La Eneida, Virgilio – Libro VIII (versión en prosa)

Octavo libro de la Eneida, por Virgilio. Versión en prosa.v

La Eneida

Publio Virgilio Marón

La Eneida (en latín Aeneis) es la obra maestra de Publio Virgilio Marón, uno de los más célebres de todos los poetas romanos. Estos poemas, divididos en doce libros y dos tomos, fueron escritos entre los años 29 a. C. a 19 a. C. bajo el encargo del emperador Augusto con el fin de darle a Roma una épica fundacional. Basándose en la obra homérica, Virgilio relata la épica de Eneas, un héroe troyano que escapa a la destrucción de Troya y tras un viaje plagado de amenazas y aventuras concluye con la fundación de Roma a la manera de los mitos griegos.

La Eneida

Tomo I
Libro ILibro IILibro IIILibro IVLibro VLibro VI

Tomo II
Libro VIILibro VIIILibro IXLibro XLibro XILibro XII

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OCTAVO LIBRO

Luego que Turno levantó en el alcázar de Laurento el pendón de la guerra y retumbaron con ronco estruendo las bocinas; luego que apercibió a la lid sus bravos caballos y sus armas, conturbáronse de súbito los ánimos; al mismo tiempo todo el Lacio se conjuró en tumultuario alboroto, y la impetuosa juventud prorrumpe en fieros clamores. Sus primero capitanes, Mesapo, Ufente y Mecencio, despreciador de los dioses, allegan con violencia auxilios de todas partes y talan a los labradores sus dilatados campos; enviado Vénulo, parte a la ciudad del gran Diomedes en demanda de socorros y para noticiarle que los Teucros se hallan en el Lacio; que a él ha arribado Eneas con su armada, trayendo consigo sus vencidos penates; que se dice destinado por los hados a reinar en aquellas regiones; que muchos pueblos han ido ya a reunirse al héroe dardanio; que su nombre va teniendo cada vez más eco en todo el Lacio; y por último, que mejor que el rey Turno o que el rey Latino, debía él conocer claramente qué preparan aquellos comienzos y a cuál resultado de la guerra aspira Eneas si le propicia la fortuna.

Así andaban las cosas por el Lacio, con lo que fluctuaba el héroe troyano en un mar de cuidados, llevando ya aquí, ya allí su pensamiento, sin acertar a fijarle en parte alguna; no de otra suerte la trémula luz del sol o la imagen de la radiante luna, cuando reverbera en las aguas de un jarrón de bronce, revolotea, iluminando todos los contornos, chispea en los aires y va a herir los artesones de la encumbrada techumbre.

Era la noche, y un profundo sueño embargaba a los fatigados vivientes de la tierra y de los aires, cuando el gran caudillo Eneas, turbado el pecho con los tristes pensamientos de la guerra, se tendió en la ribera bajo la bóveda del frío éter, y dio a sus miembros un tardío descanso. Entonces el mismo dios de aquellos sitios, el Tíber, se le apareció, en figura de un anciano, entre los frondosos álamos de la ribera, y levantándose del fondo de sus serenas aguas, cubierto con un ligero cendal de verdoso color y ceñido el cabello de hojosas espadañas, le habló así, sosegando su espíritu con estas palabras:»¡Oh hijo del linaje de los dioses, que nos restituyes la ciudad troyana salvada de manos de sus enemigos, y conservas el eterno Pérgamo! ¡Oh tú, esperado en el suelo de Laurento y en los campos latinos! Aquí tienes segura morada y seguros penates; no desistas ni te dé gran cuidado de esta guerra; ya para ti han acabado los grandes afanes, ya han calmado las iras de los dioses… No creas que esto es ilusión del sueño; ya vas a encontrarte, tendida bajo las encinas de la ribera, una corpulenta cerda blanca dando de mamar a treinta lechoncillos blancos como ella; éste es el sitio en que has de edificar tu ciudad, éste el descanso de tus trabajos; pasados enseguida treinta años, Ascanio edificará la ciudad de Alba, cuyo preclaro nombre recordará el encuentro de que te he hablado. Lo que te vaticino es seguro; ahora te diré en pocas palabras por qué medios alcanzarás la victoria, que es lo que más importa: escucha. Los Arcades, descendientes de Palante, que siguiendo las banderas de su rey Evandro vinieron a estas playas, fijaron aquí su asiento edificaron en los montes una ciudad a la que pusieron por nombre Palantea, del de su progenitor Palante. Estos están en continua y porfiada guerra con la nación latina; ajusta, pues, con ellos estrecha alianza y asegúrate el auxilio de sus armas; yo mismo te conduciré por mis orillas y por mis aguas propias, de suerte que puedas con tus remos navegar contra la corriente.

¡Levántate, hijo de una diosa! En cuanto las primeras estrellas desaparezcan bajo el horizonte, ofrece a Juno las debidas preces y aplaca a fuerza de suplicantes votos su ira y sus amenazas. Una vez vencedor, me tributarás honrosos sacrificios. Yo soy el cerúleo Tíber, río el más querido del cielo, el que, como ves, ciñe estas riberas con abundosa corriente y cruza esas pingües campiñas. Aquí tengo mi gran palacio, mi fuente nace entre nobilísimas ciudades.»

Dijo, y se sumergió en las profundidades de su fondo. La noche y el sueño abandonan a Eneas, que se levanta al punto, y mirando la naciente luz del nuevo sol, coge en sus palmas ahuevadas agua del río, conforme al rito, y da al viento estas palabras: «¡Oh ninfas, ninfas de Laurento, de do desciende el linaje de los ríos! y tú, ¡Oh padre Tíber, de sacra corriente! acoged a Eneas y apartad de él, en fin, los peligros.

Sea cual fuere la fuente donde nacen tus aguas, ¡Oh tú que te compadeces de mis desventuras! sea cual fuere el suelo de donde brotas, siempre tributaré ofrendas en honra tuya. ¡Oh el más hermoso de los ríos, cornígero rey de los raudales de Hesperia! ¡Ah! sé conmigo tras tantos afanes y confirma tus prósperos oráculos con prontos auxilios.» Dice, y escogiendo en su armada dos birremes, las provee de remeros y gente armada.

