en movimiento su ejército, y he aquí que de pronto se precipita en las regias estancias un mensajero con gran tumulto, llenando de espanto a toda la ciudad, con la nueva de que los Teucros y la hueste tirrena, en orden de batalla, han dejado el río Tíber y se acercan, cubriendo las dilatadas campiñas.

Contúrbanse los ánimos; la multitud se altera y agita: el furor aguija todos los pechos. Trémulos de ira, todos requieren sus armas, por armas brama la briosa juventud; contristados los ancianos, lloran y murmuran por lo bajo; por donde quiera se alzan en los aires discordes clamores; bien así como cuando se posan en un espeso bosque multitud de aves, o cuando en el río de Padua, abundante en peces, los roncos cisnes atruenan las parleras marismas. Aprovechando Turno aquella ocasión, «Así, ciudadanos, exclama, celebrad consejo, y sen tados en vuestras sillas, alabad las ventajas de la paz, mientras las armas enemigas invaden el reino.» No dice más, y arrójase rápido fuera de la estancia. «Tú, Voluso, le dice, haz que se armen las huestes de los Volscos y trae a los Rútulos; Mesapo, y tú Coras, con tu hermano, cubrid los llanos con la caballería. Defiendan unos las avenidas de la ciudad y ocupen las torres, y quédense los demás para seguirme adonde yo los mande.» Con esto, la población entera se precipita a las murallas; el mismo rey Latino abandona el consejo y conturbado con las calamidades de los tiempos, aplaza aquellas grandes deliberaciones. Acúsase agriamente de no haber acogido de buen grado al dárdano Eneas y asociádole en calidad de yerno a su imperio. Otros abren zanjas delante de las puertas, o acarrean piedras y estacas; la ronca bocina da la sangrienta señal de la lid; las mujeres y los niños se suben en tropel a los adarves; a todos concita aquel postrero trance.

Rodeada de una muchedumbre de matronas, dirígese la Reina, llevando ofrendas, al templo y al alto alcázar de Palas; a su lado va la virgen Lavinia, causa de aquel tan gran desastre, clavados en tierra los hermosos ojos. Van entrando por su orden las matronas en el templo, que perfuman con inciensos y desde el alto atrio comienzan a entonar estos tristes lamentos: «¡Armipotente árbitra de la guerra, virgen hija de Tritón, quebranta con tu mano las armas del frigio robador, y derríbale en el suelo, y póstrale bajo esas altas puertas!»

Entre tanto, ardiendo en ira, cíñese Turno las armas para la pelea; ya se ha vestido la coraza rútula, erizada de escamas de bronce, y se ha rodeado a las piernas las grebas de oro, desnudas todavía las sienes; ya se había ceñido la espada al costado, y rutilante bajaba corriendo desde el alto alcázar, rebosando de ufanía y seguro ya de vencer al enemigo. No de otra suerte, cuando, rotas sus ligaduras, se escapa de la cuadra, libre en fin, un caballo, apodérase del abierto campo, o se dirige a las dehesas y a las yeguadas, o corre a bañarse en las aguas del conocido río, dando botes, relinchando alborozado, aguzadas las orejas y encorvada la cerviz, cayéndole en desorden las crines por cuello y brazos. Sale a su encuentro, seguido de su escuadrón de Volscos, la reina Camila, la cual se apea de su corcel en las mismas puertas de la ciudad, siguiendo su ejemplo toda la cohorte, y dice así a Turno: «Si puede tenerse confianza en la propia fortaleza, yo la tengo en la mía, y te prometo hacer frente a las huestes de Eneas y marchar sola contra la caballería tirrena. Consiente que yo sea quien arrostre los primeros peligros de la guerra; tú quédate con los peones en las murallas y guarda la ciudad.» Clavados los ojos en la terrible virgen, respóndele así Turno: «¡Oh virgen, gloria de Italia! ¿Cómo podré agradecerte, cómo podré pagarte tan gran merced? Ven, pues que tu aliento es superior a todo; ven a compartir conmigo estos grandes afanes. Según las voces que corren y las noticias que me han traído mis exploradores, el pérfido Eneas ha adelantado un destacamento de caballería ligera que recorra el campo, mientras él se dirige a la ciudad por las desiertas cumbres del monte. Yo le preparo una celada en el recodo que forma el camino del bosque, cubriendo ambos lados de gente armada; tú lleva tus pendones contra la caballería tirrena; contigo irán el impetuoso Mesapo, las escuadras latinas y la hueste tiburtina; tú acaudillarás esas fuerzas.» Dice así, y con semejantes razones exhorta a pelear a Mesapo y a los capitanes aliados; en seguida marcha al encuentro enemigo.

