Cuestiones naturales, Séneca – Libro IV

Cuestiones naturales, por Lucio Anneo Séneca - libro cuarto - publicada entre los años 62 d. C. y 64 d. C.

Cuestiones naturales

Lucio Anneo Séneca

Cuestiones naturales, en latín Naturales quaestiones, es un análisis filosófico y tratado de ciencias naturales escrito entre los años año 62 y 64 d. C. por el filósofo y escritor romano Lucio Anneo Séneca. En la obra, dirigida a Lucilio el Joven, Séneca estudia los razonamientos sobre distintos fenómenos naturales, desde los meteoritos hasta las lluvias y los vientos, producidos por varios destacados filósofos tanto griegos como romanos; agregando además sus propios razonamientos y puntos de vista.

Cuestiones naturales

Libro ILibro IILibro IIILibro IVLibro VLibro VILibro VII

Notas

Alternativa: Obra completa

Ir a la biblioteca de textos clásicos

Libro cuarto

Prefacio

Según escribes, óptimo Lucilio, te deleitan la Sicilia y los ocios que te permite tu cargo de prefecto. Te deleitarán siempre si cuidas de permanecer en los límites de tu cargo, y piensas que eres ministro del príncipe y no el príncipe mismo. No dudo que así lo harás. Sé cuán extraño eres a la ambición y cuán amigo del retiro y de las letras. Deseen la agitación de las cosas y de los hombres aquellos que no pueden soportarse a sí propios. Tú, por el contrario, te encuentras perfectamente contigo mismo. No me extraña que ocurra esto a muy pocos, porque somos nuestros propios tiranos, nuestros perseguidores, desgraciados unas veces por amarnos demasiado, otras por el tedio; teniendo el espíritu en tanto hinchado por la soberbia o excitado por la avaricia; abandonándonos a los placeres o consumiéndonos en inquietudes, y para colmo de desdicha, nunca solos con nosotros mismos. En una morada donde tantos vicios habitan, necesariamente ha de haber perpetua lucha. Haz, pues, caro Lucilio, lo que acostumbras hacer. Sepárate cuanto puedas de la muchedumbre, y no prestes oídos a los aduladores, que son muy diestros para asediar a los grandes, y por mucho que te guardes, apenas podrás resistirles. Créeme, dejarte adular es entregarte a la traición. Tal es el atractivo natural de la adulación, hasta cuando se la rechaza, que agrada: por largo tiempo excluida, concluye por conseguir se la admita, elogiándonos porque no se la admite, y ni las repulsas pueden desanimarla. Es increíble lo que voy a decir, y sin embargo es verdadero. Cada uno de nosotros es vulnerable precisamente en el punto en que le atacan; y tal vez se le ataca por lo mismo que es vulnerable. Defiéndete bien, por lo tanto; pero ten presente que no estás al abrigo de las heridas: cuando todo lo hayas previsto te herirán por las uniones de la armadura. Uno usará la adulación disfrazada y cautelosa; otro francamente, cara a cara, y fingiendo ruda sencillez como si fuese franqueza y no artificio: Planco, el maestro más hábil en este género, antes de Vitelio, decía que no debía emplearse misterio ni disimulo en la adulación. Pierde, decía, su trabajo si se oculta: afortunado el adulador sorprendido en el hecho, y mucho más si se le reprende, si se le obliga a ruborizarse. Persona como tú debe temer encontrar muchos Plancos, y el remedio para tamaño mal no es rechazar la alabanza. Crispo Pasieno, el hombre más sutil en todo que he conocido, principalmente en la distinción y curación de los vicios, decía con frecuencia: «Ponemos la puerta entre nosotros y la adulación, pero no la cerramos; obramos con ella como con una amante: gusta que empuje la puerta, y gusta más que la violente». Demetrio, varón esclarecido, decía según recuerdo, al hijo de un liberto poderoso que le sería fácil enriquecerse el día en que se arrepintiera de ser hombre de bien. «No te ocultaré el medio; enseñaría a los que necesitan atesorar, cómo sin exponerse a los rigores del mar, ni a las dificultades de la compra-venta, sin acudir a los inseguros productos de la agricultura ni a los más inciertos aún del foro, encontrarán medio de hacer fácil y alegremente fortuna y agradar a los hombres despojándolos». En cuanto a ti, juraría que eres más alto que Fido Anneo y que Apolinio Pycta, aunque tu estatura sea tan reducida como la de los Tracios. Diría que nadie es más liberal que tú, y no mentiría, porque puede suponerse que das a los hombres todo aquello que les dejas. Así acontece, querido Junior, cuanto más franca es la adulación, más atrevida es, cuanto más se ha endurecido su frente y más ha hecho ruborizar la de los demás, más rápido es su triunfo. Porque hemos llegado a tal punto de demencia que el que nos alaba poco nos parece envidioso. Solía decirte que mi hermano Galión, aquel a quien se amaba poco cuando se le amaba cuanto amarse puede, era extraño a todos los vicios, y además aborrecía la adulación: tú le probaste en todos sentidos. En primer lugar, admiraste su genio, el mayor y más digno, creado para el cielo, decías, y no para un profano vulgar: el elogio le hizo retroceder. Quisiste alabar la moderación, que establece entre él y las riquezas una distancia tal que parece que ni las goza ni las rechaza: desde el principio te cortó la palabra. Celebrabas su afabilidad, el agrado y sencillez de sus modales, que encantan hasta a aquellos de quienes no se cuida, y obligan, sin que le cueste trabajo, a aquellos mismos que solamente ve al pasar, porque nunca mortal alguno supo agradar a uno solo tanto como él agrada a todos, y esto con un carácter tan dulce y simpático que nada revela en él artificio ni afectación. Todos se dejan atribuir con gusto un mérito públicamente reconocido; pues bien, también resistió en esto tus lisonjas, y exclamaste que habías encontrado un hombre invencible a las seducciones a que todos abren su corazón. Confesaste que su prudencia y perseverancia en evitar un mal inevitable te maravillaban tanto más, cuanto que esperabas encontrarle sensible a los elogios, que si bien dichos para lisonjear el oído, no dejaban de ser verdades. Pero por la misma razón los consideró más dignos de repulsa, porque siempre ataca la mentira a la verdad con la ayuda de lo verdadero. Pero no quiero que estés descontento de ti mismo, como el actor que hubiese desempeñado mal su papel y como si Galión hubiese sospechado la comedia y el lazo: no te descubrió, te rechazó. Esto puede servirte de ejemplo. Cuando se acerque a ti algún adulador, dile: «¿Quieres llevar esas felicitaciones, que pasan de un magistrado a otro con los lictores, a alguno que te pague en la misma moneda y esté dispuesto a escucharte hasta el fin? Por mi parte, no quiero engañar ni ser engañado; tus elogios me tentarían si no los dedicaras también a los malvados». ¿Acaso hay necesidad de descender tanto que puedan los aduladores medirse de cerca con nosotros? Que ancho espacio te separe de ellos. Cuando desees francos elogios, ¿por qué has de deberlos a otro? Elógiate tú mismo. Di: «Me he dedicado a los estudios liberales, aunque la pobreza me impulsaba a otros caminos, y llamaba mi ingenio a trabajos cuyo precio no se hace esperar. Me he dedicado a la poesía, sin esperanza de recompensa, y a las saludables meditaciones de la filosofía. He demostrado que la virtud puede entrar en todos los corazones; he triunfado de las trabas de mi nacimiento, y midiendo mi grandeza, no por mi fortuna, sino por la elevación de mi alma, me he visto igual a los más grandes. Mi cariño a Getulico me hizo traidor a Cayo; Mesala y Narciso, enemigos públicos no mucho antes de serlo recíprocamente no pudieron destruir mi cariño a otros personajes que era funesto amar. He ofrecido mi cabeza por conservar mi fe. No se me ha arrancado ni una palabra que no pueda salir de una conciencia pura. Todo lo he temido por mis amigos, nada por mí, y lamento no haberles amado bastante. De mis ojos no han brotado lágrimas indignas, ni he besado suplicando las manos a nadie. Nada he hecho impropio de un hombre honrado y valeroso. Más grande que mis peligros, dispuesto a salir al encuentro de los que me amenazaban, he agradecido a la fortuna que haya querido experimentar qué valor daba a mi palabra. Cosa muy grande era ésta para que me costase poco. No vacilé mucho tiempo, porque no estaban iguales los platillos de la balanza; ¿era mejor sacrificar la vida al honor o el honor a la vida? No adopté con ciego arrebato la resolución extrema que debía arrancarme al furor de los poderosos del día. Al lado de Cayo veía tormentos, veía hogueras. Sabía que desde muy antiguo, bajo este monstruo, se estaba reducido a considerar la muerte como una gracia. Sin embargo, no me arrojé sobre la punta de una espada, ni me lancé con la boca abierta al mar por temor de que se creyese que no sabía morir mas que por mi fe». Añade que nunca han podido corromperte los regalos y que en esta lucha tan general de la codicia, jamás se tendieron tus manos hacia el lucro. Añade también tu frugalidad, la modestia de tus palabras, tu consideración a los inferiores, tu respeto a los superiores. Y después pregúntate si todos estos méritos son verdaderos o falsos: si son verdaderos, te habrás alabado ante importantísimo testigo; si falsos, nadie habrá escuchado la ironía. En este momento podría creerse que pretendo yo captarte o probarte. Piensa tú lo que quieras, y empieza en mí a temer a todos. Medita aquello de Virgilio.