Mas he aquí que de pronto ¡Oh asombroso prodigio!

aparece por medio de la selva, y va a tenderse en la verde playa, una cerda blanca rodeada de su cría, toda de igual color, a ti al punto ¡Oh poderosísima Juno! consagra el piadoso Eneas aquella ofrenda, inmolando en tus altares la madre y la cría. Durante toda aquella noche el Tíber había amansado sus hinchadas olas y abajádose, refluyendo en su silencioso cauce, a manera de un estanque o de una apacible laguna, para que no opusiesen al remo sus aplanadas y serenas aguas resistencia alguna. Aceleran, pues, el comenzado camino; deslízanse por las aguas con plácido rumor las embreadas naves, maravíllanse las ondas, maravillase el bosque con el desusado espectáculo de los espléndidos escudos de aquellos guerreros y aquellas pintadas barcas que bogan por el río.

Día y noche fatigan el remo, surcando los largos recodos que forma el Tíber entre variadas arboledas cuyo pomposo ramaje los cubre, y hendiendo las verdes selvas que se reflejan en la mansa corriente. Ya el ígneo sol inflamaba el cenit cuando divisaron a lo lejos unas murallas, una fortaleza y algunas escasas habitaciones, las mismas que ahora ha levantado al firmamento el poderío romano y que entonces formaba la pobre capital del rey Evandro. Hacia ella enderezan al punto las proas y se acercan a la ciudad.

Casualmente aquel día estaba el rey árcade ofreciendo en un bosque delante de la ciudad solemnes sacrificios al grande hijo de Anfitrión y a los dioses; con él su hijo Palante, los mancebos principales de la nación y el reducido senado estaban quemando inciensos; tibia la sangre de las víctimas humeaba en las aras. Luego que vieron las altas naves que se deslizaban por entre el opaco bosque, apoyadas en lo callados remos, aterráronse con aquella súbita aparición, y todos a la par se ponen en pie, abandonando las mesas; pero el valeroso Palante les impide interrumpir los sacrificios, y empuñando una jabalina, se precipita al encuentro de los forasteros, a quienes grita de lejos desde lo alto de un collado:

«¿Qué causa ¡Oh mancebos! os impulsó a tentar estas ignotas regiones? ¿Adónde vais? ¿Qué linaje es el vuestro? ¿De dónde venís? ¿Nos traéis la paz o la guerra?» Entonces el caudillo Eneas, alargando en su mano una rama de pacífica oliva, le habló así desde la alta popa: «Viendo estás Troyanos y armas enemigas de los Latinos; viendo estás a unos fugitivos de las soberbias armas del Lacio. A Evandro buscamos; cuéntale esto y dile que los caudillos elegidos de la nación Dárdana vienen a pedirle alianza.» Pasmóse Palante al oir aquel gran nombre de Troya y, «¡Oh tú! quienquiera que seas, respondió, salta a la playa y ven a hablar con mi padre; ven a ser huésped de nuestros penates.» Al mismo tiempo tiende la mano a Eneas y se la aprieta cariñosamente, con lo que, dejando el río, penetran juntos en el bosque.

Entonces Eneas dirigió al Rey estas palabras amigas:

«¡Oh el mejor de los Griegos, a quien la fortuna ha querido que dirija mis súplicas y tienda los ramos de oliva entrelazados con las sagradas ínfulas! en verdad no me inspiraste temor, aunque caudillo de los Dánaos, y Arcade, aunque unido por tu linaje a los dos Atridas; antes la rectitud de mis intenciones, los santos oráculos de los dioses, nuestro origen común y tu fama, esparcida, por toda la haz de la tierra, me han unido a ti, impulsándome de consuno mi voluntad y los hados, Dárdano, primer padre y fundador de la ciudad de Troya, nacido de Electra, hija de Atlante, al decir de los Griegos, pasó al país de los Teucros; el poderoso Atlante, que sostiene las etéreas bóvedas en sus hombros, fue el padre de Electra. Vuestro primer ascendiente es Mercurio, a quien la cándida Maya concibió y dio a luz en las heladas cumbres del monte Cilene, y a Maya, si damos crédito a las tradiciones, la engendró Atlante, el mismo Atlante que sustenta las estrellas del firmamento; de esta suerte vuestro linaje y el mío arrancan de un mismo tronco. Fiado en todo esto, ni te he enviado embajadores, ni he empleado artificios para tantear tus disposiciones; yo mismo te presento mi cabeza, yo mismo vengo suplicante a tus umbrales. Esta misma nación de los Rútulos, que te acosa con impía guerra, cree que si logra arrojarnos de sus confines, ningún obstáculo la impedirá someter completamente a Hesperia y dominar en cuanto espacio bañan los dos mares que la ciñen por norte y mediodía. Recibe mi fe y dame la tuya; conmigo traigo gente esforzada para la guerra, ánimos valerosos y una juventud probada en la desgracia.»

Mientras esto decía Eneas, contemplaba Evandro con viva atención sus ojos, su rostro, todo su cuerpo; enseguida le responde estas breves palabras: «¡Con cuánto placer, oh el más fuerte de los Teucros, te recibo y te reconozco! ¡Cómo me recuerdas el acento, la expresión, el semblante de tu padre, el grande Anquises! Me acuerdo de que habiendo ido Príamo, hijo de Laomedonte, a visitar el reino de su hermana Hesione, arribó a Salamina y fue de paso a recorrer los helados confines de nuestra Arcadia. Vestía entonces mis mejillas el primer bozo de la juventud, causábame admiración los caudillos teucros, causábamela el hijo de Laomedonte; pero Anquises descollaba por encima de todos ellos; ardía mi mente en juvenil afán de hablar con el héroe y de enlazar mi diestra con la suya. Lleguéme a él y le conduje solícito a las murallas de Feneo; luego, al separarnos me dio una soberbia aljaba llena de saetas licias y una clámide recamada en oro, a más de dos áureos frenos, que ahora posee mi hijo Palante.

