La Ilíada de Homero, canto XIII – Batalla junto á las naves

La Ilíada de Homero, Canto XIII, Batalla junto a las naves.

CANTO XIII

BATALLA JUNTO Á LAS NAVES

La Ilíada es una de las obras más antiguas y a la vez más importantes de la literatura occidental. Para entender mejor el contexto histórico de la misma, su estructura y trama te invitamos a leer nuestro artículo sobre La Ilíada. En el mismo encontrarás además información sobre el traductor de este texto, el gran lingüista español de principios de siglo Luis Segalá y Estalella, y una explicación de los temas tratados en la obra homérica. En caso de necesitar refrescar tus conocimientos sobre los dioses griegos, muy presentes en La Ilíada, puedes leer el siguiente resumen. Nota: Esta traducción utiliza los nombres romanos de los dioses olímpicos, por lo cual la siguiente guía de equivalencias entre los nombres griegos y los romanos de los dioses y héroes te será muy útil.

La Ilíada

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Canto XIII

1 Cuando Jove hubo acercado á Héctor y los teucros á las naves, dejó que sostuvieran el trabajo y la fatiga de la batalla; y desviando de los mismos los ojos refulgentes, miraba á lo lejos la tierra de los tracios, diestros jinetes; de los misios, que combaten de cerca; de los ilustres hipomolgos, que se alimentan con leche; y de los abios, los más justos de los hombres. Y ya no volvió á poner los brillantes ojos en Troya, porque su corazón no temía que inmortal alguno fuera á socorrer ni á los teucros ni á los dánaos.

10 Pero no en vano el poderoso Neptuno, que bate la tierra, estaba al acecho en la cumbre más alta de la selvosa Samotracia, contemplando la lucha y la pelea. Desde allí se divisaba todo el Ida, la ciudad de Príamo y las naves aqueas. En aquel sitio habíase sentado Neptuno al salir del mar, y compadecía á los aqueos, vencidos por los teucros, á la vez que cobraba gran indignación contra Júpiter.

17 Pronto Neptuno bajó del escarpado monte con ligera planta; las altas colinas y las selvas temblaban bajo los pies inmortales, mientras el dios iba andando. Dió tres pasos, y al cuarto arribó al término de su viaje, á Egas; allí, en las profundidades del mar, tenía palacios magníficos, de oro, resplandecientes é indestructibles. Luego que hubo llegado, unció al carro un par de corceles de cascos de bronce y áureas crines que volaban ligeros; y seguidamente envolvió su cuerpo en dorada túnica, tomó el látigo de oro hecho con arte, subió al carro y lo guió por cima de las olas. Debajo saltaban los cetáceos, que salían de sus latebras reconociendo al rey; el mar abría, gozoso, sus aguas, y los ágiles caballos con apresurado vuelo, sin dejar que el eje de bronce se mojara, conducían á Neptuno hacia las naves aqueas.

32 Hay una vasta gruta en lo hondo del profundo mar entre Ténedos y la escabrosa Imbros; y al llegar á la misma, Neptuno, que bate la tierra, detuvo los bridones, desunciólos del carro, dióles á comer un pasto divino, púsoles en los pies trabas de oro indestructibles é indisolubles, para que sin moverse de aquel sitio aguardaran su regreso, y se fué al ejército de los aquivos.

39 Los teucros, semejantes á una llama ó á una tempestad y poseídos de marcial furor, seguían apiñados á Héctor Priámida con alboroto y vocerío; y tenían esperanzas de tomar las naves y matar entre las mismas á todos los aqueos.

43 Mas Neptuno, que ciñe y bate la tierra, asemejándose á Calcas en el cuerpo y en la voz infatigable, incitaba á los argivos desde que salió del profundo mar, y dijo á los Ayaces, que ya estaban deseosos de combatir:

47 «¡Ayaces! Vosotros salvaréis á los aqueos si os acordáis de vuestro valor y no de la fuga horrenda. No me ponen en cuidado las audaces manos de los teucros que asaltaron en tropel la gran muralla, pues á todos resistirán los aqueos, de hermosas grebas; pero es de temer, y mucho, que padezcamos algún daño en esta parte donde aparece á la cabeza de los suyos el rabioso Héctor, semejante á una llama, el cual blasona de ser hijo del prepotente Júpiter. Una deidad levante el ánimo en vuestro pecho para resistir firmemente y exhortar á los demás; con esto podríais rechazar á Héctor de las naves, de ligero andar, por furioso que estuviera y aunque fuese el mismo Olímpico quien le instigara.»

59 Dijo así Neptuno, que ciñe y bate la tierra; y tocando á entrambos con el cetro, llenóles de fuerte vigor y agilitóles todos los miembros y especialmente los pies y las manos. Y como el gavilán de ligeras alas se arroja desde altísima y abrupta peña, enderezando el vuelo á la llanura para perseguir á un ave; de aquel modo apartóse de ellos Neptuno, que bate la tierra. El primero que le reconoció fué el ágil Ayax de Oileo, quien dijo al momento á Ayax, hijo de Telamón:

68 «¡Ayax! Un dios del Olimpo nos instiga, transfigurado en adivino, á pelear cerca de las naves; pues ése no es Calcas, el inspirado augur: he observado las huellas que dejan sus plantas y su andar, y á los dioses se les reconoce fácilmente. En mi pecho el corazón siente un deseo más vivo de luchar y combatir, y mis manos y pies se mueven con impaciencia.»

76 Respondió Ayax Telamonio: «También á mí se me enardecen las audaces manos en torno de la lanza y mi fuerza aumenta y mis pies saltan, y deseo batirme con Héctor Priámida, cuyo furor es insaciable.»