Nusquam tuta fides….. (24)

o lo que dijo Ovidio:

…..Qua terra patet, fera regnat Erinnys.
In facinus jurasse putes
(25).

o esta frase de Meneandro (porque no hay ingenio que no se haya conmovido en este punto, para reprobar ese detestable concierto del género humano que le lleva al mal). «Malos somos mientras vivimos», exclama el poeta, que arroja esta sentencia a la escena con rudeza de campesino. No exceptúa al anciano, ni al niño, ni a la mujer, ni al hombre; y añade: «No es individualmente ni en corto número, sino en masa, como se trama el crimen». Necesario es, pues, huir, recogerse en sí mismo, o mejor aún, escapar de sí mismo. Intentaré, aunque nos separa el mar, hacerte un favor: estás poco seguro de tu camino; te cogeré de la mano para llevarte a fin mejor; y para que no eches de ver tu aislamiento, hablaré desde aquí contigo. Quedaremos reunidos por la parte mejor de nuestro ser; mutuamente nos daremos consejos que el semblante del oyente no modificará. Te llevaré lejos de tu provincia, para impedirte que prestes mucha fe a las historias, y llegues a complacerte siempre que digas: Tengo bajo mi autoridad esta provincia que sostuvo el choque y deshizo los ejércitos de las dos ciudades más grandes del mundo, cuando entre Cartago y Roma era precio de gigantesca lucha; cuando vio las fuerzas de cuatro generales romanos, es decir, de todo el imperio, reunidas en un solo campo de batalla; cuando aumentó la inmensa fortuna de Pompeyo, fatigó la de César, hizo pasar a otra parte la de Lépido, y cambió la de todos los partidos: testigo de aquel prodigioso espectáculo, en el que los mortales pudieron ver claramente con cuánta rapidez se cae desde la cumbre a lo más bajo, y por qué diversos caminos destruye la fortuna el edificio de la grandeza. Porque al mismo tiempo vio precipitados a Pompeyo y Lépido, desde el pináculo supremo al abismo; Pompeyo huyendo de ajeno ejército, Lépido del suyo.

