Tristes, Ovidio – Libro cuarto

Las Tristes por Ovidio - Libro cuarto. Poemas escritos alrededor del año 9 d. C. por Publio Ovidio Nasón en el exilio.

Tristes

Publio Ovidio Nasón

Las Tristes (Tristia en latín), también llamadas en español Tristezas, es una colección de poemas escritos por el afamado poeta y escritor romano Publio Ovidio Nasón, mejor conocido en nuestros tiempos simplemente por su nomen, Ovidio. Los mismos fueron escritos en el exilio, luego de que en el año 8 después de Cristo el emperador Octavio Augusto expulsara al poeta de Roma por considerar vulgares los versos hallados en su obra Ars Amatoria (aunque otras fuentes plantean, de manera quizás más afín a la realidad, que la expulsión se debió a que Ovidio tenía conocimiento de las aventuras amorosas de Julia, la nieta del emperador). Se estima que Ovidio escribió la obra en el año 9 d. C. durante su penosa travesía a Tomos.

Los poemas, de esquema dístico elegíaco (un hexámetro y un pentámetro), se agrupan en cinco libros a lo largo de los cuales Ovidio expresa con su bella poesía sus dolores, nostalgia y melancolía a causa del exilio. Además de lo anterior, la obra tiene como objetivo el explicar lo sucedido, defender su inocencia e implorar clemencia al emperador. Ovidio continua su obra en el exilio con las Cartas del Póntico.

Tristes

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Notas

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Libro cuarto

I.- Si en mis libros, lector, se notan defectos de cuantía, como sin duda se notarán, sírvanles de excusa las circunstancias en que se escribieron. Estaba desterrado, y no apetecía la fama, sino el descanso y la distracción, que me impidiesen pensar continuamente en los rigores que me oprimen. Esto mismo incita al siervo que cava la tierra con los grillos en los pies, y, aligera el penoso trabajo con sus toscas canciones; por esto canta el barquero que encorva su fatigado cuerpo sobre la arena fangosa, al arrastrar la tardía barca contra la corriente del río, o cuando mueve a la vez los remos hacia el pecho y hiende con los brazos las aguas a compás. El pastor, fatigado, se apoya en su báculo o se sienta en la peña, y deleita a sus ovejas con la flauta de caña. Canta, y a la vez gira el huso la sirvienta, para engañar las horas transcurridas en su labor. Dícese que Aquiles, lleno de pesadumbre por el rapto de Briseida, disipó su tristeza con los acordes de la lira Hemonia, y Orfeo arrastraba las selvas y las rocas insensibles para consolarse de la doble pérdida de su esposa. La Musa es mi bálsamo de consuelo en la comarca del Ponto, adonde fui relegado, y la única fiel compañera de mi destierro, la única que no teme las emboscadas de los hombres, la espada del guerrero, el mar, los vientos y la barbarie. Conoce bien el error que cometí, causante de mi perdición, y sabe que en mi conducta hubo una falta y no un crimen. Sin duda ahora me lisonjea, por lo mismo que me perjudicó cuando fue declarada cómplice de mi delito. En verdad, no quisiera poner las manos en los misterios de las Musas, por lo dañosas que me han sido; pero, ¿qué he de hacer ahora? Vivo dominado por su influjo, y en mi delirio amo los cantos que me ocasionaron el desastre. Así el fruto desconocido del loto que gustaron los marinos de Duliquio, aunque dañoso, les fue grato al paladar. Siente por lo común el amante su martirio, y permanece aferrado a su amor y adora al ídolo que sin descanso le martiriza; y así me deleita la poesía, que tanto me ha perjudicado, y amo el dardo que me produjo tan cruel herida. Tal vez mi pasión se gradúe de locura; mas esta locura me reporta no escasa utilidad; impide al pensamiento fijarse de continuo en la tragedia del dolor y le hace olvidarse de los tedios actuales. Como la Bacante en delirio no se da cuenta de su herida al lanzar gritos en las cimas del Edón, así cuando el verde tirso agita mi inflamada fantasía, el entusiasmo se sobrepone a las miserias humanas, y entonces ni siento el destierro, ni las playas del Ponto de Escitia, ni luchar contra el enojo de los dioses, y como si bebiese las ondas soporíferas del Leteo, se embota en mí el sentimiento de la adversidad de los tiempos. Con razón venero a las diosas consoladoras de mis penas, que desde el Helicón me acompañaron al destierro; y ya por el piélago, ya por tierra, se embarcaron conmigo y siguieron a pie mis huellas: que al menos me sean propicias, pues la turba restante de los dioses se declaró por César, y me abruman tantas adversidades como arenas hay en la playa, peces en las olas y huevos en el seno de los peces. Antes contarás las flores de primavera, las espigas del estío, los frutos de otoño y los copos de nieve en invierno, que los sufrimientos que en todas partes me maltrataron, hasta que arribó mi infortunio al siniestro litoral del Euxino. Sin embargo, desde que llegué, en nada la fortuna aligeró mis angustias; el adverso destino me ha seguido hasta el fin de la peregrinación. Aquí hube de reconocer que la trama del estambre de mis días se urdió con negros vellones. Sin hablar de las asechanzas y los peligros que se cernieron sobre mi cabeza, harto ciertos, y que acaso parezcan increíbles, ¿cabe mayor infelicidad para un romano, cuyo nombre repetía el pueblo a todas horas, que vivir entre los Besos y los Getas; mayor angustia que las puertas y murallas defiendan su vida, apenas asegurada con las fortificaciones de la ciudad? Siempre huí de joven las ásperas contiendas bélicas, y nunca manejé las armas sino por juego; y ahora de viejo tengo que ceñir la espada, embrazar el escudo y cubrir con el yelmo mis canos cabellos; pues así que el centinela desde su puesto da la señal de alarma, en seguida mi trémula mano tiene que empuñar el acero. El enemigo feroz, provisto de sus arcos y flechas envenenadas, recorre las murallas con sus jadeantes corceles. Como el lobo rapaz sorprende y arrastra a través de campos y selvas la oveja que no se encerró a tiempo en el redil, así el bárbaro enemigo, si encuentra en el campo alguno que no se retiró tras de las puertas, le echa mano y lo declara cautivo, poniéndole la cadena al cuello, o le derriba, muerto con sus dardos emponzoñados. Aquí resido, nuevo colono de lugares tan peligrosos, donde, ¡ay!, arrastro una existencia demasiado larga, y a pesar de todo, entre tantas congojas, mi Musa extranjera se vuelve a los cantos y al antiguo culto; pero ni hallo nadie a quien recitar mis versos, ni nadie cuyos oídos puedan comprender las expresiones latinas. Yo, ¿en qué había de entretenerme? Escribo y leo para mí mismo, y mis obras viven seguras de la benevolencia de su juez. Muchas veces me digo: ¿Cuál es el objeto de tus afanes? ¿Por ventura han de leer tus libros los Sármatas y los Getas? Muchas veces también, al escribir, me saltan las lágrimas, y las letras quedan empapadas con mi llanto. Mi corazón siente las antiguas heridas como si fuesen de ayer, y el triste humor de los ojos resbala y cae en mi seno. Cuando recuerdo en mis vicisitudes lo que soy y lo que era, y pienso en el lugar que me deparó la suerte, y aquel de donde me arrojaron, cien veces arrebatado por la demencia, y enconado contra mis estudios malignos, arrojo los versos, condenándolos al fuego. Puesto que quedan pocos de una gran multitud, seas quien seas, dígnate leerlos con indulgencia. Tú, ¡oh Roma, cuyo, acceso se me prohíbe!, acoge benigna mis poesías, que no valen más que mi fortuna.

