Las guerras de los judíos, Flavio Josefo – Libro cuarto

Las guerras de los judíos (c. 75 d. C.) por Flavio Josefo - Libro cuarto.

Las guerras de los judíos

Flavio Josefo

Flavio Josefo fue un historiador del mundo clásico nacido alrededor del año 37 d. C. en la Judea romana (actual Jerusalén). Su nombre de nacimiento fue Yosef ben Matityahu, y a lo largo de su vida como escritor e historiador registró con su pluma la historia y tradiciones del pueblo judío bajo el dominio romano. Su obra más importante, La guerra de los judíos (escrita en el año 75, a veces también llamada Guerra judaica), es una de las principales fuentes de información sobre la mayor revuelta judía contra la ocupación romana.

Las guerras de los judíos

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Autobiografía de Flavio Josefo

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Libro cuarto

Capítulo I

De cómo fueron cercados los gamalenses.

Todos los galileos que, después de destruida Jotapata, se levantaron contra los romanos, después de vencidos los taricheos se volvían a juntar con ellos; y tenían ya tomados los romanos todas las ciudades y castillos, excepto a Giscala, y aquellos que habían ocupado el monte Itaburio.

Habíase con éstos rebelado la ciudad de Gamala, fundada más allá de la laguna, y que pertenece a los términos y señorío de Agripa, y con ésta también Sogana y Seleucia. Entrambas eran de las tierras de Gaulanitida: Sogana está de la parte alta que se llama Gaulana, y en la baja inferior Gamala. Seleucia está junto a la laguna llamada Semechonita, que tiene treinta estadios, que son casi cuatro millas, de ancho, y cuarenta estadios de largo, y tiene sus lagunas que se extienden hasta Dafne. Esta región suele ser muy deleitable; principalmente tiene fuentes que sustentan al Jordán que llaman Menor, y lo llevan por debajo del templo Aureo de Júpiter, hasta dar en el Mayor.

Agripa, cuando estas tierras se comenzaron a rebelar, juntó en su amistad a Sagana y a Seleucia. Gamala estaba soberbia sin querer obedecerle, confiándose en la dificultad y aspereza de las tierras, aun más que Jotapata. Tiene una áspera bajada de un alto monte levantada en medio algún tanto; y a donde se levanta, allí se alarga no menos hacia abajo que por las espaldas, a manera de lomo de un camello, de lo cual alcanzó el nombre que tiene; pero los naturales no pueden retener la significación expresa del vocablo en la pronunciación. Por los lados y por la parte de delante, pártese en ciertos valles muy dificultosos e imposibles para caminar por ellos, y por la parte que pende del monte es algún poco menos difícil. Pero los naturales que allí vivían la habían hecho muy dificultosa e imposible, con un foso atravesado y muy hondo. Había muchas casas edificadas y muy juntas por aquellas cuestas, y parecía que venía a tierra toda la ciudad dentro de sí, hacia la parte del Mediodía. El collado que está hacia la parte austral, es tan alto, que sirve a la ciudad como de torre o fuerte sin muro; y la peña que está más alta, tiene ojo a defender el valle. Había una fuente dentro, en la cual venía a acabar la ciudad. Aunque fuese esta ciudad naturalmente tan fuerte que no se pudiese tomar, todavía Josefo la fortaleció más cuando la cercaba de muro, haciéndola muy buen foso y minándola. Los naturales de aquí confiábanse más, por saber que era el lugar más fuerte que los de Jotapata; pero había mucha menos gente y menos ejercitada; y confiados en la aspereza del lugar, pensaban ser muchos más que eran los enemi gos, porque la ciudad también estaba llena de gente que se recogía allí, por saber que la ciudad era muy fuerte. Y ha biendo enviado antes Agripa gente que la cercase, le resistieron siete meses continuos.

Partiendo Vespasiano de Amaunta, a donde había asentado su campo por tomar a Tiberíada (quien quisiese declarar lo que este nombre significa, sepa que Amaus quiere decir aguas calientes: porque aquí hay una fuente tal, muy buena para sanar enfermos y lisiados), llegó a Gamala y no podía cercar toda la ciudad por estar edificada de la manera que hemos arriba dic ho; pero puso su guarda y ordenó su gente como mejor fué posible, ocupó el monte que estaba en la parte alta, y puesto allí su campo, según acostumbraba, al fin trabajaron en alzar sus montezuelos.

Por la parte del Oriente, en un lugar que daba encima de la ciudad, muy alto, había una torre, a donde estaba la quincena legión y la quinta, quo trabajaban en dar contra el medio de la ciudad; la décima hizo diligencia en rellenar los fosos y valles.

Estando en esto, el rey Agripa llegóse a los muros procurando hablar con los que defendían la ciudad, por hacer que se rindiesen; uno de los que tiraban con hondas le sacudió con una piedra en el codo: por esto sus amigos le detuvieron.

Los romanos fueron movidos a poner cerco a la villa; parte por la ira que tenían contra ellos por causa del rey, y parte también por tener miedo, pensando que los judíos no dejarían de usar toda crueldad contra los enemigos y extranjeros; pues contra su mismo natural, que es persuadir lo que les convenía y les era de provecho, se habían mostrado tan fieros y tan crueles. Levantados con diligencia los montes, y con la continuación que en ellos pusieron, fueron acabados presto, y ponían ya en ellos sus máquinas.

Chares y Josefo eran los principales de la ciudad y ordenaron la gente de armas, aunque estaban todos muy amedrentados, y aunque pensaban no poder defenderse mucho tiempo, por ver que les faltaba el agua y muchas otras cosas necesarias; pero en fin, animándolos a todos, los sacaron al muro. Re sistieron algún poco a los golpes de las máquinas; pero heridos con la muchedumbre de saetas y dardos que les tiraban, hubieron de recogerse dentro de la ciudad. Habiendo, pues, los romanos dado el asalto a la ciudad por tres partes, derribaron el muro con sus ingenios; y por las partes que estaba derribado entraron todos con gran furia de armas; y tañendo las trompetas, dando también ellos grandes voces, peleaban con los de la ciudad. A los primeros encuentros estuvieron los de la ciudad firmes, y resistieron, impidiendo a los romanos que pa sasen más adelante. Pero vencidos par la fuerza y muchedumbre que cargaba, huyeron todos a las partes altas de la ciudad, volviendo después a dar sobre sus enemigos; y echándolos por allí abajo, los mataban sin poderse librar, por ser el lugar muy difícil y muy estrecho. Como, pues, los romanos no pudiesen resistir a los que los herían de lo alto, ni se pudiesen librar por alguna parte, con el aprieto en que los enemigos los ponían en aquella cuesta, recogíanse en las casas de sus propios enemigos, las que estaban en lo llano de la ciudad; y como cargase en ellas tanta gente, daban con todo en tierra, por no poder sostener el peso; y una que caía, derribaba muchas de las que debajo estaban, y éstas muchas otras. Esto fué causa que muchos romanos pereciesen, porque estando inciertos y sin saber lo que hiciesen, aunque veían caer los techos y paredes sobre sí, no por eso dejaban de recogerse allí; creo que más por morir por cualquier otra cosa, que por manos de los judíos; de esta manera muchos morían. Muchos de los que huían eran lisiados en sus miembros, y muchos morían ahogados en el polvo. Pero todo esto pensaron los naturales de Gamala que sucedía en provecho de ellos; y menospreciando el daño que por esta parte les venía, peleaban con mayor esfuerzo y hacían mayor fuerza, y hacían recoger en sus propias casas a los enemigos; y los que caían por las estrechuras de las calles, eran muertos con las saetas y dardos que de lo alto por encima les tiraban. La destrucción de las casas derribadas les daba abundancia de piedras, y los enemigos muertos abundancia de armas, porque quitábanles las armas y daban con ellas a los demás que estaban medio muertos. Muchos, cayendo los techos de las casas, morían echándose de allí abajo ellos mismos, y queriendo volver atrás, no podían fácilmente. Porque no sabiendo las calles y con el gran polvo que se levantaba, unos daban en otros sin conocerse ellos mismos, y quedaban rendidos y muertos; pero hallando con gran pena puerta para salir, alejáronse de la ciudad.

Vespasiano, que siempre estuvo con los suyos en todos los trabajos, sintió gran dolor en ver que la ciudad caía sobre sus soldados; y no teniendo su vida en algo, antes menospreciando la muerte con ánimo esforzado, halló lugar escondidamente para ganar la parte alta de la ciudad, y fué dejado casi solo con muy poca gente en medio de aquellos peligros.

No estaba con él su hijo Tito entonces, el cual había sido antes enviado a Muciano, en Siria. Volver las espaldas y huir no lo tenía por cosa segura ni honesta, acordándose de las cosas que desde su juventud había hecho; y teniendo memoria de su virtud, pareció que divinamente juntó su gente y las armas que pudo; y descendiendo de lo alto con su compañía, resistía y hacía guerra a sus enemigos, sin temer la muchedumbre que de ellos había, ni sus armas, hasta tanto que los enemigos, viendo la obstinación que en su ánimo tenía contra ellos, pensaron que divinamente la tenía, y aflojaron su fuerza; por lo cual, peleando ellos ya algo menos, y más flacamente de lo que habían acostumbrado, poco a poco Vespasiano se recogía; pero con tal miramiento, que no les mostró las espaldas hasta que se vió fuera de los muros.

Mucha gente de los romanos murieron en este asalto y pelea: fué entre ellos uno, el gobernador Ebucio, varón ciertamente muy conocido y de gran esfuerzo, no sólo en esta pelea, pero probado por muy valeroso en muchas otras antes, y que había hecho mucho mal a los judíos. Estuvo también escondido en esta pelea un centurión o capitán de cien hombres, llamado por nombre Galo, con diez soldados, dentro de una casa; y como los que allí dentro vivían cenasen una noche y tratasen entre sí del consejo que el pueblo de los judíos había tenido contra los romanos, y él los oyese, siendo él siro y los que con él estaban también, en la misma noche dió en ellos, y matándolos a todos, libróse salvo con todos los suyos, y vínose a los romanos.

