Comentarios sobre la guerra de las Galias – Julio César – Libro III

El siguiente es el libro III de la obra de Julio César La Guerra de las Galias, también conocida como De bello Gallico. Guerra contra vénetos, venelos y expedición a Aquitania

LA GUERRA DE LAS GALIAS – Libro III

Guerra contra vénetos, venelos y expedición a Aquitania

Los Comentarios sobre la guerra de las Galias (Commentarii de bello Gallico o, de manera abreviada, De bello Gallico) fueron una serie de siete libros escritos por Gayo Julio César en tercera persona durante la Guerra de las Galias y publicados tras su finalización (más un octavo libro continuador por Aulo Hircio). César publica estos libros a manera de defensa propia, cuando sus enemigos en Roma comenzaron a desparramar rumores en su contra e intentaron proscribirlo, algo que podía poner seriamente en riesgo su vida. Al relatar sus victorias y hazañas en la guerra contra los galos, César buscó ganar el apoyo del pueblo y el favor del ejército. Para entender el contexto histórico de dicho período histórico puede leer el siguiente artículo. Estos libros se consideran como una obra antecesora a los Comentarios de la guerra civil. De bello Gallico es una obra no solo de importante valor histórico y militar, es también un rico tratado sobre las culturas, tradiciones y costumbres de los pueblos galos.

Nota: Las anotaciones pueden hallarse al final de la página. Así mismo también pueden hallarse las anotaciones realizadas por Napoleón Bonaparte.

De bello Gallico

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Libro III

I. Estando César de partida para Italia, envió a Servio Galba con la duodécima legión y parte de la caballería a los nantuates, venagros y sioneses, (57) que desde los confines de los olóbroges, lago Lemán y río Ródano se extienden hasta lo más encumbrado de los Alpes. Su mira en eso era franquear aquel camino, cuyo pasaje solía ser de mucho riesgo y de gran dispendio para los mercaderes por los portazgos. Diole permiso para invernar allí con la legión, si fuese menester. Galba, después que hubo ganado algunas batallas, conquistado varios castillos de estas gentes, y recibido embajadores de aquellos contornos y rehenes en prendas de la paz concluida, acordó alojar a dos cohortes en los nantuates, y él con las demás irse a pasar el invierno en cierta aldea de los venagros, llamada Octoduro, (58) sita en una hondonada, a que seguía una llanura de corta extensión entre altísimas montañas. Como el lugar estuviese dividido por un río en dos partes, la una dejó a los vencidos; la otra desocupada por éstos destinó para cuartel de las cohortes, guarneciéndola con estacada y foso.

II. Pasada ya buena parte del invierno, y habiendo dado sus órdenes para el acarreo de las provisiones, repentinamente le avisaron los espías cómo los galos, de noche, habían todos abandonado el arrabal que les concedió para su morada, y que las alturas de las montañas estaban ocupadas de grandísimo gentío de sioneses y veragros. Los motivos que tuvieron los galos para esta arrebatada resolución de renovar la guerra con la sorpresa de la legión, fueron éstos: primero, porque les parecía despreciable por su corto número una legión, y ésta no completa, por haberse destacado de ella dos cohortes y estar ausentes varios piquetes de soldados enviados a buscar víveres por varias partes. Segundo, porque considerada la desigualdad del sitio, bajando ellos de corrida desde los montes al valle, disparando continuamente, se les figuraba que los nuestros no podrían aguantar ni aun la primera descarga. Por otra parte, sentían en el alma se les hubiesen quitado sus hijos a títulos de rehenes, y daban por cierto que los romanos pretendían apoderarse de los puertos de los Alpes, no sólo para segundad de los caminos, sino también para señorearse de aquellos lugares y unirlos a su provincia confinante.

III. Luego que recibió Galba este aviso (no estando todavía bien atrincherado ni proveído de víveres, por padecerle que supuesta la entrega y las prendas que tenía, no era de temer ninguna sorpresa), convocando de pronto consejo de guerra, puso el caso en consulta. Entre los vocales, a vista de peligro tan grande, impensado y urgente, y de las alturas casi todas cubiertas de gente armada, sin poder ser socorridos con tropas ni víveres, cerrados los pasos, dándose casi por perdidos, eran algunos de dictamen que, abandonado el bagaje, rompiendo por medio de los enemigos, por los caminos que habían traído, se esforzasen a ponerse a salvo. Pero la mayor parte fue de sentir que, reservado este partido para el último trance, por ahora se probase fortuna, haciéndose fuertes en los reales.

