Cartas de Plinio el Joven: Obra completa – Epístolas de Plinio

Cartas de Plinio el Joven: Obra completa - Epístolas del escritor y abogado romano del siglo I Plinio el Joven a sus amigos y colegas.

Cartas de Plinio el Joven

Cayo Plinio Cecilio Segundo

Las Cartas de Plinio el Joven, también llamadas las Epístolas de Plinio el Joven, han sido objeto de estudio durante siglos, ya que las mismas ofrecen una mirada única e intima a la vida cotidiana de los romanos del siglo I d. C. A través de sus cartas el escritor y abogado romano Plinio el Joven (cuyo nombre completo era Cayo Plinio Cecilio Segundo) debate sobre cuestiones filosóficas y morales; pero a su vez también discute sobre asuntos cotidianos y temas relacionados con sus tareas administrativas. Una de estas cartas, la carta 16 del libro VI, dirigida a Tácito, posee un valor histórico sin igual. En esta Plinio describe la erupción del Monte Vesubio en el año 79 d. C. que destruyó a la ciudad de Pompeya.

Muchos estudiosos afirman que con sus cartas Plinio inventó un nuevo género literario: el de la carta escrita no sólo para entablar una comunicación amena con los pares sino para además publicarla posteriormente. Plinio recopiló copias de cada carta que escribió a lo largo de su vida y publicó las que consideraba las mejores en doce libros.

Cartas de Plinio el joven

Alternativa de formato, libros por separado:
Libro ILibro IILibro III ― Libro IV ― Libro V ― Libro VI ― Libro VII ― Libro VIII ― Libro IX ― Libro X ― Libro XI ― Libro XII ― Cartas selectas

Ir a la biblioteca de textos clásicos

Carta 1

Plinio saluda a su estimado Septicio.

Repetidamente me has animado a reunir y a editar las cartas que, con un poco de esmero, hubiese escrito. Las he reunido sin guardar un orden cronólogico (pues no redactaba una historia), sino como cada una iba llegando a mis manos. Resta que no lamentes tú el consejo ni yo el cumplir tu deseo. Así, pues, haré por buscar las que hasta ahora están olvidadas y por no omitir otras que añada. Adiós.

Carta 2

Plinio saluda a su estimado Arriano.

Puesto que preveo que tu llegada se va a retrasar, te presento el libro que te había prometido en anteriores cartas. Te pido que lo leas y corrijas según tu costumbre, tanto más porque me parece que no he escrito nunca con el mismo afán de emulación nada igual. Pues he intentado imitar a Demóstenes, siempre tu predilecto y a Calvo, desde ha poco el mío, pero sólo en los procedimientos de estilo; en efecto el vigor de tales hombres lo pueden conseguir “unos pocos a los que un favorable…”. Y el asunto mismo (temo hablar con presunción) no se ha opuesto a esta imitación; pues casi todo él se fundaba en un esfuerzo oratorio que a mí, adormecido por una prolongada pereza, me ha estimulado, si es que soy de los que pueden ser estimulado. No he evitado, sin embargo, totalmente la ampulosidad de nuestro Marco, cuantas veces encantos no inoportunos me incitaban a alejarme un poco del camino; pues prefería ser agudo, no grave. Y no vayas a pensar que por esta licencia solicito la venia. En efecto, para lograr que corrijas con el mayor cuidado, te confesaré que yo mismo y mis amigos no desaprobamos su publicación, a condición de que añadas a nuestro posible yerro tu aprobación. Pues debe ser publicado ciertamente algo y, ojalá, sea preferentemente lo que está dispuesto (escuchas el deseo de la pereza). Además, se debe publicar por muchos motivos, especialmente porque se dice que los escritos que he editado están en todas las manos aunque hayan perdido ya el atractivo de su novedad, si es que los libreros no halagan mis oídos. Pero, aceptemos que sean halagos, con tal que, a través de este engaño, hagan propaganda a mis trabajos. Adiós.

Carta 3

Plinio saluda a su estimado Caninio Rufo.

¿Qué sucede en Como, recreo tuyo y mío? ¿Qué en la muy agradable finca próxima a la ciudad? ¿Qué en aquel pórtico siempre en primavera? ¿Qué en el platanar muy umbroso? ¿Qué en el canal verde y brillante? ¿Qué en el lago próximo y tributario suyo? ¿Qué en aquel paseo de literas blando y, sin embargo, firme? ¿Qué en aquel baño al que llena y rodea muchísimo sol? ¿Qué en aquellos triclinios de uso ordinario y en aquellos otros reservados? ¿Qué en las habitaciones para el día y para la noche? ¿Te tienen y comparten alternadamente? ¿Acaso, como acostumbrabas, eres reclamado por frecuentes viajes con la intención de ocuparte de tus bienes patrimoniales? Si te tienen, eres afortunado y dichoso, si no, uno de tantos. ¿Por qué tú (pues es el momento) no encomiendas las labores mezquinas y despreciables a otros y te dedicas tú mismo en ese profundo y fecundo retiro al trabajo intelectual? Ésta sea tu ocupación, éste tu ocio, ésta tu actividad, éste tu sosiego, en éste se apoye tu vigilia, en éste también tu sueño. Modela y forja algo que sea para siempre tuyo. En efecto, tus demás pertenencias, después de ti, caerán en suerte a uno u otro dueño; esto no dejará nunca de ser tuyo si comienza de una vez. Sé a qué mente, a qué inteligencia animo; tú esfuerzate sólo en valorarte tanto, cuanto parecerás a los otros, si tú te valoras. Adiós.

Carta 4

Plinio saluda a su suegra Pompeya Celerina.

¡Cuántos medios hay en tus residencias de Ocrículo, de Narni, de Cársula, de Perusia; en la de Narni, incluso está preparado el baño! Una de mis cartas (pues no hay necesidad de las tuyas) aquélla breve y antigua me basta. ¡Por Hércules! No es tan mío lo que es mío, como lo que es tuyo, pero hay una diferencia: tus siervos me reciben con más diligencia y esmero que los míos. Lo mismo te sucederá probablemente a ti si alguna vez te alojas en las mías. Querría que lo hicieses, en primer lugar para que disfrutes de mis cosas del mismo modo que yo de las tuyas; en segundo para que despabilen alguna vez mis siervos, que me atienden sin cuidado y casi con incuria. En efecto el temor a los dueños tolerantes con los siervos decae por el propio hábito; son estimulados por las novedades y procuran que sus dueños los juzguen a través de otros más que de ellos mismos. Adiós.

Carta 5

Plinio saluda a su estimado Voconio Romano.

¿Has visto a alguien más cobarde y más mezquino que M. Régulo tras la muerte de Domiciano? Bajo su mandato había perpetrado infamias no menores que bajo el de Nerón, pero sí más encubiertas. Comenzó a temer que estaba yo encolerizado con él y no se engañaba: estaba encolerizado. Había fomentado el proceso de Aruleno Rústico, se había regocijado con su muerte hasta el punto de leer y editar un libro en el que injuria a Rústico y también lo llama “mona de los estoicos”, añade “señalado con la marca de Vitelio” (ya conoces la elocuencia de Régulo) y en el que hostiga a Herenio Seneción de forma realmente tan inmoderada que le dijo Metio Caro: “¿Qué tienes tú que ver con mis víctimas? Por ventura ¿he importunado yo a Craso o Camerino?”; a los que aquél había inculpado bajo el mandato de Nerón. Régulo pensaba que todas estas cosas me habían dolido y por ello tampoco me había invitado a la lectura de su libro. Además, se acordaba de con qué peligro de muerte me había atacado a mí en persona ante los centúnviros. Yo actuaba en defensa de Arrionila, esposa de Timón, por petición de Aruleno Rústico, y Régulo en contra. En una parte de la defensa, me fundamentaba en la sentencia de Metio Modesto, hombre extremadamente recto: se encontraba éste a la sazón en el destierro, relegado por Domiciano. Ahí tienes a Régulo: “Te pregunto”, dice, “Segundo, qué piensas sobre Modesto”. Ya ves qué peligro si contestaba “bien”, y qué vergüenza si “mal”. No puedo decir otra cosa que entonces los dioses me ayudaron. “Te responderé, dije, si los centúnviros van a dictaminar sobre este asunto”. Y de nuevo él: “Te pregunto qué piensas sobre Modesto”. De nuevo yo: “Los testigos suelen ser preguntados sobre los acusados, no sobre los condenados”. Por tercera vez él: “Te pregunto no ya qué piensas sobre Modesto, sino qué sobre la lealtad de Modesto”. “Me preguntas, repuse, qué pienso; pero yo creo que ni siquiera es lícito preguntar acerca de quién ya hay pronunciamiento”. Se calló; alabanza y felicitaciones me siguieron, porque no había dañado mi propia reputación con una respuesta tal vez ventajosa, pero indecorosa y no me había enredado en los lazos de una pregunta tan pérfida.

Por tanto, aterrado por sus remordimientos, se granjea entonces a Cecilio Céler, luego a Fabio Justo; les pide que me reconcilien con él, y, no satisfecho, recurre hasta a Espurina; dado su carácter sumamente rastrero cuando está atemorizado le dice suplicante: “Te pido que veas mañana a Plinio en su casa, pero mañana sin falta (pues no puedo tolerar tanto tiempo la desazón) y que logres de cualquier manera que no esté enojado conmigo”. Me despierto: un correo de Espurina: “Voy a tu casa”. “Mejor yo a la tuya”; nos encontramos en el pórtico de Livia, puesto que nos dirigíamos uno a casa del otro. Me expone el encargo de Régulo, añade sus ruegos con moderación, como correspondía a un hombre muy honrado en favor de alguien completamente distinto. Le contesto: “Tú mismo sabrás qué consideras que se debe comunicar a Régulo. No es necesario que te engañe. Aguardo a Maúrico (todavía no había regresado del exilio), por esto no puedo contestarte nada en un sentido o en otro, ya que voy a hacer lo que él decida; ciertamente conviene que él sea el conductor de esta resolución y yo su compañero”.

Pocos días después Régulo en persona me aborda en la toma de posesión del pretor; siguiéndome con empeño allí, me llama aparte; teme, dice, que estuviera fijado en lo más profundo de mi ánimo lo que había dicho aquella vez en la causa de los centúnviros, al contestarme a mí y a Satrio Rufo: “Satrio Rufo, que no tiene afán de imitar a Cicerón y que está satisfecho con la oratoria de nuestra época”. Le contesté que ahora yo comprendía la malicia de sus palabras, puesto que él mismo lo confesaba, en otras circunstancias hubiera podido ser considerado elogioso. “Ciertamente, tengo, añado, afán de imitar a Cicerón y no estoy satisfecho con la oratoria de nuestra época; en efecto, considero muy necio no proponer lo mejor como modelo. Pero tú, que recuerdas esta causa, ¿por qué te has olvidado de aquélla en que me preguntaste qué pensaba sobre la lealtad de Metio Modesto?” Palideció ostensiblemente, pese a que en todo momento está pálido, y, vacilante, repuso: “Te pregunté no para perjudicarte a ti, sino a Modesto”. Observa el ensañamiento de un hombre que pretendía perjudicar a un desterrado sin disimulo. Notable motivo argumentó: “En una carta que fue leída ante Domiciano, escribió: ‘Régulo, el más perverso de todos los bípedos’“, afirmación que Modesto había escrito realmente con mucha razón.

Casi en este punto terminó nuestra conversación y no quise ciertamente prolongarla más para conservar toda mi libertad hasta que regresara Maúrico. Y no se me escapa que Régulo es difícil de doblegar; pues es rico, intrigante, es cortejado por muchos y temido por más, sentimiento que generalmente es más poderoso que el amor. Sin embargo, sucede, a veces, que estas cosas se desploman sacudidas violentamente. Pues el afecto de los malvados es tan poco de fiar como ellos mismos. Pero, por decirlo una vez más, aguardo a Maúrico. Es hombre noble, sensato, versado en numerosas pruebas hasta el punto de poder prever acontecimientos futuros a partir de los pasados. La decisión de alterar mi postura o mantenerme en ella estará acorde con su consejo. Te he comunicado estos hechos porque era oportuno que tú, por nuestro afecto recíproco, conocieras no sólo todas mis acciones y palabras, sino también mis opiniones. Adiós.

Carta 6

Plinio saluda a su estimado Cornelio Tácito.

Vas a reír y es lícito que rías. Yo, a quien tú conoces, he capturado tres jabalíes ciertamente magníficos. ¿Tú mismo, preguntas? Yo mismo, pero no hasta el punto de abandonar del todo mi inactividad y reposo. Estaba sentado junto a las redes; cerca tenía no el venablo o la jabalina, sino el punzón y las tablillas; pensaba y escribía algo para que, si volvía con las manos vacías, lo hiciera, al menos, con las ceras repletas. No debes despreciar esta manera de trabajar; es sorprendente que la mente se estimule con la actividad y el movimiento del cuerpo; por doquier el bosque, la soledad y el mismo silencio, intrínseco a la caza, son enormes estímulos para el pensamiento. Por consiguiente, cuando vayas de caza, te recomiendo que lleves un cesto de pan, una botella, y también unas tablillas; comprobarás que Diana no deambula por los montes más que Minerva. Adiós.

Carta 7

Plinio saluda a su estimado Octavio Rufo.

Mira en qué altura me sitúas cuando me otorgas la misma facultad y el mismo dominio que Homero a Júpiter Optimo Máximo: El padre le concedió una cosa, pero le denegó otra. Pues yo también puedo contestar a tu deseo con anuencia y renuencia parecidas. Porque, así como me está permitido, sobre todo a petición tuya, excusarme ante los béticos de la defensa contra un solo hombre, del mismo modo no es propio de mi lealtad ni de mi firmeza de carácter, que estimas, defenderte contra la provincia a la que en otro tiempo estuve ligado por tantos servicios, tantos esfuerzos e incluso por tantos riesgos personales. Así pues, guardaré proporción tal que de las dos cosas que, a la vez, me solicitas, escogeré más bien aquélla con la que contente no sólo tu deseo, sino también tu opinión sobre mí. Pues he de valorar no tanto qué quieres ahora tú, hombre extremadamente recto, cuanto qué vas a aprobar en todo momento. Espero estar en Roma sobre las idus de octubre y, cuando esté allí, ratificar también con mi lealtad y la tuya estas mismas palabras a Galo, al que puedes, sin embargo, garantizar ya ahora mi intención: Y asintió con sus oscuras cejas. ¿Por qué no voy a convencerte siempre con versos de Homero? Porque tú no toleras que lo haga con los tuyos por los que ardo en deseo tan vivo que, tal vez sólo podría ser sobornado con este precio para ayudarte incluso contra los béticos. Casi he pasado por alto, cosa que no me ha debido suceder de ningún modo, que he recibido tus exquisitos dátiles, los cuales ahora han de competir con tus higos y setas. Adiós.

Carta 8

Plinio saluda a su estimado Pompeyo Saturnino.

La carta en la que me solicitabas que te enviara alguno de mis escritos me ha llegado muy a propósito, ya que precisamente lo iba a hacer. Por tanto has aplicado espuelas a quien corre por propio impulso y has evitado a la vez tu excusa de rechazar el trabajo y mi pudor de ofrecértelo. Pues conviene que yo no utilice tímidamente la oportunidad que me has brindado y que tú no lleves a mal lo que me has pedido. Sin embargo, no debes aguardar ninguna obra nueva de un hombre perezoso. Pues voy a reclamarte que te dediques de nuevo al discurso que dirigí a mis paisanos cuando iba a inaugurar la biblioteca. Recuerdo, en verdad, que tú ya realizaste algunas sugerencias, pero de forma general; por ello, ahora te pido que no sólo lo mires en su conjunto, sino que también lo recorras pasaje a pasaje con el cuidado que acostumbras. Ciertamente, después de la corrección podré editar o bien guardar el libro. Y aún más, tal vez inclinará esta duda mía a una u otra decisión la amplitud de la corrección, que lo encontrará desmerecedor de publicación si se retoca en gran medida, o lo hará merecedor de ella, si supera esta prueba.

Aunque las causas de esta duda mía residen no tanto en el escrito, como en la misma naturaleza del contenido. Pues es, por así decir, un poco demasiado jactancioso y altivo; este hecho lastrará mi mesura, aunque el mismo estilo sea conciso y sencillo, sobre todo porque tengo que tratar no sólo sobre la generosidad de mis antepasados, sino también sobre la mía. Este es un trance comprometido y resbaladizo, aun cuando es la obligación quien lo saca a la calle. Pues, si las alabanzas, también las ajenas, suelen ser acogidas con oídos poco propicios, ¡cuán arduo es lograr que no parezca enojoso el discurso de quien habla sobre sí o sus parientes! En efecto, envidiamos no sólo la honradez misma, sino también en mayor grado su elogio y su manifestación y no desfiguramos y denigramos precisamente aquellas buenas acciones que se conservan en las sombras y en secreto. Por este motivo, menudo, me he preguntado si este tipo de escritos debía haberlos redactado sólo para mí o también para otras personas. Que para mí lo demuestra esto: que la mayoría de las acciones necesarias para la ejecución de un proyecto, una vez llevadas a cabo, no conservan ni provecho ni atractivo análogos.

Y para no evocar casos muy distantes, ¿qué ha sido más provechoso que describir la amplitud de mi generosidad incluso por escrito? Pues a través de ello conseguía en primer lugar detenerme en pensamientos nobles; luego, descubrir la belleza con su constante cultivo; en último lugar, guardarme del pesar inherente a la liberalidad repentina. Una cierta práctica en el menosprecio del dinero surgía de estas consideraciones. En efecto, aunque a todos los hombres la naturaleza les fuerza a guardarlo, a mí, por el contrario, el deseo de generosidad, muy meditado durante largo tiempo, me liberaba de las usuales ataduras a la codicia; y me parecía que mi liberalidad resultará más loable en tanto que es fruto no de un arrebato, sino de la reflexión.

Además de estos motivos no ofrecía juegos o combates de gladiadores, sino rentas anuales para sustento de los hombres libres. Por otra parte, el deleite de ojos y oídos no necesita estímulo, de manera que un discurso no debe alentarlo, sino refrenarlo; pero que uno asuma con agrado la tarea enojosa de la formación debe lograrse no sólo con recompensas, sino también con selectos consejos. Pues si los médicos acompañan con palabras muy dulces los brebajes salutíferos, pero desagradables, ¿cuánto mas convenía en mi tutela por el bien común ofrecer con la elegancia de un discurso un presente muy provechoso, aunque no de tanta aceptación general? Sobre todo porque tenía que esforzarme para que algo ofrecido a los padres fuera aprobado también por los que no tienen hijos, y para que el escaso número restante aguardara y se hiciera acreedor a esta prebenda pacientemente. Pero así como entonces me dedicaba más al provecho general que a la gloria particular al pretender que el propósito y la finalidad de mi presente fueran comprendidos, así también ahora con su publicación temo que quizás parezca que haya atendido no al beneficio de los demás, sino a la alabanza personal.

Además, recuerdo cómo en los espíritus más nobles, el fruto de la virtud radica más en el pensamiento que en la fama; en efecto, la notoriedad debe venir por sí misma, no ser buscada y, si no viniera por sí misma debido a alguna circunstancia imprevista, no es menos noble porque no mereciera la notoriedad. Por otra parte, quienes embellecen con palabras sus buenas acciones se piensa no que alardean porque las han hecho, sino que las han hecho para alardear. Así, la acción que ha podido ser gloriosa contándola otra persona se desvanece relatándola el mismo que la ha realizado. Pues los hombres, cuando no pueden arruinar una obra, arremeten contra su ostentación. De ese modo, si has realizado algo que deba callarse, tú mismo eres censurado por el propio hecho; si no silencias lo que deba ser alabado, también. Por otra parte a mí me molesta cierto hecho singular. En efecto, expuse estas mismas palabras no ante el pueblo, sino ante los decuriones, y no a la vista de todo el mundo, sino en la curia. Quizás, por tanto no sea bastante pertinente que, dado que he evitado en mi alocución la adulación y el aplauso de la multitud, ahora los pretenda con su misma publicación y que, dado que he alejado a la misma turba, a la que se beneficiaba, con las puertas y paredes de la curia para no caer en una especie de afán de popularidad, ahora busque también a aquéllos a quienes no les atañe nada de mi presente salvo para modelo, como si se tratara de un alarde manifiesto. Aquí tienes los motivos de mi duda; me someteré, sin embargo, a tu parecer, cuya autoridad me bastará visto tu buen juicio. Adiós.

Carta 9

Plinio saluda a su estimado Minicio Fundano.

Es sorprendente cómo se desarrolla o parece desarrollarse el quehacer en la ciudad cada día y cómo, tomados en su conjunto, no se desarrolla; En efecto, si preguntaras a alguien: “Hoy, ¿qué has hecho?”, te respondería: “He asistido a la investidura de una toga viril, he acudido a unos esponsales o a unas bodas, uno me ha llamado para sellar su testamento, otro para una defensa, otro para un consejo”. Estas ocupaciones, el día en que las has hecho, son ineludibles; las mismas, si consideras que las has realizado a diario, parecen frívolas, sobre todo cuando estás de descanso. Pues entonces te asalta un pensamiento: “¡Cuántos días he consumido en asuntos tan triviales!” Esto me sucede cuando en mi residencia de Laurento leo o escribo algo, o incluso ejercito el cuerpo, en cuyo sostén descansa la mente. Nada escucho que me arrepienta haber escuchado, nada digo que me arrepienta haber dicho; ante mí nadie denigra a nadie con discursos hostiles, yo mismo no reprocho a nadie sino a mí cuando escribo poco apropiadamente; ninguna expectativa, ningún recelo me atormenta, ningún chisme me turba; hablo sólo conmigo y con mis libros. ¡Vida íntegra y sencilla! ¡Ocio agradable, honorable y quizá más bello que toda ocupación! ¡Mar, costa, museo auténtico y recóndito, cuántas cosas me descubrís, cuántas cosas me aconsejáis!

