Nerón – Vidas de los doce césares – Suetonio

Vida de Nerón - las Vidas de los doce césares - Suetonio. Libro completo.

Vidas de los doce césares

Nerón

Por Suetonio

Gayo Suetonio Tranquilo (Gaius Suetonius Tranquillus) nacido en el año 70 en Roma y fallecido en el año 126, fue un autor, historiador, biógrafo, poeta y secretario gubernamental romano cuya obra maestra, las Vidas de los doce césares (De vita Caesaru), se ha convertido a lo largo de la historia en una ventana invaluable a las vidas de algunos de los líderes más importantes de finales de la República romana y principios del Imperio romano. De vita Caesaru cubre desde Julio César hasta Domiciano. Irónicamente, a pesar de habernos ofrecido detalles invaluables sobre las vidas de los personajes más importantes de Roma, es muy poco lo que sabemos sobre la vida de Suetonio. Su obra, las Vidas de los doce césares, comenzó a ser escrita al poco tiempo de haber sido expulsado de la corte del emperador Adriano en el año 121 d.C. Las Vidas de los doce césares fue posteriormente continuada con una serie de biografías sobres las vidas de los intelectuales de Roma. La obra está dedicada al prefecto de la guardia pretoriana Gayo Septicio Claro (Gaius Septicius Clarus). Pretoriano interesado en la literatura y amigo en común junto a Suetonio de Plinio el Joven.

Vidas de los doce Césares

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Nerón

Importante: Este libro posee varias anotaciones las cuales pueden ser consultadas aquí.

I. Las dos ramas más ilustres de la familia Domicia fueron los Calvino y los Enobarbo; éstos reconocían por tronco de su origen y de su nombre a L. Domicio, quien, al regresar un día del campo, halló, según se dice, dos jóvenes de rostro celestial (124) que le mandaron anunciar al Senado y al pueblo una victoria todavía incierta; queriendo probarle su divinidad, le tocaron las mejillas y dieron a su barba, que era negra, un tono amarillo cobrizo. Tal distintivo fue heredado por sus descendientes, pues casi todos tuvieron la barba de este color. Fueron honrados con siete consulados, un triunfo, dos censuras y se los admitió en el número de los patricios; conservaron así el apelativo y jamás tomaron otros nombres que los de Cneo y Lucio; se transmitían éstos en orden bastante noble, llevándolos tres miembros seguidos de la familia, y alternativamente, los miembros siguientes. Los tres primeros fueron, por consiguiente, Enobarbo, llamados Lucios; los tres siguientes Cneos, y los demás alternativamente Lucio y Cneo. No estará de más conocer a algunos de ellos, con objeto de que pueda verse cuánto degeneró Nerón de las virtudes de sus antepasados, y qué vicios recibió, por otra parte, de cada uno como hereditarios e innatos.

II. Así, pues, remontando algo más arriba, citaré a su bisabuelo Cn. Domicio; furioso éste porque los pontífices habían elegido durante su consulado a otro ciudadano que a él para ocupar el cargo de su padre, hizo pasar de su colegio al pueblo el derecho de elegir los sacerdotes (125). Venció durante su consulado a los alóbrogos y avernios, y atravesó con este motivo las provincias de su mando montado en un elefante y seguido de una gran muchedumbre de soldados, como en la solemnidad del triunfo. De él dijo el orador Licinio Craso que no era raro verle barba de bronce, puesto que tenía semblante de hierro y corazón de plomo. Siendo pretor su hijo citó a Julio César, después de su consulado, para que respondiese ante el Senado a la acusación de haber actuado en sus funciones contra los auspicios y las leyes. Siendo cónsul él mismo, trató de retirarle el mando de los ejércitos de la Galia, y nombrado sucesor suyo por el partido de Pompeyo, cayó prisionero en Corfino, al comenzar la guerra. Recobrada la libertad, marchó a sostener con su presencia a los marselleses sitiados, pero los abandonó de pronto, muriendo al fin en la batalla de Farsalia. Era arrogante, pero tan salto de firmeza, que cuando la situación se hizo desesperada, temiendo la muerte, quiso dársela él mismo y tomó un veneno, pero fue tal su espanto, que lo vomitó y dio libertad a su médico, que sospechando lo que había de suceder cuidó de disminuir la dosis. Cuando Pompeyo consultó a sus legados acerca de cómo había de tratarse a los que permaneciesen neutrales, Domicio fue el único que opinó que había de tratárselos como enemigos.

III. Dejó un hijo, que fue indudablemente el mejor de la familia. Envuelto, aunque inocente, en la condenación de la ley. Pedia contra los asesinos de César, se retiró con Casio y Bruto, de quienes era pariente. Tras la muerte de estos dos jefes, supo conservar y hasta aumentar la flota que le habían confiado, y sólo la entregó a Marco Antonio cuando la derrota de su partido era completa y por convenio voluntario; agradecióselo tanto aquél que fue el único de todos los condenados por aquella ley que pudo volver a la patria y alcanzar la más altas dignidades. Cuando principió de nuevo la guerra civil fue legado de Antonio, ofreciéndole entonces el mando los que se avergonzaban de obedecer a Cleopatra; mas se encontraba entonces enfermo, y no atreviéndose a aceptar ni a rehusar, terminó por pasar al partido de Augusto, muriendo pocos días después con la reputación algo manchada; Antonio pretendió, en efecto, que le abandonó por el deseo de ver a su amante Servilia Naidia.

IV. De este Domicio nació el que debía ser el ejecutor testamentario de Augusto, tan conocido desde su juventud por su habilidad para guiar carros, como célebre después por los ornamentos triunfales que se le concedieron al fin de la guerra de Germania. Arrogante, pródigo y cruel, no siendo más que un simple edil, obligó al censor L. Planco a cederle el paso; durante su pretura y su consulado, obligó a presentarse en la escena a caballeros romanos y mujeres distinguidas para representaciones mímicas; dio cacerías de fieras y combates de gladiadores en el Circo y en todos los barrios de la ciudad, y desplegó en ellos tanta barbarie, que Augusto, que en vano le había reconvenido en particular, tuvo que hacerlo en un edicto.

V. Tuvo de Antonia la mayor un hijo que fue el padre de Nerón, y cuya vida fue de las más detestables. Acompañando al Oriente al joven C. César, mató a un liberto que se negaba a beber la cantidad de licor que él le mandaba. Excluido por este muerte de la sociedad de sus amigos, no se condujo con mayor moderación. En la vía Apia aplastó a un niño, lanzando al galope su caballo expresamente para ello. En Roma, en pleno Foro, reventó un ojo a un caballero romano que discutía acaloradamente con él. Era tal su mala fe, que no satisfacía a los vendedores el precio de lo que compraba y durante su pretura defraudó del premio a los aurigas vencedores, si bien las burlas de su hermana y las quejas de los jefes de los diferentes partidos le obligaron a proclamar que de allí en adelante los premios se pagarían en el acto. Acusado a fines del reinado de Tiberio de un delito de lesa majestad, de gran número de adulterios y de incesto con su hermana Lépida, sólo el cambio de reinado le pudo librar del castigo. Murió de hidropesía en Pirgia, dejando de Agripina, hija de Germánico, un hijo, que fue Nerón.

VI. Nació Nerón en Anzio, nueve meses después de la muerte de Tiberio (126), el 18 de las calendas de enero al salir el sol, cuyos rayos le tocaron antes que él tocase la tierra. Entre muchas señales terroríficas que presidieron el instante de su nacimiento, se consideró como presagio la contestación de su padre Domicio a las felicitaciones de sus amigos; éste dijo, en efecto, que de Agripina y él no podía nacer más que algo detestable y fatal para el mundo. El día que recibió su nombre (127), observase también un pronóstico igualmente fatal: estrechado C. César por su hermana para que diese a aquel niño el nombre que más le gustase, y viendo pasar a su tío Claudio, que más adelante adoptó a Nerón, contestó que le daba el de aquél, diciendo esto en chanza y para contrariar a Agripina que, en efecto, se opuso a ello, porque Claudio era entonces la vergüenza de la corte. A los tres años perdió a su padre, y nombrado heredero de sus bienes por un tercio, ni siquiera se le asignó esta parte, pues Calígula, su coheredero, se apoderó de toda la herencia. Desterrada a poco su madre, quedó reducido poco menos que a la indigencia y fue educado en casa de su tía Lépida, siendo sus maestros un barbero y un bailarín. Bajo el reinado de Claudio recuperó, no obstante, la fortuna de su padre, y hasta enriqueciese con el caudal de su suegro Crispo Pasieno. La influencia de su madre, llamada del destierro, le hizo elevar tanto, que corrió incluso el rumor de que Mesalina, esposa de Claudio, había intentado hacerle estrangular dormido, como a peligroso rival de Británico. Añádese que los asesinos huyeron espantados al contemplar una serpiente que salia de su lecho. Motivó esta fábula el haberse encontrado un día cerca de su almohada restos de una piel de serpiente, que su madre le hizo llevar algún tiempo en un brazalete de oro sujeto al brazo derecho. Más adelante dejó este brazalete, que le traía a la memoria recuerdos importunos, y cuando lo pidió en sus últimos momentos no se pudo encontrar.