Principio del libro cuarto

I. Así, pues, para sustraerte a estos recuerdos, y aunque la Sicilia tiene en sí y en derredor suyo muchas cosas admirables, pasaré en silencio todo lo que a ella se refiere y fijaré tus meditaciones en otro punto. Voy a ocuparme contigo de una cuestión que no he querido tratar en el libro precedente, a saber: por qué crece tanto el Nilo en los meses de estío. Algunos filósofos han dicho que el Danubio tiene la misma naturaleza que este río, porque se desconocen las fuentes de uno y otro, y son más caudalosos en verano que en invierno. Ambos asertos han sido reconocidos como falsos, descubriéndose que las fuentes del Danubio están en la Germanía; y si comienza a crecer en estío, es cuando el Nilo está encerrado aún en su cauce, en los primeros calores, cuando el sol, más intenso al final de la primavera, blandea las nieves que licua antes de que empiece la crecida del Nilo. En el resto del estío disminuye, vuelve a sus dimensiones de invierno y hasta queda inferior a ellas.

Las notas pueden ser consultadas en el siguiente enlace.

II. Pero el Nilo crece antes de comenzar la canícula, en medio del estío, hasta después del equinoccio. Este río, el más noble de los que la naturaleza ofrece a los ojos de los hombres, de tal manera lo formó, que inundase el Egipto en la época en que la tierra, abrasada por el sol, absorbe más profundamente sus aguas, habiendo de retener bastante para bastar a la sequía del resto del año. Porque en las regiones que se extienden hacia la Etiopía, las lluvias son nulas o raras, ni aprovechan a un suelo que no está acostumbrado a recibir las aguas del cielo. Como sabes, toda la esperanza del Egipto está en el Nilo, siendo el año estéril o abundante según que el río haya sido avaro o liberal de sus aguas. Jamás atiende el labrador al estado del cielo. Mas ¿por qué no hablar poéticamente con un poeta, y citarle a su Ovidio, que dice:

…Nec pluvio supplicat herba Jovi? (26)