IV. A poco rato, cuanto apenas bastó para disponer y ejecutar lo acordado, los enemigos, dada la señal, hételos que bajan corriendo a bandadas, arrojando piedras y dardos a las trincheras. Al principio los nuestros, estando con las fuerzas enteras, se defendían vigorosamente sin perder tiro desde las barreras, y en viendo peligrar alguna parte de los reales por falta de defensores, corrían allá luego a cubrirla. Mas los enemigos tenían esta ventaja: que cansados unos del choque continuado, los reemplazaban otros de refresco, lo que no era posible por su corto número a los nuestros; pues no sólo el cansado no podía retirarse de la batalla, mas ni aun el herido desamparar su puesto.

V. Continuado el combate por más de seis horas, y faltando no sólo las fuerzas, sino también las armas a los nuestros, cargando cada vez con más furia los enemigos; como por la suma flaqueza de los nuestros comenzasen a llenar el foso y a querer forzar las trincheras, reducidas ya las cosas al extremo, el primer centurión Publio Sestio Báculo, que, como queda dicho, recibió tantas heridas en la jornada de los nervios, vase corriendo a Galba y tras él Cayo Voluseno, tribuno, persona de gran talento y valor, y le representan que no resta esperanza de salvarse si no se aventuran a salir rompiendo por el campo enemigo. Galba, con esto, convocando a los centuriones, advierte por su medio a los soldados que suspendan por un poco el combate, y que no haciendo más que recoger las armas que les tiren, tomen aliento; que después, al dar la señal, saliesen de rebato, librando en su esfuerzo toda la esperanza de la vida.

VI. Como se lo mandaron, así lo hicieron: rompen de golpe por todas las puertas, (59) sin dar lugar al enemigo ni para reconocer qué cosa fuese, ni menos para unirse. Con eso, trocaba la suerte, cogiendo en medio a los que se imaginaban ya dueños de los reales, los van matando a diestro y siniestro; y muerta más de la tercera parte de más de treinta mil bárbaros (que tantos fueron, según consta, los que asaltaron los reales), los restantes, atemorizados, son puestos en fuga, sin dejarlos hacer alto ni aun en las cumbres de los montes. Batidas así y desarmadas las tropas enemigas, se recogieron los nuestros a sus cuarteles y trincheras. Pasada esta refriega, no queriendo Galba tentar otra vez fortuna, atento que el suceso de su jornada fue muy diverso del fin que tuvo en venir a inventar en estos lugares; sobre todo, movido de la escasez de bastimentos, al día siguiente, pegando fuego a todos los edificios del burgo, dio la vuelta hacia la provincia, y sin oposición ni embarazo de ningún enemigo condujo sana y salva la legión, primero a los nantuates, y de allí a los alóbroges, donde pasó el resto del invierno.

VII Después de estos sucesos, cuando todo le persuadía a César que la Galia quedaba enteramente apaciguada, por haber sido sojuzgados los belgas, ahuyentados los germanos, vencidos en los Alpes los sioneses; y como en esa confianza entrado el invierno se partiese para el Ilírico con deseo de visitar también estas naciones y enterarse de aquellos países, se suscitó de repente una guerra imprevista en la Galia, con esta ocasión: Publio Craso el mozo, con la legión séptima, tenía sus cuarteles de invierno en Anjou, no lejos del Océano. Por carecer de granos aquel territorio, despachó a las ciudades comarcanas algunos prefectos y tribunos militares en busca de provisiones. De éstos era Tito Terrasidio enviado a los únelos, Marco Trebio Galo a los curiosolitas, Quinto Velanio con Tito Silio a los vanes es.

VIII. La república de estos últimos es la más poderosa entre todas las de la costa, por cuanto tienen gran copia de navíos con que suelen ir a comerciar en Bretaña. En la destreza y uso de la náutica se aventajaban éstos a los demás, y como son dueños de los pocos puertos que se encuentran en aquel golfo borrascoso y abierto, tienen puestos en contribución a cuantos por él navegan. Los vaneses, pues, dieron principio a las hostilidades, arrestando a Silio y Velanio, con la esperanza de recobrar, en cambio, de Craso sus rehenes. Movidos de su ejemplo los confinantes (que tan prontas y arrebatadas son las resoluciones de los galos) arrestan por el mismo fin a Trebio y Terrasidio, y al punto con recíprocas embajadas conspiran entre sí por medio de sus cabezas, juramentándose de no hacer cosa sino de común acuerdo, y de correr una misma suerte en todo acontecimiento. Inducen igualmente a las demás comunidades a querer antes conservar la libertad heredada que no sufrir la esclavitud de los romanos. Atraídos en breve todos los de la costa a su partido, despachan de mancomún a Publio Craso una embajada, diciendo: «que si quiere rescatar los suyos, les restituya los rehenes».