VII. Desde muy jovencito tomó parte en las solemnidades del Circo, fue uno de los actores más asiduos de los juegos troyanos y recibió numerosos testimonios del favor público. Tenia once años cuando Claudio lo adoptó dándole por maestro a Anneo Séneca, que ya era senador. Dícese que Séneca soñó a la siguiente noche que tenía a Calígula por discípulo, sueño que Nerón no tardó en justificar con las precoces muestras de su detestable carácter. Habiéndole llamado Enobarbo su hermano Británico, por costumbre, después de su adopción, esforzase en probar a Claudio que Británico no era hijo suyo; abrumó con su testimonio, frente a los tribunales, a su tía Lépida, a fin de congraciarse con su acusadora Agripina. El día en que fue a tomar la toga en el Foro (128) distribuyó el congiario al pueblo y el donativo a los soldados; habiendo ordenado después a los pretorianos un ejercicio militar, quiso figurar él a su cabeza, con el escudo en la mano, y en el Senado, en fin, dirigió un discurso de gracias a su padre adoptivo. Defendió en latín ante Claudio, cónsul a la sazón, a los habitantes de Boloña, y en griego, a los de Rodas y a los troyanos. Fue investido con la prefectura de Roma durante las Ferias latinas y con la jurisdicción anexa a este cargo, que fue el primero que se le confió, viendo nevar en él diariamente a su tribunal y por los abogados más célebres, no los negocios corrientes y fáciles, como es costumbre durante estas fiestas, sino los más graves y complicados a pesar de la prohibición expresa de Claudio. Poco tiempo después se unió en matrimonio con Octavia, dando juegos en el Circo y el espectáculo de una cacería.

VIII. Tenía diecisiete años cuando murió Claudio. Nerón salió en busca de los guardias apenas se difundió la noticia, entre la sexta y séptima hora (129), único momento de aquel día nefasto en el que se podían tomar auspicios. Fue saludado emperador en las gradas del palacio, y marchó en litera al campamento; congrego apresuradamente a los soldados, llevándole éstos al Senado, de donde no salió hasta la tarde; no rehusó ninguno de los excesivos honores que se le prodigaron, en los que sólo faltó el título de Padre de la Patria, que no podían darle por razón de su edad.

IX. Empezó su gobierno con demostraciones de piedad filial: hizo magníficos funerales a Claudio, pronunció su oración fúnebre y le situó al lado de los dioses; tributó grandes honores a su padre Domicio y confirió a su madre una autoridad ilimitada. El primer día dio por contraseña al tribuno de guardia: Optima madre, y en los días siguientes se le vio a menudo en público con ella en la misma litera. Estableció una colonia en Anzio, compuesta de veteranos pretorianos y de los primipilarios más opulentos, a quienes hizo renunciar a su domicilio (130), y construyó también allí un puerto magnifico.

X. Para dar aún mejores augurios de su carácter, anunció que reinaría de acuerdo con los principios de Augusto, no desaprovechando ocasión de mostrar dulzura y clemencia. Abolió o disminuyó los impuestos demasiado onerosos. Redujo a su cuarta parte las recompensas asignadas por la ley Papia a los delatores. Hizo distribuir al pueblo cuatrocientos sestercios por persona. Aseguró a los senadores de elevada alcurnia, pero carentes de bienes, una renta anual que se elevaba para algunos hasta quinientos mil sestercios. Estableció distribuciones de trigo mensuales y gratuitas para las cohortes pretorianas. Un día que le pedían, según la costumbre, que firmase la sentencia de muerte de un criminal, dijo: Quisiera no saber escribir. Saludaba a todos los ciudadanos por su nombre, de memoria y en el orden en que se le presentaban. Cierta vez que el Senado le dirigía acciones de gracias: Me las daréis cuando las merezca, dijo. Admitía hasta el bajo pueblo a los ejercicios del campo de Marte. Declamó frecuentemente en público, y leyó versos suyos, no sólo en su casa, sino también en el teatro, lo que produjo tan general regocijo, que se decretaron acciones de gracias a los dioses, grabando en seguida aquellos versos en letras de oro, dedicándolos a Júpiter.

XI. Dio espectáculos variados, y en gran número, entre éstos los juegos llamados Juveniles, fiestas en el Circo, representaciones teatrales y combates de gladiadores. Los juegos de la juventud quiso que los presenciaran ancianos consulares y madres de familia de edad muy avanzada (131). En los juegos del Circo designó a los caballeros puestos distinguidos e hizo correr cuadrigas arrastradas por camellos. En los que celebró por la eternidad del Imperio, y a los que llamó Grandes juegos, se vio a la nobleza de ambos sexos desempeñar papeles de bufones. Un caballero romano muy conocido corrió en la liza sobre un elefante; se representó una comedia de Afranio titulada El Incendio, abandonándose a los actores el pillaje de una casa entregada a las Lamas. Cada día distribuyó al pueblo provisiones y regalos de toda clase: pájaros por millares, manjares con profusión, bonos pagaderos en trigo, trajes, oro, plata, piedras preciosas, perlas, cuadros, esclavos, fieras domesticadas, y hasta naves; en fin, islas y tierras, contemplando él estos espectáculos sentado en lo alto del proscenio.

XII. En menos de un año hizo construir en el campo de Marte un anfiteatro de madera para un espectáculo de gladiadores en el que no permitió matar a ninguno de los combatientes ni aun los criminales. Pero hizo combatir en él cuarenta senadores y sesenta caballeros, algunos de los cuales gozaban de considerable fortuna y elevada consideración. Eligió también, en los mismos órdenes, ciudadanos que opuso a las fieras y a los que distribuyó diferentes empleos en la arena. Dio una naumaquia en la que se vieron monstruos marinos nadando en agua del mar. Grupos de niños bailaron la pírrica, y después del baile, ofreció a cada uno de los niños diplomas de ciudadanos romanos. El asunto de uno de estos bailes era Parsifae, cuyo papel estuvo a cargo de una mujer encerrada en una vaca de madera asaltada por un toro, o al menos así lo creyó ver la multitud. Un Icaro fue a caer, al primer vuelo, cerca del palco de Nerón, llenándolo de sangre. Al principio, rara vez ocupaba en el espectáculo el puesto de honor acostumbrando presenciarlo por pequeñas aberturas, pero más adelante ocupó la parte del anfiteatro más distinguida y más visible. Fue el primero que estableció en Roma juegos quinquenales, compuestos, como entre los griegos, de tres géneros de diversiones: música, carreras de caballos y juegos gimnásticos, y a los que llamó Neronianos. En la dedicación de sus baños y de un nuevo gimnasio, hizo presentar el aceite a los senadores y a los caballeros, y quiso que entre los consulares designara la suerte a los que habían de presidir en los asientos mismos de los pretores durante todo el concurso. Descendió después a la orquesta, en medio del Senado, y recibió la corona de la elocuencia y de la poesía latinas, por voto unánime hasta de sus mismos competidores, que eran los ciudadanos más ilustres de Roma. La que le fue otorgada como premio del arpa, la dedicó a Augusto, haciéndola llevar al pie de la estatua de aquel príncipe. En los juegos gímnicos que dio en el campo de Marte, y en el transcurso de los preparativos del sacrificio, se hizo cortar la primera barba encerrándola en un cofrecillo de oro adornado con pedrería, y la consagró al Capitolio. Invitó a las vestales a asistir a los combates de atletas, porque en Olimpia las sacerdotisas de Ceres gozaban también del derecho de asistir a este espectáculo.

XIII. Pondré asimismo en el número de los espectáculos que dio, la entrada en Roma del rey Tirídates. A fuerza de promesas había hecho venir a este rey de Armenia, designando por un edicto el día en que quería presentarlo al pueblo, ceremonia que el mal tiempo obligo a aplazar. Pero en la primera ocasión favorable, ordenó colocar cohortes armadas alrededor de los templos próximos al Foro, y fue a sentarse al lado de los Rostros en una silla curul con traje de triunfador, en medio de las banderas militares y de las águilas romanas.

Tirídates ascendió las gradas del estrado y arrodillase ante Nerón, el cual levantándole y abrazándole, acogió su petición; le quito la tiara y le colocó la corona en la cabeza, y al mismo tiempo un pretor antiguo explicaba al pueblo, traduciéndolos, los ruegos del extranjero. Desde allí le llevaron al teatro (132), donde el emperador, después de recibir otra vez su homenaje, le colocó a su derecha. La asamblea saludó entonces a Nerón con el título de emperador; él mismo llevó una corona de laurel al Capitolio, y cerró el templo de Jano, como si no quedase guerra alguna por terminar.

XIV. Fue cónsul cuatro veces: la primera durante dos meses, la segunda y la última durante seis, y la tercera durante cuatro. Su segundo y tercer consulados fueron consecutivos; el primero y el último separados de los otros por intervalos de un año.

XV. No contestó nunca a las demandas de los litigantes sino al día siguiente y por escrito. En sus audiencias prohibió los discursos seguidos, escuchando alternativamente a las partes sobre cada punto del litigio. Cuando se retiraba a deliberar, no opinaba en común ni delante de los otros, sino que, sin decir nada, sin hacer caso de las opiniones escritas de los jueces, pronunciaba la sentencia que más le gustaba como si fuese resultado de la mayoría de votos. Durante largo tiempo no admitió en el Senado a los hijos de los libertos, y no otorgó ninguna dignidad a los que habían hecho ingresar los emperadores anteriores. A los candidatos que excedían del número de las magistraturas les concedía, para compensarlos por la dilación, el mando de algunas legiones. Confería, por lo común, el consulado por seis meses, y habiendo muerto un cónsul cerca de las calendas de enero, no lo reemplazó, censurando el ejemplo dado en otro tiempo en la persona de Canino Rebilo, que fue cónsul un solo día. Otorgó los ornamentos triunfales a antiguos cuestores y hasta a algunos caballeros, y no siempre por servicios militares. Cuando dirigía discursos al Senado sobre un asunto cualquiera, hacia casi siempre que los leyese un cónsul, a pesar de corresponder ello al cuestor.

