Vidas Paralelas: Camilo, por Plutarco

Vidas Paralelas, Plutarco - Camilo. Vida del general y cónsul romano Marco Furio Camilo (c. 446 a. C. - 365 a. C.)

Vidas Paralelas

Plutarco

Las Vidas paralelas, del historiador griego Plutarco, es una de las obras estudios biográficos pioneros de la Historia. Escrita entre los años 96 d. C. y el 117 d. C., la obra se caracteriza principalmente por su particular estructura. Es decir, el tomar a dos personajes, uno griego y otro romano relacionados a través de una dedicación o característica que Plutarco consideraba definitoria, y relatar sus vidas en detalle comparando a ambas figuras al final (práctica denominada σύγκρισις o sýnkrisis). De allí, lógicamente, el nombre de la obra, Vidas paralelas.

Como ocurre con muchos otros trabajos de la literatura clásica, la obra ha llegado incompleta hasta nuestros días, conservándose solo cuarenta y ocho biografías. De estas, veintidós pares corresponden a las Vidas paralelas y el resto a otros trabajos biográficos realizados por Plutarco.

Vidas paralelas

Tomo I
TeseoRómuloComparación
LicurgoNumaComparación
Solón PublícolaComparación
TemístoclesCamilo ― Comparación

Tomo IITomo IIITomo IVTomo VTomo VITomo VII

Ir a la biblioteca de textos clásicos

Vida de Marco Furio Camilo

(c. 446 a. C. – 365 a. C.)

I.- Entre las muchas y grandes cosas que de Furio Camilo se refieren, hay una muy particular y extraña, y es que, con haber conseguido yendo de general muchas y muy señaladas victorias, con haber sido cinco veces dictador, haber tenido cuatro triunfos y haber sido llamado segundo fundador de Roma, ni una vez siquiera hubiese sido cónsul. Consistió esto en el estado en que se hallaba entonces el gobierno por los altercados de la plebe con el Senado; por cuanto, oponiéndose aquella a que se nombrasen cónsules, se elegían tribunos militares para el mando, y aunque éstos lo ejecutaban todo con poder y autoridad consular, su mando era menos odioso por su mayor número, siendo de algún consuelo el que seis, y no dos solos, se pusiesen al frente de los negocios para los que estaban mal hallados con la oligarquía. Floreciendo, pues, Camilo en aquella sazón en gloria y en hazañas, no tuvo por conveniente ser cónsul, con repugnancia del pueblo, aunque en el intermedio convocó el gobierno muchas veces comicios consulares; en cuanto a los otros mandos que tuvo, que fueron muchos y muy varios, se condujo de manera que la autoridad era común, aun cuando Pandaba solo, y la gloria era particularmente suya, aun cuando tuviese colegas en la autoridad; consistiendo, de estas dos cosas, la primera en su moderación, por la que mandaba de un modo que no le conciliaba envidia, y la segunda, en su prudencia, que a juicio de todos le daba el primer lugar.

II- No era todavía grande entonces el lustre de la casa de los Furios; debióse, por tanto, él a sí mismo lo que adelantó en gloria en la gran batalla contra los Ecuos y Volscos, militando bajo el dictador Postumio Tuberto; pues yendo delante de la caballería, y siendo herido en un muslo, no se contuvo, sino que sacándose el dardo que había quedado clavado en la herida, peleando con los más adelantados de los enemigos, los obligó a retirarse. Mereció por esta hazaña, además de otros premios, el que se le nombrase censor, cargo que en aquellos tiempos era de grandísima dignidad. Ha quedado memoria de un hecho loable suyo siendo censor, que fue excitar con palabras, y amenazar con penas, a los célibes, para que se casasen con las viudas, que por las guerras eran en gran número. Fue preciso también entonces sujetar a la contribución a los huérfanos, que antes eran horros, siendo la causa de esto los ejércitos que continuamente había que tener en pie y que obligaban a grandes gastos; precisando asimismo en gran manera a ellos el sitio de Veyos, a cuyos habitantes llaman algunos Veyentanos. Era esta ciudad la principal de la Etruria, en número de armas y en muchedumbre de gente de guerra poco inferior a Roma, y que, envanecida con su riqueza, con su abundancia de víveres, con su lujo y su regalo, entró repetidas veces en competencia, y por la gloria y el poder contendió con los Romanos. Mas en aquella sazón había desistido de estas pretensiones, quebrantada con grandes derrotas; habían si levantado altas y fuertes murallas, y, habiendo pertrechado bien la ciudad de armas, de dardos, de víveres y de todo género de preparativos, sufrían sin temor el cerco, que también para los sitiadores era trabajoso y difícil. Porque estando acostumbrados a no militar fuera, pasado el verano, sino recogerse a invernar en casa, entonces por la primera vez los habían obligado los caudillos a levantar trincheras, a fijar los reales en territorio enemigo y a juntar el invierno con el verano, estando entonces al fin del séptimo año de guerra; tanto, que por parecer que los generales hacían flojamente el sitio, se les revocó el mando. y se eligieron otros para la guerra, siendo uno de éstos Camilo, que era ya tribuno por segunda vez. Con todo, nada hizo por entonces en cuanto al sitio, porque le cupo en suerte hacer la guerra a los Falerios y Capenates, que por ver ocupados a los Romanos, les talaban el territorio y les servían de estorbo para la guerra de Etruria; mas Camilo los desbarató, causándoles gran pérdida, y los obligó a recogerse dentro de sus murallas.

III.- Con esta época, cuando la guerra estaba en su mayor fuerza, coincidió el suceso del Lago Albano, prodigio no menos digno de saberse que cualquiera otro de los increíbles como él, y que causó gran terror por falta de una causa general, y de poder el discurso asignarle un origen físico. Era la entrada del otoño, y el verano que concluía no había sido de aguas ni, que se supiese, habían reinado en él vientos húmedos que le hicieran tempestuoso; por lo tanto, teniendo la Italia muchos lagos, ríos y arroyos, éstos habían faltado enteramente, aquellos apenas y con gran dificultad se sostenían, y todos los ríos, como sucede siempre en el verano, corrían escasos y apocados. Pues el Lago Albano, que en sí mismo tiene su principio y su fin, circundado de montañas fértiles, sin causa alguna, como no fuese divina, se veía manifiestamente que había crecido, e iba hinchándose, superando las faldas de los montes, y llegando a igualar los collados que tenía alrededor, con mansedumbre y sin ser agitado con olas. Al principio sólo fue prodigio para pastores y vaqueros; pero cuando luego, alzada la corriente, como si rompiese un istmo, llegó a romper, por su cantidad y por su peso, los estorbos que contenían el agua, y descendió en grandes raudales por los campos y las arboledas hasta el mar, entonces no solamente dejó asombrados a los Romanos, sino que hizo entender a todos los que habitaban la Italia que no podía ser cosa pequeña la que anunciaba. Hablábase asimismo mucho de este accidente en el ejército que sitiaba a Veyos, de modo que aun entre los sitiados se tuvo de él noticia.

IV.- Como es común en todo sitio que se prolonga demasiado, que hay trato y comunicación frecuente entre los enemigos, sucedió también en éste. Un romano trabó conversación y amistad con un enemigo, hombre versado en el lenguaje antiguo, y que se creía que tenía un particular conocimiento de la adivinación. Como viese, pues, a éste, luego que le refirió la inundación del lago, mostrarse muy contento, y reírse del sitio: “Pues no es esto sólo- le dijo-, sino que este tiempo trae otros prodigios y otras señales más extrañas para los Romanos, sobre las cuales quería consultarle, por si en aquella común aflicción podía haber algún medio de proteger su seguridad personal”. Oíalo el Veyente con atención, y se prestaba gustoso a la consulta, como que iban a descubrirse algunos arcanos, y a poco de estar en este coloquio, atrayéndole cautelosamente, luego que estuvieron a bastante distancia de las puertas, le cogió en volandas, porque era de mayores fuerzas, y concurriendo en su auxilio algunos del campamento, se apoderó completamente de él, y le presentó a los generales. Cuando se vio en aquella situación, convencido de que no es dado al hombre evitar su hado, reveló los arcanos relativos a su patria, la cual no podía ser tomada mientras al Lago Albano, que se había derramado y difundido por otros caminos, no le hiciesen retroceder los enemigos y le impidiesen mezclarse con el mar. Oído esto por el Senado, y dudando qué haría, le pareció lo mejor enviar mensajeros a Delfos que consultasen al dios; y lo fueron Coso Licinio, Valerio Potito y Fabio Ambusto, varones muy ilustres y principales, los cuales, hecha su navegación y consultado el dios, trajeron también vaticinio sobre cierta omisión en los ritos de las ferias llamadas latinas, el cual prevenía que en cuanto fuese posible hiciesen volver hacia arriba el agua del Lago Albano a su receptáculo antiguo, y si esto no pudiera ser, con zanjas y con excavaciones la derramaran y perdieran por todo el país. Notificado este mensaje, los sacerdotes se dedicaron a los sacrificios, y el pueblo, a ejecutar las obras, con que dio a las aguas otro curso.

V.- El Senado, para el año décimo de esta guerra, abrogó todas las demás magistraturas, y nombró dictador a Camilo, quien eligió para maestro de la caballería a Cornelio Escipión. Empezó por hacer estas plegarias y votos a los Dioses, que si tenía glorioso fin la guerra daría grandes juegos y consagraría un templo a la Diosa, a quien llaman madre Matuta los Romanos. Puede pensarse que ésta es la misma que Leucotoe, por la especie de ritos que en su culto se practican; porque introduciendo una esclava a su santuario, le dan de bofetadas, y después la lanzan fuera; a los hijos de los hermanos los ponen en el regazo en vez de los propios, y ejecutan cosas muy parecidas a las de las nodrizas de Baco, y a los errores y trabajos que a causa de la combleza sufrió Ino. Hechas las plegarias, invadió Camilo el país de los Faliscos, y a éstos, y a los Capenates, que vinieron en su auxilio, los derrotó en una gran batalla. Volvió luego la atención al sitio de Veyos, y considerando que el asaltar los muros era obra larga y difícil, practicó minas, cediendo el terreno de las inmediaciones de la ciudad a la azada, y permitiendo llevar profundo el trabajo, sin que pudiesen sentirlo los enemigos. Alentada con esto la esperanza, comenzó él mismo a dar el asalto por la parte de afuera para atraer los ciudadanos a la muralla, y otros, caminando ocultamente por las minas, llegaron, sin ser percibidos, hasta estar dentro del alcázar, junto al templo de Juno, que era el más grande y de mayor veneración en la ciudad. Dícese que a esta sazón se hallaba allí el caudillo de los Tirrenos, celebrando cierto sacrificio, y que el agorero, al registrar las entrañas, dio una gran voz, diciendo: “Dios da la victoria al que termine este sacrificio”; lo cual, oído por los Romanos desde las minas, rompiendo al punto el pavimento, y echando mano a las armas con estrépito y gritería, asombrados los enemigos, dieron a huir, y ellos entonces, apoderándose de las entrañas, corrieron con ellas a Camilo; pero esto parecerá quizá que tiene el aire de fábula. Tomada la ciudad a viva fuerza, y encontrando y recogiendo en ella los Romanos una inmensa riqueza, al ver Camilo desde el alcázar lo que pasaba, al principio se quedó suspenso, y se le cayeron las lágrimas; después, como le felicitasen todos por el suceso, levantando las manos a los Dioses, y haciéndoles plegarias: “Jove Máximo- dijo- y vosotros Dioses, que sois testigos de las buenas y de las malas obras, bien sabéis que no contra justicia, sino en debida defensa, nos hemos apoderado de la ciudad, de unos hombres protervos e inicuos; mas si acaso, en cambio de este tan feliz suceso, somos deudores de alguna pena, os pido que por la ciudad y ejército de los Romanos venga ésta a parar sobre mí con el menor daño posible”. En esto, volviéndose sobre la derecha, como es costumbre de los Romanos en sus plegarias, tropezó en el mismo acto, y como se sobresaltasen los circunstantes, rehaciéndose prontamente de la caída: “Según mi súplica- dijo- me ha sobrevenido una caída ligera por una felicidad tan extraordinaria”.