Por tanto, abandona tú también esta barahúnda, la carrera vana y las ocupaciones, muchas veces absurdas, tan pronto como tengas oportunidad, y entrégate al estudio o al ocio. Pues es preferible, como nuestro Atilio dijo muy inteligente a la vez que graciosamente, estar ocioso que no hacer nada. Adiós.

Carta 10

Plinio saluda a su estimado Atio Clemente.

Si alguna vez nuestra ciudad ha sobresalido por los estudios liberales, ahora sobresale en mayor medida. Hay numerosos e ilustres ejemplos, pero bastaría uno, el filósofo Eúfrates. A él yo, en Siria, cuando de joven servía en la milicia, lo conocí profunda e íntimamente y me esforcé en lograr su estima, aunque no hacía falta. En efecto, es afable, accesible y está lleno de la bondad que recomienda. ¡Ojalá yo mismo haya podido confirmar la expectativa que forjó entonces sobre mí, del mismo modo que él la añadió en gran medida a sus propias cualidades! Quizá yo ahora las aprecio más porque las conozco más. Sin embargo ni siquiera ahora las conozco suficientemente; pues, así como no puede opinar sobre un pintor, un escultor o un alfarero sino un experto en esas materias, así tampoco uno que no sea sabio puede conocer a fondo a un sabio.

Pero por lo que a mí me es posible apreciar, en Eúfrates sobresalen y resaltan numerosas cualidades, hasta tal punto que atraen e impresionan también a los medianamente instruidos. Diserta ingeniosamente, rigurosamente, con elegancia y, muchas veces, incluso remeda aquella excelencia y amplitud de estilo de Platón. Su discurso es abundante, variado, ante todo agradable y capaz de conmover y seducir incluso a sus rivales. Añade elevada estatura, rostro armonioso, cabello largo, barba poblada y blanca, rasgos que, aunque se juzgan casuales y fútiles, le otorgan, sin embargo, la mayor consideración. No hay en su porte ningún desaliño, ningún abatimiento y sí mucha gravedad; ante su presencia, podrías mirarlo con respeto, pero no podrías sentir miedo. Extraordinaria la integridad de su existencia, análoga su benevolencia; censura los defectos, no a la persona, y no reprende a los que se equivocan, sino que los corrige. Podrías seguirlo atento y arrobado, cuando aconseja, y desear que te siga convenciendo aunque te haya convencido. Por cierto, tiene ya tres hijos, dos varones, a los que educa muy cuidadosamente. Su suegro, Pompeyo Juliano es noble y eximio tanto por el resto de su vida como especialmente por el hecho de que él, notable de la provincia, lo escogió el primero como yerno entre gentes de muy ilustre raigambre no por su distinción, sino por su sabiduría.

Aunque, ¿por qué digo yo tantas cosas de un hombre del que no me está permitido disfrutar? ¿Acaso para apenarme más porque no me está permitido? En efecto, me lo impide una tarea tan sumamente importante como ingrata; me siento ante el tribunal, firmo permisos, hago asientos contables, redacto numerosas cartas, pero muy poco literarias. Suelo en ocasiones (efectivamente, alguna vez sucede), lamentarme a Eúfrates de estas actividades. Él me consuela y asegura que también es propio de la filosofía, y realmente un cometido muy noble, desempeñar un empleo público, saber juzgar, dar a conocer y hacer cumplir la justicia y poner en práctica lo que ellos mismos enseñan. A mí, sin embargo, sólo esto no me convence: que sea preferible hacer esas cosas a emplear todos los días escuchándole y aprendiendo de él. Especialmente por ello, te aconsejo a ti, que tienes tiempo, que consientas en ser pulido y corregido por él, cuando regreses dentro de poco a la ciudad (aunque deberías regresar antes por esta razón). Pues no envidio, como muchos, a otros por un bien que yo no tengo, sino todo lo contrario: experimento cierta satisfacción si compruebo que mis amigos tienen en abundancia lo que a mí se me niega. Adiós.

Carta 11

Plinio saluda a su estimado Fabio Justo.

No me mandas ni una carta desde hace tiempo. No tengo nada, dices, que escribir. Pero escríbeme esto mismo: que no tienes nada que escribir; o sólo aquello con lo que acostumbraban a comenzar nuestros antepasados: “Si estás bien, me alegro; yo estoy bien”. Me basta esto, pues es lo más importante. ¿Crees que bromeo? Hablo en serio. Hazme saber qué haces, porque no puedo ignorarlo sin la mayor preocupación. Adiós.

Carta 12

Plinio saluda a su estimado Calestrio Tirón.

He sufrido una pérdida muy dura, si es que debe llamarse pérdida a la desaparición de un hombre de tanta valía. Ha muerto Corelio Rufo y ciertamente por su propia voluntad, hecho que exacerba mi aflicción. Pues el tipo de muerte más dolorosa es la que no parece originada por la naturaleza ni señalada por el hado. Efectivamente, en todo caso, en los que mueren por enfermedad, la propia inevitabilidad proporciona un gran alivio; pero en aquéllos a los que arrebata una muerte provocada, este hecho proporciona una incurable aflicción, porque se piensa que han podido vivir más tiempo. Ciertamente, un motivo importante, que para los sabios es necesidad, ha empujado a Corelio a esta decisión, pese a tener muchas razones para vivir, excelente conocimiento, excelente reputación, sumo predicamento, además de hija, esposa, nieto, hermanas y, entre tantos seres queridos, verdaderos amigos. Pero estaba aquejado de una enfermedad tan prolongada, tan cruel, que esos tan numerosos motivos para vivir fueron sobrepujados por las razones para morir. A los treinta y tres años, según le oí a él mismo, fue atacado por un acceso de gota. Le era hereditario; en efecto, a menudo también las enfermedades se transmiten, como otras cosas, a través de algunas generaciones. En tanto su edad fue lozana, la venció y dominó con ayuno y moderación; más recientemente, al agravarse con la vejez, la ha tolerado gracias a la entereza de su ánimo, a pesar de que ciertamente sufría molestias inimaginables y dolores muy inmerecidos. Pues la afección no estaba arraigada ya sólo en los pies, como al principio, sino que se extendía a todos los miembros. Fui a verlo cuando estaba postrado en su casa de las afueras en tiempos de Domiciano. Los criados salieron de su habitación (tenía esta costumbre siempre que entraba un amigo muy íntimo); es más, también su esposa, aunque muy capaz de guardar cualquier confidencia, se iba. Miró alrededor y dijo: “¿Por qué crees que resisto estos dolores tan intensos durante tanto tiempo? Evidentemente para sobrevivir a ese ladrón al menos un sólo día”. Si le hubieras otorgado un cuerpo semejante a esta disposición de ánimo, hubiera hecho lo que deseaba.

Sin embargo, el hado favoreció su deseo; una vez conseguido, como ya iba a morir tranquilo y libre rompió las ataduras de la vida, numerosas pero secundarias. Se había agudizado la enfermedad que intentó mitigar con la dieta; en su progreso la evitó con firmeza. Transcurrió el segundo día, el tercero, el cuarto: ayunaba. Me envió su esposa Híspula a nuestro común amigo C. Geminio con un mensaje muy patético: que Corelio había decidido morir y que no se conmovía ni con sus súplicas ni con las de su hija, que solo quedaba yo, como medio de hacerle volver a la vida. Me apresuré. Había llegado a los alrededores de su casa cuando me comunica Julio Ático de parte de la propia Híspula que ni siquiera yo iba a conseguir ya nada: tan obstinadamente se había empecinado cada vez más. Pues había dicho al médico que le incitaba a comer: estoy decidido, expresión que provocó en mi ánimo tanto estupor como ansiedad. Reflexiono de qué amigo, de qué hombre estoy privado. Cumplió ciertamente sesenta y siete años, edad que es bastante dilatada incluso para personas muy vigorosas; lo sé. Ha evitado una enfermedad crónica; lo sé. Ha dejado vivos a los suyos, en apogeo al estado, que para él era lo más querido de todo; también lo sé. Sin embargo, me aflijo por su muerte, como si fuera la de un hombre joven y muy fuerte; me aflijo, también, (aunque me consideres pusilánime) por mí. Pues he perdido, he perdido al testigo de mi vida, a mi guía, a mi mentor. En resumen, te diré lo que dije a mi amigo Calvisio llevado por la inmediata aflicción: “Temo vivir en el mayor abandono”. Así, pues, alíviame no con estas palabras: “era anciano, estaba enfermo” (pues esto ya lo sé), sino con otras nuevas, pero intensas, que no haya escuchado nunca, que no haya leído nunca. Pues las que he escuchado, las que he leído acuden a mí espontáneamente, pero las doblega aflicción tan intensa. Adiós.

Carta 13

Plinio saluda a su estimado Sosio Seneción.

Gran cosecha de poetas nos ha traído este año; en todo el mes de abril casi no ha habido un día en que no haya recitado alguno. Me complace que florezcan los trabajos literarios, que se dé a conocer y se ponga de manifiesto el talento de los hombres, aunque las audiencias se celebran con desgana. La mayoría se queda en las salas de charla, pasan el tiempo de la audición conversando y ordenan de vez en cuando que se les comunique si ha entrado ya el recitador, si ha pronunciado la introducción, si ha leído el libro en su mayor parte; sólo entonces y precisamente entonces acuden de forma lenta y vacilante; sin embargo, no aguantan, sino que se van antes del final, unos solapadamente y a escondidas; otros, abierta y francamente.

Pero, ¡por Hércules!, en tiempos de nuestros padres, se dice que el César Claudio, paseándose en el palacio y oyendo un alboroto, preguntó el motivo y, al ser informado de que Noniano estaba recitando, al punto y de forma inesperada acudió ante el recitador. Hoy en día hasta el más desocupado, aunque se le solicite con mucha antelación y se le ruegue insistentemente, o no acude o, si acude, se lamenta de que, porque no ha desaprovechado el día, lo ha desaprovechado. Pero tanto más hay que alabar y elogiar a quienes no demora en su afán por escribir o leer esta pereza o insolencia de los oyentes. En lo que a mí se refiere, no le he faltado a casi nadie. Ciertamente la mayoría eran amigos; pues no hay casi nadie que aprecie los trabajos literarios y no me aprecie a la vez a mí. Por este motivo, he empleado en la ciudad más tiempo que el que había previsto. Ya puedo buscar mi retiro y redactar algo que no voy a recitar, para no dar la impresión de que he sido no oyente, sino acreedor de aquéllos a cuyas lecturas asistí. Pues, como en los demás asuntos, así también en la función de oyente desaparece el favor si se solicita. Adiós.

Carta 14

Plinio saluda a su estimado Junio Maurico.

Me pides que proporcione esposo a la hija de tu hermano; con razón me haces a mí preferentemente a mí este encargo. Pues conoces cuánto he admirado y apreciado a aquel hombre distinguido, con qué consejos orientó mi juventud, también con qué elogios logró que se me tuviera por digno de elogio. Nada me puedes encomendar más importante o agradable, nada puedo asumir más noble que escoger al joven que debe ser padre de los nietos de Aruleno Rústico. Ciertamente éste debería ser buscado durante mucho tiempo si no fuera porque está dispuesto y, por así decir, preparado Minicio Aciliano, que me aprecia amistosamente como un joven a otro joven (pues es unos pocos años menor) pero me respeta como a un anciano. En efecto, desea ser enseñado y educado por mí del mismo modo que yo lo era habitualmente por vosotros. Su cuna es Brixia, de aquella excelente Italia nuestra, que aún conserva y mantiene en gran medida el pudor, la mesura y también la sencillez de antaño. Su padre es Minicio Macrino, primer inscrito del orden ecuestre porque nada quiso más insigne; pues, propuesto por el divino Vespasiano entre los senadores pretorianos, prefirió de forma consecuente la noble tranquilidad a esta nuestra, ¿podría llamarla ambición u honor? Su abuela materna es Serrana Prócula, de Padua. Conoces las costumbres de esta región; sin embargo, para los de Padua Serrana es también modelo de austeridad. También es tío suyo P. Acilio, hombre de seriedad, prudencia y lealtad casi únicas. En resumen, en toda la familia nada habrá que no te agrade tanto como en la tuya.

Ciertamente el mismo Aciliano tiene mucha fortaleza y diligencia, aunque con una buena dosis de pudor. Ha desempeñado la cuestura, el tribunado y la pretura muy honorablemente y ya te ha librado de la obligación de solicitarlas en su favor. Tiene distinguido semblante, lleno de vigor y muy sonrosado, es innata la elegancia de todo su porte y una prestancia digna de un senador. Considero que estas cualidades de ningún modo deben ser despreciadas; pues esto ha de otorgarse a la virtud de las jóvenes como si fuera una recompensa. No sé si añadir que su padre tiene enormes recursos. En efecto, cuando pienso en vosotros, a quienes busco yerno, creo que se debe guardar silencio sobre sus recursos; cuando me fijo en las costumbres más comunes y también en las leyes de la ciudad, que consideran que debe ser apreciado incluso entre las primeras cosas el patrimonio de las personas, me parece que ni siquiera debe obviarse esta faceta. Y, sin duda, en la elección de esposo uno, si piensa en sus descendientes sobre todo en un gran número también debe tener en cuenta este factor. Quizá pienses que he cedido a mi propio cariño y que presento sus cualidades por encima de lo que refleja la realidad. Pero te prometo por mi propia lealtad que las encontrarás todas ellas mucho más sobresalientes que lo que han sido anticipadas por mí. En verdad aprecio a este joven muy vivamente, como merece; sin embargo, lo propio de un amigo es no colmarlo de elogios. Adiós.

Carta 15

Plinio saluda a su estimado Septicio Claro.

¡Mira tú!, ¿te comprometes a asistir a una cena y no vienes? Esta es la sentencia: me pagarás los gastos hasta el último céntimo, y éstos no son pequeños. Había para cada uno una lechuga, tres caracoles, dos huevos, álica con vino mezclado y con nieve (pues la costearás también, sobre todo ésta, que se funde en el plato), aceitunas, remolachas, calabazas, cebollas y otros mil manjares no menos exquisitos. Habrías oído a un comediante o a un recitador o a un tañedor de lira o (lo que prueba mi generosidad) a todos. Sin embargo, en casa de no sé quien preferiste ostras, vientres de cerda, erizos y gaditanas. Pagarás tu castigo, no te digo cuál. Obraste insensiblemente; despreciaste, no sé si a ti, con seguridad a mí, pero, sin embargo, también a ti. ¡Cuánto nos hubiéramos divertido, reído, entretenido! Puedes cenar más lujosamente en casa de muchos, pero en ningún sitio con más regocijo, con más sencillez, con más despreocupación. En una palabra, compruébalo y, si después no prefieres excusarte ante los demás, excúsate siempre ante mí. Adiós.

Carta 16

Plinio saluda a su estimado Erucio.

Quería a Pompeyo Saturnino (me refiero a nuestro amigo) y alababa su talento, incluso antes de conocer qué polifacético era, qué dúctil, que versátil; ahora ciertamente me tiene, me cautiva, me domina del todo. Le he escuchado litigando con vehemencia y fogosidad, y con no menos perfección y belleza ya presentara discursos preparados ya improvisados. Hay en ellos razonamientos apropiados y numerosos, composición sólida y elegante, léxico armonioso y de antaño. Todas estas cosas agradan sobremanera cuando cierta vivacidad y un torrente de palabras las acompaña, agradan cada vez que se repasan. Pensarás como yo cuando tengas en tus manos sus discursos, que equipararás, fácilmente, a cualquier autor antiguo, de los que es epígono. Eso mismo, sin embargo, te satisfará más en la historia por la brevedad, por la claridad, por la dulzura, y hasta por la brillantez y por la grandiosidad de su narración. En efecto, tiene la misma fuerza en las arengas que en los discursos, sólo que es más conciso, más sucinto y más compendioso. Además, compone versos como los de mi estimado Catulo o Calvo, de verdad, como los de Catulo o Calvo. ¡Cuánta belleza hay en ellos, cuánto encanto, cuánta mordacidad, cuánta pasión! En verdad intercala, pero de forma deliberada, algunos versos durillos con otros agradables y delicados, y esto como Catulo y Calvo.

Hace poco me ha leído unas cartas; decía que eran de su esposa, yo creí leer a Plauto o a Terencio en prosa. Ya sean de su esposa, como asegura, ya de él mismo, como niega, me parece merecedor de igual fama quien pudo escribirlas o convertir a su esposa, con la que se casó cuando era ella muy joven, en mujer tan ilustrada y erudita. En consecuencia, está conmigo durante todo el día; lo leo a él antes de redactar, y también cuando he acabado de redactar, y también incluso cuando estoy descansando, como si no fuera el mismo. Te aconsejo y te sugiero a ti también que lo hagas. Pues no debe perjudicar a sus obras que esté vivo. ¿Acaso si hubiese destacado entre los que no vemos, no buscaríamos no sólo sus escritos, sino también sus efigies? ¿Su estima, ahora que está entre nosotros, y su encanto se debilita como si estuviéramos hastiados de él? Ahora bien, es insensato y mezquino no admirar a un hombre muy merecedor de admiración, porque uno pueda verlo, hablarle, escucharlo, abrazarlo, y no sólo alabarlo, sino también quererlo. Adiós.

Carta 17

Plinio saluda a su estimado Cornelio Ticiano.

Todavía hoy los hombres prestan atención a la lealtad y al deber; algunos mantienen su afecto también a los fallecidos. Titinio Capitón ha conseguido de nuestro emperador que le permita erigir una estatua de L. Silano en el foro. Es hermoso y merecedor del mayor elogio emplear la amistad del príncipe para esto y poner a prueba con las honras hacia los demás cuánto vales por tu testimonio de gratitud. Capitón acostumbra a honrar a hombres ilustres. Es admirable con qué respeto, con qué afecto conserva en su casa, donde puede hacerlo, las efigies de los Brutos, Casios y Catones. Igualmente ennoblece la existencia de cualquier persona muy ilustre con distinguidos versos. Puedes percatarte de que tiene en abundancia numerosas virtudes quien aprecia de tal manera las de los demás. Se ha tributado a L. Silano el honor debido, con cuya inmortalidad Capitón se procura igualmente la suya; pues no es más honroso y distinguido tener una estatua en el foro del pueblo romano que erigirla. Adiós.

Carta 18

Plinio saluda a su estimado Suetonio Tranquilo.

Me comunicas que, asustado por un sueño, temes sufrir alguna contrariedad en tu litigio; me pides que solicite su aplazamiento y que lo dilate unos pocos días, por lo menos al siguiente. Es complicado, pero lo intentaré: pues de Zeus también proviene el sueño. Sin embargo, conviene saber si sueles soñar con lo que va a acontecer o con lo contrario. A mí, al recordar un sueño propio, me da la impresión de que ese que tú temes presagia un litigio brillante. Había aceptado la causa de Junio Pastor cuando tuve la impresión, mientras descansaba, de que mi suegra, arrodillada, me suplicaba que no pleitease. Iba a pleitear todavía jovencillo, lo iba a hacer en los cuatro tribunales, lo iba a hacer frente a los más poderosos de la ciudad, incluso amigos del César; una sola de estas circunstancias podía haber trastornado mi pensamiento después de un sueño tan desalentador. Sin embargo, pleiteé tras reflexionar esto: hay un sólo augurio excelente, combatir por la patria . En efecto, mi lealtad me parecía la patria y, si es posible, algo más querido que la patria. Resultó bien y, además, aquel litigio me abrió la atención de las gentes y la puerta de la fama. Por tanto, medita si tú también, siguiendo este ejemplo, debes considerar bueno ese sueño; o, si piensas que es más seguro aquel dicho propio de alguien muy prudente: “lo que dudes no lo hagas”, escríbemelo. Yo encontraré alguna triquiñuela y defenderé tu causa de tal modo que puedas tú defenderla cuando quieras. Pues, sin duda, tu asunto está en una situación, el mío lo estuvo en otra, porque un proceso ante los centúnviros no puede ser demorado de ninguna forma; el tuyo ciertamente a duras penas, pero, no obstante, se puede. Adiós.

Carta 19

Plinio saluda a su estimado Romacio Firmo.

Eres paisano mío, condiscípulo y compañero desde nuestra infancia; tu padre era íntimo de mi madre, de mi tío y también de mí, en la medida en que lo permitió la diferencia de edad; son motivos importantes y de peso por los que debo asumir e incrementar tu propio rango. El censo indica claramente que tienes cien mil sestercios, puesto que eres decurión entre nosotros. Pues bien, para que te disfrutemos no sólo como decurión, sino también como caballero romano, te ofrezco trescientos mil sestercios a fin de completar la cantidad exigida a los caballeros. La larga duración de nuestra amistad me garantiza que tú recordarás este presente; yo ni siquiera te aconsejo lo que debería aconsejarte si no supiera que lo vas a hacer por propia voluntad: que uses del rango que te proporciono de la forma más intachable, como recibido de mí. Pues se debe cuidar con mucha escrupulosidad un honor en el que también se debe salvaguardar el favor de un amigo. Adiós.

Carta 20

Plinio saluda a su estimado Cornelio Tácito.

Mantengo habitual controversia con cierto individuo instruido y versado a quien en los litigios nada agrada tanto como la concisión. Reconozco que debe ser observada si el proceso lo permite; en caso contrario, es una deslealtad abreviar los argumentos necesarios y también es una deslealtad abordar deprisa y sucintamente los que deben ser inculcados, imbuidos y reiterados. En efecto, la mayoría de ellos, en una exposición muy extensa, adquieren cierto vigor y fuerza; y, así como las armas en el cuerpo, así también el discurso penetra en la mente no tanto de golpe como con dilación. Entonces él cita a autores relevantes y me muestra de entre los griegos los discursos de Lisias, de entre los nuestros los de los Gracos y Catón, la mayor parte de los cuales, sin duda, concisos y breves; a Lisias yo le opongo Demóstenes, Esquines, Hipérides y, además, otros muchos; a los Gracos y Catón, Polión, César, Celio y, sobre todo, Marco Tulio, cuyo mejor discurso se dice que es el que es más extenso. Y, ¡por Hércules!, al igual que otras cosas buenas, así también un buen libro es mejor cuanto más extenso. Ves que a las estatuas, a los grabados, a las pinturas, en suma, a las figuras de personas y de muchos animales, de árboles, aunque sean bellas, nada las avalora más que sus grandes proporciones. Lo mismo sucede con los discursos: incluso a los propios rollos sus grandes dimensiones les añaden cierta autoridad y belleza.