Así, pues doy gustoso la mano a la alianza que me proponéis, y mañana, apenas el primer albor del día vuelva a iluminar la tierra, os despacharé bien provistos de socorros hasta donde alcancen mis riquezas. Entretanto, pues venís como amigos, celebrad gozosos con nosotros este sacrificio anual, que no me es lícito demorar, y acostumbraos desde ahora mismo a las mesas de vuestros aliados.»

Dicho esto, manda cubrir nuevamente las mesas de manjares y copas, y él mismo coloca a sus huéspedes en asientos de césped, brindando al principal de todos, Eneas, a ocupar un solio de arce, cubierto con la peluda piel de un león. Enseguida algunos mancebos elegidos y el sacerdote del ara traen las entrañas asadas de los toros, cargan en canastillos los dones preparados de Ceres y suministran los de Baco. Eneas, y con él toda la troyana juventud, se comen los lomos de un buey entero y las entrañas consagradas.

Luego que hubieron saciado el hambre, hablóles en estos términos el rey Evandro: «Estas sacras ceremonias que veis, este solemne festín, ese altar dedicado a una divinidad tan poderosa, no nos los impone una superstición, ignorante de las antiguas tradiciones religiosas; libertados de un horrendo peligro. ¡Oh huésped troyano! dedicamos esta fiesta a renovar y a honrar la memoria de un gran beneficio recibido, Mira primeramente esa roca suspendida de esos riscos, mira esas moles dispersas en una vasta extensión, esa desierta cueva en el monte y ese gran hacinamiento de derruídos peñascos; allí hubo una espaciosa caverna, inaccesible a los rayos del sol, en que habitaba el horrible monstruo Caco, medio hombre y medio fiera; su suelo estaba siempre empapado de caliente sangre; en sus odiosas puertas pendían clavadas multitud de pálidas y sangrientas cabezas. Vulcano era su padre; por la boca arrojaba las negras llamas de aquel dios y su cuerpo se movía como una inmensa mole. Por fin, el tiempo concedió a nuestras súplicas que acudiese una divinidad en nuestro auxilio, y, en efecto, el gran vengador Alcides, soberbio con la muerte y los despojos del triple Gerión, vino aquí vencedor, pastoreando sus enormes toros, que ocupaban todo el valle y las márgenes del río. Caco entonces, excitado por las Furias y para que nada hubiese que no intentase en punto a maldad y dolo, sustrajo de la majada cuatro excelentes toros y otras tantas hermosísimas becerras, y para que sus pisadas no dieran indicios del robo, se los llevaba a su cueva, tirándolos de la cola, con lo que desaparecía todo rastro del hurto, y los escondía bajo una opaca peña; ninguna señal podía guiar a la cueva para buscarlos. Sucedió pues, que cuando ya el hijo de Anfitrión iba sacando de las majadas de su rebaño bien pastado, y se disponía a la partida, empezaron los toros a mugir, llenando con sus lamentos todo el bosque y las colinas que iban abandonando, a cuya voz respondió, mugiendo en la caverna, una de las becerras robadas, burlando así las esperanzas de Caco. Enfurécese con esto Alcides y arde en su pecho negra hiel; empuña rabioso sus armas, su ñudosa maza, y se lanza a la cumbre del empinado monte. Entonces por primera vez nuestros mayores vieron a Caco trémulo y turbados los ojos; huye más rápido que el euro y se encamina a su cueva; el miedo le pone alas a los pies. Luego que se encerró y que, rompiendo las cadenas que lo sostenían, hubo desprendido un enorme peñasco que pendía del techo, dispuesto así por arte de su padre, con lo que fortificó reciamente la entrada de su cueva, he aquí que llega Tirintio ardiendo en ira, y empieza a registrarlo todo en busca de la entrada, llevando los ojos de aquí para allá y rechinándole los dientes. Tres veces ardiendo en ira exploró todo el monte Aventino, tres veces embiste en vano al peñón que cierra la boca de la cueva, tres veces vuelve cansado a sentarse en el valle. Alzábase a espalda de la caverna una altísima y aguda roca, tajada por todos lados, lugar a propósito para que anidasen en él las aves de rapiña.

Como aquella roca se inclinaba hacia la izquierda sobre el río, Hércules, empujándola con toda su fuerza por la derecha, la hizo estremecer y la descuajó, por fin, de sus profundas raíces; precipítase con esto de repente, haciendo retumbar con su caída el inmenso éter; estallan las riberas desmenuzadas, el río retrocede como aterrado. En esto aparecieron descubiertos el antro y el inmenso palacio de Caco, y se vieron patentes sus tenebrosas cavernas; no de otra suerte que si entreabriéndose la tierra a impulso de poderoso empuje, nos descubriese las infernales moradas y los pálidos reinos, aborrecidos de los dioses, veríamos el horrendo báratro, y a la súbita irrupción de la luz se estremecerían los manes. Así el monstruo, sobrecogido de súbito por la inesperada claridad del día, y encerrado en su hueca peña, empezó a lanzar rugidos más espantosos que de costumbre, mientras Alcides desde lo alto le acribilla a flechazos, echa mano de toda clase se armas y precipita sobre él troncos de árboles y enormes piedras. Entonces el monstruo, viendo que no le queda medio de huir de aquel peligro, empieza ¡Oh prodigio! a arrojar por las fauces enormes bocanadas de humo, envolviendo la caverna en negras sombras, que lo sustraen a la vista, y aglomera bajo su mansión una humeante noche en que el fuego se mezcla con las tinieblas. No pudo ya Alcides reprimir su rabia, y precipitándose de un salto en medio del fuego, allí donde ondean las más densas humaredas, donde más hierve la negra niebla que llena la vasta caverna, allí agarra a Caco, que vanamente vomitaba llamas en medio de la obscuridad, le enlaza con sus robustos brazos y le comprime hasta hacerle saltar los ojos de sus órbitas y arrojar por la seca garganta un chorro de sangre. Arrancada de pronto la puerta, ábrese la negra cueva y descúbrense a la luz del día las becerras robadas y todas las rapiñas que negaba el perjuro. Acuden algunas gentes y sacan de la cueva, arrastrándole por los pies, el informe cadáver, sin acertar a saciarse de mirar aquellos terribles ojos, aquel rostro, el cerdoso pecho de aquella especie de fiera y los fuegos apagados en sus fauces. Desde entonces empezó a celebrarse esta fiesta en honor de Hércules, perpetuada por las generaciones agradecidas, habiendo sido Poticio su fundador, y la familia Pinaria, custodia del sacro rito hercúleo, erigió en el bosque ese altar, que siempre se denominará, siempre será el más grande para nosotros. Así, pues, ¡Oh mancebos! tomad parte en esta fiesta, ceñid de ramaje vuestras cabelleras en honor de los grandes hechos que vamos a celebrar, levantad las copas en las diestras, invocad a nuestro común numen y libad vinos sin duelo.» Dijo, y el álamo consagrado a Hércules veló con sus hojas de dos colores la cabellera del héroe y pendió en guirnaldas de sus sienes, la sagrada copa llenó su mano y al punto todos alegres hacen en las mesas libaciones y elevan preces a las deidades.