VI.- Saqueada que fue la ciudad, determinó trasladar a Roma la imagen de Juno, conforme al voto que de ello hizo; y reuniéndose para ello muchos operarios, entretanto él hacía un sacrificio y pedía a la Diosa que se prestase a sus deseos y se hiciese benigna compañera de los Dioses que su buena suerte había dado a Roma, dicen que habló la estatua, y dijo que era muy de su voluntad y de su aprobación. Livio, sin embargo, refiere que bien fue cierto que Camilo, llegándose a la Diosa, le hizo aquella súplica y exhortación, pero que fueron algunos de los circunstantes los que respondieron que quería, venía en ello y seguía su voluntad. A los que sostienen y patrocinan aquel prodigio les sirve de gran defensa la incomparable dicha de Roma, que no se concibe cómo de tan pequeños y humildes principios había de haber llegado a tanta gloria y poder sin el amparo continuo y la frecuente aparición de Dios. También hacen al mismo propósito muchas cosas que se cuentan por el propio tenor, como haber sudado muchas veces algunas estatuas; que se les ha oído respirar, que han repugnado unas cosas o consentido otras, de lo que muchos de los antiguos nos han dejado diferentes testimonios; y en nuestro tiempo hemos oído también otros muchos sucesos admirables, que no fácilmente pueden mirarse con desdén. Pero tanto en el dar demasiado crédito a estas cosas, como en el negárselo del todo, puede haber peligro, por la humana flaqueza, que no se sabe hasta dónde llega, ni puede dominarse a sí misma, sino que o cae en la superstición y vana confianza, o da en el absoluto olvido y menosprecio de los Dioses; así, lo mejor es siempre irse con tiento y guardarse de los extremos.

VII.- Camilo, entonces, bien fuese por lo grande del hecho de haber tomado al año décimo del sitio una ciudad rival de la misma Roma, o bien porque se lo hubiesen inspirado los que le aplaudían y celebraban, manifestó un orgullo demasiado incómodo para lo que era aquel género de gobierno, porque el triunfo fue muy ostentoso, y lo hizo con cuatro caballos blancos, entrando así por Roma; cosa jamás vista en otro caudillo ni antes ni después; porque esta especie de tiro lo tienen por sagrado, únicamente atribuido al rey y padre de los Dioses. Desde entonces era difamado entre los ciudadanos, no acostumbrados a sufrir altanerías, y concurrió también para ello otra causa, que fue haberse opuesto a la ley sobre división de los ciudadanos; porque los tribunos habían propuesto que el pueblo y el Senado se dividieran en dos partes, quedándose allí los unos, y pasando los otros, a quienes tocara la suerte, a la ciudad cautiva; con lo que vivirían más cómodamente, conservando a dos hermosas y grandes ciudades su territorio y su bienestar. La plebe, que era numerosa y pobre, la admitía y rodeaba con tumulto la tribuna, pidiendo que se votase; pero el Senado y los principales entre los otros ciudadanos, creídos de que los tribunos más bien proponían la destrucción que la distribución de Roma, e incomodados con esta idea, se acogieron a Camilo. No se atrevió éste a hacer frente a semejante disputa, y lo que hizo fue buscar pretextos y dilaciones, con las que se eludió siempre aquella ley; y con este proceder se había hecho odioso. Mas la principal y más conocida causa de su indisposición con la muchedumbre fue la décima de los despojos, de la cual tomaron para aquella los más una ocasión, si no del todo justa, tampoco enteramente fuera de razón; porque cuando se dirigía a Veyos ofreció consagrar a Apolo la décima si tomaba la ciudad; pero tomada ésta, y hecho el saqueo, o por temor de chocar con los ciudadanos, o porque entre los muchos negocios se le hubiese olvidado, ello es que los dejó en la deuda de aquel voto. Después, cuando ya había salido del mando, dio cuenta de él en el Senado, y los augures habían manifestado que las víctimas denunciaban una ira de los Dioses, que pedía expiaciones y propiciaciones.

VIII.- Decretó el Senado el cumplimiento; mas no pudiendo deshacerse la distribución, se tomó el partido de que se obligara cada uno con juramento a volver la décima de lo que le había tocado; con lo que hubo grande y violenta incomodidad entre los soldados, gente pobre, y que sufría mucho en tener que volver tanta parte de lo que ya tenía tomado y acaso consumido. Turbado Camilo con este incidente, a falta de mejor excusa, recurrió a la más increíble, que fue la de confesar que se le había olvidado el voto: así aquellos se exasperaban más, diciendo que habiendo ofrecido entonces diezmar lo que era de los enemigos, ahora gravaba con este diezmo a los ciudadanos. Con todo, fue volviendo cada uno la parte que le correspondía, y se tuvo por conveniente hacer de todo una gran taza de oro y enviarla a Delfos. Escaseaba entonces el oro en Roma, y estando en apuro los magistrados para ver de dónde podrían recogerle, las matronas, de propio movimiento, consultando entre sí, presentaron para la ofrenda cuanto oro tenía cada una para su adorno; habiéndose allegado por este medio hasta el peso de ocho talentos. El Senado, deseando dispensarles el honor correspondiente, decretó que después de su muerte se hiciese elogio fúnebre a las matronas como a los hombres; porque antes no había costumbre de que a las mujeres a su muerte se las elogiase en público. Nombraron para este mensaje o teoría a tres varones de los más principales, y armando una gran nave, tripulada y provista convenientemente, los mandaron en ella. Aunque era invierno, había seguridad; y con todo les sucedió que estuvieron muy a pique de perecer, y por un modo muy inesperado se salvaron del peligro, porque fueron navegando en persecución de ellos por las Islas Eólides unas galeras liparenses, en ocasión de faltarles el viento, reputándolos corsarios. Ellos les rogaban y alargaban las manos, con lo que evitaron el abordaje; pero con todo, aquellos se apoderaron de la nave, y conduciéndola al puerto, publicaron los efectos y las personas, como si fueran realmente de piratas, y apenas desistieron a la sola persuasión de Timasiteo, su jefe, varón señalado en virtud y en poder; el cual puso también en el mar naves propias para acompañarlos, y concurrió así a la dedicación de la ofrenda; por lo que en Roma se le tributaron los honores que era debido.

IX.- Volvieron los tribunos de la plebe a suscitar la ley de la repoblación; pero sobrevino a tiempo la guerra contra los Faliscos, y dio comodidad a los patricios para celebrar los comicios a medida de su deseo. Designaron, pues, a Camilo para tribuno militar con otros cinco, por creer que los negocios pedían un general que a la dignidad y la gloria reuniese la experiencia. Sancionado así por el pueblo, y encargado Camilo del mando, se dirigió al país de los Faliscos, y puso sitio a Falerios, ciudad fortificada y bien pertrechada de todo lo necesario para la guerra, no porque la empresa de tomarla le pareciese fácil y de poco tiempo, sino con la mira de quebrantar y tener distraídos a los ciudadanos, para que no les quedara vagar, detenidos en casa, de revolver y alborotar; remedio de que siempre solían usar con fruto, echando fuera, como los médicos, los humores perturbadores del gobierno.

X.- Tan en poco tenían los Falerios el sitio, creyéndose defendidos por todas partes, que fuera de los que hacían guardia en la muralla, todos los demás discurrían adornados por la ciudad, y los niños, yendo a la escuela, salían con el maestro hacia la muralla a pasear y ejercitarse: porque, al modo de los Griegos, mantenían también los Falerios un maestro público, queriendo que los niños desde luego se acostumbraran a criarse y acompañarse unos con otros. Pues este maestro se propuso hacer traición a los Falerios por medio de sus hijos; para lo cual los sacaba cada día al abrigo de la muralla, al principio muy cerca, y luego, después de haberse ejercitado, se volvían a entrar. Adelantando desde entonces poco a poco, los acostumbró a estar confiados, como que no había motivo de recelo, hasta que, por fin, en una ocasión en que estaban todos reunidos, los llevó hasta las avanzadas de los Romanos, y se los entregó, previniendo que le condujesen a presencia de Camilo. Conducido y puesto ante él, le dijo que era maestro y preceptor, pero que prefiriendo el deseo de hacerle obsequio a las obligaciones de justicia en que estaba, venía a entregarle la ciudad en aquellos niños. Hecho atroz le pareció éste a Camilo, y vuelto a los circunstantes: “¡Qué cosa tan terrible la guerra!- les dijo-: pues es forzoso hacerla por medio de muchas injusticias y violencias; pero, con todo, para los varones rectos tiene también sus leyes la guerra, y no se ha de tener en tanto la victoria que debe buscarse por medio de acciones perversas e impías; pues el gran general más ha de mandar fiado en la virtud propia que en la maldad ajena”. Y entonces mandó a los lictores que despojasen al maestro de sus vestidos y le atasen las manos atrás, y que a los niños les diesen varas y látigos, para que, hiriéndole y lastimándole, lo llevasen así a la ciudad. Acababan los de Falerios de tener conocimiento de la traición del maestro, y cuando la ciudad estaba entregada a la aflicción, que era indispensable en semejante calamidad, corriendo aun los hombres más señalados y las mujeres a las murallas y a las puertas sin ninguna reflexión, llegaron los niños castigando al maestro, desnudo y atado como estaba, y proclamando a Camilo por su salvador, su dios y su padre; espectáculo que no sólo en los padres de los niños, sino en todos los demás ciudadanos, engendró grande admiración y deseo de la justicia de Camilo. Corriendo, pues, a celebrar junta, le enviaron embajadores, entregándolo todo a su disposición; y él los despachó a Roma. Presentados al Senado, dijeron que los Romanos, con anteponer la justicia a la victoria les habían enseñado a tener en más tal vencimiento que la libertad, pues reconocían que no tanto les eran inferiores en poder como en virtud. Como el Senado volviese a poner en manos de Camilo la determinación y arreglo de aquel asunto, con recibir alguna suma de los Falerios, y hacer paz y amistad con todos los Faliscos, retiró el ejército.

