El arte de amar, Ovidio – Libro tercero (Ars Amatoria)

El arte de amar, Ovidio - Libro tercero. Título original en latín: Ars Amatoria. Obra escrita entre los años 2 a. C. y 2 d. C.

El arte de amar

Publio Ovidio Nasón

Publio Ovidio Nasón, mejor conocido hoy en día como Ovidio, fue uno de los poetas y escritores más importantes de principios del Imperio Romano. No obstante, su final fue trágico, ya que este fue expulsado de Roma en el año 8 d. C. por el emperador Octavio Augusto debiendo exiliarse en los confines del imperio. Lugar desde el que expresaría su tristeza y melancolía a través de obras clásicas de la poesía occidental como las Tristes. Si bien los historiadores modernos creen que la expulsión de Ovidio se debió a una intriga luego de que el poeta se entere de las aventuras amorosas de Julia, la nieta del emperador, la versión clásica de los hechos dice que los versos de su obra El arte de amar (en latín Ars Amatoria), escrita entre los años 2 a. C. y 2 d. C., enfurecieron al emperador a tal punto debido a su tono vulgar que este obligó a Ovidio a marchar en el exilio.

Al igual que gran parte de la obra tardía de Ovidio, los poemas siguen el esquema de la elegía. La obra se divide en tres libros escritos de manera discontinua, ya que el poeta escribió en primer lugar los libros primero y segundo y luego, debido a su éxito, decidió escribir el tercero.

El arte de amar

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Libro tercero

A los griegos los armé en contra de las amazonas, y ahora contra ellos debo armar a Pentesilea y a su bella hueste. Id al combate con fuerzas iguales y que venzan los protegidos de la encantadora Venus y el niño que recorre en su vuelo el vasto universo. Que las mujeres luchasen desnudas contra enemigos bien armados, no era justo, y en estas condiciones, si los hombres lograban la victoria, sería una victoria altamente penosa. Quizá alguien puede que exclame: ¿Por qué das ponzoña a la víbora y entregas el rebaño a la loba furiosa?». Contesto que es injusto hacer llegar a todas las culpas de unas cuantas, que cada cual debe ser juzgada de acuerdo con sus méritos propios. Si Menelao se queja con motivo de Helena, con mucha más razón Agamenón puede acusar a Clitmenestra, la hermana de Helena, si por maldad de Erífile, la hija de Halaión, Anfiarao descendió vivo a los infiernos sobre sus briosos corceles, tenemos a Penólope casta y fiel a su marido en los dos lustros de la guerra de Troya y en los otros dos que anduvo errante por los mares. Acuérdate de Laodamia, que acabó sus días en la flor de la edad por unirse a su esposo en la tumba, y de Alcestes, que redimió de la muerte a su marido, Admeto, con el sacrificio de la propia vida. «Recíbeme, Capaneo, y que nuestras cenizas se confundan», clama la hija de Ifis, y en seguida se lanza en medio de la hoguera.

La virtud es femenina por el traje y el nombre; ¿qué tiene de extraño que favorezca su sexo? Pero mi arte no pretende alentar almas grandes; a mi humilde bajel convienen velas más reducidas. Con mis lecciones aprenderás emores fáciles y te enseñaré el modo de conseguir tus propósitos. La mujer no saberesistir las llamas y las flechas crueles de Cupido; flechas que, a mi juicio, hieren menos hondas en el corazón del hombre. Este engaña muchas veces, las tiernas muchachas, si las estudias, verás muy pocas que son pérfidas. El falso Jasón abandonó a Medea ya hecha madre, y bien pronto buscó otra desposada que ocupase su lecho. Teseo, ¡cuánto temió por tu causa Ariadna servir de pasto a las aves marinas, abandonada en el desierto litoral! Pregunta por qué Filis corrió nueve veces a la playa y oirás que, dolidos de su infortunio, los árboles se despojaron de su cabellera. Eneas goza de fama de piadoso, y, no obstante, Elisa, en premio de la hospitalidad, te dejó la espada y la desesperación, instrumentos de tu muerte. Voy a manifestaros lo que causó vuestra ruina: no supisteis amar, os faltó el arte sí, el arte que perpetúa el amor. Hoy también lo ignoraríais, mas Citérea me ordenó enseñároslo, deteniéndose delante de mí diciéndome: ¿Qué mal te han hecho las infelices mujeres, que, las entregas como desvalido rebaño a los jóvenes armados por ti? Tus dos cantos primeros los adoctrinaron en las reglas del arte, y el bello sexo reclama a la vez los consejos de tu experiencia. El poeta que llenó de oprobios a la esposa de Menelao, mejor aconsejado, cantó después sus alabanzas. Si te conozco bien, te creo incapaz de ofender a las bellas, y mientras vivas esperan de ti el mismo proceder.

Dijo, y de la corona de mirto que ceñía sus cabellos, arrancó una hoja y varios granos y me los regaló. Apenas recibidos sentí la influencia de un numen divino, la luz brilló más pura a mis ojos y el pecho quedó aliviado de su carga abrumadora. Puesto que me alienta el ingenio, aprended, lindas muchachas, los preceptos que me permiten daros el pudor, las leyes y vuestro propio interés. Tened presente que la vejez se aproxima ligera y no perderéis un instante de dicha. Ya que se os consiente por frisar en los años primaverales, no malgastéis el tiempo, pues los días pasan como las ondas de un río, y ni la onda que pasa vuelve hacia su fuente, ni la hora perdida puede tampoco ser recuperada. Aprovecharos de la juvenil edad que se desliza silenciosa, porque la siguiente será menos feliz que la primera. Yo he visto florecer las violetas en medio del matorral, y recogí las flores de mi corona entre los abrojos de la maleza. Pronto llegará el día en que, ya vieja, tú, que hoy rechazas al amante, pases muerta de frío las noches solitarias, y ni los pretendientes rivales quebrantarán tu puerta con sus riñas nocturnas, ni al amanecer hallarás las rosas esparcidas en tu umbral. ¡Desgraciado de mí! ¡Cuán presto las arrugas afean el semblante y desaparece el color sonrosado que pinta las mejillas! Esas canas que juras tener desde la niñez, se aprestan a blanquear súbitamente toda tu cabeza. La serpiente se rejuvenece cambiando toda su piel, lo mismo que el ciervo despojándose de su cornamenta; a nosotros nada nos compensa de las dotes perdidas.