XVI. Trazó un plan llevo para la construcción de edificios en Roma, e hizo elevar a su costa pórticos delante de todas las casas, con objeto de que se pudiese atajar los incendios desde lo alto de las plataformas. Tenía también el propósito de prolongar hasta Ostia las murallas de Roma y hacer llegar el mar a la ciudad por medio de un canal. Bajo su reinado se reprimieron y castigaron muchos abusos, dictándose reglamentos muy severos. Puso límites al lujo: las comidas que se daban al pueblo quedaron convertidas en distribuciones llamadas sportula; prohibió que se vendiese nada cocido en las tabernas, exceptuando legumbres, siendo así que antes se vendían en ellas toda clase de manjares. Los cristianos, clase de hombres llenos de supersticiones nuevas y peligrosas, fueron entregados al suplicio (133); puso freno a la licencia de los aurigas, quienes en su vida vagabunda creían que todo les estaba permitido, y que tenían convertido en juego el engaño y el robo. Los que intrigaban en favor o en contra de los mímicos fueron desterrados y con ellos los mímicos que daban ocasión a las intrigas

XVII. Ideóse, contra los falsificadores, la precaución de emplear sólo tablillas horadadas en muchos puntos, no imprimiéndose el sello hasta después de haber pasado tres veces los cordones por los agujeros. Se decretó que en los testamentos habían de presentarse en blanco a los testigos las dos primeras tablillas, y que sólo se escribiría en ellas el nombre del testador; que el que escribiese el testamento de otro no podría asignarse ningún legado; que los litigantes venían obligados a pagar a sus abogados salario equitativo y moderado, y que no darían absolutamente nada por los derechos de presencia de los jueces (134), debiendo cuidar el Estado de que los juicios fuesen gratuitos; y se dispuso, en fin, que los procesos del Fisco habían de ser llevados al Foro, ante los jueces ordinarios de esta clase de asuntos, y que todas las apelaciones habrían de pasar al Senado.

XVIII. Nunca se desanimó en la esperanza o en la tentación de aumentar y extender el Imperio; ideó hasta retirar las legiones de la Bretaña, y sólo le retuvo el temor de que pareciera que quería debilitar la gloria de su padre. Contentase, por ello, con reducir a provincia romana el reino del Ponto, que le cedió Polemón, y el de los Alpes después de la muerte de Cotio.

XIX. Emprendió sólo dos viajes: uno a Alejandría y otro a Acaya; pero renunció al primero el mismo día de la partida, aterrado por un siniestro presagio; habiéndose, en efecto, sentado en el templo de Vesta, después de haber visitado todos los demás, enredase en la toga al levantarse y se le obscureció la vista hasta el extremo de no distinguir nada. En Acaya se propuso abrir el istmo: arengó a los pretorianos para exhortarlos a aquella gran empresa; hizo que una trompeta diese la señal para empezar y él mismo descargó el primer golpe de azadón y se cargó al hombro una esportilla llena de tierra. Meditaba también una expedición hacia las Puertas Caspianas, a cuyo objeto había levantado una legión de reclutas italianos compuesta de hombres de seis pies de estatura, a la que llamaba falange de Alejandro Magno. He reunido aquí todos sus actos, de los cuales unos son superiores a todo elogio, y los otros a toda censura, con objeto de separarlos de las infamias y crímenes, cuyo relato voy a empezar.

XX. La música era una de las artes en que le habían instruido desde su infancia; ya emperador, hizo venir al palacio a Terpno, al mejor arpista de la época, sentándole a su lado durante muchos días después, de la comida de la tarde, para oírle cantar hasta muy avanzada la noche. Poco a poco dióse a meditar sobre este arte y a ejercitarse en él, no omitiendo precaución alguna de las que emplean de ordinario los cantores para conservar la voz y para fortalecerla, como son, acostarse sobre la espalda con el pecho cubierto con una hoja de plomo; tomar lavativas y vomitivos y abstenerse de frutas y de alimentos reputados contrarios. Satisfecho de los progresos que hacía (aunque, en realidad, tenía la voz débil y ronca), quiso presentarse en la escena, y no cesó de repetir a sus cortesanos este proverbio griego: La música no es nada si se la tiene oculta. Se exhibió por primera vez en Nápoles, y a pesar de un terremoto que conmovió de súbito el teatro, no dejó de concluir la canción iniciada. Cantó a menudo durante varios días, tomando luego algún descanso para recuperar la voz; impaciente, sin embargo, por hacerse oír del público, corrió de repente al teatro al salir del baño y comiendo en la orquesta en presencia de numeroso público, decía en griego que cuando hubiese bebido algo produciría tonos delicados. Gustando en extremo de los aplausos que le tributaron en cadencia los habitantes de Alejandría, a quienes el comercio de granos había traído en gran número a Nápoles, hizo venir a otros muchos. Y no se contentó con esto, sino que eligió jóvenes caballeros y más de cinco mil plebeyos mozos y vigorosos que, divididos en varios grupos, aprendieran las diferentes maneras de aplaudir, llamadas bombo, tejas y castañuelas, para que le animasen siempre que cantara; distinguíanse éstos por su abundante cabellera, su elegante traje y su anillo en la mano izquierda, y sus jefes ganaban cuarenta mil sestercios.

XXI. Como fuese su principal deseo cantar en Roma, hizo celebrar en ella los juegos neronianos antes de la apoca señalada, y habiendo pedido todos insistentemente querer oír su voz celestial, contestó que accedería a este deseo en sus jardines. Pero como los soldados que estaban de guardia entonces unieran sus ruegos a los de la multitud, les prometio, y era su deseo más vehemente, cantar aquel mismo día en el teatro; y mandó en seguida inscribir su nombre en la lista de los músicos que debían concurrir, hizo ponerle en la urna para que le sacaran por suerte con los otros y entró en escena a su vez; los prefectos del Pretorio le llevaban el arpa; detrás seguían los tribunos militares, y a su alrededor sus más íntimos amigos. Cuando fijó su actitud y terminó el preludio, hizo que el consular Cluvio Rufo anunciase que iba a cantar Niobe y permaneció en escena hasta la hora décima. Con objeto de tener nuevas ocasiones de cantar, aplazó para el año siguiente los premios del canto y demás partes del concurso. Este plazo le pareció, no obstante, muy largo y no cesó de presentarse en el teatro. Tampoco vaciló en representar con los actores en los espectáculos que daban los particulares, y un pretor le ofreció un día un millón de sestercios. Representó, asimismo personajes de tragedia, poniendo por condición que las máscaras de los héroes y de los dioses se le pareciesen, Y las de las heroínas y diosas a la mujer que le era más querida. Entre otros papeles, representó: Canacea en el parto; Orestes asesino de su madre; Edipo ciego; Hércules furioso. Cuéntase que en la representación de esta última, un joven soldado que estaba de guardia a la entrada del teatro, viéndole cargado de cadenas, como exigía el argumento, acudió para ayudarle.

XXII. Desde la edad juvenil le apasionaron los ejercicios de caballos, y su conversación más frecuente versaba sobre las carreras en el Circo, pese a la prohibición que se le había impuesto. Cierto día que deploraba con sus condiscípulos la desgracia de un auriga a quien habían arrastrado sus caballos, reprendido por su maestro, le dijo que hablaba de Héctor. En los comienzos de su reinado se complugo en hacer rodar sobre una mesa de juego cuadrigas de marfil, y desde el fondo de su retiro acudía hasta a las menores solemnidades del Circo: primero en secreto, después públicamente, de manera que nadie dudaba que había de presentarse el día designado para los juegos. Por último, anunció que quería elevar el número de los premios, de modo que, multiplicadas las carreras, el espectáculo duró hasta la noche y los jefes de los diferentes partidos no quisieron en adelante llevar sus aurigas sino para un día entero. Quiso también guiar carros, mostrándose muchas veces en este espectáculo. Tras haberse ensayado durante algún tiempo en sus jardines, delante del pueblo y de la turba, presentóse en el Circo Máximo a los ojos de todos los romanos; un liberto agitó aquel día el lienzo (135) desde el mismo punto en que lo hacen ordinariamente los magistrados. No le bastó haber demostrado en Roma su habilidad, por lo que marchó, como hemos dicho ya, a mostrarla en Acaya, movido principalmente por la razón siguiente: las ciudades en que hay establecidos concursos de música acostumbraban mandarle coronas de todos los vencedores, y tanto le placía este homenaje, que los diputados que venían a presentárselas, no sólo eran los primeros a quienes recibía en sus audiencias, sino que los admitía incluso a sus comidas particulares; habiendole rogado cierto día alguno de ellos que cantase en la mesa y prodigado toda clase de elogios, dijo que sólo los griegos sabían escuchar y eran dignos de su voz. Partió, pues, sin detenerse y desembarcando en Casiope, cantó delante del altar de Júpiter Casio.

XXIII. A partir de entonces se le vio tomar parte en todos los certámenes de los artistas, con cuyo objeto reunió en un mismo año los espectáculos ordinarios que se daban en largos intervalos; quiso que se repitiesen algunos y ordenó, contra la costumbre, abrir en Olimpia un concurso de música. Nada pudo apartarle ni distraerle de este género de placer, y habiéndole informado su liberto Helio que los asuntos de Roma requerían su presencia allí, contestó: En vano me escribes queriendo que regrese prontamente; mejor es que desees que vuelva digno de Nerón. No estaba permitido cuando cantaba abandonar el teatro, ni siquiera por las más imperiosas necesidades; así, algunas mujeres dieron a luz en el espectáculo y muchos espectadores, cansados de oír y aplaudir, saltaron furtivamente por encima de las murallas de la ciudad, cuyas puertas estaban cerradas o se fingieron muertos para que los sacasen. Es imposible imaginar el terror y ansiedad que mostraba en los concursos su envidia a sus rivales y su temor a los jueces. Observaba sin cesar a sus competidores, los espiaba y los desacreditaba en secreto como si fuesen de igual condición que él. A veces llegaba hasta a injuriarlos cuando los encontraba y si se presentaba alguno más hábil que él tomaba el partido de corromperle. Por lo que toca a los jueces antes de comenzar les dirigía una respetuosa y humilde alocución. Había hecho -decía- todo lo que estaba en su mano hacer; pero el éxito dependía de la Fortuna, y a ellos, hombres prudente e instruidos, correspondía excluir todo lo fortuito. Cuando le exhortaban a tener confianza, se retiraba algo más tranquilo; mas no pudiendo desterrar toda su inquietud, atribuía a malevolencia y envidia el silencio que algunos de ellos guardaban por pudor, y decía que los tenía por sospechosos.