XI.- Los soldados, que habían esperado saquear a Falerios, cuando regresaron a casa con las manos vacías, acusaban a Camilo de desafecto al pueblo, y nada inclinado a favorecer a los pobres. Otra vez repitieron los tribunos de la plebe la ley de la repoblación; y pidiendo que el pueblo pasara a votar, Camilo no se detuvo en enemistades, ni usó de disimulos, sino que a las claras contuvo a la muchedumbre y logró sí que voluntariamente diera su voto contra la ley, pero no por eso dejó de atraerse su enojo; tanto que, ocurriéndole motivos domésticos de pesadumbre, por haber perdido de enfermedad al uno de sus hijos, nada se disminuyó el encono por la compasión, a pesar de que, por ser de condición dulce y bondadosa, llevó con mucho dolor esta pérdida, y de que, hallándose citado por esta causa, se quedó en casa por el duelo, encerrado con las mujeres.

XII.- Era su acusador Lucio Apuleyo, y el delito, haberse apropiado los despojos etruscos, diciéndose que se veían en su casa ciertas puertas de bronce. El pueblo estaba muy irritado, y era indudable que bajo cualquier pretexto iba a dar sentencia contra él. Congregando, pues, a sus amigos, sus compañeros de armas y sus colegas de mando, que eran en gran número, les hizo la súplica de que no le abandonasen viéndole molestado con injustas acusaciones y hecho el juguete de sus enemigos. Cuando vio que los amigos, habido consejo y deliberación entre sí, le dieron por respuesta que en su causa ningún auxilio podían prestarle, y, sólo si se le impusiese alguna multa la pagarían, no pudiendo aguantar más, determinó, en aquel acaloramiento de la ira, retirarse y huir de la ciudad. Saludando, pues, a su mujer y a su hijo, se dirigió por la ciudad con gran silencio a la puerta; allí se paró, y vuelto hacia aquella, levantando las manos al Capitolio, hizo a los Dioses la plegaria de que si no era justa su difamación y su ruina, sino efecto solamente del encono y de la envidia, tuvieran que arrepentirse pronto de ella los Romanos, y viera todo el mundo que echaban menos y sentían la ausencia de Camilo.

XIII.- Al modo, pues, de Aquiles, haciendo imprecaciones contra sus ciudadanos y desterrándose, dejó desierta su causa, estimada en quince mil ases, en los que fue condenado, que traído el cómputo a plata, venían a ser mil y quinientas dracmas, porque el as era de plata, y el décuplo en cobre se llamaba denario. Entre los Romanos no hay nadie que no esté en la inteligencia de que a aquella plegaria de Camilo se siguió al instante la pena, y que luego recibió, en cambio de la injusticia que se le hizo, una satisfacción, no dulce ciertamente, sino tan dura como famosa y celebrada. ¡Tal castigo vino sobre Roma, y tal ocasión se presentó para ella de peligro y de vergüenza, bien lo hiciese así la suerte, o bien sea que hay algún dios que no consiente que los hombres sean ingratos contra la virtud!

XIV.- La primera señal que hubo de que amenazaba algún gran mal fue la muerte del censor Julio, porque los Romanos respetan mucho esta autoridad, y la miran como sagrada. Fue la segunda, que antes del destierro de Camilo un hombre, no de los ilustres ni de los senadores, pero sí tenido por de probidad y rectitud, llamado Marco Cedicio, dio cuenta a los magistrados de una cosa muy digna de atención. Dijo que en la noche precedente iba por la calle que decían Nueva, y sintiendo que le llamaban con una gran voz, se volvió a ver lo que era, y aunque no vio a nadie, oyó una voz más que humana, que le dijo: “Oye, Marco Cedicio, ve de mañana y anuncia a los magistrados que se dispongan a recibir dentro de poco a los Galos”. Los tribunos militares, al oírlo hicieron burla y juego de ello; poco después ocurrió el voluntario destierro de Camilo.

XV.- Eran los Galos de origen céltico, y se dice que dejando por su gran número el país patrio, porque no bastaba a alimentarlos a todos, se habían encaminado en busca de otro; que eran ya muchos los millares de los jóvenes y hombres de guerra, y llevaban mucho mayor número todavía de niños y mujeres; que de ellos unos se dirigieron hacia el Océano Boreal, más allá de los Montes Rifeos, poseyendo los últimos términos de Europa, y otros hicieron su asiento entre los Montes Pirineos y los Alpes, habitando por largo tiempo cerca de los Senones y Celtorios, y que habiendo llegado, aunque tarde, a probar el vino, traído entonces por la primera vez de Italia, de tal manera se maravillaron de aquella bebida, y hasta tal punto los sacó a todos de juicio su dulzura, que, tomando las armas, y llevando consigo a sus padres, corrieron arrebatadamente a los Alpes, en busca de la tierra que tal fruto producía, teniendo todos los demás países por estériles y silvestres. El que introdujo el vino entre ellos, y fue quien primero los impelió hacia la Italia, es fama haber sido el tirreno Arrón, hombre distinguido, y no de mala índole, a quien sucedió la desgracia que voy a referir. Era tutor de un mocito huérfano, de los primeros en el país por su riqueza, y muy celebrado por su hermosura, llamado Lucumón, el cual desde niño había habitado con aquel, y ya más crecido no había dejado la casa, antes daba a entender que gustoso permanecía al lado del tutor. Estuvo, por tanto, largo tiempo oculto que se había prendado de su mujer, y ésta de él, pero encendida ya demasiado la pasión en uno y otro, de modo que ni podían contenerse en sus apetitos, ni éstos estar ocultos por más tiempo, el joven intentó apoderarse abiertamente de aquella mujer, llevándosela robada. El marido sobre esto le movió causa; pero como fuese vencido de Lucumón por sus muchos amigos, su gran riqueza y lo mucho que expendió, abandonó su país, y noticioso de lo que era la nación de los Galos, se pasó a ellos, y fue su caudillo en esta expedición de Italia.

XVI.- Invadiéndola, pues, prontamente se apoderaron de todo el país, que se extiende a entrambos mares, y en lo antiguo lo poseyeron los Tirrenos, como los nombres mismos nos lo testifican; porque al mar del norte lo llaman Adriático, de la ciudad tirrena del propio nombre, y al que se inclina al austro, Mar Tirreno. Toda ella es la región poblada de árboles, abundante en pastos para el ganado, y regada de ríos: contenía entonces diez y ocho ciudades grandes y hermosas, muy bien dispuestas para la granjería y para las comodidades de la vida. Los Galos se apoderaron de ellas, arrojando a los Tirrenos; pero todo esto había sucedido mucho tiempo antes.

XVII.- A la sazón, acampados los Galos delante de la ciudad tirrena Clusio, le tenían puesto sitio, y los Clusinos, acogiéndose a los Romanos, les pidieron que por su gobierno se enviaran embajadores y cartas a los bárbaros. Enviáronse tres de la familia de los Fabios, varones muy recomendables y que servían los principales cargos en la ciudad. Recibiéronlos los Galos con mucha humanidad por la nombradía de Roma, y suspendiendo el batir los muros, les dieron audiencia. Preguntándoles, pues, los embajadores qué mal les habían hecho los Clusinos para venir así contra ellos, echándose a reirel rey, que se llamaba Breno: “Nos injuriandijo- los Clusinos, cuando es muy poco el terreno que pueden cultivar, con desear poseerlo en gran extensión, y no cedérnoslo a nosotros, que somos forasteros, muchos en número, y lo habemos menester. De este mismo modo ¡oh Romanos! os injuriaron a vosotros en tiempos pasados los Albanos, Fidenates, Ardeates y, ahora últimamente, los Veyentes y Capenates, y muchos de los Faliscos y los Volscos; contra los que movéis vuestras armas, y si no os ceden parte de sus bienes, los esclavizáis, los saqueáis y derribáis sus ciudades; en lo que no hacéis nada que sea reprobable o injusto, sino que seguís en ello la más antigua de las leyes, que da a los más poderosos los bienes de los más débiles, empezando por el mismo Dios y finalizando en las fieras, pues aun entre éstas es impulso de la naturaleza que las de más fuerza hagan ceder a las más débiles. Dejáos, pues, de compadecer en su cerco a los Clusinos,- no enseñéis a los Galos a hacerse humanos y compasivos en favor de aquellos a quienes injurian los Romanos”. Conocieron por este razonamiento los Romanos que Breno no era hombre a quien pudiera reducirse, e introduciéndose en Clusio, animaron e incitaron a aquellos ciudadanos a que saliesen con ellos contra los bárbaros, bien quisiesen enterarse del valor y pujanza de estos o bien hacer muestra de la suya. Verificada la salida de los Clusinos y trabada batalla al pie de los muros, uno de los Fabios, Quinto Ambusto, que tenía caballo, salió al encuentro de un galo robusto y arrogante que se había adelantado mucho a los demás; sin ser aquel conocido al principio porque la audiencia había sido breve, y las armas muy brillantes que llevaba no dejaban que se le viese el rostro. Mas después que quedó vencedor, al ir a despojar al Galo, reconociéndole Breno, puso por testigos a los Dioses de que, contra lo que es reconocido por santo y justo entre todos los hombres, había venido de embajador y tomaba parte en la guerra; por tanto, haciendo cesar al punto el combate, no hizo ya cuenta de los Clusinos, y movió el ejército contra Roma. Mas con todo, no queriendo que se hiciese juicio de que se holgaban con aquella injusticia, y que no deseaban más que un pretexto, envió a pedir que se le entregara aquel Romano, para tomar en él satisfacción, y entretanto marchaba lentamente.