Alzábase entre tanto por el inclinado cielo la estrella de la tarde; ya iban andando los sacerdotes y delante de todos Poticio, ceñidos de pieles conforme al rito, llevando en sus manos el fuego sagrado. Empiezan los festines, y las segundas mesas se cubren de gratos dones; en bandejas llenas se acumulan las ofrendas encima de los altares. Entonces comienzan sus cánticos los Salios, ceñidas las sienes de guirnaldas de álamo, en torno de las encendidas piras. Este coro es de mancebos, aquél de ancianos; ambos cantan en sus himnos los loores de Hércules y sus grandes batallas; cómo ahogó con su mano las dos serpientes, primeros monstruos que suscitó contra él su madrastra; cómo debelará dos insignes ciudades, Troya y Ocalia; cómo arrostró mil duros trabajos so el yugo del rey Euristeo, por disposición de la despiadada Juno. «Tú ¡Oh invicto! diste muerte con tu mano a los centauros Hileo y Folo, hijos de una nube; tú la diste también al monstruo de Creta y al enorme león de la roca Nemea. De ti temblaron los lagos estigios y el portero del Orco, tendido en su sangrienta cueva sobre un montón de roídos huesos. No hubo monstruo que lograra infundirte miedo, ni aun el mismo Tifeo, gigantesco y armado; no bastó a conturbar tu ánimo la serpiente de Lerna, esgrimiendo en torno de ti su multitud de cabezas. ¡Salve, verdadera prole de Júpiter, ornamento añadido al coro de los dioses!: ven, senos propicio y acepta estas ofrendas que te traemos.» Con tales himnos celebran las glorias de Alcides; sobre todo recuerdan la caverna de Caco y la muerte del monstruo entre las llamas que arrojaba con su aliento. Todo el bosque resuena con el estrépito de los cantares, que el eco repite en los collados.

Concluidas las ceremonias religiosas, vuélvense todos a la ciudad. Abrumado por los años, iba el Rey entre Eneas y su hijo Palante, entreteniendo con varias pláticas la molestia del camino. Todo lo observa con atentos ojos y de todo se maravilla Eneas; entérase bien de los sitios, y gozoso inquiere y escucha una por una las tradiciones de los antiguos pobladores. Entonces el rey Evandro, fundador del alcázar romano, de dijo: «Faunos y ninfas indígenas habitaban antiguamente en estos bosques, poblados por una raza de hombres nacidos de los duros troncos de los robles, sin costumbres ni cultura alguna; ni sabían uncir toros al yugo, ni allegar hacienda, ni guardar lo adquirido; los frutos de los árboles y la caza les daban un desabrido sustento. Saturno el primero vino del etéreo Olimpo a estas regiones huyendo de las armas de Júpiter, destronado y proscrito; él empezó a civilizar a aquella raza indómita que vivía errante por los altos montes, y les dio leyes, y puso el nombre de Lacio a estas playas, en memoria de haber hallado en ellas un sitio seguro donde ocultarse. Es fama que en los años que reinó Saturno fue la edad de oro: ¡De tal manera regia sus pueblos en plácida paz!

hasta que poco a poco llegó una edad inferior y descolorida, a que siguieron el furor de la guerra y el ansia de poseer.

Entonces vinieron huestes ausonias y tribus sicanas, y muchas veces cambió de nombre esta tierra de Saturno; entonces también la dominaron reyes, y entre ellos el fiero Tíber, terrible gigante, por quien, andando el tiempo, los Italos denominaron Tíber a nuestro río; así el antiguo Albula perdió su verdadero nombre. Arrojado de mi patria y avezado a todos los trabajos del mar, la omnipotente fortuna y el inevitable hado me trajeron a estos sitios, a los que me impelían los tremendos mandatos de mi madre la ninfa Carmenta y los oráculos del dios Apolo.» Dicho esto, prosigue su camino y enseña a Eneas el ara y la puerta que los Romanos denominan Carmental; antiguo monumento, levantado en honor de la ninfa Carmenta, fatídica profetisa que la primera vaticinó la futura grandeza de los hijos de Eneas y las glorias del monte Palatino. Enseguida le enseñó el espacioso bosque donde el valeroso Rómulo abrió un asilo, y bajo la fría roca el Lupercal, así llamado a la usanza de los Arcades, que dan al dios Pan el nombre de Liceo. Igualmente le enseña el bosque del sacro Argileto, y le refiere la historia de la muerte de su huésped Argos, tomando a aquellos mismos lugares por testigos de que no tuvo parte de ella. Desde allí le lleva a la roca Tarpeya y al futuro Capitolio, hoy cubierto de oro, entonces erizado de silvestre maleza. Ya en aquellos tiempos el religioso horror que infunde este sitio aterraba a los medrosos campesinos; ya en aquellos tiempos temblaban a la vista del bosque y de la roca. «En este bosque, dijo Evandro; en este bosque de frondosa cumbre mora un dios, no sabemos cuál. Los Arcades creen haber visto en él al mismo Júpiter en el acto de batir frecuentemente con la diestra su negra égida y de concitar las tempestades. Esas dos ciudades derruidas, que ves más allá, son monumentos que recuerdan a los antiguos héroes que las poblaron. Fundó ésta el padre Jano, aquélla Saturno; ésta se llamaba Saturnia, aquélla Janículo.»