XXIV. Durante el certamen se sometía hasta tal punto a todas las leyes del teatro, que no se atrevía ni a escupir ni siquiera a secarse con el brazo el sudor de la frente. Habiendo en una tragedia dejado caer el cetro, recogiólo en el acto con mano inquieta y temblorosa: tanto temía que por esta falta se le excluyese del concurso. Fue necesario para tranquilizarle que su mímico le asegurase que en medio del regocijo y los aplausos del pueblo nadie había advertido aquel gesto. El mismo se proclamaba vencedor, por cuya razón entraba en pugna en todas las ocasiones con el heraldo. Quiso borrar para siempre toda traza y recuerdo de otras victorias que las suyas, para lo cual mandó derribar, arrastrar por las calles con ganchos y echar a las letrinas las estatuas y los bustos de todos los vencedores. Disputó también el premio de la carrera de carros, y en los juegos Olímpicos guió uno arrastrado por diez caballos, aunque en sus versos había criticado esta misma pretensión del rey Mitrídates. Fue despedido del carro, recogido y colocado dentro otra vez; no pudo resistir, al fin, y bajó de él antes de terminar la carrera; todo lo cual no impidió que fuese coronado. Antes de partir concedió la libertad a toda la provincia; dio a los jueces una importante cantidad y les concedió el derecho de ciudadanía romana. El mismo, puesto en el centro del estadio y el día de los juegos Istmicos, anunció al pueblo estos favores.

XXV. De regreso de Grecia entró en Nápoles, teatro de sus primeros triunfos artísticos, en un carro arrastrado por caballos blancos y por una brecha abierta en la muralla, privilegio concedido a los vencedores en los juegos sagrados. Entró del mismo modo en Anzio, Albana y Roma. En esta última verificó su entrada en el carro que sirvió para el triunfo de Augusto, con traje de púrpura, clámide sembrada de estrellas de oro, la corona olímpica en la cabeza y en la mano derecha la de los juegos Píticos. Delante de él eran llevadas con toda pompa las inscripciones en que se decía donde las había ganado, contra quién, en qué obras y en qué canciones. Detrás del carro se agrupaban los encargados de aplaudir y asalariados (136), exclamando, como en las ovaciones, que eran los compañeros de su gloria y los soldados de su triunfo. Demolieron en seguida una arcada del Circo Máximo y por el Velabro y el Foro se dirigió al monte Palatino y al templo de Apolo. Por todas partes se inmolaban víctimas a su paso, cubrían las calles de polvo de azafrán y soltaban aves y lanzaban cintas y pastelillos. Colgó las coronas sagradas en sus alcobas, alrededor de sus lechos; llenó sus cámaras de estatuas en que estaba representado con traje de músico, e hizo acuñar una medalla representado con el mismo traje. Lejos de enfriarse en él con el tiempo el entusiasmo por su arte y abandonarlo, cuidó, para conservar la voz, de no dirigir proclamas a los soldados sino cuando estaba ausente, o por medio de otro; en cualquier asunto que emprendiese, grave o no, tenía constantemente junto a sí a su maestro de canto, que le advertía cuidase del pecho, para lo cual le hacía tener un lienzo delante de la boca, y muchas veces reguló, en fin, su amistad o su odio por las mayores o menores alabanzas que le tributaban.

XXVI. Primero se entregó sólo por grados y en secreto al ardor de sus pasiones: petulancia, lujuria, avaricia y crueldad, que quisieron hacer pasar como errores de juventud, pero que al fin tuvieron que admitirse como vicios de su carácter. En cuanto obscurecía, cubríase la cabeza con un gorro de liberto o con un manto, recorriendo así las tabernas de la ciudad y vagando por todos los barrios y cometiendo fechorías; lanzábase sobre los transeúntes que regresaban de cenar, los hería cuando resistían y los precipitaba en las cloacas. Destrozaba y saqueaba las tiendas, y tenía establecido en su casa un despacho donde vendía, por lotes y en subasta, los objetos robados de esta manera, para disipar al punto su producto. En estas salidas estuvo muchas veces en peligro de perder los ojos y la vida. Un senador, a cuya esposa había insultado, estuvo a punto de matarle a golpes (137). A causa de ello, a partir de este lance, no salió ya a aquellas horas sin que le siguiesen a lo lejos y en la sombra los tribunos de su guardia. Durante el día se hacía llevar al teatro en silla gestatoria cerrada, y una vez allí, desde lo alto del proscenio, animaba con el gesto y con la voz los tumultos que promovían los mímicos; cuando, llegados a las manos, se lanzaban piedras y bancos rotos, también él los arrojaba al público, hiriendo una vez en la cabeza al pretor.

XXVII. Pero fortaleciéndose muy pronto sus vicios, desdeñó los placeres secretos, no hizo ya nada para disimular y se atrevió a cosas más importantes. Prolongaba sus comidas desde el mediodía a medianoche, y de cuando en cuando tomaba baños calientes, o bien durante el verano baños refrescados con nieve. Cenaba algunas veces en un sitio público, que cerraban, como la naumaquia, el campo de Marte o el Circo Máximo, haciéndose servir allí por todas las prostitutas de la ciudad y bailarinas de Siria. Todas las veces que iba a Ostia por el Tíber, o que pasaba navegando cerca del pueblo de Baias, se establecía a lo largo de las riberas y las playas hostelerías y lugares de desorden, en los cuales mujeres distinguidas, imitando las maneras incitantes de las posaderas y cortesanas, le invitaban aquí y allá a abordar. Algunas veces se invitaba también a cenar en casa de sus familiares, y a uno de ellos costó más de cuatro millones de sestercios un manjar preparado con miel, y a otro aún más una bebida a base de rosas.

XXVIII. No hablaré de su comercio obsceno con hombres libres, ni de sus adulterios con mujeres casadas; diré sólo que violó a la vestal Rubria, y que poco faltó para que se casase legítimamente con la liberta Actea, con cuya idea sobornó a algunos consulares, que afirmaron bajo juramento que era de origen real. Hizo castrar a un joven llamado Sporo y hasta intentó cambiarlo en mujer; lo adornó un día con velo nupcial, le señaló una dote, y haciéndoselo llevar con toda la pompa del matrimonio y numeroso cortejo, le tomó como esposa; con esta ocasión se dijo él satíricamente que hubiese sido gran fortuna para el género humano que su padre Domicio se hubiese casado con una mujer como aquélla. Vistió a este Sporo con el traje de las emperatrices se hizo llevar con él en litera a las reuniones y mercados de Grecia y durante las fiestas sigilarias de Roma, besándole continuamente. Se sabe también que quiso gozar a su madre (138), disuadiéndole de ellos los enemigos de Agripina, por temor de que mujer tan imperiosa y violenta tomase sobre él, por aquel género de favor, absoluto imperio. En cambio, recibió en seguida entre sus concubinas a una cortesana que se parecía en gran modo a Agripina; se asegura aun que antes de este tiempo, siempre que paseaba en litera con su madre, satisfacía su pasión incestuosa, lo que demostraban las manchas de su ropa.

XXIX. Tras haber prostituido todas las partes de su cuerpo, ideó como supremo placer cubrirse con una piel de fiera y lanzarse así desde un sitio alto sobre los órganos sexuales de hombres y mujeres atados a postes; una vez satisfechos todos sus deseos, se entregaba a su liberto Doríforo, a quien servía de mujer, del mismo modo que Sporo le servía a su vez a él, imitando en estos casos la voz y los gemidos de una doncella que sufre violencia. Sé por muchas personas que estaba convencido de que ningún hombre es absolutamente casto ni está exento de mancha corporal, sino que la mayor parte de ellos saben disimular el vicio y ocultarlo con cautela; por esta razón perdonaba todos los otros defectos a aquellos que confesaban francamente delante de él su obscenidad.

XXX. No consideraba que la posesión de riquezas pudiese servir para otra cosa que para dilapidar. Para ser avaro y sórdido a sus ojos bastaba contar los gastos; para ser espléndido y magnífico era necesario arruinarse. Lo que más celebraba y admiraba en su tío Cayo era el haber disipado en poco tiempo los inmensos tesoros reunidos por Tiberio. De modo que no podía coto a sus gastos y generosidades. Se hace difícil de creer que gastaba para Tirídates ochocientos mil sestercios cada día y que a su partida le dio más de un millón. Al músico Menécrato y al gladiador Spículo les regaló muchos patrimonios y casas pertenecientes a ciudadanos honrados con el triunfo. Celebró funerales casi regios por el usurero Cercopiteco Paneroto, al que había enriquecido con espléndidas propiedades en el campo y en la ciudad. Jamás se puso dos veces el mismo traje. Jugaba a los dados a cuatrocientos sestercios dobles el punto. Pescaba con una red dorada, cuyas mallas eran de púrpura y escarlata. Se asegura que nunca viajaba con menos de mil carruajes, que sus mulas llevaban herraduras de plata, y que sus muleros vestían hermosa lana de Canusa, y que, en fin, sus conductores y corredores mazacos iban adornados con brazaletes y collares.