Como es inasible y escurridizo en la discusión, esquiva estos argumentos y otros muchos que esgrimo habitualmente sobre esta misma cuestión, hasta el punto de sostener que los mismos en cuyos discursos me fundamento han pronunciado menos palabras que las que han publicado. Yo creo lo contrario. Lo prueban muchos discursos de muchos y el ‘En defensa de Murena’ y el ‘En defensa de Vareno’ de Cicerón, en los que se presenta una breve y, por decirlo así, desnuda relación con tan sólo los enunciados de ciertas acusaciones. A la vista de ellos, parece que pronunció muchas palabras y que las suprimió en su publicación. Él mismo dice que en el ‘En defensa de Cluencio’, según la costumbre de antaño, habló él sólo durante todo el proceso y que el de ‘En defensa de C. Cornelio’ lo llevó a cabo en cuatro días, de manera que no podemos dudar de que las palabras que pronunció por extenso durante varios días (según era necesario) las redujo, abreviadas y corregidas, a un solo libro, ciertamente voluminoso, pero uno solo.

Ahora bien, una cosa es una adecuada defensa, otra un discurso escrito. Sé que algunos opinan de este modo; pero yo, quizá me equivoque, estoy convencido de que puede haber una defensa adecuada que no sea un adecuado discurso escrito y que no puede haber una defensa inadecuada que sea un adecuado discurso escrito. Pues el discurso escrito es el modelo de la defensa y, por decirlo así, el arquetipo. Por eso en los mejores encontramos mil expresiones inoportunas, incluso en los que sabemos que sólo han sido publicados, como en las ‘Verrinas’: “¿Qué artista? ¿Quién? Me lo recuerdas bien; decían que era Policleto”. Por tanto, se deduce que la defensa más perfecta es la que conserva en mayor grado semejanza con un discurso escrito, siempre que disponga del tiempo suficiente y obligado; si se deniega éste, no hay reproche alguno para el orador y sí el mayor para el juez. Corroboran este parecer mío las leyes, que ofrecen tiempo muy considerable y aconsejan a los que hablan no la concisión, sino la abundancia, es decir, la escrupulosidad; a ésta no la puede sobrepujar la concisión a no ser en los procesos muy breves. Añadiré lo que me ha enseñado la práctica, preceptora excelente. A menudo, he litigado; a menudo he juzgado; a menudo, he estado en sesiones; a cada persona le influyen cosas diferentes, y, muchas veces, hechos insignificantes acarrean las mayores consecuencias. Diversas son las opiniones de los hombres, diversas sus intenciones. Por esto, quienes han oído a la vez la misma causa, con frecuencia son de distinto parecer, algunas veces del mismo, pero desde diferentes sentimientos. Por lo demás, cada uno se apega a su propio pensamiento y lo acoge como el más sólido cuando otro dice lo que uno mismo ha visto de antemano. En consecuencia, se debe ofrecer a cualquiera algo que posea, que reconozca.

En cierta ocasión me comentó Régulo cuando actuábamos en la misma causa: “Tu crees que se debe explicar en un proceso todo; yo, al instante, le veo el cuello y lo aprieto”. Realmente aprieta lo que elige, pero a menudo se equivoca en la elección. Le contesté que tal vez fuera la rodilla o el tobillo lo que creía el cuello. “Sin embargo, le dije, yo, que no soy capaz de distinguir el cuello, lo examino todo, lo ensayo todo y, en última instancia, remuevo cualquier piedra”. Así como en el cultivo del campo cuido y trabajo no sólo viñas, sino también árboles y no sólo árboles, sino también labrantíos y así como en los propios labrantíos no siembro únicamente trigo o escanda, sino cebada, habas y las demás legumbres, así también en un proceso esparzo copiosamente muchos argumentos, como si fueran semillas, para recolectar lo que produzcan. Pues no menos impenetrable, enigmático y engañoso es el talante de los jueces que el del tiempo y el de los campos. Y no se me oculta que Pericles, el más eximio orador, fue alabado por el cómico Eúpolis del siguiente modo: además de su rapidez, cierta persuasión se instalaba en sus labios, así deleitaba y sólo él entre los oradores, el aguijón dejó en los oyentes.

Pero el mismísimo Pericles no hubiera tenido ni esa persuasión ni ese deleitaba por la concisión o rapidez o por ambas (pues son diferentes) sin un talento sobresaliente. En efecto, el deleite y la persuasión requieren abundante palabra y tiempo, y realmente sólo puede dejar el aguijón en la mente de los oyentes no quien lo pincha, sino quien lo clava. Añade lo que sobre el mismo Pericles dice otro cómico: Relampagueaba, tronaba, asolaba Grecia. Pues no truena, no relampaguea y, en último extremo, no agita y perturba todo un discurso sucinto y resumido, sino uno extenso, brillante y espléndido. ‘Sin embargo, hay un límite idóneo’. ¿Quién lo niega? Pero no guarda ese límite tanto quien trata el tema sin llegar como quien se pasa, tanto quien lo trata con excesiva concisión como quien lo hace con excesiva prolijidad. Por eso escuchas tan a menudo aquello de “desmesurada y difusamente” como esto de “parca y desmayadamente”. Se dice que uno ha rebasado el asunto y el otro no lo ha llenado. Ambos se equivocan igualmente, uno por defecto, otro por exceso, lo que, sin duda, es un vicio propio de un talento, si no muy cultivado, sí muy capaz. Pero, cuando manifiesto esta opinión, no apruebo a aquel charlatán de Homero, sino a éste: …y sus palabras, parecidas a los copos de nieve invernales, no porque no me agrade también el otro vivamente: con pocas palabras, pero muy claramente pronunciadas; sin embargo, si se me deja elegir, prefiero el discurso parecido a los copos de nieve invernales, es decir, profuso e ininterrumpido, pero también extenso; en suma, divino y maravilloso. ‘Con todo, es más agradable para muchos una defensa concisa’. Lo es, pero para los perezosos, cuyos placeres e indolencia es absurdo aceptar como opinión. Pues si tienes a éstos en la sesión, no sólo es suficiente hablar con concisión, sino no hablar absolutamente nada.

Éste es hasta ahora mi parecer, que alteraré si estás en desacuerdo conmigo, pero te pido que, en ese caso, me aclares perfectamente por qué estás en desacuerdo. Pues, aunque he de someterme a tu autoridad, sin embargo, considero más razonable ser convencido en tamaño asunto más por argumentos que por autoridad alguna. Del mismo modo, si te parece que no estoy equivocado, dímelo en una carta tan concisa como quieras, pero hazlo (pues reforzarás mi opinión); si estuviese equivocado, mándame una más larga. ¿No te soborno a ti yo, que te he impuesto, si te adhieres a mí, la obligación de una carta sucinta, y, si no estás de acuerdo, la de una muy extensa? Adiós.

Carta 21

Plinio saluda a su estimado Plinio Paterno.

Tengo la mayor confianza en la opinión tanto de tu pensamiento como de tus ojos, no porque tengas muy buen gusto (para que no te envanezcas), sino porque tienes tanto como yo; de todos modos también esto es bastante. Bromas aparte, considero que son bien parecidos los esclavos que me han sido comprados según tu recomendación; falta que sean discretos, cosa que en los que se venden se determina mejor por el oído que por los ojos. Adiós.

Carta 22

Plinio saluda a su estimado Catilio Severo.

Ya estoy detenido mucho tiempo en la ciudad y, ciertamente, ansioso. Me desazona la prolongada y contumaz enfermedad de Ticio Aristón, a quien admiro y aprecio extraordinariamente. Pues nada hay más sensato, más virtuoso, más sabio que él, hasta el punto de que me parece que corre extremo peligro no sólo un hombre, sino las mismas letras y todas las artes liberales en un solo hombre. ¡Qué diestro es él en el derecho privado y en el público! ¡Cuántos conocimientos posee, cuántos ejemplos, cuántos acontecimientos pasados! Nada hay que quieras aprender que él no pueda enseñar; realmente, para mí, cuantas veces indago algo desconocido, él es una enciclopedia. ¡Qué gran veracidad hay en sus palabras, qué gran autoridad, qué precisa y adecuada su lentitud! ¿Qué es lo que no sabe inmediatamente? Y, sin embargo, muchas veces vacila, duda por la profusión de argumentos, que resume, distingue y examina con reflexión aguda y sobresaliente desde su principio y etiología inicial. Además, ¡qué sobrio en su sustento, qué moderado en su género de vida! Suelo ver su misma habitación y su cama como un reflejo de la austeridad de antaño. Estas virtudes las realza su grandeza de espíritu, que nada concede al alarde, todo a su conciencia y busca acertadamente la recompensa de una acción no en el reconocimiento público, sino en la propia acción. En resumen, difícilmente compararás a este hombre con cualquiera de los que por su porte exterior ponen de manifiesto su dedicación a la sabiduría. En verdad no va a buscar gimnasios ni pórticos y no entretiene el sosiego de los demás ni el suyo propio con prolongadas discusiones, sino que se mantiene en sus ocupaciones y trabajos, ayuda a muchos con su defensa, a muchos más con su consejo; sin embargo, ninguno de ésos le puede ganar tampoco en integridad, benevolencia, equidad y fortaleza.

Te asombrarías, si estuvieras presente, con qué resignación soporta esta enfermedad, cómo aguanta el dolor, cómo resiste la sed, cómo pasa inmóvil y tapado el extraordinario calor de las fiebres. Hace poco me llamó y, conmigo, a unos pocos, a quienes aprecia mucho, y nos pidió que preguntáramos a los médicos sobre su terrible enfermedad, para, si era irreversible, morir por voluntad propia, y, si sólo era complicada y prolongada, aguantar y aguardar: en verdad, debía rendirse a los ruegos de su esposa, debía rendirse a las lágrimas de su hija, debía rendirse también a nosotros, sus amigos, para no truncar con muerte voluntaria nuestras propias esperanzas, si por lo menos no eran vanas. Esta decisión la considero yo harto difícil y merecedora del mayor elogio. En efecto, es habitual lanzarse corriendo a la muerte con cierta celeridad y arrebato, pero es propio de un espíritu sobresaliente meditar y sopesar los motivos y, según aconseje la reflexión, adoptar o desechar la idea de vivir o morir.

Ciertamente los médicos nos han ofrecido diagnósticos favorables: falta que la divinidad esté de acuerdo con los pronósticos y que por fin me libere de esta inquietud, librado de la cual volveré a mi casa de Laurento, es decir, a mis libros, a mis tablillas y a mi estudioso descanso. Pues ahora, no puedo, al estar junto a él, ni me agrada, al estar angustiado, leer ni escribir nada. Conoces qué temo, qué deseo, incluso qué espero para el futuro; escríbeme en contrapartida, pero en carta más alegre, qué has hecho, qué haces, qué quieres hacer. Si tú no te lamentas por nada habrá alivio no pequeño para mi turbación. Adiós.

Carta 23

Plinio saluda a su estimado Pompeyo Falcón.

Me preguntas si creo que debes litigar mientras eres tribuno. Importa mucho saber qué piensas que es el tribunado, si vana sombra y título sin honor o autoridad sacrosanta y de tal índole que no deba ser degradada por nadie; ni siquiera por el mismo tribuno. Cuando yo fui tribuno, quizás me equivocara al creerme importante, pero como si lo fuera, me abstuve de litigar: en primer lugar, porque consideraba indigno que aquél ante quien era necesario que todos se levantaran y le dejaran el sitio estuviera de pie mientras los demás estaban sentados y que, a quien podía ordenar callarse a cualquiera, le fuera impuesto silencio por una clepsidra y que, a quien no era lícito interrumpir, oyera incluso reproches y pareciera cobarde, si los sufría sin castigarlos, y soberbio si los castigaba. Se me presentaba también entonces la inquietud de si por azar me llamara aquél al que defendía o aquél contra el que litigaba, si intercedería por él y le ayudaría o permanecería inmóvil, me callaría y me transformaría en un particular como si hubiera renunciado a la magistratura. Inducido por estos motivos preferí ser tribuno de todos que defensor de unos pocos. Pero (lo repito), es primordial saber qué crees tú que es el tribunado, qué papel te arrogas; éste debe ser adecuado para una persona sabia de tal modo que pueda llevarlo a buen término. Adiós.

Carta 24

Plinio saluda a su estimado Bebio Hispano.

Tranquilo, amigo mío, quiere comprar una pequeña parcela que al parecer vende un amigo tuyo. Procura, te lo ruego, que la compre a un precio justo; pues así le agradará haberla comprado. En efecto, una desafortunada compra siempre causa disgusto, principalmente porque parece atribuir necedad a su comprador. Además, en esta pequeña parcela, caso de que le agrade su precio, muchas circunstancias complacen a mi querido Tranquilo: la cercanía de la ciudad, la calidad del camino, la modestia de la finca, las dimensiones del terreno, que más sirven de distracción que de ocupación. Pues a los hombres eruditos, como es él, les basta el sitio necesario para poder relajar su pensamiento, descansar su vista, moverse por su linde, recorrer una misma senda, conocer sus propias viñitas y contar sus arbolitos. Te he contado estas cosas para que sepas, sobre todo, que, cuanto él me deba a mí, yo te lo voy a deber a ti si esa pequeña hacienda, que es recomendable por estas bondades, la compra de forma tan ventajosa que no deje lugar al arrepentimiento. Adiós.


Libro II

Carta 1

Plinio saluda a su estimado Romano.

Después de algunos años han supuesto un espectáculo singular y también memorable a los ojos del pueblo romano las exequias públicas de Virginio Rufo, ciudadano muy noble, ilustre y no menos afortunado. Pasó treinta años encumbrado en la fama; leyó poemas redactados sobre él, leyó narraciones y asistió a su propia prosperidad. Desempeñó por tres veces el consulado, alcanzando la dignidad más elevada para un particular al rechazar la de príncipe. Eludió a los Césares que lo consideraban sospechoso y hasta odioso por sus cualidades, dejó vivo al mejor y al más amigo suyo, como si hubiera estado destinado a honrarlo en sus exequias públicas. Ha muerto a los ochenta y tres años en la más profunda paz, con semejante respeto. Hizo gala de salud robusta a no ser porque le solían temblar las manos, pero sin dolerle. Sólo su agonía ha sido bastante penosa y prolongada, pero por eso elogiable. En efecto, cuando se disponía a hablar para dar las gracias al príncipe por el consulado, a él, ya anciano y en posición erguida, se le cayó, debido a su peso, un libro bastante voluminoso que casualmente había cogido. En el momento de intentar alcanzarlo y recogerlo, perdiendo el equilibrio, resbaló por culpa del suelo, pulido y resbaladizo, y se fracturó la cadera, que, reducida con poca pericia, se hasumado desgraciadamente a su avanzada edad.

El sepelio de este hombre ha proporcionado gran distinción al príncipe, grande a nuestra época, grande también al foro y a los tribunales. Ha pronunciado su elogio el cónsul Cornelio Tácito; en verdad, a su suerte le ha correspondido este eminente cenit, elpanegirista más elocuente. Y ha muerto ciertamente colmado de años, colmado de honores, incluso de aquéllos que declinó; sin embargo, nosotros debemos reivindicarlo y desearlo como modelo de la edad antigua, pero especialmente yo, que no sólo en público le mostraba tanta admiración como aprecio; primero, porque nuestra comarca era la misma, nuestras ciudades vecinas, nuestros campos y haciendas también colindantes, y, sobre todo, porque, como tutor mío, le profesé el cariño debido a un padre. Así, me honró con su voto cuando fui candidato; así, acudió desde su retiro a todas mis investiduras a pesar de que había rehusado, ya hacía tiempo, a obligaciones de este tipo; así, el día en que los sacer-dotes suelen elegir a quienes consideran muy merecedores del sacerdocio, me proponía siempre. Es más, durante esta última enfermedad, temiendo ser elegido por azar entre los quinquéviros nombrados por consejo del senado para reducir el gasto público, y, aunque tenía numerosos amigos ancianos y excónsules, me escogió a mí, a pesar de mi edad, a la que disculpó con estas palabras: “Aunque tuviera un hijo, te preferiría a ti”.

Por estos motivos es necesario que llore su muerte en tu regazo como si fuera prematura, si, con todo, es lícito llorar o llamar realmente muerte a aquel hecho mediante el cual se ha extinguido más la condición mortal que la vida de persona tan valiosa. Pues vive y vivirá eternamente, y residirá incluso más imborrablemente en el recuerdo y en el habla de los hombres después de haberse alejado de nuestra vista. Quiero escribirte otras muchas cosas, pero todo mi ánimo está fijado en esta sola consideración. Pienso en Virginio, veo a Virginio, ahora escucho, hablo y poseo a Virginio bajo sombras difusas, pero frescas; tal vez tenemos y tendremos a algunos ciudadanos semejantes a éste en cualidades, pero a nadie en gloria. Adiós.

Carta 2

Plinio saluda a su estimado Paulino.

Estoy enfurecido, y no tengo muy claro si debo, pero estoy enfurecido. Conocesqué injusta es la amistad a veces, vehemente a menudo, quisquillosa en todo momento. Sin embargo, se trata de un motivo importante, y no sé si justo; pero yo, igual que si fuera no menos justo que importante, estoy extremadamente enfurecido porque, desde hace mucho tiempo, ¡ni una carta tuya!. Puedes aplacarme de una sola forma, si me envías, al menosahora, muchas y muy extensas. Sólo esta justificación me parecerá sincera, las demás fa-laces. No estoy dispuesto a escuchar “es que no estaba en Roma” o “estaba demasiado atareado”; pues tampoco los dioses permitan aquello de “demasiado enfermo”. Yo, por mi parte, disfruto en mi hacienda a veces con el estudio y, a veces, con la indolencia, ambos nacidos del ocio. Adiós.

Carta 3

Plinio saluda a su estimado Nepote.

Gran fama había precedido a Iseo; resultó ser aún mayor. Sobresaliente es su capacidad, sus recursos, su abundancia; habla siempre improvisando, pero como si lo hubiera escrito durante largo tiempo. Su lengua el griego, concretamente el ático; susexordios pulidos, delicados, agradables, a veces nobles y sublimes. Insta a numerosas discusiones; deja la elección a sus oyentes, a menudo también la parte a defender; se levanta, se arregla la toga y comienza; acuden todos sus recursos al instante y casi espontáneos, pensamientos profundos, palabras -¡pero de qué tipo!selectas y esmeradas. En sus improvisaciones se trasluce un copioso hábito de lectura, una copiosa práctica de escritura. Preludia adecuadamente, expone claramente, arguye agudamente, resume vigorosamente, adorna primorosamente. En fin, enseña, entretiene, emociona; dudarías qué hace mejor; abundantes entimemas, abundantes silogismos, ajustados y perfectos, cualidades que es muy importante conseguir también con la pluma. Prodigiosa su memoria: repite desde el principio lo que ha dicho improvisadamente y no se le olvida una palabra. Ha llegado a tal aptitud por el estudio y por la práctica; en efecto, de día y de noche no hace otra cosa, no escucha otra cosa, no habla otra cosa. Ha superado los sesenta años y todavía es solo un estudioso: nada más franco, más natural o mejor que este tipo de personas. Pues nosotros, que estamos curtidos en el foro y en litigios reales, aprendemos, aunque no queramos, mucha picardía: la escuela, el auditorio y una causa fingida son algo inofensivo, inocente y no menos agradable, fundamentalmente para los ancianos. En efecto, ¿qué hay más agradable en la ancianidad que lo que es más placentero en la juventud? Por esto, considero a Iseo no sólo el más elocuente, sino también el más afortunado. Tú eres de piedra y de hierro si no deseas conocerlo. Por tanto, si no vienes por otro motivo o pormí mismo, hazlo ciertamente para oírlo. ¿Nunca has leído que cierto gaditano, impresionado por la fama y reputación de Tito Livio, vino a verlo desde la región más apartada de la tierra y se fue nada más verlo? Supone chabacanería, ignorancia, incapacidad y hasta casi necedad no valorar en su medida el afán por conocer, pues nada es más grato, nada másestimable, nada, en último extremo, más propio de la condición humana. Me dirás:“Tengo aquí a quienes leer y no menos instruidos”. De acuerdo, pero para leer siempre hay oportunidad, para escuchar no siempre. Además, como se dice habitualmente, la palabra emociona mucho más. En efecto, aunque sea bastante agudo lo que puedas leer, sin embargo, en el espíritu se graba más indeleblemente lo que también describe la dicción, la cara, el aspecto y los ademanes del hablante; a no ser que consideremos inexacto aquel episodio de Esquines, quien, al leer a los rodios un discurso de Demóstenes, ante el entusiasmo de todos, se dice que añadió: ¿Y qué si hubierais oído a esta fiera en persona?; yEsquines era, si hacemos caso a Demóstenes de palabra muy brillante. Sin embargo, confesaba que habría declamado mucho mejor el mismo discurso la persona que lo había compuesto. Todos estos ejemplos tienen como objetivo que escuches a Iseo incluso sólo por esto, para que lo hayas escuchado. Adiós.

Carta 4

Plinio saluda a su estimada Calvina.