Hay en lo más fragoso del monte una quebrada, lugar adecuado para emboscadas y asechanzas de guerra, que rodean por ambos lados negros y espesos matorrales; conduce a él una angosta senda, encubierta y peligrosa boca. Sobre ella, y en la cumbre de uno de los cerros que la rodean, se extiende una planicie oculta, segura guarida, ya para acometer de improviso a derecha o a izquierda, ya para destrozar desde aquella altura al enemigo, haciendo rodar sobre él enormes piedras. Allí se dirige Turno por caminos conocidos, y apoderado del llano, se embosca en aquellas pérfidas espesuras.

Entre tanto, en las mansiones celestiales, la hija de Latona, llama a la ligera Opis, una de las vírgenes, sus sagradas compañeras, y llena de tristeza le dirige estas palabras: «Camila ¡Oh virgen! se encamina a una guerra cruel, y vanamente ciñe nuestras armas. Camila me es cara más que otra virgen alguna, y no es nuevo este cariño, ni nacido de súbito en el corazón de Diana. Cuando arrojado del trono por el odio de sus vasallos, nacido de su soberbia y tiranía, salió Metabo, su padre, de la antigua ciudad de Triverno, huyendo por en medio de los combates, llévasela niña todavía, por compañera en su destierro, y la llamó Camila, del nombre un tanto alterado de su madre Casmila. Llevándola en brazos, encaminábase por las largas cordilleras de los desiertos bosques, siempre acosado por los fieros dardos de los Vloscos, que sin tregua le iban dando alcance. Encuéntrase en esto atajado en su fuga por el río Amaseno, que desbordado con las deshechas lluvias, cubría de espuma sus dos riberas: Metabo se dispone a cruzarle a nado, pero le detiene el amor de su hija; tiembla por aquella querida carga, y discurriendo qué hacer en tal trance, al cabo se fija en esta resolución: en mitad de la robusta y nudosa lanza de roble curado al fuego que blandía en sus batallas, y llevaba a la sazón con pujante brazo, ató mañoso, a su hija bien rodeada de cortezas de alcornoque silvestre; vibrando fuego la lanza con vigorosa diestra, exclama así, fijos los ojos en el firmamento: «¡Oh alma virgen, hija de Latona, moradora de las selvas, yo te consagro esta niña, de quien soy padre; pendiente por primera vez de tus armas, te implora huyendo de sus enemigos por el viento; acoge, oh diosa, yo te lo ruego, acoge esta prenda tuya, que ahora se confía a las inseguras auras!» Dijo, y echando atrás el brazo, arroja con ímpetu la lanza; resonaron las olas; por cima del rápido río huye la infeliz Camila, asida a la rechinante asta; en seguida Metabo, acosado ya muy de cerca por la turba de sus perseguidores, se precipita en el río, y pronto vencedor, arranca de la yerba su lanza, y con ella la niña, ya consagrada a Diana. Nadie le dio asilo bajo su techo, ninguna ciudad le recibió en sus murallas, ni él, tal era su fiereza, habría admitido hospitalidad alguna; como los pastores, pasaba la vida en los solitarios montes. Allí, entre malezas y cavernosos riscos, criaba a su hija con la leche de una yegua bravía, exprimiéndole las ubres en los tiernos labios de la niña. Apenas empezó ésta a afirmar en el suelo las tiernas plantas, armó sus manos con un agudo venablo, pesado para ellas, y suspendió de sus pequeñuelos hombros arco y flechas; en vez de diadema de oro, en vez de flotante manto, una piel de tigre le pendía de la cabeza sobre la espalda. Ya entonces con la tierna mano disparaba infantiles dardos, y blandía en torno de su cabeza la honda de cuero retorcido, derribando, ya la grulla estrimonia, ya el blanco cisne. Vanamente muchas madres de las ciudades tirrenas la desearon para nuera; contenta con ser sólo Diana, abriga intacto en su pecho un invencible apego a las armas y a su virginidad. Bien quisiera que no se hubiese empeñado en esa terrible guerra que quiere hacer a los Teucros, y hoy sería una de mis queridas compañeras; mas ya que pesan sobre ella los crueles hados, ea pues, ¡Oh ninfa! deslízate del firmamento y ve a visitar los confines latinos, donde va a trabarse bajo infausto agüero la tremenda lid. Toma este arco, y saca de mi aljaba una flecha vengadora, y armada con ella, sea quien fuere el que ose herir el sagrado cuerpo de Camila, sea Troyano o Italo, corra su sangre en mi desagravio; luego yo llevaré a un túmulo en una nube el cuerpo y las intactas armas de la desventurada, y la restituiré a su patria.» Dijo, y deslizándose por las auras la leve ninfa con sonoro vuelo, bajó del cielo, circundada de un negro turbión.