XVIII.- En Roma, congregado que fue el Senado, se levantaron varios otros acusadores contra Fabio, y principalmente entre los Sacerdotes los Feciales alzaban el grito, y pedían que el Senado hiciese recaer la abominación de lo que se había hecho sobre el único que había sido causa de ello, para que así quedasen libres los demás. Estos Feciales los estableció Numa, el más dulce y justo de todos los reyes, para que fuesen árbitros y moderadores acerca de las causas por las que puede hacerse la guerra sin temor de injusticia. El Senado se descartó del asunto, dando cuenta al pueblo, y aunque los Feciales repitieron sus acusaciones, hasta tal punto la muchedumbre se rió y burló de los derechos religiosos, que nombró tribuno militar al mismo Fabio, juntamente con sus hermanos. Los Celtas, que lo llegaron a entender, se incomodaron mucho, y ya no pusieron retardo a su diligencia, sino que marcharon aceleradamente; y a los pueblos que estaban al paso, y que, asombrados de su número, de lo brillante de sus preparativos, de su violencia y de su furia, daban por perdido todo su país y temían la destrucción de sus ciudades, en nada los ofendieron, contra lo que esperaban, ni les tomaron lo más mínimo de sus campos, sino que, pasando junto a sus ciudades, proclamaban que sólo marchaban contra Roma, y a solos los Romanos hacían la guerra, teniendo por amigos a todos los demás. Viendo esta precipitación de los bárbaros, sacaron los tribunos al combate las huestes romanas, las cuales no eran en el número muy inferiores, componiéndose por lo menos de cuarenta mil infantes; pero la más era gente bisoña, y que entonces por la primera vez tomaba las armas. Miraron también entonces con desdén los ritos de la religión, no habiendo hecho los acostumbrados sacrificios, ni habiendo consultado a los agoreros antes de entrar en el peligro y en la pelea. No fue de menos inconveniente para lo que sucedió la muchedumbre de caudillos; pues antes para menores casos muchas veces habían dado la autoridad a uno solo, al que llaman dictador, no ignorando cuánto conduce para el orden en momentos de gran riesgo que no haya más que una voluntad, a la que todos obedezcan, y en cuya mano resida el poder de castigar. Fue asimismo de gran daño para los negocios el mal tratamiento que experimentó Camilo, por cuanto hizo temible el mandar sin contemplación ni adulaciones. Habiendo, pues, hecho marcha de unos noventa estadios, se acamparon junto al río Alias, que no lejos de los reales desagua en el Tíber. Cargando allí sobre ellos de improviso los bárbaros, pelearon flojamente por su falta de orden, y dieron a huir; y lo que es el ala izquierda enteramente la destrozaron los bárbaros, impeliéndola hacia el río; el ala derecha, evitando el ímpetu que sufría en el llano, con retirarse a las alturas, no fue tan mal tratada, y la mayor parte huyeron a la ciudad. De los demás, los que por haberse cansado de matar los bárbaros se salvaron tuvieron por la noche su refugio en Veyos, como si ya Roma hubiese perecido o todos los ciudadanos hubiesen muerto.

XIX.- Dióse esta batalla a la entrada del estío, en el plenilunio, en el mismo día en que antes había acontecido el lastimoso suceso de los Fabios; porque trescientos de esta familia fueron muertos por los Tirrenos. Después de esta segunda derrota, aquel día se ha quedado con el nombre de la Aliada, a causa del río. Acerca de los días aciagos, si se han de tener en algunos por tales o no, y si Heráclito reprende con razón a Hesíodo por haber llamado a unos buenos y a otros malos, no haciéndose cargo de que la naturaleza de todos los días es una misma, tratamos más oportunamente en otro lugar. Con todo, quizá no cuadrará mal con lo que dejamos escrito el que hagamos aquí mención de algunos ejemplos. Los Beocios, en primer lugar, en el mes Hipodromio, que los Atenienses llaman Hecatombeón, en el día 5, tuvieron la suerte de conseguir dos señaladas victorias, que dieron la libertad a los Griegos: una, la de Leuctras, y otra, la de Quereso, más de doscientos años antes, en que vencieron a Latamia y a los Tesalios. Los Persas, en el mes de Boedromión, el día 6, fueron vencidos por los Griegos en Maratón; el día 3, en Platea y en Mícale, a un mismo tiempo, y el día 26, en Arbelas. Los Atenienses ganaron la batalla naval de Naxo, en que estuvo de general Cabrias, en el plenilunio del mes Boedromión, y hacia el 20, la de Salamina, como lo hemos demostrado en el Tratado de los días. Puede también tenerse por conocidamente desgraciado para los bárbaros el mes Targelión; porque en Targelión venció Alejandro en el Gránico a los generales del rey; el 24 de Targelión fueron los Cartagineses derrotados por Timoleón, y hacia el mismo día parece que fue tomada Troya, según relación de Éforo, de Calístenes, de Damastes y de Filarco. A la inversa, el mes Metagitnión, que los Beocios llaman Panemo, no ha sido muy favorable a los Griegos, porque el 7 de este mes, vencidos en Cranón por Antípatro, fueron deshechos del todo, antes habían tenido también mala suerte peleando en Queronea con Filipo, y en el mismo día de Metagitnión, del propio año, el ejército de Arquídamo, habiendo pasado a Italia, fue allí desbaratado por los bárbaros. Los Cartagineses, el día 22 del mismo mes le miran siempre como el que les ha traído sus más frecuentes y mayores desgracias. No ignoro que en el día de los misterios fue Tebas asolada por Alejandro, y que los Atenienses recibieron guarnición de los Macedonios el día 20 de Boedromión, el mismo en que celebran la gran fiesta de Baco. Del mismo modo, los Romanos, en un mismo día, primero perdieron su campamento en la guerra con los Cimbros, bajo el mando de Cepión, y después, mandando Luculo, vencieron a los Armenios y a Tigranes. El rey Átalo y Pompeyo Magno murieron en su mismo día natal, y, en general, pueden darse pruebas de que unos mismos sujetos han experimentado de todo en los mismos períodos. Mas para los Romanos este sólo es día nefasto y aciago, y por él otros dos en cada mes, adelantando siempre con los sucesos el recelo y la superstición, como es costumbre; pero de estas cosas tratamos con más diligencia en nuestra Memoria sobre las causas de las cosas romanas.

XX.- Después de aquella batalla, si los Galos hubieran seguido inmediatamente el alcance a los que huían, Roma hubiera sido destruida totalmente sin estorbo, y todos cuantos en ella se encontraban hubieran sin disputa perecido: ¡tanto era el terror que los fugitivos habían inspirado a los que quedaron, y de tal modo todos se habían llenado de consternación y aturdimiento! Mas entonces los bárbaros, no acabando de creer lo grande de su victoria, y embargados con el gozo y con el repartimiento de la gran presa que habían encontrado en los reales, dieron facilidad para la fuga a la muchedumbre que abandonaba la ciudad, y a los que se quedaban, para concebir esperanzas y apercibirse. Dando, pues, por perdido lo demás de la ciudad, fortificaron el Capitolio con armas arrojadizas y un vallado. Lo primero fue trasladar algunas cosas sagradas al Capitolio; pero el fuego de Vesta, con otras cosas también sagradas, lo arrebataron las vírgenes, y huyeron; aunque algunos son de sentir que, fuera del fuego inextinguible, ninguna otra cosa estaba al cuidado de estas vírgenes, establecidas por Numa para que aquel fuera venerado como el principio de todas las cosas, porque es lo más movible de cuanto la naturaleza encierra, y la generación de todo o es movimiento o al movimiento se debe, y las demás partes de la materia, faltándoles el calor, ociosas y como muertas, desean como alma la virtud del fuego, y apenas la reciben, se ponen en disposición de hacer o padecer. Por esto Numa, hombre hábil y de quien por su sabiduría corría voz de que conversaba con las Musas, ordenó que se le tuviera por sagrado, y se conservara puro como la imagen del poder eterno que todo lo gobierna. Otros dicen que, como entre los Griegos, el fuego sirve de purificación antes de los sacrificios, y que todas las demás cosas que se guardan dentro son invisibles para todos los demás, fuera de estas vírgenes que se llaman Vestales. Tuvo también mucho valimiento la opinión de que se guardaba allí aquel Paladión troyano, traído por Eneas a Italia. Algunos dicen que son los dioses de Samotracia, y refieren que Dárdano, llevándolos a Troya, los consagró y dedicó al fundar la ciudad, y que Eneas, reservándole al tiempo de la toma de ésta, los salvó hasta su establecimiento en Italia. Otros, aparentando saber algo más acerca de estas cosas, dicen que hay allí dos grandes tinajas, la una destapada y vacía, y la otra llena y sellada, y que ambas sólo son visibles a estas sagradas vírgenes. Todavía hay otros que opinan andar aquellos errados, y que su equivocación nace de que las vírgenes pusieron entonces en dos tinajas la mayor parte de las cosas sagradas, y las escondieron debajo de tierra junto al templo de Quirino, y que aquel sitio aún conserva el nombre que tomó de las tinajas.

XXI.- Cargando, pues, aquellas con las más principales y preciosas de las cosas sagradas, huyeron, retirándose al otro lado del río. Por allí también, entre los que huían, iba Lucio Albino, uno de la plebe, llevando en un carro sus hijos, todavía niños, su mujer y las cosas más precisas, y cuando vio a las vírgenes que llevaban en el seno las cosas sagradas, yendo a pie, y sin nadie que las sirviese, inmediatamente bajó del carro a su mujer, los hijos y los muebles, y lo entregó a aquellas para que se subiesen en él y se retiraran a alguna de las ciudades de la Grecia. Habiendo, pues, dado Albino tal prueba de su religión y piedad hacia los Dioses en momentos de tanto riesgo, no sería razón que le pasáramos en silencio. Los sacerdotes de los demás Dioses, y los hombres ancianos señalados por sus consulados y sus triunfos, no teniendo corazón para dejar la ciudad, se vistieron las ropas sagradas y de ceremonia, y precedidos del Pontífice Máximo, Fabio, hicieron plegarias a los Dioses, consagrándose en víctimas de expiación por la patria; y así adornados se sentaron en medio de la plaza, en sus sillas de marfil, aguardando la suerte que les amenazaba.

XXII.- Al tercer día después de la batalla se presentó Breno con todo su ejército delante de la ciudad, y encontrando abiertas las puertas, y las murallas sin guardia ninguna, al principio receló no fuese alguna celada o añagaza, no pudiendo creer que enteramente hubiesen desmayado así los Romanos; pero después que se informó de lo que había en realidad, entrando por la Puerta Colina, tomó la ciudad, a los trescientos y sesenta años y poco mas después de su fundación, si hemos de creer que pudo salvarse la exactitud en la razón de los tiempos, en la cual aun para sucesos más modernos indujo confusión aquel trastorno. De este infortunio y de esta pérdida parece que se difundió al punto un rumor oscuro por toda la Grecia, pues Heraclides Póntico, que poco más o menos vivió por aquella edad, en su libro Del alma dice que desde occidente vino la noticia de que un ejército de los Hiperbóreos, que vino de la parte de afuera, se apoderaba de la ciudad griega-romana, fundada allí sobre el Gran Mar. Yo no extrañaría que un hombre aficionado a fábulas e invenciones como Heraclides, a la relación verdadera de la toma de la ciudad hubiera añadido de suyo lo de los Hiperbóreos y lo del Gran Mar. El filósofo Aristóteles no tiene duda que oyó con exactitud lo de la ocupación de la ciudad por los Celtas; pero dice que el que la salvó fue Lucio, y Camilo no se llamaba Lucio, sino Marco; mas para aquello no me fundo sino en conjeturas. Apoderado Breno de Roma, dejó guardia ante el Capitolio, y bajando él a la plaza, se quedó asombrado de ver aquellos hombres sentados con aquel adorno y tan silenciosos, y, sobre todo, de que marchando hacia ellos los enemigos, no se levantaron ni mudaron semblante de color, sino que se estuvieron quedos reclinados sobre los escipiones o báculos que llevaban, mirándose unos a otros tranquilamente. Era, pues, éste para los Galos un espectáculo extraño; así largo rato estuvieron dudosos sin osar acercarse, ni pasar adelante, teniéndolos por hombres de otra especie superior; pero después que uno de ellos, más resuelto, se atrevió a acercarse a Manio Papirio, y alargando la mano le cogió y mesó la barba, que la tenía muy larga, y Papirio, con el báculo, le sacudió e hirió en la cabeza, sacando el bárbaro su espada, lo dejó allí muerto. En seguida, cargando sobre todos los demás, les dieron muerte, ejecutando lo mismo con todos cuantos iban encontrando, y saquearon las casas, gastando muchos días en recoger y llevar los despojos; luego, las incendiaron y asolaron, irritados con los que defendían el Capitolio, porque habiéndoles hablado no se dieron por entendidos, y a los que se habían acercado los habían herido defendiéndose desde el vallado; por esta causa arruinaron la ciudad, y dieron muerte a cuantos cayeron en sus manos, así mujeres como hombres, y niños como ancianos.