Viendo Vespasiano el dolor y tristeza que su ejército tenía por los casos adversos y tan contrarios que le habían acontecido, y por ver que no le habían acontecido tantas muertes en guerra alguna como en ésta, y viéndolos aún más afrentados y con vergüenza por haber dejado a su capitán en el campo y peligros solo, pensó que los debía consolar sin decir algo de sí, por no parecer que daba culpa y se quejaba de alguno. Díjoles: que convenía sufrir valerosamente y con esfuerzo las adversidades comunes, acordándose de lo que naturalmente suele acontecer cada día en las guerras; cómo sin sangre es imposible haber alguna victoria, y que no había dado la fortuna todo lo que tenía, antes si hasta allí había sido contraria, ser podía que volviese atrás y se mudase en próspera; y que habiendo muerto entonces tantos millares de judíos, no era maravilla que pidiese la fortuna enemiga el diezmo de los nuestros o la parte que se le debía. Y como es de hombres soberbios y arrogantes ensoberbecerse con la demasiada prosperidad, así no menos es cosa de hombres de poco amedrentarse en las adversidades. «Porque, dijo, fácil y ligeramente se mudan estas cosas ahora en lo uno y luego en lo otro, y aquel es tenido por varón esforzado, que tiene ánimo valeroso en las cosas que no le suceden prósperamente; y queda con su mismo esfuerzo para corregir con consejo las desdichas y adversidades que le habrán acontecido. Aunque estas cosas no nos han sucedido ahora a nosotros por nuestra flojedad, ni por la virtud y esfuerzo de nuestros enemigos, porque la dificultad del lugar les ha concedido a ellos buen suceso y a nosotros malo. En esta cosa bien veo claramente que podría cualquiera reprender la osadía vuestra como temeraria, porque habiéndose recogido los enemigos a lo alto, debíais todos vosotros refrenaros entonces, y no poneros en peligro que había en perseguirles hasta arriba: antes, pues, habíais tomado la parte baja de la ciudad, debíais trabajar en hacer salir a los enemigos que se habían recogido, a que peleasen en lugar que fuese más cómodo y más seguro para todos vosotros. No tuvisteis cuenta con mirar cuán fuera de consejo fuere esto, por prisa demasiada que pusisteis en proseguir vuestra victoria: el ímpetu y fuerza sin consejo en la guerra, no es de los romanos, ni suelen hacer ellos algo de tal manera; antes nada hacemos que no sea con gran orden y destreza; a los bárbaros conviene aquello y a los judíos, por cuya causa hemos ganado lo que de ellos tenemos. Conviene, pues, que recurramos a nuestra virtud, y enojarnos más con la adversidad y ofensa que indignamente la fortuna nos ha hecho, que entristecérnos por ella. Cada uno procure en buscar con su esfuerzo el descanso, porque de esta manera nos vengaremos de los que hemos perdido, en aquellos por quienes han sido muertos. De mi parte os prometo que haré no menos que me habéis visto hacer hasta ahora; antes peleando vosotros, y haciendo lo que debéis, yo me pondré siempre el primero y seré el postrero que de la pelea partirá.» Con estas palabras esforzó Vespasiano su ejército.

Los gamalenses, por otra parte, con el suceso próspero que habían tenido, cobraron mayor ánimo, por haber sido sin razón grande, y haberles sucedido todo tan próspera y magníficamente. Poco después, pensando que habían ya perdido todas las esperanzas de trabar amistad con los romanos y de hacer algún concierto, y viendo que no les era posible salvarse, porque ya les faltaba el mantenimiento, tenían gran pesar y dolor por ello, y habían perdido parte del buen áni mo que antes tenían. Con todo, no dejaban de hacer lo que posible les era en defenderse, guardando tan bien las partes del muro muy fuerte que había sido derribado, como las que estaban enteras.

Los romanos estaban haciendo sus montes, y procuraban otra vez darles el asalto, por lo cual había muchos de los de dentro la ciudad que procuraban salirse por los valles y fosos apartados, adonde no había alguno de guarda, y huían también por los albañales: los que quedaban allí por miedo que fuesen presos, eran consumidos por pobreza y por falta de mantenimiento, porque solamente eran proveídos los que podían pe lear. Todavía, con todas estas adversidades, permanecían.

Capítulo II

Cómo Plácido ganó el monte Itaburio.

Con el cuidado que Vespasiano tenía del cerco, no dejó de proveer en lo demás contra aquellos que habían ocupado el monte Itaburio, el cual está entre la ciudad de Escitópolis y un gran campo; levántase treinta estadíos en alto por la parte de Septentrión: no es posible llegar a él en lo alto; extiéndese lo llano hasta veinte estadíos, y estaba todo cercado de muro. Este cerco tan grande mandó hacer Josefo dentro de cuarenta días, dándole materia y aparejo necesario para ello los lugares que abajo estaban, porque arriba no tenían otra agua sino la que del cielo venía. Habiéndose, pues, juntado aquí gran número de judíos, Vespasiano envié allá a Plácido con seiscientos caballos.

Este no podía hallar manera para tomar este monte: a muchos aconsejaba que se concertasen, y prometiéndoles perdón, los amonestaba que quisiesen la paz. Ellos también descendían de él, pero con asechanzas y para hacerle daño; porque Plácido les hablaba mansamente y con toda amistad, por moverles a que descendiesen a lo bajo y allí tomarlos a su voluntad; y ellos, mostrando quererle obedecer y complacerle en lo que quería, llegábanse a él por tomarlo descuidado. Pero el saber y astucia de Plácido pudo más y venció, porque comenzando la pelea los judíos, hizo como que huyese; y moviendo con esto a los judíos que le persiguiesen hasta llegar al campo grande, vuelve contra ellos todos los de a caballo, y haciendo huir muchos, mató también algunos, y detuvo a la otra muchedumbre para que no subiese. Por esto los otros, dejando el monte Itaburio, recogíanse hacia Jerusalén. Los naturales de allí tomaron la palabra de Plácido, y por haberles faltado el agua, rindiéronse y entregáronle también el monte.

Capítulo III

De la destrucción de Gamala.

Los más atrevidos de Gamala se habían esparcido huyendo y estaban muy escondidos; y los que no eran para pelear, se morían de hambre. Los que peleaban sostenían el cerco, hasta tanto que a los veintidós de octubre aconteció que tres soldados de la décimaquinta legión, por la mañana se hallaron con una torre más alta que todas las otras que en la parte de ellos había, y escondidamente la minaron, sin que los que estaban en ella de guarda lo sintiesen, ni cuando venían ni cuando entendían en la obra, porque era noche. Estos mismos soldados, guardándose mucho de hacer ruido, saltaron de presto, quitando cinco piedras que había muy grandes, y súbitamente la torre cayó con gran ruido, y fueron derribados los que de guarda estaban juntamente con ella. Espantados los que en las otras partes estaban, y turbados con esto, huyeron, y los romanos mataron a muchos de los que osaban salir de dentro, entre los cuales Josefo, que estaba encima de la parte del muro derribado, fué muerto por un soldado que lo hirió con una saeta.

Los que dentro de la ciudad estaban, amedrentados con el estruendo grande, tenían gran temor y corrían por todas partes, no menos que si los enemigos hubieran ya ganado la ciudad. Entonces murió Chares, que estaba enfermo en la cama, ayudándole a morir el gran temor que tenía. Pero los romanos, acordándose muy bien de las muertes pasadas, no entraron en la ciudad hasta los veintitrés días del susodicho mes. Tito, que allí estaba, indignado por la llaga que los romanos habían recibido estando él ausente, entró diligentísimamente en la ciudad con doscientos caballos, los más escogidos, además de la gente de a pie; y habiendo entrado, cuando los que de guarda estaban lo sintieron, venían con grandes clamores a las armas por resistirles. Sabiendo los de dentro cómo los romanos habían entrado, los unos se recogían a la torre arrebatando sus hijos y mujeres con gritos y clamores grandes que daban; otros salían al encuentro a Tito, y eran allí todos muertos; y los que no podían recogerse a la torre, no sabiendo qué hacer de sí mismos, daban en la guarnición de los romanos, y en todas partes se oían los gemidos de gente que moría: la sangre que corría por aque llos lugares, que estaban altos y recostados, llenaba toda la ciudad.

Vespasiano pasó todo su ejército contra los que se habían recogido a la torre: era lo alto de aquella torre muy peñascoso y muy alto, y estaba muy lleno de rocas alrededor, que parecía estar para dar en tierra. De aquí los judíos trabajaban, parte con saetas y dardos, y parte con piedras, por echar a los romanos, que contra ellos venían con fuerza, sin que los pudiesen a ellos alcanzar ni hacer daño alguno las saetas y armas de los romanos, por estar en un lugar muy alto. Pero levantóse un viento por la voluntad de Dios, para muerte y destrucción de éstos, el cual llevaba las saetas y dardos de los romanos contra ellos, y echaba las de ellos de tal manera, que no dañaban a los romanos: ni podían estar en las alturas de las peñas, tan movible estaba todo con la violencia y fuerza del viento; ni podían tampoco ver cuando sus enemigos llegaban. Saltando, pues, los romanos allí arriba, rodeáronlos a todos, y tomaban a unos antes que se valiesen, y a otros rindiéndose: pero con todos mostraban su ira y crueldad, acordándose de la gente que habían perdido en el primer asalto. Muchos, rodeados por todas partes y cercados, deses perando de alcanzar salud, se dejaban caer en el valle que estaba debajo de la torre muy hondo.

Aconteció también que los romanos eran más mansos contra ellos que no ellos mismos entre sí, porque los muertos con armas fueron cuatro mil, y los que se echaron desesperados de lo alto abajo llegaron a número de cinto mil: y no escapó alguno, excepto dos solas mujeres, las cuales eran hermanas, hijas de Filipo, hijo de Joachimo, varón señalado, el cual había sido capitán del ejército de Agripa. Éstas escaparon, por haberse escondido al tiempo de la matanza, de las manos de los romanos, porque no perdonaron ni aun a los niños que mamaban, de los cuales fueron echados muchos de la torre abajo.