Si pudiera descubrirse dónde comienza a crecer este río, se conocerían las causas de su aumento. Pero lo único que se sabe es, que después de extraviarse en dilatadas soledades, en las que forma inmensos pantanos, repartiéndose entre veinte pueblos, reúne primeramente alrededor de Philas sus desparramadas y errantes aguas. Philas es una isla de difícil acceso, escarpada por todas partes, rodeándola dos ríos que en su confluencia forman el Nilo y llevan su nombre. El Nilo rodea toda la ciudad; y más ancho allí que impetuoso, acaba de salir de la Etiopía y de los arenales por los que hace pasar el comercio del mar de las Indias. Después encuentra las cataratas, famoso paraje por la grandeza del espectáculo que se goza en él. Allí, en presencia de peñascos agudos, entreabiertos por muchas partes, el irritado Nilo ostenta todas sus fuerzas; roto por las masas que encuentra, lucha en estrechos desfiladeros, y vencedor o rechazado, su violencia permanece igual: allí por primera vez se agitan sus aguas, que llegan sin ruido y con tranquilo curso; fogoso, se precipita como torrente por aquellos estrechos pasos, no siendo ya igual a sí mismo. Hasta allí corre turbio y fangoso, pero una vez entrado en aquellas gargantas pedregosas, lanza espumas y toma color que no es propio de su naturaleza, sino del paraje por donde pasa con dificultad. Triunfa al fin de los obstáculos; mas de pronto le falta el terreno y cae desde inmensa altura, haciendo resonar su estrépito en las comarcas inmediatas. Una colonia fundada en estos ásperos parajes, no pudiendo soportar el continuo y ensordecedor ruido, marchó a buscar en otro punto domicilio más tranquilo. Entre las maravillas de este río, se ha citado la increíble audacia de sus moradores. Montan dos en barquillas, uno para guiarla y el otro para arrojar el agua, y después de marchar agitados por la furiosa rapidez del Nilo y de sus reflujos, llegan al fin a los estrechos canales, entre peñascos cercanos que consiguen evitar; deslízanse llevados por el río entero, dirigiendo la barquilla en la caída, y con profundo terror de los espectadores caen de cabeza, creyéndose que han perecido, que quedan sepultados bajo la espantosa masa de las aguas, cuando reaparecen muy lejos de la catarata cortando las olas como saeta lanzada por máquina de guerra. La catarata no les ahoga, no haciendo, otra cosa que llevarles a corriente más llana. La primera crecida del Nilo se muestra en las inmediaciones de la mencionada isla de Philas. Pequeño espacio la separa del río, espacio que los Griegos llaman , y que nadie, exceptuando los sacerdotes, puede pisar; allí comienza a ser sensible la crecida. A larga distancia de este punto surgen dos escollos, llamados en la comarca venas del Nilo, de donde sale considerable cantidad de agua, aunque no la suficiente para inundar el Egipto. En estas bocas, en la época del sacrificio anual, arrojan los sacerdotes la ofrenda pública, y los prefectos presentes de oro. Desde este paraje, visiblemente aumentado el Nilo, avanza por hondo cauce, no pudiendo extenderse porque está encajado entre montañas. Pero libre al fin cerca de Memfis y ensanchándose en los campos, divídese en muchos ríos, y por canales artificiales, que dan a los ribereños cuanta agua quieren, corre a extenderse por todo el Egipto. Desparramado al principio, muy pronto forma una capa inmensa semejante a un mar cenagoso y estancado: la extensión de las comarcas que cubre paraliza la violencia de su carrera, porque a derecha e izquierda abraza todo el Egipto. Cuanto más crece el Nilo, mayor es la esperanza del año. Este cálculo no engaña al labrador; tan exacta medida es la elevación de las aguas de la fertilidad que traen. La inundación cubre aquel terreno arenoso y sediento con sus aguas y tierra nueva, porque llegando las ondas muy removidas, depositan el limo en los parajes donde forma grietas la sequía, y cuanto contiene de abono lo deja en las partes áridas, fecundizando los campos de dos maneras, porque los riega y abona. Todo lo que no visita queda estéril y desolado. Sin embargo, la crecida excesiva perjudica. El Nilo tiene además la maravillosa virtud de que, a diferencia de los demás ríos que barren y horadan las entrañas del suelo, éste, a pesar de su enorme masa, lejos, de corroer ni de arrebatar nada, aumenta las fuerzas del terreno, siendo su menor beneficio el riego. El limo que deposita empapa las arenas y las da cohesión, debiéndole el Egipto no tan solamente la fertilidad de sus tierras, sino sus tierras mismas. Magnífico espectáculo es el desbordamiento del Nilo sobre los campos. La llanura queda cubierta, los valles han desaparecido, y las ciudades sobresalen de las aguas como islas. Los habitantes del interior no pueden comunicar más que en barcas, y cuantas menos ven de su territorio, mayor es la alegría de los pueblos. Hasta cuando el Nilo permanece encerrado en sus riberas, penetra en el mar por siete bocas que son otros tantos mares. En una y otra orilla deposita innumerables ramas que no tienen nombre. Alimenta monstruos que no son más pequeños ni menos temibles que los del mar, pudiéndose juzgar su importancia por el hecho de que animales enormes encuentran en su lecho pasto y espacio suficientes. Babilo, aquel varón excelente, cuya instrucción en todo género de literatura era tan rara, dice haber visto, durante su prefectura de Egipto, en la boca Heracleotica del Nilo, la más ancha de las siete, delfines que venían del mar y cocodrilos que llegaban del río para presentar batalla en regla a los delfines: los cocodrilos quedaron vencidos por sus pacíficos adversarios, cuya mordedura es inofensiva. Los cocodrilos tienen el dorso duro e impenetrable hasta para el diente de los animales más vigorosos, pero su vientre es blando y tierno. Los delfines, sumergiéndose, se los partían con la sierra que les sobresale de la espina, remontando rápidamente a la superficie. Habiendo perecido de esta manera muchos cocodrilos, los restantes no se atrevieron a combatir y huyeron. Este animal escapa ante enemigo atrevido, y es muy audaz cuando se le teme. Los Tentiritas lo vencen, no por virtud especial de su raza, sino por lo que le desprecian y por su temeridad. Persíguenle con intrepidez, y en su fuga lanzan un lazo y le arrastran hacia ellos; muchos perecen por faltarles serenidad en el ataque. El Nilo en otro tiempo llevaba agua del mar, según dice Theofrasto, y consta que, por dos años sucesivos, el décimo y el undécimo del reinado de Cleopatra, no creció, presagiando esto, según decían, la caída de dos poderes; viendo desaparecer el suyo Antonio y Cleopatra. En siglos más lejanos, el Nilo estuvo diez años sin salir de su cauce, según asegura Calímaco. Pero examinemos ahora las causas que hacen crecer el Nilo en estío, y comencemos