Si tu padre hubiera estado endeudado con muchos o con cualquier otra persona distinta a mí, quizá hubiera cabido la duda de si podrías aceptar un legado oneroso incluso para un hombre. Pero, puesto que soy yo, movido por vínculos de amistad, una vez satisfechos todos los que eran, no digo los más molestos, sino los más impacientes, qiuen ha quedado como único acreedor, y puesto que, cuando vivía él, destiné cien mil sestercios como dote para tu boda además de aquella cantidad que tu padre dijo pagar en cierto modo de mi dinero (pues del mío debía ser costeada), tienes la total garantía de mi condescendencia con cuyo respaldo debes preservar su reputación y honor una vez muerto. Como prueba de esto, para no animarte más con palabras que con hechos, cualquier deuda que tu padre contrajo conmigo ordenaré que sea ingresada en tu cuenta. Y no debes temer que esta largueza me sea gravosa. En verdad tengo recursos modestos, un rango costoso, unarenta, a causa de la naturaleza de mis pequeños terrenos, no sé si más pequeña que insegura; pero aquello de lo que carezco por renta lo suple mi sobriedad, de la que se precipita, como de un manantial, mi generosidad. Con todo, ésta debe ser regulada de forma que no se agote con derroches fútiles; pero debe ser regulada en otros casos, pues, tratándose de ti,las cuentas le saldrán fácilmente, incluso si sobrepasa su límite. Adiós.

Carta 5

Plinio saluda a su estimado Luperco.

Te he enviado el discurso solicitado insistentemente por ti y prometido a menudo por mí, pero todavía no completo; pues aún hay una parte en vías de corrección. Entre tanto, lo que he creído acabado, no es inoportuno que lo someta a tu opinión. Te pidoque le dediques la atención propia del que escribe. Pues hasta ahora no me he ocupado de nada a lo que debiera prestar mayor interés. En efecto, en los demás discursos, presentaba a la consideración de los oyentes sólo mi escrupulosidad y lealtad, en éste, además, mi amor a la patria. Por ello también la obra se ha alargado, pues me complace embellecer y exaltar a la patria y a la vez colaboro en su defensa y fama. Tú, sin embargo, suprime cuanto dicte tu juicio. Pues, siempre que reparo en lo que causa aversión y placer a los lectores, veo que debo buscar el aprecio fundándome precisamente en una extensión moderada de la obra. Sin embargo, yo mismo, que reclamo de ti esta severidad, estoy obligado a pedir lo contrario, que en su mayor parte no frunzas el ceño. En efecto, se deben permitir ciertas licencias a los oídos de los jóvenes, sobre todo si el asunto no lo impide; pues es lícito detallar descripciones de lugares, que en esta obra serán bastante numerosas, no sólo a la manera de los historiadores, sino próximas a la de los poetas. No obstante, si hubiera alguien que creyera que la he compuesto más floridamente de lo que exige la gravedad de un discurso, las demás partes de la narración deberán mitigar su desencanto, por así llamarlo. En verdad, he procurado llegar a cualquier tipo de lector mediante la diversidad de estilo, y, así como temo que algunos no aprueben determinada parte en función de su propia índole, así también me parece que puedo confiar en que esta misma heterogeneidad lo haga favorable en su conjunto a cualquiera. Pues también en el ámbito de los banquetes, aunque cada uno nos abstengamos de la mayor parte de las viandas,sin embargo, todos solemos elogiar la comida en su conjunto, y lo que nuestro estómago rehúsa no le quita atractivo a aquello por lo que es cautivado. Y yo quiero que interpretes estas palabras así, no como si creyera que he logrado la perfección, sino como si me hubiera esforzado por lograrla, quizá no en vano si al menos tú prestas atención ahora a esefragmento y después a los que sigan. Argüirás que no puedes realizar esta labor consuficiente rigor a menos que conozcas antes el discurso completo: lo reconozco. No obstante, por el momento te familiarizarás con ese fragmento y habrá algún pasaje tal que pueda ser corregido por partes. En efecto, si vieras separada la cabeza de una estatua u otro miembro, ciertamente no podrías averiguar su proporción y su regularidad, pero sí podrías valorar si esa misma parte es suficientemente bella; los exordios de las obras se difunden no por otro motivo que porque se piensa que una parte está completa incluso sin las demás.

Cierto placer por hablar contigo me ha entretenido demasiado; pero finalizaré ya para no rebasar en una carta la medida que creo que también debe ser admitida para un discurso. Adiós.

Carta 6

Plinio saluda a su estimado Avito.

Es prolijo remontarse demasiado atrás y no importa cómo he llegado a comer en casa de cierto individuo poco amigo mío, generoso y austero, según él mismo, y mezquino a la vez que despilfarrador, según yo. Pues disponía copiosos manjares para él y para unos pocos y despreciables y escasos para los demás. Había distribuído también el vino en recipientes pequeños distinguiendo tres tipos, no para que hubiera posibilidad de escoger, sino para que no hubiera medio de rechazar: uno para él y para mí, otro para sus amigos menos íntimos (pues clasifica a sus amigos en diferentes grados) y otro para sus libertos y los míos. Lo advirtió el que estaba recostado junto a mí y me preguntó si lo aprobaba. Le dije que no; repuso: -“Entonces, ¿qué criterio sigues tú? -Brindo a todos lo mismo; pues invito a una comida, no a una afrenta, y trato de igual a igual en cualquier aspecto a quienes he igualado en mesa y triclinio. -¿También a los libertos? -También; pues entonces los considero comensales, no libertos. Y él: -Te costará mucho. -Muy poco. -¿Cómo es esoposible?Es posible porque, ciertamente, mis libertos no beben el mismo que yo, sino yo el mismo que mis libertos.” ¡Por Hércules! Si moderas tu apetito, no es costoso compartir con muchos lo que tú mismo disfrutas. Debe, pues, ser refrenado, debe ser, por decirlo así, regulado si te quieres abstener de gastos, por los que velarás con tu propia mesura másjustamente que con ultrajes ajenos.¿Para qué estas consideraciones?

Para que la suntuosidad de algunos en la mesa, acompañada de un aire de economía, no te influya a ti, joven de la mejor condición. Pues es necesario por el afecto que te profeso que, cuantas veces se me presente un caso de este tipo, te prevenga al hilo del ejemplo, sobre lo que debes evitar. Por tanto, recuerda que nada debe ser más evitado que esa nueva unión de suntuosidad y mezquindad; pues aunque divididas y aisladas son muy vergonzosas lo son en mayor medida cuando están unidas. Adiós.

Carta 7

Plinio a su estimado Macrino.

Ayer fue aprobada por el senado, a petición del príncipe, una estatua triunfal a Vestricio Espurina, no como a muchos, que nunca han estado en combate, que nunca han visto un campamento, que nunca, en fin, han escuchado las notas de las tubas excepto en los espectáculos, sino como a aquéllos que obtenían esa honra por su sudor, por su sangre y por sus acciones. Pues Espurina restableció en su trono por la fuerza de las armas al rey de los brúcteros y sometió por pavor a un pueblo muy belicoso mediante amenaza de guerra, lo que supone el tipo más glorioso de triunfo. Ciertamente ha recibido este homenaje a su valía y también un consuelo a su aflicción, porque se ha otorgado el honor de una estatua a su hijo Cocio, al que perdió cuando estaba ausente. Algo excepcional tratándose de un joven; pero también esto lo merecía su padre, cuya dolorosísima herida habría de ser calmada con tamaño apósito. Además, el propio Cocio había proporcionado un ejemplo tan eximio de comportamiento que su existencia, fugaz y efímera, debía ser dada a conocer con esta especie de inmortalidad. Pues tenía honestidad, rectitud y también autoridad en tan alto grado que podía rivalizar en virtud con aquellos ancianos con los que se ha igualado ahora en honor. Ciertamente con este honor, a mi juicio, se vela no sólo por el recuerdo del fallecido y por la aflicción de su padre, sino también por el afán de emulación. La concesiónde tales recompensas incluso a adolescentes, con tal que lo merezcan, estimulará a la juventud al buen comportamiento; la alegría si los han dejado vivos y un consuelo tan distinguido si los han perdido estimularán a los hombres más nobles a tener hijos. Por este motivo me alegro pública y no menos particularmente de la estatua de Cocio. Aprecié a estejoven de tan extraordinaria perfección tan apasionadamente como vivamente lo añoro ahora.Por tanto, me agradará en extremo contemplar su imagen de vez en cuando, volverme a verla de vez en cuando, detenerme a sus pies y ponerme ante ella. Pues si las efigies de los fallecidos erigidas en casa aminoran nuestra aflicción, ¡cuánto más aquéllas con las que se recuerda, en ubicación muy destacada, no sólo su aspecto y su cara, sino también su honor y su fama! Adiós.

Carta 8

Plinio a su estimado Caninio.

¿Estudias, pescas, cazas o todo a la vez? Pues todo ello puede realizarse a la vez en nuestro Lario. En efecto, de forma abundante el lago procura pesca; el bosque, por el que está rodeado el lago, fieras; esa soledad muy intensa, estudio. Pero ya hagas todo a la vez o ya sólo algo, no puedo decir: “te envidio”; sin embargo, me apena que no me esté permitido también a mí, cuando lo deseo tanto como los enfermos el vino, los baños y las fuentes. ¿Acaso no voy a poder romper estos vínculos tan apretados si no se me consiente soltarlos? No podré, creo. Pues a las antiguas se suman nuevas ocupaciones y, sin embargo, no se han terminado las primeras: la multitud de mis tareas, mayor cada día, se va prolongando con tantos compromisos, como tantas cadenas, por así llamarlas. Adiós.

Carta 9

Plinio saluda a su estimado Apolinar.

Me tiene angustiado y turbado la solicitud de mi estimado Sexto Erucio. Estoy preocupado y sufro como por otro yo la ansiedad que no tuve por mí; aparte de ello, está en juego mi honestidad, mi reputación y mi dignidad. Yo he conseguido de nuestro César para Sexto el rango senatorial y la cuestura; con mi voto tiene la posibilidad de pedir eltribunado; si no lo logra en el Senado, temo que parezca que he burlado al César. Por tanto, debo procurar que todos lo consideren tal como el príncipe creyó que era, confiando en mí. Si este motivo no estimulara mi afán, con todo, desearía que fuera ayudado un joven tan virtuoso, tan serio, tan instruido y, en última instancia, tan merecedor de cualquierelogio y, además de él, toda su familia. Pues su padre es Erucio Claro, hombre irreprochable, de antiguas costumbres, elocuente y ducho en litigios, que defiende con la mayor lealtad, con igual firmeza y con no menos discreción. Tiene como tío a C. Septicio, más cabal que el cual, más sencillo, más íntegro y más leal no he conocido nada. Todos me estiman a porfía y, pese a ello, en el mismo grado; ahora yo puedo darles las gracias a todos en una persona sola. Así, presiono a mis amigos, les imploro, los asedio, recorro casas y plazas, y pongo a prueba con mis súplicas en cuánto soy apreciado sea por mi influencia sea por los favores debidos y, te ruego que valores en mucho apoyarme en esta obligación. Yo, por mi parte, te devolveré el favor si me lo pides; te lo devolveré incluso si no me lo pides. Te aprecian, te respetan, y te visitan muchos; muestra sólo que tú lo quieres y no faltará quienes deseen lo que tú quieres. Adiós.

Carta 10

Plinio saluda a su estimado Octavio.

¡Hombre remiso o, mejor dicho, inflexible y casi despiadado, capaz de retener obras tan notables tanto tiempo! ¡Hasta cuándo tú y yo estaremos privados, tú del mayor elogio y yo del mayor placer? Permite que se propaguen por boca de los hombres y se divulguen en los mismos lugares en que se habla la lengua de Roma. Grande y ya prolongada es la expectación, que no debes malograr ni retardar ahora. Se han divulgado algunos versos tuyos y, a tu pesar, han roto su encierro. A no ser que los publiques juntos, alguna vez encontrarán, como fugitivos, alguien a quien le sean atribuidos. Ten presente tu condición mortal, de la que puedes escapar con sólo este testimonio; pues las demás cosas, frágiles y fugaces, sucumben y perecen no menos que los propios hombres. Me responderás, como acostumbras: “Eso es asunto de mis amigos”. Ciertamente deseo que tengas amigos tan leales, tan instruidos y tan diligentes que puedan y quieran encargarse de tan importante tarea y esfuerzo, pero mira no sea poco prudente aguardar deotros lo que no te proporcionas tú mismo. La publicación, ciertamente, hazla cuando quieras: pero, al menos, recítalos para que te agrade en mayor medida su edición y para que, de una vez, experimentes la satisfacción que presagio para ti desde hace tiempo no sin razón. Pues imagino qué concurrencia te puede aguardar, qué entusiasmo, qué aplausos, in-cluso qué silencio: yo, cuando hablo o recito, me complazco con éste no menos que con losaplausos siempre que sea un silencio intenso, atento y deseoso de escuchar lo siguiente. Estando tan dispuesta una recompensa de tal magnitud, permite despojar a tus trabajos de esa interminable vacilación; cuando ésta sobrepasa el límite conveniente, hay que temer que reciba el apelativo de apatía, de pereza o incluso de cobardía. Adiós.

Carta 11

Plinio a su estimado Arriano.

Te suele alegrar que suceda en el Senado algo merecedor de tal institución. En efecto, aunque estés retirado por deseo de tranquilidad, sin embargo, permanece en tu ánimo la preocupación por el honor del estado. Por tanto, escucha lo que ha ocurrido durante estos días, notorio por el rango del implicado, provechoso por la severidad del ejemplo e imperecedero por la importancia del asunto. Mario Prisco, ante una acusación de los africanos, de quienes fue procónsul, tras haber renunciado a su defensa, solicitó jueces. Cornelio Tácito y yo, nombrados defensores de la provincia, creímos que convenía a nuestra lealtad informar al Senado de que Prisco había sobrepasado con desmesura y crueldad las acusaciones por las que se podía conceder jueces, después de haber recibido dinero por condenar a inocentes e, incluso, por ajusticiarlos. Contestó Frontón Cacio y solicitó que la instrucción no sobrepasara el delito de concusión, y él, hombre muy diestro en hacer brotar lágrimas, hinchó todas las velas de su defensa como con cierta brisa de compasión. Enorme disputa; enorme griterío por todas partes: unos afirmaban que las diligencias del senado estaban delimitadas por ley; otros, que eran libres y sin trabas, y que se debía castigar en la medida en que hubiese delinquido el acusado. Julio Férox, cónsul recién nombrado, persona íntegra e irreprochable, manifestó entonces que, ciertamente, se le debían conceder jueces a Mario, y, además, que debían comparecer aquéllos alos que se decía que había vendido el castigo de inocentes. Esta opinión no sólo prevaleció, sino que, después de tantas disputas, fue la única que contó con el consenso generalizado; y la propia experiencia dejó patente que simpatía y lástima tienen enérgicas y violentas arremetidas iniciales y que, poco a poco, se calman como apagadas por la cordura yla reflexión. Así, sucedió que, lo que muchos defendían en medio del griterío, nadie, alguardar silencio los demás, quería manifestarlo; pues, cuando estás alejado de la multitud, se descubren las cosas que la multitud impide ver. Llegaron los comparecientes, Vitelio Honorato y Flavio Marciano; de ellos, Honorato estaba acusado de haber comprado por trescientos mil sestercios el destierro de un caballero romano y la muerte de siete amigos suyos; Marciano, por setecientos mil, cuantiosas torturas a un caballero romano; pues había sido golpeado con látigos, condenado a trabajos en la mina y estrangulado en la cárcel. Pero a Honorato una muerte a tiempo lo libró de las diligencias del senado, Marciano fue citado en ausencia de Prisco. Por eso, el excónsul Tucio Cerial solicitó, de acuerdo con lanormativa senatorial, que se le notificase a Prisco, ya porque pensaba que sería objeto de mayor lástima o de mayor odio si estuviera presente, ya porque (cosa que creo mayormente) era justo sobremanera que un delito cometido por varias personas fuera defendido por todas ellas y, si no podía ser refutado, se castigara a todas.

Se aplazó la vista para la siguiente reunión del senado, cuya misma contemplación fue muy majestuosa. La presidía el príncipe (pues era cónsul), además era el mes de enero, que destaca por la afluencia de senadores, principalmente, y del resto de ciudadanos; también, la importancia del proceso, la expectación, incrementada por el aplazamiento, los rumores y el deseo natural a los hombres de conocer los sucesos relevantes e infrecuentes habían estimulado a gentes de todas partes. Figúrate qué inquietud, qué temor teníamos nosotros, que debíamos hablar en asunto tan importante ante aquella asamblea en presencia del César. En verdad que he defendido causas en el Senado no una vez y además, en ninguna parte suelo ser escuchado con mayor benevolencia; sin embargo, entonces, todas las cosas, como si fueran desconocidas, me perturbaban con un temor desconocido. Advertía, además de lo que he expuesto anteriormente, la complejidad del proceso: comparecía ya un excónsul, ya un septénviro de los banquetes sagrados, ya una persona sin ninguno de los dos honores. Por tanto, era extremadamente complicado inculpar a un condenado sobre el que tanto pesaba la crueldad de la acusación, como le protegía una especie de compasión por la condena ya dictada. Sin embargo, de una u otra forma,concentré mi mente y mi pensamiento y comencé a hablar con una aprobación de los oyentes no menor que mi inquietud. Estuve hablando casi cinco horas, pues a las doce clepsidras, que había considerado muy amplias, me fueron añadidas cuatro más. Hasta tal punto aquellas cosas que me parecían difíciles y desfavorables cuando iba a comenzar a hablar, me resultaron propicias al decirlas. En verdad el César me mostró tanto afectoy también tanta atención (pues es demasiado hablar de interés) que repetidas veces advirtió a mi liberto, situado detrás de mí, que cuidara yo mi voz y mis pulmones, cuando él creía que me dejaba llevar más enérgicamente de lo que mi delgadez podía tolerar. En defensa de Marciano me contestó Claudio Marcelino. A continuación se suspendió la sesión del senado y fue convocada para el siguiente día, pues ya no cabía iniciar otro discurso sin que fuera interrumpido por la llegada de la noche.

Al siguiente día, en defensa de Mario habló Salvio Liberal, hombre sutil,metódico, agudo e ingenioso; ciertamente en este proceso mostró todo su talento. Le contestó Cornelio Tácito muy elocuentemente y, lo que destaca en sus discursos, solemnemente. En defensa de Mario habló, de nuevo, Frontón Cacio de forma brillante y, de acuerdo con lo que aquella situación exigía, agotó su turno más en ruegos que en la defensa. El ocaso puso fin a su discurso, pero no hasta el extremo de interrumpirlo. Por tanto, se dejó el examen de las pruebas para el tercer día. Ya era hermoso y propio de las viejas costumbres esto mismo: que las sesiones del senado fueran levantadas por la llegada de la noche, que fueran convocadas tres días consecutivos y que se mantuvieran tres días consecutivos. Cornuto Tértulo, cónsul electo, hombre distinguido y muy inquebrantable en la defensa de la verdad, propuso que los setecientos mil sestercios que había recibido Mario fueran entregados al tesoro público, que Mario fuera desterrado de la ciudad y de Italia, y Marciano, además de estos lugares, de África. En la última parte de su intervención añadió que, como Tácito y yo habíamos desempeñado el encargo recibido de forma escrupulosa y valerosa, el Senado estimaba que nosotros habíamos obrado de forma acorde con las funciones encomendadas. Estuvieron de acuerdo los cónsules electos y también todos los excónsules hasta que intervino Pompeyo Colega: él propuso que los setecientos mil sestercios fueran entregados al tesoro público, que Marciano fuera desterrado por cinco años y que a Mario le correspondiera sólo el castigo del delito de concusión que ya había sufrido. Había numerosos partidarios de una y otra opinión; tal vez incluso más de esta últimapor más moderada o más suave. Pues también algunos de los que parecían estar de acuerdo con Cornuto se adherían al que había hecho la propuesta después que ellos. Pero, al llegar la votación, quienes se encontraban cerca de los asientos de los cónsules comenzaron a decidirse por la opinión de Cornuto. Entonces, aquéllos que habían determinado apoyar a Colega se pasaron al otro bando y Colega quedó con pocos. Mucho después, él se halamentado de sus propios partidarios, sobre todo de Régulo, quien cambió la opinión que él mismo había propuesto. Por otra parte, Régulo es de carácter tan voluble que o bien se pasa de atrevido o bien de temeroso. Este fue el término de una instrucción muy extensa. Sin embargo, queda un asuntillo desagradable, no insignificante: Hostilio Fírmino, lugarteniente de Mario Prisco, que, encartado en este proceso, fue maltratado con intensidad y con violencia. En efecto, según las cuentas de Marciano y el discurso que había pronunciado ante la asamblea de loshabitantes de Leptis, quedaba demostrado que había prestado ayuda a Prisco en su muy indecoroso gobierno, que se había hecho prometer de Marciano cincuenta mil denarios y que él mismo había recibido, además, diez mil sestercios por un pretexto ciertamente muy indigno: a título de perfumista, lo cual no es contradictorio con el modo de vida de una persona en todo momento acicalada y depilada. Pareció bien, a propuesta de Cornuto, tratar este asunto en la siguiente sesión del senado; pues entonces estaba ausente por azar o a propósito.

Ya conoces los asuntos de la ciudad; cuéntame, en contrapartida, los del campo. ¿Cómo se encuentran tus arboledas, cómo tus viñas, cómo tus mieses, cómo tus muy delicadas ovejas? En fin, a no ser que devuelvas una carta igualmente extensa, no es posible que aguardes luego alguna mía excepto muy breve. Adiós.

Carta 12

Plinio saluda a su estimado Arriano.