Acércanse entre tanto a los muros el ejército troyano y los capitanes etruscos y toda la caballería, formada en escuadras; hierve el campo todo en briosos corceles, que revolviéndose aquí y allí, van tascando el freno que los oprime; erízase el llano a lo lejos de ferradas lanzas, y todo él cente llea con las puntas de las armas. A su encuentro salen Mesapo, los veloces Latinos y Coras, con su hermano, y la hueste de la virgen Camila, formada en alas, todos con las lanzas en ristre y vibrando los dardos: a medida que se acercan crece el ardimiento en hombres y caballos. Páranse uno y otro ejército a tiro de dardo, y prorrumpen en súbito alarido y aguijan los animosos caballos; por ambas partes cae, a manera de apretada nieve, un diluvio de dardos, con cuya sombra se encapota el cielo. Al punto Tirreno y el fogoso Aconteo, enristradas las lanzas, se arremeten los primeros y chocan entre sí con gran ruido, estrellándose sus caballos pecho contra pecho; derribado Aconteo con la rapidez del rayo, o como proyectil lanzado por una catapulta, va a rodar gran trecho y exhala el alma en los aires. Turbadas con esto de súbito las escuadras latinas, échanse a la espalda las rodelas y revuelven los caballos hacia la ciudad, alanceadas por los Troyanos al mando del caudillo Asilas; y ya se acercaban a las puertas, cuando por segunda vez los Latinos alzan gran clamor y hacen volver de pronto a sus caballos los flexibles cuellos. Huyen los Teucros, y a todo escape se repliegan a gran distancia: no de otra suerte el mar en sus continuos vaivenes, ya desborda por las playas y con sus espumosas olas cubre los riscos y anega las últimas arenas, ya retrocede rápido, y sorbiendo en revuelto remolino los arrastrados peñascos, abandona resbalándose la orilla. Dos veces los Toscanos arrollaron a los Rútulos hasta las murallas; dos veces rechazados volvieron la espalda cubriéndose con sus rodelas; y mas al tercer encuentro, trábanse unas con otras todas las escuadras, cada guerrero elige su adversario, y ya entonces se oyen los gemidos de los moribundos, y en un lago de sangre se revuelcan mezclados hombres y caballos expirantes, entre montones de armas, y se enciende un combate crudísimo. Orsíloco, temeroso de atacar frente a frente a Rémulo, arroja una lanza a su caballo y se la clava debajo de la oreja, a cuya herida empínase furioso el trotón y bracea impaciente enhiesto el pecho; su jinete cae derribado en tierra; Catilo mata a Iolas y a Herminio, grande por su esfuerzo, grande por su corpulencia y sus armas: desnuda lleva la cabeza, que cubre roja cabellera, y desnudos los hombros, pues no le espantan las heridas; siempre se opone por blanco a las armas enemigas. La lanza de Catilo va vibrando a atravesar de parte a parte sus anchas espaldas, y con la violencia del dolor le obliga a encorvarse. Por todas partes corren raudales de negra sangre, todos los combatientes hacen horrible estrago con las armas, y buscan, arrostrando heridas, una honrosa muerte.