Recomendación: puede consultar las notas a cada verso siguiendo este enlace. Las notas ayudarán a una mejor comprensión del contexto.

II.- Ya, fiera Germania, vencida como todo el orbe, tienes que doblar la rodilla ante los Césares; acaso sus magníficos palacios se adornan de guirnaldas, y el incienso chisporrotea en el fuego y con sus nubes obscurece el día; tal vez la segur alzada hiende el cuello de la blanca víctima, cuya sangre enrojece el suelo, y los dos caudillos victoriosos se disponen a llevar las ofrendas prometidas a los templos de los propicios dioses, con los príncipes que crecen bajo el nombre de César, para que esta familia domine la tierra a perpetuidad. Livia, en compañía de las virtuosas nueras, brinda a los númenes por la salud de su hijo las ofrendas merecidas, que ha de renovar en mil ocasiones, y va seguida de las madres y las doncellas que en perpetua virginidad velan el fuego sagrado. La plebe piadosa se entrega al júbilo lo mismo que el Senado y el orden ecuestre, del cual poco ha constituía una mínima parte.

Yo, desterrado lejos, no participo de la común alegría, pues la fama llega empequeñecida a países tan remotos. Así todo el pueblo podrá admirar el triunfo, leer los nombres de los jefes enemigos, de las ciudades conquistadas, y contemplar cómo caminan con cadenas al cuello los reyes cautivos, delante de los corceles coronados de guirnaldas; observará a los unos con los rostros abatidos por el vencimiento, y a los otros amenazadores e insensibles a sus penas.