por los escritores más antiguos. Anaxágoras atribuye esta crecida a la licuación de las nieves que desde las montañas de la Etiopía bajan hasta el Nilo. Esta es la opinión de toda la antigüedad. Esquilo, Sófocles, Eurípides refieren lo mismo; pero multitud de razones acreditan la falsedad del aserto. En primer lugar, que el clima de la Etiopía sea abrasador, lo prueba el color negro y quemado de sus habitantes y las moradas subterráneas de los Trogloditas. Las piedras queman allí como al salir del fuego, no solamente al mediodía, sino que también al ocultarse el sol; la arena está calcinada y el pie humano no podría resistirla; la plata se separa del plomo; las soldaduras de las estatuas se derriten, y desaparecen los dorados y plateados. El austro, que sopla de aquel punto, es el mas cálido de todos los vientos. Los animales que se ocultan en la época del frío, no desaparecen allí en ningún tiempo, y hasta en invierno están las serpientes en la superficie del suelo y al aire libre. En Alejandría, muy lejana ya de estos excesivos calores, no nieva, y hasta en parajes más altos no se conocen las lluvias. ¿Cómo una comarca donde reinan tales calores podía tener nieves que durasen todo el estío? Aunque hubiese montañas para recibirlas, no recibirían más que el Cáucaso o las de la Tracia. Ahora bien, los ríos de estas montañas crecen en primavera y a principios de verano, pero muy pronto bajan hasta hacerse menores que en invierno. Las lluvias de primavera comienzan a fundir las nieves, que los primeros calores hacen desaparecer. Ni el Rhin, ni el Ródano, ni el Danubio, ni el Caistro están sujetos a este inconveniente, no aumentando en verano, aunque existen muy abundantes nieves en las cumbres del Septentrión. El Phaso y el Boristhenes tendrían también crecidas en estío, si, a pesar del calor, las nieves pudieran aumentar su caudal. Y además si esta fuese la causa del aumento del Nilo, la crecida tendría lugar al principio del estío; porque hasta esta época se conservan las nieves en toda su integridad, siendo la capa más blanda la que se licua primero. La crecida del Nilo durante cuatro meses siempre es constante. Si hemos de creer a Thales, los vientos etesios rechazan al Nilo en su salida al mar y suspenden su curso haciéndole refluir hacia sus bocas. Rechazado de esta manera, retrocede sin aumentar; pero cerrada su salida, se detiene, y muy pronto se abre por donde puede el paso que se le obstruye. Eutymenes Marsellés dice como testigo: «He navegado en el mar Atlántico. Este produce el desbordamiento del Nilo mientras se sostienen los vientos etesios, porque su soplo es el que entonces empuja este mar fuera de su lecho. En cuanto ceden, el mar recobra su tranquilidad, y el Nilo encuentra menos obstáculos en su salida. Además, el agua de este mar es dulce y alimenta animales semejantes a los del Nilo». Mas si los vientos etesios hacen subir el Nilo, ¿por qué comienza la crecida antes de la época de estos vientos y dura más que ellos? Además, el río no aumenta a medida que los vientos soplan con más violencia. Su mayor o menor elevación no está relacionada con la fuerza de los etesios, como lo estaría si su influencia lo levantase. Además, si la crecida dependiese de estos vientos, ¿no sería necesario que el río corriese en el mismo sentido que ellos, cuando por el contrario sale a su encuentro, puesto que azotan las costas del Egipto? Por otra parte, del mar saldría puro y azulado y no enturbiado como se encuentra. Añade que multitud de testimonios combaten el de Euthimenes. La mentira podía abrirse paso cuando eran desconocidas las playas lejanas, pudiendo enviarnos fábulas desde ellas. Pero hoy recorren todas las orillas del Mar Exterior traficantes, de los que ninguno refiere que el Nilo sea azulado, ni dulce el agua del mar. La misma naturaleza impide creer esto, porque el sol evapora las partes más ligeras y dulces del agua. Además, ¿por qué no crece el Nilo en invierno? Porque en esta época pueden agitar el mar vientos más fuertes que los etesios, que son ligeros. Si el movimiento viniese del Atlántico, cubriría de pronto el Egipto, y la inundación es gradual. OEnopidas de Chío dice que en invierno el calor está reconcentrado en la tierra, por cuya razón las cavernas están calientes y templada el agua de los pozos, quedando secas las venas de la tierra por efecto de este calor interno. Pero en otras comarcas, las lluvias hacen desbordar los ríos. El Nilo, al que ninguna lluvia alimenta, disminuye en invierno y crece en verano, tiempo en que la tierra vuelva a quedar fría en el interior y frescas las fuentes. Si fuese esta la verdadera causa, todos los ríos deberían crecer, y elevarse los pozos durante el verano. Además el calor no aumenta en el interior de la tierra durante el invierno. El agua, las cavernas, los pozos parecen más calientes porque no penetra en ellos el aire frío del exterior. Así, pues, no están calientes, sino que excluyen el frío. La misma razón les hace frescos en verano, porque el aire caldeado de fuera no puede penetrar hasta ellos. Diógenes Apolonio dice: «El sol atrae la humedad; la tierra desecada la recobra del mar y de las otras aguas. Ahora bien, no puede suceder que una tierra esté seca y otra húmeda, porque todas las partes del globo están llenas de huecos asequibles al agua. Los terrenos secos toman algunas veces de los húmedos. Si la tierra no recibiese nada, no sería más que polvo. El sol atrae, pues, las aguas, pero las regiones a que se dirigen son principalmente las meridionales. La tierra desecada atrae entonces mayor humedad: así como en las lámparas afluye el aceite al punto en que se consume, así también el agua acude a los parajes a donde la llaman intenso calor y tierra sedienta. Pero ¿de dónde acude? De los puntos donde reina perpetuo invierno, del Septentrión, donde es superabundante. Por esta razón el Ponto Euxino se descarga incesantemente en el Mar Inferior y con tanta rapidez, no como los otros mares por flujo y reflujo, sino por pendiente siempre igual y a manera de torrente. Si no siguiera ese camino y por él diese a tal región lo que le falta y a tal otra la aliviase de lo que le sobra, hace ya mucho tiempo que todo estaría seco o inundado». -Preguntaría yo a Diógenes: ¿por qué, si los mares y sus afluentes pasan unos a otros, no son más caudalosos los ríos en todas partes durante el verano? En esta época abrasa el sol de Egipto con mayor fuerza; he aquí por qué crece el Nilo. Pero en otros parajes también crecen algo los ríos. Además, ¿por qué existen comarcas privadas de agua, puesto que todas la atraen de otras, llamándole tanto más, cuanto más caldeadas se encuentran? En fin, ¿por qué es dulce el Nilo, si su agua procede del mar? Porque no la hay más dulce al paladar que la de este río.