Embravécese en lo más recio del combate la amazona Camila, ceñida la aljaba, descubierto un pecho para la lidia, y ora dispara con su mano multitud de flexibles dardos, ora ase con infatigable diestra una poderosa hacha; pendientes de su hombro resuenan el arco de oro y las armas de Diana: si rechazada alguna vez tiene que retroceder, todavía en su fuga vuelve el arco y va asestando flechas. En torno suyo avanza la flor de sus compañeras, la virgen Lavinia, Tula y Tarpeya, que blande una segur de bronce; ítalas todas y que la misma divina Camila eligió para honrarse con ellas, sus fieles auxiliares en paz y en guerra; semejantes a las amazonas tracias, que recorren las márgenes del Termodonte y guerrean con sus pintadas armas ya en derredor de Hipólito, ya cuando la belicosa Pentesilea vuela en su carro, y en pos de ella se embravecen con grandes alaridos sus mujeriles huestes, armadas de lunados broqueles. ¿A quién el primero¡Oh formidable virgen! a quién el último derribaste con tus dardos? ¿Cuántos cuerpos moribundos postraste en la tierra?

Fue el primero Euneo, hijo de Clitio, al cual, como se le pusiese delante, traspasó con su larga pica el descubierto pecho: cae Euneo vomitando arroyos de sangre, muerde la sangrienta tierra, y con las ansias de la muerte se revuelca sobre su herida. Acomete en seguida a Liris y a Pagaso, los cuales, en el momento en que el primero, derribado de su caballo, herido en el vientre, se ansía a las riendas, y el segundo acudía en su auxilio, tendiendo al caído una inerme mano, ruedan juntos al suelo. Rueda, a más de ellos, Amastro, hijo de Hipotas, y aunque de lejos, persigue y amaga con su lanza a Tereas, a Harpalico, a Demofoonte y a Cromis. Cada dardo que disparó la virgen costó la vida de un guerrero frigio.

Peleaba a gran distancia con desconocidas armas, y montado en un caballo de Apulia, el cazador Ornito: cubría sus anchos hombros una piel de toro, y su cabeza las enormes fauces abiertas de un lobo, con las quijadas guarnecidas de blancos dientes; un agreste venablo arma su diestra: revuélvese en medio de la muchedumbre, y su cabeza entera sobresale por encima de todos. Alcánzale Camila fácilmente, pues ya estaba desbandada su hueste, le atraviesa de parte a parte, y así le dice con saña acerba: ¿Pensabas Tirreno, que esto era acosar a las alimañas en las selvas? Ya llegó el día en que las armas de una mujer te volviesen al cuerpo tus arrogantes palabras; no será, sin embargo, poca gloria para ti el poder decir a los manes de tus mayores que has sucumbido a las armas de Camila.» Arremete al punto a Orsíloco y a Butes, los dos troyanos de mayor estatura; Butes a caballo hacíale frente, cuando le clavó ella su lanza entre el yelmo y la loriga, en la parte por donde se la descubre el cuello y de que pende la rodela sobre el derecho brazo. Huyendo de Orsíloco a favor de un gran rodeo, córtale de pronto el paso, y a su vez persigue al que la perseguía antes; entonces, irguiéndose en su caballo, descarga su poderosa segur sobre las armas y los huesos del guerrero, que mucho la imploraba; al fiero golpe, rocíanle el rostro los calientes sesos. Sobreviene en esto, y queda inmóvil de terror a la súbita aparición de Camila, un guerrero, hijo de Auno, morador del Apenino, no el último de los Ligures mientras los hados le consintieron ejercitarse en dolos; el cual, en cuanto vio que no le quedaba camino de eludir el combate con la fuga, ni de apartar a la Reina, que ya se le venía encima, discurre un ardid para engañarla, y dícele así: «¿Qué lauro esperas, mujer, si pones tu confianza en ese brioso caballo? Renuncia a la fuga y ven a probarte aquí en tierra conmigo de igual a igual, en combate de cerca y a pie; pronto verás la gloria que sacas de tu arrogancia.» Dijo. Furiosa Camila y ardiendo en acerbo dolor, da el caballo a una de sus compañeras, y se presta a una lid igual, a pie, desnuda la espada e impertérrita bajo su limpia rodela; mientras el mancebo, persuadido del logro de su estratagema, vuelve las riendas sin perder momento y echa a huir a todo escape, atarazando con los ferrados talones los ijares de su veloz caballo. «Pérfido Ligur, jactancioso y cobarde, vanamente has recurrido a las mañas propias de tu nación; no te valdrá tu ardid para tornar incólume al lado de tu artero padre Auno.» Dice así la virgen, y veloz como el rayo, se adelanta al caballo en la carrera, y asiéndole el freno, acomete de frente al jinete y se venga de él derramando su enemiga sangre. No con mayor facilidad el gavilán consagrado a Marte persigue, volando desde una alta peña, a la paloma, que en su fuga va a perderse en las nubes, y la ase en fin y la despedaza con sus corvas garras, juntas caen por los aires sangre y arrancadas plumas.