Apresúrate a coger la rosa; pues si tú no la coges, caerá torpemente marchita.Añádase a esto que los partos abrevian la juventud, como a fuerza de producir se esterilizan los campos. Luna, no te ruborices de visitar a Endimión en el monte Latmos; diosa de los dedos de púrpura, no te avergüences de Céfalo, y por no hablar de ti, Adonis, a quíen Venus llora desolada, ¿no se debió al amor el nacimiento de Eneas y Harmonia? Imitad, jóvenes mortales, el ejemplo de las diosas, y no neguéis los placeres que solicitan vuestros ardientes adoradores. Si os engañan, ¿qué perdéis? Todos vuestros etractivos quedan incólumes y en nada desmerecéis, aunque os arranquen mil condescendencias. El hierro y el pedernal se desgastan con el uso; aquella parte de vosotras resiste todo y no tiene que temer ningún daño. ¿Pierde una antorcha su luz por prestarla a otra? ¿Quién os impedirá que toméis agua en la vasta extensión del mar? Sin embargo, afirmas que no es decoroso que la mujer se entregue así al varón, y yo te pido que me respondas: ¿qué pierdes sino el agua que puedes tomar en cualquier fuente? No pretendo que os prostituyáis, sino libraros de vanos temores; vuestras dádivás no os han de empobrecer. Que el suave soplo de la brisa me ayude a salir del puerto; después, en alta mar, volaré al impulso de los vientos más impetuosos. Empezaré por los artificios del adorno. A un excelente cultivo son deudoras las viñas de su fecundidad, y las espigas del grano que en abundancia producen. La hermosura es un don del cielo más cuán pocas se enorgullecen en poseerlo; la mayor parte de vosotras está privada de tan rica dote, pero los afeites dan hermosura al semblante, que desmerece mucho si se trata con descuido, aunque se asemeje en lo seductor al de la diosa Idalia.

Si las mujeres de la antigüedad no gastaban su tiempo en el aderezo personal, tampoco los esposos con quienes trataban se distinguían por el aseo. Andrómaca vestía una túnica suelta. ¿De qué maravillarse? Era la esposa de un rudo soldado. ¿Había de presentarse cargada de adornos la cónyuge de Ayax, a este héroe que cubría su cuerpo con un escudo de siete pieles de toro? Antes imperaba una rústica sencillez, mas hoy Roma brilla con las espléndidas riquezas del orbe que ha sometido. Considera lo que fue antiguamente el actual Capitolio y creerás que es otro el Júpiter que hoy veneramos. Esa curia donde se reúnen los dignisimos senadores, en el reinado de Tacio, era una humilde cabaña. Donde ahora deslumbra el suntuoso templo consagrado a Febo y nuestros insignes caudillos, existía un prado en que se apacentaban los bueyes. Que otros prefieran lo antiguo, yo me conformo con haber nacido en una época que se acomoda a mis gustos; no porque hoy se explota el oro oculto en el seno de la tierra y las playas remotas nos envíen la concha de púrpura; no porque decrece la altura de los montes, a fuerza de extraer sus mármoles, ni porque se rechazan de la costa las cerúleas olas con los muelles prolongados, sino porque domina el adorno y no ha llegado hasta nosotros la rusticidad primitiva que heredamos de nuestros abuelos. Mas vosotrasno abruméis las orejas con esas perlas de alto precio que el indio tostado recoge de las verdes aguas; no os mováis con dificultad por el peso de los recamados de oro que luzcan vuestros vestidos; el fausto con que pretendéis subyugarnos, tal vez nos ahuyenta y nos cautiva el aseo pulcro y los cabellos bien peinados, cuya mayor o menor gracia depende de las manos que se ejercitan en tal faena. Hay mil modos de disponerlo; escoja cada cual el que le siente mejor y consulte con el espejo.

Un rostro ovalado reclama que le caiga sobre la frente: así lo usaba Laodamia; las caras redondas prefieren recogerlo en nudo sobre la cabeza y lucir al descubierto las orejas: los cabellos de la una, caigan tendidos por la espalda, como los del canoro Febo en el momento de pulsar la lira; la otra, líguelos en trenzas, como Diana, cuando persigue en el bosque las fieras espantadas. A ésta cae lindamente un peinado hueco y vaporoso; la otra gusta más llevándolo aplastado sobre las sienes; la una se complace en sujetarlo con la peineta de concha; la otra lo agita como las olas ondulantes; pero ni contarás nunca las bellotas de la espesa encina, ni las abejas del Hibla, ni las fieras que rugen en los Alpes, ni yo me siento capaz de explicar tantas modas diferentes, número que aumenta a medida que los días transcurren. A muchas de singular gracia el descuido indolente cree que se peinó ayer tarde, y sale ahora mismo del tocador. Que el arte finja la casualidad; así vio Alcides a Jole en la ciudad que tomaba por asalto y dijo al instante: «La amo»; y tal aparecía Ariadna, abandonada en las playas de Naxos, cuando Baco la arrebató en su carro entre los gritos de los sátiros, que clamaban: «Evoé». ¡Qué indulgencia tiene la Naturaleza con vuestros hechizos y cuántos medios os brinda para ocultar los defectos! Nosotros los disimulamos bastante mal, y con la edad huye nuestros cabellos, como las hojas del árbol sacudidas por el bóreas. La mujer, cuando encanecen los suyos, los tiñe con las hierbas de Germania, y adquieren un color más hermoso que el natural; la mujer se nos presenta con abundantísimos cabellos gracias a su dinero y de ajenos convertidos en propios, sin avergonzarse de comprarlos en púbiíco, a la faz del mismo Hércules y del coro de las musas.

¿Qué puedo decir de los vestidos? No quiero ocuparme de los bordados ni de la lana dos veces teñida en la púrpura de Tiro. Pudiendo usar otros colores de precio menos elevado, ¿qué furor os induce a gastar en el traje todas vuestras rentas? Ved el color azulado de la atmósfera transparente y limpia de las nubes lluviosas que impele el viento de mediodía o el otro semejante al del carnero que salvó a Frixo y Helle de las astucias de Ino: este vérde recibe el nombre de verdemar, porque imita sus ondas y creo que así son los vestidos con que se atavían las ninfas; aquél se asemeja al azafrán, color de la túnica de la Aurora, que esparciendo rocío, apareja en su carro los brillantes corceles: aquí véis el mirto de Pafos y de las purpúreas amatistas, el de la rosa encarnada y del plumaje de la grulla deTracia. Por otra parte, tampoco falta, Amarilis, el color de tus castañas, de las almendras y de la estofa a que la cera ha dado su nombre.