XXXI. En nada gastó tanto, sin embargo, como en sus construcciones; extendió su casa desde el palacio hasta las Esquilias, llamando al edificio que los unía Casa de Paso; destruida ésta por un incendio, hizo construir otra que se llamó Casa de Oro, de cuya extensión y magnificencia bastará decir que en el vestíbulo se veía una estatua colosal de Nerón de ciento veinte pies de altura; que estaba rodeada de pórticos de tres hileras de columnas y de mil pasos de longitud; que en ella había un lago imitando el mar, rodeado de edificios que simulaban una gran ciudad; que se veían asimismo explanadas, campos de trigo, viñedos y bosques poblados de gran número de rebaños y de fieras. El interior era dorado por todas partes y estaba adornado con pedrerías, nácar y perlas. El techo de los comedores estaba formado de tablillas de marfil movibles, por algunas aberturas de los cuales brotaban flores y perfumes. De estas salas, la más hermosa era circular, y giraba noche y día, imitando el movimiento de rotación del mundo; los baños estaban alimentados con las aguas del mar y las de Albula. Terminado el palacio, el día de la dedicación, dijo: Al fin voy a habitar como hombre. Había empezado, además, baños totalmente cubiertos, que iban desde Misena al lago Averno, que hubiesen estado rodeados de pórticos y a los que proyectaba hacer llegar todas las aguas termales de Baias. Quería, en fin, abrir desde el Averno hasta Ostia un canal, evitando de este modo la navegación por mar, canal de ciento sesenta millas de largo y tan ancho que pudieran cruzarse en él dos quinquerremes. Para terminar estas obras mandó traer a Italia los presos de todas las partes del Imperio, y ordenó que las sentencias que se dictasen en lo sucesivo contra los criminales no impusiesen otra pena que la de estos trabajos. Impulsaba a esta furia de gastar, aparte la confianza en su poder, la esperanza, repentinamente concebida, de un enorme tesoro escondido, que cierto caballero romano aseguraba había de encontrarse en inmensas cavernas de Africa, por haberlo llevado allí en otro tiempo la reina Dido al huir de Tiro, y el cual podría extraerse, según él, sin gran trabajo.

XXXII. Desengañado de esta esperanza, empobrecido y agotados sus recursos hasta el punto de retrasar la paga de los soldados y las pensiones de los veteranos, recurrió a las rapiñas y a las falsas acusaciones. Estableció, en primer lugar, que se le adjudicarían los cinco sextos en vez de la mitad de las herencias de los libertos que, sin razón plausible, hubiesen utilizado el nombre de alguna familia enlazada con él; que los bienes de aquellos que en su testamento se hubiesen mostrado ingratos con el príncipe pertenecerían al fisco y que serían castigados los jurisconsultos que lo hubiesen escrito o dictado, y que se perseguiría, en fin, por delito de lesa majestad a todos aquellos a quienes denunciasen por sus palabras y actos. Obligó a que le devolviesen los regalos que había hecho a muchas ciudades, al otorgarle coronas en los concursos. Había prohibido el uso de los colores púrpura y violeta, y un día de mercado mandó bajo mano a un mercader a que vendiese algunas onzas, con objeto de coger al punto a los demás en falta. Habiendo visto en el espectáculo y mientras cantaba, a una matrona adornada con la púrpura prohibida, mostróla, a lo que se dice, a sus agentes, y habiendo hecho sacarla en el acto, le confiscó el traje y los bienes. No confirió ya ningún cargo sin añadir: ya sabes lo que necesito, o bien: Obremos de manera que a nadie le quede nada. Concluyó por despojar la mayor parte de los templos y fundió todas las estatuas de oro y plata, entre ellas las de los dioses penates, que luego fueron restablecidas por Galba.

XXXIII. Empezó por Claudio sus asesinatos y parricidios, siendo, sin duda, si no autor, al menos cómplice de su muerte. Disimulaba esto tan poco que hacía gala de repetir continuamente un proverbio griego que encomia como manjar divino las setas, vegetal con que Claudio fue envenenado. No hubo ultraje con que no abrumara su memoria en sus actos o en sus discursos, acusándole unas veces de crueldad y otras de locura. Por ejemplo, decía, jugando con la palabra morarí cuya primera sílaba alargaba, que Claudio había cesado de morar entre los hombres (139). Anuló un crecido número de decretos y decisiones de aquél, como actos de estupidez y de demencias limitándose, por último, a rodear únicamente de una mala tapia el sitio donde quemaron su cuerpo. Celoso de Británico, que tenía mejor voz que él, y temiendo, por otra parte, que por el recuerdo de su padre se atrajese algún día el favor popular, resolvió deshacerse de él por medio del veneno. Una célebre envenenadora llamada Locusta proporcionó a Nerón un brebaje, cuyo efecto defraudó su impaciencia, pues no produjo a Británico más que una diarrea. Hízose traer a aquella mujer, la azotó por su mano, y la reconvino por haber preparado una medicina en vez de un tósigo; como ella se excusase con la necesidad de mantener el crimen secreto: Sin duda -contestó con ironía-, temo la ley Julia (140), y la obligó a preparar en su palacio y delante de él mismo el veneno más activo y rápido que le fuese posible. Lo ensayó en un cabrito, el cual vivió todavía cinco horas; en vista de ello lo hizo fortalecer y concentrar más, tras lo cual se lo dio a un cochinillo, que murió en el acto. Mandó entonces llevar el veneno al comedor y darlo a Británico, que comía a su mesa. El joven, apenas probó el veneno cayó revolcándose, diciendo Nerón que se trataba de un ataque de epilepsia, enfermedad que padecía; a la mañana siguiente le hizo sepultar con prisas y sin ninguna ceremonia, en medio de una lluvia torrencial. En cuanto a Locusta recibió en premio de su servicio la impunidad, considerables bienes y hasta discípulos.

XXXIV. No tardó en pesarle su madre, la cual, observando sus actos y palabras le reprendía a veces amargamente. Al principio, para hacerla odiosa, fingió que iba a abdicar el Imperio y a retirarse a Rodas; le quitó luego todos los honores y el poder, retiró los soldados de su guardia germánica, alejándola de su lado y de su palacio; después no hubo vejación que no la hiciese sufrir por medio de sus agentes; cuando estaba en Roma éstos le suscitaban multitud de litigios, y cuando se retiraba al campo, pasaban frente a su casa, en carruaje o por mar, abrumándola de injurias y burlas. Asustado, al fin, por sus amenazas y por su violencia, decidió darle muerte. Tres veces ensayó el veneno y vio que ella se había provisto de antídotos. Pensó entonces ocultar en su cámara y sobre su lecho maderos, que por medio de un oculto mecanismo habrían de hacer caer sobre ella cuando estuviese durmiendo; la indiscreción de sus cómplices hizo, sin embargo, abortar este proyecto. Ideó, por último, una nave sumergible, construida de manera que Agripina pereciese ahogada o aplastada en su cámara; fingió, entonces, reconciliarse con ella; la invitó en una carta muy tierna a acudir a Baias para celebrar con él las fiestas de Minerva (141); cuidó de prolongar el festín a fin de que los capitanes de las naves tuviesen tiempo de destruir, según las órdenes recibidas y como por choque fortuito, la galera liburnesa que había traído Agripina, y cuando ésta quiso retirarse a Baulos, le ofreció en vez de su nave destruida la que había construido para su pérdida. La acompañó alegremente hasta la nave, la besó en los pechos al separarse y veló una parte de la noche esperando con ansiedad el resultado de su maquinación. Cuando se enteró de lo ocurrido, y de que Agripina había conseguido salvarse a nado, no supo ya qué hacer; pero poco después llegó L. Agerino, liberto de su madre, presentándose regocijado a decirle que Agripina se había salvado. Nerón echó un puñal a su lado, sin que el liberto lo observase, y le hizo prender y agarrotar como asesino enviado por aquélla; mando en seguida matar a su madre y dijo que se había suicidado al ver descubierto su crimen. Añádense a esto circunstancias atroces y se citan testigos; se sabe que acudió a ver el cadáver, que lo tocó por todas partes alabó algunas de sus formas y criticó otras, y que sintiendo sed durante el examen, hizo que le sirviesen de beber A pesar de las felicitaciones del ejército, del Senado y del pueblo (142), no pudo, sin embargo, librarse de su conciencia: el suplicio que empezó con aquel acto no terminó ya para él jamás; a menudo confesó que le perseguía por todas partes la imagen de su madre y que las Furias agitaban delante de él látigos vengadores y antorchas encendidas, por lo que trató de aplacar sus males con un sacrificio mágico. En su viaje a Grecia no se atrevió a hacerse iniciar en los misterios de Eleusis, aterrado por la voz del heraldo que prohibía el acceso a los criminales y a los impíos. A este parricidio añadió aún el asesinato de su tía, la cual estaba entonces enferma de una irritación de vientre; acudió a verla y con la familiaridad ordinaria de las personas de edad madura, le acarició la barba con la mano, y le dijo: Cuando haya visto caer esta barba, habré vivido suficiente. Entonces, él dijo, como en broma, a los que estaban presentes, que iba a hacérsela quitar en el acto, y ordenó a los médicos que administrasen a la enferma una purga violenta; apoderase de sus bienes apenas expiro, Y para no perder nada, mandó destruir su testamento.