Aquel asuntillo desagradable que te conté hace poco que quedaba del proceso de Mario Prisco ha sido cincelado y limado, no sé si suficientemente. Fírmino, en su comparecencia ante el Senado, contestó a la conocida acusación. Siguieron diferentes opiniones de los cónsules electos. Cornuto Tértulo propuso que se le expulsara del Senado;Acucio Nerva, que no tomara parte en el sorteo para asignar las provincias. Prevaleció esta última opinión como la más moderada, aunque, en otro sentido, es más penosa y amarga. Pues, ¿qué es más lamentable que alguien, privado e impedido de las honras senatoriales, no esté exento de sus tareas e incomodidades? ¿Qué más embarazoso que alguien, afectadopor tanto oprobio, no se pueda mantener en un lugar apartado, sino que se preste obligato-riamente a ser mirado y señalado en este muy insigne escaparate? Además, ¿qué es oficialmente menos conveniente o apropiado? ¡Que alguien, censurado por el Senado, se siente en el Senado, que se iguale con aquellos mismos por quienes ha sido censurado, que, excluido del proconsulado porque se ha comportado ignominiosamente en su cargo, juzgue sobre los procónsules y que, culpable de vilezas, declare culpables o inocentes a otros! Pero a los más les ha parecido bien esto. Pues las opiniones se cuentan, no se pesan; y no puede hacerse otra cosa en una asamblea en la que nada es tan desigual como la mismaigualdad. En efecto, aunque el conocimiento sea diferente, el derecho de todos es el mismo. He cumplido mi promesa y he mantenido la palabra de mi última carta, que supongo ya habrás recibido, dado el tiempo transcurrido; pues se la encomendé a un correo rápido y diligente, a no ser que haya encontrado algún obstáculo en su camino. Ahora es tu turno para que recompenses, primero, aquélla y, luego, esta última con cartas tan fecundas como desde allí pueden venir. Adiós.

Carta 13

Plinio a su estimado Prisco.

Tú aprovecharás muy gustosamente la oportunidad de conquistarme y yo no me obligo a nadie con mayor agrado. Así pues, por estos dos motivos, he decidido solicitarte especialmente a ti algo que deseo lograr por encima de todo. Mandas un ejército numerosísimo: por eso, has tenido gran oportunidad de hacer favores y, sobre todo, tiempo dilatado en el que has podido engrandecer a tus amigos. Atiende a los míos y de ellos a algunos. Realmente tú preferirías hacerlo con muchos, pero a mi pudor le basta uno o dos y, fundamentalmente, uno. Se trata de Voconio Romano. Su padre ilustre en el orden ecuestre; más ilustre su padrastro, mejor dicho, su segundo padre (pues sustituyó también a esa denominación por su bondad); su madre de familia principal. El mismo hasido recientemente ‘flamen’ de la Hispania Citerior (conoces la forma de pensar de esta provincia y cúan grande es su rigurosidad). Lo aprecié entrañable e íntimamente cuando estudiábamos juntos; ha sido compañero mío en la ciudad y en el campo, he compartido con él los asuntos serios, con él los juegos. Pues, ¿existe algo más leal como amigo o másagradable como compañero que él? El encanto es admirable en su charla, admirable tam-bién en su misma voz y en su semblante. Además, su talento, eximio, sagaz, dulce, espontáneo e instruido en litigios; ciertamente, escribe cartas tales que podrías creer que las mismas Musas hablan en latín. Yo lo estimo mucho, pero él no me va a la zaga. En verdad, cuando ambos éramos jóvenes le ofrecí muy gustosamente cuanto pude en función de mi edad y hace poco he obtenido para él de nuestro excelente príncipe el derecho por tres hijos; éste, aunque lo otorga rara vez y de forma selectiva, sin embargo, me lo ha otorgado como si él mismo lo escogiera. No puedo salvaguardar estos favores míos de ningún modo mejor que incrementándolos, sobre todo porque él mismo los aprecia de talmanera que, en tanto que recibe los primeros, es merecedor de los siguientes. Quedas informado de cómo es, de cómo lo estimo y lo quiero; te solicito que lo favorezcas en virtud de tu carácter y tu propia situación privilegiada. Sobre todo, estímalo; pues, aunque le concedas los favores más importantes que puedas, sin embargo, ninguno puedes más importante que tu propia amistad; para que sepas especialmente que es capaz de ella hasta para una profunda intimidad te he contado sucintamente sus intereses, sus costumbres y, en suma, toda su vida. Prolongaría mis súplicas si a ti te gustara ser objeto de mis ruegos largo tiempo y yo no lo hubiera hecho en toda la carta; pues pide, y ciertamente con muy buen resultado, quien expone los motivos de su petición. Adiós. 14. C.Plinio saluda a su estimado Máximo. Estás en lo cierto; me tienen ocupado los procesos centunvirales que me fatigan más que agradan. Pues la mayor parte de ellos son insignificantes y mezquinos; esporádicamente se presenta alguno notable por la celebridad de los implicados o por la importancia del asunto. Además, hay muy pocos con quienes agrade actuar; los demás, osados y también, en gran parte, jóvenes desconocidos, han acudido aquí a perorar tan irrespetuosa e irreflexivamente que me parece que nuestro Atilio llevaba razón cuandocomentaba que los niños empiezan en el foro desde procesos centunvirales como desde Homero en las escuelas. Pues tanto en un sitio como en otro se comienza por lo más grande. Pero ¡por Hércules!, antes de mi época (los de más edad así acostumbran a contarlo) los jóvenes, ni siquiera los de más alto rango, podían intervenir si no los presen-taba algún excónsul: con tanto respeto era honrado este muy noble ejercicio. Ahora, rotas las barreras de la modestia y del respeto, todo está abierto a todos y no son presentados, sino que irrumpen por sí mismos. Les atienden oyentes parecidos a estos actores, comprados y sobornados. Se busca un jefe de claque; se ofrecen dádivas en plena sala de juicios, tan ostensiblemente como en un comedor; por recompensa tal se acude de juicio en juicio. Por esto, han sido llamados no sin gracia sofocleos, porque claman sofós; a éstos mismos se les aplica el nombre latino laudicenos; sin embargo, esta infamia, designada en las dos lenguas, se acrecienta cada día más. Ayer dos esclavos míos (tienen realmente laedad de los que hace poco han tomado la toga) fueron incitados a mostrarse elogiosos por tres denarios cada uno. Tanto vale ser muy elocuente. Con esta paga se abarrotan los escaños aunque sean numerosos; con ella se concita una enorme asamblea; con ella se provocan aplausos sin cuento cuando el jefe de coro da la señal. En efecto, se necesita una señal para los no entendidos y ni siquiera oyentes, pues la mayor parte no oye ni elogia a nadie más. Si alguna vez pasas por la sala de juicios y quieres saber de qué manera habla cada uno, no tienes que entrar al juicio ni que prestar atención; es sencillo adivinarlo: sabrás que quien habla peor es el más elogiado.

Larcio Licino presentó el primero este tipo de audiencia, pero reunía a sus oyentes sólo con muchas súplicas. Recuerdo haberlo escuchado ciertamente así de Quintiliano, mi maestro. Contaba él: “Acompañaba yo a Domicio Afer. Al estar hablando ante los centúnviros severa y lentamente (pues éste era su tipo de discurso), escuchó en sus cercanías un griterío desmesurado y desacostumbrado. Calló sorprendido; cuando se hizo el silencio, prosiguió lo que había interrumpido. De nuevo el griterío; de nuevo calló, y, después que hubo silencio, comenzó a hablar. Y así una tercera vez. Finalmente preguntó que quién hablaba. Se le respondió: ‘Licino’. Entonces, abandonando el proceso, dijo: ‘centúnviros, este arte ha muerto’“. Por lo demás, comenzaba a morir cuando le parecía a Afer que había muerto, pero ahora está completamente aniquilado y destruido. Me avergüenza relatar qué discursos se declaman con dicción tan vacilante y con qué lánguidosclamores son acogidos. A estos cantos les falta sólo el aplauso y, más bien, címbalos y tímpanos; en verdad, sobran especialmente alaridos (pues no puede expresarse con otro término una aclamación inconveniente incluso en los teatros). Sin embargo, todavía me retrasan y detienen el servicio a mis amigos y la consideración de mi edad; pues temo que quizás parezca no que haya abandonado estos actos vergonzosos, sino que haya evitadoel trabajo. Sin embargo, voy más esporádicamente de lo que acostumbraba, lo cual supone el comienzo de una retirada paulatina. Adiós. 15.C.Plinio saluda a su estimado Valeriano. ¿Cómo te van tus antiguas posesiones en la región de los marsos? ¿Cómo la nueva compra? ¿Te agradan los campos después de haber tomado posesión de ellos? Cosa, por cierto, poco frecuente, pues nada es tan grato para uno si lo consigue quesi lo desea. A mí la hacienda de mi madre me trata muy poco favorablemente; sin embargo, me agrada en tanto que de mi madre y, por otra parte, el largo padecer me ha hecho insensible. Así finalizan los lamentos frecuentes: que se avergüenza uno de lamentarse. Adiós.

Carta 16

Plinio saluda a su estimado Anio.

Ciertamente, de acuerdo con tu escrupulosidad, me aconsejas que los codicilos de Aciliano, que me nombró heredero de una parte, sean tenidos por no escritos ya que no aparecen en su testamento; esta ley ni siquiera para mí es desconocida, porque incluso es conocida para aquellos que no saben ninguna otra cosa. Pero yo me he impuesto cierta norma particular: respetar las decisiones de los fallecidos como si estuvieran en regla, aunque no se ajusten a derecho. Además, está claro que estos codicilos fueron manuscritos por el propio Aciliano. Por tanto, aunque no aparezcan en su testamento, sin embargo, los consideraré como ratificados, sobre todo porque no hay pretexto para un acusador. Pues si hubiera lugar a temer que el erario público confiscara lo que yo hubiera legado, habría de ser tal vez más circunspecto y precavido; pero, como se permite conceder al heredero lo que queda en la herencia, no hay nada que obstaculice aquella norma mía, conla cual las leyes no chocan. Adiós.

Carta 17

Plinio saluda a su estimado Galo.

Te preguntas por qué me agrada tan intensamente mi hacienda de Laurentino o (si lo prefieres así) de Laurens; dejarás de preguntártelo cuando conozcas el encanto de la villa, la comodidad del paraje y la extensión de su playa. Dista de la ciudad diecisiete mil pasos, de modo que, una vez resueltos los asuntos que uno tenga que hacer, puedes permanecer allí sin acortar ni disminuir la jornada. Se va no sólo por un camino; pues la Vía Laurentina y la Ostiense conducen al mismo sitio, pero hay que desviarse de la Laurentina en el decimocuarto mojón y de la Ostiense en el undécimo. Por ambos lados se toma unsendero arenoso en un tramo, algo dificil y largo para los carros, corto y suave para un caballo. El paisaje es distinto aquí y allá: pues unas veces el camino se estrecha por bosques que salen al paso y, otras, se extiende y avanza por vastas praderas; allí numerosos rebaños de ovejas, numerosas manadas de caballos y bueyes que, alejados de las montañas en invierno, engordan gracias al pasto y a la bonanza propia de la primavera. La villa es suficiente para todas mis necesidades, su mantenimiento no costoso. En su entrada un atrio modesto, pero no insignificante; luego, un pórtico redondeado en forma de D, que contiene un patio muy pequeño, pero gracioso. Éste es un refugio excelente para el mal tiempo; pues está protegido con cristales y, sobre todo, con el saliente del tejado. Frente a su parte central hay un alegre patio interior, luego un comedor muy bello que se prolonga hacia la playa y que, si alguna vez el mar es empujado por el ábrego, queda bañado ligeramente por las sucesivas batidas del oleaje. En todos los lados tiene puertas y ventanas no más pequeñas que las puertas, y se orienta, así, por los lados y por el frente como a tres mares distintos; por la espalda da al patio interior, al pórtico, al patio pequeño, de nuevo al pórtico, luego al atrio, los bosques y los montes lejanos. En su lado izquierdo, un poco más adentro, hay una habitación grande, a continuación otra más pequeña, que acoge los rayos del sol naciente por una ventana y conserva los del sol poniente por la otra; por ésta también se ve el mar extendido ciertamente más lejos, pero más apacible. La habitación y el comedor, en su intersección forman un rincón que retiene y acrecienta los rayos más re-fulgentes del sol. Ésta es la habitación de invierno, éste también el gimnasio de mi gente; allí todos los vientos permanecen callados, salvo los que producen nublado y nos arrebatan el buen tiempo pero no el disfrute del lugar. Al rincón se une una habitación abovedada en forma de ábside que por todas sus ventanas acompaña la trayectoria del sol. Adosado a una pared de ella, a manera de biblioteca, hay un armario que guarda no los li-bros de lectura, sino los de consulta. Sigue un dormitorio con un conducto a través que, elevado y hueco, distribuye y suministra por todos sitios a temperatura adecuada el aire caliente generado. Los demás sitios de este ala están destinados a criados y libertos, la mayoría tan impecables que podrían acoger invitados. En la otra ala hay una habitación muy elegante; a continuación otra habitación grande o pequeño comedor que resplandece por el abundante sol y por el abundante reflejo del mar; después de ésta, otra habitación con su antesala, apta para el verano por estar elevada, apta para el invierno por sus abrigos, pues está protegida de cualquier viento. A esta habitación, por un tabique común, está unidaotra también con antesala. A continuación, la sala de baños fríos, amplia y extensa, en cuyos tabiques opuestos hay dos pilas de forma redonda como empotradas, bastante grandes si tienes en cuenta la proximidad del mar. Junto a ella se encuentra un perfumadero y la habitación de la calefacción; se encuentra tamibén la estufa del baño, luego dos cuartos más elegantes que ostentosos; a ellos se une una extraordinaria piscina de agua caliente, desde la que los nadadores ven el mar; y no lejos el lugar destinado al juego de pelota, que se encuentra con el sol muy templado al final del día. Aquí se yergue una torre, en cuya parte baja hay dos estancias, otras dos en ella misma y, además, un comedor que tiene vistas a una gran extensión de mar, a una muy vasta costa y a muy agradables villas. Hay también otra torre; en ella una habitación por la que el sol sale y se pone; detrás, una despensa grande y un granero, debajo de éste un comedor que no está turbado por nada excepto por el estruendo y el sonido del mar agitado, y éste, ya débil y amortiguado; mira al jardín y al paseo de las literas que rodea al jardín. El paseo de las literas está rodeado de boj o de romero donde falta el boj; en efecto, el boj, por la zona en la que está protegido, verdeguea copiosamente, pero se seca a la intemperie, expuesto al viento y a la salpicadura del mar, aunque lejana. Junto al paseo de las literas, formando un espacio circular interior, hay un majuelo umbrío y tierno y suave incluso para los pies descalzos. El jardín lo cubren abundantes moreras e higueras, árboles para los que esta tierra es extremadamente fértil, muy estéril para los demás. Un comedor, alejado del mar, disfruta deeste paisaje, no inferior al del mar; está rodeado a la espalda por dos estancias, bajo cuyas ventanas se encuentra el vestíbulo de la villa y un segundo jardín feraz y sencillo. Desde aquí parte una galería cerrada, propia casi de una obra pública. A ambos lados ventanas, la mayoría orientadas al mar y unas pocas al jardín, pero colocadas alternativamente frente a las otras. Cuando el tiempo es tranquilo y apacible, se abren todas sininconveniente; cuando está alterado por los vientos que soplan de uno u otro lado, sólo por donde los vientos están en calma. Delante de esta galería cerrada una terraza perfumada con violetas. La galería cerrada incrementa la temperatura templada por la reverberación del sol; retiene el sol, a la vez que impide y rechaza al aquilón y, cuanto calor hay delante, tanto fresco hay detrás; igualmente detiene al ábrego y, de este modo, debilita y pone límites a estos vientos tan contrarios, a uno por un lado y al otro por el otro. Éste su encanto en invierno, mayor en verano. Pues, antes de mediodía, refresca la terraza y,después de mediodía, el lugar más cercano al paseo de literas y al jardín con su propia sombra, que, a medida que la duración del día crece o mengua, cae en un lugar o en otro más o menos tiempo. Ciertamente, la misma galería cerrada está privada de sol sobre todo cuando, muy tórrido, ocupa su cenit. Además, con las ventanas abiertas recibe y deja pasar los vientos del oeste, y no se carga nunca por el ambiente inerte y cerrado. En el extremo de la terraza, a continuación de la galería cerrada del jardín, hay un pabellón, mis delicias, de verdad, mis delicias. Yo mismo lo hice construir. En él un solarium orientado por un lado a la terraza, por el otro al mar y por ambos al sol; la habitación, sin embargo, por su puerta lo está a la galería cerrada y por su ventana al mar. En el centro de un tabique se halla apartado un gabinete muy coqueto que, mediante una mampara de cristal y unas cortinas echadas o retiradas, queda unido o separado de la habitación. Contiene una cama y dos butacas; por los pies el mar, por la espalda las villas y por encima los bosques; la visión de tantos sitios está separada y se mezcla por otras tantas ventanas. Está unida a él una habitación para la noche y el sueño. No llegan a ella los gritos de los jóvenes esclavos ni el bramido del mar ni el fragor de las tormentas ni el resplandor de los rayos y ni siquiera la luz del día a no ser con las ventanas abiertas. La causa de soledad tan profunda y silenciosa estriba en que un corredor, situado en medio, separa los tabiques de la habitación y del jardín y, de este modo, impide cualquier ruido por su oquedad central. Está adosada a la habitación una cámara de calefacción muy pequeña, que por una estrecha abertura extraeo conserva el calor de dentro según sea necesario. Desde allí se extienden una antesala y una habitación orientadas al sol, al que conservan en su salida y luego, recibido después de mediodía, incluso en su ocaso, pero conservándolo. Cuando me retiro a este pabellón, me parece que estoy ausente incluso de mi propia villa y me solazo considerablemente, sobre todo, en Saturnales cuando el resto de la hacienda retumba con el desenfreno de esosdías y los gritos festivos, pues ni yo interrumpo las diversiones de los míos ni ellos mis estudios. Tal comodidad y tal encanto carece de agua corriente, pero tiene pozos y sobre todo fuentes; pues están cerca de la superficie. La naturaleza de esta costa es absolutamente admirable; donde remueves la tierra, se encuentra agua fácil y accesible, y además potable, no salina ni siquiera un poco, pese a su extrema proximidad con el mar. Los bosques cercanos suministran madera en gran cantidad; la población de Ostia proporciona los demás recursos. Sin duda, a una persona sobria le basta incluso la aldea, de la que está separada por una sola villa. En ella hay tres baños dignos, enorme ventaja si por ca-sualidad una llegada repentina o una estancia corta desaconsejan hacer calentar el baño de casa. La costa la embellecen, por su agradable variedad, los tejados de las villas, ya ininterrumpidos ya intercalados, que ofrecen la apariencia de numerosas ciudades de la que puedes gozar desde el mar o desde la misma playa; a ésta alguna vez una bonanza prolongada la ablanda, pero mucho más a menudo el oleaje habitual y adverso la hace impracticable. El mar, ciertamente, no es rico en pescados de lujo; sin embargo, ofrece excelentes lenguados y camarones. En verdad, mi villa presenta también otros recursos del interior, sobre todo leche; pues los ganados afluyen aquí desde los pastos cuando buscan agua o sombra.

¿No te parece que habito este retiro, que vivo en él y que lo aprecio por motivos fundados? Si no lo deseas eres en exceso amante de la ciudad. Y ¡ojalá lo desees! Para que a tantos y tales encantos de mi pequeña villa se añada el enorme honor de tu compañía. Adiós.

Carta 18

Plinio saluda a su estimado Maurico.

¿Qué me puedes encargar más agradable que buscar un maestro a los hijos de tu hermano? En efecto, al ayudarte regreso a la escuela y, por así decirlo, reanudo aquellaépoca grata sobremanera: me siento entre jóvenes, como acostumbraba, y observo incluso cuánta autoridad tengo entre ellos por mis estudios. Pues hace poco, en una sala abarrotada, bromeaban entre ellos, en voz alta, en presencia de muchas personalidades de nuestro rango; entré y callaron; no te lo contaría si no supusiera un elogio más para ellosque para mí y si no quisiera que confiaras en una adecuada educación para los hijos de tuhermano. Queda que cuando haya escuchado a los que se dedican a este menester, te escriba qué opinión tengo de cada uno y trate, cuanto pueda conseguir con una carta, que te parezca haberlos escuchado en persona a todos. Pues te debo a ti y debo al recuerdo de tu hermano este favor, este esfuerzo, sobre todo tratándose de algo tan importante. Pues, ¿qué puede preocuparte más que esos hijos (diría tuyos, a no ser porque ahora los quieras más) sean considerados dignos de aquel padre suyo y de ti, su tío? Esta tarea la habría reclamado para mí, aunque no me la hubieras encomendado. Y no desconozco que deboasumir los agravios inherentes a la elección de profesor, pero es conveniente que yo soporte por los hijos de tu hermano no sólo agravios, sino también enemistades con el mismo espíritu que los padres lo hacen por los suyos. Adiós.

Carta 19

Plinio saluda a su estimado Cerial.