III. Si yo te asegurase que el granizo se forma en el aire, de la misma manera que el hielo entre nosotros, por la congelación de una nube entera, sería excesiva temeridad. Colócame, pues, en la clase de esos testigos secundarios que niegan haber visto, pero que dicen han oído. O haré lo que hacen los historiadores: éstos, cuando sobre considerable número de hechos han mentido a su placer, citan alguno del que no responden, añadiendo que remiten al lector a las fuentes. Si, pues, te encuentras poco dispuesto a creerme, Posidonio prestará su autoridad, no sólo a lo que acabo de decir, sino que también a lo que añadiré. Afirmará, como si lo hubiese presenciado, que el granizo procede de nubes llenas de agua, o trocadas ya en agua. Por qué tienen forma redonda los granizos, puedes averiguarlo sin maestro, si observas que una gota de agua se redondea siempre sobre sí misma. Vese esto en los espejos que retienen la humedad del aliento, en los vasos mojados y en todo lo bruñido, y hasta en las hojas de los árboles y en las hierbas, las gotas que se adhieren quedan redondas.

¿Quid magis est saxo durum? ¿quid mollius nuda?
Dura tamen molli saxa cavantur aqua
(27).

O como dice otro poeta:

Stillicidi casus lapidem cavat (28);

y el agujero es redondo. De aquí puede deducirse que el agua que lo forma es redonda también, haciéndose lugar según su forma y figura. Además, podría suceder que, aunque los granizos no tuviesen esta forma, se redondeasen en su caída, y que, precipitados a través de tantas capas de aire, el rozamiento les trasformase en esferas y de una manera igual. No podría suceder lo mismo con la nieve, que no es tan sólida y está demasiado dilatada, ni cae de grande elevación, sino que se forma cerca de la tierra. No atraviesa largo espacio en los aires, sino que cae de punto muy inmediato. Mas ¿por qué no be de permitirme lo mismo que Anaxágoras, cuando entre nadie como entre filósofos debe existir igual libertad? El granizo no es otra cosa que hielo suspendido; la nieve es una congelación flotante, de la naturaleza de la escarcha. Ya dijimos que entre el agua y el rocío media la misma diferencia que entre la escarcha y la nieve, la nieve y el granizo.

IV. Resuelta así la cuestión, podía dejarla; pero quiero darte buena medida, y puesto que he comenzado a molestarte, te diré todo lo que se investiga en esta materia. Pregúntase en primer lugar por qué nieva en invierno y no graniza; y por qué en primavera, cuando han desaparecido los fríos intensos, cae el granizo. Porque con peligro de que me engañe tu ciencia, la verdad me persuade fácilmente, siendo tan crédulo, que me presto hasta a ligeras mentiras, asaz fuertes para cerrar la boca, pero que no lo son bastante para cerrar los ojos. En invierno el aire está congelado por el frío, y por lo tanto no se convierte en agua sino en nieve, encontrándose más próximo a ella. Con la primavera comienza a dilatarse, y estando más caliente, produce gotas mayores. Por esta razón, como dice nuestro Virgilio,

…..quum ruit imbriferum ver (29),

la trasformación del aire es más activa, porque se desprende y dilata por todas partes, ayudándole la misma temperatura. Así es que en esta época las lluvias son más frecuentes y abundantes que continuas. Las de invierno son más lentas y finas, así es que se ve por intervalos caer raras gotas mezcladas con nieve. Llamamos día de nieve aquel en que el frío es intenso y el cielo está oscuro. Además, cuando sopla el aquilón y domina en el cielo, solamente cae menuda lluvia: durante el austro son más permanentes y las gotas más gruesas.

V. Aquí encuentro una afirmación de nuestra escuela, que no me atrevo a citar porque me parece poco segura, ni a pasar en silencio. Pero ¿qué mal hay en solicitar alguna vez la indulgencia del juez? Y ciertamente, si quisiéramos pesar escrupulosamente todas las pruebas, tendríamos que reducirnos al silencio, porque hay muy pocas opiniones sin contradictor. Hasta cuando triunfan no es sin combate. Dicen, pues, los estoicos que cuantos hielos hay aglomerados hacia la Scitia, el Ponto y las comarcas septentrionales, se licuan en primavera; que entonces recobran su curso los ríos helados, y que las nieves bajan fundidas de las montañas. Es, pues, creíble que de allí arrancan corrientes de aire frío que se mezclan al aire de primavera. A esto añaden una cosa, de que no trato hacer experiencia, y te aconsejaré también que no intentes hacerla tú, si tuvieses deseos de cerciorarte de la verdad. Dicen que los pies se enfrían menos removiendo nieve dura, que nieve blandeada por el deshielo. Luego, si no mienten, todo el frío que produce en las regiones septentrionales la nieve en disolución y los hielos que se rompen, viene a apoderarse y a condensar el aire templado y húmedo ya de las comarcas del Mediodía. Por esta razón, lo que debía ser lluvia se convierte en granizo por la influencia del frío.

VI. No puedo menos de exponerte todas las locuras de los nuestros. ¿No aseguran que algunos observadores saben predecir, según las nubes, cuándo granizará, y que han podido aprenderlo por experiencia notando el color de aquellas a que sigue siempre el granizo? Hecho increíble es que en Cleona hubiese prepósitos públicos, llamados o vaticinadores del granizo. A la señal que daban de la aproximación del azote, ¿qué crees que hacían las gentes? ¿que corrían en busca de mantos y cubiertas? No; cada cual, según sus medios, inmolaba un cordero o un gallo, y en cuanto bebían algunas gotas de sangre, se alejaba la nube. ¿Ríes? pues vas a reír más todavía. Los que no tenían cordero ni gallo, se extraían sangre propia para economizar gastos. No creas que las nubes fuesen ávidas o crueles: picábanse solamente un dedo con punzón bien afilado, y de esta manera hacían la libación, y el granizo no se retiraba menos del campo de éste, que del que lo conjuraba con ricos sacrificios.