81 Así éstos conversaban, alegres por el bélico ardor que una deidad puso en sus corazones.

83 En tanto, Neptuno, que ciñe la tierra, animaba á los aqueos de las últimas filas, que junto á las veleras naves reparaban las fuerzas. Tenían los miembros relajados por el penoso cansancio, y se les llenó el corazón de pesar cuando vieron que los teucros asaltaban en tropel la gran muralla: contemplábanlo con los ojos arrasados de lágrimas, y no creían escapar de aquel peligro. Pero Neptuno, que bate la tierra, intervino y reanimó fácilmente las esforzadas falanges. Fué primero á incitar á Teucro, Leito, el héroe Penéleo, Toante, Deípiro, Meriones y Antíloco, aguerridos campeones; y para alentarlos, les dijo estas aladas palabras:

95 «¡Qué vergüenza, argivos, jóvenes adolescentes! Figurábame que peleando conseguiríais salvar las naves; pero si cejáis en el funesto combate, ya luce el día en que sucumbiremos á manos de los teucros. ¡Oh dioses! Veo con mis ojos un prodigio grande y terrible que jamás pensé que llegara á realizarse. ¡Venir los troyanos á nuestros bajeles! Parecíanse antes á las medrosas ciervas que vagan por el monte, débiles y sin fuerza para la lucha, y son el pasto de chacales, panteras y lobos; semejantes á ellas, nunca querían los teucros afrontar á los aqueos, ni osaban resistir su valor y sus manos. Y ahora pelean lejos de la ciudad, junto á los bajeles, por la culpa del jefe y la indolencia de los hombres que, no obrando de acuerdo con él, se niegan á defender los navíos, de ligero andar, y reciben la muerte cerca de los mismos. Mas, aunque el poderoso Agamenón sea el verdadero culpable de todo, porque ultrajó al Pelida de pies ligeros, en modo alguno nos es lícito dejar de combatir. Remediemos con presteza el mal, que la mente de los buenos es aplacable. No es decoroso que decaiga vuestro impetuoso valor, siendo como sois los más valientes del ejército. Yo no increparía á un hombre tímido porque se abstuviera de pelear; pero contra vosotros se enciende en ira mi corazón. ¡Oh cobardes! Con vuestra indolencia, haréis que pronto se agrave el mal. Poned en vuestros pechos vergüenza y pundonor, ahora que se promueve esta gran contienda. Ya el fuerte Héctor, valiente en la pelea, batalla cerca de las naves y ha roto las puertas y el gran cerrojo.»

125 Con tales amonestaciones, el que ciñe la tierra instigó á los aqueos. Rodeaban á los Ayaces fuertes falanges que hubieran declarado irreprochables Marte y Minerva, que enardece á los guerreros, si por ellas se hubiesen entrado. Los tenidos por más valientes aguardaban á los teucros y al divino Héctor, y las astas y los escudos se tocaban en las cerradas filas: la rodela apoyábase en la rodela, el yelmo en otro yelmo, cada hombre en su vecino, y chocaban los penachos de crines de caballo y los lucientes conos de los cascos cuando alguien inclinaba la cabeza. ¡Tan apiñadas estaban las filas! Cruzábanse las lanzas, que blandían audaces manos, y ellos deseaban arremeter á los enemigos y trabar la pelea.

136 Los teucros acometieron unidos, siguiendo á Héctor que deseaba ir en derechura á los aqueos. Como la piedra insolente que cae de una cumbre y lleva consigo la ruina, porque se ha desgajado, cediendo á la fuerza de torrencial avenida causada por la mucha lluvia, y desciende dando tumbos con ruido que repercute en el bosque, corre segura hasta el llano, y allí se detiene, á pesar de su ímpetu; de igual modo, Héctor amenazaba con atravesar fácilmente por las tiendas y naves aqueas, matando siempre, y no detenerse hasta el mar; pero encontró las densas falanges, y tuvo que hacer alto después de un violento choque. Los aqueos le afrontaron; procuraron herirle con las espadas y lanzas de doble filo, y apartáronle de ellos; de suerte que fué rechazado, y tuvo que retroceder. Y con voz penetrante, gritó á los teucros:

150 «¡Troyanos, licios, dárdanos que cuerpo á cuerpo peleáis! Persistid en el ataque; pues los aqueos no resistirán largo tiempo, aunque se hayan formado en columna cerrada; y creo que mi lanza les hará retroceder pronto, si verdaderamente me impulsa el dios más poderoso, el tonante esposo de Juno.» 155 Con estas palabras les excitó á todos el valor y la fuerza. Entre los teucros iba muy ufano Deífobo Priámida, que se adelantaba, ligero y se cubría con el liso escudo. Meriones arrojóle una reluciente lanza, y no erró el tiro: acertó á dar en la rodela hecha de pieles de toro, sin conseguir atravesarla, porque aquélla se rompió en la unión del asta con el hierro. Deífobo apartó de sí el escudo, temiendo la lanza del aguerrido Meriones; y este héroe retrocedió al grupo de sus amigos, muy disgustado, así por la victoria perdida, como por la rotura del arma, y luego se encaminó á las tiendas y naves aqueas para tomar otra de las que en su bajel tenía.

169 Los demás batallaban, y una vocería inmensa se dejaba oir. Teucro Telamonio fué el primero que mató á un hombre, al belígero Imbrio, hijo de Méntor, rico en caballos. Antes de llegar los aquivos, Imbrio moraba en Pedeo con su esposa Medesicasta, hija bastarda de Príamo; mas cuando las corvas naves de los dánaos aportaron en Ilión, volvió á la ciudad, descolló entre los teucros y vivió en el palacio de Príamo, que le honraba como á sus propios hijos. Entonces el hijo de Telamón hirióle debajo de la oreja con la gran lanza, que retiró en seguida; y el guerrero cayó como el fresno nacido en una cumbre que desde lejos se divisa, cuando es cortado por el bronce y vienen al suelo sus tiernas hojas. Así cayó Imbrio, y sus armas, de labrado bronce, resonaron. Teucro acudió corriendo, movido por el deseo de quitarle la armadura; pero Héctor le tiró una reluciente lanza; viólo aquél y hurtó el cuerpo, y la broncínea punta se clavó en el pecho de Anfímaco, hijo de Ctéato Actorión, que acababa de entrar en combate. El guerrero cayó con estrépito, y sus armas resonaron. Héctor fué presuroso á quitarle al magnánimo Anfímaco el casco que llevaba adaptado á las sienes; Ayax levantó, á su vez, la reluciente lanza contra Héctor, y si bien no pudo hacerla llegar á su cuerpo, protegido todo por horrendo bronce, dióle un bote en medio del escudo, y rechazó al héroe con gran ímpetu; éste dejó los cadáveres y los aqueos los retiraron. Estiquio y el divino Menesteo, caudillos atenienses, llevaron á Anfímaco al campamento aqueo; y los dos Ayaces, que siempre anhelaban la impetuosa pelea, levantaron el cadáver de Imbrio. Como dos leones que, habiendo arrebatado una cabra de los agudos dientes de los perros, la llevan en la boca por los espesos matorrales, en alto, levantada de la tierra; así los belicosos Ayaces, alzando el cuerpo de Imbrio, lo despojaron de las armas; y el hijo de Oileo, irritado por la muerte de Anfímaco, le separó la cabeza del tierno cuello y la hizo rodar por entre la turba, cual si fuese una bola, hasta que cayó en el polvo á los pies de Héctor.