Parte del concurso pregunta los motivos de la guerra, sus éxitos y los nombres de los generales, y otra parte contesta, aunque no le sean bastante conocidos: «Ese que deslumbra elevado en su carroza y cubierto con el manto de Sidón, era el jefe de la campaña, el otro, su lugarteniente; aquel que ahora clava los tristes ojos en el suelo, no reveló igual abatimiento cuando empuñaba las armas; ese de feroz catadura y en cuyas miradas arde el odio todavía, fue el promotor y consejero de la guerra; el que esconde su repulsiva cara bajo mechones de cabellos, encerró con astucia nuestras huestes en una emboscada; el siguiente, dicen ser el ministro que sacrificaba los cautivos a los dioses, indignados de tal ofrenda; este lago, estos montes, aquellas fortalezas y aquellos ríos, viéronse llenos de cadáveres que enrojecieron sus ondas.» Druso, virtuoso vástago digno de su padre, conquistó en estas tierras el sobrenombre que lleva. Con los cuernos rotos y mal cubierto de verdes ovas, destácase el Rhin, coloreado por la sangre de sus hijos, y detrás viene la Germania, con los cabellos erizados; se sienta abatida a los pies del invicto caudillo, rinde su animoso cuello a la segur romana, y carga de cadenas las manos que empuñaron las armas. Por encima de todos, César, en el carro triunfal y vestido de púrpura, te ofrecerás a la vista del pueblo; por donde pases estallarán los aplausos de los tuyos, y las flores que arrojen alfombrarán tu camino. Ceñirás tus sienes con el laurel de Febo, y el soldado gritará con estruendosas voces: «¡Vítor, vítor! ¡Triunfo!» Con el ruido, el aplauso y las demostraciones populares sentirás a ratos que tus cuatro caballos rehusan avanzar; luego subirás al Capitolio, templo favorable a tus votos, y allí depositarás el laurel prometido y debido a Jove. Yo desde mi destierro veré tu exaltación en los raptos de la fantasía: ella tiene derecho a penetrar en los sitios que se me han prohibido; ella recorre libre la inmensidad del orbe, y en su vuelo audaz se eleva hasta el cielo; ella pasea sus miradas por el centro de la ciudad, y no me niega participar de tanta ventura; ella me abrirá la vía donde contemple la carroza de marfil, y me permitirá corto tiempo vivir en el seno de la patria; pero el pueblo, dichoso asistirá realmente al espectáculo, y gozará, alborozado, la presencia de su caudillo, mientras yo, desde país remoto, entregado a mis imaginaciones, sólo por el oído recibiré el gusto de tal solemnidad, y apenas hallaré quien satisfaga mi anhelo en alguno que desde el Lacio arribe a este mundo tan diferente, alguno que me refiera, aunque tarde, este triunfo ya antiguo, y que, no obstante, me regocijará en cualquier época me oiga referirlo. Luzca pronto el día en que abandone mis vestidos de duelo; la felicidad pública ahogará las quejas de mi situación personal.

III.- Osa mayor y menor que, siempre inmunes a las aguas, regís la una las naves griegas, la otra las de Sidón, que contempláis el vasto universo desde la altura del polo, sin sepultaros jamás en los mares de occidente, y sin tocar la tierra en vuestra revolución describís por encima del horizonte un círculo en torno del cielo, os conjuro a que dirijáis vuestras miradas hacia las murallas que con funesto arrojo osó franquear en otro tiempo Remo, el hijo de Ilía, y pongáis los brillantes ojos en mi esposa, para decirme si aún se acuerda de mí o si me ha olvidado. ¡Ah!, ¿por qué pregunto lo que es harto manifiesto?; ¿por qué vacilo entre el miedo y la esperanza? Cree que es como la deseas; desecha vanos temores, y ten la certeza de su intachable fidelidad. Lo que no te pueden decir las estrellas fijas en el polo, puedes decírtelo a ti mismo sin riesgo de equivocarte: se acuerda de ti, eres el objeto de su tierna solicitud, y ya que otro bien no te reste, conserva tu nombre en el corazón, ve tu fisonomía como si la tuviera presente, y aunque tan alejada de ti, vive sólo para amarte.

Y dime, cuando tu alma enferma se rinde al justo dolor, ¿huye el ligero sueño de tu cuerpo intranquilo?; ¿te asedian las cuitas al detenerte en la cámara del lecho nupcial y te impiden olvidarte un punto de mí?; ¿sientes la acometida de la fiebre?; ¿te parece eterna la noche y te duelen los miembros quebrantados del cuerpo? En verdad no dudo que sientas estas y otras dolencias, y que tu casto amor dé señales de hondo pesar: no es menor tu tormento que el de la princesa Tebana cuando vio a Héctor ensangrentado y arrastrado por los corceles de Tesalia. Por eso estoy dudoso acerca de lo que deba pedir, y no acierto a expresar de qué sentimiento quisiera verte poseída. Si estás triste, me indigno de ser la causa de tu aflicción; no lo estás, y quisiera verte digna de la pérdida de tu consorte. ¡Oh la más dulcísima de las esposas!, deplora tus males, que nacen de los míos y te obligan a llevar una penosa existencia; llora mi caída: hay cierta voluptuosidad en el llanto; las lágrimas sacian y templan el dolor, y ojalá te vieses forzada a lamentar, no mi vida, sino mi muerte, y por ésta te hubiese dejado sola en el mundo. Así mi alma se evaporase de tus brazos en el seno de la patria con las lágrimas piadosas derramadas sobre mi seno, y en la hora suprema tu mano me cerrara los ojos, puestos en el cielo que me es conocido, y mis cenizas reposaran depositadas en la tumba de mis abuelos, y cubriese mi cadáver la tierra que me vio nacer, y, en fin, hubiera muerto sin tacha como viví; mas ahora mi vida tiene que sonrojarse de su suplicio.