XXXV. Después de Octavia tuvo Nerón por esposas a Popea Sabina, casada antes con un caballero romano, y cuyo padre había sido cuestor, y a Statilia Mesalina, bisnieta de Tauro, que había obtenido dos veces el consulado y el triunfo; para apropiarse de ésta hizo matar a su marido, Atico Vestino, cónsul a la sazón. Disgustado de Octavia, dijo a sus amigos, que le reconvenían por haberse apartado de ella tan presto, que debían bastarle los ornamentos matrimoniales. Diversas veces quiso estrangularla, y la repudió por estéril; censurando, sin embargo, el pueblo este divorcio y prorrumpiendo en denuestos contra el emperador la desterró, haciéndola matar, al fin, como culpable de adulterio; la acusación era tan impudente y falsa, que habiendo protestado de su inocencia todos aquellos a quienes sometió a la tortura, sobornó a su pedagogo Aniceto para que declarase que había gozado de ella por astucia. Doce días después de haber repudiado a Octavia, casó con Popea, a la que amó apasionadamente; su amor no impidió, sin embargo, que la matase de un puntapié, porque, enferma y encinta, le reconvino con viveza viéndole retirarse algo tarde de una carrera de carros. Tuvo una hija llamada Claudia Augusta, que murió muy joven. Sus crímenes no se detuvieron ni ante los lazos más íntimos; acusó, por ejemplo, de conspiración a Antonia, hija de Claudio, que repugnaba casarse con él después de la muerte de Popea, y la hizo matar. Trató de la misma manera a todos aquellos con quienes les unía parentesco o relaciones íntimas, entre ellos, al joven Aulo Plaucio, a quien violó antes de mandarle al suplicio, diciendo después: Que mi madre bese ahora a mi sucesor, porque pretendía que amaba a este joven y le había prometido el Imperio. Popea había tenido antes de casarse con él un hijo llamado Rufio Crispino; supo él que este niño, en sus juegos, se erigía en jefe y emperador de los demás y dispuso que sus propios esclavos lo arrojasen al mar cuando fuese a pescar. Desterró a Tusco, su hermano de leche, porque siendo gobernador de Egipto se había bañado en los baños construidos para la llegada del emperador. Obligó a su preceptor Séneca a darse la muerte; éste le había pedido muchas veces permiso para retirarse y hasta le había brindado todos sus bienes; pero Nerón le juró por todos los dioses que sus temores eran infundados y que preferiría morir a hacerle deño. A Burro, prefecto del pretorio, que padecía de la garganta, le dijo que le daría un remedio, y le envió un veneno. En cuanto a los libertos que le hicieron adoptar por Claudio y que habían sido sus consejeros y le habían sostenido en el poder, deshízose de ellos cuando fueron ancianos y ricos, por medio de venenos que les puso en las comidas o en las bebidas.

XXXVI. No desplegó menos crueldad con los extranjeros. Presentóse durante muchas noches consecutivas una estrella con cabellera (143) que, según la opinión del vulgo, anuncia un cercano fin a los señores de la tierra. Asustado por el fenómeno, consultó al astrólogo Babilo, quien le dijo que los reyes acostumbraban prevenir los efectos de estos funestos presagios por medio de la muerte expiatoria de algunas víctimas ilustres desviando así sus amenazas sobre las cabezas de los grandes; en esto desplegó Nerón tanta más energía, cuanto que el oportuno descubrimiento de dos conjuraciones le suministraba legitimo pretexto: la primera y más importante, la de Pisón, se urdía en Roma; la segunda, la de Vinicio, se tramó y fue descubierta en Benevento. Los conjurados aparecieron ante el tribunal atados con triples cadenas; algunos confesaron espontáneamente la conjura; otros llegaron incluso a alabarse de ello, diciendo que la muerte era el mejor servicio que podían prestar a un hombre manchado con tantos crímenes. Expulsaron de Roma a los hijos de los sentenciados, muriendo todos de hambre o envenenados. Sábese también que algunos perecieron con sus preceptores y esclavos en una misma comida, y a otros se les privó de todo alimento.

XXXVII. La vida de Nerón no fue, a partir de entonces, más que una serie de crímenes; nadie estaba libre de sus golpes, y todo pretexto le era bueno. Entre gran número de ejemplos, citaré sólo los siguientes. A Salvidieno Orfito le imputó como un crimen que hubiese alquilando a los diputados de algunos ciudades lares habitaciones bajas de su casa, cerca del Foro, para celebrar audiencias en ellas; al jurisconsulto Casio Longino, que era ciego, el haber conservado entre antiguos retratos de familia el de C. Casio, uno de los asesinos de César; a Pete Trasea, el tener frente severa de pedagogo. A los condenados, para morir, les concedía sólo una hora, y con objeto de evitar toda causa de dilación, tenía médicos encargados, como él decía, de ayudar a los rezagados, es decir, de cortarles las venas. A un egipcio que comía carne cruda y cuanto le presentaban, quiso, según se asegura, ofrecerle hombres para que los desgarrase y devorase vivos. Jactándose de haberlo intentado todo impunemente, sostenía que ningún príncipe había sabido aún cuánto podía hacerse desde el trono. Sobre este asunto mantuvo conversaciones muy significativas; dijo que no perdonaría al resto de los senadores; que llegaría un día en que suprimiría por completo este orden; que daría a los caballeros romanos y a sus libertos el mando de las provincias y de los ejércitos. Nunca, ni a la entrada ni a la salida del Senado, se digno dar el beso de costumbre o devolver el saludo a ningún senador; en la Ceremonia de inauguración de los trabajos del istmo, pidió a los dioses, delante de la multitud y en voz alta, que la empresa redundase en gloria suba y del pueblo romano, sin mencionar para nada al Senado.

XXXVIII. No respetó tampoco al pueblo romano ni los muros de su patria. Habiendo un familiar suyo citado en la conversación este verso griego:

que todo se abrase y perezca después de mí.

No, le contestó, más bien viviendo yo, y cumplió su amenaza. Desagradándole, según decía, el mal gusto de los edificios antiguos, la estrechez e irregularidad de las calles, hizo poner fuego a la ciudad; lo hizo con tal desfachatez, que algunos consulares, sorprendiendo en sus casas esclavos de su camara, con estopas y antorchas en las manos, no se atrevieron a detenerlos. Los graneros contiguos a la Casa de Oro, cuyos terrenos deseaba, fueron incendiados y derribados con máquina de guerra, pues estaban construidos con piedras de sillería. Duraron tales estragos seis días y siete noches, y el pueblo no tuvo durante ellos otro refugio que los monumentos y las sepulturas. Además de gran número de casas particulares, el fuego consumió las moradas de los antiguos generales, adornadas todavía con los despojos del enemigo, los templos consagrados a los dioses por los reyes de Roma o levantados durante las Guerras Púnicas y las de la Galia; todo, en fin, lo que la antigüedad había dejado de curioso y digno de memoria. Nerón estuvo contemplando el incendio desde lo alto de la torre de Mecenas, encantado, según dijo, de la hermosura de la llama, y vestido en traje de teatro cantó al mismo tiempo la toma de Troya. Tampoco dejó escapar esta ocasión de pillaje y robo: se había comprometido a hacer retirar gratuitamente los cadáveres y escombros y a nadie permitió que se acercase a aquellos restos que había hecho suyos. Recibió y hasta exigió contribuciones por las reparaciones de Roma, hasta el punto de haber casi arruinado por este medio a los particulares y a las provincias.

XXXIX. A los ultrajes y males que procedían del príncipe, añadió el hado otros desastres; por esos días se declaró, en efecto, una peste, que en un solo otoño hizo inscribir treinta mil funerales en los registros de Libitina; el ejército sufrió una sangrienta derrota en Bretaña, seguida del saqueo de dos importantes fortalezas y de la matanza de gran número de ciudadanos y aliados; en Oriente se produjeron asimismo vergonzosos fracasos, varias legiones pasaron bajo el yugo en Armenia; y la Siria apenas se mantenía ya bajo la dominación romana. Lo que puede sorprender y es digno de notarse, es que nada soportó con tanta paciencia como las sátiras e injurias, y que con nadie mostró menos rigor que contra aquellos que, por medio de versos o discursos le dirigían sus ataques. Contra él publicaron muchos epigramas en griego y latín, como los siguientes:

Sobrepasando los delitos de Alomeón y Oreste,
Nerón al parricidio añadió todavía el incesto.
Como Eneas llevó en otro tiempo a su padre
Nerón, su descendiente, acaba de llevar a su madre (144)

El Parto tiende el arco, Nerón empuña la lira.
Cuando tengamos que marchar a la defensa del Imperio
Éste será Apolo cantor, aquél Apolo arquero (145).
Roma será muy pronto un solo hombre; Quirites, huid a Veios
si es que él no lo ocupa también.

No buscó en absoluto a los autores, y hasta se opuso a que se castigase con severidad a los que fuesen denunciados al Senado. Isidoro el Cínico, apostrofóle en público, censurándole en alta voz que cantase tan bien los males de Nauplio y que tan mal usase de sus bienes. Dato, actor de Atellanos, comenzando una canción con estas palabras: Salud a mi padre, salud a mi madre, hizo sucesivamente ademán de comer y de beber, aludiendo a la muerte de Claudio y de Agripina; y al decir, al final de la pieza: Pronto iréis al Orco, señaló con el dedo al Senado. Nerón contentóse con desterrar de Roma y de Italia al filósofo y al cómico, ya fuese que no se creyese injuriado, ya porque temiese atraerse mayores ultrajes mostrándose ofendido.

XL. Después de haber soportado cerca de catorce años a tal príncipe, el mundo le hizo al fin justicia; la señal de la sublevación fue dada en la Galia, donde mandaba como propretor Julio Vindex. Algunos astrólogos habían predicho tiempo antes a Nerón que algún día se vería destituido; él pronunció al oírlo esta frase célebre: El artista vive en todas partes, para justificar su entusiasmo por el estudio de un arte en el que el príncipe debía encontrar una distracción y el particular un recurso. Otros adivinos le habían prometido, sin embargo, que después de su deposición obtendría el imperio de Oriente; otros aun el reino de Jerusalén, y los hubo, en fin, que le anunciaron que recobraría todo su poder. Ésta era la esperanza que más le halagaba, y, cuando hubo perdido y recobrado la Bretaña y la Armenia, creyó que había realizado la parte infausta de su destino; pero habiendo consultado en Delfos el oráculo de Apolo, se le dijo que desconfiase del año 73. Convencido entonces de que alcanzaría aquella edad, y muy lejos de pensar en la edad de Galba, se creyó seguro de gozar de larga vejez y de constante felicidad; llegó en esto a tal extremo, que habiendo perdido un día en un naufragio objetos de extraordinario valor, osó decir a su comitiva que los peces se los devolverían (146). En Nápoles le llegó la noticia de la sublevación de las Galias, en el aniversario del día en que mató a su madre; recibió la noticia con tal indiferencia y tranquilidad, que llegó a sospecharse que se alegraba de tener ocasión para despojar, por derecho de guerra, las provincias más ricas del Imperio. En seguida se dirigió al Gimnasio, presenció luchas de atletas y demostró gran interés por sus ejercicios. Durante la cena le trajeron cartas más inquietantes, y sólo entonces prorrumpió en imprecaciones y amenazas contra los sublevados. Durante ocho días no contestó ninguna carta, no dio orden alguna, ni instrucción, ni habló de aquel acontecimiento como si lo hubiese olvidado.