De esta manera, pues, fué destruida Gamala a los veintitrés del mes de octubre, la cual se comenzó a rebelar a los veintiuno de septiembre.

Capítulo IV

Cómo Tito tomó a Giscala.

Sólo quedaba por tomar un lugarejo de Galilea llamado Giscala. El pueblo pedía la paz, porque la mayor parte de él eran labradores y tenían siempre sus esperanzas en los frutos; pero estaban corrompidos con un gran escuadrón de ladrones que se había mezclado entre ellos, y algunos de los principales ciudadanos se picaban de lo mismo.

Movíales que se rebelasen un hijo de Levias, llamado por nombre Juan, hombre engañador, hombre de costumbres muy mudables y muy varias, aparejado para esperar lo que no tenía razón ni moderamiento; hombre para hacer cuanto le venía a la cabeza, y sabido por todos que, por hacerse pode roso, movía la guerra. La compañía de los sediciosos y amigos de maldades obedecía a éste, y hacían todo lo que éste mandaba, y por causa de éste todo aquel pueblo, que cierto hubiera enviado a los romanos embajadores para rendirse con toda paz, estaba esperando en parte la pelea con ellos.

Vespasiano envió contra éstos a su hijo Tito con mil de a caballo; la décima legión a Escitópolis, y él se volvió a Cesárea con las otras dos, pensando que convenía dar algún tiempo a esta gente para que descansase y se rehiciese con la abundancia que en las ciudades hallase, teniendo por cierto que convenía dejarles espacio para que se diesen algún buen rato, para tomar ánimo para las batallas que esperaba tener v dar, porque sabían no quedar poco trabajo aun en conquistar a Jerusalén, que era ciudad Real, más fuerte y más abastecida que todas las de Judea.

Veía que los que huir podían, se recogían allí; y además de esto, la fuerza que de sí tenía y guarnición y los muros fuertes, hacían estar muy solícito a Vespasiano, pensando en la fuerza y atrevimiento de los judíos, y que era ciudad inexpugnable también, aun sin la fuerza de los muros; por tanto, sabía convenirle tener mucho cuidado en que fuesen sus soldados antes muy puestos en orden y muy bien proveídos, no menos que suelen hacer los luchadores antes que salgan a la pelea.

Parecíale a Tito cosa difícil tomar por asalto la ciudad de Giscala, porque cabalgando se había llegado allá; pero sabiendo que si la tomaba por fuerza, los soldados matarían todo el pueblo, estaba ya harto de ver muertes, teniendo compasión de este pueblo que había de morir sin perdonar a alguno entre los malos que allí había, y sin que alguno fuese de ellos exceptuado. Quería, pues, probar de tomar esta .ciudad por amistad y concierto antes que por fuerza.

Estando los muros llenos de hombres, de los cuales era la mayor parte de los perdidos y revolvedores, les dijo que se maravillaba mucho con qué consejo confiados, tomadas ya todas las tres ciudades, determinaban ellos solos querer probar también las armas y fuerzas de los romanos, viendo muchas otras ciudades más fortalecidas y más proveidas de toda cosa, derribadas todas; y que aquellos que habían creído a los romanos y se habían confiado en la fe que les prometían, esta ban salvos. La misma, pues, dijo estaba aparejado para darles con toda amistad, sin que se enojasen por la soberbia que le habían mostrado, por pensar y saber que se debía perdonar aquello por la esperanza de la libertad; pero no si alguno perseveraba en querer alcanzar lo que le era imposible. Y que si no querían obedecer a estas palabras de tanta clemencia y benignidad, ni creer sus promesas, experimentarían las crueles armas romanas; y luego conocerían que sus muros eran cosa de juego y de burla para las máquinas romanas, en los cuales ellos tanto se confiaban, mostrándose entre los galileos ellos solos arrogantes y soberbios cautivos. Dicho esto, no fué lícito a alguno de los del pueblo responder, pero ni aun subir al muro, porque todo lo habían ocupado los ladrones: había guardas puestos a las puertas, por que ninguno pudiese salir a concierto, ni recibir alguno de los caballeros dentro de la ciudad.

Respondió Juan, que él recibía el pacto y lo daba por hecho; y que o él los persuadiría a todos, o que les mostraría serles necesario pelear, si rehusaban condescender con lo que les diría. Pero dijo que convenía no tratarse algo aquel día por la ley de los judíos, porque como tenían por cosa nefanda y contra ley pelear aquel día, así también pensaban no serles lícito hacer conciertos de paz: porque los romanos sabían cómo el séptimo día solía ser a todos los judíos muy gran fiesta; que si la quebrantaban, cometían gran pecado, no menos ellos que aquellos por cuya causa era quebrantada, y el mismo Tito también; que no debía temerse por la tardanza de una noche, ni pensar que lo había hecho por que la gente huyese, siéndole principalmente lícito tener miramiento y guardas sobre ello, estando él reposado; que él ganaba mucho en no menospreciar en algo las costumbres de la patria; y que a él convenía, pues ofrecía tan de voluntad la paz a los que no la esperaban, guardar también la ley a los cercados.

Con estas palabras trabajaba Juan por engañar a Tito, no tan cuidadoso de que se guardase el séptimo día, que era la fiesta, como por procurar su salud. Temíase que tomada la ciudad fuese dejado solo, habiendo él puesto toda la espe ranza de su vida en la noche y en huir; pero cierto por vo luntad de Dios, que deseaba la vida de Juan para la destrucción de Jerusalén: no sólo creyó y admitió Tito lo que pedía de las treguas por todo aquel día, mas aun quiso asentar su campo en la parte alta de la ciudad, cerca de Cidesa, que es un lugar de los Tirios mediterráneos, y muy fuerte y muy aborrecido siempre por los galileos.

Como, pues, venida la noche viese Juan que los romanos no tenían algunas guardas cerca de la ciudad, no dejando perder esta ocasión, tomó su camino huyendo a Jerusalén; y con él no sólo aquella gente de armas que tenía consigo, pero aun muchos de los más viejos con todas sus familias. Hasta veinte estadios bien le parecía a él que le seguirían las mujeres y niños, y toda la otra gente que consigo llevaba, aunque era hombre que tenía miedo de ser cautivo y de no salvarse; y pasando más adelante, dejaba su gente, y levantábanse aquí llantos muy tristes de los que atrás quedaban; porque cuanto más lejos cada uno estaba de los suyos, tanto más cerca les parecía estar de los enemigos. Pensando que estaban ya muy cerca los que habían de prenderles, mostrábanse ciertamente rnuy amedrentados; y con el ruido que ellos hacían corriendo, volvíanse muchas veces a mirar atrás; como si aquellos de los cuales,ellos huían, les estuviesen ya encima: y así huyendo, caían muchos y había pelea entre ellos mismos sobre quién más huiría, pisándose unos a otros. Las muertes de !as mujeres y niños era cosa muy miserable. Si alguna voz daban ellas, era rogar algunas a sus maridos, y otras a sus parientes, que las esperasen; pero más podía la exhortación de Juan, que gritaba a voces que se salvasen y huyesen allá todos; porque si los romanos los prendían, además de cautivar los que que dasen, los habían también de matar. Todos los que huyeron se esparcieron según les fué posible, y según era la fuerza de cada uno. Venida la mañana, Tito estaba ya junto a los muros, por causa de aquel concierto que arriba dijimos, y abriéndole el pueblo las puertas, salieron todos con sus mujeres como a hombre que les había hecho gran bien y había librado de guardas la ciudad, con voces muy altas; y haciéndole saber cómo Juan había huido, rogaban a Tito que a ellos les perdonase, y diese castigo a los revolvedores de la ciudad que allí quedaban. Por satisfacer a lo que el pueblo le rogaba, envió parte de su caballería al alcance de Juan; no pudiendo alcanzarle, porque antes que éstos llegasen él ya se había recogido dentro de Jerusalén; pero todavía mataron dos mil de los que huían, y tomaron pocas menos de tres mil mujeres y niños, y trajéronselas consigo.

Pesaba mucho a Tito, y sentía en gran manera no haber luego dado el castigo a Juan, según merecía; y aunque estaba muy airado, por ver sus esperanzas burladas, pensó que le vengaba la muchedumbre de gente que había sido muerta y los que habían sido traídos cautivos: así entró con gran furor dentro de la ciudad, y mandando a los soldados rompiesen parte de los muros, con amenazas castigaba a los revolvedores de la ciudad, antes que con darles la muerte, porque creía que muchos habían de fingir acusaciones sin culpa ni causa, por el odio que entre sí muchos se tenían; y tenía por mejor dejar sin castigo al culpado, que matar al que no tenía culpa.

Pensaba también que el culpado sería en adelante más honesto y remirado en sus cosas, o por miedo que fuese castigado, o por avergonzarse de lo que hasta allí había cometido; pero la pena que se daba a los que sin causa morían, no podía ser pagada de alguna manera, ni corregida. Puso guarnición a la ciudad, que tuviese cargo de castigar a los que estudiaban en levantar novedades, y para confirmar en su propósito a los que querían la paz, pues los había de dejar allí.

De esta manera, pues, fué tomada y destruida toda Galilea, después de haber dado tanto trabajo a los romanos.

Capitulo V

En el cual se comienza a contar el principia de la destrucción de Jerusalén.

