Las metamorfosis, Ovidio – Libro XI

Las metamorfosis, Ovidio - Libro undécimo - Orfeo, Midas, Peleo y Tetis, Dedalión y Quíone, Alcíone y Ceix, Ésaco.

Las metamorfosis

Publio Ovidio Nasón

Las metamorfosis (Metamorphoseis en latín) es la obra maestra del poeta de principios del Imperio Romano Publio Ovidio Nasón. La obra es un poema dividido en quince libros mediante el cual Ovidio realiza una narración histórico-mitológica desde la creación del universo hasta la deificación de Julio César.

La composición de este colosal poema llevó varios años de meticulosa composición lírica, siendo finalizado en el año 8 d. C., mismo año en el cual el emperador Octavio Augusto expulsa a Ovidio de Roma, forzándolo a exiliarse en los confines del imperio (ver la obra Las Tristes para más información)

Las metamorfosis

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Libro undécimo

Orfeo, Midas, Peleo y Tetis, Dedalión y Quíone, Alcíone y Ceix, Ésaco.

Muerte de Orfeo

Mientras con un canto tal los bosques y los ánimos de las fieras,
de Tracia el vate, y las rocas siguiéndole, lleva,
he aquí que las nueras de los cícones, cubiertas en su vesanos
pechos de vellones ferinos, desde la cima de un promontorio divisan

5 a Orfeo, a los percutidos nervios acompasando sus canciones.
De las cuales una, agitando su pelo por las auras leves:
«Ay», dice, «ay, éste es el despreciador nuestro», y su lanza
envió del vate hijo de Apolo contra la boca,
la cual, de hojas cosida, una señal sin herida hizo.

10 El segundo disparo una piedra es, la cual enviada, en el mismo
aire por el concento vencida de su voz y su lira fue,
y como suplicante por unas osadías tan furiosas,
ante sus pies quedó tendida. Pero temerarias crecen
esas guerras y la mesura falta e insana reina la Erinis,

15 y todos los disparos hubieran sido por el canto enternecidos, pero el ingente
clamor, y de quebrado cuerno la berecintia flauta,
y los tímpanos, y los aplausos, y los báquicos aullidos
ahogaron la cítara con su sonar: entonces finalmente las piedras
enrojecieron del no oído vate con su sangre

20 y primero, atónitos todavía por la voz del cantor,
a los innumerables pájaros y serpientes y el tropel de fieras,
las Ménades a título del triunfo de Orfeo destrozaron.
Después ensangrentadas vuelven contra Orfeo sus diestras
y allí se unen como las aves, cuando acaso durante la luz vagando,

25 al ave de la noche divisan, y, edificado para ambas cosas ese teatro,
como el ciervo que en la arena matutina ha de morir
presa de los perros, y al vate buscan, y verdes de fronda
le tiran sus tirsos, no para este cumplido hechos.
Éstas terrones, aquéllas sus ramas de un árbol desgajadas,

30 parte blanden pedernales; y para que no falten armas a su delirio
era el caso que unos bueyes con su reja hundida levantaban la tierra,
y no lejos de ahí, con su mucho sudor deparando el fruto,
sus duros campos, musculosos, perforaban los paisanos,
los cuales, al ver ese tropel huyen y de su labor abandonan

35 las armas, y por los campos vacíos yacen dispersos
los escardillos, los rastros pesados y los largos azadones.
Los cuales, después que los arrebataron aquellas fieras y amenazadores con su cuerno
despedazaron a los bueyes, del vate a los hados de nuevo corren,
y tendiéndoles él sus manos y en ese momento por primera vez

40 vanas cosas diciéndoles y para nada con su voz conmoviéndolas,
esas sacrílegas le dan muerte, y a través de la boca -por Júpiter- aquella,
oída por las rocas, entendida por los sentidos
de las fieras, a los vientos exhalada, su ánima se aleja.
A ti las afligidas aves, Orfeo, a ti la multitud de las fieras,

45 a ti los rígidos pedernales, que tus canciones muchas veces habían seguido,
a ti te lloraron los bosques. Depuestas por ti sus frondas el árbol,
tonsurado de cabellos, luto lució. De lágrimas también los caudales suyas
dicen que crecieron, y forzados sus tules al negro
las naides y las dríades, y sueltos su cabellos tuvieron.

50 Sus miembros yacen distantes de lugar. Su cabeza, Hebro, y su lira
tú acoges y, milagro, mientras baja por mitad de tu corriente
un algo lúgubre lamenta su lira, lúgubre su lengua
murmura exánime, responden lúgubre un algo las riberas.
Y ya ellas al mar llevadas su caudal paisano dejan,

55 y de la metimnea Lesbos alcanzan el litoral.
Aquí una fiera serpiente ese busto expuesto en las peregrinas
arenas ataca y, asperjados de goteante rocío, sus cabellos.
Finalmente Febo le asiste y, cuando sus mordiscos a inferirle se disponía,
la contiene y en piedra las comisuras abiertas de la sierpe

60 congela y anchurosa, cual estaba, endurece su comisura.
Su sombra alcanza las tierras, y esos lugares que había visto antes,
todos reconoce, y buscando por los sembrados de los piadosos
encuentra a Eurídice y entre sus deseosos brazos la estrecha.
Aquí ya pasean, conjuntados sus pasos, ambos,

65 ora a la que le precede él sigue, ora va delante anticipado,
y a la Eurídide suya, ya en seguro, se vuelve para mirarla Orfeo.
No impunemente, aun así, el crimen este deja que quede Lieo,
y por el perdido vate de sus sacrificios doliéndose,
al punto en los bosques a las madres Edónides todas,

70 las que vieron esa abominación, con una retorcida raíz las ató.
Así que de los pies a los dedos su camino -el que entonces había cada una seguido-
alarga y en la sólida tierra sus puntas precipita,
e igual que cuando con los lazos, los que astuto escondió el pajarero,
su pata ha enredado el pájaro y la siente retenida,

75 golpes de duelo se da y agitándose se aprieta las ataduras con su movimiento,
así, cuando cada una de ellas al suelo fijada queda prendida,
consternada, la fuga en vano intenta, mas a ella
dúctil la retiene una raíz y su exaltación doblega,
y mientras dónde estén sus dedos, mientras su pie dónde se pregunta y uñas,

80 contempla que por sus tersas pantorrillas un leño le sube
e intentando su muslo golpear en duelo con su afligida diestra,
su madera golpeó, de su pecho también madera se hace,
madera son sus hombros, y nudosos sus brazos verdaderas
ramas creerías que eran, y no te engañarías creyéndolo.