Esto diciendo, se encaminaba a la humilde ciudad de Evandro; en lo que es ahora el foro romano veían andar esparcidos los rebaños; las vacadas mugían en donde se alzan hoy las magníficas Carinas. Luego que llegaron al palacio, «En estos dinteles, dijo, penetró Alcides vencedor; esta morada le recibió en su seno. Osa ¡Oh huésped! despreciar las riquezas, y muéstrate tú también digno de imitar a un dios, mirando, como él, sin desvío mi pobreza.» Dijo, y condujo al grande Eneas a lo interior de la reducida morada, haciéndole sentar en un estrado de hojas de árboles y cubiertas con la piel de una osa africana.

Cae en tanto la noche, y con sus negras alas rodea la tierra, mientras Venus, aterrada, y no sin razón, a la vista de las amenazas de los Laurentinos y de su terrible levantamiento, habla así a su esposo Vulcano en el áureo tálamo, y con sus palabras le inflama en divino amor: «Cuando los reyes griegos asolaban con la guerra a Troya, predestinada a perecer a sus manos, y aquellas torres, predestinadas también a las llamas enemigas, ningún auxilio te pedí para los míseros Troyanos, nunca imploré las armas que sabes forjar con divino arte, ni quise, carísimo esposo, exigir de ti un trabajo inútil, aunque debía mucho a los hijos de Príamo y muchas veces lloraba los duros infortunios de Eneas. Ahora, por mandato de Júpiter, ha ido a parar a las playas de los Rútulos; por eso ahora acudo suplicante a implorar tu numen sagrado para mí; madre, vengo a pedirte armas para mi hijo.

La hija de Nereo; la esposa de Titón, lograron con sus lágrimas moverte a piedad; mira qué pueblos se conjuran, qué ciudades cierran sus puertas y afilan sus espadas contra mí y para la destrucción de los míos.»

Dijo, y con sus nevados brazos ciñe blandamente al esposo, que titubea al principio; mas luego de pronto siente en sí el acostumbrado ardor; un conocido fuego penetra en su médula y circula por sus reblandecidos huesos; no de otra suerte el relámpago, cuando estalla con el trueno, recorre en un momento los cielos con su vibrante lumbre. Conócelo la esposa, satisfecha del resultado de su ardid, y segura del poder de su hermosura; entonces Vulcano, vencido de eterno amor, le responde así: «¿Para qué buscas tan lejos tus razones? ¿Qué se hizo ¡Oh diosa! la confianza que solías tener en mi? Si antes me hubieras manifestado ese empeño, antes hubiera yo provisto de armas a los Troyanos; ni el padre omnipotente ni los hados se oponían a que aun estuviera Troya en pie, ni a que Príamo hubiese existido otros diez años. Y ahora, si te aprestas a guerrear, y tal es tu voluntad, dispón de todo aquello, a que alcanza mi arte, de cuanto pueden hacer el hierro y el electro fundido, de cuanto alcanzan el fuego y el aire, deja de poner en duda con esos ruegos el poder de tus fuerzas.» Dicho esto, prodigó su esposa las deseadas caricias, y disfrutó en su regazo las dulzuras de un regalado sueño.

Luego, cuando la noche en mitad de su carrera ahuyenta el primer sueño; a la hora en que la matrona, forzada de la necesidad a ganarse su vida con la rueca y con las delicadas labores de Minerva, avienta las cenizas y las amortiguadas ascuas, tomando para el trabajo parte de la noche, y a la luz de su lámpara ejercita a sus criadas en una larga tarea, con lo que conserva la castidad del lecho conyugal y atiende a la crianza de sus hijuelos; el dios ignipotente, no de otra suerte ni más perezoso, deja también a sus fraguas. Entre la costa de Sicilia y la eolia Lípara se alza una isla, toda erizada de humeantes riscos, debajo de la cual una y muchas cavernas, semejantes a las del Etna, corroídas por los hornos de los Cíclopes, retumban con los recios martillazos dados en los yunques, difundiendo por los ecos roncos gemidos, rechina a todas horas en aquellas cuevas el derretido metal de los Calibes, y jadea sin cesar el fuego en las fraguas; allí está el palacio de Vulcano, de cuyo nombre ha recibido aquella tierra el de Vulcania. Allí descendió el ignipotente desde el alto cielo, en ocasión en que estaban forjando hierro en la vasta caverna los cíclopes Brontes, Esteropes y Piracmón, desnudo el cuerpo: informe todavía, y sólo concluido en parte, labraban sus manos uno de aquellos innumerables rayos que el poderoso Júpiter lanza a la tierra; otra parte estaba aún din concluir. Para forjarle habían mezclado tres rayos de granizo, tres de rutilante fuego y tres del alado austro; a la sazón estaban añadiendo a la obra los horribles resplandores, el estrépito y el miedo, y el furor de las perseguidoras llamas. En otra parte trabajaban con afán en concluir un carro y unas veloces ruedas para Marte, con que concita a los hombres y a las ciudades. Otros a porfía estaban decorando con escamas de serpientes y oro una aterradora égida, arma de la furiosa Palas; en ella esculpían entrelazadas sierpes, y en la parte que había de cubrir el pecho de la diosa representaba la cabeza de la Gorgona revolviendo los ojos de espantosa manera.

«Dejadlo todo, dijo el dios; quitad de ahí las obras comenzadas, Cíclopes del Etna, y poned atención en lo que os voy a decir. Tenéis que forjar las armas para un valeroso guerrero; aquí de todas vuestras fuerzas, aquí de la rapidez vuestras manos, aquí de vuestra maestría. ¡A la obra, y pronto!» No dijo más, y todos al punto se inclinaron sobre los yunques y se distribuyeron con igualdad la tarea. Ya corren, formando líquidos arroyos, el bronce y el oro, y en la inmensa fragua se derrite el matador acero, con lo que forjan un inmenso escudo, compuesto de siete discos, trabados unos con otros, bastante a contrastar él solo todos los dardos de los Latinos.