¡Mísero de mí, si cuando te oyes llamar la esposa del desterrado vuelves el rostro encendido de rubor! ¡Mísero de mí, si consideras afrentoso nuestro enlace y te avergüenza el llamarte mi mujer! ¿Dónde está aquel tiempo en que te envanecías de ser mi cara mitad y no ocultabas el nombre de tu marido? ¿Qué se hizo de aquel tiempo, si no te desvelas por olvidarlo, en que te gloriabas (lo recuerdo) de ser y llamarte mía, y como sienta a una mujer digna, te agradaban todas mis prendas, y tu amor profundo aun añadía otras mil a las verdaderas, y tenías de mí tan alto concepto que a ningún otro varón me hubieses pospuesto y a ningún otro querrías llamar tu esposo? Tampoco te sonrojes ahora de verte casada conmigo; si por ello no eres extraña al dolor, debes serlo a la vergüenza. Cuando el audaz Capaneo cayó de súbito herido, ¿leíste acaso que Evadne se ruborizara de llamarle su esposo? Porque el rey del mundo apagase el fuego con el fuego, ¿habían, Faetón, de negarte tus parientes? Semele no fue mirada como extraña de Cadmo, su padre, por haber perecido víctima de una insensata ambición; ni porque yo me sintiese tocado por los rayos crueles de Jove, la púrpura del rubor debe saltar en tu rostro delicado; antes bien, esfuérzate en mi defensa, preséntate como modelo de buenas esposas y alienta con tus virtudes lo difícil del encargo.

El camino de la gloria pasa a través de precipicios. ¿Quién conocería a Héctor en una Troya floreciente? Las públicas calamidades abrieron campo a su valor. Si no hubiera mares borrascosos, tu arte, Tifis, sería del todo inútil, y la tuya, Febo, si los hombres gozaran de perpetua salud. Oculta, perezosa y desconocida en los prósperos sucesos, la virtud se revela y enaltece en la adversidad; mi fortuna te brinda ocasión de ennoblecerte con nuevos títulos, y te proporciona motivos de ensalzar tu piedad. Aprovecha las circunstancias que ahora te son favorables; una vasta escena se ofrece a tus anhelos de gloria.

IV.- ¡Oh tú, vástago generoso de renombrados abuelos, que amortiguas el brillo de tu linaje con la nobleza de tus sentimientos, cuya alma refleja la integridad paterna con toda la fuerza de tu carácter, y cuyo genio perpetúa la memoria heredada de los tuyos, que no admite rival en el foro romano!; si parece que te nombro, contra mi voluntad, señalando tus virtudes, perdona los elogios en que me obligan a prorrumpir. No soy yo el culpable, tus prendas reconocidas te delatan; si apareces tal como eres, no eches la culpa a mi indiscreción, ni vayas a creer que el homenaje que mis versos te tributan pueda desconceptuarte a los ojos de un príncipe tan justo. Este padre de la patria, ¿quién más indulgente?, tolera que se escriba su nombre en mis poemas, y no podría prohibírmelo. César pertenece a la república, y me asiste derecho a una parte del bien común. Júpiter confía su divinidad a los ingenios de los poetas, y permite a cualquiera boca entonar sus alabanzas. Así aseguras tu causa con el ejemplo de dos dioses: el uno en quien se fijan nuestras miradas, y el otro en quien creemos.

Aunque cometa una indiscreción, me complacerá haberla cometido; porque mi carta no depende de tu voluntad, y si converso contigo, no lo tomes a nueva ofensa, pues antes de caer en desgracia eran nuestras conversaciones más frecuentes; y porque temas menos que mi amistad se te impute como un delito, si alguien te infiriese tal agravio, recaería sobre tu padre, cuya amistad cultivé desde los años juveniles, cosa que no pretenderás disimular, y aplaudió mi numen, bien lo recuerdas, mucho más de lo que a mi juicio, merecía, juzgando mis poemas con aquella gravedad que revelaba la alta nobleza de su cuna.

Cuando fui recibido en tu casa, no lo debí a tu benevolencia, sino más bien a la del autor de tus días; pero, créeme, no abusé jamás de la confianza; si quitas mi última falta, la conducta de mi vida resiste a cualquiera acusación; y esta misma falta que me aniquiló, no dirías que fuese un crimen, si conocieras las circunstancias de mi fatal caída. Hubo en ella temor o ceguedad de mi parte, y ésta me perjudicó sobre todo.