Midas (I)

85 Y no bastante esto para Baco es. Esos mismos campos también abandona
y con un coro mejor los viñedos de su Timolo
y el Pactolo busca, aunque no de oro en aquel
tiempo, ni por sus caras arenas envidiado era.
A él su acostumbrada cohorte, sátiros y bacantes le frecuentan,

90 mas Sileno falta. Tambaleante de años y de vino
unos aldeanos lo cautivaron, frigios, y atado con guirnaldas
al rey lo condujeron, Midas, a quien el tracio Orfeo
en sus orgias había iniciado, junto con el cecropio Eumolpo.
El cual, cuanto hubo reconocido a su aliado y camarada de sacrificios,

95 de tal huésped por la llegada una fiesta generosamente dio
durante una decena de días, y a ellos unidas por su orden sus noches.
Y ya de las estrellas el sublime tropel careaba
el Lucero undécimo, cuando a los lidios campos alegre
el rey llega, y su joven ahijado le devuelve a Sileno.

100 A éste el dios le dio el grato pero inútil arbitrio
de pedir un presente, contento de haber recuperado a su ayo.
Él, que mal había de usar de estos dones: «Haz que cuanto
con mi cuerpo toque se convierta en bermejo oro».
Asiente a sus deseos y de esos presentes, que para daño de él serían, se libera

105 Líber, y hondo se dolió de que no hubiera pretendido mejores cosas.
Contento se marcha y se goza de su mal de Berecinto el héroe,
y de lo prometido la fe, tocando cada cosa, prueba,
y apenas a sí mismo creyendo, no con alta fronda ella verdeante,
de una encina arrancó una vara: vara de oro se hizo.

110 Recoge del suelo una roca: la roca también palideció de oro.
Toca también un terrón: con su contacto poderoso el terrón
masa se torna. De Ceres desgaja unas áridas aristas:
áurea la mies era. Arrancado sostiene de un árbol su fruto:
las Hespérides haberlo donado creyeras. Si a los batientes altos

115 acercó los dedos, los batientes irradiar parecen.
Él, además, cuando sus palmas había lavado en las líquidas ondas,
la onda fluente en sus palmas a Dánae burlar podría.
Apenas las esperanzas suyas él en su ánimo abarca, de oro al fingirlo
todo. Al que de tal se gozaba las mesas le pusieron sus sirvientes

120 guarnecidas de festines y no de tostado grano faltas.
Entonces en verdad, ya si él con la diestra las ofrendas
de Ceres había tocado, de Ceres los dones rígidos quedaban,
ya si los festines con ávido diente a desgarrar se aprestaba,
una lámina rubia a esos festines, acercádoles el diente, ceñía.

125 Había mezclado con puras ondas al autor de ese obsequio:
fúsil por sus comisuras el oro fluir vieras.
Atónito por la novedad de ese mal, y rico y mísero,
escapar desea de esas riquezas, y lo que ahora poco había pedido, odia.
Abundancia ninguna su hambre alivia. De sed árida su garganta

130 arde y como ha merecido le tortura el oro malquerido,
y al cielo sus manos y sus espléndidos brazos levantando:
«Dame tu venia, padre Leneo: hemos pecado», dice,
«pero conmisérate, te lo suplico, y arrebátame este especioso daño.
Tierno el numen de los dioses. Baco al que haber pecado confesaba

135 restituyó y libera a los obsequios por él dados del cumplimiento de lo pactado,
y: «Para que no permanezcas embadurnado de tu mal deseado oro,
ve», dice, «al vecino caudal de la gran Sardes,
y por su cima subiendo, contrario al bajar de sus olas,
coge el camino, hasta que llegues del río a sus nacimientos

140 y en su espumador manantial, por donde más abundante sale,
hunde tu cabeza, y tu cuerpo a la vez, a la vez tu culpa lava».
El rey sube al agua ordenada: su fuerza áurea tiñó la corriente
y de su humano cuerpo pasó al caudal.
Ahora también, ya percibida la simiente de su vieja vena,

145 sus campos rigurosos son de tal oro, de él palidecientes sus húmedos terrones.

Midas (II): Febo y Pan

Él, aborreciendo las riquezas, los bosques y los campos honraba,
y a Pan, que habita siempre en las cuevas montanas,
pero zafio permaneció su ingenio, y de dañarle como antes
de nuevo habían a su dueño los interiores de su estúpida mente.

150 Pues los mares oteando ampliamente se yergue, arduo en su alto
ascenso, el Tmolo, y por sus pendientes ambas extendiéndose,
en Sardes por aquí, por allí en la pequeña Hipepa termina.
Pan allí, mientras tiernas a las nifas lanza sus silbos
y leve modula, en su encerada caña, su canción,

155 osando despreciar ante sí de Apolo sus cantos,
bajo el Tmolo, éste de juez, a un certamen acude disparejo.
En su propio monte el anciano juez se sentó, y sus oídos
libera de árboles: de encina su melena azul sólo
ciñe, y penden, alrededor de sus cóncavas sienes, bellotas.

160 Y éste, al dios del ganado contemplando: «En el juez»,
dijo, «ninguna demora hay». Por dentro sus cálamos agrestes hace sonar él
y con su bárbara canción a Midas -pues era el caso que acompañaba él
al cantor- cautiva. Después de él sagrado el Tmolo volvió su rostro
hacia el rostro de Febo: a su semblante siguió su bosque.

165 Él, en su cabeza flava de laurel del Parnaso ceñido,
barre la tierra con su capa saturada de tirio múrice y,
guarnecida su lira de gemas y diente indios,
la sostiene por la izquierda, sujeta la mano segunda el plectro.
De un artista su porte mismo era. Entonces los hilos con docto

170 pulgar inquieta, por cuya dulzura cautivado,
a Pan ordena el Tmolo a esa cítara someter sus cañas.
El juicio y la sentencia del santo monte place
a todos; se la rebate aun así e injusta se la llama
en el discurso de Midas solo. Y el Delio sus oídos

175 sandios no soporta que retengan su figura humana,
sino que las alarga en su espacio y de vellos blanquecientes las colma,
y no estables por debajo las hace y les otorga el poder moverse:
lo restante es de humano. En una parte se le condena
y se viste las orejas del que lento avanza, el burrito.

180 Él ciertamente esconderlo desea, y con vergonzoso pudor
sus sienes con purpurinas tiaras intenta consolar.
Pero, el que solía sus largos cabellos cortar a hierro
había visto esto, su sirviente, el cual, como tampoco a traicionar
el desdoro visto se atreviera, deseando sacarlo a las auras,

185 y tampoco pudiera callarlo aun así, se aleja y la tierra
perfora y de su dueños cuáles haya contemplado las orejas
con voz refiere baja y a la tierra dentro lo murmura, vaciada,
y la delación de su voz con tierra restituida
sepulta y de esos hoyos tapados tácito se aparta.