Cuantas flores produce de nuevo la tierra a la llegada de la primavera, en que brotan las yemas de la vid sin temor del perezoso invierno, tantas y más variadas tinturas admite la lana; elige con cierto, pues el mismo color no conviene por igual a todas las personas.

El negro dice bien a las mujeres blancas como la nieve, a Briseida sentaba admirablemente; cuando fue arrebatada vestía de negro. El blanco va mejor a las morenas; Andrómeda lo prefería, y vestida de este color descendió a la isla de Serifo.

Casi me disponía a advertiros que neutralizáseis el olor a chotuno que despiden los sobacos y pusiérais gran solicitud en limpiaros el vello de las piernas; mas no dirijo mis advertencias a las rudas montañesas del Cáucaso, ni a las que beben las aguas del Caico de Miscia. ¿A qué recomendaros que no dejéis ennegrecer el esmalte de los dientes y que por la mañana os lavéis la boca con agua fresca? No ignoráis que el albayalde presta blancura a la piel y que el carmín empleado con arte suple en la tez el color de la sangre. Con el arte completáis las cejas no bien definidas, y con los cosméticos veláis las señales que imprime la edad. No temáis aumentar el brillo de los ojos con una ceniza fina o con el azafrán que crece en tus riberas, ¡oh transparente Cidno! Yo he compuesto un libro sobre el modo de reparar los estragos de la belleza, de pocas páginas, pero donde hallaréis mucha doctrina. Buscad alli los cosméticos de que tienen necesidad las feas: en mi arte aprenderéis muy útiles consejos, si evitáis que el amante vea expuestos sobre la mesa vuestros frascos: el arte sólo mejora el rostro cuando se disimula. ¿A quién no causan disgusto los mejunjes con que os embadurnáis la cara, que por su propio peso resbalan hasta vuestro seno? ¿A quién no apesta la grasa que nos envían desde Atenas, extraída de los vellones sucios de la oveja? Repruebo que en presencia de testigos uséis la medula del ciervo u os restreguéis los dientes: estas operaciones aumentan la belleza, pero resultan desagradables a la vista. Muchas cosas que son repulsivas al hacerlas, nos agradan una vez hechas. Las magníficas estatuas cinceladas por el laborioso Mirón, antes de labrarse fueron bloques sin forma de pesado mármol. Para hacer un anillo, primero se bate el oro, y de la sórdida lana se tejen las vestiduras que os cubren; la que era una tosca piedra, hoy se ha convertido en noble escultura, y es Venus que sale desnuda de las olas, destilando el liquido humor de su cabellera.

Imaginemos que te hallas durmiendo mientras te arreglas tu tocado, y no aparezcan a nuestros ojos hasta después de darte la última mano. ¿Por qué he de descubrir el afeite que blanquea tu tez? Cierra la puerta de tu dormitorio y no dejes ver tu compostura todavía imperfecta. Conviene a los hombres ignorar muchas cosas: la mayor parte les causaría repulsión si no se sustrajeran de su vista. ¿Ves los áureos adornos que resplandecen en la escena de los teatros?, pues son hojas delgadas de metal que recubren la madera, y no se permite a los espectadores acercarse a ellos sin estar acabados. Así, no preparéis vuestros encantos ficticios en presencia de varones; mas no os prohibo ofrecer a la peinadora los hermosos cabellos, porque así los veo flotar sobre vuestras espaldas; os aconsejo, eso sí, que no eternicéis esta operación ni retoquéis cien veces los lindos bucles y que la peinadora no tema vuestro furor. Odio a la que le clava las uñas en la cara y le pincha con la aguja en el brazo, obligándola a maldecir la cabeza de su señora que tiene entre sus manos, y a manchar de lágrimas y sangre sus cabellos aborrecidos. La que esté medio calva, ponga un guardia a la puerta o vaya a componerse al templo de la diosa Bona.

Un día se anunció mi súbita llegada a cierta joven, y en su turbación se puso al revés la cabellera postiza. Que tan vergonzoso accidente no ocurra más que a mis enemigos y caiga sólo tal deshonor sobre las hijas de los partos: Es repulsivo un animal mutilado, un campo sin verdor, un árbol desprovisto de hojas y una cabeza sin cabello. No vienen a oir mis lecciones Semele, o Leda, o Europa, la que atravesó el mar a espaldas de un falso toro; ni Helena, a quien tú, Menelao, reclamas con tanta razón, y a quien tú, raptor troyano, haces bien en retener. La turbamulta que oye mis palabras se compone de mujeres feas y hermosas; estas últimas abundan menos que aquéllas, y se preocupan poco de los precéptos y recursos del arte; gozan el privilegio de la beldad, que por sí sola ejerce un dominio avasallador. Cuando el mar duerme tranquilo, el piloto descansa con seguridad: pero si las olas se encrespan, no deja un momento el timón. Cierto que son pocas las caras sin defectos; atiende a disimularlos, y, a serte posible, también las marcas del cuerpo. Si eres de corta estatura, siéntate, no crean que estás sentada hallándote de pie; si diminuta, extiende tus miembros a lo largo del lecho, y para que no puedan medirte viéndote tendida, oculta los pies con un traje cualquiera. La que sea en extremo delgada, vístase con estofas burdas y que un amplio manto descienda por sus espaldas; la pálida, tiña su piel con el rojo de la púrpura, y remédiese la morena con la sustancia extraída al pez de Faros. El pie deforme, ocúltese bajo un calzado blanco, y una pierna desmedrada, manténgase firme, sujeta por varios lazos. Disimula las espaldas desiguales con pequeños cojines y adorna con un bando el pecho demasiado saliente. Acompaña con pocos gestos la conversación, si tienes gruesos los dedos y toscas las uñas; y a la que le huele la boca, le recomiendo que no hable nunca en ayunas y siempre a regular distancia del que la oye.