¡Ah!, permíteme que sepulte en el olvido mi triste destino, no sea que volviéndola a tocar de nuevo, mane sangre la herida aun no cicatrizada, y que apenas el tiempo sabrá curar. Así, reconociendo que en justicia merecí la pena, en mi pecado no hubo crimen ni premeditación, y esto lo sabe el dios que no me quitó la luz del día, ni consintió que otro poseyese mis riquezas confiscadas. Como viva los años que le deseo, acaso ponga fin a mi destino el día que se serene su cólera. Ahora le suplico que desde aquí me envíe a país distinto, si mis votos no son excesivamente atrevidos al solicitar un destierro menos riguroso, más próximo a Roma y más alejado del bárbaro enemigo. La clemencia de Augusto es tan grande, que si alguien le pidiera tal gracia en mi favor, acaso la concediese. Me aprisionan las heladas playas de este Ponto hospitalario, que en la antigüedad se llamó inhospitalario, cuyas olas son agitadas por vientos impetuosos, y cuya costa niega el refugio del puerto a las naves extranjeras. Las hordas que lo circundan viven de la rapiña a costa de su sangre, y la tierra es tan insegura como el pérfido mar. Estos pueblos que se regocijan con la sangre humana, hállanse situados casi bajo la misma constelación. No lejos de nosotros, el Quersoneso Táurico alimenta el ara de la diosa de la aljaba con horrible carnicería, y, según la tradición, en estas comarcas tan poco repulsivas a los criminales como odiadas de los buenos, reinó Thoas antiguamente. Aquí la virgen de la sangre de Pélops, que se vio substituida por una cierva, presidía el culto nefando de su diosa protectora. Así que Orestes- no sé si llamarle piadoso o criminal-, agitado por las Furias, arribó a tan execrable lugar con el príncipe de Focea, modelo de noble amistad, y dos cuerpos animados por una alma sola, los dos fueron al momento atados y conducidos al ara de Diana, que manaba sangre ante la doble puerta del templo; mas ni éste ni aquél se sintieron aterrados por la propia muerte: uno y otro se atribulaban por la vida del amigo. Ya la sacerdotisa aparece con el cuchillo desnudo, y ciñe con las bárbaras cintas las cabezas de los griegos, cuando por las respuestas Ifigenia reconoce a su hermano, y en vez de sacrificarlo lo estrecha en sus brazos, y alegre traslada de aquellos lugares a otros menos feroces la imagen de la diosa que aborrecía los sangrientos sacrificios. Tal es la región que tengo por vecina, última parte del inmenso mundo abandonada de los hombres y los dioses. ¡Ay!, ¡ojalá los vientos que de ella alejaron a Orestes, hiciesen regresar mis velas, ya aplacado el numen que me castiga!

V.- ¡Oh tú, que ocupas el primer lugar entre mis queridos compañeros, única ara que ofreció asilo a mi desvalimiento, que con tus exhortaciones resucitaste mi alma moribunda, como la luz de una lámpara a la que echan aceite, que no temiste abrir un puerto seguro de refugio a mi barca maltrecha por el rayo, y que con tu caudal me habrías librado de la indigencia, si César me arrebatara los bienes, paternos!; al desbordarse mi agradecimiento olvidando los tiempos que corren, ¡cuán cerca estuve de pronunciar tu nombre! Sin embargo, te reconoces, y tocado de la ambición de gloria, quisieras poder decir sin recelo: «Ese soy yo.» No te quepa duda, que si lo autorizases, me envanecería rendirte un público homenaje que inmortalizase tu rara fidelidad; pero temo que mis versos gratulatorios te perjudiquen, y dar a tu nombre un honor intempestivo. En cambio, puedes con seguridad regocijarte en el alma de que nunca te olvido, como no me olvidas tampoco. Ya que empezaste, sigue luchando con los remos para ayudarme, hasta que el dios, aplacado, me envíe un viento propicio. Defiende esta cabeza que nadie acertará a salvar si no la sostiene el que la hundió en las aguas de la Estigia, y apréstate, lo que es bien raro, con tu constancia a cumplir todos los deberes que impone una amistad inquebrantable. Así tu fortuna aumente con progreso perenne y logres favorecer a tus amigos sin necesitar nunca de ellos; así tu esposa iguale la bondad de tu corazón, y la menor querella no perturbe vuestro feliz enlace; así el que nació de tu misma sangre te ame siempre con aquel afecto que por Cástor sentía su piadoso hermano; así tu hijo mozo ser eleve a ti tan semejante, que cualquiera por sus virtudes lo reconozca imagen tuya, y así tu hija encienda la tea conyugal, te dé un yerno y, joven todavía, te regocijes pronto con el nombre de abuelo.