190 Espeso de cañas trémulas allí a levantarse un bosque
comenzó y, tan pronto maduró al año pleno,
traicionó a su agricultor, pues movido por el austro lene
las sepultadas palabras refiere y del señor arguye las orejas.

Fundación y destrucción de Troya; Laomedonte

Vengado se marcha del Tmolo y a través del fluido aire portado

195 antes del angosto mar de la Nefeleide Heles
el Latoio se detiene, de Laomedonte en los sembrados.
A derecha del Sigeo, del Reteo profundo a izquierda,
una ara vieja hay consagrada al Panonfeo Tonante.
Desde allí por primera vez construir sus murallas de la nueva Troya

200 a Laomedonte ve, y que crecían sus grandes empresas
con difícil esfuerzo, y que no riquezas pequeñas demandaba,
y junto con el portador del tridente, del henchido profundo el padre,
se viste de mortal figura y para el tirano de Frigia
edifica los muros, postulando por tales murallas su oro.

205 En pie estaba la obra: su precio el rey deniega y añade,
de su perfidia el cúmulo, el perjurio a sus falsas palabras.
«No impunemente lo harás», el soberano del mar dice, y todas
inclinó sus aguas a los litorales de la avara Troya,
y en forma de mar sus tierras colmó y sus riquezas

210 arrebató a los campesinos y con sus oleajes sepultó los campos.
Y ni la condena esa es suficiente. Del rey también la hija para un monstruo
ecuóreo es demandada, a la cual, a las duras rocas atada,
reclama el Alcida y los prometidos obsequios demanda,
los de los caballos acordados, y de tan gran labor la merced negada,

215 dos veces perjuras somete las murallas, vencida, de Troya.
Y, parte de su ejército, Telamón, no sin honor se retiró,
y a Hesíone, a él dada, posee. Pues por su esposa divina Peleo
brillante era, y no más él soberbio del nombre
de su abuelo que de su suegro, puesto que de Júpiter ser nieto

220 tocó no a uno solo, de esposa una diosa tocó solo a éste.

Peleo, Tetis y Aquiles

Pues el viejo Proteo a Tetis: «Diosa», había dicho, «de la onda:
concibe. Madre serás de un joven que en sus fuertes años
los hechos de su padre vencerá y mayor se le llamará que él».
Así pues, para que nada el cosmos que Júpiter mayor tuviera,

225 aunque no tibios en su pecho había sentido unos fuegos,
Júpiter de los matrimonios de la marina Tetis huye
y en sus votos al Eácida, su nieto, que le sustituya
ordena, y a los abrazos ir de la virgen del mar.
Hay una ensenada en Hemonia, en curvados arcos falcada;

230 sus brazos adelante corren, donde, si fuera más alta la onda,
un puerto era. En lo alto de la arena metido se ha el mar;
una playa tiene sólida, que ni las huellas conserva
ni retarda el camino ni cubierto esté de alga.
De mirto un bosque tiene, sembrado de bicolores bayas.

235 Hay una gruta en su mitad, por la naturaleza hecha, o si por el arte,
ambiguo; más por el arte, aun así, adonde muchas veces venir,
en un enfrenado delfín sentada, Tetis, desnuda, solías.
Allí a ti Peleo, cuando del sueño vencida yacías,
te asalta, y puesto que con súplicas tentada lo rechazas,

240 a la fuerza se apresta, enlazando con ambos brazos tu cuello,
que si no hubieras acudido -variadas muchas veces tus figuras-
a tus acostumbradas artes, de lo que osó se hubiera apoderado.
Pero ora tú pájaro -de pájaro aun así él te sujetaba-,
ahora un grave árbol eras: prendido en el árbol Peleo estaba.

245 Tercera forma fue la de una maculada tigresa: de ella
aterrado, el Eácida de tu cuerpo sus brazos soltó.
Después a los dioses del piélago, derramando vino sobre las superficies,
y de un ganado con las entrañas, y con humo de incienso, adora,
hasta que el carpacio vate, desde la mitad del abismo:

250 «Eácida», le dijo, «de los tálamos pretendidos te apoderarás.
Tú, sólo, cuando dormida descanse en la rigurosa cueva,
ignorante, con cuerdas y cadena tenaz átala.
Y no te engañe ella mintiendo cien figuras,
sino apriétala, cualquier cosa que ella sea, hasta que en lo que fue antes se restituya».

255 Había dicho esto Proteo, y escondió en la superficie su rostro
y admitió, sobre sus palabras últimas, sus oleajes.
Bajando estaba el Titán e inclinado su timón
ocupaba el vespertino mar, cuando la bella, abandonado
el ponto, la Nereida, entra en sus acostumbrados lechos.

260 No bien Peleo había invadido sus virginales miembros,
ella renueva sus figuras hasta que su cuerpo sintió que era retenido
y que hacia partes opuestas sus brazos se tendían.
Entonces finalmente gimió hondo y: «No», dice, «sin una divinidad vences»,
y exhibida quedó Tetis: a la rendida se abraza el héroe

265 y se apodera de sus deseos y la llena, ingente, de Aquiles.

Dedalión y Quíone

Feliz de su hijo, feliz también de su esposa Peleo,
y a quien, si quitas las incriminaciones del degollado Foco,
todo había alcanzado. A él, de la sangre de su hermano culpable
y expulsado de la casa paterna, de Traquis la tierra

270 lo acogió. Aquí su gobierno sin fuerza, sin muerte ejercía
Ceix, del Lucero, su padre, engendrado, y llevando el paterno
brillo en su cara, el cual en aquel tiempo afligido
y desemejante de sí mismo, a su hermano arrebatado lloraba.
Adonde, después que el Eácida fatigado por la angustia y el camino

275 llegó, y entró con poco cortejo en la ciudad,
y que los que llevaba, sus rebaños de ganado, los que consigo de reses
no lejos de sus murallas bajo un opaco valle hubo dejado,
cuando la ocasión se le ofreció primera de acercarse al tirano,
ramos tendiéndole con mano suplicante, sobre quién sea él

280 y de quién hijo le apercibe, sólo sus culpas esconde
y miente de la huida la causa. Pide que con ciudad o campo
le ayude. A él por el contrario el traquinio de su plácida boca
con tales cosas le responde: «Para la media plebe incluso nuestra
benevolencia es manifiesta, Peleo, y no inhospitalarios gobiernos tenemos.