XXIII.- El sitio se fue prolongando, y la falta de víveres apremiaba a los Galos; por tanto, haciendo divisiones, unos se quedaron con el rey manteniendo el cerco del Capitolio, y otros andaban merodeando por toda la comarca, no juntos tampoco, sino en partidas por diferentes parajes, no reparando en andar esparcidos, porque sus victorias los traían engreídos sin haber nada que temiesen. La división mayor y más ordenada discurría por las cercanías de la ciudad de Ardea, donde residía Camilo, desocupado de todo negocio después de su destierro, llevando la vida de un particular; con todo, no gustándole el estar escondido y el huir de los enemigos, tomaba lenguas y esperanzas, por si podía presentársele ocasión de escarmentarlos. Por tanto, viendo que los Ardeates en número eran bastantes, y sólo les faltaba la resolución por no estar ejercitados y por la impericia y flojedad de sus caudillos, empezó por hacer conversación con los jóvenes sobre que la desgracia de los Romanos no debía llamarse fortaleza de los Galos, ni el mal que por su falta de prudencia les había sobrevenido a aquellos debía reputarse obra de los que nada habían puesto para vencer, sino demostración de su buena suerte; así que sería loable rechazar aquella guerra bárbara y extranjera, cuyo fin, en venciendo, a la manera del fuego, era destruir lo que invadía, aun cuando para ello fuera necesario pasar por grandes peligros; cuanto más que, mientras los enemigos andaban tan seguros y confiados, él los pondría en ocasión de alcanzar de ellos una victoria exenta de todo riesgo. Viendo que estos discursos prendían en los jóvenes, se dirigió ya Camilo a los magistrados y prohombres de los Ardeates, y cuando logró convencer también a éstos, armó a todos los que estaban en edad proporcionada, y los contuvo dentro de las murallas, procurando no lo entendieran los enemigos, que andaban cerca. Ellos, en tanto, habiendo recorrido con su caballería todo el país, haciéndose insufribles por las muchas presas de toda especie que habían tomado, establecieron en aquella inmediación sus reales con el mayor descuido y menosprecio; y la noche los cogía cargados de vino, siendo grande el silencio que reinaba en su campo. Enterado de todo Camilo por sus espías, sacó de la ciudad sus Ardeates, y andando en las mayores tinieblas de la noche el camino que mediaba, llegado a los reales hizo mover grande gritería, con la que y las trompetas indujo gran turbación en unos hombres embriagados, que con dificultad volvían del sueño, aun en medio de tanto alboroto; así fueron muy pocos los que, pudiendo despertarse y prevenirse para hacer frente a los de Camilo, murieron defendiéndose; a todos los demás los cogieron oprimidos del sueño y del vino, y sin que tomasen las armas les dieron muerte. A los que aquella noche, que no eran muchos, se habían escapado del campamento, persiguiéndolos al día siguiente, esparcidos como estaban por todo el país, los exterminó la caballería.

XXIV.- La fama difundió luego este suceso por las demás ciudades, y excitó a muchos de los que estaban en edad de llevar armas, y, sobre todo, a los muchos Romanos que, habiendo huido de la batalla del Alias, se hallaban en Veyos, y que se lamentaban entre sí de que el mal Genio de Roma, privándola de semejante caudillo, hubiese ido a ilustrar con los triunfos de Camilo a la ciudad de Ardea, mientras que la que le había dado el ser y lo había criado estaba destruida y aniquilada. “Nosotros- decían-, por falta de caudillo, acogidos a unos muros ajenos, nos estamos aquí sentados mirando la ruina de la Italia; ¡ea, pues, enviemos quien les pida a los Ardeates su general, o tomando las armas dirijámonos a él mismo, pues que ni él es desterrado ni nosotros ciudadanos, no existiendo para nosotros la patria mientras esté dominada de los enemigos!” Habida esta deliberación, hicieron mensaje a Camilo, pidiéndole que tomase el mando; mas él respondió que no lo haría sin que los ciudadanos refugiados al Capitolio lo decretasen, según ley, porque en ello debía entenderse- que se había salvado la patria; por tanto, que si lo mandaban, obedecería con gusto; pero contra su voluntad en nada se entrometería; no pudieron, pues, menos de admirar la prudencia y rectitud de Camilo. Mas faltaba el medio de que esto llegase a los del Capitolio, y, sobre todo, parecía imposible que pudiera llegar hasta la ciudadela un mensajero, estando apoderados de la ciudad los enemigos.

XXV.- Había entre los jóvenes un Poncio Cominio, de los medianos en linaje, pero codicioso de honra y de gloria; éste se ofreció voluntario para la empresa, pero no quiso llevar cartas para los del Capitolio no fuese que, cayendo él en manos de los enemigos, se informaran por ellas de los intentos de Camilo. Llevando, pues, un vestido pobre, y bajo él unos corchos, la primera parte del camino la anduvo por el día sin recelo; pero llegado cerca de la ciudad a la hora en que ya había oscurecido, viendo que no había cómo pasar el puente, porque lo guardaban los bárbaros, echándose a la cabeza la ropa, que no era mucha ni pesada, y apoyando el cuerpo en los corchos, con lo que le aligeró para hacer la travesía, aportó así a la ciudad. Luego, evitando los cuerpos de guardia, cuyos puestos conjeturaba por la conversación y por el ruido, se encaminó a la Puerta Carmental, donde había más quietud; y donde junto a ella la altura del Capitolio es más pendiente, y hay una roca escarpada que le rodea, por allí subió oculto, y llegó hasta donde estaban los que guardaban el vallado, no sin gran dificultad, y por la parte más abrupta. Saludándolos, pues, y diciéndoles su nombre, le recibieron y le condujeron ante los magistrados romanos. Congregóse al punto el Senado, y, presentándose en él, refirió la victoria de Camilo, de que antes no tenían noticia, y expuso lo que los soldados tenían tratado, exhortándolos a que confirmasen el mando a Camilo, como que a él sólo obedecerían los ciudadanos que se hallaban fuera. Oyéronle, y puestos a deliberar, nombraron dictador a Camilo, y despacharon a Poncio, que, con la misma buena suerte, se volvió por el propio camino, porque no fue percibido de los enemigos, y dio cuenta a los ciudadanos de afuera de lo resuelto por el Senado.

XXVI.- Recibiéronle aquellos con sumo placer, y pasando allá Camilo, reunió ya unos veinte mil hombres de tropas, y muchos más de los aliados, con los que se disponía a dar combate. De este modo fue nombrado dictador Camilo la segunda vez. En Roma, algunos de los bárbaros, pasando casualmente por aquella parte, por donde Poncio subió por la noche al Capitolio, y advirtiendo en muchos puntos vestigios de los pies y de las manos, según que se asía y tenía que tomar vueltas, y por muchos puntos también arrancadas las matas que nacen en los derrumbaderos y hundido el terreno, dieron de ello parte al rey. Yendo éste a verlo, calló por entonces, pero a la tarde, juntando a los más ágiles de cuerpo entre los Celtas, y más hechos a trepar por los montes: “Los enemigos- les dijo- nos han enseñado que el camino por donde a ellos se sube, y que nosotros no sabíamos, no es ni invencible ni inaccesible a los hombres. Vergüenza sería que teniendo tanto adelantado, al fin lo echáramos a perder, y abandonáramos como inconquistable un lugar que los mismos enemigos nos han enseñado por dónde ha de tomarse; porque por donde a uno le es fácil ir, no ha de ser difícil a muchos uno a uno, y aun tienen la ventaja de que pueden entre si darse fuerza y ayudarse; y a cada uno se le darán los premios y honores correspondientes”.

XXVII.- Dicho esto por el rey, se ofrecieron los Galos con ánimo pronto; y subiendo muchos juntos a la media noche, treparon por la piedra con mucho silencio, colgados por aquellos sitios tajados y escabrosos, que se les hacían más accesibles y practicables de lo que habían esperado; tanto, que los primeros ya tocaban la cumbre, y se iban preparando, porque casi nada les faltaba, para acometer a las guardias que se habían dormido, pues no habían sido sentidos ni de hombre ni de perro alguno. Mas había unos ánsares sagrados en el templo de Juno, alimentados largamente en otro tiempo, pero tratados entonces con descuido y escasez, por la falta de víveres que los sitiados mismos padecían. Son estos animales, por su naturaleza, de oído agudo y muy prontos a cualquier ruido, pero entonces aquellos, hechos todavía más vigilantes e inquietos con el hambre, sintieron muy pronto la subida de los Galos, y corriendo con gran estrépito se fueron para los Romanos, y los despertaron a todos, a tiempo que ya los Galos movían grande alboroto, y se apresuraban más, viéndose descubiertos. Tomó, pues, cada uno de aquellos el arma que más a mano encontró, y como el tiempo lo pedía, corrieron a defenderse. El primero Manlio, varón consular, de cuerpo robusto y conocido por el valor de su espíritu, oponiéndose a un tiempo a dos enemigos, el uno adelantándose con su espada a la segur que traía alzada, le cortó la diestra, y al otro, dándole en la cara con el escudo, le arrojó de espaldas la roca abajo, y puesto prontamente en el muro con los demás que acudieron y se le pusieron al lado, rechazaron a todos los enemigos, que ni eran muchos ni hicieron cosa memorable. Libres de esta manera de aquel peligro, luego que vino el día, al jefe de la guardia le precipitaron de la roca hacia los enemigos, y a Manlio le decretaron un premio de valor, más apreciable que útil, dándole cada uno cuanto había tomado para su manutención en aquel día, que era la media libra de harina acostumbrada, porque así la llaman, y de vino la cuarta parte de la cotila griega.