VI.- Con el tiempo se acostumbra el toro a la reja del labriego, y por sí mismo humilla la cerviz al corvo yugo; el corcel impetuoso, con el tiempo obedece a la flexible rienda, y dócil tasca el duro freno en la boca; con el tiempo se amansa la fiereza de los leones africanos, que acaban por perder su nativa ferocidad; la bestia informe de la India que obedece la voz de su dueño, vencida por el tiempo, acepta la servidumbre; el tiempo engrosa las uvas en los largos racimos, y apenas sus granos pueden contener el jugo que los hincha; el tiempo transforma la semilla en áureas espigas, y termina por dar a los frutos un sabor delicioso; el tiempo desgasta la reja del arado a fuerza de remover la tierra, quebranta las duras rocas y hasta el diamante; asimismo mitiga poco a poco las iras crueles, y aligera los duelos luctuosos y las penas del corazón. El tiempo que resbala con tácitos pasos, todo lo acaba menos mi tormento. Dos veces las espigas se han trillado en la era desde que me veo lejos de la patria, y otras tantas saltó el mosto de la uva bajo el pie desnudo del vendimiador, y en tan largo espacio ni recobré la necesaria paciencia, ni es menos intenso que al principio el sentimiento de mi desventura. Así a veces los toros viejos sacuden el corvo yugo, y el potro ya domado repugna obedecer al freno. Mi dolencia actual es más grave que la primera, pues siendo la misma, creció y aumentó al envejecer. Yo no conocía como al presente toda la intensidad de mis males, y los siento más insoportables porque me son más conocidos. No es de poca monta el poseer la plenitud de las fuerzas, y no sentirse aniquilado por los golpes. El novel luchador es más peligroso en medio de la arena que el que siente los brazos fatigados en continuas luchas. El gladiador sin heridas es más fuerte en el manejo de las armas que aquel que ha enrojecido los dardos en la propia sangre. La nave recién construida soporta mejor las violentas tempestades, y la vieja, por el contrario, a la menor borrasca se avería. Yo así afronté antes con más paciencia las contrariedades que hoy lamento multiplicadas por la duración. Creedme, desfallezco y sospecho que será corto el plazo de mis sufrimientos. Las fuerzas me abandonan, mi color se ha demudado y apenas la débil piel recubre mis huesos; mi ánimo yace más enfermo que el cuerpo, preocupado continuamente con sus trabajos. Me falta la vista de Roma, la compañía de mis caros amigos y la de mi esposa, más querida que todos; en cambio veo las hordas de los Escitas, las turbas con bragas de los Getas, y así, lo que veo y lo que no veo contribuye por igual a mi suplicio. La única esperanza que me consuela en tanto extremo, es que la muerte abreviará la duración de mis tormentos.

VII.- Dos veces el sol ha venido a visitarme tras los helados fríos del invierno, y otras tantas en su giro anual ha tocado en los Peces; y durante espacio tan largo, ¿por qué no me has dirigido algunas líneas que me acreditaran tu afecto?; ¿por qué enmudeció tu amistad, cuando me escribían otros con los cuales tuve menos trato?; ¿por qué cuantas veces rompí el sello de una carta esperaba verla firmada con tu nombre? Ojalá me hayas escrito multitud de ellas, y ninguna haya llegado a mis manos. Mi deseo se habrá realizado, porque antes creeré en la cabeza de la Górgona Medusa erizada de serpientes; en los perros que ladran bajo el vientre de una virgen; en la Quimera, mitad león y mitad serpiente, que vomitaba llamas; en los cuadrúpedos unidos por el pecho al busto de un hombre; en el mortal de los tres cuerpos y el perro de las tres cabezas; en las esfinges y las harpías y los gigantes con pies de dragón; en Giges el de los cien brazos y el monstruo semihombre y semitoro; creeré todos estos prodigios, caro amigo, antes que suponer que tu mudanza me relegue al olvido.

Montes innumerables se nos interponen; los caminos, los ríos, los campos y los vastos mares nos separan. Por mil motivos las cartas frecuentes que me escribiste, pudieron extraviarse y no llegar a mis manos. Vence estos mil obstáculos escribiéndome a menudo, y no me veré en la necesidad de excusarte a todas horas.

VIII.- Ya mi cabeza imita a las plumas de los cisnes, y las canas de la vejez blanquean mis negros cabellos; ya cargan sobre mí los frágiles años de la edad perezosa, y me cuesta gran esfuerzo sostenerme en las plantas poco firmes. Ahora debía poner fin a mis trabajos, vivir libre de cuitas y alarmas, entregado a los ocios que me fueron siempre tan gratos, dedicarme en sosiego a mis estudios favoritos, cuidar mi modesta casa, mis viejos Penates y los campos paternos, hoy privados de su dueño, y envejecer seguro entre los brazos de mi esposa, las caricias de mis nietos y el dulce seno de la patria. Así esperaba un tiempo que transcurriría mi existencia; así me creí digno de emplear los años postreros. No plugo esto a los dioses que me han lanzado a través de mares y tierras a los riesgos del país de los Sármatas. Remólcase al arsenal de la marina el navío quebrantado, por miedo de que se hunda en alta mar. Para que no caiga y desluzca las muchas palmas que ganó, el corcel abatido pace tranquilo las hierbas de los campos; el soldado ya inútil en el manejo de las brillantes armas que empuñó brioso, las deposita al pie de sus antiguos Lares, y asimismo mis fuerzas, quebrantadas por la tarda senectud, reclaman que se les conceda un pacífico retiro. Ya era tiempo de que no respirase en clima extraño; y no templara mi ardiente sed en las aguas de los Getas, sino de retraerme a la soledad de los jardines que poseía, y gozar la amistad de mis compatriotas y de Roma. Mi ánimo no adivinaba los secretos del porvenir cuando se prometía una vejez tranquila. Los hados se opusieron, y concediéndome al principio años felices, en los últimos me abrumaron con su rigor. Había deslizado diez lustros sin percances, cuando me perdí en la última etapa de la carrera. Cerca de la meta que me parecía casi tocar, mi carro se destrozó con espantable fracaso. En un rapto de demencia forcé a encolerizarse contra mí al mortal más benigno que existe en los ámbitos del mundo. La misma clemencia cayó vencida por mi culpa, y a pesar de su gravedad, aun me perdonó la vida, que he de pasar lejos de la patria, y habitando el país donde reina el Bóreas, en la ribera occidental del Ponto Euxino. Si el oráculo de Delfos o el de Dodona me hubiesen vaticinado este castigo, habría reputado por quiméricos al uno y al otro; pero no hay nada tan fuerte, aunque sujeto por cadenas diamantinas, que permanezca incólume si lo alcanza el rayo instantáneo de Jove, ni nada tan excelso, tan por encima de los peligros, que no se halle sometido al poder de un dios; pues si parte de mis males es consecuencia de mi error, la mayoría de ellos los debo a la cólera de un numen. En cuanto a vosotros, aleccionados como estáis por mi ejemplo, aprended a conciliaros el favor de un mortal que iguala a los inmortales.