Contemplando en tanto aquellos hechos con cuidadosos ojos el padre de los hombres y de los dioses, sentado en el excelso Olimpo, inflama al tirreno Tarcón en bélico furor y aguija al más alto punto sus iras. Con esto Tarcón, cruzando a caballo en medio de la matanza por entre sus huestes, que ya empezaban a cejar, las alienta con sus palabras, llamando a cada cual por su nombre, y rehace las desbandadas filas.

«¿Qué pavura, qué inercia se ha apoderado de vuestras almas, ¡Oh Tirrenos! siempre cobardes, siempre sin vergüenza de vuestra cobardía? ¿Una mujer os dispersa y rompe esas huestes? ¿Para qué esas espadas, qué valen esas inútiles armas en vuestras manos? Pues a fe que no sois flojos en las nocturnas lides de Venus, o cuando la corva flauta os brinda a los coros de Baco y aguardáis los festines y las copas de la abundosa mesa. Sólo eso os gusta; vuestro solo afán es que el favorable arúspice os anuncie los sacrificios y que una pingüe víctima os llame a lo profundo de los sagrados bosques.» Dijo, y decidido a morir, lanza su caballo en medio de los escuadrones enemigos, arremete como un turbión a Vénulo, se abraza con él, le arranca de su corcel y se lo lleva, apretándole con toda su fuerza contra su pecho. Alzase al cielo gran clamoreo, y todos los Latinos fijan sus miradas en Tarcón, que vuela por el campo como un rayo, llevándose al guerrero y sus armas; al mismo tiempo le rompe la ferrada punta de su lanza, y busca los lados descubiertos por donde pueda herirle de muerte, mientras Vénulo relucha y forcejea por apartar de su garganta la mano que le oprime. Cual rojiza águila se remonta llevando clavada en sus garras apresada serpiente, la cual, herida, se retuerce y enrosca, eriza sus escamas y silba, irguiendo la cabeza, sin que por eso la atarace menos el águila con el corvo pico, mientras bate el éter con las alas; no de otra suerte Tarcón triunfante se lleva su presa, arrebatada a la hueste tiburtina. Incitados por el ejemplo y la hazaña de su caudillo, vuelan a la lid los Meonios; entonces Arrunte, predestinado a cercana muerte, empieza a girar cautelosamente alrededor de la veloz Camila, buscando la ocasión propicia de alcanzar con la astucia una fácil victoria.

Adonde quiera que se dirige la fogosa virgen por medio de las huestes, allí se dirige Arrunte, siguiendo silencioso sus pisadas; adonde quiera que torna vencedora, dejando atrás al enemigo, allí vuelve el mancebo furtivamente las riendas de su veloz caballo, y por todas partes, sin cesar un punto, va siempre rodando en pos de ella el traidor, blandiendo en su mano un certero dardo. Por dicha a la sazón se apareció a lo lejos Cloreo, consagrado a Cibeles, y en otro tiempo su sacerdote, todo esplendente con sus magníficas armas frigias, caballero en un espumante corcel, enjaezado con una piel entretejida de oro y bronce, formando escamas a modo de plumaje: él, vistoso con los vivos colores de su extranjera grana, iba disparando con su ballesta lisia flechas cretenses.