VII. Algunos preguntan la razón de esto. Otros, como verdaderos sabios, dicen que es de todo punto imposible a quienquiera que sea hacer pacto con el granizo y libertarse de la nube por medio de ligeras ofrendas, aunque los presentes venzan hasta a los dioses. Los hay que suponen en la sangre virtud particular que separa las nubes y las rechaza. Mas ¿cómo en tan corta cantidad de sangre puede existir virtud bastante para penetrar tan alto y obrar sobre las nubes? ¿No era más sencillo decir: todo esto es fábula, mentira? Pero en Cleona se procesaba a los que estaban encargados de vaticinar la tempestad, cuando por su negligencia habían sufrido los viñedos o quedaban tendidas las mieses en el suelo. Y entre nosotros, las Doce Tablas han previsto el caso en que alguno perjudicase con encantamientos la cosecha de otro. Nuestros rudos antepasados creían que las lluvias se atraían o rechazaban por medio de encantos, cosas tan evidentemente imposibles, que no es necesario, para convencerse de ello, entrar en la escuela de ningún filósofo.

VIII. Una cosa añadiré aún que te agradará aceptar y aplaudir. Dícese que la nieve se forma en la parte del aire que está cerca de la tierra, en vista de que esta parte es más cálida por tres motivos. Primero, porque toda evaporación de la tierra, conteniendo muchas partículas ígneas y secas, está tanto más cálida, cuanto más reciente es. Segundo, porque los rayos del sol, reflejados por la tierra, se repliegan sobre sí mismos. Esta reflexión calienta todos los objetos cercanos a la tierra, que reciben más calor porque sienten dos veces el sol. Tercero, porque las regiones elevadas están más expuestas a los vientos, y las más bajas se libran de su azote.

IX. Añádese a esto la razón de Demócrito. Cuanto más sólido es un cuerpo, más pronto recibe el calor y por más tiempo lo conserva. Si expones al sol un vaso de bronce, otro de vidrio y otro de plata, el calor se comunicará más pronto al primero y permanecerá más tiempo en él. He aquí por qué cree este filósofo que sucede así. Los cuerpos más duros, más compactos y densos que los otros, tienen necesariamente, dice, los poros más pequeños, y el aire penetra menos. Por consiguiente, lo mismo que los tubos, y baños pequeños se calientan más pronto, así también estas cavidades ocultas que escapan a la vista sienten con más rapidez el calor, y por su misma pequeñez son más lentas en devolver lo que recibieron.

X. Estos largos preliminares nos llevan a lo que queremos investigar. Cuanto más cercano a la tierra está el aire, más denso es. Así como en el agua y en todos los líquidos el limo está en el fondo, así también las partículas más densas del aire se precipitan hacia abajo. Ahora bien, acaba de demostrarse que la materia más densa y compacta conserva mejor el calor que ha reconcentrado; pero cuanto más elevado está el aire y lejano de las emanaciones del suelo, más puro y sin mezcla se encuentra. Así es que no retiene ya el calor del suelo, sino que lo deja pasar como a través del vacío, y por tanto se calienta menos.

XI. Otros dicen que las cimas de los montes deben estar tanto más calientes, cuanto más cerca se encuentran del sol. Pero se engañan a mi juicio, si creen que el Apenino, los Alpes y las otras montañas conocidas por su extraordinaria elevación, son bastante altas para experimentar los efectos de esta vecindad. Altas son relativamente a nosotros; pero comparadas con el conjunto del globo, su pequeñez es patente para todos. Pueden sobrepujar unas a otras, pero nada es bastante grande para que hasta la grandeza más colosal no desaparezca en el conjunto: no siendo así, no podríamos decir que el orbe terráqueo es una bola. Propiedad de la bola es la redondez casi igual en todas sus partes, como lo ves en las pelotas de juego. Sus hendiduras y costuras no tienen grande importancia, ni impiden que se diga que es igualmente redonda por todos lados. De la misma manera que en la pelota las arrugas no afectan a la redondez, así también en la superficie del globo las dimensiones de las montañas más elevadas nada son comparadas con el todo. Los que digan que las montañas más elevadas, recibiendo el sol más de cerca, se calientan más, pueden decir también que el hombre de estatura más alta debe experimentar más pronto el calor que el de pequeña estatura, y antes en la cabeza que en los pies. Pero el que estime al mundo con su verdadera medida, y reflexione que la tierra no es más que un punto en el espacio, comprenderá que no puede haber en su superficie altura tal que experimente con mayor intensidad la acción de los cuerpos celestes, como estando más cerca de ellos. Esas montañas tan altas para nosotros, esas cumbres cubiertas de nieves perpetuas, no dejan de encontrarse en lo profundo: sin duda está más cerca del sol el monte que el llano y el valle, pero de la misma manera que un cabello es más grueso que otro cabello, un árbol que otro árbol y una montaña que otra montaña. No siendo así, podría decirse que tal árbol está más cerca del cielo que tal otro, lo cual no sucede, porque no pueden existir grandes diferencias entre las cosas pequeñas, a menos de compararlas entre sí. Cuando se toma lo inmenso por punto de comparación, importa poco cuánto es más grande una de las cosas comparadas que la otra; porque por grande que sea la diferencia, siempre es entre cosas exiguas.

XII. Pero volviendo al asunto, las razones expuestas han hecho creer generalmente que la nieve se forma en la parte del aire cercana a la tierra, y que sus partículas tienen menos cohesión que las del granizo, porque frío menos intenso produce la congelación de aquélla. Y verdaderamente, esta parte del aire es demasiado fría para convertirse en agua y en lluvia; pero no lo es bastante para endurecerse en granizo. Este frío mediano, que no tiene excesiva intensidad, produce la nieve por la congelación del agua.