IX.- Si puedo y lo mereces, callaré tu nombre con tus ruines hazañas, sepultaré tus hechos en las aguas del Leteo, y mi clemencia se dejará vencer por tus tardías lágrimas, siempre que me persuadas de que te has arrepentido. Precisa que tú mismo te condenes y, a ser posible, que acredites el empeño de borrar de tu vida esos días dignos de Tisífone; si no quieres, y sigue ardiendo en tu pecho el odio contra mí, con dolor inmenso me veré forzado a tomar las armas, y aunque me halle relegado a los últimos confines del mundo, mi cólera te alcanzará donde te encuentres. César, si lo ignoras, me dejó en posesión de mis derechos, y redujo mi castigo a privarme de la patria, que aun espero de su clemencia pisar de nuevo, como el cielo guarde sus días. Con frecuencia reverdece la potente encina, después de herida por el rayo de Jove. En fin, cuando no me quede otro medio de vengarme, las Musas me prestarán recursos y fuerzas. Por más que habite lejos de los míos en las playas de Escitia, viendo próximas las constelaciones que rehusan bañarse en el Océano, mi voz resonará en todas las naciones y mis quejas serán conocidas en todo el universo. Mis frases volarán desde el Oriente al Ocaso, y serán testigos la región de la Aurora y la de Hesperia. Mis gritos se oirán más allá de las tierras y los mares, y el eco de mis gemidos repercutirá en el porvenir, y no sólo tus tiempos te conocerán como malvado, sino que la posteridad eternizará tus maldades. Ya me apresto a la lucha y aún no he empuñado las armas, y ojalá no tuviese motivos para empuñarlas; antes de abrirse el circo ya el toro brioso esparce la arena y con su pezuña hiende impaciente la tierra. Esto es más de lo que pretendí. Musa, toca a retirada; aun se permite a tal sujeto ocultar su nombre.

X.- Yo soy el cantor de los tiernos amores; posteridad, oye mis palabras si quieres conocer al poeta que lees. Sulmona, abundante de frescos manantiales, es mi patria, que dista noventa millas de Roma. Allí vi la luz, y para que conozcas la época, fue el año en que perecieron los dos cónsules con una muerte igual. Si ello vale algo, heredé el orden ecuestre de mis insignes abuelos, y no debo a la fortuna el título de caballero. No fui el primogénito, sino nacido después de mi hermano mayor, que vino al mundo un año antes. La misma estrella presidió el natalicio de ambos, que festejábamos el mismo día con la ofrenda de dos tortas, y era éste uno de los cinco consagrados a las fiestas de la belicosa Minerva, el primero que se dedica a los combates sangrientos. Nuestra educación comenzó pronto, gracias al celo de mi padre, y asistimos a las lecciones de los maestros insignes de Roma. Mi hermano desde joven se inclinaba a la oratoria, como si hubiese nacido para las tempestuosas luchas del foro; y a mí desde niño me seducían los sagrados misterios, y la Musa en secreto me forzaba a rendirle culto. Muchas veces me dijo mi padre: «¿Por qué pierdes el tiempo en inútiles estudios? El mismo Homero no dejo ninguna riqueza.» Sus consejos me impresionaban, y abandonando todo el Helicón, intentaba coordinar palabras no sujetas a medida, espontáneamente acudían a formar pies cabales, y cuanto intentaba decir lo decía en verso. Entretanto los años resbalaban con pasos silenciosos, y mi hermano y yo tomamos la toga viril; echamos sobre nuestros hombros la púrpura laticlavia, y cada cual siguió su primera vocación. Ya mi hermano mayor había llegado a la edad de veinte años cuando murió, y comencé a carecer de una parte de mí mismo. Entré en el ejercicio de los cargos honoríficos que se conceden a la primera juventud, y fui nombrado triunviro. Me quedaba por conquistar el senado; mas esta carga era muy superior a mis fuerzas, y me contenté con la augusticlavia. De cuerpo poco vigoroso y natural menos apto para trabajos excesivos, y extraño a los impulsos de la turbulenta ambición, las hermanas Aonias, que siempre fueron de mí bien amadas, me convidaban a sus tranquilos ocios. Cultivé y frecuenté la amistad de los poetas de aquel tiempo, y creía ver otros tantos dioses en estos inspirados mortales. Muchas veces el viejo Macer me leyó sus poemas de las Aves y las Serpientes nocivas y las Hierbas saludables; muchas veces Propercio, unido a mí por íntimo afecto, me recitó sus fogosas elegías; Póntico, insigne por sus cantos heroicos, y Baso por sus yambos, se contaban como miembros queridos de mis reuniones, y el armonioso Horacio hechizaba mis oídos al acompañar con la lira de Ausonia sus elegantes odas. A Virgilio apenas le vi, y el avaro destino me arrebató pronto la amistad de Tibulo, que fue, Galo, tu sucesor, como de éste Propercio en la serie de los tiempos. Yo aparecí detrás, el cuarto, y lo mismo que veneré a los mayores, así los más jóvenes me veneraron a mí. No tardó mi Talía en darme a conocer; cuando leí al pueblo las poesías retozonas de mi juventud, sólo me había afeitado dos o tres veces. Exaltó mi numen una mujer celebrada en toda la ciudad, a la que dediqué mis Amores bajo el seudónimo de Corina. Compuse muchas obras, pero las que juzgué defectuosas, yo mismo las castigué entregándolas a las llamas; y antes de partir al destierro, quemé algunas que debían agradar, irritado contra mis estudios poéticos.