Derramado estaba todo el pueblo de Jerusalén con la venida de Juan; y mucha gente, junta con cada uno de los que habían huido, preguntaban todos cómo les había ido por fuera, y qué matanza había sido hecha. Apenas podían ellos todos resollar, de lo cual se podía harto claramente entender la necesidad que habían padecido; pero aun en sus males estaban soberbios, y decían que no los había forzado la fuerza de los romanos, antes habían venido de voluntad propia, por poder pelear con ellos de lugar que fuese más seguro: porque cosa era de hombres mal considerados, inútiles y desproveídos de consejo, ponerse en peligro por unos lugares o ciudades pequeñas, conviniendo tomar las armas con esfuerzo por la ciudad principal y guardarlas para esto; y descubriendo la destrucción de los de Giscala, descubrieron también haber sido huida la partida honesta que decían ellos de Giscala.Oyendo lo que aquel pueblo cautivo había sufrido y padecido tristemente, estaban todos muy perturbados; pensaban ser esto gran argumento para creer la destrucción de ellos mismos. No se avergonzaba Juan por causa de aquellos que había dejado huyendo; antes, yendo por todas partes, incitaba a todos a la guerra, trayéndoles delante la flaqueza de los enemigos, y levantando las propias fuerzas, y con esta cavilación y engaño engañaban a los simples que no sabían algo en las cosas de la guerra, diciendo que aunque los romanos volasen, no podrían jamás entrar dentro de los muros, por haber sufrido tanto daño en tomar las ciudades y villas de Galilea, y que todos los ingenios y máquinas que tenían de guerra, estaban ya gastados en derribar los muros.

Con estas palabras corrompía gran parte de los mancebos; pero ninguno había de los viejos ni de los prudentes que no llorase ya la ciudad como perdida, juzgando bien lo que había de suceder. De esta manera, pues, estaba todo el pueblo confuso: la compañía de los labradores y gente rústica, vecina de Jerusalén, antes de la revuelta y sedición que en Jerusalén se levantó, comenzó a discordar y a mover riñas entre sí. Tito había venido de Giscala a Cesárea, y Vespasiano, partiendo para Jamnia y Azoto, tomó entrambas ciudades, y poniendo guarnición en ellas, volvíase, trayendo consigo gran parte de aquellos que se habían juntado con él por amistad y concierto. Todas las ciudades estaban revueltas con guerra que entre sí tenían, y las horas que los romanos aflojaban contra ellas su fuerza, ellos mismos se mataban los unos a los otros, teniendo grande y cruel contienda entre sí los que deseaban la paz y los que amaban la guerra y la procuraban; y esta discordia encendíase luego dentro de las casas, y después los más amigos del pueblo estaban discordes, y cada uno se juntaba con su parcialidad y con los que querían defender: así estaba todo el pueblo dividido en ayuntamientos, y se rebelaban.

Había, pues, grandes disensiones entre todos: los que deseaban revueltas y las armas, eran más mancebos y más atrevidos que los viejos y que aquellos que procuraban la paz. Los naturales, pues, comenzaron a robar e iban haciendo latrocinios a manadas por toda aquella tierra de tal manera, que en lo que toca a la crueldad e injusticia no diferían de los romanos; y los que eran en esto destruidos, mucho más deseaban la muerte por manos de los romanos, porque les parecía ser mu cho menos que lo que de sus naturales sufrían. Los que estaban de guarnición en la misma ciudad, parte por no fatigarse, y parte también por tener esta nación muy aborrecida, no ayudaban en algo, o en muy poco, a los que eran maltratados; hasta que, juntándose las compañías de aquellos robos y los príncipes de latrocinios tan grandes, y haciendo todos juntos un encuadrón, entraron por fuerza en Jerusalén.

Esta ciudad no era regida por alguno particularmente: acogía, según la costumbre de la patria, a todos los que quisiesen morar en ella. Pensaban los naturales, viendo entrar tanta gente, que todos venían, por la benevolencia y amor que les tenían, a ayudarlos. Esto castigó después a la ciudad, y le fué muy gran trabajo, sin discordia ni disensión alguna, por haber acogido gente inútil y sin provecho, la cual se comió los mantenimientos que hubieran bastado para los hombres de guerra; y con ellos, además de la guerra, ganó hambre, mayor sedición v revuelta; y algunos otros ladrones que entraron también por aquellos lugarejos y campos, juntándose con los que dentro hallaban, que eran más crueles, no dejaban de cometer toda maldad por cruel y por grande que fuese. No se contentaba el atrevimiento de éstos con robar y desnudar los hombres; pero aun se alargaban a matar, no escondidamente ni de noche, ni a gente particular o cualquiera, antes a los más nobles. Primero prendieron a Antipa, varón del linaje real, y ciudadano tan poderoso, que le habían sido encomendados los tesoros públicos. Después de éste, a cierto Lenia, varón muy señalado, y a Sofa, hijo de Raguel, ambos de familia real, y más todos los que parecían ser más nobles que los otros.

Estaba el pueblo en gran manera may amedrentado, y cada uno procuraba su salud, no menos que si la ciudad fuera ya tomada por los enemigos. Estos, con todo, no se contentaron con tener aquella gente en la cárcel y muy cerrada, ni pensaban serles cosa segura tener cerrados varones tan poderosos, porque veían que muchos hombres entraban y salían en las casas de éstos y que eran muy visitados, por lo cual fácilmente podían ser vengados; y por otra parte, por ventura el pueblo se levantaría, movido por maldad tan grande. Enviaron, pues, con determinación de matarles, a cierto Juan, hombre de la compañía de ellos, muy pronto para dar muerte a todos, el cual en la lengua de la patria se llamaba hijo de Dorcades; y juntándose con él otros diez muy bien armados, le siguieron hasta la cárcel, y mataron a cuantos ha llaron. Dieron por excusa de maldad tan grande, que habían concertado entregar la ciudad a los romanos; y que habían muerto a los que eran traidores contra la libertad de todos, honrándose y gloriándose con su atrevimiento, como si hubie sen guardado y defendido la ciudad.

Vino el pueblo a sujetarse tanto y a tanto amedrentarse, y vinieron éstos a tanto ensoberbecerse, que estaba en mano de ellos la elección del pontífice. Dejando, pues, las familias de quienes eran los pontífices sucesores criados y elegidos, hacían nuevos, que ni eran nobles, ni eran tampoco conocidos, por tener compañeros de sus maldades: por que los que habían alcanzado mayores honras y dignidades de lo que merecían necesariamente, obedeciesen a los mismos que se les habían dado; y con palabras y ficciones engañaban a los que podían prohibirles, cometiendo de esta manera cualquier maldad, hasta que, hartos ya de perseguir a los hombres, quisieron injuriar a Dios, y comenzaron a entrar con sus pies sucios y dañados en el lugar que les era prohibido. Levantado el pueblo contra ellos, por autoridad de Anano, el mayor de los pontífices en el tiempo, es a saber, el primero y el más sabio, y el que por ventura conservara la ciudad, si pudiera huir o librarse de los que tanto le acechaban, del templo y de la casa de Dios hicieron castillo y fuerte para defenderse contra el pueblo, y así les era éste como habitación y casa adonde se recogían aquellos tiranos.

Mezclábase con estos males tan grandes otro engaño que movía mayor dolor que todo lo hecho. Quisieron tentar el miedo que el pueblo tenía y probar sus fuerzas; y para hacer esto, trabajaron en elegir pontífices por suertes, cuando, según arriba dijimos, era esta dignidad por sucesión y linaje. Para este engaño echaban por argumento la antigua costumbre, diciendo que antiguamente se solía dar por suertes esta dignidad; pero a la verdad, era solamente destruir la ley más firme y más recibida, por causa de aquellos que se tomaban licencia para poder señalar los magistrados y dar aquellos oficios a quien querían.

Juntándose, pues, una de las tribus consagradas, la cual se llama Eniachin, echaban suerte en quién sería pontífice: cayó por caso la suerte en un hombre, por cuyo medio mostraron todos la maldad grande que en el corazón tenían; llamábase Fanie, era hijo de Samuel, natural de un lugar llamado Afthago, el cual no solamente no era del linaje de los pontífices, pero que ni aun sabía qué cosa fuese ser pontífice: tan rústico y grosero era. Haciéndolo, pues, venir a pesar suyo de sus campos, hiciéronle representar otra cosa de lo que solía, no menos que suele hacerse en las farsas: y así, vistiéndolo con las vestiduras de pontífice, presto trabajaron en mostrarle lo que debía hacer, y pensaban que era cosa de burlas y juego tan gran maldad.

Todos los otros sacerdotes miraban de lejos; y viendo que se burlaban de la ley, apenas podían detener las lágrimas y gemían entre sí todos, por ver que la honra de sus sacerdocios y sagradas cosas fuese tan escarnecida y burlada.

No pudo sufrir el pueblo tan grande atrevimiento, antes todos procuraban desechar y quitarse de encima tan gran tiranía: porque los que se mostraban tener alguna excelencia más que los otros, Gorión, hijo de Josefo, y Simeón, hijo de Gamaliel, tomando a cada uno particularmente, y tomándolos a todos juntos, les amonestaban con muchos consejos y razonamientos que les hacían, que tomasen ya venganza de aquellos que les quitaban la libertad, y que se diesen prisa por echar hombres tan malos del santo lugar, y trabajasen para limpiarlo. Los pontífices que estaban entre ellos muy abonados, Gamala, hijo de Jesús, y Anano, hijo de Anano, movían el pueblo en sus ayuntamientos contra los zelotes, reprendiendo la flojedad que todos mostraban. Este nombre habían tomado estos revolve dores de la ciudad, como queriendo decirse celosos de la libertad y profesiones buenas, y no hombres más malos que la misma maldad.

Juntado ya todo el pueblo para oír el razonamiento, estaban todos muy enojados viendo el templo y las cosas sagradas ocupadas, las rapiñas, hurtos y muertes que se hacían; pero no se veían aún bastantes para tomar venganza, por tener a los zelotes, y era así a la verdad, por muy inexpugnables.