Unos con los hinchados fuelles absorben y arrojan el aire; otros templan en el agua de un lago el rechinante metal; gime la caverna con el estruendo de los martillados yunques. Ellos alternadamente y a compás levantan los brazos con poderoso empuje, y con la recia tenaza voltean el amasado hierro.

Mientras el dios de Lemnos activa estos trabajos en las playas eolias, la vivificadora luz del día y los matinales cantos de las aves, que gorjean sobre su humilde techo, despiertan a Evandro. Levántase el anciano, vístese una túnica y calza sus pies con la sandalia tirrena; enseguida se ciñe al costado, suspendiéndola de los hombros, la espada de los Tegeos y revuelve a su brazo izquierdo una piel de pantera. Con él salen del alto zaguán dos perros, sus vigilantes guardas, que acompañan los pasos de su amo, el cual se encamina a la repuesta morada de su huésped Eneas, recordando sus palabras de la víspera y los socorros prometidos. No menos madrugador Eneas, iba ya, acompañado de Acates, al encuentro de Evandro, a quien acompañaba su hijo Palante. Lléganse uno a otro, se dan las diestras y van juntos a sentarse en una estancia interior, donde pueden, en fin, entregarse con libertad a sabrosas pláticas. El Rey el primero le habla en estos términos: «¡Oh el más grande caudillo de los Troyanos!

mientras tú vivas, nunca declararé vencida la fortuna ni tendré por concluido el imperio de Troya. Flacas son las fuerzas con que puedo auxiliarte en esta guerra, en que se empeña la gloria de aquel gran nombre: por un lado me cerca el río etrusco; por otro me estrecha el Rútulo, cuyas armas resuenan en derredor de mis murallas; pero me dispongo a unir a tus reales grandes pueblos, reinos opulentos; los prósperos hados te han traído a estos sitios, donde una inesperada fortuna te depara el término de tus males. No lejos de aquí se levanta, fundada sobre un vetusto peñón, la ciudad de Agila, donde en otro tiempo la nación de los Lidios, preclara en armas, fue a establecerse en las sierras etruscas. Al cabo de muchos años, el rey Mecencio adquirió el dominio de esta floreciente ciudad, que gobernó con bárbaro imperio y crueles violencias. ¿Recordaré sus impías matanzas, los crímenes del tirano? ¡Caigan esos crímenes, oh dioses, sobre la cabeza y su linaje! El ataba a los vivos con los muertos, manos con manos, boca con boca (¡nuevo género de tormento!), y así los dejaba perecer con larga muerte en aquel espantoso abrazo, chorreando podredumbre y corrompida sangre. Cansados, al fin, de tantas atrocidades, los ciudadanos se arman y embisten a aquella furia en su palacio, al que prenden fuego después de acuchillar a su guardia; él entre la mortandad consigue escaparse y huir al país de los Rútulos, donde le protegen hoy las armas del rey Turno; pero la Etruria entera, en su justo furor, se ha sublevado, y armada reclama al Rey para sacrificarlos. Yo quiero darte ¡Oh Eneas!

por caudillo a esos millares de hombres; ya sus naves apiñadas hierven de impaciencia en la playa, ya todos claman por sus banderas; pero los retiene un anciano arúspice, vaticinándoles estos hados: «¡Oh escogida juventud de Meonia, flor y gloria de vuestros valerosos ascendientes!, vosotros, a quienes un justo dolor impele contra el enemigo y a quienes inflama Mecencio en justa ira, sabed que no concede el cielo a ningún Italo debelar a la poderosa nación de los Rútulos; buscad capitanes extranjeros.» Con esto la hueste etrusca se detiene en su campamento, aterrada con semejante anuncio de los dioses. El mismo Tarcón, su caudillo me ha enviado embajadores que me trajeran la corona, el cetro y las insignias reales, y me pidiesen que pasase a tomar el mando de sus tropas y a posesionarme del imperio tirreno; pero mi avanzada senectud, rendida al hielo de los años, me veda ejercer el mando supremo, y no alcanzan ya mis fuerzas a soportar los rigores de la guerra. Hubiera persuadido a mi hijo a aceptar por mí el ofrecimiento, si por su madre, sabina, no fuese en algún modo hijo de esta patria. Tú, a quien los hados conceden juventud y gran linaje; tú, a quien designan los númenes, ve allá, ¡Oh fortísimo caudillo de los Teucros y de los Italos! Además te agregaré este mi hijo Palante, esperanza y consuelo de mi ancianidad, para que a tu escuela se avece a la milicia y al duro oficio de Marte, vea tus hazañas y se acostumbre a admirarte desde sus primeros años. Daréle doscientos jinetes árcades, la flor de nuestra robusta juventud, y Palante, en su propio nombre, te llevará otros tantos.»

Dijo así el Rey. Eneas, hijo de Anquises, y el fiel Acates revolvían en su mente tristes pensamientos cuando, rasgándose de improviso el cielo, les manifestó en él Citerea una señal de su presencia: un gran relámpago, seguido de un trueno, estalló en el éter, todo el espacio se estremeció de repente y resonó en los aires el ronco toque de las trompetas tirrenas. Alzan los ojos; una y otra vez, retumba el gran fragor, y en la serena región del cielo ven entre las nubes rutilar en el puro éter muchedumbre de armas, y oyen el estrépito con que chocan entre sí. Espantáronse todos; pero el héroe troyano conoce en aquel fragor el cumplimiento de las promesas de su divina madre, y dice al Rey: «No discurras ¡Oh huésped! sobre los sucesos que anuncia este prodigio; conmigo sólo habla el Olimpo; ya mi divina madre me anunció que me enviaría esa señal si llegase a estallar la guerra, y traería en mi auxilio, cruzando las auras, armas forjadas por Vulcano… ¡Oh cuánta mortandad amenaza a los míseros Laurentinos! ¡Oh y cómo me vas a pagar, oh Turno, tu tenacidad! ¡Oh y cuántos escudos de guerreros, cuántos yelmos, cuántos cadáveres de fuertes varones vas a arrastrar en tus olas, oh padre Tíber! ¡Vengan ahora a darnos batallas y rompan los tratados!»