Mi tierno corazón, no invulnerable a las flechas de Cupido, se conmovía por la causa más leve, y a pesar de mi temperamento que se encendía con poco fuego, mi reputación no cayó envuelta en ninguna anécdota escandalosa. Casi niño todavía, díéronme una esposa ni digna ni conveniente, cuya unión se rompió en breve. Sucediole la segunda, de proceder irreprochable, pero que tampoco hubo de compartir mi lecho largo tiempo, y la última, que me acompañó basta la vejez, no se avergonzó de llamarse la esposa de un desterrado. Mi hija, dos veces fecunda en su primera juventud, aunque no de un solo esposo, me hizo otras tantas abuelo. Llegó por fin mi padre al término de su existencia, habiendo cumplido noventa años de edad, y lo lloré como él hubiese llorado mi pérdida; poco después pagué el último tributo a mi madre. ¡Felices ambos, sepultados a tiempo para no ver el día de mi condenación, y feliz yo también, porque no les hice testigos de mi infortunio ni les produje la consiguiente amargura! Si detrás de la muerte queda algo más que un vano nombre, y la leve sombra escapa a las llamas de la hoguera, y el rumor de mi falta llegó hasta vosotras, sombras de mis padres, y se juzgan mis delitos en el tribunal del infierno, quiero que sepáis la causa, y es imposible engañaros, que me ocasionó el destierro: fue por imprudente y no por criminal. Esto basta a los Manes: vuelvo a vosotros, espíritus curiosos de conocer los sucesos de mi vida. Transcurridos los años mejores, había llegado la vejez y sembrado de canas mi cabeza; desde mi nacimiento, ceñido en Pisa con la corona de olivo, el vencedor en la contienda de los carros había alcanzado diez veces el premio, cuando la cólera de un príncipe ofendido me obligó a residir en Tomos, ciudad sita a la izquierda del mar Euxino.

La causa de mi sentencia, harto conocida de todos, no necesita la confirmación de mi testimonio. ¿A qué referir la deslealtad de mis amigos, las acusaciones de los siervos y tantas amarguras más crueles que el mismo destierro? Pero mi ánimo se rebeló a sucumbir a tal prueba, y recogiendo sus fuerzas salió al fin victorioso; di al olvido la paz y los ocios de la pagada edad, tomé las armas extrañas a mis hábitos, cuando lo reclamaba la ocasión, y afronté tantos peligros por mar y tierra, como estrellas lucen en el polo que conocemos y el que se niega a nuestra vista, y después de largos rodeos arribé a las playas Sarmáticas vecinas de los Getas, hábiles en lanzar flechas. Aquí, aunque aturdido por el estruendo de las armas en torno mío resuenan, endulzo con la poesía mi triste situación; y aunque no haya un solo oído dispuesto a escucharme, abrevio y engaño con ella las horas eternas del día. Si vivo aún, y conllevo la dureza de mis trabajos, y no he llegado a aborrecer mi penosa existencia, es, Musa, gracias a ti, que me consuelas, que calmas mis inquietudes y alivias mis dolores. Tú eres mi guía y compañera; tú me libras de las riberas del Ister, y me conduces a la cumbre del Helicón; tú, caso raro, me diste en vida un nombre célebre que la fama no suele conceder más que a los muertos. La envidia, detractora de lo actual, no clavó su inicuo diente en ninguna de mis obras; habiendo producido nuestro siglo excelentes poetas, la murmuración no se enconó maligna contra mi ingenio, y si bien reconozco a muchos superiores, no se me reputa inferior a ellos, y soy muy leído en todo el orbe. Si es que encierran algo de verdad los presagios de los vates, no seré, ¡oh tierra!, tu despojo, desde el instante que muera; y ya deba al favor, ya a mis poemas este renombre, benévolo lector, recibe el testimonio legítimo de mi gratitud.