Estando en medio de ellos Anano, y mirando muchas veces sus leyes, dijo con los ojos llenos de lágrimas: «Más razón sería que yo muriese antes de ver cosas tan malas y nefandas en la casa de Dios, y antes que ver los lugares santos y secretos, tan frecuentados por pies de hombres malos; pero aun vivo yo vestido con vestidura sacerdotal, tengo y poseo el nombre y oficio de los nombres santos y venerables; aun me detiene el amor de mi vida, sin que sufra por mi vejez la muerte que me sería gloriosa. Sólo, pues, yo iré y daré mi ánima, ofreciéndola a Dios como en soledad. ¿Qué cumple vivir entre un pueblo que no siente su propio daño, ni el estrago que se le hace; y entre hombres de los cuales no hay alguno que ose prohibir tantos males como al presente padecemos? Sufrís ser desnudados, y siendo azotados cerráis vuestras bocas, y no hay alguno que llore ni dé algún gemido por los que han sido muertos. ¡Oh señoría muy amarga! ¿Qué me he de quejar de los tiranos? ¿Por ventura no han sido levantados y criados con vuestro propio poder? ¿Por ventura no habéis vosotros acrecentado el número de ellos, pues siendo en tiempo que los podíais corregir y menospreciar, por ser ellos pocos, los quisisteis sufrir? ¿Y habéis vuelto las armas de ellos contra vosotros, cuando convenía quebrantarles las fuerzas al principio, cuando injuriaban a vuestros propios parientes y cercanos? Menospreciando vosotros a los culpados, los habéis movido e incitado a robar, no teniendo cuenta con las casas que ellos destruían. Prendían a los principales, llevábanlos presos delante de vuestros ojos, y ninguno les ayudaba. Pues vosotros los entregasteis, ellos los encarcelaron, no quiero decir quiénes fueron ni cuáles; pero digo que, viéndolos sin ser acusados y sin ser condenados, estando en la cárcel, ninguno les ayudó. ¿Pues qué otra cosa faltaba sino sólo verlos degollar y despedazar públicamente? También hemos visto que, siendo sacados como del rebaño de los otros los principales para ser sacrificados y muertos, ninguno dió una sola voz, pero ni aun alzó la mano. ¿Sufriréis, pues,, sufriréis vosotros ser las cosas sagradas pisadas y puestas debajo de los pies? Y habiendo permitido que hombres tan malos se atreviesen a toda maldad, ¿os avergonzáis ahora de verlos tan altos y tan acatados? Ciertamente, ahora algo más adelante pasaría el atrevimiento de ellos, si veían algo que poder destruir. Tienen ellos ahora la parte más fuerte de la ciudad y más proveída de toda cosa, solíase llamar templo; pero a la verdad ahora no es sino una torre fuerte o un castillo. Viendo, pues, tan gran tiranía levantada y armada contra vosotros, y viendo sobre las cabezas ya los enemigos, ¿qué cosa pensáis, o qué determináis hacer? ¿Aguardáis por ventura a los romanos que os ayuden a librar vuestras cosas? Así van, pues, las cosas de nuestra ciudad, y hemos llegado ya a tan mal punto, que nos convenga que nuestros enemigos se compadezcan de nosotros. ¿No os levantaréis, pues, oh miserables, y vistas y consideradas vuestras llagas, porque las fieras bestias esto hacen, no iréis a tomar venganza de los que os han hecho tanto daño? ¿No se acordará cada uno de las muertes que le han sido hechas, y poniéndose delante de los ojos lo que cada uno ha sufrido, no será parte para moveros a procurar nuestra venganza?

«Creo ciertamente, si no me engaño, que pereció entre vosotros la cosa que debe ser más amada y más deseada por ser la más natural; es a saber, la libertad: somos ahora amigos de servidumbre, y nos hemos acostumbrado a estar sujetos a señores. Ellos, pues, han sufrido muchas guerras y muy grandes por sólo vivir en su libertad, por no someterse a la sujeción y mando de los egipcios ni de los medos, y por no hacer lo que éstos les mandaban. Mas ¿qué necesidad hay que me alargue en hablar de nuestros antepasados? Esta misma guerra que tenemos ahora con los romanos, no quiero decir si nos es cómoda y provechosa, ni si nos es dañosa; ¿qué otra causa la mueve sino sola la libertad? Pues no pudiendo sufrir que sean señores de nosotros los que lo son de todo el mundo, ¿hemos de sufrir la tiranía de nuestra propia gente? Los que obedecen a señores extraños, culpan a la fortuna, por cuya injuria han sido vencidos; pero dejar señorear los malos entre los propios naturales, es cosa muy abatida, y es cosa de hombres que desean estar en servidumbre.

«Pues hemos hecho mención de los romanos, no quiero encubriros lo que estando hablando con vosotros se ha hecho, y me ha turbado algún poco; porque aunque seamos presos por éstos (guárdenos Dios de ello), no podemos experimentar lo más crueles que han sido contra nosotros nuestros naturales. ¿De qué manera queréis que no llore, viendo en el templo dones de los romanos, y viendo robos de los naturales que nos han robado la nobleza de esta ciudad, que era la mayor de todas, y más rica, y ver despedazados y muertos tales varones, a los cuales los romanos mismos, aunque salieran vencedores, les obedecían?

«Los romanos no osaron jamás pasar los límites, ni entrar en los lugares nuestros secretos, no osaron violar nuestras costumbres, antes de lejos se amedrentaban sólo en mirar nuestros santuarios, y algunos de nuestros naturales, nacidos entre nosotros, criados con nuestras leyes y costumbres y con el mismo nombre de judíos, se pasean por medio de los lugares santos, que a ellos les son prohibidos, con las manos calientes aun de las muertes de sus mismos naturales. ¿Quién, pues, temerá la guerra de los extranjeros, si considerase la de los mismos ciudadanos naturales? Mucho más justamente se han con nosotros nuestras enemigos: porque si debemos acomodar los vocablos propiamente según son las cosas, por ventura se hallará que los romanos han sido conservadores de nuestras leyes, y los enemigos de ellas son los nuestros naturales; pero cierta cosa es que no se puede pensar castigo tan grande, cuanto merecen las maldades de éstos.

«Lo mismo sé que tenéis persuadido vosotros, sin que yo de ello hablase, y que estáis todos movidos contra ellos por las cosas que de ellos habéis sufrido: y puede ser que los más teméis la grande audacia y fuerza de éstos, parte por ser muchos, y parte también por verlos en el lugar alto; pero como estas cosas han sucedido por negligencia vuestra, así también más se valdrán de ella, si nos detenemos y no trabajamos de resis tirles. El número les crece cada día más, porque no hay bellaco que no busque su semejante; levántales también mayor atrevimiento ver que no les han hecho hasta ahora ningún impedimento ni resistencia, y servirse han cierto del lugar que tienen con toda provisión y aparejo, si no proveemos y si les dejáremos tiempo para ello.

«Si comenzamos a resistirles e ir contra ellos, cierto humi llaránse, porque sus propias conciencias, y pensar la maldad grande que hacen, les hará perder lo que por causa de tener el lugar más alto han ganado. Podrá también ser que la Divina Majestad de Dios, viéndose menospreciada por ellos, convertirá contra ellos mismos las armas que contra nosotros tienen, y con sus mismos dardos y saetas, ellos serán muertos: para que sean vencidos, basta que nos vean, aunque también es cosa muy digna que si hay algún peligro, muramos por defender las cosas nuestras sagradas, y si no por nuestras propias mujeres e hijos, aventuremos nuestras vidas a lo menos por Dios y por sus cosas: serviré yo en ello con mi parecer y con mis fuerzas, y no os faltará consejo ni cosa alguna para provisión y guarda vuestra, y no veréis que yo me excuse de algún trabajo.»

Con estas cosas levantaba y amonestaba Anano al pueblo contra los que arriba dijimos zelotes, no porque no supiese ser casi imposible vencerlos por el gran número y muchedumbre que se había juntado, sino por ver la juventud y pertinacia de sus ánimos, y mucho más por saber lo que cometían, porque no confiaban alcanzar perdón jamás de los pecados hasta entonces cometidos; pero todavía quería antes sufrir cualquier cosa, que dejar a su república en tanta necesidad y aprieto. El pueblo lo esforzaba contra aquéllos, y daba prisa en querer venir contra los que Anano había rogado, y todos estaban muy prontos para sufrir todo peligro; pero estando Anano ocupado en apartar y escoger los más aptos e idóneos para la guerra, sabiendo los zelotes lo que éste determinaba, porque tenían ya espías puestos, que todo se lo hacían saber, vinieron contra el pontífice, unas veces escondidamente, y otras en compañía, todos juntos salieron contra él, y no perdonaban a cuantos podían encontrar.