XXVIII.- Con esto las cosas de los Celtas comenzaron a ir en decadencia, porque les faltaban las subsistencias, impedidos de merodear por miedo de Camilo, y además les había acometido una epidemia, por causa de los muchos muertos esparcidos por todas partes, estando precisados a tener las tiendas sobre escombros; y el gran montón de cenizas alteraba el aire con su sequedad y aspereza, y le hacía malsano por medio de los vientos y las quemas, y dañoso a los cuerpos por la difícil respiración; pero lo que principalmente los incomodaba era la mudanza de habitación y método de vida, habiendo sido arrojados, de un país sombrío y que tenía grandes defensas contra el calor, a un terreno ahogado y mal dispuesto para pasar la entrada del otoño; a lo que se agregaban la detención y ocio ante el Capitolio, que iban muy largos, pues ya era aquel el séptimo mes que llevaban de sitio; de manera que había gran mortandad en el campamento, y ya por los muchos que eran, ni siquiera daban sepultura a los cadáveres. Mas no por esto era mejor la situación de los que sufrían el cerco, porque también se les hacía sentir el hambre, y el no tener noticias de Camilo los tenía desmayados, no pudiendo pasar nadie hasta ellos, a causa de la estrecha custodia en que tenían la ciudad los bárbaros; por lo cual, hallándose así unos y otros, se llegaron a mover conversaciones de paz, primero por medio de las avanzadas, cuando se juntaban, y después, habiendo deliberado entre sí los principales, tratando con Breno Sulpicio, que era tribuno militar, ajustaron el convenio de que los Romanos les pagarían mil libras de oro, y en recibiéndolas al punto se retirarían de la ciudad y de todo el país. Confirmado este tratado con los recíprocos juramentos, y traído el oro, los Celtas comenzaron a engañar con ocasión del peso: primero, con algún disimulo; pero, después, ya abiertamente tirando e in clinando las balanzas, por lo que los Romanos se desazonaban con ellos; y el mismo Breno en aire de insulto y de burla, quitándose la espada y el cinturón, los puso también en la balanza. Preguntóle Sulpicio qué era aquello, y la respuesta fue: “¿Qué otra cosa ha de ser sino ¡ay de los vencidos!?”; expresión que quedó después en proverbio. Entonces los Romanos la sintieron vivamente, y algunos opinaban que debía recogerse el oro y retirarse y volver a sufrir el sitio, pero otros proponían que se cediera a aquella llevadera injusticia, y no se atribuyera en la imaginación mayor valor a aquel agravio, cuando el mismo dar el oro lo sufrían, a causa de las circunstancias, no por gusto, sino por necesidad.

XXIX.- Mientras de parte de unos y otros se altercaba de este modo, Camilo con su ejército estaba ante las puertas, y sabedor de lo ocurrido, mandando a los demás que le siguiesen formados y lentamente, penetró con los principales dentro de la ciudad y se dirigió donde estaban los Romanos. Levantáronse todos, y le recibieron como a emperador, con respeto y silencio, y él, quitando el oro de la balanza, y entregándolo a los lictores, dio orden a los Celtas de que, tomando las balanzas y pesas se retirasen, diciendo que los Romanos no acostumbraban a salvar la patria con oro, sino con acero. Incomodado Breno, y diciendo que era una injusticia faltar al convenio, le repuso éste que no había sido legítimo ni válido el tratado, porque, hallándose ya nombrado dictador, y no habiendo ninguno otro con legítimo mando, se había hecho con quien no tenía ninguna autoridad; por tanto, que entonces era el tiempo de decir lo que querían, porque como dueño de ello venía a usar de benignidad con los que le rogasen, o a tomar venganza, si no mudaban de propósito, con los que hubiesen dado motivo. Alborotóse Breno a estas razones, y movió rencilla, llegando hasta meter mano de una y otra parte a las espadas y trabar pelea, mezclándose unos con otros, como era preciso entre las casas, en callejuelas estrechas y en sitios que no admitían formación ninguna; pero reflexionando luego Breno, recogió los Celtas al campamento, sin haber perdido muchos, y levantándolo en aquella misma noche, los sacó a todos de la ciudad, y caminando sesenta estadios, puso sus reales en la vía Gabinia; pero al amanecer vino Camilo contra él, armado ricamente, y trayendo muy adelantados a los Romanos. Trabóse una recia batalla, que fue obstinada, en la que los rechazó, con gran matanza, y les tomó el campamento. De los que huyeron, unos murieron al punto a manos de los que les seguían el alcance, y a los otros, que se habían dispersado, y fueron en mayor número, corriendo contra ellos de los pueblos y ciudades de la comarca les dieron también muerte.

XXX.- Así fue tomada Roma de un modo extraño, y de un modo más extraño todavía recuperada, habiendo estado siete meses cumplidos en poder de los bárbaros, porque habiendo entrado pocos días después de los idus de Julio, fueron expelidos hacia los idus de Febrero. Camilo obtuvo el triunfo, como era muy debido, habiendo sido el salvador de una patria que ya habían perdido, y el que restituyó Roma a Roma misma, pues los que estaban fuera acudieron y se presentaron con sus mujeres y sus hijos, y los sitiados en el Capitolio, a quienes faltó muy poco para perecer de hambre, les salían al encuentro llorando de gozo, sin acabar de creer lo que les pasaba. Los sacerdotes y custodios de los templos de los Dioses, trayendo salvas las cosas sagradas que habían escondido al huir, o llevado consigo, las ponían de manifiesto a los ciudadanos, que ansiaban verlas y las recibían gozosos, como si fuesen los Dioses mismos los que otra vez tornaban a Roma. Sacrificó luego a los Dioses, y purificando la ciudad, hechos los ritos por aquellos a quienes correspondía, restableció los templos que había y edificó de nuevo el de la Fama y buen agüero, eligiendo aquel lugar en que por la noche anunció a Cedicio Marco una voz prodigiosa la irrupción de los bárbaros.

XXXI.- Mas no sin gran dificultad y trabajo se pudieron descubrir los sitios de los templos, por el empeño y esmero de Camilo y las fatigas de los hierofantes o pontífices. Era preciso reedificar la ciudad del todo destruida, y al ponerlo por obra se apoderó de los más un sumo desaliento, dándoles fatiga ver que carecían de todo, y que más estaban que se les dejara descansar y reposar de los males pasados, que no para trabajar y atormentarse, gastados como se hallaban en los cuerpos y en los intereses. Luego, con el descanso, volvieron a lo de Veyos, ciudad que se mantenía entera y bien conservada en todo, dando ocasión, a los que no hablan sino con la mira de congraciarse con la muchedumbre, para discursos populares y sediciosos contra Camilo, como que por ambición y por su propia gloria los privaba de una ciudad habitable, y los precisaba a poblar ruinas, y a volver a poner en pie aquellos escombros abrasados, para que se le diera el nombre no sólo de general y caudillo, sino también de fundador de Roma, poniéndose a la par de Rómulo. Temió el Senado que esto parara en tumulto, y no permitió a Camilo que, como quería, se desistiese por aquel año de la autoridad, no obstante que ningún otro dictador hasta entonces había excedido de los seis meses; y por si se aplicó a contentar y aplacar al pueblo con la persuasión y la afabilidad, mostrándoles los monumentos de sus héroes y los sepulcros de sus padres, y trayéndoles a la memoria los sitios sagrados y los lugares santos que Rómulo o Numa, o algún otro de los reyes, por inspiración superior, les dedicaron. Entre las cosas religiosas, poníanles a la vista muy especialmente la cabeza humana fresca que se encontró en los cimientos del Capitolio, y que parecía anunciar que el hado de aquel lugar era ser cabeza de la Italia, y el fuego de Vesta, que encendido por las vírgenes, después de la guerra, sería preciso que volviera a desaparecer, y que lo apagaran con vergüenza suya los que abandonaran la ciudad, dejándola, o para que la habitaran advenedizos y forasteros, o para que fuera un desierto en que se apacentaran los ganados. Pero por más que en público y privadamente se les inculcaban estas querellas, los más volvían a los lamentos de su absoluta imposibilidad, y a los ruegos de que habiendo regresado como de un naufragio desnudos y miserables, no se les obligara a juntar las reliquias de una ciudad destruida, teniendo otra en que nada faltaba.

XXXII.- Parecióle a Camilo lo mejor que el Senado diera su dictamen, y él mismo habló primero largamente, exhortándolos a no abandonar la patria, y lo mismo ejecutaron los demás que quisieron; por fin, levantándose, ordenó que Lucio Lucrecio, que solía ser quien votaba primero, manifestase su opinión, y luego los demás por su orden. Impúsose silencio, y cuando Lucrecio iba a dar principio, casualmente pasaba de otra parte el centurión que mandaba la partida de la guardia de día, y llamando en voz alta al primero que llevaba la insignia, le mandó detenerse allí y fijar la insignia, porque aquel era excelente sitio para permanecer y hacer en él asiento. Dada tan oportunamente aquella voz, cuando se meditaba y se estaba en la incertidumbre de lo que había de hacerse, Lucrecio, haciendo reverencia al dios, manifestó conforme a ella su dictamen, y a él le siguieron luego los demás. Admirable fue la mudanza de propósito que se notó asimismo en la muchedumbre, exhortándose y excitándose a la obra unos a otros, no por repartimiento o por orden, sino tomando cada uno sitio, según sus preparativos o su voluntad; así codiciosa y precipitadamente levantaron la ciudad, revuelta con callejones, y apiñada en las casas, pues se dice que dentro del año estuvo de nuevo en pie, así en murallas como en casas de los particulares. Los encargados por Camilo de restablecer y determinar los lugares sagrados, que todos estaban confundidos, cuando rodeando el palacio llegaron al santuario de Marte, lo encontraron destruido y abrasado por los bárbaros, como todos los demás; pero limpiando y desembarazando el terreno, tropezaron con el báculo augural de Rómulo, sepultado bajo montones de ceniza. Es corvo por uno de los extremos, y se llama lituo: úsase de él para las descripciones de los puntos cardinales cuando se sientan a adivinar por las aves, y el mismo uso hacía Rómulo, que era dado a los agüeros; luego que se desapareció de entre los hombres, tomando los sacerdotes este báculo, lo conservaron intacto como cosa sagrada. Encontrándole entonces, cuando todas las demás cosas habían perecido, preservado del incendio, concibieron esperanzas muy lisonjeras respecto de Roma, como que aquella señal le anunciaba una eterna permanencia.