XIII. ¿Para qué, dirás, persistes penosamente en estas frívolas investigaciones que nunca harán al hombre más instruido ni mejor? Dices cómo se forma la nieve; mucho más útil sería que nos dijeses por qué no debe comprarse la nieve. -Me mandas litigar con el lujo: litigio diario y sin resultado. Litiguemos, pues, y si el lujo ha de vencer, al menos que no sea sin combate ni resistencia por parte nuestra. Pero ¿cómo? ¿acaso crees que la observación de la naturaleza no lleva al objeto que me propones? Cuando investigamos cómo se forma la nieve, cuando decimos que tiene la misma naturaleza que la escarcha y que contiene más aire que agua, ¿no crees que censuramos a aquellos que se avergonzarían de comprar agua y compran menos que agua? Investiguemos nosotros más bien cómo se forma la nieve que la manera de conservarla, porque no contentos con trasegar en ánforas vinos centenarios y clasificarlos según su sabor y antigüedad, hemos encontrado medio de condensar la nieve para hacerla resistir el estío y defenderla en nuestras heleras de los ardores de la estación. ¿Qué hemos ganado con esta industria? Transformar en mercancía el agua que se tenía de balde. Laméntase que no pueda comprarse el aire y el sol, que este ambiente que se respira llegue hasta los voluptuosos y los ricos naturalmente y sin costar nada. ¡Oh qué desgracia que la naturaleza haya dejado algo común! Lo que pone al alcance de todos para que todos puedan aspirar vida, lo que prodiga con tanta liberalidad así al hombre como a las fieras, a las aves como a los animales menos astutos, la ingeniosa molicie lo reduce a precio. ¡Tan cierto es que nada le agrada si no es caro! En un solo punto descendían los ricos al nivel vulgar y el más pobre no era inferior al más opulento. Pero aquellos a quienes molesta su riqueza imaginaron hacer del agua objeto de lujo. Diré cómo hemos llegado a no encontrar ningún agua fluida bastante fresca. Mientras el estómago se encuentra sano y se acomoda a cosas saludables, mientras se le satisface sin sobrecargarle, bástanle las bebidas naturales. Pero cuando diarias indigestiones le alteran, no por el calor de la estación, sino por un fuego interior; cuando embriaguez continua se ha apoderado de las vísceras, se ha convertido en bilis que devora las entrañas, es necesario buscar algo para apagar el ardor que el agua aumenta aún y que excitan los remedios mismos. He aquí por qué se bebe la nieve no solamente en estío, sino que también en lo más recio del invierno. ¿Cuál sería la razón de este extraño gusto sino un mal interior, órganos alterados por excesivos placeres, y que sin haber tenido jamás un solo momento de descanso, están fatigados por comidas seguidas de cenas que se prolongan hasta el día; órganos dilatados ya por el número y variedad de manjares, y que nuevas orgías acaban de arruinar? Esta continua intemperancia hace que muy pronto rechace el estómago lo que antes digería con facilidad, y se encienda más y más su sed de refrescos, cada día más enérgica. En vano se rodean las salas de tapices y piedras refractarias; en vano se triunfa del invierno a fuerza de fuego: el estómago empobrecido, y al que su propio ardor consume, no deja de buscar algo que lo alivie. Así como se arroja agua fresca sobre el hombre desvanecido y privado de sentimiento para hacerle recobrar la vida, así las entrañas, embotadas por largos excesos, quedan insensibles a todo si un frío penetrante no las impresiona y abrasa. De aquí resulta, lo repito, que no les baste la nieve y pidan hielo como más consistente y por lo mismo más conservador del frío. Disuélvenlo en el agua, que beben con frecuencia, y no se toma de la parte superior de las heleras, sino que, para que el frío sea más intenso y persistente, se extrae del fondo. Así es que no tiene todo igual precio; el agua no solamente tiene vendedores, sino que ¡oh vergüenza! tiene también diferentes tasas. Los Lacedemonios expulsaron de su ciudad a los perfumistas y les intimaron que se apresurasen a pasar la frontera porque desperdiciaban el aceite. ¿Qué habrían dicho al ver almacenes de nieve y tantas bestias de carga ocupadas en trasportar esta agua, cuyo color y sabor se alteran en la paja que la conserva? Y sin embargo, ¡cuán fácil es satisfacer la sed natural! ¿Pero qué puede impresionar a un paladar cansado, endurecido por manjares que lo queman? Por la misma razón que no encuentra nada bastante fresco, nada es bastante caliente para él. Setas abrasando, mojadas ligeramente en la salsa, son devoradas humeantes aún para apagarlas en el acto con bebidas cargadas de nieve. Verás hombres débiles, envueltos en el manto, pálidos y enfermos, no solamente beber, sino comer nieve y hacerla caer a pedazos en la copa, por temor de que se entibie entre dos libaciones. ¿Crees que esto es sed? No, es una fiebre tanto más violenta cuanto que no la revelan ni el pulso ni el calor de la piel. Es el corazón mismo consumido por la molicie, mal incurable, que a fuerza de delicadeza y de languidez nos endurece hasta hacernos fácil el sufrimiento. ¿No ves que todo pierde la fuerza por la costumbre? Así también esa misma nieve de la que comes, por decirlo así, ha llegado por el uso, y gracias a la docilidad diaria de vuestros estómagos, a producir el efecto del agua. Buscad ahora otra cosa más helada, porque de nada os sirve ese frío familiar.