285 Añades a tal ánimo razones poderosas: tu brillante
nombre y de abuelo a Júpiter. Tus tiempos no malogra suplicando.
Lo que pides todo lo tendrás y tuyo esto llama como parte suya,
cuanto ves. Ojalá mejores cosas vieras»,
y lloraba. Que moviera a tan grandes dolores qué causa

290 Peleo y sus acompañantes preguntan, a los cuales él revela:
«Quizás que ese pájaro que del robo vive y a todas
las aves aterra siempre alas ha tenido creáis:
un hombre fue y -tanta es del ánimo la constancia- ya entonces
agrio era y en la guerra feroz y a la fuerza presto,

295 por nombre Dedalión, de ese padre engendrado
que llama a la Aurora y del cielo el más reciente sale.
Honrada por mí la paz ha sido, el de mantener esa paz -y el de mi matrimonio-
mi cuidado ha sido. A mi hermano las fieras guerras complacían:
la virtud suya a reyes y a pueblos sometió,

300 la cual ahora, mutada, hostiga de Tisbe a las palomas.
Nacida le fue a él Quíone, quien dotadísima de hermosura,
mil pretendientes hubo, núbil a sus catorce años.
Por acaso, al regresar Febo y el hijo de Maia,
aquél de su Delfos, éste de la cima de Cilene,

305 la vieron a ella a la par, a la par contrajeron por ella un ardor.
La esperanza de su Venus difiere a los tiempos de la noche Apolo.
No soporta aquél las demoras y con su vara, que mueve al sopor,
de la doncella el rostro toca: a su tacto cae ella poderoso,
y la fuerza del dios padece. La noche había asperjado el cielo de astros.

310 Febo a una anciana simula y, previamente a él robados, sus gozos toma.
Cuando maduro completó sus tiempos su vientre,
de la estirpe del dios de los alados pies un astuto vástago
nace, Autólico, ingenioso para hurto todo:
blanco de lo negro, y de lo blanco negro

315 quien a hacer acostumbrara, no desmerecedor de su paterno arte.
Nace de Febo -pues dio a luz gemelos-
por su canción vocal y por su cítara brillante Filamon.
¿De qué haber parido a dos, y dioses haber complacido a dos,
y de un fuerte padre y del Tonante por antepasado

320 haber sido engendrada sirve? ¿Acaso no perjudica incluso su gloria a muchos?
Le perjudicó a ella ciertamente, la cual de anteponerse a Diana
tuvo el valor y la belleza de la diosa incriminó, mas en ella
una ira movida fue y: «Con nuestros hechos», dice, «le agradaremos»,
y sin demora curvó el cuerno y desde le nervio una saeta

325 impulsó y, de ello merecedora, le atravesó con su caña la lengua.
Su lengua calla, y ni su voz ni las pretendidas palabras le obedecen,
y al intentar hablar con su sangre su vida la abandona.
A la cual, desgraciado, abrazándola yo, entonces de un padre el dolor
en mi corazón sufrí, y a mi hermano piadoso consuelos dije.

330 Los cuales ese padre no de otra forma que los arrecifes los murmullos del ponto
recibe, y a su hija lamenta sin cesar, arrebatada.
Pero cuando arder la vio, cuatro veces el impulso de él
fue ir a la mitad de esos fuegos, cuatro veces de ahí rechazado
su excitado cuerpo a la huida encomienda y, semejante al novillo

335 que unos aguijones de abejorro en su oprimida cerviz lleva,
por donde camino ninguno hay se lanza. Ya entonces a mí correr me pareció
más que un hombre, y que alas sus pies habían tomado creerías.
Escapó, así pues, de todos y veloz por su deseo de muerte
de la cima del Parnaso se apodera. Conmiserado Apolo,

340 como Dedalión a sí mismo se hubiera lanzado desde esa alta roca,
lo hizo ave y súbitas con unas alas al que caía sostiene,
y una boca corva le dio, curvados le dio por uñas unos ganchos,
su virtud la antigua, mayores que su cuerpo sus fuerzas,
y ahora, el azor, para nadie lo bastante bueno, contra todas

345 las aves se ensaña y por dolerse de otros se hace él causa de dolor».

El ganado de Peleo

Mientras el hijo del Lucero narra esos milagros acerca
de su consorte hermano, apresurado en una carrera asfixiada
volando llega de la manada el guardián, el foceo Anétor,
y: «¡Peleo! ¡Peleo! Mensajero a ti llego de una gran

350 calamidad», dice. Lo que quiera que traiga le ordena revelar Peleo,
aturdido también él por el miedo de su temblorosa boca el traquinio.
Él refiere: «A los fatigados novillos hacia los litorales curvados
había arreado, cuando el Sol, altísimo en la mitad del cielo,
tanto hacia atrás mirara como restarle viera,

355 y una parte de las reses en las arenas rubias había inclinado sus rodillas,
y de las anchas aguas, tumbada, las llanuras contemplaba;
parte con pasos tardos por aquí deambulaba y por allá;
nadan otros y con su excelso cuello emergen sobre las superficies.
Unos templos de ese mar cerca están, ni de mármol brillante ni de oro,

360 sino de vigas densas sombreados y de bosque vetusto.
Las Nereides y Nereo lo poseen: ellos un marinero del ponto
me reveló que eran sus dioses, mientras sus redes en el litoral seca.
Junta una laguna a él hay, de densos sauces sitiada,
a la que laguna hizo la ola del remansado mar.

365 Desde allí, estrepitoso con su fragor grave, los lugares próximos aterra
una bestia inmensa: un lobo de los juncos laguneros sale,
embadurnado de espumas y asperjado de sangre en sus comisuras
fulmínea, inyectados sus ojos de una roja llama.
El cual, aunque se ensaña a la par por su rabia y su hambre,

370 más acre es por su rabia, y así pues, no a sus ayunos cuida de poner
fin con la matanza de unos bueyes, y a su siniestra hambre, sino toda
la manada hiere y la tumba hostilmente entera.
Parte también de nosotros, de su funesto mordisco herida,
mientras nos defendemos, a la muerte es entregada. De sangre el litoral

375 y la ola primera rojece, y las mugidas lagunas.
Pero la demora dañosa es y el caso dudar no permite.
«Mientras resta alguna cosa, todos unámonos, y nuestras armaduras,
nuestras armaduras empuñemos, y conjuntas nuestras armas llevemos»,
había dicho un lugareño agreste: y no conmovían a Peleo sus daños,

380 sino que consciente de su pecado colige que la Nereida, de su hijo huérfana,
esos daños suyos como ofrendas fúnebres a su extinguido Foco enviaba.
Vestir sus armaduras a sus hombres y tomar sus violentas armas
el rey del Eta ordena, con las cuales al mismo tiempo él se disponía
a marchar, pero Alcíone, su esposa, despierta por el tumulto

385 a él se arroja y todavía no acicalada de todo su cabello
los divide a esos hombres y en el cuello derramándose de su marido,
que mande el auxilio sin él mismo, con palabras le suplica
y lágrimas, y dos vidas que salve en una sola.
El Eácida a ella: «Tus bellos, reina, y piadosos