XXXIII.- Cuando todavía no habían reposado de estos cuidados, les sobrevino nueva guerra, habiendo invadido juntos su territorio los Ecuos, los Volscos y Latinos, y puesto los Tirrenos cerco a Sutrio, ciudad aliada de los Romanos. Como los tribunos que tenían el mando, habiéndose acampado junto al monte Marcio, hubiesen sido cercados por los Latinos, y considerándose en riesgo de perder el campamento, hubiesen dado aviso a Roma, fue tercera vez Camilo nombrado dictador. Acerca de esta guerra corren dos tradiciones diversas: referiré primero la fabulosa. Dícese que los Latinos, bien fuese apariencia, o bien que en realidad quisieran que se mezclasen de nuevo los pueblos, enviaron a pedir a los Romanos vírgenes de condición libre. Dudando éstos qué harían, porque temían de una parte la guerra, no habiéndose recuperado ni vuelto todavía en sí, y de otra, en la petición de las mujeres sospechaban que se envolvía el querer tomarles rehenes, y que para darle un aire más decente se pretextaban los casamientos, una esclava llamada Tutola, o, según quieren otros, Filotis, se fue a los magistrados y les propuso que enviasen con ellas otras esclavas, aquellas que en la edad y en el semblante semejasen más a las libres, vistiéndolas como novias de gente principal; y que lo demás lo dejasen a su cuidado. Prestáronse los magistrados a su propuesta, y escogiendo aquellas esclavas que ella juzgó más propias para el caso, y adornándolas con ropas preciosas y oro, las entregaron a los Latinos, que estaban acampados no lejos de la ciudad. A la noche, las demás quitaron las espadas a los enemigos, y Tutola, o sea Filotis, subiéndose a un cabrahigo, y extendiendo por la espalda la ropa, levantó un hachón hacia Roma, como lo había dejado convenido con los magistrados, sin que lo supiese ningún otro de los ciudadanos. Por esta causa, a la salida de las tropas hubo grande alboroto, llamándose unos a otros en medio de la priesa que les daban los magistrados, y apenas haciendo formación. Llegaron al vallado cuando menos lo esperaban los enemigos, que estaban entregados al sueño, tomaron el campamento, y dieron muerte a la mayor parte. Dícese que sucedió esto en las nonas de Julio, como ahora se llama, o de Quintilis, al uso de entonces, y que la fiesta que se celebra es un recuerdo de aquel hecho; porque lo primero saliendo en tropel de la ciudad pronuncian en voz alta muchos de los nombres usuales y comunes en el país, Gayo, Marco, Lucio y otros semejantes, imitando el modo con que entonces se llamaron en aquel apresuramiento. Después las esclavas, adornadas brillantemente, se chancean con los que encuentran, diciéndoles denuestos. Trábase asimismo entre ellas una especie de pelea, como que también entonces tomaron parte en el combate contra los Latinos. Siéntanse para comer, haciéndoles sombra con ramos de higuera, y a aquel día le llaman las Nonas Capratinas, según creen por el cabrahigo, desde el que la esclava levantó el hachón, porque el cabrahigo le dicen caprificon. Mas otros son de sentir que todo esto se ejecuta en memoria de lo sucedido con Rómulo, porque en el mismo día fue su desaparecimiento fuera de la puerta, habiendo sobrevenido repentinamente oscuridad y tormenta, o habiendo habido, como algunos piensan, un eclipse de sol; y que desde entonces el día se llama las Nonas Capratinas, porque a la cabra le dicen Capram, y Rómulo se desapareció junto al lago llamado de la Cabra, como al escribir su vida lo dijimos.

XXXIV.- La mayor parte de los escritores, teniendo por más cierta la otra tradición, la refieren de este modo: nombrado Camilo dictador por tercera vez, sabiendo que el ejército y los tribunos estaban sitiados por los Latinos y los Volscos, precisó a los que ya no estaban en la edad propia, sino que habían pasado de ella, a tomar las armas, y dando un gran rodeo por el monte Marcio, sin ser sentido de los enemigos, fue a colocar su ejército a la espalda de éstos, y encendiendo muchas hogueras, les hizo conocer a aquellos su llegada. Cobraron con esto ánimo, y determinaron salir al campo y trabar batalla, mas los Latinos y Volscos, conteniéndose dentro del vallado, con muchos y gruesos maderos fortalecieron por todas parte el campamento, estando dudosos en cuanto a los enemigos, y teniendo resuelto esperar otro refuerzo de tropas propias, además de contar también con el auxilio de los Tirrenos. Entendiólo Camilo, y temiendo no le sucediese lo mismo que hacía experimentar a los contrarios, teniéndolos cercados, se apresuró a aprovechar la ocasión. Como la defensa del vallado fuese de madera, y el viento a la primera luz soliese soplar con violencia de los montes, hizo que muchos se previnieran con fuego, y moviendo al alba con su ejército, ordenó a los unos que usasen de los dardos, y de la parte opuesta alzasen gritería, y llevó consigo a los que habían de pegar fuego por la parte por donde el viento acostumbraba a soplar sobre el vallado, donde esperaba el momento. Cuando al trabarse la batalla empezó a salir el sol, y se arreció el viento, dando la señal del ataque, rodeó el vallado con los prendedores del fuego. Prontamente se levantó llama donde tanta materia había, y en los maderos de la fortificación, y extendiéndose alrededor, no teniendo los Latinos remedio ni prevención alguna con que apagarlo, cuando ya todo el campamento estuvo ocupado del fuego, reducidos a un punto muy estrecho, tuvieron por precisión que arrojarse sobre los enemigos armados y formados delante del vallado; así fueron muy pocos los que huyeron; y el fuego consumió a todos cuantos quedaron en el campamento, hasta que, apagándolo los Romanos, hicieron presa de los efectos.

XXXV.- Hecho esto, dejó a su hijo Lucio en custodia de los cautivos y del botín, y marchó en busca de los enemigos. Tomó la ciudad de los Ecuos, y trayendo a sí a los Volscos, al punto dirigió el ejército la vuelta de Sutrio, ignorante de lo que había sucedido, y apresurándose todavía a darles auxilio, creyéndolos en peligro y sitiados por los Tirrenos. Mas aquellos habían sufrido ya su desgracia rindiéndose a los enemigos, y ellos mismos, en la mayor miseria, con sólo lo que tenían puesto, se presentaron a Camilo en medio de la marcha, con sus mujeres y sus hijos, lamentando su desdicha. Camilo, conmovido con aquel espectáculo, y viendo a los Romanos llorar e indignarse por lo sucedido, al arrojarse en sus brazos los Sutrinos, resolvió no dejar aquel hecho sin venganza, sino marchar a Sutrio en el mismo día, discurriendo que a unos hombres que acaban de tomar una ciudad opulenta y rica, sin que quedase en ella enemigo alguno, ni se esperase de afuera, no podría menos de encontrarlos desordenados y sin guardias. Salió como lo había pensado, porque no solamente hizo su marcha sin ser sentido, sino que así llegó hasta las puertas, y se apoderó de las murallas, pues no había ningún centinela, sino que todos estaban entregados al vino y los banquetes, esparcidos por las casas. Cuando llegaron a entender que eran dueños de la ciudad los enemigos, estaban ya tan mal parados con la hartura y la embriaguez, que muchos ni siquiera pudieron intentar la fuga, y del modo más vergonzoso fueron muertos sin bullirse, o se pusieron ellos mismos en manos de los enemigos. Por este término sucedió que una misma ciudad fue tomada dos veces en un día, perdiéndola los que la tenían, y volviendo a perderla los que la habían tomado, por disposición de Camilo.

XXXVI.- El triunfo que por estos sucesos se le decretó le concilió mayor gracia y esplendor que los dos preceden tes; porque aun aquellos ciudadanos que le miraban mal y se empeñaban en atribuir sus victorias más bien a su fortuna que a su virtud se vieron entonces precisados a reconocer que en la gloria de aquellas hazañas habían tenido mucha parte la actividad y pericia de tal general. El más distinguido entre los que le hacían tiro y le miraban con envidia era aquel Marco Manlio, que fue el primero a arrojar de la eminencia a los Celtas, cuando de noche intentaron asaltar el Capitolio, y que por esto tuvo el sobrenombre de Capitolino; porque aspirando a ser el primero entre los ciudadanos, y no pudiendo adelantarse en gloria a Camilo por medios honestos, recurrió, para abrirse camino, a la tiranía, al medio común y usado de ganarse la muchedumbre, y especialmente los oprimidos con deudas, auxiliando y defendiendo a unos contra los prestamistas, y haciendo libres a otros a fuerza abierta, hasta estorbar que se les reconviniese según derecho; de tal manera, que en breve tiempo tuvo a su disposición un gran número de la gente perdida, que llegó a inspirar miedo a los buenos ciudadanos con su osadía y con sus alborotos y tropelías en las juntas públicas. Creóse dictador con motivo de estas revueltas a Quinto Capitolino, y como, habiendo puesto en prisión a Manlio, la plebe hubiese mudado de vestiduras, demostración de que se usaba en las grandes calamidades públicas, el Senado se intimidó, y mandó que se pusiera a Manlio en libertad. Mas no por eso hizo luego mejor uso de su libertad, sino que con más descaro adulaba a la muchedumbre y la movía a sedición. Eligen en tal estado otra vez tribuno militar a Camilo, y al ventilarse las causas formadas a Manlio, una cierta vista fue de mucho perjuicio a sus acusadores, porque el lugar aquel del Capitolio de donde Manlio arrojó en el nocturno combate a los Celtas se descubría desde la plaza, y excitó en todos los circunstantes gran lástima, tendiendo hacia él las manos, y recordando con lágrimas aquella pelea; de manera que puso en indecisión a los jueces, y repetidas veces fueron dando largas a la causa, no atreviéndose a darle por quito, por la notoriedad de su crimen, y no pudiendo usar del rigor de la ley, por tener ante los ojos su hazaña con la vista del sitio. Meditando sobre ello Camilo, trasladó el tribunal fuera de la puerta, junto al bosque Petelino, desde donde no podía descubrirse el Capitolio; con lo que el acusador pudo seguir la causa, y a los jueces no les impidió la memoria de aquellos hechos el concebir la debida ira contra sus violencias. Condenáronle, pues, y, llevado al Capitolio, fue precipitado de la roca, siendo el mismo lugar monumento de sus gloriosas hazañas y de su desgraciado fin. Los Romanos, asolando después su casa, edificaron allí el templo de la diosa que llaman Moneda, y decretaron que en adelante ninguno de los patricios tuviese casa en el alcázar.

XXXVII.- Llamado por la sexta vez Camilo al tribunado, quiso excusarse, por hallarse ya bastante adelantado en edad, y también por temer la envidia y algún revés después de tanta gloria y tan repetidas victorias. La causa más manifiesta era la indisposición del cuerpo, porque realmente se hallaba enfermo aquellos días; pero el pueblo no le relevó del mando, sino que gritó que no era menester que en los combates se pusiese al frente de la caballería o de la infantería, bastan do sólo que emplease su consejo y su disposición, con lo que le obligó a admitir la comandancia, y a guiar al punto el ejército con Lucio Furio, uno de sus colegas, contra los enemigos. Eran éstos los Prenestinos y Volscos, que talaban un país aliado de los Romanos. Marchando, pues, y acampándose inmediato a los enemigos, su intención era quebrantar la guerra a fuerza de tiempo, y, si fuere necesario dar batalla, pelear estando más restablecido. Mas como no pudiese su colega Lucio Furio reprimir el ardor que por deseo de gloria le arrebataba al combate, y estimulase por tanto a los tribunos y centuriones, temiendo Camilo no pareciese que por envidia privaba de la victoria y de los honores consiguientes a los que eran jóvenes, condescendió con aquel, aunque de mala gana, en que formase las tropas, y él, a causa de su indisposición, se quedó con alguna gente en el campamento. Condújose temerariamente Lucio en la batalla, y fue batido, y como Camilo llegase a entender que los Romanos venían huyendo, no pudo contenerse, sino que, saltando del lecho, corrió con los que estaban en su guardia a las puertas de los reales, arrojándose por entre los fugitivos a los que los perseguían, con lo que los unos volvieron al punto al combate y le seguían, y los otros salieron también corriendo a ponerse delante de él y defenderle, yendo a porfía en no abandonar a su general, y de este modo hizo por entonces que se contuviesen en su persecución los enemigos. Al día siguiente, conduciendo el mismo Camilo el ejército, y trabando batalla, los venció completamente, y les tomó el campamento, introduciéndose con los fugitivos y dando muerte a los más de ellos. Sabiendo después que la ciudad de Satria había sido tomada por los Etruscos, y pasados a cuchillo sus habitantes, que todos eran Romanos, envió a Roma la mayor y menos manejable parte de las tropas, y tomando consigo lo más florido y más decidido de ellas, cayó sobre los Etruscos, que estaban apoderados de la ciudad, y a unos los arrojó de ella, y a otros les dio muerte.