Si tienes los dientes negros, desmesurados o mal puestos, la risa te favorecerá muy poco. ¿Quién lo creerá? Las jóvenes aprenden el arte de reir, que presta gran auxilio a la beldad; entreabre ligeramente la boca, de modo que dos lindos hoyuelos se marquen en tus mejillas y el labio inferior oculte la extremidadde los dientes superiores. Evita las risas continuas y que suenen en nuestros oídos las tuyas con un no sé qué de dulce y femenino que los halague. Ciertas mujeres tuercen la boca al reir; otras dan suelta a la alegría con muecas horribles en la boca; algunas dan tales risotadas que diriase que lloran o lastiman los oídos con estrépito tan bronco y desagradable como el rebuzno de la borrica que da vueltas a la piedra de moler. ¿En dónde no imperan las reglas del arte? Aprenden a llorar con gracia, a llorar cuando quieren y del modo que les conviene. ¿Qué diré de las que se comen las letras indispensables a la inteligencia de las palabras y obligan a su lengua a pronunciarlas tartamudeando? El vicio de estropear las voces lo toman a gracia y se ingenian en hablar menos bien de lo que podrían. Estudiad estas pequeñeces, que os aprovechará conocerlas. Aprended a andar como os favorezca más: en el movimiento de los pies hay gracias inestimables que atraen o alejan a los pretendientes. Esta mueve con intención las caderas, dejando flotar la túnica a capricho del viento y avanza el pie con actitud majestuosa; aquélla, como la cónyuge rubicunda del habitante de Umbría, en su marcha abre las piernas y da pasos desmesurados. En estos detalles, como en otras mil cosas, guárdese un término medio. Os chocará la ordinariez en los pasos de la una y en los de la otra, el excesivo abandono. Realizarás grandes conquistas si dejas al descubierto la extremidad de la espalda y la parte superior del brazo izquierdo, descuido que favorece mucho a las blancas como la nieve; yo, ante tales hechizos, quisiera en mi arrebato cubrir de besos lo que devoran mis ojos.

Las sirenas eran unos monstruos marinos que detenían las naves con su voz encantadora; apenas Ulises oyó sus cantos, estuvo a punto de romper lus lazos que le sujetaban, mientras que sus compañeros, con la cera puesta en los oídos, desconocían el peligro. El canto es cosa muy seductora: muchachas, aprended a cantar; considerad que no pocas, con la dulzura de la voz, consiguieron que se olvidase su fealdad, y repetid ora las canciones que oísteis en los suntuosos teatros, ora los temas ligeros compuestos con el ritmo de Egipto. La mujer aleccionada por mis avisos sepa manejar el plectro con la derecha, y con la izquierda sostener la cítara. Orfeo, el de Tracia, movió las rocaa y las fieras, el lago de Tártaro y el Cancerbero de tres cabezas; y tú, Anfión, justísimo vengador de la afrenta de tu madre, ¿no viste, a los acentos divinos de tu voz, obedecer las piedras que alzaron los muros de Tebas? Es harto conocida la fábula de Arión: un pez, aunque mudo, se mostró conmovido por su canto. Aprende así a tocar con las dos manos las cuerdas del salterio, cuya música despierta las efusiones amorosas. Séante conocidas las poesías de Calímaco, las del cantor de Cos, las del viejo de Teos, tan amante del vino, y no olvides las de Safo, poetisa en extremo voluptuosa, ni las comedias del que nos representa un padre burlado por las astucias del siervo Geta, y puedes leer además los versos del apasionado Propercio, sinexcluir los mejores trozos de Galo, del dulce Tíbulo o el poema que compuso Varrón sobre el Vellocino de Oro, ¡oh, Frixo!, tan funesto a tu hermana y al cantor del fugitivo Eneas, que echó los cimientos de la soberbia Ronia, obra maestra con la cual ninguna se atreve a competir. Y acaso mi nombre se mezcle con los de tan egregios poetas, librando mis escritos de las aguas del Leteo, y tal vez alguno dirá: «Lee los elegantes versos del maestro que ha instruido igual a los dos sexos, y de los tres libros que tituló «Los Amores» escoge el que hayas de recitar con voz suave y conmovedora, o declama en tono elevado una de sus heroínas, género desconocido, del cual se tiene por inventor». Así acceden a mis votos Febo, Baco, el de los cuernos en la frente, y las nueve hermanas, diosas propicias de los poetas. ¿Quién dudará que exijo a una hermosa que sepa la danza y que, dejando la copa del festín, mueve los torneados brazos al compás de la música? Se aplaude con estrépito a las que saben cimbrear las caderas en los espectáculos teatrales: tanta seducción encierra su movilidad sugestiva. Casi me sonroja detenerme en estas minucias, pero quiero que las jóvenes sean hábiles en echar los dados y calcular la fuerza con que los arroja a la mesa, y ya sepan sacar el número tres, ya adivinar con viva penetración el lado que se ha de evitar y el que se les demanda; que discurran, si juegan al ajedrez, y comprendan que un peón no puede resistir a dos enemigos; que el rey, cuando pelea sin ayuda de la reina, se expone a caer prisionero, y que el contrario tiene que volver a menudo sobre sus pasos.

Si diviertes las horas jugando a la pelota con ancha raqueta, no toques más que la que debes lanzar. Hay otro juego que divide una superficie en tantos cuadritos como meses tiene el año; sobre la pequeña mesa se ponen tres piedras en cada uno de los lados, y vence quien los coloca en la misma línea. Aprende estos juegos tan divertidos; es de mal tono que una joven los desconozca, y muchas veces jugando suele brotar el amor. No requiere gran talento el aprenderlos a la perfección, pero más difícil es al jugador aparecer dueño de sí mismo. A veces, por falta de prudencia la pasión nos arrebata, y un accidente cualquiera deja ver nuestro carácter al desnudo; estalla la cólera, siempre aborrecible, el afán de lucro suscita cuestiones y produce quejas amargas, se apostrofan las contendientes unos a otros, el aire resuena con los clamores, y cada cual invoca en su favor a los dioses irritados, piérdese la confianza entre los que juegan y piden que se cambien los tableros; hasta muchas veces noté que las lágrimas humedecían sus mejillas. Que Júpiter preserve de tales torpezas a la que quiere parecer agradable.

Esos son los juegos que os permite la debilidad de vuestro sexo los hombres se ejercítan en otros más esforzados, como el de la pelota, el dardo, el aro de hierro, las armas y el manejo de las riendas que obligan a caracolear al caballo. Notenéis cabida en el campo de Marte, ni acudís a nadar en las aguas heladas de la fuente Virginal o en las plácidas ondas del Tiber; en cambio, se os consiente, y os resultará de provecho, pasear a la sombra del pórtico de Pompeyo, así que los ardientes corceles del Sol llegan al signo de la Virgen, o visitar el suntuoso palacio consagrado a Febo, que ganó sus laureles y sumergiendo en el abismo las naves egipcíacas, y los monumentos que alzaron la esposa y la hermana de Augusto con su yerno ceñido por la corona naval. Visitad también las aras donde se quema el incienso en honor de la vaca de Menfis y los tres teatros ocupando los sitios más visibles. Acudid a la arena del circo, húmeda todavía con la tibia sangre, y fijaros en la ardiente rueda que pasa a ras de la meta. Lo oculto permanece ignorado, y nadie desea lo que no ve. ¿Qué partido sacarás de tu hermosura si ninguno la contempla? Aunque superes en el canto a Tamiris y Anebea, no conseguirá el aplauso tu lira desconocida.