206 Entonces Neptuno, airado en el corazón porque su nieto había sucumbido en la terrible pelea, se fué hacia las tiendas y naves de los aqueos para reanimar á los dánaos y causar males á los teucros. Encontróse con él Idomeneo, famoso por su lanza, que volvía de acompañar á un amigo á quien sacaron del combate porque los teucros le habían herido en la corva con el agudo bronce. Idomeneo, una vez lo hubo confiado á los médicos, se encaminaba á su tienda, con intención de volver á la batalla. Y el poderoso Neptuno, que bate la tierra, díjole, tomando la voz de Toante, hijo de Andremón, que en Pleurón entera y en la excelsa Calidón reinaba sobre los etolos y era honrado por el pueblo cual si fuese un dios:

219 «¡Idomeneo, príncipe de los cretenses! ¿Qué se hicieron las amenazas que los aqueos hacían á los teucros?»

221 Respondió Idomeneo, caudillo de los cretenses: «¡Oh Toante! No creo que ahora se pueda culpar á ningún guerrero, porque todos sabemos combatir y nadie está poseído del exánime terror, ni deja por flojedad la funesta batalla; sin duda debe de ser grato al prepotente Saturnio que los aqueos perezcan sin gloria en esta tierra, lejos de Argos. Mas, oh Toante, puesto que siempre has sido belicoso y sueles animar al que ves remiso, no dejes de pelear y exhorta á los demás.»

231 Contestó Neptuno, que bate la tierra: «¡Idomeneo! No vuelva desde Troya á su patria y venga á ser juguete de los perros, quien en el día de hoy deje voluntariamente de lidiar. Ea, toma las armas y ven á mi lado; apresurémonos, por si, á pesar de estar solos, podemos hacer algo provechoso. Nace una fuerza de la unión de los hombres, aunque sean débiles; y nosotros somos capaces de luchar con los valientes.»

239 Dichas estas palabras, el dios se entró de nuevo por el combate de los hombres; é Idomeneo, yendo á la bien construída tienda, vistió la magnífica armadura, tomó un par de lanzas y volvió á salir, semejante al encendido relámpago que el Saturnio agita en su mano desde el resplandeciente Olimpo para mostrarlo á los hombres como señal: tanto centelleaba el bronce en el pecho de Idomeneo mientras éste corría. Encontróse con él, no muy lejos de la tienda, el valiente escudero Meriones, que iba en busca de una lanza; y el fuerte Diomedes dijo:

249 «¡Meriones, hijo de Molo, el de los pies ligeros, mi compañero más querido! ¿Por qué vienes, dejando el combate y la pelea? ¿Acaso estás herido y te agobia puntiaguda flecha? ¿Me traes, quizás, alguna noticia? Pues no deseo quedarme en la tienda, sino pelear.»

254 Respondióle el prudente Meriones: «¡Idomeneo, príncipe de los cretenses, de broncíneas lorigas! Vengo por una lanza, si la hay en tu tienda; pues la que tenía se ha roto al dar un bote en el escudo del feroz Deífobo.»

259 Contestó Idomeneo, caudillo de los cretenses: «Si la deseas, hallarás, en la tienda, apoyadas en el lustroso muro, no una sino veinte lanzas, que he quitado á los teucros muertos en la batalla; pues jamás combato á distancia del enemigo. He aquí por qué tengo lanzas, escudos abollonados, cascos y relucientes lorigas.»

266 Replicó el prudente Meriones: «También poseo en la tienda y en la negra nave muchos despojos de los teucros, mas no están cerca para tomarlos; que nunca me olvido de mi valor, y en el combate, donde los hombres se hacen ilustres, aparezco siempre entre los delanteros desde que se traba la batalla. Quizás algún otro de los aqueos de broncíneas lorigas no habrá fijado su atención en mi persona cuando peleo, pero no dudo que tú me has visto.»

274 Idomeneo, caudillo de los cretenses, díjole entonces: «Sé cuán grande es tu valor. ¿Por qué me refieres estas cosas? Si los más señalados nos reuniéramos junto á las naves para armar una celada, que es donde mejor se conoce la bravura de los hombres y donde fácilmente se distingue al cobarde del animoso—el cobarde se pone demudado, ya de un modo, ya de otro; y como no sabe tener firme ánimo en el pecho, no permanece tranquilo, sino que dobla las rodillas y se sienta sobre los pies y el corazón le da grandes saltos por el temor de la muerte y los dientes le crujen; y el animoso no se inmuta ni tiembla, una vez se ha emboscado, sino que desea que cuanto antes principie el funesto combate,—ni allí podrían reprocharse tu valor y la fuerza de tus brazos. Y si peleando te hirieran de cerca ó de lejos, no sería en la nuca ó en la espalda, sino en el pecho ó en el vientre, mientras fueras hacia adelante con los guerreros más avanzados. Mas, ea, no hablemos de estas cosas, permaneciendo ociosos como unos simples; no sea que alguien nos increpe duramente. Ve á la tienda y toma la fornida lanza.»

295 Así dijo; y Meriones, igual al veloz Marte, entrando en la tienda, cogió una broncínea lanza y fué en seguimiento de Idomeneo, muy deseoso de volver al combate. Como va á la guerra Marte, funesto á los mortales, acompañado del Terror, su hijo querido, fuerte é intrépido, que hasta al guerrero valeroso causa espanto; y los dos se arman y saliendo de la Tracia enderezan sus pasos hacia los éfiros y los magnánimos flegias, y no escuchan los ruegos de ambos pueblos, sino que dan la victoria á uno de ellos; de la misma manera, Meriones é Idomeneo, caudillos de hombres, se encaminaban á la batalla, armados de luciente bronce. Y Meriones fué el primero que habló, diciendo:

307 «¡Deucaliónida! ¿Por dónde quieres que penetremos en la turba; por la derecha del ejército, por en medio ó por la izquierda? Pues no creo que los aqueos, de larga cabellera, dejen de pelear en parte alguna.»