Me aconsejas que lea el discurso ante muchos amigos. Lo haré porque lo aconsejas, aunque tengo muchas dudas. Pues no se me escapa que las defensas leídas pierden toda su fuerza, su ardor y casi su propio nombre; que suelen avalorarlas a la vez que mejorarlas la presencia de jueces, la nombradía de los abogados, el interés del asunto, la existencia de más de un orador y la simpatía de los oyentes por las partes; además, los ademanes del que habla, la forma de andar, también su conversación y la energía de su cuerpo en consonancia con toda su variedad de pensamiento. Así se explica que quienes actúan sentados, aunque tengan en su mayor parte las mismas cualidades que los que lo hacen de pie, sin embargo, al estar sentados, parece que éstas se debilitan y menguan. Ciertamente los que leen echan por tierra los principales recursos de la declamación, de la mirada y de las manos. Por ello no es extraño que se relaje la atención de los oyentes, no cautivada externamente por estos aderezos ni estimulada con sutilezas. Se añade a estosinconvenientes que el discurso del que hablo se opone a otro y es, por así decir, refutatorio. Además, la naturaleza dispone todo de tal modo que lo que redactamos con esfuerzo pensamos que también es escuchado con esfuerzo. Pues, en verdad, ¿cuántos oyentes hay tan serios que no disfruten con palabras agradables y enfáticas más que con austeras yconcisas? Ciertamente es muy desagradable esta controversia; sin embargo, se produceporque muchas veces los oyentes reclaman una cosa y los jueces otra, aunque, por lo demás, el oyente debería fijarse, sobre todo en los hechos que le influirían en mayor medida, si él mismo fuera juez. Sin embargo, puede suceder que, a pesar de estos inconvenientes, la novedad atraiga la atención hacia esta obra, novedad entre nosotros; pues entre los griegos hay alguna que, aunque diferente, no es, sin embargo, completamente distinta. En efecto, del mismo modo que entre ellos era costumbre demostrar el error de las leyes que consideraban contrarias a las anteriores mediante la confrontación de unas con otras, así lo que yo postulaba que se refería a la ley de concusión he tenido que extraerlo no sólo de estamisma ley, sino de otras; esto, de ningún modo atractivo para los oídos de los no entendidos, debe obtener favor entre los expertos en mayor medida cuanto menos lo obtiene entre los inexpertos. Yo, por mi parte, si decidiera leerlo, invitaré a público muy ilustrado. Pero reflexiona escrupulosamente todavía si debe ser leído, valora en un sentido y en otro todos los argumentos que he utilizado y escoge aquello en lo que salga victoriosa la razón. Pues a ti se te exigirá la razón, a mí me disculpará el haberte complacido. Adiós.

Carta 20

Plinio a su estimado Calvisio.

Prepara una moneda y escucha una historia que vale su peso en oro; o mejor, historias, pues la última me recuerda otras anteriores y no importa por cuál debo empezar. Se encontraba muy enferma Verania, esposa de Pisón, me refiero a aquel Pisón adoptado por Galba. Fue a verla Régulo. ¡Gran desvergüenza la de un hombre que va a ver a una enferma, de cuyo esposo había sido muy enconado enemigo y para ella misma muy odiado! Pase que vaya solamente, pero incluso se sentó cerca de su lecho y le preguntó en qué día y en qué hora había nacido. Cuando le contestó, con estudiada expresión, fija sus ojos, gesticula con los labios, mueve los dedos y cuenta. Nada. Después de haber dejado largo tiempo en la duda a aquella desgraciada, dice: “Te encuentras en un momento crítico, perote librarás. Para asegurarte mejor, consultaré a un harúspice al que he puesto a prueba a menudo”. Sin retraso, realiza un sacrificio y confirma que las entrañas se corresponden con la indicación de los astros. Ella, como una persona confiada en una situación límite, solicita unos codicilos y redacta un legado en favor de Régulo. Luego empeora y gritamoribunda: ‘hombre perverso, desleal y aún más que perjuro, capaz de jurar en falso por lasalud de su hijo’. Régulo, con no menos maldad que frecuencia, suele dirigir a la cabeza de su desdichado hijo la cólera de los dioses, a quienes él mismo burla a diario. Veleyo Bleso, aquel excónsul opulento, sufría una enfermedad mortal y deseaba modificar su testamento. Régulo, como confiaba obtener algo de esos segundos legajos porque había empezado a ganárselo recientemente, incitaba y pedía a los médicos que de la forma que fuera alargaran la vida a este hombre. Después de sellar el testamento, cambiade papel, invierte su discurso y dice a los mismos médicos: “¿Hasta cuándo vais a atormentar a este desgraciado? ¿Por qué priváis de una muerte digna a quien no podéis conceder la vida?” Fallece Bleso y, como si lo hubiera escuchado todo, a Régulo ni un céntimo. ¿Bastan dos historias o, de acuerdo con la norma de la escuela, me solicitas una tercera? Hay de donde sacarla. Aurelia, distinguida mujer, se había puesto unos vestidos muy hermosos para sellar su testamento. Régulo se presentó al acto de sellarlo y le dijo: “Te pido que me los dejes a mí”. Aurelia creía que este hombre bromeaba, pero él insistía de veras; en resumen, obligó a la mujer a reabrir los legajos y dejarle los vestidos que llevaba puestos; la acechó mientras escribía y examinó si lo había escrito. Aurelia ciertamente vive, pero él la obligó a esto como si estuviera a punto de fallecer. Él recibe herencias y donaciones, como si las mereciera. “Pero, ¿por qué extenderme” en esta ciudad en la que la disipación y la perversidad alcanzan ya hace tiempo recompensas no menores, incluso mayores que el pudor y la virtud? Mira a Régulo, que de pobre y mezquino ha conseguido llegar, mediante acciones vergonzosas, a tantas riquezas que, según él mismo me comentó, al consultar con cuánta rapidez iba a tener sesenta millones de sestercios, había encontrado el doble de entrañas, con las cuales se le presagiaba que iba a conseguir ciento veinte millones. Y los conseguirá, si como ha empezado a hacer, dicta testamentos desfavorables a los testadores, hecho que es el tipo de falsedad más perverso. Adiós.


Libro III

Carta 1

Plinio saluda a su estimado Calvisio Rufo.

Ignoro si he pasado algún período de tiempo más agradable que el que he vivido hace poco con Espurina, ciertamente hasta tal punto que no quiero parecerme a nadie más en mi vejez, si es que se me permite envejecer; pues no hay nada más distinguido que su modo de vida. Por lo que a mí respecta, del mismo modo que el movimiento regular de los astros, me agrada también la vida metódica de las personas, sobre todo la de los ancianos: pues en los jóvenes no son indecorosas incluso ciertas actitudes desordenadas y por así decir atolondradas; todo lo apacible y organizado conviene a los ancianos, para quienes la laboriosidad es extemporánea y la ambición indigna. Esta norma la observa Espurina muy estrictamente; es más, los asuntos nimios, nimios si no los realizara a diario, los encierra en cierta disposición ordenada como en círculo. Por la mañana permanece en la cama, solicita el calzado a la segunda hora, camina tres millas y ejercita no menos su espíritu que su cuerpo. Si le acompañan amigos, se desarrollan conversaciones muy dignas, si no, se lee un libro, alguna vez también en presencia de los amigos siempre que ellos no pongan reparos. A continuación se sienta y, de nuevo, el libro o a la conversación mejor que el libro; luego, sube a un carruaje, invita a su esposa, mujer de conducta excepcional o a algún amigo, como a mí hace poco. ¡Qué hermoso aquel retiro, qué agradable! ¡Cuántos hechos de antaño puedes oír allí! ¡Qué sucesos, qué hombres! ¡De qué enseñanzas te empapas!, aunque él ha impuesto esta medida a su modestia: no parecer que enseña. Cumplidas siete millas, de nuevo camina una, de nuevo se sienta o retorna a su habitación y a la pluma. Pues compone, y ciertamente en una y otra lengua, poemas muy eruditos; admirable encanto en ellos, admirable dulzura, admirable gracia cuyo atractivo incrementa la integridad del escritor. Cuando se anuncia la hora del baño (en invierno es la novena y en verano la octava), camina desnudo al sol si no hace viento. A continuación, juega a la pelota con energía y durante bastante tiempo, pues también con este tipo de ejercicio combate la vejez. Una vez bañado, se recuesta y retrasa la comida un poco; entre tanto, escucha a un lector que recita algo de forma tranquila y agradable. Durante todo este tiempo, sus amigos tienen libertad para realizar lo mismo u otra actividad si lo prefieren. Se sirve la comida, tan excelente como frugal, en vajilla de plata pura y antigua; se utiliza también una de Corinto por la que siente predilección, pero no en demasía. A menudo la comida se alterna con comedias para aderezar el placer también con el estudio. Se prolonga hasta parte de la noche incluso en verano: a nadie se le hace largo el tiempo transcurrido; con tanta afabilidad se desarrolla el banquete. Por todo ello, él tiene, a los setenta y siete años, plenas facultades de oído y de vista; por todo ello, tiene un cuerpo ágil y vigoroso, y mesura, que da sólo la vejez. Hago votos por este tipo de existencia y pienso adoptarla ávidamente tan pronto como mi edad me permita tocar retirada. Entre tanto, estoy abrumado por infinidad de ocupaciones cuyo alivio y modelo lo constituye el mismo Espurina; pues también, en tanto que fue honorable para él, asumió cargos, desempeñó magistraturas, gobernó provincias y, por su intenso trabajo, ha sido merecedor de este retiro. Por tanto, me marco este mismo camino y este mismo fin, y te lo garantizo ya ahora, para que, si te parece que estoy ocupado muchísimo tiempo, me cites ante los tribunales con esta carta mía y me ordenes que descanse cuando haya evitado la acusación de pereza. Adiós.

Carta 2

Plinio saluda a su estimado Vibio Maximo.

Lo que yo personalmente procuraría a tus amigos, si estuviera en mi mano esa misma posibilidad, me parece, en justicia, que lo voy a solicitar ahora de ti para los míos. Arriano Maturo es notable entre los altinos; cuando digo notable, no me refiero a sus recursos, que los tiene en abundancia, sino a su integridad, ecuanimidad, seriedad y mesura. En el trabajo, hago uso de su parecer, en los estudios de su opinión; pues sobresale en gran medida por su lealtad, en gran medida por su sinceridad, en gran medida por su inteligencia. Me aprecia como tú, no puedo decir que más intensamente. No tiene ambición y, por ello, se ha mantenido en el orden ecuestre aunque fácilmente podría subir más alto. Sin embargo, debe ser distinguido y enaltecido por mí. Así, pues, considero importante añadir algo a su rango, sin que lo sepa, desconociéndolo e, incluso, tal vez sin que lo quiera, y añadir, además, algo que sea brillante y no molesto. La primera oportunidad de este tipo que se te presente te pido que se la otorgues; me tendrás a mí, lo tendrás a él mismo como deudor muy agradecido. Pues, aunque no le apetezcan estas cosas, sin embargo las recibe con tanta gratitud como si las deseara vivamente. Adiós.

Carta 3

Plinio saluda a su estimada Corelia Híspula.

Como dudo si he admirado o apreciado más a tu padre, persona muy seria y virtuosa, y te estimo a ti singularmente en vista de su recuerdo y de tu propia distinción, es necesario que desee y que también me esfuerce, cuanto me sea posible, para que tu hijo se parezca a su abuelo; ciertamente prefiero al materno, aunque también tiene uno paterno, ilustre y distinguido, y, además, un padre y un tío, merecedores de notable elogio. Así, en último extremo, crecerá parecido a todos ellos si es instruido con enseñanzas honorables, que importa muchísimo de quién las vaya a recibir principalmente. Hasta ahora, su infancia lo ha mantenido bajo tu tutela, ha tenido los preceptores en casa, donde hay poca o incluso ninguna posibilidad de equivocación. Pero ya debe progresar en sus estudios fuera de su residencia, ya se le debe procurar un rétor latino, en cuya escuela ha de haber seriedad, recato y, sobre todo, decoro. Pues nuestro joven tiene, además de los restantes dones de la naturaleza y de la fortuna, una destacada belleza corporal, y en esta edad crítica se le debe buscar no sólo un preceptor, sino también un protector y un tutor. Por tanto, creo poder recomendarte a Julio Genítor. Le aprecio mucho; sin embargo, la estimación por su persona no obscurece mi juicio puesto que nace de mi juicio nace; es persona intachable y severa, y también algo más firme e inflexible que lo habitual de esta época. Puedes cerciorarte por muchos de cuánto vale su elocuencia; pues su talento oratorio se manifiesta de inmediato abierto y accesible, pero la vida de los hombres tiene profundos escondrijos e insondables secretos, de lo cual tómame a mí como garante de Genítor. No escuchará tu hijo nada a esta persona que no vaya a aprovechar, no aprenderá nada que sea más justo que desconozca, y no le recordará él menos frecuentemente que tú o que yo qué tipo de antepasados lo distinguen, qué celebridad y qué grandeza tiene tras él. Por consiguiente, con el favor de los dioses, confíalo a un preceptor del que pueda aprender, en primer término, las costumbres y, luego, la elocuencia, que difícilmente se aprende sin las costumbres. Adiós.

Carta 4

Plinio saluda a su estimado Cecilio Macrino.

Aunque los amigos que estaban presentes y el comentario general parecen haber aprobado mi acción, sin embargo, aprecio mucho saber lo que tú piensas. Pues, de cualquier empresa que hubiese deseado obtener tu parecer antes de empezarla, de ésa también deseo vivamente conocer tu opinión una vez finalizada. Cuando con el permiso necesario como prefecto del erario público me dirigía a la tierra de los tuscos a poner la primera piedra de una obra pública por mí costeada, unos embajadores de la Bética, que iban a quejarse del gobierno del procónsul Cecilio Clásico, me propusieron ante el senado como su defensor. Mis colegas, muy buenos y muy afectuosos, mencionando las obligaciones inherentes a un cargo público intentaron disculparme y eximirme de ello. Se dictó un decreto extremadamente honroso: que sería nombrado su abogado si lo conseguían de mí mismo. Los embajadores, de nuevo otra vez ante el senado, solicitaron que yo, en ese momento presente, fuera su defensor, apelando a mi lealtad, que ellos conocían de su causa contra Bebio Masa, y alegando el tratado de patrocinio. Se produjo la clara adhesión del senado que suele preceder a los decretos. Entonces dije yo: «Senadores, dejo de pensar que yo he alegado motivos justos como disculpa». Agradó la sencillez y la explicación de mi respuesta. Además me empujó a esta decisión no sólo el acuerdo del senado, aunque éste sobre todo, sino también otros motivos ciertamente más nimios, pero, sin embargo, de valor. Recordaba que nuestros antepasados habían vengado también las injusticias de cada uno de los aliados con acusaciones particulares; por ello, consideraba vergonzoso en extremo desatender los derechos de un vínculo de alianza oficial. Además, al recordar cuántos riesgos había afrontado también en mi anterior defensa de los propios béticos, me parecía que el mérito contraído por el servicio pretérito debía ser mantenido con éste más reciente. Pues se dispone todo de tal modo que acabas con los favores más antiguos si no los incrementas con otros más recientes. En efecto, los muy beneficiados con todo tipo de ellos, si deniegas sólo uno, recuerdan únicamente el que se les ha denegado. Me inducía a ello también el hecho de que Clásico había muerto y no existía ya lo que en procesos de este tipo suele ser lo más penoso: el perjuicio de un senador. Por tanto, veía que a mi defensa se ofrecía no menor agradecimiento que si él viviera y ninguna antipatía. En definitiva, creía que, si tenía que ejercer por tercera vez esta función, me sería más sencilla la negativa en caso de que se me presentase alguien a quien no debiera inculpar. En efecto, por un lado, todos los deberes tienen un límite y, por otro, la facultad de conceder un favor está aparejada muy oportunamente a una posterior independencia. Has escuchado los motivos de mi decisión; me falta tu opinión en un sentido o en otro; en ella me será igualmente agradable tu franqueza, si no estás de acuerdo, que tu autoridad, si asientes. Adiós.

Carta 5

Plinio saluda a su estimado Bebio Macro.

Me agrada en extremo que leas las obras de mi tío con tanta atención que quieras tenerlas todas e indagues todas las que son. Te expondré sus títulos y también te daré a conocer en qué orden fueron escritas, pues ésta es una información no desagradable para los estudiosos. Sobre el lanzamiento de jabalina a caballo, un libro; la escribió con igual talento que cuidado cuando era prefecto de las tropas de caballería. Sobre la vida de Pomponio Segundo, dos libros; como fue muy apreciado por él, los compuso como testimonio obligado al recuerdo de su amigo. Guerra de Germania, veinte libros; en ellos ha reunido todas las guerras que hemos sostenido con los germanos. La empezó cuando servía en Germania, aconsejado por un sueño: se le apareció, mientras dormía, la sombra de Druso Nerón, que, vencedor a lo largo y ancho de Germania, murió allí, le confiaba su recuerdo y le pedía que lo defendiera del deshonor del olvido. Hombres letrados, tres libros, divididos en seis rollos por su extensión; en ellos educa y forma al orador desde los comienzos. De la expresión ambigua, ocho libros; los redactó bajo el imperio de Nerón, en sus últimos años, cuando la sumisión había hecho peligrosos todo tipo de trabajos literarios algo independientes y elevados. Desde la muerte de Aufidio Baso, treinta y un libros. Historia Natural, treinta y siete libros; obra extensa, erudita y no menos diversa que la misma naturaleza.

¿Te asombras de que esta persona atareada haya compuesto tantos libros de tan diferente temática con tanto rigor? Te asombrarías más si supieras que defendió causas durante algún tiempo, que murió a los cincuenta y seis años y que pasó la mitad de su vida distraído y ocupado en cargos de muy alta responsabilidad y en la amistad de los príncipes. Pero era sagaz su talento, extraordinario su trabajo y de la mayor diligencia. Empezaba a lucubrar en las fiestas de Vulcano, no para buscar augurios, sino para estudiar a altas horas de la noche, y en invierno a partir de la hora séptima o, como muy tarde, desde la octava, y, a menudo, desde la sexta. Era, sin duda, de un sueño muy presto, sorprendiéndole y abandonándolo alguna vez incluso en medio de los mismos estudios. Antes del alba se dirigía ante el emperador Vespasiano (pues éste también aprovechaba las noches) y desde allí al trabajo que le había sido encomendado. De vuelta a casa, el resto de tiempo lo dedicaba a los estudios. A menudo, después de la comida (que tomaba frugal y sencilla de acuerdo con la norma de nuestros antepasados), en verano, si había algún momento para el descanso, se recostaba al sol, se hacía leer un libro, lo acotaba y lo resumía. Pues no leyó nada que no resumiera; también solía decir que no había libro tan malo que no aprovechara en alguna parte. Después de tomar el sol, la mayor parte de las veces se daba un baño frío, a continuación tomaba un bocado y dormía un poco; luego, trabajaba como si fuera otro día hasta la hora de la cena. Después de ella se hacía leer un libro, lo acotaba y ciertamente deprisa. Recuerdo que uno de sus amigos, al equivocarse el lector, le llamó la atención y le obligó a comenzar, y que a él le comentó mi tío: «¿Es que no lo has comprendido?»; y cuando éste asintió: «¿Por qué, entonces, le has llamado la atención? Con tu interrupción hemos perdido más de diez líneas». A tal extremo llegaba su economía del tiempo. En verano se levantaba de la mesa a la luz del día, en invierno dentro de la primera parte de la noche y como si lo forzara alguna ley.

Estas cosas las hacía en medio de las ocupaciones y del bullicio de la ciudad; en su retiro sólo sustraía al estudio el tiempo del baño (cuando hablo del baño, me refiero al enjuagado, pues, mientras era enjabonado y frotado, escuchaba o dictaba algo). En sus viajes, como si estuviera libre de las demás ocupaciones, tenía tiempo sólo para esto: a su lado había un amanuense con un libro y con tablillas, cuyas manos en invierno eran protegidas por guantes para que ni siquiera el rigor del clima le restara algún tiempo a su trabajo; por este motivo, en Roma también era transportado en litera. Recuerdo que fui reconvenido por él por ir caminando; dijo: «Podrías no perder esas horas», pues pensaba que se desperdiciaba todo el tiempo que no se dedicaba al estudio. A causa de esta dedicación compuso tantos libros y me dejó a mi ciento sesenta de notas de fragmentos escogidos, por cierto escritas en el reverso y redactadas con letra muy pequeña; por ello, esta cifra se incrementa. Él mismo decía que, cuando fue procurador en Hispania, había podido vender estas notas a Larcio Licino por cuatrocientos mil sestercios y entonces eran de dimensiones sensiblemente más reducidas. ¿Acaso no te parece a ti, al evocar cuánto leyó y cuánto escribió, que ni estuvo en ningún cargo público ni en la intimidad del príncipe o, a la inversa, cuando escuchas qué esfuerzo empleó en su estudio, que ni escribió ni leyó bastante? Pues, ¿qué es lo que aquellas tareas no pueden obstaculizar o lo que esta aplicación no puede realizar? Así, pues, suelo sonreírme cuando algunos me llaman estudioso a mí, que, si me comparo con él, soy muy holgazán. Por otra parte, ¿los deberes del gobierno o los de los amigos sólo me ocupan a mí? ¿Quién de esos que dedican toda su existencia a las letras, parangonado con aquél, no puede enrojecer como si se hubiera entregado al sueño y a la pereza? H

e prolongado la carta aunque había decidido contarte sólo lo que indagabas: qué obras había dejado; sin embargo, confío en que te serán no menos agradables que las mismas obras también estos comentarios míos que pueden incitarte no sólo a leerlas, sino también a realizar algo parecido movido por un afán de emulación. Adiós.

Carta 6

Plinio saluda a su estimado Anio Severo.

Gracias a una herencia que me ha tocado he comprado hace poco una estatua corintia, ciertamente pequeña, pero graciosa y expresiva por lo que sé yo, que, si en cualquier materia tengo un conocimiento limitado, en ésta, en verdad, mucho más: sin embargo, incluso yo sé apreciar esta estatua. Pues está desnuda y no oculta sus tachas, si hay alguna, ni muestra poco sus méritos. Representa a un anciano erguido; huesos, músculos, nervios, venas y también las arrugas se presentan como los de una persona viva; los cabellos ralos y lacios; la frente, ancha; el rostro, arrugado; el cuello, delgado; los brazos están caídos; sus pechos son flácidos y el vientre está encogido. También por la espalda se intuye la misma edad en la medida en que se puede por la espalda. El propio bronce, en tanto acredita un color auténtico, es antiguo y vetusto; en definitiva, todas sus partes son de tal realismo que pueden centrar en ella la mirada de los maestros y agradar la de los aficionados. Esto me decidió a comprarla a pesar de mi bisoñez. Pero la he comprado no para tenerla en casa (pues no tengo todavía en mi casa ningún adorno corintio), sino para colocarla en nuestra patria en algún sitio insigne y, preferentemente, en el templo de Júpiter; pues me parece un presente digno del templo, digno de este dios. Por tanto tú, como acostumbras en todas las cosas que te encomiendo, encárgate de esta labor y ordena ya ahora construirle un pedestal, del mármol que quieras, que contenga mi nombre y mis cargos si crees que también éstos deben ser añadidos. Yo, tan pronto como encuentre a alguien a quien no le sea embarazoso, te enviaré esta estatua o yo mismo la llevaré conmigo, cosa que tú prefieres. Pues me dispongo, si lo permite, sin embargo, el desempeño de mi deber, a hacerte una visita. Te alegras de que te diga que voy a ir a verte, pero fruncirás el ceño cuando añada que «para pocos días»: pues no me dejan estar ausente durante mucho tiempo los mismos motivos que no me permiten todavía alejarme de aquí. Adiós.