Si Apeles, el de Cos, no hubiese pintado a Venus, aún yacería ésta sepultada en el fondo de las aguas. Los poetas sagrados, ¿que piden a los dioses sino la fama? Este es el galardón que esperan de sus trabajos. En otros tiempos, los poetas eran amados de héroes y reyes, y los antiguos coros alcanzaban magnificos premios: el título de poeta infundía veneración como el de la majestad, y con el honor se le prodigaban cuantiosas riquezas. Ennio, nacido en el monte de Calabria, mereció juntar sus cenizas a las del gran Escipión; mas al presente las coronas de hiedra yacen sin honor y los frutos de las vigilias laboriosas de las musas, se desprecian como productos de la holgazaneria.

A pesar de ello, aspiramos con tesón a la fama. ¿Quién conocería a Homero si no sacase a la luz la Ilíada, su poema inmortal? ¿Quién tendría noticias de Danae, si, siempre oculta, hubiera llegado a la vejez encerrada en la torre? Jóvenes hermosas, os será de gran utilidad de cuando en cuando confundiros con la turba y dirigir los inciertos pasos lejos de vuestra morada. El lobo asedia muchas ovejas para sorprender a una y el ave de Júpiter persigue a muchos pájaros; así la mujer hermosa ofrézcase a las miradas del pueblo; entre tantos no dejará de encontrar uno a quien sorprenda. Véasela en todas partes, deseosa de agradar y ponga los cinco sentidos en aquello que contribuya al realce de sus prendas. Por doquiera reina el azar; ten siempre dispuesto el anzuelo, y el pez acudirá a morderlo donde y cuando menos te lo figures. Mil veces los perros olfatean en vano los escondrijos de la selva, y el ciervo viene a caer en las redes sin que lo acose ninguno. ¿Quién menos que Andrómeda, sujeta a una roca, podia esperar que sus lágrimas moviesen la compasión de nadie? Tampoco es raro en el funeral de un esposo encontrar al sucesor, y entonces nada sienta mejor a la mujer como caminar con el cabello en desorden y dar rienda libre al llanto: pero huya más que de la peste de esos mozos que se pagan de su gallardía y elegancia y temen descomponer ei artificio de sus cabezas. Lo que dicenya lo dijeron antes a otras mil, y sin norte fijo corren de acá para allá. ¿Qué hará una mujer con un mozalbéte más afeminado que ella, y que acaso sostenga tratos con mayor número de amantes? Apenas me creeréis, y sin embargo debéis hacerlo.

Troya permanecería en pie si hubiese aprovechado los consejoe de su rey Príamo. Algunos se insinúan con los agasajos de un falso rendimiento, y por tales medios aspiran a ganancias deshonrosas. No os seduzca su cabellera perfumada de líquido nardo, ni el estrecho ceñidor que sujeta los pliegues de su túnica, ni la toga de hilo fino, ni la multitud de anillos que casi les cubren los dedos. Acaso el más elegante de éstos sea un ratero que se encienda en el deseo de apoderarse de vuestros ricos vestidos. «Vuélveme lo mío», gritan a todas horas las muchachas despojadas, y el foro resuena en repetidas exclamaciones: «Vuélveme lo mío.» Desde sus templos rutilantes de oro, Venus y la diosa de la vía Appia oyen sin inmutarse tales querellas. Entre estos sujetos hay algunos de fama tan vil que la mujer engañada por ellos merece entrar en la parte de su aprobio. Aprended en las quejas de otras a temer vuestro daño, y no abráis nunca las puertas a un falaz seductor. Hijas de Cecrops, no fiéis en los juramentos de Teseo; lo que hizo antes lo hará mañana, poniendo a los dioses por testigos de su perjurio. Y tú, Demofón, que heredaste la perfidia de Teseo, ¿qué confianza mereces después de haber engañado a Filis? Si os dan buenas promesas, pagad en la misma moneda; si las cumplen, no rehuséis vuestros favores. Sería capaz de extinguir el fuego, siempre encendido, de Vesta, arrebatar los objetos del culto en el templo de la hija de Inaco y brindar a su esposo el acónito mezclado en la infusión de cicuta, la que después de aceptar regalos del amante le niega la satisfacción de Venus.

Pero ya he ido harto lejos; musa, refrena los corceles y evita que, en su impetuosidad, se desboquen. Si tu amante sondea el vado con las frases que escribió en las tablillas de abeto, encarga a una cauta sirvienta recoger sus misivas, reflexiona al leerlas, y colige de su propia confesión si es fingida o nace de un alma realmente enamorada. Contéstale tras breve demora: el retraso, como no se prolongue mucho, aguijonea al amor. Ni te muestres demasiado asequible al que te solicita ni te niegues a sus pretensiones con demasiada dureza; condúcete de modo que tema y espere a la vez, y a cada repulsa crezcan las esperanzas el temor disminuya. Redacta las contestaciones en estilo sencillo y natural: el lenguaje corriente es el que mejor impresiona. ¡Cuantas veces una carta bien escrita produjo el incendio de un corazón vacilante y, al contrario, un lenguaje bárbaro echó por tierra el influjo de la beldad!. Mas puesto que renuncian vuestras frentes al honor de las sagradas cintas, y a toda costa os proponéis engañar a vuestros maridos, entregad las tablillas a la criada o al siervo más redomado, y no confiéis tan caras prendas a un amante novicio. Yo he visto mujeres, pálidas de terror portal imprudencia, pasar su mísera vida en continua esclavitud. Es pérfido de veras el que se reserva pruebas semejantes, pero tiene en su poder armas tan terribles como los rayos del Etna. En mi sentir, debe rechazarse el fraude con el fraude, y las leyes nos permiten ofender a los que nos acometen armados. Procurad que vuestra mano se ejercite en trazar diferentes formas de letra. ¡Ah!, perezcan los traidores que me obligan a tales consejos. No es prudente responder en las tablillas, sino después de borrar los signos anteriores, por que la escritura no denuncie dos escritura distintas. Las misivas al amante han de parecer dirigidas a una amiga, y en sus frases el pronombre él debe sustituirse por ella.