XXXVIII.- Tornando a Roma con cuantiosos despojos, hizo ver que excedieron en prudencia los que no temieron la flaqueza y vejez de un general experto y resuelto, sino que le eligieron contra su voluntad y enfermo, con prelación a otros jóvenes que deseaban y solicitaban mandar. Por lo mismo, habiendo llegado la nueva de que se habían rebelado los Tusculanos, decretaron que marchara contra ellos Camilo, designando él mismo al que le pareciese de los cinco colegas, y aunque los cinco lo deseaban y pretendían, contra la esperanza de todos, designó a Lucio Furio, el mismo que, contra el parecer de Camilo, no pudo contener su ardor de dar batalla, y fue vencido sino que queriendo, a lo que parece, disimular aquella fatalidad y reparar aquella afrenta, por eso le prefirió a los demás. Mas los Tusculanos enmendaron aquel yerro con gran habilidad, cubriendo el campo, cuando ya Camilo estaba en camino contra ellos, de cultivadores, como en medio de la paz, teniendo las puertas abiertas, y manteniéndose los niños aprendiendo en las escuelas, y de la gente del pueblo, los artesanos se veían en sus talleres, los otros ciudadanos frecuentaban la plaza vestidos como de costumbre, y los magistrados preparaban con toda diligencia hospedaje a los Romanos, como si nada malo temiesen ni tuvieran por qué temer. No por eso esto Camilo dejó de creer que se habían rebelado; pero compadecido con verlos arrepentidos de su falta, les dio orden de que se presentaran a aplacar la ira del Senado, y habiéndolo hecho así, les proporcionó que se les diera por enteramente libres, y se les admitiera a participar de los mismos derechos. Éstos fueron los hechos más ilustres de su sexto tribunado.

XXXIX.- Después de estos sucesos movió contra el Senado una grande sedición en la ciudad Licinio Estolón, queriendo sacar por fuerza que nombrándose dos cónsules, el uno se eligiese de los plebeyos, y no ambos de los patricios; mas se eligieron los tribunos de la plebe, y la muchedumbre impidió que se celebrasen los Comicios consulares. Recelándose mayores turbaciones en la república con la anarquía, el Senado nombró dictador por la cuarta vez a Camilo, contra la voluntad de la plebe, y aun contra la suya propia, porque no quería luchar con hombres que tenían con él mismo muchos motivos de confianza, de resulta de tantos y tan señalados combates; como que más cosas había ejecutado con ellos en el campo que con los patricios en el gobierno; y ahora éstos le habían elegido por envidia, con la idea de que o desbaratase los proyectos de la plebe domeñándola, o quedase él mismo en la demanda si no la sujetaba. Tirando, sin embargo, a remediar el mal presente, sabedor del día en que los tribunos tenían resuelto proponer la ley, se anticipó a publicar la lista de los soldados, y convocó a la plebe, en vez de la plaza, al Campo de Marte, amenazando con graves penas a los que no obedeciesen. Mas haciendo los tribunos desde allá contatarresto a sus amenazas, e intimándole que le exigirían la multa de cincuenta mil sueldos si no desistía de impedir a la plebe el concurrir a establecer la ley y dar su voto, bien fuese por temor de otro destierro y otra condenación, que en sus años, y después de tantas proezas, le serían menos llevaderos, o bien porque conociese que el empeño de la plebe era del todo decidido e invencible, por entonces se retiró a su casa, y algunos días después, aparentando estar enfermo, renunció el mando. El Senado creó otro nuevo dictador, pero como éste hubiese nombrado por su maestre de la caballería al mismo Estolón, principal autor del tumulto, se les dio con esto oportunidad de sancionar la ley que hería más en lo vivo a los patricios. Prohibióse por ella que ninguno pudiese poseer más de quinientas yugadas de tierra. Así entonces brillaba Estolón, saliendo con su intento, pero de allí a breve tiempo fue condenado por poseer en tierras lo que había impedido poseer a los demás, y sufrió la pena establecida por su propia ley.

XL.- Quedaba la contienda sobre los comicios consulares, que era lo más empeñado de la sedición, el origen de ésta y lo que más había indispuesto a los patricios con la plebe; pero en medio de ella llegaron nuevas ciertas de que los Celtas, moviendo desde el Adriático, venían otra vez con muchos miles de hombres sobre Roma. Con la noticia se vieron ya los efectos de la guerra, porque el país era talado, y los habitantes que no habían podido refugiarse a Roma se habían esparcido por los montes. Este miedo calmó la sedición, y viniendo a una misma sentencia los principales con la muchedumbre, y la plebe con el Senado, eligieron todos de común consentimiento por dictador la quinta vez a Camilo. Era éste ya entonces sumamente anciano, faltándole muy poco para los ochenta años, mas con todo, haciéndose cargo de la premura y del peligro, no buscó pretexto, como antes, ni alegó excusas, sino que, presentándose por sí mismo a encargarse del mando, hizo la convocación del ejército, y sabiendo que la principal fuerza de los bárbaros consistía en las espadas, las que manejaban bárbaramente y sin ningún arte, dirigiendo principalmente los golpes a los hombros y a la cabeza, hizo para los más cascos de hierro pulidos por de fuera, para que las espadas resbalasen o se rompiesen; a los escudos les puso por todo alrededor una plancha de bronce, no bastando la madera por sí sola para proteger contra los golpes, y a los soldados les enseñó a manejar bien picas largas, y a deslizarlas bajo las espadas de los enemigos, parando con ellas sus ataques.

XLI.- Cuando ya los Celtas se hallaban próximos en las inmediaciones del río Aniene, trayendo un bagaje muy pesado y abastecido con las presas, salió con su ejército, y le fue a acampar en un sitio sombrío que formaba muchas sinuosidades, de manera que la mayor parte de él estaba oculto, y lo que se veía parecía que de miedo se había ido a encerrar en lugares agrios. Queriendo Camilo fomentar todavía más esta idea en los contrarios, ni siquiera hizo oposición a los que junto a él talaban el campo, sino que fortificando el vallado se mantenía quieto en él, hasta que vio que los que quedaban en el campamento pasaban el día sin recelo, comiendo y be biendo. Entonces, en medio de la noche, mandó primero las tropas ligeras para que estorbaran a los enemigos el hacer formación, y los inquietaran en el acto de salir, y al amanecer sacó la infantería, y la formó en el llano, en gran número y muy denodada, y no, como esperaban los bárbaros, escasa y sin aliento. Esto fue lo primero que hizo ya mudar de opinión a los Celtas, que esperaban no tener contrarresto en la batalla. Después, acometiéndoles las tropas ligeras, y no dejándoles reposo para tomar el orden acostumbrado y formarse por compañías, los precisaron a tener que pelear donde casualmente se halló cada uno. A la postre, moviendo Camilo con su infantería, ellos tendiendo las espadas se esforzaban a herir; pero los Romanos ocurrían con las picas, y parando los golpes con las defensas herradas, repelían el hierro de los contrarios, que era blando y de bajo temple, de manera que las espadas se mellaban y se doblaban, y los escudos se abrían, y después no podían sostenerse al retirar de las picas. Por esto, arrojando sus propias armas, procuraban ganar las de los contrarios, y apoderarse de las picas, cogiéndolas con las manos. Los Romanos entonces, viéndolos desarmados, usaron ya de sus sables, y hubo gran mortandad de los que estaban en primera línea, huyendo los demás por aquellos campos, porque Camilo había hecho tomar los collados y todas las alturas, y en cuanto al campamento, no teniéndole fortificado por la nimia confianza, se sabía que sería tomado fácilmente. Esta batalla se dice haberse dado veintitrés años después de la pérdida de Roma, y que de vuelta de ella tomaron mucho ánimo contra los Celtas los Romanos, que hasta entonces habían tenido gran miedo a los bárbaros, como que la primera vez más los habían vencido por las enfermedades v por casualidades extrañas que no por sus propias fuerzas. Era tan vehemente aquel miedo, que establecieron por ley que los sacerdotes estuviesn exentos de la milicia, a no sobrevenir guerra con los Galos.

XLIII.- Éste fue, de los combates militares, el último que libró Camilo, pues la mitad de Veletri la tomó al paso, habiéndosele entregado sin resistencia; mas de los políticos le restaba el mayor y más difícil contra la plebe, envalentonada con la victoria, y que a fuerza quería hacer que uno de los cónsules se nombrara de los plebeyos, contra la ley hasta entonces observada, oponiéndose a ello el Senado, y no consintiendo que Camilo dejase el mando, para con la grande y poderosa autoridad de éste lidiar mejor en defensa de la aristocracia. Mas como sucediese que sentado y despachando Camilo en la plaza llegase un lictor de parte de los tribunos de la plebe con orden de que le siguiera, y aun alargase hacia él la mano como para llevarle, suscitóse una gritería y alboroto, cual nunca se había visto en la plaza, echando del tribunal a empellones al lictor los que estaban con Camilo, y mandando a aquel muchos desde abajo que le llevase. Perplejo él entonces, no dejó en tal conflicto desdorar su autoridad, sino que, tomando consigo a los senadores, marchó a celebrar Senado, y antes de entrar, vuelto al Capitolio, pidió a los Dioses que enderezasen aquella contienda al mejor término, ofreciendo edificar un templo a la Concordia si aquella turbación se serenaba. En el Senado fue grande el disturbio por la diversidad de pareceres; mas prevaleció con todo el más moderado y más condescendiente con la plebe, por el que se venía en que el uno de los cónsules se eligiese de los plebeyos. Dando parte el dictador al pueblo de esta resolución del Senado, repentinamente, como era natural, se reconciliaron muy regocijados con el Senado, y acompañaron a Camilo a su casa con grande gritería y algazara. Congregáronse al día siguiente, y decretaron que el templo de la Concordia que Camilo había ofrecido en memoria de lo ocurrido se hiciese mirando a la junta pública y a la plaza. Añadieron además un día a las ferias llamadas Latinas, y que fuesen cuatro los que se celebrasen, y que entonces mismo hiciesen sacrificio y tomasen coronas los Romanos. Celebró Camilo los comicios consulares, y fueron creados cónsules Marco Emilio, de los patricios, y el primero de los plebeyos, Lucio Sextio. Y éste fue el término de los hechos de Camilo.

XLIV.- Al año siguiente afligió a Roma una enfermedad epidémica, en la que de la muchedumbre perecieron gentes sin número, y la mayor parte de los magistrados. Murió también Camilo, si se atiende a su edad y a lo bien que llenó sus ideas, tan en sazón como el que más; pero, sin embargo, su muerte fue más sensible a los Romanos que las de todos cuantos fallecieron en aquel contagio.