311 Respondióle Idomeneo, caudillo de los cretenses: «Hay en el centro quienes defiendan los navíos: los dos Ayaces y Teucro, el más diestro arquero aquivo y esforzado también en el combate á pie firme; ellos se bastan para rechazar á Héctor Priámida por fuerte que sea y por incitado que esté á la batalla. Difícil será, aunque tenga muchos deseos de batirse, que triunfando del valor y de las manos invictas de aquéllos, llegue á incendiar los bajeles; á no ser que el mismo Saturnio arroje una tea encendida en las veleras naves. El gran Ayax Telamonio no cedería á ningún hombre mortal que coma el fruto de Ceres y pueda ser herido con el bronce ó con grandes piedras; ni siquiera se retiraría ante Aquiles, que destruye los escuadrones, en un combate á pie firme; pues en la carrera Aquiles no tiene rival. Vayamos, pues, á la izquierda del ejército, para ver si presto daremos gloria á alguien, ó alguien nos la dará á nosotros.»

328 Tal dijo; y Meriones, igual al veloz Marte, echó á andar hasta que llegaron al ejército por donde Idomeneo le indicara.

330 Cuando los teucros vieron á Idomeneo, que por su impetuosidad parecía una llama, y á su escudero, ambos revestidos de labradas armas, animáronse unos á otros por entre la turba y arremetieron todos contra aquel. Y se trabó una refriega, sostenida con igual tesón por ambas partes, junto á las popas de los navíos. Como aparecen de repente las tempestades, suscitadas por los sonoros vientos en ocasión en que los caminos están muy secos y se levantan nubes de polvo; así entonces unos y otros vinieron á las manos, deseando en su corazón matarse recíprocamente con el agudo bronce por entre la turba. La batalla, destructora de hombres, se presentaba horrible con las largas y afiladas picas que los guerreros manejaban; cegaba los ojos el resplandor del bronce de los lucientes cascos, de las corazas recientemente bruñidas y de los escudos refulgentes de cuantos iban á encontrarse; y hubiera tenido corazón muy audaz quien al contemplar aquella acción se hubiese alegrado en vez de afligirse.

345 Los dos hijos poderosos de Saturno, disintiendo en el modo de pensar, preparaban deplorables males á los héroes. Júpiter quería que triunfaran Héctor y los teucros para glorificar á Aquiles, el de los pies ligeros; mas no por eso deseaba que el ejército aqueo pereciera totalmente delante de Ilión, pues sólo se proponía honrar á Tetis y á su hijo, de ánimo esforzado. Neptuno había salido ocultamente del espumoso mar, recorría las filas y animaba á los argivos; porque le afligía que fueran vencidos por los teucros, y se indignaba mucho contra Júpiter. Igual era el origen de ambas deidades y uno mismo su linaje, pero Jove había nacido primero y sabía más; por esto Neptuno evitaba el socorrer abiertamente á aquéllos; y transfigurado en hombre, discurría, sin darse á conocer, por el ejército y le amonestaba. Y los dioses inclinaban alternativamente en favor de unos y de otros la reñida pelea y el indeciso combate; y tendían sobre ellos una cadena irrompible é indisoluble que á muchos les quebró las rodillas.

361 Entonces Idomeneo, aunque ya semicano, animó á los dánaos, arremetió contra los teucros, llenándoles de pavor, y mató á Otrioneo. Éste había acudido de Cabeso á Ilión cuando tuvo noticia de la guerra y pedido en matrimonio á Casandra, la más hermosa de las hijas de Príamo, sin obligación de dotarla; pero ofreciendo una gran cosa: que echaría de Troya á los aqueos. El anciano Príamo accedió y consintió en dársela; y el héroe combatía, confiando en la promesa. Idomeneo tiróle la reluciente lanza y le hirió mientras se adelantaba con arrogante paso: la coraza de bronce no resistió, clavóse aquélla en medio del vientre, cayó el guerrero con estrépito, é Idomeneo dijo con jactancia:

374 «¡Otrioneo! Te ensalzaría sobre todos los mortales si cumplieras lo que ofreciste á Príamo Dardánida cuando te prometió su hija. También nosotros te haremos promesas con intención de cumplirlas: traeremos de Argos la más bella de las hijas del Atrida y te la daremos por mujer, si junto con los nuestros destruyes la populosa ciudad de Ilión. Pero sígueme, y en las naves que atraviesan el ponto nos pondremos de acuerdo sobre el casamiento; que no somos malos suegros.»

383 Hablóle así el héroe Idomeneo, mientras le asía de un pie y le arrastraba por el campo de la dura batalla; y Asio se adelantó para vengarle, presentándose como peón delante de su carro, cuyos corceles, gobernados por el auriga, sobre los mismos hombros del guerrero resoplaban. Asio deseaba en su corazón herir á Idomeneo; pero anticipósele éste y le hundió la pica en la garganta, debajo de la barba, hasta que salió al otro lado. Cayó el teucro como en el monte la encina, el álamo ó el elevado pino que unos artífices cortan con afiladas hachas para convertirlo en mástil de navío; así yacía aquél, tendido delante de los corceles y del carro, rechinándole los dientes y cogiendo con las manos el polvo ensangrentado. Turbóse el escudero, y ni siquiera se atrevió á torcer la rienda á los caballos para escapar de las manos de los enemigos. Y el belígero Antíloco se llegó á él y le atravesó con la lanza, pues la broncínea loriga no pudo evitar que se la clavara en el vientre. El auriga, jadeante, cayó del bien construído carro; y Antíloco, hijo del magnánimo Néstor, sacó los caballos de entre los teucros y se los llevó hacia los aqueos, de hermosas grebas.

402 Deífobo, irritado por la muerte de Asio, se acercó mucho á Idomeneo y le arrojó la reluciente lanza. Mas Idomeneo advirtiólo y burló el golpe encogiéndose debajo de su rodela, la cual era lisa y estaba formada por boyunas pieles y una lámina de bruñido bronce con dos abrazaderas: la broncínea lanza resbaló por la superficie del escudo, que sonó roncamente, y no fué lanzada en balde por el robusto brazo de aquél, pues fué á clavarse en el hígado, debajo del diafragma, de Hipsenor Hipásida, pastor de hombres, haciéndole doblar las rodillas. Y Deífobo se jactaba así, dando grandes voces:

414 «Asio yace en tierra, pero ya está vengado. Figúrome que al descender á la morada de sólidas puertas del terrible Plutón, se holgará su espíritu de que le haya proporcionado un compañero.»