En seguida juntó Anano el pueblo, cuyo número era mayor, pero en las armas no eran menores los zelotes, y la alegría suplía por cada parte lo que le faltaba: los ciudadanos habían tomado mayor ira con las armas, y los que habían salido del templo tenían mayor audacia y más grande atrevimiento que cuantos había, porque pensaban no poder vivir en la ciudad si no quitaban la vida a cuantos zelotes había; y éstos, por otra parte, pensaban que si no eran vencedores no podían dejar de recibir todo castigo de manos del pueblo. Trabóse, pues, entre éstos la pelea, obedeciendo todos a la ira y movimiento de sus ánimos como a capitán; al principio comenzaron a tirar piedras algo lejos delante del templo, los unos contra los otros, y si algunos huían, los vencedores entonces con sus espadas los perseguían, y como los heridos de ambas partes fuesen muchos, las muertes eran también muchas. Los del pueblo, cuando caían, eran llevados a sus casas por su gente; pero cualquiera de los zelotes que fuese herido, subíase al templo y mojaba la tierra y el suelo consagrado con su sangre, de tal manera, que podría bien decir alguno haber sido la religión violada con sola la sangre de éstos; los ladrones podían siempre más en sus corridas, pero los del pueblo, tomando gran ira contra ellos, y acrecentándoseles más el número, reprendiendo a los perezosos y cobardes, y a los que los seguían, forzábanles a pelear sin dejarles lugar ni ocasión para recogerse, y de esta manera movieron a todos a que, peleasen. Ibanse recogiendo en este tiempo, no pudiendo los enemigos sufrir ya la fuerza, hacia el templo; pero Anano, con sus compañeros, dió en ellos, de lo cual sucedió, que aquéllos se amedrentaron que estaban por el cerco de fuera, por lo cual, recogidos huyendo dentro el muro interior, cerraron oportunamente las puertas. No estaba contento Anano, ni le parecía bien hacer fuerza alguna contra las puertas del templo sagra do, estando también los enemigos por encima tirando muchas saetas, y pensaba ser cosa ilícita y muy nefasta, aunque ciertamente fuese vencedor, hacer que su pueblo entrase dentro sin proveerse según costumbre. De toda aquella gente que con él tenía, escogió seis mil hombres muy bien armados, y púsolos que guardasen las puertas y entradas de las calles; puso otros que después les sucediesen en la guarda; pero los principales escogieron muchos de los más honestos y más hombres de bien, y éstos buscaron gente pobre para ponerla en guarnición, dándole sueldo. Sobrevino entre éstos Juan, el que dijimos arriba haber huido de Giscala, el cual los echó a perder a todos y los hizo morir; porque éste, lleno de engaños, y con el deseo que tenía tan grande de mandar y ser señor de todos, estaba acechando ya mucho había al bien común. Fingiendo éste que era del mismo parecer del pueblo, juntábase con Anano, tanto en el tomar consejo entre día con la gente principal, como de noche, entretanto que daba vista por todas las guarniciones. Este hacía saber a los zelotes todos los secretos de Anano, y cuanto el pueblo determinaba, en la hora, por causa y medio de éste, los enemigos lo sabían. Lisonjeaba en gran manera a Anano y a todos los principales del pueblo, procurando no venir ni caer en alguna sospecha; pero esta honra al contrario se entendía, porque por la variedad de sus lisonjas sospechaban de él mucho, y también por ver que se metía en todo, aunque no lo llamasen, era tenido por traidor y descubridor de los secretos que entre sí trataban. Veía Anano claramente que todos sus consejos y cuanto se trataba entre él y los suyos era sabido por los enemigos, y lo que Juan hacía daba claramente testimonio de sus traiciones; mas no era cosa fácil echarlo de entre ellos, ni aun era po sible, porque podía mucho su malicia y maldad; y además de esto, no le faltaba favor de muchos nobles que entraban en los consejos. Parecióles, pues, por tanto, pedirle y hacer juramento por confirmación de su amistad y benevolencia; no dudando él en hacerlo, juró que sería muy fiel y guardaría toda lealtad con el pueblo, y que no descubriría a los enemigos hechos ni consejos algunos de los que entre ellos se tratasen, y que juntamente con su consejo, con su fuerza y vida, trabaj aría en echar y resistir a los rebeldes. Creyéndolo, pues, Anano y sus compañeros, después de su juramento recibíanlo en todos sus consejos, y luego enviáronlo ellos mismos por embajador a los zelotes, porque tenían gran cuidado que por culpa propia de ellos no se ensuciase el templo con la sangre, ni se contaminase, si alguno de los judíos perecía allí dentro. Éste, como que no hubiera hecho aquel juramento sino por los zelotes, entrando a hablarles, púsose en medio de ellos y dijo que muchas veces había estado por causa de ellos en gran peligro, por que no ignorasen lo que secretamente trataban entre sí Anano y sus compañeros; y que ahora se había de poner en un trabajo muy grande, juntamente con ellos, si presto no era divinamente socorrido; porque Ana no venía con gran prisa, y había persuadido al pueblo que enviase embajadores a Vespasiano que se diese prisa en venir a tomar la ciudad; que para el día siguiente estaba concertado cierto alarde; que entrando con ocasión de hacer lo que a su religión debían, habían de pelear por fuerza con todos, y que él no sabía ni alcanzaba hasta cuándo habían de sufrir el cerco, o cuándo ni de qué manera habían de pelear con aquella muchedumbre, siendo ellos tan pocos. Añadía además de esto, que él había sido enviado, como por divina providencia, con la embajada de quererse pasar como amigos, porque Anano quería con esta esperanza cebarlos y súbitamente acometerlos, sin que tal pensasen; y que por tanto convenía, si alguno determinaba deberse guardar la vida, o rendirse a los que los cercaban, o pedir algún socorro por defuera; y que ios que tenían esperanza, si acaso eran vencidos, de ser perdonados, él los tenía por olvidados de su atrevimiento si pensaban también haber de hallar toda amistad con aquellos contra quienes habían hecho y cometido tantas cosas; porque el arrepentimiento, por grande que sea, siempre suele ser aborrecido en aquellos principalmente de quien se ha recibido daño alguno, y la ira se encrudecía en los que habían sido enojados, con la licencia y poder que alcanzaban contra ellos. Díjoles también que los parientes y deudos de los que ellos mismos habían muerto, les estaban ya encima, y todo el pueblo muy airado por ver sus leyes quebrantadas, entre los cuales, aunque hubiese algunos que los recibiesen con amistad y misericordia, todavía había de poder más la ira y furor de la mayor parte. Estas cosas, pues, trataba Juan, contrarias de las a que había sido enviado, amedrentando a todos los que allí dentro estaban, y no osaba mostrarles ni descubrirles la ayuda y socorro de los defuera que les había señalado, diciéndolo por los idumeos, y para mover los príncipes y capitantes de los zelotes, particularmente argüía a Anano, y decía que era muy cruel, mostrando y confirmando cuantas amenazas les hacía.

Capítulo VI

De la venida de los idumeos en socorro de los de Jerusalén, y de lo que hicieran.

Estaba allí Eleazar, hijo de Simón, el cual, además de muchos otros, era hombre de muy buen consejo y sabía muy bien ejecutar lo que determinaba, y Zacarías, hijo de Anficalo, ambos del linaje de los sacerdotes. Habiende sabido éstos, además de lo que comúnmente se decía, lo que particularmente habían amenazado, y que por hacerse Anano poderoso él y su parte, habían llamado a los romanos que los socorriesen, porque entre las mentiras de Juan ésta era una, dudaban mucho lo que mejormente harían, apretados con el tiempo que tenían tan corto. Veían el pueblo no menos pronto para pelear con ellos que ellos mismos, y que les había sido quitada la libertad de llamar o enviar por algún socorro, con la diligencia que los enemigos habían hecho en poner en ello guardas; todavía quisieron llamar a los idumeos que los ayudasen, y escribiéndoles una breve carta, diciendo la mayor parte de lo que querían a los mensajeros de palabra, hiciéronles saber cómo Anano quería entregar la Metrópoli, que era la ciudad principal, a los romanos, y que ellos estaban encerrados en el templo por haber discordado con ellos, por defender la libertad, y que no confiaban vivir muc ho tiempo, según lo poco que Anano les prometía; por lo cual decían que si no les socorrían presto, todos se entregarían en manos de Anano y de los enemigos, y la ciudad también sería presto entregada a los romanos.

Para llevar esta embajada escogieron dos varones esforzados, muy elocuentes en el hablar, bastantes para persuadir toda cosa que quisiesen y lo que más provechoso era en ne gocios semejantes, muy diligentes en hacer su camino. Tenían ellos por cierto que los idumeos les habían de obedecer y ayudarles luego, sabiendo que era gente muy amiga de revueltas y fiera, y sabiendo también que se alegraban con toda mutación; que por pocos ruegos que les hiciesen estaban prontos para la guerra, y que venían tan de voluntad a ella, como a ver alguna fiesta muy solemne.

Dijeron a sus mensajeros que se fuesen muy diligentes, y ellos estaban por ello con toda alegría: ambos se llamaban Ananías.

Venido habían ya delante los regidores de Idumea, los cuales, viendo la carta y lo que por los embajadores les demandaban, comenzaron todos como furiosos a convocar la gente, a armarse y pregonar la guerra; apenas fué dicho, la gente estuvo junta, y todos tomaron armas por defender la Metrópoli; es a saber, la ciudad principal de Judea y su libertad. Habiéndose, pues, juntado casi veinte mil hombres, con cuatro capitanes, llegaron a Jerusalén. Fueron éstos Juan y Diego, hijos de Sosa, Simón de Gathla y Finea, hijo de Clusoth. No supo Anano ni sus guardas la partida de estos embajadores; pero bien supieron el ímpetu de los judíos; porque entendiéndolo antes, cerróles las puertas y puso guardas a los muros; pero no los pareció pelear con éstos, sino persuadirles con palabras la paz y la concordia general. Estando, pues, Jesús en una torre contraria, el cual era el pontífice más antiguo de todos, excepto Anano, dijo:

«Entre muchas revueltas que esta ciudad ha tenido, de cosa ninguna nos debemos maravillar de la fortuna, tanto como de ésta, que es ver que aun a los malos ayuda lo que no confían.

«Vosotros habéis venido para ayuda y socorro de los hombres más perdidos del mundo, contra nosotros, con tanta alegría, cuanta os conviniera venir contra los más bárbaros del universo, aunque toda la república os llamara; y si viese ciertamente que vuestra venida era semejante al ánimo que tienen los que os han rogado que vinieseis, no dudaría en decir que era vuestra fuerza e ímpetu loco y sin razón.

«Porque yo os hago saber que no hay cosa en el mundo que tanto conserve la concordia entre los hombres, como es la semejanza en las costumbres. Ahora, pues, éstas, si queremos mirar a cada uno por sí, hallaremos que son dignos de mil muertes; porque después que han usado de su muy sobrado atrevimiento en todos los lugares y ciudades, comiendo con su demasiada lujuria sus patrimonios, y siendo la más civil gente del pueblo, más rústica y más apocada, se han entrado escondidamente en la ciudad sagrada como ladrones, y han ensuciado el suelo sagrado con maldades muchas y muy grandes; y los veréis fácilmente beodos de vino entre la s cosas que tenemos por sagradas, y consumen los despojos de los muertos con la codicia insaciable de sus vientres. Pues la muchedumbre de vuestra gente, y tantas armas, no vienen de otra manera que viniera si por dicha la ciudad y consejo os pidiera socorro contra los extranjeros; que podrá, pues, decir alguno: Qué es esto sino injurias grandes de la fortuna?, viendo que os juntáis por favorecer a gente tan dañada, y para ello juntáis las armas todas de vuestra nación.