390 miedos deja. Plena es la gracia de tu propuesta.
No me place a mí las armas contra esos nuevos prodigios mover.
Una divinidad del piélago ha de ser implorada». Había, ardua, una torre.
En lo supremo de la fortaleza una hoguera, señal grata para las fatigadas quillas.
Ascienden allí, y a los toros en el litoral tumbados

395 con gemidos contemplan, y devastados, ensangrentada
su boca a ese fiera, inficionados de sangre sus largos vellos.
Desde ahí, sus manos tendiendo a los litorales del abierto ponto
Peleo a la azul Psámate que ponga fin a su ira
ruega, y preste su ayuda. Y no a las palabras ella, del que rogaba,

400 del Eácida, se doblega. Tetis, por su esposo suplicante,
recibe esa venia. Pero, aun revocado de su acre
matanza, el lobo persevera, por la dulzura de la sangre áspero,
hasta que prendido de una lacerada novilla en la cerviz,
en mármol lo mutó. El cuerpo y, salvo su color,

405 todo lo conservó; de la piedra el color delata que aquél
ya no es lobo, que ya no debe temerse.
Y aun así en esa tierra al prófugo Peleo establecerse
los hados no consienten. A los magnesios llega, vagabundo exiliado, y allí
toma del hemonio Acasto las purificaciones de sus asesinato.

Ceix y Alcíone

410 Mientras tanto, por los prodigios de su hermano
y los que siguieron a su hermano turbado en su pecho Ceix,
para consultar unas sagradas -de los hombres deleite- venturas,
al dios de Claros se dispone a ir. Pues sus templos délficos
el sacrílego Forbas, con los flegios, inaccesibles hacía.

415 De su proyecto aun así antes, fidelísima, a ti
te cerciora, Alcíone. De la cual, al instante, sus íntimos huesos
un frío acogieron, y, al boj muy semejante, a su cara
una palidez acudió, y de lágrimas sus mejillas se humedecieron profusas.
Tres veces al intentar hablar, tres veces de llanto su cara regó

420 y entrecortando su sollozo sus piadosos lamentos:
«¿Qué culpa mía», dijo, «amadísimo, tu mente
ha mutado? ¿Dónde está tu cuidado por mí cual antes ser solía?
¿Ya puedes tranquilo ausentarte Alcíone dejada atrás?
¿Ya un camino largo te place? ¿Ya te soy más querida ausente?

425 Mas, pienso yo, por las tierras tu ruta es y solamente me doleré de ello,
no tendré miedo además, y mis cuidados de temor carecerán.
Los mares me aterran y del ponto la triste imagen,
y laceradas hace poco unas tablas en el litoral he visto
y muchas veces en los sepulcros sin su cuerpo leí unos nombres,

430 y para que a tu ánimo una falaz confianza no mueva
porque suegro tuyo el Hipótada es, quien en su cárcel contiene
a los fuertes vientos y cuando quiere las superficies aplaca,
cuando una vez soltados se apoderan de las superficies los vientos,
nada a ellos vedado les es, y desamparada la tierra

435 toda y todo el estrecho es, del cielo también a las nubes hostigan
y su sacudida arranca con sus fieras colisiones rutilantes fuegos.
Mientras más los conozco -pues los conozco y muchas veces en mi paterna
casa de pequeña los vi-, más por ello creo son de temer.
Por lo que si la decisión tuya doblegarse con súplicas ningunas,

440 querido esposo, puede, y demasiado cierto estás de marchar,
a mí también llévame a la vez. Ciertamente se nos sacudirá a una,
y no, sino de lo que padezco, tendré miedo y a la par sufriremos
cuanto haya de ser, a la par sobre la superficie seremos llevados».
Con tales razones de la Eólide y con sus lágrimas

445 se conmueve su sideral esposo: pues no menor fuego en él mismo hay.
Pero ni de los proyectados recorridos del piélago desistir,
ni quiere a Alcíone recibir al partido del peligro,
y muchas cosas responde en consolación de su temeroso pecho.
No, aun así, por tal razón su causa hace buena. Añade a ellas

450 este paliativo también, con el que solo doblegó a su amante:
«Larga ciertamente es para nosotros toda demora, pero te juro
por los fuegos de mi padre, si sólo los hados a mí me devuelvan,
que antes he de retornar de que la luna dos veces colme su orbe».
Cuando con estas promesas la esperanza se le acercó de su regreso,

455 en seguida, sacado de sus astilleros el pino, que de mar
se tiñera y que se le acoplaran, ordena, sus armamentos.
Visto el cual, de nuevo, como presagiadora del futuro
se estremeció Alcíone y lágimas vertió brotadas,
y en sus brazos le estrechó y con triste, desgraciadísima, boca

460 finalmente: «Adiós», dijo y se colapsó todo su cuerpo.
Mas los jóvenes, mientras buscaba demoras Ceix, retornan,
en filas gemelas, hacia sus fuertes pechos los remos
y con igual golpeo hienden los estrechos. Sostuvo ella
húmedos sus ojos y apostado en la popa recurva

465 y agitando su mano para hacerle a ella las primeras señales
a su marido ve, y le devuelve esas señas. Cuando la tierra se aleja
más y sus ojos no pueden reconocer su rostro,
mientras puede persigue huyendo al pino con la mirada.
Él también, cuando no podía por la distancia separado ser visto,

470 sus velas aun así contempla, en lo alto ondeantes del mástil.
Cuando ni las velas ve, vacío busca, ansiosa, su lecho,
y en la cama se deja caer. Renueva el lecho y la cama
de Alcíone las lágrimas y le recuerda qué parte está ausente.
De los puertos habían salido, y había movido el aura las maromas.

475 Vuelve contra el costado los suspendidos remos el marinero,
y las perchas en lo alto de la arboladura coloca y todos del mástil
los linos cuelga y las auras en viniendo recoge.
O menos o ciertamente no más allá de en su mitad la superficie
por esa popa iba siendo cortada, y lejos estaba una y la otra tierra,

480 cuando el mar, a la noche, de henchidos oleajes a blanquecer
comenzó y vertiginoso a soplar más vigorosamente el euro.
«Arriad en seguida las arduas perchas», el capitán grita,
«y a las entenas toda la vela arremangad». Él ordena.
Estorban las contrarias ventiscas sus órdenes

485 y no consiente que se oiga voz alguna el fragor del mar.
Por sí mismos, aun así, se apresuran unos a izar los remos,
parte a reforzar el costado, parte a negar a los vientos las velas.
Saca éste los oleajes y el mar revierte al mar,
este arrebata las entenas. Lo cual, mientras sin ley se hace,