Y es hora de renunciar a pequeñeces; tratemos asuntos de mayor importancia, desplegando al viento todas las velas. El refrenar las violencias del carácter favorece los atractivos físicos, ingenua paz conviene a los hombres, la cólera brutal a las fieras. La cólera deforma los rasgos del semblante, hincha las venas de sangre y enciende los ojos con las siniestras miradas de las gorgonas. «¡Lejos de mí, flauta; no te estimo en tanto!», dijo Palas, viendo en los cristales del río sus mejillas desfiguradas. Vosotras, si en los arrebatos de la furia os miráis al espejo, apenas habrá quien reconozca su propia cara. Tampoco la hagáis antipática con humos de soberbia; el amor se alimenta de dulcísimas miradas. Creed en mi experiencia: el desdén orgulloso es aborrecible, y un aspecto altanero lleva consigo los gérmenes del odio. Mirad al que os contempla, sonreid afectuosas al que se sonríe, y a sus gestos responded con señales de inteligencia; asi, tras los preludios, el niño vendado renuncia a los dardos inocentes y prueba las flechas más agudas de su aljaba.

También aborrecemos a las melancólicas. Ame Ayax enhorabuena a Tecmesa; nosotros, turba regocijada, nos dejamos vencer por mujeres de genio alegre. Nunca hubiera yo rogado a Andrómaca ni a Tecmasa que una y otra me dispensasen su intima amistad, y hasta me resistía a creer, si los hijos no lo atestiguasen, que se ofrecieron en el tálamo a sus respectivos esposos. La compañera sombría de Ayax, ¿pudo decirle nunca «luz de mi vida», ni esas frases que tanto nos seducen? ¿Quién me prohibirá aplicar el ejemplo de las grandes a las cosas menores, y compararlas a las disposiciones de un hábil caudillo? El jefe experto entrega a un oficial el mando de cien infantes, a otro, un escuadrón de caballos; al tercero, la defensa de las águilas; vosotras, del mismo modo, examinad para qué sirve cada uno de nosotros, y dadnos el empleo que nos corresponda. Pedid al rico valiosos presentes, y no rechacéis al jurisconsulto que con su elocuencia defiende vuestra causa. Los que componemos versos, solamente versos podemos enviar, pero sabemos amar como ninguno y cubrimos de gloria el nombre de la que supo conquistarnos. Grande es la fama de Némesis, y no menor la de Cintía; a Lícoris se la conoce desde el occidente hasta las regiones de la Aurora, y son muchos los que desean saber quiénse oculta bajo el nombre de Corina. Además, la perfldia es aborrecida por los hijos de Apolo, y el arte que cultivan dulcifica sus costumbres. No nos dejamos sobornar por la ambición o la sórdida codicia y, amantes del reposo y de la sombra, despreciamos los pleitos del foro. Se nos vence con frialdad, nos encendemos con el fuego más vivo y sabemos amar con extrema buena fe: la dulzura del arte suaviza el temperamento rudo, y nuestros hábitos se conforman con la inclinación al estudio. Muchachas, sed complacientes con los vates de Aonia: el númen les inspira, las musas les conceden su favor, un dios vive en ellos, traban relaciones con el cielo y de la bóveda celeste desciende sobre sus cabezas el genio creador. Es un crimen exigir el cobro del placer a los doctos vates; pero, ¡ay de mi!, éste es un crimen que ninguna teme perpetrar.

Valeos del disimulo, encubrir por algún tiempo vuestra codicia; si no, el amante novel escapará pronto a la vista de las redes: el hábil jinete no gobierna lo mismo el potro que las riendas acaban de someter que al acostumbrado a tascar el freno. No te has de conducir de igual modo para dominar a un mancebo en la flor de la juventud que a un hombre cuya razón han madurado los años. Aquel campeón bisoño que ejercita sus primeras armas en la milicia del amor, y presa recientemente caida en los lazos de tu tálamo, no debe conocer otra que tú, ni separarse un momento de ti; es una débil planta que se ha de rasguardar con alta cerca, teme a las rivales, vencerás mientras seas la única: el imperio de Venus y el de los reyes no consienten división; éste, como soldado viejo, amará sin despeñarse, usará de cautela y conllevará prudentemente lo que un novlclo no sabe soportar. No romperá ni intentará incendiar la puerta, ni te clavará las uñas en las tiernas mejillas, ni desgarrará su túnica ni la tuya, ni serán motivo de llanto los cabellos que te arranque: tales excesos son propios de un jovenzuelo en el arrebato de la pasión y la edad. El hombre ya hecho aguanta resignado los golpes crueles, se enciende en fuego más lento, como la leña húmeda todavía o el ramaje recién cortado en la selva del monte; su amor es más seguro; el del otro más vivo y pasajero, coge con presteza el fruto que se te escapa de la mano.

Que todo se rinda de golpe, que las puertas se abran al enemigo y se crea seguro en medio de la traición; lo que se alcanza de modo tan fácil no alienta a la perseverancia, y de cuando en cuando precisa mezclar la repulsa a la condescendencia; que no traspase los umbrales, que llame cruel a la puerta y ya ruegue sumiso, ya amenace colérico. No disgusta lo dulce y renovamos el apetito con jugos amargos. Más de una vez perdió a la barca el tiempo favorable; por esta razón no aman los maridos a sus mujeres, porque disponen de ellas como les place. Cierra la puerta y que el encargado de vigilarla le diga con tono adusto: «No se puede pasar»; la prohibición exaltará sus deseos. Arrojad, ya es tiempo, las armas embotadas y sustituidlas por otrasmás agudas; aunque temo se vuelvan contra mí los dardos de que os he provisto. Cuando caiga en el lazo el amante novel, será de gran efecto que al principio se crea único poseedor de tu tálamo, mas luego mortifícale con un rival que le robe parte de su conquista: la pasión languidece si le faltan estos estímulos.