XLI. Turbado al fin por las continuas e injuriosas proclamas de Vindex, escribió al Senado para exhortarle a vengar al emperador y a la República, excusándose con una enfermedad de garganta de no acudir personalmente. Lo que más, sin embargo, le ofendió en aquellas proclamas fue que le tratasen de mal cantor y que, en vez de Nerón, le llamasen Enobarbo; a causa de esto, declaró que iba a renunciar a su nombre de adopción y a tomar otra vez el de familia, con el que pretendían ofenderle. Por lo que toca a las otras imputaciones que le hacían, nada, según él, demostraba mejor su falsedad que el decirle que ignoraba un arte que con tanto afán y tan buen éxito había cultivado, y salía preguntando a todos si conocían un artista más grande que él. Entre tanto llegaba correo tras correo, hasta que, asustado, al fin. se dirigió a Roma. Un presagio frívolo ocurrido durante el camino reanimó su valor; consistió el presagio en haber visto en un bajo relieve un soldado galo, al que un jinete romano arrastraba por los cabellos después de haberle vencido, escultura que le regocijó hasta el extremo de hacerle dar gracias a los dioses. No obstante, no reunió al Senado ni al pueblo; celebró apresuradamente consejo con algunos ciudadanos ilustres, y pasó el resto del día ensayando ante ellos nuevos instrumentos de música hidráulicos, haciéndoles observar todas las piezas, el mecanismo y el trabajo, y declarando que haría llevarlos al teatro si Vindex se lo permitía.

XLII. Pero cuando supo que Galba y las Españas se habían también sublevado, perdió por completo el valor; dejase caer y permaneció largo tiempo sin voz y como muerta. Cuando recobró el sentido, rasgó sus vestidos, se golpeó la cabeza y exclamó que todo había concluido para él. Su nodriza le nombraba, para consolarle, otros príncipes a quienes habían ocurrido desgracias semejantes, contestando él que las suyas eran inauditas, sin ejemplo, puesto que perdía el Imperio antes de perder la veda. Nada cambió, a pesar de todo, sus costumbres de lujo y de molicie; por el contrario, habiendo recibido de provincias noticias favorables, dio un espléndido festín y compuso contra los jefes de la sublevación versos satíricos, que empezó a cantar con grandes gestos, procurando divulgarlos entre el público. Se hizo llevar después secretamente al teatro, y mando decir a un actor cuya voz era muy celebrada, que era gran fortuna para él que el emperador tuviese otras ocupaciones.

XLIII. Se asegura que al primer rumor de la sublevación concibió gran número de proyectos atroces, totalmente de acuerdo con su carácter. Quería, por ejemplo, llamar y hacer degollar a los gobernadores de las provincias y a los jefes de los ejércitos, como si todos estuviesen complicados en la sublevación de Vindex o participasen en sus intenciones; quería, asimismo, dar muerte a todos los desterrados, dondequiera que estuviesen, y a todos los galos que se encontraban en Roma; a los primeros para que no se reuniesen a los conjurados, a los segundos como cómplices o auxiliares de sus conciudadanos; quería abandonar a los ejércitos el pillaje de las Galias; envenenar a todo el Senado en un festín, incendiar a Roma y soltar al mismo tiempo las fieras contra el pueblo, para impedir que se defendiese de las llamas. Abandonó estos proyectos, menos por arrepentimiento de haberlos concebido que por la imposibilidad de ejecutarlos. Pareciéndole al fin ser necesaria una expedición, destituyo a los cónsules y asumió él solo la autoridad de los dos, con el pretexto de que era destino de las Galias el que nadie las sometiese sino él, con tal que estuviese revestido del consulado. Hizo, pues, que le trajesen las fasces, se levantó de la mesa apoyado en los hombros de sus amigos y diciendo que al llegar a la Galia se presentaría sin armas ante las legiones rebeldes; que se limitaría a llorar delante de ellas; que su inmediato arrepentimiento le atraería a los sediciosos y que al día siguiente, en medio de la general alegría, entonaría un canto de victoria que iba a componer al momento.

XLIV. Lo primero que hizo al preparar esta expedición fue elegir carros para el transporte de sus instrumentos de música y hacer cortar el cabello, como a los hombres, a todas sus concubinas, que se proponía llevar, a las que armó con hachas y escudos de amazonas. Llamó luego a las armas a las tribus urbanas, pero no habiendo respondido al llamamiento ninguno de los que se encontraban en estado de empuñarlas, exigió a todos los amos determinado número de esclavos, tomando de cada casa los mejores, sin exceptuar siquiera a los intendentes y secretarios. Obligó a todos los órdenes a que le entregasen una parte de su fortuna; a los locatarios de casas contiguas o separadas los obligó también a llevar al fisco en el acto un año de alquiler, y exigió con sumo cuidado que las monedas fuesen nuevas, la plata pura y el oro contrastado. La mayor parte de los contribuyentes disgustados con tales exigencias, se negaron resueltamente a dar nada y se pusieron de acuerdo para decir: Que mejor sería recogiese de los delatores las recompensas que por sus delaciones habían recibido.

XLV. La carestía de granos hizo crecer aún más el odio que se había atraído con sus rapiñas; ocurrió entonces que precisamente en los días de mayor escasez llegó una nave de Alejandría cargada de arena para las luchas de la corte; la indignación que el hecho produjo fue tan general, que no hubo ya ultraje que no se prodigara al emperador. Sobre la cabeza de una estatua suya colocaron un moño de mujer con esta inscripción griega: Llegó, finalmente, la hora del combate; y esta otra: Que lo libre, pues; al cuello de esta estatua suya ataron un saco y escribieron en él estas palabras: yo nada he hecho, en cambio tú mereces el saco (147). En las columnas escribían que sus cantos habían despertado a los galos, y durante la noche gran número de ciudadanos, fingiendo reñir con esclavos, pedían a grandes voces un vengador (Vindex).

XLVI. Manifiestos presagios antiguos y modernos, sacados de los sueños, hacían más vivos sus temores. De ordinario dormía tranquilamente, pero después de la muerte de su madre soñó que le arrancaban de las manos el timón de una nave y que su esposa Octavia le arrastraba a espesas tinieblas. Creyó otra vez, en sueños, que se encontraba cubierto de multitud de hormigas aladas. 0 bien veía las estatuas de las diversas naciones de la tierra, situadas a la entrada del teatro de Pompeya, que le rodeaban, cerrándole el paso.

Parecióle que un caballo de Asturias, al que quería mucho, se trocaba en mono, excepto la cabeza, de la que salían lastimeros relinchos. Las puertas del Mausoleo se abrieron por sí mismas, y salió una voz que llamaba a Nerón. Los dioses lares, adornados solemnemente para las calendas de enero, cayeron de su pedestal, en medio de los preparativos del sacrificio. Cuando iba a tomar los auspicios, Sporo le ofreció como regalo de año nuevo un anillo, cuya piedra representaba el rapto de Proserpina. Cuando quiso pronunciar los votos solemnes ante todos los órdenes del Estado reunidos, costó gran trabajo hallar las llaves del Capitolio; al ser leído en el Senado este pasaje del discurso compuesto por él contra Vindex: Que los culpables serían castigados y darían ejemplo en suplicio digno de sus crímenes, todos exclamaron: Tú lo darás, Augusto. Se observó asimismo que en Edipo desterrado, el último papel que representó en público, salió de la escena pronunciando este verso griego:

Madre, esposa, parientes, todo quiere que yo perezca.

XLVII. Se difundió, entre tanto, el rumor de haberse sublevado también los demás ejércitos, y enfurecido rasgó las cartas que le trajeron durante la comida, derribó la mesa, rompió contra el suelo dos vasos, que llamaba homéricos por estar esculpidos en ellos asuntos tomados de los poemas épicos de Homero y a los que tenía en gran estima; acto seguido hizo que Locusta le diese veneno, lo encerró en una caja de oro y marchó a los jardines de Servilio. Una vez allí, mientras sus libertos más fieles iban a Ostia para disponer naves, trató de conseguir que los tribunos y centuriones del Pretorio le acompañasen en su fuga; unos se excusaron y otros se negaron abiertamente, llegando uno a decirle:

¿Tanta desgracia es morir?

Concibió entonces diferentes proyectos; pensó en huir al territorio de los partos, ir a arrojarse a las plantas de Galba, pensó también en presentarse públicamente en la tribuna de las arengas con traje de luto y pedir allí, con el acento más lastimero posible, que le perdonasen el pasado, o sí los corazones permanecían insensibles, que le concediesen al menos la prefectura de Egipto (148). Entre sus papeles se encontró después el discurso que había compuesto para este objeto, y se asegura que el único motivo que le impidió pronunciarlo fue el temor de que lo despedazasen antes de llegar al Foro. Aplazó entonces para la mañana siguiente el tomar una decisión, pero habiendo despertado a medianoche se enteró de que le habían abandonado sus guardias. Salto del lecho y envió aviso a casa de todos sus amigos; no recibió contestación, y fue entonces con reducido séquito a pedir refugio a algunos de ellos. Todas las puertas permanecieron cerradas y nadie le contestó. Regresó entonces a su cámara: los centinelas habían huido, llevándose hasta las ropas de su lecho y la caja de oro en que tenía guardado el veneno. Pidió en seguida que le llevasen al gladiador Spículo u otro cualquiera para que le diesen muerte, y no encontrando a nadie que quisiese matarle, exclamó: ¿Acaso no tengo amigos ni enemigos?. Y corrió a precipitarse al Tíber.