Carta 7

Plinio saluda a su estimado Caninio Rufo.

Hace un instante me ha sido comunicado que Silio Itálico ha puesto término a su vida por falta de alimento en su casa de Nápoles; la causa de su fallecimiento ha sido una enfermedad. Tenía un tumorcillo incurable, y hastiado de él se ha precipitado a la muerte con implacable perseverancia; ha sido dichoso y afortunado hasta ese fatídico día a no ser porque perdió al menor de sus dos hijos, pero ha dejado al mayor y al mejor en plenitud e incluso en situación consular. Había dañado su reputación bajo el imperio de Nerón (se creía que había delatado voluntariamente), pero se había comportado en el círculo de Vitelio de forma inteligente y prudente, había obtenido fama en su proconsulado de Asia y había lavado las manchas de su antigua conducta con un elogiable retiro. Ha vivido entre los notables de la ciudad sin arrogancia y sin envidia; era visitado, era respetado y aunque postrado la mayoría de las veces en la cama y siempre en su habitación, no porque tuviera una gran fortuna, pasaba los días entre sabias conversaciones cuando dejaba de redactar. Redactaba versos con más esmero que talento y, alguna vez, sometía al parecer de su auditorio sus lecturas. Últimamente, a causa de su edad, se alejó de la ciudad, se ha mantenido en Campania y ni siquiera la toma de posesión del nuevo príncipe le ha hecho moverse de allí. Gran alabanza para el César, bajo el imperio del cual hubo libertad de este tipo, y grande para él, que se atrevió a hacer uso de esta libertad. Era amante de lo bello hasta el punto de ser censurado por su manía de comprar. En los mismos sitios era dueño de muchas casas y despreciaba las primeras por el afecto a las últimas. Por todas partes muchos libros, muchas estatuas, muchos retratos, que no sólo poseía, sino que también honraba, sobre todo el de Virgilio, cuyo cumpleaños conmemoraba con más veneración que el suyo propio, principalmente en Nápoles, donde solía acudir a su sepultura igual que a un templo.

En este sosiego ha superado los setenta y cinco años con un cuerpo más débil que enfermo y, así como fue el último cónsul nombrado por Nerón, así también ha muerto el último de todos los cónsules nombrados por Nerón. También es reseñable esto: falleció en último lugar de los excónsules de Nerón y bajo su consulado murió Nerón. A mí al evocar esto, me invade la compasión por la fragilidad humana. Pues, ¿qué es tan reducido y tan efímero como la vida más larga de un hombre? ¿No te parece a ti que Nerón vivió hace sólo un instante? y sin embargo, ya no vive ninguno de los que bajo su imperio ejercieron el consulado. Pero ¿por qué me admiro de esto? Hace poco L. Pisón, padre de aquel Pisón que fue muerto en África por Valerio Festo mediante un crimen execrable, solía decir que él no veía en el senado a ninguno de aquéllos a quien él mismo, de cónsul, había podido solicitar su parecer. En tan menguados límites se encierra la misma duración de la vida de tan numerosa muchedumbre que aquellas famosas lágrimas reales me parecen merecedoras no sólo de indulgencia, sino también de alabanza. Pues cuentan que Jerjes, cuando recorrió con su vista su incontable ejército, lloró porque era inminente el fin para tantos millares en muy poco tiempo. Pero tanto más por esto, cualquier tiempo, que es vano y efímero si no se emplea en hechos concretos (pues su materialización no se encuentra en nuestras manos), dediquémoslo, en verdad, a nuestros estudios y, puesto que se nos impide vivir mucho tiempo, dejemos algo por lo que podamos atestiguar que hemos vivido. Sé que tú no necesitas acicate; sin embargo, el afecto por ti me induce a instigarte en tu carrera, como tú sueles hacer conmigo. Es porfía noble cuando, alternativamente, con consejos mutuos, los amigos se estimulan por deseo de inmortalidad. Adiós.

Carta 8

Plinio saluda a su estimado Suetonio Tranquilo.

Actúas en función de la deferencia que me brindas, porque me solicitas tan vivamente que el tribunado que he logrado para ti de Neracio Marcelo, hombre muy ilustre, lo transfiera a Cesenio Silvano, pariente tuyo. A mí me resulta muy agradable verte a ti como tribuno, tanto como me es no menos satisfactorio ver a otro gracias a ti. Pues no creo que sea congruente que si quieres acrecentar con honores a alguien no veas bien sus actos de generosidad familiar, que son más hermosos que todos los honores. Tengo en cuenta también que, puesto que es insigne ser merecedor de favores y concederlos, tú vas a alcanzar a la vez la alabanza por ambas cosas si lo que tú mismo has merecido lo otorgas a otro. Además, comprendo que también a mí me honrará si por esta acción tuya no pasa desapercibido que mis amigos pueden no sólo desempeñar el tribunado, sino también concederlo. Por esta razón, en verdad, accedo a tu muy honorable petición. Pues todavía tu nombre no ha sido consignado en la lista y por ello me es posible poner en lugar tuyo a Silvano; espero que tu presente sea tan querido para él como lo es el mío para ti. Adiós.

Carta 9

Plinio saluda a su estimado Cornelio Miniciano.

Puedo contarte ya cuánto esfuerzo he empleado en el proceso público de la Bética. Pues fue complejo y se desarrolló, a menudo, con una gran diversidad. ¿Por qué la diversidad, por qué muchos debates? Cecilio Clásico, persona ignominiosa y malvada a todas luces, había desempeñado su proconsulado en ella no menos violenta que vilmente en el mismo año en que lo desempeñó en África Mario Prisco. Además, Prisco era de la Bética y de África Clásico. Por eso se propagaba un dicho de los béticos no sin gracia pues a veces el dolor inspira pensamientos afortunados: «He dado algo malo y lo he recibido». Pero a Mario lo han perseguido como acusado públicamente una sola ciudad y numerosos particulares; contra Clásico se ha lanzado toda una provincia. Éste impidió su inculpación con una muerte casual o premeditada. Pues su muerte fue vergonzosa y, sin embargo, llena de dudas; porque, así como parecía fiable que quisiera perder la vida al no ser posible su defensa, así también parecía admirable que, quien no se había avergonzado de realizar esos actos condenables, evitase con su muerte la vergüenza de una condena. Con todo, la Bética también se obstinaba en la acusación del fallecido. Esto estaba previsto en las leyes, pero se había dejado de usar y, después de dilatado paréntesis, entonces se restablecía. Adicionalmente los béticos denunciaron, al mismo tiempo, a los cómplices y ejecutores de Clásico, y pidieron contra éstos la instrucción de un proceso para cada uno. Yo representaba a los béticos y conmigo Luceyo Albino, hombre elocuente y elegante en su discurso; aunque nos unía un afecto recíproco desde hacía tiempo, comencé a apreciarlo muy vivamente desde nuestra defensa común de la causa. Ciertamente la fama, sobre todo en las defensas, es en cierto modo incompartible; sin embargo, entre nosotros no hubo ninguna disputa ni ninguna rivalidad, puesto que uno y otro nos esforzamos con igual dedicación no en el beneficio personal, sino en el del proceso cuya magnitud y buen fin parecían aconsejar que no presentáramos tan gran cantidad de hechos penosos en un solo discurso. Temíamos que nos faltaran días, voz y fuerzas si abarcábamos en algo parecido a un manojo tantas acusaciones y tantos acusados; a continuación que la atención de los jueces fuera no sólo fatigada, sino también embrollada con numerosos nombres y numerosos motivos; luego, que transferido y confundido el atenuante de cada uno obtuviera también cada uno la suma de todos ellos; finalmente que los más poderosos escaparan con castigos ajenos por haber sido ofrecido alguien de poco rango como víctima expiatoria. Ciertamente imperan el favor y el interés, sobre todo, cuando pueden ampararse bajo una apariencia de severidad. Pensaba en aquella historia de Sertorio que mandó a un soldado muy vigoroso y a otro muy esmirriado (arrancar) la cola de un caballo… el resto ya lo conoces. Pues a nosotros también nos parecía que tan ingente número de acusados podía ser vencido sólo así, si eran acosados uno por uno.

Determinamos, sobre todo, mostrar al mismo Clásico culpable; éste era el camino más adecuado contra sus cómplices y ejecutores, porque sus cómplices y ejecutores no podían ser reconocidos culpables a no ser que él lo fuera; relacionamos al instante con Clásico a dos de éstos: Bebio Probo y Fabio Hispano, poderosos ambos por su influencia e Hispano, además, por su elocuencia. El trabajo sobre Clásico ciertamente fue corto y fácil. Había dejado escrito de su puño y letra qué había recibido de cada acción y de cada asunto judicial; además había enviado a Roma, a cierta amiguita suya, una carta vanidosa y jactanciosa en estos términos: «Bien, bien, regreso a ti exento de deudas; ya he conseguido cuatro millones de sestercios por la venta de una parte de los béticos.» Mucho sudor por culpa de Hispano y Probo; antes de abordar sus delitos, consideré imprescindible esforzarme en que se conviniera que la ejecución de una orden podía ser un delito: si no lo hubiera hecho, habría acusado en vano a sus ejecutores. Pues se defendían no negando la acusación, sino alegando obediencia debida; que, en efecto, eran hombres de provincias y estaban obligados a cualquier disposición del procónsul por temor. Suele decir Claudio Restituto, que me contestó, hombre experto, atento y dispuesto para cualquier imprevisto, que nunca tuvo tanta oscuridad ni tanta confusión como cuando vio quitados y arrebatados a su defensa los argumentos en los que depositaba toda su confianza. El resultado de nuestra idea fue el siguiente: le pareció bien al senado que las riquezas que Clásico había adquirido antes de su marcha a la provincia fueran separadas de las demás, que aquéllas fueran entregadas a su hija y estas últimas a los despojados de ellas. Además que el dinero que había pagado a sus acreedores fuera devuelto. Hispano y Probo fueron desterrados cinco años. Tan grave pareció lo que, al principio, se dudaba si era, en verdad, delito.

Pocos días después actuamos con diferente resultado contra Claudio Fusco, yerno de Clásico, y Estilonio Prisco, que había sido tribuno de una cohorte bajo el mandato de Clásico: Prisco fue apartado de Italia dos años y Fusco fue absuelto.

En la tercera sesión consideramos muy oportuno citar a muchos para que, si la instrucción era excesivamente prolongada, la ecuanimidad y el rigor de los jueces no se debilitara a causa del aburrimiento y cierto cansancio; por otra parte, restaban acusados poco importantes, reservados para este momento premeditadamente, con excepción de la esposa de Clásico que, aunque comprometida por algún indicio, no parecía poder ser imputada con suficientes pruebas; pues la hija de Clásico, que estaba también entre los acusados, ni siquiera estaba implicada por indicio alguno. En consecuencia, al recurrir en la última sesión a su nombre (en efecto, no temíamos al final del proceso, como al principio, que sufriera menoscabo por ello el peso de toda la acusación), consideré lo más decoroso no acosar a la inocente y que esto mismo fuera dicho con franqueza y de varias formas. Pues unas veces preguntaba a los embajadores si me habían informado de algo sobre ella que confiaran que podía ser demostrado en este asunto; otras veces inquiría al senado si creía que yo debía dirigir mi talento oratorio, caso de tenerlo, al cuello de una inocente como si fuera un arma arrojadiza; en último lugar, zanjé toda la cuestión con este final: «Alguno dirá: entonces, ¿estás juzgando? Yo, realmente, no juzgo; sin embargo, recuerdo que he sido seleccionado entre los jueces como abogado».

Éste fue el final de un proceso muy amplio, quedando absueltos algunos; muchos, condenados y también desterrados, unos temporalmente, otros para siempre. En el mismo senadoconsulto se reconocía con una declaración muy completa nuestro celo, lealtad y firmeza, digno y único estipendio comparable a tan considerable esfuerzo. Puedes calcular qué agotados estamos, tras realizar tantas acusaciones, disputar tantas veces, preguntar, apoyar o refutar a tan numerosos testigos. ¡Qué penoso, qué enojoso decir que no a tantos amigos de los acusados cuando, en secreto, me imploraban y resistir públicamente cuando me atacaban! Te contaré un caso de éstos a los que me he referido. Como alguno de los mismos jueces me protestaba en favor de un acusado muy influyente, dije: «Éste será no menos inocente si puedo decirlo todo.» Deducirás a partir de esto cuántas tensiones y también cuántos agravios he soportado, pero sólo durarán poco tiempo, pues la lealtad disgusta en un momento dado a éstos a los que les falta y, después, es admirada y alabada por ellos mismos. No he podido informarte mejor de este asunto actual. Me dirás: «No fue para tanto; ¿por qué, pues una carta tan extensa?» Entonces no me preguntes qué pasa en Roma. Recuerda, sin embargo, que no es extensa una carta que abarca tantos días, tantas instrucciones y, en último extremo, tantos acusados y causas. Me parece que he abordado todas estas cosas no menos concisa que escrupulosamente.

He dicho «escrupulosamente» a la ligera: me viene a la cabeza algo que he pasado por alto, y ciertamente a destiempo, pero, aunque fuera de su lugar, lo referiré. Esto lo hace Homero y otros muchos a imitación suya; por otra parte, es un hermoso recurso, pero no lo haré por ese motivo. Cierto testigo, enojado porque había sido citado a pesar suyo o sobornado por algún acusado para desarmar a la acusación, inculpó a Norbano Liciniano, embajador e instructor de la investigación, por parecerle que había cometido delito de prevaricación en la causa de Casta (ésta era la esposa de Clásico). Se contempla en la ley que el acusado es enjuiciado antes y que, entonces, se indaga sobre el prevaricador, sin duda porque el crédito del acusador es valorado mucho mejor a partir de la misma acusación. Sin embargo, a Norbano no le sirvieron de protección ni la disposición de la ley ni su cargo de embajador ni su tarea de instrucción; se consumió por tanta animadversión un hombre, por otro lado, disoluto, que se sirvió de la época de Domiciano como muchos y fue elegido entonces por la provincia como instructor no por parecerles bueno y honrado, sino porque era contrario a Clásico (había sido desterrado por él). Solicitó que se le concediera un día y que se le expusiera su delito; no logró ninguna de las dos peticiones y fue obligado a contestar en ese mismo momento; contestó y el carácter malvado y perverso de este hombre me hace dudar si habló insolente o consecuentemente, pero, en verdad, muy decididamente. Se le reprocharon muchos delitos que le perjudicaron más que la prevaricación; es más, también dos excónsules, Pomponio Rufo y Libón Frugi, lo atacaron en su declaración, por parecerles que había colaborado con los acusadores de Salvio Liberal ante el juez bajo el imperio de Domiciano. Fue declarado culpable y desterrado a una isla. Así, pues, al acusar a Casta sólo insistí en que su acusador habia sido condenado por delito de prevaricación; sin embargo, insistí en vano, pues ocurrió algo desacostumbrado y novedoso: que, habiendo sido condenado por prevaricación el acusador, la acusada fue declarada inocente. ¿Te preguntas qué hicimos nosotros mientras sucedían estas cosas? Declaramos al senado que habíamos indagado a través de Norbano la causa pública seguida y que la debíamos indagar otra vez, de nuevo, completamente si era reconocido como prevaricador, y de este modo, mientras era juzgado como acusado, permanecimos sentados. Después, Norbano asistió a todas las sesiones del proceso y llevó hasta el fin esta firmeza suya o atrevimiento.

Me pregunto yo mismo si he olvidado algo de nuevo y, de nuevo, casi lo he olvidado. El último día, Salvio Liberal recriminó a los demás embajadores severamente, por parecerle que no habían encausado a todos los acusados que había dispuesto la provincia y, como es enérgico y elocuente, los puso en un aprieto. Defendí a estos hombres intachables y, al mismo tiempo, muy agradecidos: pregonan que ciertamente me deben a mí haber escapado de aquel remolino. Este será el final de la carta; de verdad, el final. No añadiré letra alguna, aunque me dé cuenta de que he omitido todavía algo. Adiós.

Carta 10

Plinio saluda a sus estimados Vestricio Espurina y Cocia.

No os comenté, cuando estuve en vuestra casa la última vez, que había escrito algunas líneas sobre vuestro hijo; primero, porque no las había redactado para decíroslo, sino para dar satisfacción a mi cariño y a mi aflicción; luego, porque creía que tú, Espurina, como habías escuchado que yo había ofrecido una lectura publica, según tú mismo me comentaste, habías escuchado al mismo tiempo cuál era el contenido de esa lectura. Además, he temido turbaros en estas jornadas festivas si os recordaba esa pena tan intensa. También ahora he vacilado un poco si enviaros, ante vuestra solicitud, sólo lo que leí o añadir lo que pienso reservar para otro libro. Pues a causa de mi afecto no me es suficiente describir en sólo un pequeño texto el recuerdo, muy querido y sagrado para mí de aquél cuya fama se fomentará más ampliamente si es dividida y distribuida en varios. Pero ante mi duda de si os enseñaba todo lo que ya había redactado o si guardaba todavía algo, me ha parecido más natural y en consonancia con nuestra amistad que sea todo, fundamentalmente porque me habéis asegurado que va a estar sólo entre vosotros hasta que me parezca bien publicarlo. Sólo me resta pediros que me señaléis con similar naturalidad si pensáis que se debe añadir, cambiar o suprimir algo. Es difícil prestar atención hasta ese extremo en medio de la aflicción, es difícil; pero, sin embargo, así como a un escultor o a un pintor que realizara una efigie de vuestro hijo les advertiríais qué deben expresar y qué corregir, del mismo modo enseñadme y guiadme también a mí, que intento conseguir una imagen, de acuerdo con vuestra opinión, no efímera y fugaz, sino eterna: ésta será tanto más imperecedera cuanto más real, mejor y más completa sea. Adiós.

Carta 11

Plinio saluda a su estimado Julio Genítor.

En verdad, nuestro Artemidoro tiene un carácter tan benevolente que ensalza desmedidamente los servicios de sus amigos. Por ello, divulga también un favor que le he hecho con auténtica ostentación, pero sobrevalorándolo. En efecto, al ser expulsados de la ciudad los filósofos, estuve con él en su casa de las afueras y lo hice siendo pretor, de manera que el asunto era más señalado (es decir, más arriesgado). También le entregué desinteresadamente un dinero, que necesitaba entonces en bastante cantidad para liquidar una deuda adquirida por motivos muy nobles, pues ciertos amigos suyos poderosos y opulentos titubeaban. Y realicé esto aunque, tras haber sido muertos o desterrados siete amigos míos (muertos Seneción, Rústico y Helvidio; desterrados, Maúrico, Gratila, Arria y Fania) y haber sido yo digamos chamuscado por tan numerosos rayos lanzados alrededor de mí, presumía, por algunos indicios seguros, que iba a sufrir también estos mismos desastres. Sin embargo, a mi juicio, no fui merecedor por ello de singular fama, como él pregona, sino que sólo le evité una infamia. Pues también a C. Musonio, suegro suyo, en la medida en que lo permitía mi edad, lo aprecié con admiración y al mismo Artemidoro ya entonces, cuando era tribuno en Siria, lo traté con profunda amistad y le di como primera prueba de mi modo de ser la siguiente: la impresión de considerarlo un hombre sabio o lo más cercano y similar a un sabio. Pues de todos los que ahora se llaman filósofos, apenas encontrarás uno o dos de tanta franqueza y tanta autenticidad. Omito decir con cuánta tolerancia corporal soporta los inviernos al igual que los veranos, que no se arredra ante ningún trabajo, que no estima ningún placer en comida ni bebida y que reprime sus ojos y su pensamiento. Estas cosas son importantes, pero pueden darse también en otra persona; sin embargo, en él son de poca monta si se comparan con sus demás cualidades, por las que mereció ser escogido como yerno por C. Musonio entre todos los candidatos de cualquier condición. Al recordar estas cosas ciertamente me agrada que me colme de tamañas alabanzas tanto ante otras personas como ante ti; no obstante, temo que sobrepase la medida que su benevolencia (pues vuelvo al punto de donde partí) suele no conservar. Pues, a veces, este hombre, por otra parte muy juicioso, comete esta única equivocación, ciertamente virtuosa, pero, al fin y al cabo, equivocación: estima a sus amigos en más de lo que valen. Adiós.

Carta 12

Plinio saluda a su estimado Catilio Severo.

Iré a tu comida, pero ya ahora pongo como condición que sea frugal, que sea sencilla, que sólo prolifere en conversaciones socráticas, pero que incluso en éstas posea una medida. Tendremos que cumplir con los deberes anteriores al alba en los que no se permitió caer sin menoscabo ni siquiera Catón, al que, sin embargo, C. César censura de tal modo que lo alaba. Pues cuenta que unos, a quienes se encontró, cuando al descubrir su cabeza vieron que estaba borracho, enrojecieron de vergüenza; luego añade: «Podrías pensar no que Catón fue sorprendido por ellos, sino que ellos lo fueron por Catón.» ¿Puede otorgársele más autoridad a Catón que, aún incluso borracho, era tan respetado? Sin embargo, deseo que nuestra comida tenga limitación no sólo de boato y gasto sino también de tiempo. Pues no somos de tal condición que los reproches de nuestros enemigos sirvan para alabarnos al mismo tiempo. Adiós.