Pendiente de los hombros del vate resuena un arco de oro, y de oro es también su almete; recogidos lleva con un broche de rojizo oro los crujientes pliegues de su amarilla clámide y de su marlota de lino: la aguja había recamado sus vestiduras y sus grebas a la extranjera usanza. Ya fuese por el deseo de suspender en sus templos armas troyanas, ya por el de engalanarse en sus cacerías con aquellas áureas ropas, sólo a Cloreo perseguía la incauta virgen en medio de la recia batalla y por todo el campo, ardiendo en mujeril codicia de aquella presa y de aquellos despojos. Entonces el insidioso Arrunte, que ve llegada la ocasión propicia, blande su dardo, alzando a los dioses esta plegaria: «¡Oh el más poderoso de los númenes, Apolo! custodio del sagrado Soracte; tú, a quien damos culto los primeros y en cuyo honor hacemos arder perpetuamente hogueras de hacinados pinos; tú, por cuyo favor podemos tus adoradores andar ilesos sobre ascuas, concédeme, Padre omnipotente, borrar este desdoro de nuestras armas. No codicio los despojos ni el trofeo de la debelada virgen ni ningún otro botín; otras proezas me darán fama: con tal que mi dardo destruya esa fiera plaga, me resigno a tornar sin gloria a las ciudades de mi patria.» Oyóle Febo y otorgóle en su mente que lograse una parte de su voto; mas dispersó la otra por las leves auras: concedió a sus preces que postrase con súbita muerte a la desprevenida Camila, mas no que tornase a ver su noble patria: estas palabras se llevaron los notos en sus procelosas alas. Resonó por fin, cruzando las auras, el dispersado dardo; todos los Volscos volvieron hacia la Reina los irritados ánimos y los ojos; ella, empero, no advierte el silbido del dardo en el aire ni le ve venir, hasta que se hincó debajo del cortado seno y se empapó profundamente en su virgínea sangre. Trémulas sus compañeras acuden al punto y sostienen a su desfallecida señora, mientras Arrunte, despavorido, huye de todos, lleno de alegría mezclada con miedo, sin atreverse ya ni a confiar en su lanza ni a arrostrar los dardos de la virgen. Bien así como, antes de que le acosen los enemigos venablos, va corriendo por extraviadas sendas a esconderse en las hondas breñas el lobo que ha dado muerte a un pastor o un gran novillo, y como quien conoce su atrevido delito, todo trémulo, recogida la cola entre las piernas y pegada al vientre, huye a las selvas, no de otra suerte Arrunte, conturbado, se sustrae a la vista de todos, y atento sólo a la fuga, fue a confundirse entre la muchedumbre de los suyos. Camila, moribunda, quiere arrancarse el dardo con la mano; pero la ferrada punta está clavada con honda herida entre las costillas. Doblégase su cuerpo con la gran pérdida de sangre; ciérranse sus ojos con el frío de la muerte, y el color, antes púrpura, abandona su rostro. Entonces, próxima a expirar, habla así a Acca, una de sus compañeras, la que le es más fiel entre todas y con quien solía compartir sus cuidados: «Hasta aquí, Acca hermana, he tenido fuerzas; ahora me mata esta cruel herida, y todo en torno de mi se cubre de densas tinieblas. Corre y lleva a Turno estas mis postreras palabras; dile que me reemplace en la lid y ahuyente de la ciudad a los Troyanos; ¡Y ahora, adiós!» Esto diciendo, suelta las riendas e involuntariamente se desliza del caballo al suelo; luego poco a poco se va la vida desprendiendo de su aterido cuerpo, doblégasele el flexible cuello, su cabeza se rinde al peso de la muerte, deja caer las armas, y exhalando un gemido, huye su indignado espíritu a la región de las sombras. Alzase entonces un inmenso clamor, que va a herir los dorados astros; muerta Camila, enciéndese aún más la lidia; todos a la par, en apiñado tropel se precipitan unos contra otros, los Teucros, los caudillos tirrenos y los escuadrones árcades de Evandro.