417 Así habló. Sus jactanciosas frases apesadumbraron á los argivos y conmovieron el corazón del belicoso Antíloco; pero éste, aunque afligido, no abandonó á su compañero, sino que corriendo se puso junto á él y le cubrió con la rodela. É introduciéndose por debajo dos amigos fieles, Mecisteo hijo de Equio y el divino Alástor, llevaron á Hipsenor, que daba hondos suspiros, hacia las cóncavas naves.

424 Idomeneo no dejaba que desfalleciera su gran valor y deseaba siempre ó sumir á algún teucro en tenebrosa noche, ó caer él mismo con estrépito, librando de la ruina á los aqueos. Neptuno dejó que sucumbiera á manos de Idomeneo el hijo querido del noble Esietes, el héroe Alcátoo (era yerno de Anquises y tenía por esposa á Hipodamia, la hija primogénita, á quien el padre y la veneranda madre amaban cordialmente en el palacio porque sobresalía en hermosura, destreza y talento entre todas las de su edad, y á causa de esto casó con ella el hombre más ilustre de la vasta Troya): el dios ofuscóle los brillantes ojos y paralizó sus hermosos miembros, y el héroe no pudo huir ni evitar la acometida de Idomeneo, que le envasó la lanza en medio del pecho, mientras estaba inmóvil como una columna ó un árbol de alta copa, y le rompió la coraza que siempre le había salvado de la muerte, y entonces produjo un sonido ronco al quebrarse por el golpe de la lanza. El guerrero cayó con estrépito; y como la lanza se había clavado en el corazón, movíanla las palpitaciones de éste; pero pronto el arma impetuosa perdió su fuerza. É Idomeneo con gran jactancia y á voz en grito exclamó:

446 «¡Deífobo! Ya que tanto te glorías, ¿no te parece que es una buena compensación haber muerto á tres, por uno que perdimos? Ven, hombre admirable, ponte delante y verás quién es el descendiente de Júpiter que aquí ha venido; porque Jove engendró á Minos, protector de Creta, Minos fué padre del eximio Deucalión, y de éste nací yo, que reino sobre muchos hombres en la vasta Creta y vine en las naves para ser una plaga para ti, para tu padre y para los demás teucros.»

455 Así se expresó; y Deífobo vacilaba entre retroceder para que se le juntara alguno de los magnánimos teucros ó atacar él solo á Idomeneo. Parecióle lo mejor ir en busca de Eneas, y le halló entre los últimos; pues siempre estaba irritado con el divino Príamo, que no le honraba como por su bravura merecía. Y deteniéndose á su lado, le dijo estas aladas palabras:

463 «¡Eneas, príncipe de los teucros! Es preciso que defiendas á tu cuñado, si te tomas algún interés por los parientes. Sígueme y vayamos á combatir por tu cuñado Alcátoo, que te crió cuando eras niño y ha muerto á manos de Idomeneo, famoso por su lanza.»

468 Tal fué lo que dijo. Eneas sintió que en el pecho se le conmovía el corazón, y llegóse hacia Idomeneo con grandes deseos de pelear. Éste no se dejó vencer del temor, cual si fuera un niño; sino que le aguardó como el jabalí que, confiando en su fuerza, espera en un paraje desierto del monte el gran tropel de hombres que se avecina, y con las cerdas del lomo erizadas y los ojos brillantes como ascuas, aguza los dientes y se dispone á rechazar la acometida de perros y cazadores: de igual manera Idomeneo, famoso por su lanza, aguardaba sin arredrarse á Eneas, ágil en la lucha, que le salía al encuentro; pero llamaba á sus compañeros, poniendo los ojos en Ascálafo, Afareo, Deípiro, Meriones y Antíloco, aguerridos campeones, y los exhortaba con estas aladas palabras:

481 «Venid, amigos, y ayudadme; pues estoy solo y temo mucho á Eneas, ligero de pies, que contra mí arremete. Es muy vigoroso para matar hombres en el combate, y se halla en la flor de la juventud, cuando mayor es la fuerza. Si con el ánimo que tengo, fuésemos de la misma edad, pronto le daría ocasión para alcanzar una gran victoria ó él me la proporcionaría á mí.»

487 Así dijo; y todos con el mismo ánimo en el pecho y los escudos en los hombros, se pusieron á la vera de Idomeneo. También Eneas exhortaba á sus amigos, echando la vista á Deífobo, Paris y el divino Agenor, que eran asimismo capitanes de los teucros. Inmediatamente marcharon las tropas detrás de los jefes, como las ovejas siguen al carnero cuando después del pasto van á beber, y el pastor se regocija en el alma; así se alegró el corazón de Eneas en el pecho, al ver el grupo de hombres que tras él seguía.

496 Pronto trabaron alrededor del cadáver de Alcátoo un combate cuerpo á cuerpo, blandiendo grandes picas; y el bronce resonaba de horrible modo en los pechos al darse botes de lanza los unos á los otros. Dos hombres belicosos y señalados entre todos, Eneas é Idomeneo, iguales á Marte, deseaban herirse recíprocamente con el cruel bronce. Eneas arrojó el primero la lanza á Idomeneo; pero como éste la viera venir, evitó el golpe: la broncínea punta clavóse en tierra, vibrando, y el arma fué echada en balde por el robusto brazo. Idomeneo hundió la suya en el vientre de Enomao y el bronce rompió la concavidad de la coraza y desgarró las entrañas: el teucro, caído en el polvo, asió el suelo con las manos. Acto continuo, Idomeneo arrancó del cadáver la ingente lanza, pero no le pudo quitar de los hombros la magnífica armadura porque estaba abrumado por los tiros. Como ya no tenía seguridad en sus pies para recobrar la lanza que arrojara, ni para librarse de la que le tiraran, evitaba la cruel muerte combatiendo á pie firme; y no pudiendo tampoco huir con ligereza, retrocedía paso á paso. Deífobo, que constantemente le odiaba, le tiró la lanza reluciente y erró el golpe, pero hirió á Ascálafo, hijo de Marte: la impetuosa lanza se clavó en la espalda, y el guerrero, caído en el polvo, asió el suelo con las manos. Y el ruidoso y furibundo Marte no se enteró de que su hijo hubiese sucumbido en el duro combate porque se hallaba detenido en la cumbre del Olimpo, debajo de áureas nubes, con otros dioses inmortales á quienes Júpiter no permitía que intervinieran en la batalla.