El potro generoso vuela por la arena del circo viendo a los otros que se le adelantan o se quedan atrás. Cualquier dosis de celos resucita el fuego extinguido; yo mismo, lo confieso, no sé amar sino me ofenden; pero cuida no se patentice demasiado la causa de su dolor; importa que sospeche más de lo que realmente sepa; exacérbalo con la enfadosa vigilancia de un supuesto guardián o la molesta presencia de un esposo severo; la voluptuosidad que se goza sin riesgo tiene pocos incentivos; finge temor, aun siendo más libre que Tais, y aunque puedas abrirle de par en par las puertas, dile que salte por la ventana; que lea en tu semblante indicios de terror, y que una astuta sierva entre apresurada y grite: «Somos perdidos», y oculte en cualquier escondite al joven lleno de espanto. En compensación permítele que te acompañe algunas noches libres de espantos, no vaya a creer que no váles los sustos que le cuestas.

Quisiera pasar en silencio las estratagemas que burlan a un marido astuto o a un guardián incorruptible. Casadas, ved a vuestros esposos, que tienen el derecho de espiar vuestros pasos: es lo justo, y así lo demandan las leyes, la equidad y el pudor; mas, ¿quien tolera ver sometida a esta vigilancia la libertad que ha poco redimió la varilla del pretor? Ven a mi escuela y aprenderás el arte de los engaños. Aunque te vigilen tantos como ojos tenía Argos, si te empeñas con decisión, te reirás de todo. ¿Podrá ningún guardián impedirte que escribas tus billetes en las horas que dedicas al baño y que la confidente los lleve ocultos en el seno cubierto por un chal o que los sustraigas a la vista metidos en el calzado o bajo la planta del pie? Y demos que se descubran tus ardides; la misma confidente te prestará sus espaldas a guisa de tablillas, y en la piel de su cuerpo volverán las respuestas. Los signos que se trazan con leche recién ordeñada burlan la perspicacia del lince, y se leen perfectamente echándoles un polvillo de carbón. El mismo efecto obtendráa con la punta de la caña del húmedo lino y en las tablillas, al parecer intactas, quedarán grabados caracteres invisibles.

Grande empeño demostró Acrisio en guardar a su hija Danae; ésta, sin embargo, con su falta le hizo pronto abuelo. ¿Qué podrá impedir un guardián cuando hay en Roma tantos teatros, cuando la mujer puede asistir si lo desea a las carreras del circo, o acude a fiestas celebradas en honor de lsis, donde no se permite la entrada a los vigilantes de sus pasos, porque la diosa Bona excluye de sus recintos a los varones, fuera de aquellos que le place admitir; cuando los siervos quedan a la guarda de los vestidos de la señora, a la puerta del baño, y dentro se oculta el amante, libre y seguro? Siempre que ella quiera, encontrará una amiga que se sienta enferma fingidamente y le ceda, por complacerla, su lecho. El nombre de adúltera que damos a una llave falsa indica bien claro su uso, y la puerta no es el único medio de entrar en la casa que se solicita. Se adormece la vigilancia del más taimado haciéndole beber en demasía, aunque sea el jugo de la vid cosechada en tierra española; también hay brebajes que lo sumen en profundo sopor y oscurecen sus ojos con la negra noche del Leteo. La confidente, de acuerdo contigo, puede detener al odioso Cerbero con sus caricias, y ella a la vez regodearse largas horas. ¿Mas a qué andar con rodeos y consejos de tan poco fuste si con cualquier regalo se consigue comprar su aquiescencia? Los regalos, no lo dudes, sobornan a los hombres y a los dioses, y el mismo Júpiter se aplaca con las ofrendas. ¿Qué hará el sabio cuando el idiota se regocija con las dádivas?. El mismo marido cerrará la boca desde el momento que las reciba; pero basta que compres el silencio una vez al año, pues el guardián se dispone a alargar a todas horas la mano que alargó la primera vez.

Me quejaba, bien lo recuerdo, de que no se pudiese fiar de nadie de los amigos, y este reproche no alcanza exclusivamente a los hombres. Si eres crédula con exceso, gozarán otras las dichas que se te deben y la liebre que levantaste irá a caer en las redes ajenas. Esa amiga que solícita te proporciona las citas y te cede el lecho, en más de una ocasión hizo suyo a tu amante. No te sirvas tampoco de criada muy hermosa, porque algunas veces ésta ocupó conmigo el lugar de su señora. ¿Adónde me despeña la insensatez? ¿Por qué descubro el pecho a los dardos del enemigo y me hago traición a mí mismo? No enseña el ave al cazador el modo de sorprenderla, ni la cierva a la trailla de perros cómo la han de seguir, mas si resultan útiles, continuaré explicando mis lecciones con fidelidad, aunque en mi daño suministre las armas a las mujeres de Lemnos. Arreglaos de manera, la cosa es fácil, que nos juzguemos amados por vosotras: se cree eon facilidad lo que se desea ardorosamente. Trastornad al doncel con vuestras miradas, arrojad hondos suspiros y reprobadle el haber venido tan tarde; acudid a las lágrimas por los fingidos celos de una rival, y señaladle la cara con vuestras uñas; él, compadeciendo tanto dolor, exclamará persuadido: «Esta mujer está loca por mi». Sobre todo, si tiene lindas facciones y se lo advierte el espejo, se sentirá capaz de infundir amor a las mismas diosas.

Seas quien seas, que la ofuscación no te lleve muy lejos ni llegues a perder el seso oyendo el nombre de una rival. No creas con ligereza: Procriste ofrece un lastimoso ejemplo de lo perjudicial que resulta creer sin reflexión. Cerca de los collados que matizan de púrpura las flores del Himeto brota una fuente sagrada cuyas márgenes están cubiertas de césped; los árboles y arbustos, sin formar bosque, defienden del sol y esparcen sus perfumes el laurel, el romero y el oscuro mirto; crecen allí los bojes recios, las frágiles retamas, el humilde cantueso y el pino arrogante, y las flexibles ramas, con las altas hierbas, se balancean al impulso blando del céfiro y las auras saludables. Allí descansaban el joven Céfalo, lejos de los criados y sabuesos, y extendiendo en el suelo los miembros fatigados solia decir: «Aura voladora, ven, alivia mi calor y refresca mi ardiente seno». Un malintencionado que oyó sus palabras inocentes, corre y advierte a la suspicaz esposa, la cual, tomando el nombre de Aura por el de una concubina, se desploma abrumada por el peso de tan súbito dolor. Palidece como después de la vendimia las hojas tardías de la vid que el próximo invierno destruye, o como los maduros membrillos que doblan las ramas que los sustentan, o los frutos del cornejo aún no sazonados para que se puedan comer. Así que vuelve del desmayo, rompe la túnica que cubre su cuerpo y se ensangrienta la cara con las uñas. Precipitada, furibunda, con los cabellos sueltos, corre a través del campo, como una bacante que agita el tirso en su delirio y no bien llega al lugar indicado deja a las compañeras en el valle y penetra decidida en la selva, evitando que se oiga el rumor de sus pasos. ¿Cuáles eran, Procris, tus designios cuando así te ocultas? Insensata, ¿qué volcán estallaba en tu lecho alborotado? Sin duda temias que iba a llegar a esa Aura que te mortificaba y ver con tus propios ojos la traición de que eras víctima. Ya quisieras no haber emprendido tal viaje ni sorprender a los culpables; y te confirmas en tu resolución, y los celos te anegan en cruel incertidumbre. El lugar, el nombre y el delator incitan tu crueldad, por esa inclinación de los amantes a creer siempre lo que temen, y así que nota en la hierba las señales del cuerpo que la habían hollado, siente que se aceleran los trémulos latidos de su corazón.