490 áspero crece el temporal y de todas partes, feroces,
sus guerras hacen los vientos y los estrechos indignados mezclan.
Él mismo está espantado, y cuál sea su estado que ni él mismo
sabe confiesa el capitán del barco, ni qué ordene o qué prohíba,
tan grande la mole de ese mal y tanto más poderosa que su arte es,

495 como que resuenan con sus gritos los hombres, con su chirrido las maromas,
con la colisión de las olas, pesada, la ola, con los truenos el éter.
Con sus oleadas se yergue y el cielo igualar parece
el ponto, y, reunidas por su aspersión, tocar las nubes.
Y ora, cuando desde lo profundo revuelve rubias arenas,

500 de igual color es a ellas; que la estigia onda ora más negro,
se postra algunas veces y de sus espumas resonantes blanquece.
La propia también popa de Traquis se mueve con estas tornas
y ahora sublime, como desde la cima de un monte,
contemplar abajo los valles y profundo el Aqueronte parece:

505 ahora, cuando abajada el recurvo mar la cerca,
contemplar arriba desde el infernal abismo el supremo cielo.
Muchas veces hace, por el oleaje en su costado golpeada, un ingente fragor,
y no más leve golpeada resuena que cuando férreo en otro tiempo
el ariete o la balista embiste las laceradas ciudadelas,

510 y como suelen tomando para el ataque fuerzas marchar
a pecho contra las armaduras y las enhestadas armas fieros los leones,
así, cuando se lanzaba la ola al concurrir los vientos,
iba contra los armamentos de la nave y en mucho era más alta que ellos.
Y ya resbalan las cuñas, y despojada de su revestimento de cera

515 una hendija aparece y presta camino a las letales olas.
He aquí que caen largas -liberadas las nubes- lluvias,
y contra el mar creerías que todo desciende el cielo,
y contra los golpes del cielo que hinchado asciende el ponto.
Las velas se mojan de las borrascas y con las celestes olas

520 las ecuóreas aguas se mezclan. Carece de sus fuegos el éter
y una ciega noche ceñida se ve por las tinieblas del temporal y las suyas.
Las hienden aun así a ellas y les ofrecen rielantes su luz
los rayos. Con esos fuegos de rayo arden las olas.
Hace también ya asalto dentro de las huecas texturas de la quilla

525 el oleaje, y como el soldado más destacado que el número restante,
cuando muchas veces intentó asaltar las murallas de una ciudad que le rechaza,
de su esperanza se apodera al fin y, enardecido por el amor de la alabanza,
entre mil hombres de ese muro aun así se apodera él solo,
así, cuando hubieron batido nueve veces sus arduos costados los oleajes,

530 más vastamente surgiendo se precipita de la décima ola la embestida,
y no antes se abstiene de asaltar a la agotada quilla
de que descienda como contra los baluartes de una cautivada nave.
Una parte, así pues, intentaba todavía invadir el pino;
parte del mar dentro estaba. Tiemblan no menos todos

535 de lo que suele una ciudad temblar cuando unos su muro
horadan por fuera, y cuando otros la ocupan por dentro.
Cesa el arte, los ánimos caen, y tantas les parece,
cuantas oleadas vienen, que se precipitan e irrumpen las muertes.
No sostiene éste las lágrimas, suspendido está éste, llama aquél felices

540 a los que funerales aguardan, éste con sus votos a una divinidad implora,
y sus brazos defraudados elevando a un cielo que no ve
pide ayuda. Le vienen a aquél su hermano y su padre,
a éste junto con sus prendas su casa y cuanto dejado atrás ha.
Alcíone a Ceix conmueve, de Ceix en la boca

545 ninguna salvo Alcíone está, y aunque la extrañe a ella sola,
se alegra de que ausente esté, aun así. De la patria también quisiera a las orillas
volver la mirada y a su casa volver sus supremos rostros,
pero dónde esté, ignora, de tan gran vorágine el ponto
hierve, y producida una sombra desde esas nubes como la pez,

550 todo se oculta el cielo y duplicada se hubo de la noche la imagen.
Se rompe por la embestida de un tempestuoso torbellino el árbol,
se rompe también el gobernalle, y de sus expolios ardida la sobreviviente
ola, como vencedora, y ensenada, desdeña a las olas,
y no más levemente que si alguien al Atos y al Pindo arrancados

555 de su sede enteros los arrojara al abierto mar,
precipitándose cae, y a la par con su peso y con su golpe
hunde en lo hondo el barco. Con la cual una parte grande de sus hombres
de ese pesado abismo presa y al aire no devuelta, su hado
cumplió; otros partes y miembros de la quilla

560 truncados sostienen. Sostiene él mismo con la mano con la que sus cetros solía
trozos del navío Ceix y a sus suegro y padre invoca,
ay, en vano. Pero incesante en la boca del que nada:
Alcíone, su esposa. A ella recuerda y nombra,
de ella ante los ojos que lleven su cuerpo los oleajes

565 pide y exánime sea sepultado por esas manos amigas.
Mientras nada, a la ausente, cuantas veces le permite abrir la boca el oleaje,
nombra a Alcíone y por dentro de las mismas olas lo murmura.
He aquí que por encima de los plenos oleajes un negro arco de aguas
rompe y rota la ola sepulta, sumergida, su cabeza.

570 El Lucero oscuro y a quien conocer no podrías
esa luz estuvo y puesto que retirarse del cielo
dado no le era, de densas nubes cubrió su rostro.
La Eólide mientras, de tan grandes desgracias ignorante,
recuenta las noches y ya, las que vestirá él,

575 apresura las ropas, ya las que, cuando haya venido él,
ella misma llevará, y unos retornos se promete inanes.
A todos ella, ciertamente, a todos los altísimos, piadosos inciensos llevaba;
antes, aun así, que a esos todos, de Juno los templos honraba,
y por su marido, que ninguno era, venía a sus aras

580 y que estuviera a salvo el esposo suyo y que retornara
pedía, y que ninguna a ella antepusiera. Mas a él
éste, de tantos votos, podía alcanzarle, solo.
Mas la diosa no más allá sostiene el ser rogada a favor de quien con la muerte
ha cumplido, y para apartar esas manos funestas de sus aras:

585 «Iris», dijo, «de mi voz fidelísima mensajera,
visita del Sueño velozmente su soporífera corte,
y del extinguido Ceix ordénale envíe con su imagen
unos sueños a Alcíone, que narren sus verdaderos casos».
Había dicho. Se viste sus velos de mil colores

590 Iris y con una arqueada curvatura signando el cielo,
a las moradas tiende del ordenado -bajo las nubes escondidas- rey.
Hay cerca de los cimerios, en un largo receso, una caverna,
un monte cavo, la casa y los penetrales del indolente Sueño,
en donde nunca con sus rayos, o surgiendo, o medio, o cayendo,

595 Febo acercarse puede. Nieblas con bruma mezcladas
exhala la tierra, y crepúsculos de dudosa luz.
No la vigilante ave allí, con los cantos de su encrestado busto,
evoca a la Aurora, ni con su voz los silencios rompen
solícitos los perros, o que los perros más sagaz el ganso.