XLVIII. A pesar de todo, se detuvo y buscó un refugio para meditar lo que podía hacer. Su liberto Faón le ofreció su casa de campo, situada entre la vía Salaria y la Nomentana, a cuatro millas de Roma. Vestido con la túnica y los pies desnudos como se encontraba, montó a caballo; iba envuelto en un manto viejo y desteñido; llevaba la cabeza cubierta y un pañuelo delante del rostro; acompañábanle cuatro personas, entre ellas Sporo. En cierto momento, sintió temblar la tierra, rasgó un relámpago la tiniebla y le invadió el terror; al pasar cerca del campamento de los pretorianos, oyó los gritos de los soldados que le lanzaban imprecaciones y hacían votos por Galba. Un viajero, al ver el pequeño grupo, dijo: Estos persiguen a Nerón. Otro preguntó: ¿Qué hay de nuevo en Roma, con respecto a Nerón? El hedor de un cadáver abandonado en el camino hizo retroceder a su caballo; le cayó el pañuelo con que se ocultaba el rostro, y un veterano pretoriano le reconoció y le saludo por su nombre; llegado a un camino de traviesa, despidió los caballos, penetró entre abrojos y espinas, en un sendero cubierto de zarzas en el que no podía avanzar más que haciendo tender ropas bajos sus pies, y llegó así con gran trabajo a las tapias de la casa de campo en una cantera de la que habían sacado arena, pero él replicó que no quería enterrarse vivo, y habiéndose detenido para esperar que abriesen la entrada secreta de la casa, cogió en la mano agua de una charca, y dijo antes de beberla: He aquí los refrescos de Nerón. Comenzó después a arrancar las zarzas que se habían enredado en su manto, y hecho esto, por un agujero abierto debajo de la tapia, fue arrastrándose sobre las manos, hasta la habitación más próxima, en la que se acostó sobre un jergón cubierto con una vieja manta. Atormentábale de cuando en cuando el hambre y la sed, y le ofrecieron pan de mala calidad, que rehusó, y agua templada, de la que bebió una poca.

XLIX Instábanle cuantos le acompañaban a que se substrajese sin tardanza a los ultrajes que le amenazaban. y pidió que abriesen un foso delante de él, a la medida de su cuerpo, que lo rodeasen con algunos pedazos de mármol, si se encontraban, y que llevasen agua y leña para tributar los últimos honores a su cadáver; a cada orden que daba se ponía a llorar, y repetía sin cesar: ¡Qué muerte para tan grande artista! En medio de estos preparativos, llegó un correo a entregarle una carta de Faón; la cogió y leyó en ella que el Senado le había declarado enemigo de la patria, y le hacía buscar para castigarle de acuerdo con las leves antiguas. Preguntó en qué consistía este suplicio, y le contestaron que en desnudar al criminal, sujetarle el cuello en una horqueta y azotarlo con varas hasta hacerle morir. Aterrado, cogió entonces dos puñales que había llevado consigo, probó la punta y volvió a envainarlos, diciendo que no había llegado aún la hora fatal. Unas veces exhortaba a Sporo a lamentarse y llorar con él; otras pedía que alguno se matase, para, con su ejemplo, darle valor para morir. También a veces se censuraba su cobardía, diciéndose: Arrastro una vida vergonzosa y miserable, y añadía en griego: Esto no es propio de Nerón; esto no le es propio; en tales momentos es necesario decidirse; vamos, despierta. Acercábanse ya los jinetes que tenían orden de cogerle vivo, y cuando los oyó, recitó temblando este verso griego:

Oigo el paso veloz de animosos corceles.

y se clavó en seguida el hierro en la garganta, ayudado por su secretario Epafrodio. Respiraba aún cuando entró el centurión; quiso vendarle la herida, fingiendo que llegaba para socorrerle, y Nerón le dijo: Es tarde; y añadió: ¡cuánta fidelidad! Al pronunciar estas palabras expiró con los ojos abiertos y fijos, despertando espanto y horror en todos los que le contemplaban. Había recomendado con vivas instancias a sus compañeros de fuga que no abandonasen su cabeza a nadie, y que fuese como fuese, le quemasen entero. Icelo, liberto de Galba, que acababa de salir del encierro donde le arrojaron al comenzar la insurrección, concedió la autorización para hacerlo.

L. Los funerales de Nerón costaron doscientos mil sestercios; emplearon en ellos tapices blancos bordados de oro, de que se había servido el día de las calendas de enero. Sus nodrizas Eclogea y Alejandra, con su concubina Actea, depositaron sus restos en la tumba de Domicio, que se ve en el campo de Marte, sobre la colina de los jardines. El monumento es de pórfido, y está coronado por un altar de mármol de Luna y lo circunda una balaustrada de mármol de Paros.

LI. Era de mediana estatura; tenía el cuerpo cubierto de manchas, y hedía; los cabellos eran rubios, la faz más bella que agradable; los ojos azules, y la vista débil; robusto el cuello, el vientre abultado, las piernas sumamente delgadas y el temperamento vigoroso. A pesar de sus desenfrenados excesos, sólo se encontró indispuesto tres veces en el espacio de catorce años, y en ellas ni siquiera tuvo que abstenerse del vino, ni que variar nada de sus costumbres. No cuidaba del traje ni apostura, y durante su permanencia en Acaya, se le vio dejar caer por detrás el cabello, que llevaba siempre rizado en bucles simétricos; se presentó muchas veces en público con trajes de festín, un pañuelo en torno al cuello, sin cinturón y descalzo.

LII. Ensayó en su infancia todas las artes liberales, pero su madre le disuadió del estudio de la filosofía, que, en su opinión, no podía menos de perjudicar a un príncipe destinado a reinar; su preceptor Séneca le prohibió que leyese a los autores antiguos, con objeto de que su discípulo fijara sólo en él su admiración. Se aficionó a la poesía, y compuso sin dificultad ni trabajo algunas obras en verso. No es cierto, como se ha pretendido; que diese por suyos los de otro. He tenido en las manos tablillas con versos suyos, fáciles de reconocer y enteramente de su puño. Veíase claramente que no eran copiados ni escritos al dictado de otro, sino que eran laborioso fruto de su pensamiento, tantas correcciones y raspaduras tenían. Mostró asimismo gran afición a la pintura, y especialmente a la escultura.

LIII. Ansioso de popularidad, se hacía al punto rival de todo el que, por cualquier medio, se atraía el favor de la multitud. Era creencia común que, no contento con sus triunfos en el teatro, había de descender en el próximo lustro a la arena olímpica con los atletas. Ejercitábase, en efecto, asiduamente en la lucha, y en todas las ciudades de Grecia en las que asistió a los juegos gímnicos, lo hizo a la manera de los jueces, sentándose en el suelo en el estadio, y viendo alejarse del centro una pareja de luchadores, corrió a cogerlos y a traerlos a su puesto. Como le comparaban con Apolo por el canto, y con el Sol por su destreza en conducir carros, quiso imitar también las hazañas de Hércules; y se dice que le habían domesticado un león, con el que debía luchar en el Anfiteatro y matarle con la maza o ahogarle entre los brazos ante el pueblo.

LIV. Al término de su vida hizo voto solemne, si triunfaba de sus enemigos, de tocar el órgano hidráulico, la flauta y la gaita durante los juegos que se habrían de celebrar por la victoria; prometió también figurar como histrión el último día de ellas y bailar el Turnus de Virgilio. Y no falta quien dice que hizo perecer al cómico Paris como adversario demasiado temible.

LV. Deplorable mama era en él el deseo de perpetuar su memoria, la cual le llevó a cambiar el nombre a muchas cosas y muchas ciudades para substituirlos con el suyo, llamó Neronniano al mes de abril, y quería que Roma se llamase Nerópolis.

LVI. Mostraba un profundo desprecio por todos los cultos, exceptuando el de la diosa de Siria; pero terminó por burlarse de él también, hasta el punto de orinar sobre su estatua cuando se entregó a otra superstición que fue la única en que persistió. Consistía ésta en venerar una muñeca, que le había regalado un hombre del pueblo, a quien no conocía, como amuleto contra las celadas de sus enemigos. Fue descubierta poco después una conspiración, y con este motivo hizo de aquella muñeca su divinidad suprema, la honró con tres sacrificios por día y quiso que se creyese que le presagiaba el porvenir. Pocos meses antes de su muerte empezó a observar las entrañas de las victimas, sin obtener jamás ningún augurio feliz.

LVII. Murió a los treinta y dos años de edad, en el mismo día en que en otro tiempo había hecho perecer a Octavia. El regocijo público fue tal, que la mayoría de los hombres del pueblo corrían por toda Roma cubiertos con el gorro de los libertos. A pesar de todo, hubo ciudadanos que, mucho tiempo después de su muerte, adornaron su tumba con flores de primavera y verano, que llevaron a la tribuna retratos de Nerón representado con la toga pretexta, y que leyeron en ella edictos en los que hablaba como si viviese aún y hubiera de llegar sin tardanza para vengarse de sus enemigos. Vologeso, rey de los partos, que envió embajadores al Senado para renovar su alianza, pidió sobre todo que se honrase la memoria de Nerón. Veinte años después, durante mi juventud, un aventurero, que se hacía pasar por Nerón, crease entre los partos, a favor de este nombre, que tan querido les era, un poderoso partido, y sólo con gran esfuerzo se pudo conseguir que entregaran al impostor.