526 La pelea cuerpo á cuerpo se encendió entonces en torno de Ascálafo, á quien Deífobo logró quitar el reluciente casco; pero Meriones, igual al veloz Marte, dió á Deífobo una lanzada en el brazo y le hizo soltar el casco con agujeros á guisa de ojos, que cayó al suelo produciendo ronco sonido. Meriones, abalanzándose á Deífobo con la celeridad del buitre, arrancóle la impetuosa lanza de la parte superior del brazo y retrocedió hasta el grupo de sus amigos. Á Deífobo sacóle del horrísono combate su hermano carnal Polites: abrazándole por la cintura, le condujo adonde tenía los rápidos corceles con el labrado carro, que estaban algo distantes de la batalla, gobernados por un auriga. Ellos llevaron á la ciudad al héroe, que se sentía agotado, daba hondos suspiros y le manaba sangre de la herida que en el brazo acababa de recibir.

540 Los demás combatían y alzaban una gritería inmensa. Eneas, acometiendo á Afareo Caletórida que contra él venía, hirióle en la garganta con la aguda lanza: la cabeza se inclinó á un lado, arrastrando el casco y el escudo, y la muerte destructora rodeó al guerrero. Antíloco, como advirtiera que Toón volvía pie á atrás, arremetió contra él y le hirió: cortóle la vena que, corriendo por el dorso, llega hasta el cuello, y el teucro cayó de espaldas en el polvo y tendía los brazos á los compañeros queridos. Acudió Antíloco y le despojó de la armadura, mirando á todos lados, mientras los teucros iban cercándole é intentaban herirle; mas el ancho y labrado escudo paró los golpes, y ni aun consiguieron rasguñar la tierna piel del héroe, porque Neptuno, que bate la tierra, defendió al hijo de Néstor contra los muchos tiros. Antíloco no se apartaba nunca de los enemigos, sino que se agitaba en medio de ellos; su lanza, jamás ociosa, siempre vibrante, se volvía á todas partes, y él pensaba en su mente si la arrojaría á alguien, ó acometería de cerca.

560 No se le ocultó á Adamante Asíada lo que Antíloco meditaba en medio de la turba; y acercándosele, le dió con el agudo bronce un bote con el escudo; pero Neptuno, el de cerúlea cabellera, no permitió que quitara la vida á Antíloco, é hizo vano el golpe rompiendo la lanza en dos partes, una de las cuales quedó clavada en el escudo, como estaca consumida por el fuego, y la otra cayó al suelo. Adamante retrocedió hacia el grupo de sus amigos, para evitar la muerte; pero Meriones corrió tras él y arrojóle la lanza, que penetró por entre el ombligo y el pubis, donde son muy peligrosas las heridas que reciben en la guerra los míseros mortales. Allí, pues, se hundió la lanza, y Adamante, cayendo encima de ella, se agitaba como un buey á quien los pastores han atado en el monte con recias cuerdas y llevan contra su voluntad; así aquél, al sentirse herido, se agitó algún tiempo, que no fué largo porque Meriones se le acercó, arrancóle la lanza del cuerpo, y las tinieblas velaron los ojos del guerrero.

576 Heleno dió á Deípiro un tajo en una sien con su gran espada tracia, y le rompió el casco. Éste, sacudido por el golpe, cayó al suelo, y rodando fué á parar á los pies de un guerrero aquivo que lo alzó de tierra. Á Deípiro, tenebrosa noche le cubrió los ojos.

581 Gran pesar sintió por ello el Atrida Menelao, valiente en el combate; y blandiendo la lanza, arremetió, amenazador, contra el héroe y príncipe Heleno, quien, á su vez, armó la ballesta. Ambos fueron á encontrarse, deseosos el uno de alcanzar al contrario con la aguda lanza, y el otro de herir á su enemigo con la flecha que el arco despidiera. El Priámida dió con la saeta en el pecho de Menelao, donde la coraza presentaba una concavidad; pero la cruel flecha fué rechazada y voló á otra parte. Como en la espaciosa era saltan del bieldo las negruzcas habas ó los garbanzos al soplo sonoro del viento y al impulso del aventador; de igual modo, la amarga flecha, repelida por la coraza del glorioso Menelao, voló á lo lejos. Por su parte Menelao Atrida, valiente en la pelea, hirió á Heleno en la mano en que llevaba el pulimentado arco: la broncínea lanza atravesó la palma y penetró en la ballesta. Heleno retrocedió hasta el grupo de sus amigos, para evitar la muerte; y su mano, colgando, arrastraba el asta de fresno. El magnánimo Agenor se la arrancó y le vendó la mano con una honda de lana de oveja, bien tejida, que les facilitó el escudero del pastor de hombres.

601 Pisandro embistió al glorioso Menelao. El hado funesto le llevaba al fin de su vida, empujándole para que fuese vencido por ti, oh Menelao, en la terrible pelea. Así que entrambos se hallaron frente á frente, acometiéronse, y el Atrida erró el golpe porque la lanza se le desvió; Pisandro dió un bote en la rodela del glorioso Menelao, pero no pudo atravesar el bronce: resistió el ancho escudo y quebróse la lanza por el asta cuando aquél se regocijaba en su corazón con la esperanza de salir victorioso. Pero el Atrida desnudó la espada guarnecida de argénteos clavos y asaltó á Pisandro; quien, cubriéndose con el escudo, aferró una hermosa hacha, de bronce labrado, provista de un largo y liso mango de madera de olivo. Acometiéronse, y Pisandro dió un golpe á Menelao en la cimera del yelmo, adornado con crines de caballo, debajo del penacho; y Menelao hundió su espada en la frente del teucro, encima de la nariz: crujieron los huesos, y los ojos, ensangrentados, cayeron en el polvo, á los pies del guerrero, que se encorvó y vino á tierra. El Atrida, poniéndole el pie en el pecho, le despojó de la armadura; y blasonando del triunfo, dijo:

620 «¡Así dejaréis las naves de los aqueos, de ágiles corceles, oh teucros soberbios é insaciables de la pelea horrenda! No os basta haberme inferido una vergonzosa afrenta, infames perros, sin que vuestro corazón temiera la ira terrible del tonante Júpiter hospitalario, que algún día destruirá vuestra ciudad excelsa. Os llevasteis, además de muchas riquezas, á mi legítima esposa que os había recibido amigablemente; y ahora deseáis arrojar el destructor fuego en las naves, que atraviesan el ponto, y dar muerte á los héroes aqueos; pero quizás os hagamos renunciar al combate, aunque tan enardecidos os mostréis. ¡Padre Júpiter! Dicen que superas en inteligencia á los demás dioses y hombres, y todo esto procede de ti. ¿Cómo favoreces á los teucros, á esos hombres insolentes, de espíritu siempre perverso, y que nunca se hartan de la guerra á todos tan funesta? De todo llega el hombre á saciarse: del sueño, del amor, del dulce canto y de la agradable danza, cosas más apetecibles que la pelea; pero los teucros no se cansan de combatir.»

640 En diciendo esto, el eximio Menelao quitóle al cadáver la ensangrentada armadura; y entregándola á sus amigos, volvió á batallar entre los combatientes delanteros.

643 Entonces le salió al encuentro Harpalión, hijo del rey Pilémenes, que fué á Troya con su padre á pelear y no había de volver á la patria tierra: el teucro dió un bote de lanza en medio del escudo del Atrida, pero no pudo atravesar el bronce y retrocedió hacia el grupo de sus amigos para evitar la muerte, mirando á todos lados; no fuera alguien á herirle con el bronce. Mientras él se iba, Meriones le asestó el arco, y la broncínea saeta se hundió en la nalga derecha del teucro, atravesó la vejiga por debajo del hueso y salió al otro lado. Y Harpalión, cayendo allí en brazos de sus amigos, dió el alma y quedó tendido en el suelo como un gusano; de su cuerpo fluía negra sangre que mojaba la tierra. Pusiéronse á su alrededor los magnánimos paflagones, y colocando el cadáver en un carro, lleváronlo, afligidos, á la sagrada Ilión; el padre iba con ellos derramando lágrimas, y ninguna venganza pudo tomar de aquella muerte.

660 Paris, muy irritado en su espíritu por la muerte de Harpalión, que era su huésped en la populosa Paflagonia, arrojó una broncínea flecha. Había un cierto Euquenor, rico y valiente, que era vástago del adivino Poliido, habitaba en Corinto y se embarcó para Troya, no obstante saber la funesta suerte que allí le aguardaba. El buen anciano Poliido habíale dicho repetidas veces que moriría de penosa dolencia en el palacio ó sucumbiría á manos de los teucros en las naves aqueas; y él, queriendo evitar los reproches de los aquivos y la enfermedad odiosa con sus dolores, decidió ir á Ilión. Á éste, pues, Paris le clavó la flecha por debajo de la quijada y de la oreja: la vida huyó de los miembros del guerrero, y la obscuridad horrible le envolvió.

673 Así combatían, con el ardor de encendido fuego. Héctor, caro á Júpiter, aún no se había enterado, é ignoraba por completo que sus tropas fuesen destruídas por los argivos á la izquierda de las naves. Pronto la victoria hubiera sido de éstos. ¡De tal suerte Neptuno, que ciñe y sacude la tierra, los alentaba y hasta los ayudaba con sus propias fuerzas! Estaba Héctor en el mismo lugar adonde llegara después que pasó las puertas y el muro y rompió las cerradas filas de los escudados dánaos. Allí, en la playa del espumoso mar, habían sido colocadas las naves de Ayax y Protesilao; y se había levantado para defenderlas un muro bajo, porque los hombres y corceles acampados en aquel paraje eran muy valientes en la guerra.

685 Los beocios, los yáones, de larga vestidura, los locros, los ptiotas y los ilustres epeos detenían al divino Héctor que, semejante á una llama, porfiaba en su empeño de ir hacia las naves; pero no conseguían que se apartase de ellos. Los atenienses habían sido designados para las primeras filas y los mandaba Menesteo, hijo de Peteo, á quien seguían Fidante, Estiquio y el valeroso Biante. De los epeos eran caudillos Meges Filida, Anfión y Dracio. Al frente de los ptiotas estaban Medonte y el belígero Podarces: aquél era hijo bastardo del divino Oileo y hermano de Ayax, y vivía en Fílace, lejos de su patria, por haber dado muerte á un hermano de Eriopis, su madrastra y mujer de Oileo; y el otro era hijo de Ificlo Filácida. Ambos combatían al frente de los ptiotas y en unión con los beocios para defender las naves.

701 El ágil Ayax de Oileo no se apartaba un instante de Ayax Telamonio: como en tierra noval dos negros bueyes tiran con igual ánimo del sólido arado, abundante sudor brota en torno de sus cuernos, y sólo los separa el pulimentado yugo mientras andan por los surcos para abrir el hondo seno de la tierra; así, tan cercanos el uno del otro, estaban los Ayaces. Al Telamonio seguíanle muchos y valientes hombres, que tomaban su escudo cuando la fatiga y el sudor llegaban á las rodillas del héroe. Mas al alentoso hijo de Oileo no le acompañaban los locros, porque no podían sostener una lucha á pie firme: no llevaban broncíneos cascos, adornados con crines de caballo, ni tenían rodelas ni lanzas de fresno; habían ido á Ilión, confiando en sus ballestas y en sus hondas de lana de ovejas retorcida, y con las mismas destrozaban las falanges teucras. Aquéllos peleaban con Héctor y los suyos; éstos, ocultos detrás, disparaban; y los teucros apenas pensaban en combatir, porque las flechas los ponían en desorden.