600 No las fieras, no los ganados, no movidas por un soplo las ramas
o su sonido devuelve la barahúnda de la lengua humana.
La muda quietud lo habita. De una roca, aun así, honda,
sale el arroyo del agua del Olvido, merced al cual, con su murmullo resbalando,
invita a los sueños su onda con sus crepitantes guijarros.

605 Ante las puertas de la cueva fecundas adormideras florecen
e innumerables hierbas de cuya leche el sopor
la Noche cosecha y lo esparce húmeda por las opacas tierras.
Puerta, para que chirridos al volverse su gozne no haga,
ninguna en la casa toda hay, guardián en el umbral ninguno.

610 En medio un diván hay, del antro, de ébano, sublime él,
plúmeo, negricolor, de endrino cobertor tendido,
en donde reposa el propio dios, sus miembros por la languidez relajados.
De él alrededor, por todas partes, variadas formas imitando,
los sueños vanos yacen, tantos cuantos una cosecha de aristas,

615 un bosque lleva de frondas, de escupidas arenas una playa.
Adonde una vez que penetró y con sus manos, a ella opuestos, la doncella
apartó los Sueños, con el fulgor del su vestido relució
la sagrada casa, y el dios, yacentes ellos de su tarda pesadez,
apenas sus ojos levantando, y una vez y otra desplomándose,

620 y lo alto del pecho golpeándose con su bamboleante mentón,
se sacudió finalmente a sí mismo, y a sí mismo sobre su codo apoyándose,
a qué venía -pues la reconoció- inquiere. Mas ella:
«Sueño, descanso de las cosas, el más plácido, Sueño, de los dioses,
paz del ánimo, de quien el cuidado huye, quien los cuerpos, de sus duros

625 menesteres cansados, confortas y reparas para la labor:
a unos Sueños, que las verdaderas figuras igualen en su imitación,
ordena que en la hercúlea Traquis, bajo la imagen de su rey,
a Alcíone acudan y unos simulacros de su naufragio remeden.
Impera eso Juno». Después que sus encargos llevó a cabo,

630 Iris parte -ya que no más allá tolerar del sopor
la fuerza podía- y deslizarse el sueño sintió a sus miembros,
huye y retorna, por los que ahora poco había venido, sus arcos.
Mas el padre, del pueblo de sus mil hijos,
despierta al artífice y simulador de figuras,

635 a Morfeo: no que él ninguno otro más diestramente
reproduce el caminar y el porte y el sonido del hablar.
Añade además los vestidos y las más usuales palabras
de cada cual. Pero él solos a hombres imita. Mas otro
se hace fiera, se hace pájaro, se hace, de largo cuerpo, serpiente:

640 a él Ícelo los altísimos, el mortal vulgo Fobétor
le nombra. Hay también de diversa arte un tercero,
Fántaso. Él a la tierra, a una roca, a una ola, a un madero
y a cuanto vacío está todo de ánima, falazmente se pasa.
A los reyes él y a los generales su rostro mostrar

645 de noche suele, otros los pueblos y la plebe recorren.
Prescinde de ellos su señor y de todos los hermanos solo
a Morfeo, quien lleve a cabo de la Taumántide lo revelado, el Sueño
elige, y de nuevo en una blanda languidez relajado
depuso la cabeza y en el cobertor profundo la resguarda.

650 Él vuela con unas alas que ningunos estrépitos hacen
a través de las tinieblas y en un breve tiempo de demora a esa ciudad
arriba de Hemonia, y depuestas de su cuerpo las alas,
a la faz de Ceix se convierte y tomada su figura,
lívido, a un exánime semejante, sin ropas ningunas,

655 de su esposa ante el lecho, la desgraciada, se apostó. Mojada parece
la barba del marido, y de sus húmedos cabellos fluir pesada ola.
Entonces, en el lecho inclinándose, con llanto sobre su rostro profuso,
tal dice: «¿Reconoces a Ceix, mi muy desgraciada esposa,
o acaso mudado se ha mi faz por la muerte? Mírame: me conocerás

660 y hallarás, por el esposo tuyo, de tu esposo la sombra.
Ninguna ayuda, Alcíone, tus votos nos prestaron.
Hemos muerto. En falso prometerme a ti no quieras.
Nuboso, del Egeo en el mar, sorprendió a la nave
el Austro, y sacudiéndola con su ingente soplo la deshizo,

665 y la boca nuestra, que tu nombre en vano gritaba,
llenaron los oleajes. No esto a ti te anuncia un autor
ambiguo, no esto de vagos rumores oyes:
yo mismo los hados míos a ti, náufrago presente, te revelo.
Levántate, vamos, dame tus lágrimas y de luto vístete, y no a mí,

670 no llorado, a los inanes Tártaros me envía».
Añade a esto una voz Morfeo, que de su esposo ella
creyera ser, llantos también derramar verdaderos
parecido había, y el gesto de Ceix su mano tenía.
Gime hondo Alcíone, llorando, y mueve los brazos

675 durante el sueño y su cuerpo buscando abraza las auras
y grita: «Espera, ¿a dónde te me arrebatas? Iremos a la vez».
Por su propia voz y la apariencia de su marido turbada, el sueño
se sacude y al principio mira alrededor por si está allí
quien hace poco parecido lo había, pues, movidos por su voz sus sirvientes,

680 entraron una luz. Después que no lo encuentra en parte alguna,
se golpea el rostro con la mano y rasga de su pecho los vestidos
y sus pechos mismos hiere y sus cabellos de mesar no cura,
los desgarra, y a la nodriza, que cuál de su luto la causa preguntaba:
«Ninguna Alcíone es, ninguna es», dice, «murió a la vez

685 con el Ceix suyo. Las palabras de consuelo llevaos.
Náufrago ha perecido, lo vi y reconocí y mis manos a él
al retirarse, ansiando retenerle, le tendí.
Una sombra era, pero también una sombra, aun así, manifiesta
y de mi marido verdadera. No él ciertamente, si saber lo quieres, tenía

690 su acostumbrado semblante ni, con el que antes, con tal rostro brillaba.
Palideciente y desnudo y todavía mojado su cabello,
infeliz de mí le vi. Apostado el desgraciado aquí, en este
mismo lugar», y busca sus huellas, si alguna resta.
«Tal cosa era, tal, lo que con mi ánimo adivinador temía,

695 y que de mí huyendo los vientos no siguieras te pedía.
Mas ciertamente quisiera, puesto que a morir marchabas,
que a mí también me hubieses llevado. Mucho más provechoso contigo
a mí me fuera el marchar, pues de mi vida ningún tiempo
sin ti hubiera pasado, ni nuestra muerte separada hubiese sido.