«Mucho ha que no puedo hallar cuál haya sido la causa por la cual os habéis movido tan de rebato: porque bien creo no ha podido ser pequeña, pues habéis todos tomado armas para venir contra el pueblo, que os ha sido siempre muy amigo, en favor de tales ladrones. Pues qué, ¿habéis oído, por ventura, algo de los romanos, o de alguna traición? Algunos de los vuestros lo decían ahora, y se enojaban poco ha, diciendo que habían venido por librar la ciudad; nos hemos maravillado ciertamente, además de muchas otras cosas, por saber tan gran maldad; porque contra los hombres que naturalmente aman la libertad y están aparejados a pelear con los extranjeros enemigos, por defenderla, no os podíais levantar vosotros con tanta fiereza, si no os hubieran mentido muy falsamente, y dicho que la queríamos entregar a los romanos; pero debéis considerar vosotros quiénes son nuestros acusadores, y sacar la verdad no de las mentiras de éstos, sino juzgarla por el estado de las cosas de todos en común.

«¿Por qué razón o causa nos habíamos de entregar ahora a los romanos, pues desde el principio podíamos o no rebelarnos contra ellos, o ya que nos habíamos rebelado, presto podíamos tornar en amistad, antes que permitir que toda esta comarca fuese destruída? Porque aunque quisiésemos, ya no nos es posible pasarnos a ellos, habiéndose ellos ensoberbecido con haber sujetado y destruído a toda Galilea, y también porque más feo nos sería que la muerte, querer amansarlos ahora que se acercan.

«Yo, cuanto a lo que a mí me toca, en más tengo y mucho más querría la paz que la muerte; pero habiéndose ya una vez puesto en la guerra, después de dada ya la batalla, mucho más precio morir gloriosamente, que vivir cautivo en miseria.

«Pero dicen que nosotros hemos enviado, como principales entre todo el pueblo secretamente alguno, a los romanos, o que también fué hecho por consentimiento común de todo el pueblo. Dígannos, pues: ¿qué amigos hemos enviado, qué criados han sido ministros de la traición que nos levantan? ¿Por ventura prendieron ellos alguno, o yendo, o viniendo, o han alcanzado algunas cartas nuestras? ¿Cómo, pues, nos podíamos esconder de tantos ciudadanos tratando con ellos siempre y todas las horas del día? Siendo concierto de pocos, y aun estando esos cerrados en el templo, porque no pudiesen salir a lo público de la ciudad, ¿cómo pudieron saber lo que fuera de la ciudad secretamente se trataba? ¿Por ventura hanlo sabido ahora, cuando han de ser castigados por sus atrevimientos?

«Entretanto que estuvieron sin temor, no pensaban que alguno de nosotros fuese tra idor. Si echan la culpa de esto al pueblo, consejo se tuvo público sobre ello; todos fueron presentes en este ayuntamiento, por lo cual más manifiesta corriera la fama como mensajero presto. ¿Pues qué necesidad había de enviar embajadores para ello, teniendo determinado ciertamente entregarnos a ellos? Digan quién fué señalado para tal embajada. Pero excusas son éstas de los que malamente han de perecer, y de los que trabajan por excusarse de la pena que les está muy cerca. Y si estaba ya ordenado, por acaso, que hubiésemos de entregar la ciudad, también pienso que lo hicieran los mismos que nos acusan, a cuyo atrevimiento no le falta sino el mal de traición solamente. «Conviene, pues que vosotros ya estáis juntados con las armas, ayudéis a vuestra ciudad principal, lo cual es cosa muy justa, y trabajéis en echar por tierra, juntamente con nosotros, a estos tiranos, que han quebrantado todos nuestros derechos; y menospreciando las leyes, han querido sujetarlas a sus pies con la fiereza de sus armas: prendieron a los varones nobles, sin ser acusados, de miedo de la ciudad, y pusiéronlos en cár celes muy injustamente; y después, sin doblarse ni perder su fuerza con los ruegos y consejos que les daban, los mandaron matar.

«Lícito os será a vosotros, entrando en esta ciudad no como hombres de guerra, ver señal de esto que digo claramente, y ver las casas desoladas y destruidas con los robos: las mujeres de los muertos, parientes y familia, todos llenos de luto; oiréis los gemidos y llantos que hay por toda la ciudad, porque no hay alguno que no haya sufrido algo de la perse cución de estos impíos y perversos. Los cuales se han atrevido a tanta locura, que han mostrado el atrevimiento de ladrones, no sólo en los lugares y ciudades extranjeras, sino en ésta, que es la principal y cabeza de toda Judea y de toda nuestra gente; pero aun también lo que de la ciudad misma robaban, lo pasaban al templo: éste habían escogido para recogerse; aquí se confiscaba lo que de nosotros y contra nosotros malamente ganaban; y el lugar venerable a todo el universo, honrado por todos cuantos extranjeros de los fines del mundo venían sólo por verlo, es ahora pisado y destruído por los malos que entre nosotros mismos son nacidos.

«Gózanse en vernos, ya desesperados, cómo un pueblo se levanta contra el otro, y una ciudad contra otra, y en ver que los extranjeros tienen cabida y entrada tan fácil en sus propias cosas, debiendo vosotros, según dije que sería lo mejor y más conveniente a todos, dar muerte, con nosotros juntamente, a los que tanto daño causan, y tomar venganza de tan gran engaño, que se han atrevido a pedir y tomar socorro de vosotros, a los cuales debían todos temer como vengadores de tan gran maldad.

«Si pensáis, por ventura, que los ruegos de tales hombres deben ser tenidos en mucho y reverenciados, lícito os es entrar en la ciudad con hábito de amigos y parientes, dejando las armas a una parte, y ser jueces de nuestras discordias, como medios entre los enemigos y nosotros, aunque debéis pensar el provecho que podrán traer, pues han de hablar delante de vosotros de pecados y culpas tan manifiestos y tan grandes, los que no han querido permitir que los que no eran acusa dos hablasen una palabra. Alcancen ahora esta gracia con vuestra venida.

«Si no queréis enojaros con nosotros, ni ser de nuestra parte, queda, pues, que seáis lo tercero: es a saber, que dejando entrambas partes, no ayudéis a nuestra matanza, ni quedéis con los que acechan a la salud de la ciudad; porque aunque pensáis que alguno de nosotros ha hablado con los romanos, licencia tenéis de mirar todo el camino, y defender entonces vuestra ciudad, cuando algo tal hallarais de lo que hemos sido acúsados, y tomar venganza de los que nos han calumnia do, hallando no ser así. No os amenazan los enemigos teniendo vuestros asientos cerca de la ciudad.

«Si nada de esto os agrada ni os parece razonable, no os maravilléis que os hayan cerrado las puertas, entretanto que estuviereis con las armas.»

Estas cosas estaba hablando Jesús. La muchedumbre de los idumeos no advertían todo esto, ardiendo con la ira, por no haberles sido lícito entrar como querían; y los capitanes entre sí se enojaban por lo que tocaba a dejar las armas, pensando y teniéndose por no menos que cautivos si, por mandarlo algunos de ellos, las dejaban. Uno de los capitanes, llamado Simón, hijo de Cathla, cuando apenas estaban los suyos apaciaguados, poniéndose en un lugar adonde lo pudiesen fácilmente oír los pontífices, dijo:

«No me maravillo yo ya que los defensores de la libertad fuesen cercados y encerrados en el templo, habiendo cerrado la puerta que solía ser común antes a toda aquella gente, y estaban por ventura aparejados para recibir a los romanos con fiesta, y hablaban con los idumeos por las torres y por los muros, y les mandaban echar las armas que por la libertad han tomado; y no encomendando ni fiando de sus parientes y cercanos la guarda de la ciudad, quieren que sean jueces de sus discordias, y acusando a los otros de que han muerto a los ciudadanos sin culpa, afrentan y condena n con deshonra a toda la nación; y habéis ahora, finalmente, cerrado la ciudad a nuestros domésticos y amigos, que solía siempre estar abierta a todos los extranjeros por la religión. Gran prisa nos dábamos, ciertamente, en venir contra vosotros, y por hacer guerra contra los gentiles, habiéndonos dado prisa en ser aquí muy presto, por defender y guardar vuestra libertad. Yo pienso que los que cercáis os han dañado de la misma manera; y que vosotros ahora buscáis y andáis cogiendo sospechas semejantes contra ellos. Además de esto, tenéis presos dentro a los que defienden muestra ciudad, y tenéisla cerrada a todos los que os son muy adeudados en sangre y linaje, y decís que sufrís gran tiranía, mandándonos obedecer a mandamientos de tanta afrenta, y echáis a los otros el nombre siendo vosotros mismos los tiranos. ¿Quién, pues, sufrirá vuestro hablar tan engañoso, viendo la contradicción y repugnancia de las cosas? Porque echando vosotros de la ciudad a los idumeos, pues también nos prohibís las cosas sagradas que tenemos en nuestras tierras acostumbradas, alguno podrá reprender buenamente a los que están presos y detenidos en el templo: porque habiendo osado castigar a los traidores, que vosotros, por ser compañeros de vuestra maldad, llamáis varones nobles, no han comenzado el castigo por vosotros y por no haber cortado los miembros principales de esta gran traición.

«Pero sea así, que ellos hayan sido algo más flojos de lo que el caso requería, nosotros, que somos idumeos, guardaremos la morada de Dios y pelearemos por el bien común de la patria, teniendo también cuenta en los que por defuera osaren armarnos algunas asechanzas, tomando de todos venganza como de enemigos nuestros. Quedaremos aquí armados en guarda y defensa de los muros hasta que, o los romanos, teniendo cuenta con vosotros, os den la libertad que pedís, o hasta tanto que vosotros mismos mudéis de parecer recobrando el cuidado que debéis tener por vuestra libertad.»