Ya el sol en la mitad de su carrera acortaba las tenues sombras y partía por igual la distancia del Oriente al Ocaso, cuando he aquí que Céfalo, el hijo de Cileno, vuelve a descansar en la selva y apaga la sed que le devora en la fuente vecina. Procris, escondida y llena de ansiedad, le ve tenderse en la tierra y oye que llama de nuevo al Aura y los blandos Céfiros: entonces se da cuenta la mísera del error a que la indujo aquel nombre, vuelve a mejor acuerdo y su rostro recobra los perdidos colores. Alzase ligera, con el movimiento del cuerpo agita el follaje y corre a precipitarse en los brazos del esposo; y éste, creyendo que se le acerca una fiera, coge con presteza el arco y toma en la diestra el arco fatal. ¡Infeliz!, ¿qué haces? No es una fiera; detente. ¡Oh, qué desgracia! Tu esposa cae muerta a tus manos: «¡Ay de mí -grita la mísera-, has atravesado el corazón de tu amante en el sitio profundo siempre herido por Céfalo. Muero prematuramente, mas sin afrenta de ninguna rival, y esto hará que la tierra pase mas leve sobre mi cuerpo; ya mi alma vuela en las alas del Aura que me engañó con su nombre; ven y que tu querida mano cierre mis ojos». El, aterrado, recoge en sus brazos el moribundo cuerpo de Procris y con su llanto riega la mortal herida, por donde exhala el alma, víctima de funesta imprudencia, y en los labios recibe su último suspiro.

Pero volvanios a nuestro camino; tengo que explicar sin disimulos, porque mi barca cansada desea arribar al puerto. Sin duda esperáis que os conduzca a la sala del festín y deseais oír todavía mis lecciones. Acude allí tarde, y no hagas ostentación de tus gracias hasta que se enciendan las antorchas: el esperar favorece a Venus y la demora es una gran seducción. Si eres fea perecerás hermosa a los que están ebrios y la noche velará en las sombras tus defectos. Toma los manjares con las puntas de los dedos, la distinción en comer tiene gran precio, y cuida que tu mano poco limpia imprima señales de suciedad en tu boca. No pruebes nada antes de ir al festín y en la mesa modera tu apetito, y aún come algo menos de lo que pida tu cuerpo. Si el hijo de Príamo viera a Helena convertida en una glotona, la hubiese aborrecido, diciendo: «¡Qué rapto tan estúpido el mío!». Mejor sienta a una joven el exceso en la bebida; Baco y el hijo de Venus fraternizan amigablemente; pero no bebas más de lo que soporte tu cabeza, y no se enturbien tus razones, ni vacilen tus pies, ni veas los objetos dobles. Repugna la mujer entregada a la embriaguez; en tal situación merece ser la presa del primero que llega; y de sobremesa tampoco se rendirá sin peligro al suelo, que es muy propio de los ultrajes hechos al pudor.

Me avergüenza proseguir mis enseñanzas, mas la hermosa Diones me alienta y dice: «Eso que te sonrojas es lo más importante de mi culto». Cada cual se conozca bien a sí misma y preste a su cuerpo diversas actitudes: no favorecen a todas las mismas posturas. La que sea de lindo rostro, yazga en posición supina, y la que tenga hermosa la espalda, ofrézcala a los ojos del amante. Minalión cargaba sobre sus hombros las piernas de Atalanta; si las tuyas son tan bellas, lúcelas del mismo modo. La mujer diminuta cabalgue sobre los hombros de un amigo. Andrómaca, que era de larga estatura, nunca se puso sobre los de su esposo Héctor. La que tenga el talle largo, oprima con las rodillas el talamo y deje caer un poco la cabeza; si sus músculos incitan con la fréscura juvenil y sus pechos carecen de máculas, que el amante en pie la vea ligeramente en el lecho. No te sonroje soltar, como una bacante de Tesalia, los cabellos y dejarlos brotar sobre los hombros, y si Lucina señaló tu vientre con las arrugas, pelea como el ágil parto volviendo las espaldas. Venus se huelga de cien maneras distintas; la más fácil y de menos trabajo es acostarse tendida a medias sobre el costado derecho.

Nunca los trípodes de Febo ni los oráculos de Júpiter os responderán las verdades que os dicta mi musa. Si merece alguna confianza el arte de que hice larga experiencia, creed que mis cantos nunca os engañarán. Siéntase la mujer abrasada hasta la médula de los huesos, y el goce se dividirá por igual entre los dos amantes; que no cesen las dulces palabras, los suaves murmullos y los deseos atrevidos que estimulan el vigor en tan alegres combates.

O tú, a quien la Naturaleza negó la sensación de los placeres de Venus, finge sus gratos deliquios con falsas palabras. Desgraciada de aquella que tiene embotado el órgano en que deben gozar lo mismo la hembra que el varón, y cuando finjas, procura que tus movimientos y el brillo de tus ojos ayuden al engaño y lo acrediten de verdadero frenesí, y que la voz y la respiración fatigosasolivianten el apetito. ¡Oh, vergüenza!, la fuente del placer oculta misteriosos arcanos. La que el dejar los brazos del amante le exige el pago de sus complacencias, ella misma priva de todo valor a los ruegos. No cosientas que la luz penetre por las ventanas abiertas: hay cosas en tu cuerpo que parecen mejor vistas en las sombras. Aquí terminan mis ruegos; ya es hora de soltar los cisnes sujetos a la lanza de mi carro, y que las lindas muchachas, como antes lo hicieron los jóvenes, inscriban en sus trofeos: «Tuvimos a Nason por maestro».

F I N