700 Ahora ausente he perecido, y me sacuden también las olas ausente
y, sin mí él, el ponto me tiene. Más cruel que el mismo
piélago sea mi corazón si mi vida por llevar más lejos pugno,
y lucho por sobrevivir a tan gran dolor.
Pero ni lucharé ni a ti, triste, te abandonaré,

705 y tuya ahora al menos llegaré de acompañante, y el sepulcro,
si no la urna, con todo nos unirá a nosotros la letra:
si no tus huesos con los huesos míos, mas tu nombre con mi nombre he de tocar».
Más cosas el dolor prohíbe y en cada palabra un golpe de duelo interviene,
y desde su atónito corazón gemidos salen.

710 De mañana era. Sale de su morada a la playa,
y aquel lugar afligida busca desde el cual contemplara al que marchaba,
y mientras se detiene allí, y mientras: «Aquí las amarras desató,
en esta playa al separarse de mí besó mis labios», dice,
y mientras anotados en sus lugares rememora los sucesos, y hacia el mar

715 mira, en un trecho distante, divisa algo así
como un cuerpo, líquida, en el agua, y al principio qué ello
fuese era dudoso. Después que un poco lo empujó la ola,
y aunque lejos estaba, un cuerpo, aun así, que era, manifiesto estaba.
De quién fuera ignorante ella, porque náufrago, del presagio conmovida quedó,

720 y como a un desconocido que su lágrima ofreciera: «Ay, desgraciado», dice,
«quien quiera que eres, y si alguna mujer tienes». Por el oleaje llevado
se hace más cercano el cuerpo. El cual, mientras más ella lo escruta,
por ello menos cada vez de su mente es dueña, y ya a la vecina
tierra allegado, ya cual conocerlo pudiera,

725 lo distingue: era su esposo. «Él es», grita, y a una,
cara, pelo y vestido lacera, y tendiendo temblorosas
a Ceix sus manos: «¿Así, oh queridísimo esposo,
así a mí, triste, regresas?», dice. Adyacente hay a las olas,
hecha a mano, una mole que del mar las primeras iras

730 rompe, junto a las embestidas que ella previamente fatiga de las aguas.
Salta allí, y prodigioso fue que pudiera: volaba,
y golpeando con sus recién nacidas alas el aire leve,
rozaba lo alto, pájaro triste, de las olas,
y mientras vuela, un sonido a la aflicción semejante y lleno

735 de queja dio su boca, crepitante de su tenue pico.
Pero cuando tocó, mudo y sin sangre, ese cuerpo,
a sus amados miembros abrazada con sus recientes alas,
fríos besos inútilmente puso en sus labios con su duro pico.
Si sintió tal cosa Ceix, o si su rostro con los movimientos de la ola

740 levantar pareció, aquella gente lo dudaba, más él
lo había sentido, y finalmente, al conmiserarse los altísimos, ambos
en ave son mutados. A los hados mismos sometido
entonces también permaneció su amor, y de su matrimonio el pacto deshecho
no quedó, en ellos de aves. Se aparean y se hacen padres,

745 y durante unos días plácidos del invernal tiempo, siete,
se recuesta Alcíone, suspendidos en la superficie, en sus nidos.
Entonces es segura la ola del mar: los vientos custodia y retiene
Éolo de su salida y brinda a sus nietos mar lisa.

Ésaco

A ellos algún señor mayor, conjuntamente volando los mares anchos,

750 los contempla, y hasta el fin conservados alaba sus amores:
uno a su lado, o él mismo si la suerte lo quiso: «Éste también», dijo,
«que el mar rozando y con sus patas recogidas
contemplas -mostrándole alargado hacia su garganta a un somorgujo-
regia descendencia es, y si descender hasta él

755 en orden perpetuo intentas, son el origen suyo
Ilo y Asáraco y, raptado por Júpiter, Ganimedes,
o Laomedonte el anciano, y Príamo, a quien los postreros tiempos
de Troya tocaron. Hermano fue de Héctor éste,
el cual, si no hubiera sentido en su juventud estos nuevos hados,

760 quizás inferior a Héctor un nombre no tuviera,
aunque lo hubo a él dado a luz la hija de Dimas;
a Ésaco, en el sombreado Ida, furtivamente, que lo parió
se dice Alexírroe, nacida de Granico el bicorne.
Odiaba él las ciudades, y apartado de la brillante corte,

765 secretos montes e inambiciosos campos
cultivaba, y no de Ilión a las juntas, salvo raramente, acudía.
No agreste, aun así, ni inexpugnable al amor
pecho tenía, y perseguida muchas veces por los bosques todos,
contempla a Hesperie, de su padre en la orilla, a la Cebrenida,

770 echados a los hombros, secándolos al sol sus cabellos.
Al ser vista huye la ninfa, como aterrada del rubio
lobo una cierva, y, a lo lejos sorprendida al haber dejado el lago,
del azor el fluvial ánade. A ella de Troya el héroe
persigue, y a la rápida de miedo, el rápido acucia de amor.

775 He aquí que, escondida en la hierba una culebra, de la que huía
con su corvo diente el pie rozó, y su humor dejó en su cuerpo.
Con su vida acabada fue la huida. Se abraza él fuera de sí
a la exánime y clama: «Me arrepiento, me arrepiento de haberla seguido,
pero no esto temí, ni vencer me era de tanto.

780 A ti te hemos dado muerte, desgraciada, dos: la herida, por la serpiente;
por mí el motivo dado fue. Yo soy más criminal que ella,
quien a ti con la muerte mía de tu muerte consuelos no te envío».
Dijo y de una peña, a la que ronca por su base recomía una ola,
se entregó al ponto. Tetis, compadecida del que caía,

785 blandamente lo recibe y, nadando él por las superficies, de alas
lo cubrió y de su deseada muerte no le fue dada la posibilidad.
Se indigna el amante de que contra su voluntad a vivir se le fuerce
y se le cierre el paso a su ánima, que de su desgraciada sede quería
salir, y cuando, nuevas para sus hombros, había tomado esas alas

790 remonta y de nuevo su cuerpo sobre las superficies lanza.
La pluma alivia sus caídas: se enfurece Ésaco, y contra el profundo
abalanzado parte, y de la muerte el camino al fin reintenta.
Causó el amor su delgadez: largas las articulaciones de sus piernas,
larga permanece su cerviz, la cabeza está del cuerpo lejos.

795 Las superficies ama y su nombre tiene porque se sumerge en ella».