Dicho esto, se levantó del alto solio, y lo primero fue a ver avivar los amortecidos fuegos del altar de Hércules, luego se encaminó gozoso a ofrecer sus preces a los dioses lares que le habían acogido la víspera, y a los humildes penates de Evandro, el cual, lo mismo que la troyana juventud, hizo sacrificar, en conformidad con los ritos, ovejas escogidas de dos años. Enseguida se dirigió a sus naves y revistó su gente, de la cual eligió, para que le siguiesen a la guerra, a los más valerosos; los restantes, dejándose llevar río abajo por la apa cible corriente, van a anunciar a Ascanio los prósperos sucesos de su padre. Da Evandro caballos a los Troyanos que han de dirigirse a los campos tirrenos, y hace traer para Eneas uno magnífico, todo cubierto con una roja piel de león, refulgente con garras de oro.

Difúndese de pronto por la pequeña ciudad la voz de que va a partir rápidamente para las costas del rey tirreno la caballería árcade, y ya las madres redoblan sus votos con el miedo que acrecienta el cercano peligro; la imagen de Marte se les aparece más terrible. Entonces el rey Evandro, asiendo la mano de su hijo, pronto a marchar, le estrecha en sus brazos, prorrumpe en llanto y exclama: «¡Oh, si Júpiter me restituyese a mis pasados años, al ser que tenía cuando bajo las murallas de Prenesta arrollé la primera falange enemiga, y vencedor incendié rimeros de escudos, y con esta diestra lancé a los abismos del Tártaro al rey Erilo, a quien su madre Feronia dio, al nacer ¡Prodigio horrendo! tres almas y tres armaduras! Era forzoso darle muerte tres veces, y sin embargo, entonces esta diestra le arrancó aquellas tres almas y le despojó de sus tres armaduras. ¡Oh! si recobrase mi antigua pujanza, no tendría yo ahora que arrancarme, hijo mío, de tus queridos brazos, ni nunca el vecino Mecencio, insultando esta cabeza, habría causado con su espada tantos desastres, ni dejado a su pueblo viudo de tantos ciudadanos. ¡Oh dioses y oh tú, supremo rey de las deidades, Júpiter, yo os ruego que tengáis compasión del rey árcade y que oigáis sus paternales preces; si vuestros númenes han de restituirme incólume mi Palante, si los hados me le conservan, si he de vivir bastante para volverle a ver y estrecharle a mi seno, concededme la vida, aunque me cueste sufrir cualesquier trabajos; mas si me amagas ¡Oh Fortuna! con un infando suceso, ahora, ¡Oh! ahora mismo séame dado romper esta miserable vida, mientras me agitan estas congojas y la incierta esperanza de lo venidero, mientras te estrecho en mis brazos, ¡Oh mancebo querido! única delicia de mi ancianidad; antes que desgarre mis oídos una horrible nueva.» Así exclamaba el anciano en aquella postrera despedida; luego sus criados se lo llevan desmayado al palacio.

Ya la caballería iba saliendo por las puertas de la ciudad, marchando entre los primeros Eneas y el fiel Acates, a quienes seguían los demás próceres troyanos; en el centro del escuadrón se distinguía Palante por su vistosa clámide y sus refulgentes armas; tal, empapado todavía en las aguas del Océano, Lucifer, el astro predilecto de Venus, levanta sobre el horizonte su sagrada frente y disipa las tinieblas. Temblorosas las madres, de pie encima de los adarves, siguen con los ojos la nube de polvo y el resplandor metálico que se desprenden de la armada muchedumbre, la cual, cruzando las malezas, prosigue su camino por los atajos, levantando gran clamor, a que mezclan los alineados corceles el compasado batir de sus cascos en la seca tierra. Hay junto al helado río que riega la ciudad de Cere un gran bosque, consagrado en toda aquella tierra por la veneración de los mayores; por todas partes le rodean collados que forman entre sí hondos valles y una selva de negros abetos. Es fama que los antiguos Pelasgos, primer pueblo que ocupó los confines latinos, consagraron aquel bosque a Silvano, dios de los campos y de los ganados, e instituyeron un día festivo en honra suya. No lejos de allí habían asentado sus reales Tarcon y los Tirrenos, y ya desde un empinado cerro podría descubrirse todo su ejército tendido por la espaciosa campiña. Allí Eneas y su escogida juventud guerrera hacen alto rendidos, y hombres y caballos se entregan al descanso.

En tanto la diosa Venus se aparece resplandeciente sobre las etéreas nubes, trayendo el don prometido a su hijo, al cual, tan luego como le vio de lejos, retraído en su estrecho valle, a la margen del fresco río, habla así, poniéndosele delante: «Aquí tienes el don prometido, labrado por arte de mi esposo; no vaciles por más tiempo, hijo mío, en presentar batalla a los soberbios Laurentinos y al intrépido Turno.»

Dijo así Citerea, abrazó a su hijo, y dejó al pie de una encina, enfrente de él, las radiantes armas. Alborozado con tan alta honra y con el don de la diosa, no se harta Eneas de mirarle, y examina cada prenda una por una, lleno de asombro; coge y revuelve en sus manos el terrible y penachudo yelmo, que vibra llamas, la mortífera espada, la recia loriga de bronce, roja como la sangre, enorme, semejante a la cerúlea nube que inflaman los rayos del sol y esparce a lo lejos sus resplandores; luego contempla las ligeras grevas de plata y oro, y la lanza y la maravillosa obra del escudo. En él había representado el dios ignipotente, sabedor del destino reservado a las edades futuras, toda la historia de Italia y los triunfos de los Romanos; en él se veía todo el linaje de la futura descendencia de Ascanio y la serie de sus grandes batallas. Allí, en la verde cueva de Marte, había representado, tendida en el suelo, la parida loba, de cuyas ubres pendían dos mellizos, jugueteando y mamando impávidos a su madre, que inclinada sobre ellos la rolliza cerviz, los acariciaba sucesivamente con la lengua y los aseaba y pulía. No lejos de allí había las Sabinas, indignamente arrebatadas de sus asientos en el anfiteatro, en medio de los grandes juegos del circo, de donde se originó de súbito una nueva guerra entre la gente de Rómulo y el viejo Tacio y los austeros curites. Enseguida veíase, ajustada ya la paz, a los dos reyes armados, delante del altar de Júpiter con sendas copas en las manos, pactando alianza después de haber inmolado una cerda. No tan lejos de allí una rápida cuadriga descuartizaba, por mandato de Tulo, a Mecio (hubieras sido fiel a tus palabras ¡oh Albano!); y desgarrando en los matorrales las entrañas del falsario, regaban con su sangre los abrojos. Más allá exigía Pórsena de los Romanos que resistiesen al expulsado Tarquino, y acosaba a la ciudad con estrecho cerco, mientras los descendientes de Eneas se lanzaban a las espadas en defensa de su libertad.