Capítulo VII

De la matanza de los judíos hecha por los idumeos.

Dichas estas cosas, los idumeos todos con voz alta asintieron en ello, y Jesús se fué triste viendo que los idumeos no podían venir ni consentir en cosa alguna moderada y de razón, y viendo también que la ciudad estaba combatida por dos partes y por dos diversas gentes. La soberbia y ánimo levantado de los idumeos no podía reposarse, no pudiendo sufrir la injuria que les había sido hecha en haberles prohibido la entrada de la ciudad: y temiéndose que la fuerza de aquellos zelotes era muy firme y era muy grande, pesábales ya de haber venido, pues vieron no tener algo que pudiese ayudarles; pero la vergüenza que tenían de volverse sin haber hecho cosa alguna, vencía su pesar. Puestos, pues, sus alojamientos allí mismo cerca del muro, determinaron quedar.

Sucedió que aquella noche hizo muy gran frío, levantáronse vientos muy bravos, y vino grande agua, muchos rayos y horribles truenos: sintieron que la tierra temblaba, por lo cual todos estaban ya muy ciertos que por destrucción de los hombres el estado del mundo se confundía, porque aquellas señales no manifestaban haber de ser algo que poco importase. Los idumeos y los de la ciudad conformaban en esto, pensando que Dios estaba enojado contra aquéllos por haber venido para hacer la guerra, y que no podían escapar si determinaban pelear contra la ciudad. Anano y sus compañeros, por otra parte, pensaban haber ya sin batalla vencido, y creían que Dios quería hacer la guerra por ellos. Ciertamente declaraban mal lo que había de ser, y atribuían lo que ellos habían de padecer, a los enemigos.

Estaban los idumeos repartidos y rehaciendose lo mejor que podían a camaradas y ayuntamientos, y habiendo puesto sus escudos encima de sus cabezas, no eran tan enojados por el agua. Los zelotes temían más el peligro y se fatigaban más por ellos que no por sí mismos: y así determinaban juntos buscarles alguna máquina si la pudiesen hallar, con la cual los pudiesen amparar y socorrer. A los que más con la juventud ardían, parecíales acometer por fuerza de armas a las guarda s, y haciendo fuerza contra la ciudad, abrir públicamente las puertas a los que venían de socorro: porque pensaban que la mayor parte de las guardas estaba sin armas, y eran hombres no ejercitados en la guerra, y que, por tanto, serían fácilmente desbaratados: además de esto, los ciudadanos dificultosamente se podían juntar, porque cada uno se estaba recogido a causa del frío y tempestad grande que hacía; y aunque interviniese en ello algún peligro, querían más sufrir toda cosa, que menospreciar el provecho de tanta gente, y permitir que feamente pereciesen.

Los que eran más prudentes y asesados, trabajaban en persuadirles que no les hiciesen fuerza, porque no acrecentaban el número de las guardas por causa de ellos solamente; pero veían también que guardaban con mayor diligencia el muro, y que Anano no faltaba en por que los idumeos no entrasen; algún lugar, antes todas las horas del día estaba con las guardas y se recataba mucho, lo cual había sido verdad todas las otras noches; pero aquélla se había reposado, no por pereza ni negligencia suya, sino por morir él y las guardas también todas, según estaba en su hado ordenado: porque pasada ya gran parte de la noche, con el gran frío que acía, estando las guardas ordenadas en sus puertas, se durmieron.

Vínoles un consejo a los zelotes que con los cierres que estaban consagrados para el servicio del templo, cerrasen las puertas: para este hecho tuvieron en favor, por que no fuesen oídos, el ruido grande de los vientos, los muchos truenos que había, y saliendo del templo, vinieron secretamente al muro, y abrieron la puerta que estaba a la parte donde los idumeos estaban.

Al principio sospecharon éstos que era algún ardid que Anano les armaba: pusieron con tiempo todos mano a sus armas, como para resistirles; pero después que fueron conocidos, entraron poco a poco. Si quisieran ejecutar y mostrar su fuerza contra la ciudad, no había quien les prohibiese que matasen todo el pueblo: tan grande era la ira que todos traían consigo. Dábanse los zelotes al principio gran prisa en librarse de las guardas: rogábanles también, pues les habían recibido dentro, que no los menospreciasen estando cercados de tantos males, pues no habían venido sino por favorecerles, y que se guardasen de causarles mayor peligro y más amarga pérdida: porque presas una vez las guardas, más fácilmente podrían combatir la ciudad; pero si por ventura los movían, no podrían impedir que, en sintiéndolos, se juntasen y quisiesen prohibirles la subida.

Pareció bien esto mismo a los idumeos, y así venían ya subiendo por medio de la ciudad al templo, estando suspensos los zelotes aguardando la venida de ellos. Habiendo finalmente entrado, osaron salir del recogimiento del templo también ellos, y mezclándose con los idumeos, vinieron contra las guardas. Muertos algunos de los que hallaron durmiendo, despertóse toda la muchedumbre con los gritos y clamores de los que velaban; y tomando armas para resistirles, dábanse prisa no sin gran miedo y espanto.

Sospecharon primero que los zelotes querían hacer algo: confiaban vencerlos, con ser muchos más ellos en número; pero viendo los otros que de fuera entraban, que los idumeos habían también entrado, la mayor parte de ellos, dejando las armas y perdiendo el ánimo, comenzó a querellarse: pocos de los mancebos, muy bien armados y muy en orden, oponiéndose .a los idumeos, defendían algún tanto al pueblo, que estaba con muy poco ánimo: otros hacían saber a todos la destrucción de la ciudad, pero ninguno osaba socorrerles ni ayudarles, sabiendo que los idumeos habían entrado: respondían ellos también, con llantos grandes, ser ya por demás todo socorro: levantábanse grandes gritos de las mujeres, siempre que veían en peligro alguno de los que estaban de guarda.

Por otra parte, los zelotes doblaban los clamo res de los idumeos; y la tempestad grande que hacía era causa que las voces de todos pareciesen más horribles y espantosas. Los idumeos a ninguno perdonaron, porque de su natural son éstos muy crueles en dar la muerte, y érales muy enojoso aquel frío y tempestad, y tenían por enemigos a los que los habían hecho padecer fuera de la ciudad tanto tiempo, enojándose no menos con los que les rogaban, que con los otros que les resistían. Muchos, poniéndoles delante que eran sus parientes, y rogándoles que tuviesen reverencia al templo común de todos, eran muertos. No tenían lugar para huir ni tenían alguna esperanza de salvarse; y no habiendo tenido espacio para apartarse ni para irse, morían más con la fuerza de juntarse unos con otros que con las de los enemigos, aunque los matadores jamás se amansaban. Estando, pues, inciertos y sin saber qué hiciesen, echábanse dentro de la ciudad, causándose ellos mismos, según mi parecer, más crueles muertes, porque huían, hasta tanto que todo el cerco del templo por defuera estuvo lleno de sangre. Cuando llegó el día, halláronse ocho mil quinientos hombres muertos. No se hartó con esto la ira de los idumeos, antes volvieron sus manos y sus fuerzas contra la ciudad, y robaban todas las casas; y al que acaso hallaban, luego lo mataban. Pensaban ser por demás las muertes de todo el pueblo, por lo cual hacían diligencia en buscar a los pontífices: en esto se ocupaba la mayor parte; y en la hora que los hallaban, luego eran despedazados: y poniéndose de pies encima de los cuerpos de estos muertos, burlábanse y escarnecían ahora la amistad y amor de Anano para el pueblo, y luego lo que Jesús les había dicho desde el muro.

Llegaron a mostrar su impía crueldad, hasta echarlos sin sepultar, teniendo principalmente tanto cuidado los judíos de la sepultura, que aun los que por malhechores son ajusticiados, suelen ser sepultados cuando el sol es puesto: y no pienso que crraría, ciertamente, si decía haber sido principio de la destrucción de la ciudad la muerte de Anano; y que aquel día fueron destruídos los muros, y pereció el público bien de los judíos, cuando vieron delante de sus ojos al pontífice y regi dor de la salud de todos en medio de la ciudad degollado. Además de la dignidad que éste tenía, era por sí varón muy justo y digno de loor; y demás de la nobleza, dignidad y honra suya, era varón que se holgaba mucho en mostrarse igual con todos, por bajos que fuesen. Era gran favorecedor de la libertad, y deseaba mucho ver a su pueblo señor. Tenía siempre en más el provecho y utilidad común, que el propio y particular; y trabajaba principalmente en ganar la paz y conservarla. Sabía que los romanos no podían ser vencidos; y consideraba que si los judíos no sabían vivir pacíficamente, ciertamente habían de perecer del todo: y para que breve mente concluya, vivieran si Anano viniera a rendírseles y pasarse a los romanos.

Era maravilloso en tratar una cosa, y más maravilloso en persuadir al pueblo todo lo que quería. Tenía ya vencidos a los que lo impedían y querían la guerra, por lo cual creo que bajo de tal capitán gran trabajo dieran a los romanos, y mucho más tiempo les hicieran gastar.

Estaba con él Jesús, no mejor que Anano, si con él se comparaba; pero mayor que todos los otros, y pensaría ciertamente que Dios quiso quitar la vida a estos dos defensores que tanto amaban a su ciudad, queriendo que, como sucia y contaminada, pereciese con fuego, y con incendio grande fuesen limpiadas las cosas santas y sagradas de ella.

Vieras, pues, en tierra, desnudos, echados a los perros y a las fieras, los que poco antes estaban vestidos con las vestiduras sagradas, autores de la religión célebre por todo el universo, los cuales solían ser honrados y muy acatados por cuantos extranjeros en la ciudad entraban. Pienso que gimió la virtud por estos varones, doliéndose lastimada por haber tenido entonces los vicios tanta fuerza.