723 Entonces los teucros hubieran vuelto en deplorable fuga de las naves y tiendas á la ventosa Ilión, si Polidamante no se hubiese acercado al audaz Héctor para decirle:

726 «¡Héctor! Eres reacio en seguir los pareceres ajenos. Porque un dios te ha dado esa superioridad en las cosas de la guerra, ¿crees que aventajas á los demás en prudencia? No es posible que tú solo lo reunas todo. La divinidad á uno le concede que sobresalga en las acciones bélicas, á otro en la danza, al de más allá en la cítara y el canto; y el longividente Jove pone en el pecho de algunos un espíritu prudente que aprovecha á gran número de hombres, salva las ciudades y lo aprecia particularmente quien lo posee. Te diré lo que considero más conveniente. Alrededor de ti arde la pelea por todas partes; pero de los magnánimos teucros que pasaron la muralla, unos se han retirado con sus armas, y otros, dispersos por las naves, combaten con mayor número de hombres. Retrocede y llama á los más valientes caudillos para deliberar si nos conviene arrojarnos á las naves, de muchos bancos, por si un dios nos da la victoria, ó alejarnos de las mismas antes que seamos heridos. Temo que los aqueos se desquiten de lo de ayer, porque en las naves hay un varón incansable en la pelea, y me figuro que no se abstendrá de combatir.»

748 Así habló Polidamante, y su prudente consejo plugo á Héctor, que saltó en seguida del carro á tierra, sin dejar las armas, y le dijo estas aladas palabras:

751 «¡Polidamante! Reune tú á los más valientes caudillos, mientras voy á la otra parte de la batalla y vuelvo tan pronto como haya dado las convenientes órdenes.»

754 Dijo; y semejante á un monte cubierto de nieve, partió volando y profiriendo gritos por entre los troyanos y sus auxiliares. Todos los caudillos se encaminaron hacia el bravo Polidamante Pantoida, así que oyeron las palabras de Héctor. Éste buscaba en los combatientes delanteros á Deífobo, al robusto rey Heleno, á Adamante Asíada, y á Asio, hijo de Hirtaco; pero no los halló ilesos ni á todos salvados de la muerte: los unos yacían, muertos por los argivos, junto á las naves aqueas; y los demás, heridos, quien de cerca, quien de lejos, estaban dentro de los muros de la ciudad. Pronto se encontró, en la izquierda de la batalla luctuosa, con el divino Alejandro, esposo de Helena, la de hermosa cabellera, que animaba á sus compañeros y les incitaba á pelear; y deteniéndose á su lado, díjole estas injuriosas palabras:

769 «¡Miserable Paris, el de más hermosa figura, mujeriego, seductor! ¿Dónde están Deífobo, el robusto rey Heleno, Adamante Asíada y Asio, hijo de Hirtaco? ¿Qué es de Otrioneo? Hoy la excelsa Ilión se arruina desde la cumbre, y horrible muerte te aguarda.»

774 Respondióle el deiforme Paris: «¡Héctor! Ya que tienes intención de culparme sin motivo, quizás otras veces fuí más remiso en la batalla, aunque no del todo pusilánime me dió á luz mi madre. Desde que al frente de los compañeros promoviste el combate junto á las naves, peleamos sin cesar contra los dánaos. Los amigos por quienes preguntas han muerto, menos Deífobo y el robusto rey Heleno; los cuales, heridos en el brazo por ingentes lanzas, se fueron, y el Saturnio les salvó la vida. Llévanos adonde el corazón y el ánimo te ordenen; te seguiremos presurosos, y no dejaremos de mostrar todo el valor compatible con nuestras fuerzas. Más allá de lo que éstas permiten, nada es posible hacer en la guerra, por enardecido que uno esté.»

788 Así diciendo, cambió el héroe la mente de su hermano. Enderezaron al sitio donde era más ardiente el combate y la pelea; allí estaban Cebrión, el eximio Polidamante, Falces, Orteo, Polifetes igual á un dios, Palmis, Ascanio y Moris, hijos los dos últimos de Hipotión; todos los cuales habían llegado el día anterior de la fértil Ascania, y entonces Jove les impulsó á combatir. Á la manera que un torbellino de vientos impetuosos desciende á la llanura, acompañado del trueno de Júpiter, y al caer en el mar con ruido inmenso levanta grandes y espumosas olas que se van sucediendo; así los teucros seguían en filas cerradas á los jefes, y el bronce de las armas relucía. Iba á su frente Héctor Priámida, cual si fuese Marte, funesto á los mortales: llevaba por delante un escudo liso, formado por muchas pieles de buey y una gruesa lámina de bronce, y el refulgente casco temblaba en sus sienes. Movíase Héctor, defendiéndose con la rodela, y probaba por todas partes si las falanges cedían; pero no logró turbar el ánimo en el pecho de los aqueos. Entonces Ayax adelantóse con ligero paso y provocóle con estas palabras:

810 «¡Varón admirable! ¡Acércate! ¿Por qué quieres amedrentar de este modo á los argivos? No somos inexpertos en la guerra, sino que los aqueos sucumben bajo el cruel azote de Júpiter. Tú esperas quemar las naves, pero nosotros tenemos los brazos prontos para defenderlas; y mucho antes que lo consigas, vuestra populosa ciudad será tomada y destruída por nuestras manos. Yo te aseguro que está cerca el momento en que tú mismo, puesto en fuga, pedirás al padre Júpiter y á los demás inmortales que tus corceles sean más veloces que los gavilanes; y los caballos te llevarán á la ciudad, levantando gran polvareda en la llanura.

821 Así que acabó de hablar, pasó por cima de ellos, hacia la derecha, un águila de alto vuelo; y los aquivos gritaron, animados por el agüero. El esclarecido Héctor respondió:

824 «Ayax lenguaz y fanfarrón, ¿qué dijiste? Así fuera yo hijo de Júpiter, que lleva la égida, y me hubiese dado á luz la venerable Juno y gozara de los mismos honores que Minerva ó Apolo, como este día será funesto para todos los argivos. Tú también morirás si tienes la osadía de aguardar mi larga pica: ésta te desgarrará el delicado cuerpo; y tú, cayendo junto á las naves aqueas, saciarás de carne y grasa á los perros y aves de la comarca troyana.»

833 En diciendo esto, pasó adelante; los otros capitanes le siguieron con vocerío inmenso; y detrás las tropas gritaban también. Los argivos movían por su parte gran alboroto y, sin olvidarse de su valor, aguardaban la acometida de los más valientes teucros. Y el estruendo que producían ambos ejércitos llegaba al éter y á la morada resplandeciente de Jove.