Hacía ya tiempo, en tanto, que la ninfa de Diana, Opis, desde la cumbre de un enhiesto monte, contemplaba impávida la batalla. Tan luego como vio a lo lejos, entre los clamores de los enfurecidos mancebos a Camila, víctima de dolorosa muerte, exhaló un gemido y arrancó de lo más hondo del pecho estos lamentos: «¡Ah! con harto cruel castigo has pagado ¡Oh virgen! tu empeño de guerrear contra los Troyanos. No te valió pasar la vida en la soledad de las selvas, dada al culto de Diana, ni ceñir al hombro nuestras saetas. Sin embargo, tu reina no te abandona sin gloria en este último trance, ni tu muerte quedará desconocida y obscura entre las gentes, ni pasarás por la ignominia de no haber sido vengada, pues sea quien fuere el que ha herido tu sagrado cuerpo, lo pagará con la muerte, que tiene merecida.» A la falda de un alto monte se alzaba un gran túmulo de tierra, sepulcro de Derceno, antiguo rey Laurento, cubierto por una sombría encina; allí fue donde se dirigió primero con rápido vuelo la bellísima diosa, y buscando con los ojos a Arrunte desde el alto túmulo, no bien le hubo visto, resplandeciente con sus armas y muy engreído de su fácil proeza. «‘Por qué andas así tan huido? le dijo; encamina aquí tus pasos, ven aquí a morir, ven a cobrar el premio debido al matador de Camila. ¡Y que tú también hayas de sucumbir a los dardos de Diana!…» Dijo así la ninfa tracia, y sacando de la áurea aljaba una voladora saeta, tendió airada el arco, apartándolo de sí gran trecho, hasta que dobladas sus dos empulgueras, vinieron a juntarse, teniendo ella a la par asido con la mano izquierda el casquillo, y sujeta la cuerda al seno con la diestra: de súbito Arrunte oye a un tiempo mismo el crujir del dardo y el son del aire, y va el hierro a hincarse en su cuerpo; sus compañeros le abandonan, dando entre gemidos las últimas boqueadas en el desconocido polvo de los campos. Opis se remonta en sus alas al etéreo Olimpo.

Huye la primera, perdida su señora, la caballería ligera de Camila; huyen los Rútulos, huye el impetuoso Atinas; desbandados, confundidos, caudillos y escuadrones sólo atienden a ponerse en salvo, y revuelven a escape sus caballos hacia las murallas. Ninguno es poderoso a atacar ni a hacer frente a los Troyanos, que los van acosando y causándoles fiera mortandad; antes todos llevan pendientes de los desfa llecidos hombros los arcos desarmados; el casco de los caballos bate en su carrera el polvoroso campo. Rueda el polvo en negros torbellinos hasta los muros, donde las matronas, subidas en las atalayas, alzan hasta los astros sus mujeriles clamores, golpeándose los pechos. Los primeros que en su fuga se precipitan a las puertas francas, caen arrollados por el tropel de enemigos que se les viene encima, y no logran esquivar una miserable muerte; antes en los mismos umbrales, dentro de las murallas de su patria, en el seguro de sus propias casas, exhalan las vidas acuchillados. Unos cierran las puertas y no se atreven a franquear el paso a sus compañeros ni acogerlos en los muros a pesar de sus ruegos; hácese una espantosa carnicería de los que con las armas impiden la entrada y de los que se precipitan sobre ellos. Rechazados de la ciudad, a la vista de sus llorosos padres, unos, arrastrados por las desbandadas reliquias de los suyos, caen despeñados y revueltos en los hondos fosos; otros, ciegos y despavoridos, embisten a rienda suelta contra los muros y van a estrellarse con sus caballos en las herradas puertas. Las mismas matronas, en aquel desesperado trance, luego que vieron desde los muros a Camila, movidas de verdadero amor patrio, empiezan a arrojar proyectiles con trémula mano; a falta de hierro, precipitan maderos y estacas de duro roble, endurecidas a fuego; y son las primeras en el ardiente deseo de morir en defensa de la ciudad.

Acca, en tanto, lleva a Turno, emboscado en la selva, la horrible nueva de aquel gran desastre, que le llena de terror; dícele cómo se habían desbandado las huestes volscas con la muerte de Camila; cómo furioso el enemigo, se venía encima, y con el favor de Marte los arrollaba todo; cómo, en fin, tenía ya consternada a la ciudad misma. ciego de furor (así lo dispone el terrible numen de Júpiter), abandona el angosto desfiladero y sale del fragoso bosque. No bien había dejado aquel punto y ocupado el llano, cuando entra el caudillo Eneas en la espesura, ya libre de celadas, traspone el monte y sale de la opaca selva; de esta suerte ambos se encaminan a la ciudad rápidamente con todas sus fuerzas y separados por pocos pasos de distancia; a un tiempo mismo Eneas descubrió a los lejos los campos cubiertos, a manera de humo, de una espesa polvareda, y divisó los escuadrones laurentinos, y Turno reconoció por sus armas al formidable Eneas, y oyó las pisadas de los peones y el relincho de los caballos. Y en aquel mismo punto hubieran trabado la batalla y probado la suerte de las armas, si ya el rosado Febo no bañara en el mar iberio sus cansados caballos, y declinando ya el día no trajese la obscuridad de la noche. Uno y otro sientan sus reales delante de la ciudad y los cercan de empalizadas.