Veíase allí a Pórsena, amenazador, indignado de que Cocles hubiese osado cortar el puente, y de que Clelia, rotas sus prisiones, cruzase el río a nado. En pie sobre la cumbre de la roca, Tarpeya, Manlio defendía el templo y el excelso Capitolio; tosca techumbre de bálago cubre el palacio de Rómulo, recién construido. Un blanco ánade, revoloteando por entre los dorados pórticos, anunciaba con su canto que los Galos estaban ya a las puertas de Roma. Llegaban éstos en efecto por entre las malezas, y ya ocupaban el alcázar, defendidos por las tinieblas a favor de una opaca noche; distinguíase por sus doradas cabelleras, sus arreos recamados de oro y sus listados sayos; de sus cuellos, blancos como la leche, penden collares de oro; cada uno blande en su mano dos venablos de madera de los Alpes y se cubre todo el cuerpo con un largo escudo. Allí se veían esculpidos los salteadores Salios, los Lupercos desnudos, los Flamines con sus penachos de lana y los broqueles caídos del cielo; las castas matronas llevaban por la ciudad los objetos sagrados en muelles andas.

Lejos de allí, estaban representadas las mansiones tartáreas, las profundas bocas de Dite y los castigos de los crímenes, y tú ¡Oh Catilina! suspendido de un inminente escollo y temblando ante la faz de las Furias, en un sitio repuesto se veían los varones piadosos, y a Catón dictándoles leyes. Entre estas imágenes se extendía la del hinchado mar, cuyas olas de oro se coronaban de blanca espuma; surcábanle en torno delfines de plata, formando raudos giros y batiéndole con sus colas. En medio se veían dos escuadras de ferradas proas y la batalla de Accio; toda la costa de Leucate hervía con el bélico aparato que reverberaba en las olas de oro. De un lado se ve a Cesar Augusto, de pie en la más alta popa, capitaneando a los Italos, con los padres de la patria, el pueblo, los penates y los grandes dioses; de sus fúlgidas sienes brotan dos llamas y sobre su cabeza centellea la estrella de su padre.

En otra parte, Agripa, favorecido por los vientos y los dioses, acaudillando altanero su gente, se ciñe las sienes con la corona rostral, soberbia insignia guerrera. En la opuesta banda Antonio, ostentando bárbara pompa y cien varias huestes, vencedor de los pueblos de la Aurora y de los de las costas del mar Rojo, trae consigo el Egipto, las fuerzas del Oriente y los remotos Bactros y le sigue ¡Oh baldón! una consorte egipcia. Trábase la lid, a la que se precipitan todos a una; el ponto entero, batido por los remos y las ferradas proras de tres puntas, se cubre de espuma. Dirígense a la alta mar; no parecía sino que descuajadas las Cícladas, iban flotando por las aguas o que se estrellaban unos contra otros los altos montes: ¡Con tan recio ímpetu chocan entre sí las huestes desde las torreadas naves! Vuelan las estopas encendidas, arrojadas a mano, y el hierro volador de los dardos; una nunca vista carnicería enrojece los campos de Neptuno.

En medio de la lid, la Reina concita a sus huestes con los sonidos del sistro patrio y no ve a su espalda las dos serpientes que la amenazan. Todo el linaje de monstruosas divinidades y el ladrador Anubis hacen armas contra Neptuno, Venus y Minerva; en lo más recio de la pelea se ve esculpido en el hierro a Marte, ciego de ira, en cuyo contorno vagan por el éter las tristes Furias; alborozada la Discordia va entre ellas con el manto desgarrado, y Belona la sigue esgrimiendo su sangriento látigo. Viendo esto desde las alturas Apolo, protector de Accio, disparaba su arco, con lo que volvían la espalda, aterrados, el Egipto, y los Indios, y los Arabes y los Sabeos; veíase a la misma Reina, después de invocar a los vientos, dar la vela, aflojando a toda prisa y a más no poder las jarcias de sus naves.

Habíala representado el ignipotente, pálida ya de su próxima muerte, huyendo en medio del estrago, a impulso de las olas y del céfiro; y en frente de ella la grande imagen del Nilo, llorando y abriendo sus siete bocas, desplegando sus anchas vestiduras, llamaba a los vencidos a su cerúleo regazo, a los recónditos abismos de sus corrientes. En tanto Cesar llevado en triple triunfo a las murallas de Roma, consagraba en toda la ciudad, cual voto inmortal a los dioses de Italia, trescientos magníficos templos.

Hervían las calles en gritos de alborozo, en juegos y aplausos; en todos los templos resonaban los coros de las matronas y se alzaban aras; delante de todas las aras cubrían el suelo inmolados novillos.

Sentado en los marmóreos umbrales del espléndido templo de Febo, Cesar examina las ofrendas de los pueblos y las suspende de las soberbias puertas; van pasando en larga fila las naciones vencidas, tan diferentes en trajes y armas como en lenguas; aquí Vulcano había representado la raza de los Nómadas y los desceñidos Africanos; allí los Lélegas y los Caras y los Gelonos, armados de saetas.

Veíanse allí al Eufrates, arrastrando su corriente ya más amansada, y los Morinos, que pueblan los confines de la tierra, y el bicorne Reno, y los indómitos Dahos, y el Arajes, que sufre indignado el puente que le oprime.

Todas estas cosas contemplaba maravillado Eneas en el escudo de Vulcano, don de su madre, y regocijándose con la vista de aquellas imágenes, cuyo sentido ignora, échase al hombro la fama y los hados de sus descendientes.