Carta 13

Plinio saluda a su estimado Voconio Romano.

El libro con el que recientemente, en mi función de cónsul, daba las gracias a nuestro excelente príncipe te lo he enviado, siguiendo tu petición, pero te lo iba a enviar aunque no me lo hubieses pedido. Quisiera que tuvieras en cuenta en él tanto la belleza del asunto como su complejidad. Pues en los demás su propia novedad mantiene atento al lector, en éste todo es conocido, ha sido propagado y dicho; por ello, el lector, como indiferente y despreocupado, se dedica sólo a examinar el estilo, con el que resulta muy difícil satisfacer cuando es valorado solo. Y ¡Ojalá sean escrutados a la vez, al menos, el orden, la transición y las figuras! Pues también, a veces, los ignorantes suelen tener buenas ideas y pronunciar enfáticamente, pero no les es posible, a no ser a los instruidos, ordenar correctamente y embellecer la obra con diferentes figuras. En verdad, no deben ser empleadas siempre palabras sublimes y distinguidas. Pues, así como en una pintura a la luz no la resalta ninguna otra cosa mejor que la sombra, así también conviene tanto bajar el tono del estilo como realzarlo. Pero, ¿por qué digo yo estas cosas a hombre tan sabio? Mejor esto otro: señálame lo que pienses que debe ser enmendado. Pues así, creeré en mayor medida que te agradan las demás partes si me entero de que te ha desagradado alguna. Adiós.

Carta 14

Plinio saluda a su estimado Acilio.

Un hecho horrible y merecedor no sólo de una carta ha sufrido a manos de sus esclavos Larcio Macedón, un expretor, pero, por otro lado, un amo altanero, cruel y que tenía poco presente, o apenas nada, que su propio padre había sido esclavo. Se estaba bañando en su villa de Formias. De pronto los esclavos lo rodean, uno ataca su garganta, otro golpea su cara, otro le pega en el pecho, en el vientre y también (cosa horrible) en los genitales; y, cuando le creyeron muerto, lo arrojan al suelo hirviente para cerciorarse de si aún vivía. Él, ya porque había perdido el conocimiento ya porque fingía haberlo perdido, yerto y tendido, ratificó la creencia de una muerte definitiva. Entonces, por fin, como si se hubiese desvanecido por el calor, es incorporado; lo recogen sus esclavos más leales y acuden sus concubinas acompañadas de alaridos y griterío. Así, reanimado por los chillidos y restablecido por la frescura del sitio, abriendo los ojos y moviendo el cuerpo deja ver (pues ya estaba a salvo) que vive. Los esclavos huyen, gran número de ellos son apresados, los demás son buscados. Él mismo, reanimado a duras penas unos pocos días, ha muerto no sin el consuelo de la venganza, pues ha sido desagraviado vivo como acostumbran los muertos. Ya ves a cuántos riesgos, a cuántos ultrajes y a cuántos escarnios estamos sometidos; y no es posible que alguien pueda estar a salvo porque sea benévolo e indulgente; pues los amos son asesinados no por razón, sino por maldad.

Pero hasta aquí esta historia. ¿Qué hay de nuevo además? ¿Qué? Nada; por lo demás, te seguiría contando, pues me queda todavía hoja y el día festivo permite que me extienda más. Te añadiré algo que oportunamente me viene a la memoria sobre el mismo Macedón. Mientras se lavaba en un baño público en Roma, le sucedió un hecho curioso y también, como ha demostrado su muerte, de mal agüero. Un caballero romano, avisado suavemente con la mano por su esclavo para que permitiera el paso, se revolvió y abofeteó no al esclavo que le había tocado, sino al mismo Macedón tan fuertemente que casi lo tira al suelo. Así, el baño fue para él, por decirlo así en diferentes etapas, primero lugar de una afrenta, luego de su muerte. Adiós.

Carta 15

Plinio saluda a su estimado Silio Próculo.

Me solicitas que lea tus escritos en mi retiro y considere si son merecedores de publicarse; me diriges ruegos, agregas algún ejemplo: pues me pides que sustraiga a mis trabajos algún rato pasajero y que lo dedique a los tuyos, y añades que M. Tulio favoreció el talento de los poetas con admirable generosidad. Pero no necesitas rogarme ni exhortarme; pues adoro con gran fervor la misma poesía y te aprecio en gran medida. Por tanto, realizaré lo que quieres tan atenta como gustosamente. Creo que ya ahora puedo contestarte que es una obra hermosa y que no debe quedar inédita en la medida en que he podido juzgarla según aquellas partes que leíste estando yo presente, en el caso de que no me engañara tu propia lectura; pues declamas muy agradable y hábilmente. Sin embargo, espero no haberme dejado llevar por mis oídos hasta el punto que sus atractivos obnubilen toda la agudeza de mi pensamiento: podría estar entorpecida tal vez y un poco embotada, pero ciertamente no puede ser arrancada ni arrebatada. Así pues, no sin fundamento me defino ahora sobre su conjunto, pero sobre sus partes opinaré leyéndolas. Adiós.

Carta 16

Plinio saluda a su estimado Nepote.

Creo haber señalado que las acciones y las palabras de hombres y mujeres, unas son muy conocidas y otras muy importantes. Esta idea mía ha sido corroborada por la conversación que tuve ayer con Fania. Ella es nieta de aquella Arria, que para su esposo fue consuelo y modelo de muerte. Me contaba muchas cosas de su abuela no menos insignificantes que esto, pero más desconocidas; pienso que éstas serán tan sorprendentes para ti, cuando las leas, como lo fueron para mí cuando las escuché. Se encontraba enfermo su esposo Cécina Peto; se encontraba enfermo también su hijo, uno y otro de algo incurable, según parecía. Murió el hijo, de extraordinaria belleza y pareja modestia y caro a sus padres no menos por otras cualidades que porque era su hijo. Ella le dispuso las honras fúnebres y organizó el entierro de modo que su esposo no se enterara; más aún, cada vez que entraba en su habitación fingía que el hijo estaba vivo y que incluso estaba mejorando, y a él, al preguntarle, a menudo, cómo se encontraba el hijo, le contestaba: «Ha descansado bien, ha comido de buen grado». A continuación, cuando las lágrimas, reprimidas mucho tiempo, le iban a vencer y a asomar, salía; entonces se entregaba a la pena; ya desahogada, volvía con los ojos secos y con el semblante tranquilo como si dejase la muerte de su hijo fuera de la habitación. Fue ciertamente admirable aquello de coger un puñal, atravesar su pecho, sacar el arma, ofrecerla a su esposo y añadir esta frase eterna y casi propia de un dios: «No duele, Peto». Sin embargo, al hacer y decir esto tenía ante sus ojos la gloria y la inmortalidad; tanto más importante es sin la recompensa de la inmortalidad, sin la recompensa de la gloria ocultar las lágrimas, disimular la amargura y pasar todavía por madre cuando su hijo había muerto.

Escriboniano había promovido una rebelión en la Iliria contra Claudio; Peto había estado entre sus adeptos y, tras la muerte de Escriboniano, se le conducía a Roma. Iba a subir a la nave y Arria rogaba a los soldados ser embarcada al mismo tiempo. Dice: «Seguramente dispondréis para un excónsul algunos esclavos, de cuya mano pueda recibir la comida, por quienes pueda ser vestido y por quienes pueda ser calzado; todo esto se lo proporcionaré yo sola». No lo consiguió; alquiló una barquita de pesca y siguió a la nave grande con la suya pequeña. Ella misma, ante Claudio, le dice a la esposa de Escriboniano al hacerle ésta una señal: «¿Voy a escucharte yo a ti, en cuyo regazo murió Escriboniano y vives?». Por esto es evidente que la decisión de una muerte muy hermosa no fue improvisada. Mas aún, cuando su yerno Trásea le suplicaba que no se obstinara en morir diciéndole entre otras cosas: «Entonces, ¿quieres que tu propia hija, si yo tengo que morir, muera conmigo?, contestó: «Lo quiero si ha vivido contigo durante tanto tiempo y con tanta armonía como yo con Peto». Con esta respuesta había aumentado la inquietud de sus familiares y era vigilada con mucho cuidado; se apercibió y dijo: «Nada lográis; pues podéis conseguir que muera de peor forma, pero no podéis conseguir que no muera». Mientras responde esto, se levantó de la silla, golpeó su cabeza con enorme impulso contra un tabique que tenía en frente y cayó al suelo. Una vez reanimada repuso: «Os había dicho que iba a encontrar cualquier camino hacia la muerte por duro que fuera si vosotros me impedíais uno sencillo». ¿Te parecen más importantes estas últimas acciones que aquélla «Peto, no duele», a la que se llegó a través de éstas? Mientras aquel suceso goza de enorme difusión, éstos no se divulgan en ninguna parte. De donde se deduce lo que expuse al comienzo: unos hechos son muy conocidos y otros muy importantes. Adiós.

Carta 17

Plinio saluda a su estimado Julio Serviano.

¿Te va bien todo, dado que ya hace tiempo que no me llegan tus cartas? ¿O todo te va bien, pero estás atareado? ¿O no estás atareado, pero tienes escasa o ninguna ocasión de escribirme? Sácame de esta inquietud, que no puedo soportar; sácame de ella incluso enviándome a propósito un mensajero. Yo le pagaré la soldada, y también una propina a condición de que me comunique lo que deseo. Yo, por mi parte, me encuentro bien, si encontrarse bien es que uno viva pendiente y angustiado, aguardando el paso del tiempo y temiendo por un ser muy querido cualquier desgracia de las que le puede suceder a una persona. Adiós.

Carta 18

Plinio saluda a su estimado Vibio Severo.

El desempeño del consulado me ha llevado a dar las gracias al príncipe en nombre del estado. Aunque lo he realizado, según la costumbre, en el senado en consonancia con el lugar y con las circunstancias, he considerado que es muy apropiado para un buen ciudadano ponerlo por escrito más extensa y prolijamente, en primer término, para que las propias virtudes de nuestro emperador sean ensalzadas con sinceros elogios; luego, para que los sucesivos príncipes sean advertidos no como por un maestro, sino, más bien, por su ejemplo, del mejor camino por el que pueden esforzarse para alcanzar la misma gloria. Pues, ciertamente es hermoso prescribir cómo debe ser un príncipe, pero es dificultoso y casi insolente; no obstante, tiene utilidad y ninguna arrogancia alabar a un príncipe excelente y, a través de esto, mostrar a los venideros como desde un espejo la luz que deban seguir. También he obtenido un placer no pequeño; en efecto, como quería leer este libro a mis amigos, los he llamado no mediante notas ni invitaciones, sino mediante «si te es agradable» y «si estás muy desocupado» (y eso que nunca en Roma se está muy desocupado o es grato escuchar a un lector); ellos han acudido, además de con pésimo tiempo, durante dos días y, aunque mi discreción quería poner término a la lectura, me forzaron a prolongarla un tercero. ¿Debo pensar que se me tributa a mí esta honra o a la literatura? Prefiero que a la literatura que, tras estar casi aniquilada, se ha restablecido. Pero, ¿a qué asunto han prestado esta atención? Ciertamente al que también en las sesiones del senado, cuando era necesario tolerarlo, solíamos, sin embargo, no soportar ni un instante; pero, ahora se hallan quienes quieren leer y escuchar en tres días eso mismo, no porque esté escrito con más elocuencia que antes, sino porque lo está con mayor libertad y, por tanto, también con más placer. En consecuencia, se sumará a las alabanzas de nuestro príncipe también esto: que un acto, considerado antes tan detestable como falso, ahora es no sólo sincero sino agradable. Pero yo he notado con admiración, por un lado, el interés de los oyentes y, por otro, su buen juicio; pues he comprobado que los pasajes más sobrios les agradaban incluso en mayor medida. Ciertamente no se me escapa que he leído no a muchos lo que escribí para todos; a pesar de ello, como si fuera éste el parecer ulterior de todo el mundo, me alegro de esta sobriedad de sus oídos y, así como en otro tiempo el público de los teatros hacía cantar fatal a los músicos, así también ahora confío que el público haga cantar bien a los músicos. Pues todos los que escriben para agradar escriben las cosas que creen que pueden agradar. Espero ciertamente que a este tipo de asunto le cuadre un estilo adornado porque lo que he escrito más concisa y sobriamente que lo que ha sido jovial y casi exuberante puede parecer rebuscado y artificial. Sin embargo, no por esto deseo con menos vehemencia que alguna vez llegue el día (¡ojalá hubiese llegado ya!) en que estos términos agradables y seductores se aparten incluso del ámbito que les corresponde gracias a aquellos otros austeros y serios.

Ahí tienes mi actividad de estos tres días; con su relato, he querido en nombre de la literatura y en el mío propio cautivarte a ti, ausente de este placer, tanto como lo habrías podido disfrutar estando presente. Adiós.

Carta 19

Plinio saluda a su estimado Calvisio Rufo.

Como de costumbre, te pido opinión sobre un asunto particular. Está en venta una hacienda colindante con mis propios campos e, incluso, metida en ellos. Muchas causas me inducen a comprarla, pero otras, no menos importantes, me disuaden de ello. Me induce, en primer lugar, el propio encanto de unirlas; luego, el hecho no menos ventajoso que placentero de poder visitar ambas fincas en la misma jornada con el mismo gasto, de conservarlas bajo el mismo capataz y casi los mismos trabajadores, de cuidar y embellecer una de las dos villas y sólo conservar la otra. Tengo en cuenta también en este cálculo el coste del ajuar, el coste de mayordomos, de jardineros, de obreros y también del equipo de caza; importa mucho afrontar estos gastos en un solo sitio o tenerlos en varios. Por contra, temo que sea peligroso confiar bienes tan importantes al mismo clima y a los mismos azares; me parece más seguro tentar los caprichos del destino con distintas propiedades. Tiene también mucho atractivo la diversidad de terreno y de clima, y el mismo trayecto entre las haciendas. En fin, lo que es fundamental en mi decisión, los campos son feraces, ricos y de regadío; lo forman terrenos cultivados, viñedos y bosques que proporcionan recursos y, gracias a éstos, una renta mediana pero fija. Sin embargo, esta bondad del terreno está maltratada por la incapacidad de los agricultores. Pues su último dueño ha ido vendiendo, a menudo, sus cosas de valor y en la medida que rebajaba momentáneamente las deudas de sus colonos, ha agotado sus recursos para el futuro, y a falta de ellos se han incrementado, de nuevo, las deudas. Por tanto, deben ser equipadas con esclavos en mayor medida de lo que es prudente, pues ni yo mismo los tengo dedicados sólo a esta labor ni los hay aquí. Te falta saber en cuánto se puede comprar: tres millones de sestercios y no porque alguna vez no costara cinco millones, pero la falta de colonos y la general adversidad de la época han menguado tanto la renta de los campos como también su valor. Te preguntarás si puedo reunir esta cantidad de tres millones con facilidad. Ciertamente tengo casi todo mi capital en fincas; sin embargo, tengo prestado algo y no me será gravoso obtener crédito; lo recibiré de mi suegra, de cuya caja hago uso no de otro modo que de la mía. En consecuencia, que esta circunstancia no te influya si no te disgustan las demás, que me gustaría que consideraras con la mayor escrupulosidad posible. Pues tienes la mayor experiencia y previsión tanto para cualquier asunto como para invertir los recursos. Adiós.

Carta 20

Plinio saluda a su estimado Mesio Máximo.

¿Recuerdas que has leído, a menudo, cuántas disputas promovió la ley electoral y cuánta fama o censura reportó al ponente? Pero, ahora, esta misma ha parecido la mejor en el senado sin ninguna oposición: todos han solicitado tablillas el día de los comicios. En verdad, habíamos sobrepasado en las votaciones públicas y no secretas el desenfreno de las asambleas. No se guardaba el turno de palabra ni la conveniencia de estar callado ni, finalmente, el decoro de mantenerse sentado. Por todas partes había gran y discordante algarabía, todos avanzaban con sus candidatos, había ingente multitud en el centro, numerosos corrillos y una vergonzosa anarquía; hasta tal extremo nos habíamos apartado de la costumbre de nuestros antepasados, entre los que todos los debates, ordenados, mesurados y sosegados, mantenían la dignidad y el respeto por este lugar. Todavía, algunos ancianos suelen relatarme el siguiente procedimiento en los comicios: nombrado el candidato, se hacía el mayor silencio; hablaba él mismo en su favor, exponía su currículo, ofrecía como testigos y fiadores a aquél bajo cuyas órdenes había hecho la milicia o aquél de quien había sido cuestor o a ambos si podía; presentaba además a algunos de sus mentores; ellos hablaban digna y concisamente. Esto era más útil que los ruegos. Alguna vez el candidato denunciaba el origen, la edad o, incluso, las costumbres de su rival. El senado escuchaba con la seriedad propia de un censor. Así, eran elegidos más a menudo los que lo merecían que los influyentes. Este procedimiento, corrompido ahora por intrigas desmedidas, ha desembocado en la votación secreta como si fuera un remedio; de momento ha sido ciertamente un remedio, pues era algo nuevo e insólito; pero temo que, con el paso del tiempo, se originen irregularidades de este mismo remedio. Pues se corre el riesgo de que con las votaciones secretas se introduzca la desvergüenza, porque ¿cuántos hombres se comportan con honradez del mismo modo en secreto que públicamente? Muchos temen su reputación, la conciencia pocos. Pero me preocupo en demasía por el porvenir: de momento, gracias a las tablillas de voto, tendremos a los magistrados que deben serlo en mayor grado. Porque, del mismo modo que en los procesos de restituciones, nosotros, sorprendidos en estas elecciones casi de improviso, hemos sido jueces íntegros.

Te he escrito estos hechos primero para escribirte algo nuevo y, luego, para hablar alguna vez del estado, asunto cuyo tratamiento, en la medida en que es más esporádico para nosotros que para nuestros antepasados, tanto menos debe ser olvidado. Y ¡por Hércules! ¿hasta cuándo emplearemos esas locuciones vulgares: «¿qué haces? ¿Por ventura te encuentras bien?» También nuestras cartas deben tener contenido no simple ni pobre ni reducido a asuntos particulares. Ciertamente todos los asuntos se encuentran bajo el albedrío de un solo hombre que, en favor del provecho general, ha asumido únicamente él las preocupaciones y esfuerzos de todos; sin embargo, algunos de éstos, gracias a su favorable carácter, desembocan en nosotros como si fueran ríos procedentes del manantial más generoso, de los que podemos beber nosotros mismos y por así decir, transmitírselos mediante cartas a nuestros amigos ausentes. Adiós.

Carta 21

Plinio saluda a su estimado Cornelio Prisco.

Oigo que Valerio Marcial ha muerto y lo lamento profundamente. Era una persona de talento, aguda, corrosiva y que tenía en sus composiciones mucha sal, hiel y, en no menor proporción, sinceridad. Yo le había facilitado el gasto del viaje en el momento de su partida; se lo había ofrecido por nuestra amistad, se lo había ofrecido también por unos pocos versos que redactó sobre mí. Entre nuestros antepasados se solía premiar con honores o dinero a los que habían compuesto alabanzas o de particulares o de ciudades; pero en nuestra época se han perdido tantos usos nobles y distinguidos como, sobre todo, éste. Pues, desde que hemos dejado de realizar acciones dignas de alabanza, consideramos también incongruente ser alabados. Te preguntarás qué versos son aquellos por los que le ofrecí esa gratificación. Te remitiría al libro mismo si no me acordara de algunos; tú, si te agradan éstos, podrás encontrar los demás en su obra. Se dirige a la Musa, le ordena que busque mi casa de Esquilias y que acuda a mí con respeto:

Mas, cuidado, no empujes a destiempo,
y borracha, esta puerta que bien habla.
Le da a diario a Minerva, tan ceñuda,
halagando el oído a los centunviros,
el que puedan los siglos y las gentes
igualarlo a los textos del de Arpino.
A la luz de la tarde irás segura:
tu hora es cuando está furioso Lieo,
cuando reina la rosa y aroma el pelo.
Léanme entonces aún rígidos Catones.

¿Acaso con justicia no despedí entonces de forma muy amistosa a quien ha compuesto estos versos sobre mí y me duelo ahora de que haya muerto como si se tratara del mejor amigo? Pues me ha ofrecido lo máximo que ha podido y me hubiera ofrecido más si hubiera podido. Aunque, ¿qué puede ser ofrecido a un hombre más importante que la gloria, la alabanza y la inmortalidad? Pero no serán inmortales los versos que ha compuesto: no lo serán tal vez; sin embargo, él los ha compuesto como si fueran a serlo. Adiós.

Tranquilo, amigo mío, quiere comprar una pequeña parcela que al parecer vende un amigo tuyo. Procura, te lo ruego, que la compre a un precio justo; pues así le agradará haberla comprado. En efecto, una desafortunada compra siempre causa disgusto, principalmente porque parece atribuir necedad a su comprador. Además, en esta pequeña parcela, caso de que le agrade su precio, muchas circunstancias complacen a mi querido Tranquilo: la cercanía de la ciudad, la calidad del camino, la modestia de la finca, las dimensiones del terreno, que más sirven de distracción que de ocupación. Pues a los hombres eruditos, como es él, les basta el sitio necesario para poder relajar su pensamiento, descansar su vista, moverse por su linde, recorrer una misma senda, conocer sus propias viñitas y contar sus arbolitos. Te he contado estas cosas para que sepas, sobre todo, que, cuanto él me deba a mí, yo te lo voy a deber a ti si esa pequeña hacienda, que es recomendable por estas bondades, la compra de forma tan ventajosa que no deje lugar al arrepentimiento. Adiós.