IX. Enterado César de estas novedades por Craso, como estaba tan distante, da orden de construir en tanto galeras en el río Loire, que desagua en el Océano, de traer remeros de la provincia, y juntar marineros y pilotos. Ejecutadas estas órdenes con gran diligencia, él, luego que se lo permitió la estación, vino derecho al ejército. Los vaneses y demás aliados, sabida su llegada y reconociendo juntamente la enormidad del delito que cometieron en haber arrestado y puesto en prisiones a los embajadores (cuyo carácter fue siempre inviolable y respetado de todas las naciones), conforme a la grandeza del peligro que les amenazaba, tratan de hacer los preparativos para la guerra, mayormente todo lo necesario para el armamento de los navíos, muy esperanzados del buen suceso por la ventaja del sitio. Sabían que los caminos por tierra estaban a cada paso cortados por los pantanos; la navegación, embarazosa por la ninguna práctica de aquellos parajes y ser muy contados los puertos. Presumían además que nuestras tropas no podrían subsistir mucho tiempo en su país por falta de víveres, y pensaban que aun cuando todo les saliese al revés, todavía por mar serían superiores sus fuerzas; pues los romanos ni tenían navíos ni conocimiento de los bajíos, islas y puertos de los lugares en que habían de hacer la guerra; además, que no es lo mismo navegar por el Mediterráneo entre costas, (60) como por el Océano, mar tan dilatado y abierto. Con estos pensamientos fortifican sus ciudades, transportan a ellas el trigo de los cortijos, juntan cuantas naves pueden en el puerto de Vanes, no dudando que César abriría por aquí la campaña. Se confederan con los osismios, lisienses, nanteses, ambialites, merinos, dublintes, menapios, y piden socorro a la Bretaña, isla situada enfrente de estas regiones.

X. Tantas como hemos dicho eran las dificultades de hacer la guerra, pero no eran menos los incentivos que tenía César para emprender ésta: el atentado de prender a los caballeros romanos; la rebelión después de ya rendidos; las deslealtad contra la seguridad dada con rehenes; la conjura de tantos pueblos, y sobre todo el recelo de que si no hacía caso de esto, no siguiesen su ejemplo otras naciones. Por tanto, considerando que casi todos los galos son amibos de novedades, fáciles y ligeros en suscitar guerras y que todos los hombres naturalmente son celosos de su libertad y enemigos de la servidumbre, antes que otras naciones se ligasen con los rebeldes, acordó dividir en varios trozos su ejército distribuyéndolos después por las provincias.

XI. Con este fin envió a los trevirenses, que lindan con el Rin, al legado Tito Labieno con la caballería, encargándole visitase de pasada a los remenses y demás belgas, y los tuviese a raya; que si los germanos, llamados, a lo que se decía, por los belgas, intentasen pasar por fuerza en barcas el río, se lo estorbase. A Publio Craso, con doce cohortes de las legiones y buen número de caballos, manda ir a Aquitania para impedir que de allá suministren socorros a la Galia, y se coliguen naciones tan poderosas. Al legado Quinto Triturio Sabino, con tres legiones, envía contra los únelos, curiosolitas y lisienses (61) para contenerlos dentro de sus límites. Da el mando de la escuadra y de las naves que hizo aprestar del Poitu, del Santonge y de otros países fieles, al joven Décimo Bruto, con orden de hacerse cuanto antes a la vela para Vannes, adonde marchó él mismo por tierra con la infantería.

XII. Estando, como están, aquellas poblaciones fundadas sobre cabos y promontorios, ni por tierra eran accesibles en la alta marea que allí se experimenta cada doce horas ni tampoco, por la mar en la baja, quedando entonces las naves encalladas en la arena. Con que así por el flujo, como por el reflujo, era dificultoso combatirlas; que si tal vez a fuerza de obras, atajado el mar con diques y muelles terraplenados hasta casi emparejar con las murallas, desconfiaban los sitiados de poder defenderse, a la hora teniendo a mano gran número de bajeles, embarcábanse con todas sus cosas y se acogían a los lugares vecinos, donde se hacían fuertes de nuevo, logrando las mismas ventajas en la situación. Esto gran parte del estío lo podían hacer más a su salvo, porque nuestra escuadra estaba detenida por los vientos contrarios, y era sumamente peligroso el navegar por mar tan vasto y abierto, siendo tan grandes las mareas y casi ningunos los puertos.

XIII. La construcción y armadura de las naves enemigas se hacía por esto en la forma siguiente: las quillas algo más planas que las nuestras, a fin de manejarse más fácilmente en la baja marea; la proa y popa muy erguidas contra las mayores olas y borrascas; maderamen todo él de roble capaz de resistir a cualquier golpe de viento; los bancos de vigas tirante de un pie (62) de tabla, y otro de canto, clavadas con clavos de hierro gruesos como el dedo pulgar. Tenían las áncoras, en vez de cables, amarradas con cadenas de hierro, y en lugar de velas llevaban pieles y badanas delgadas, o por falta de lino, o por ignorar su uso, o lo que parece más cierto, por juzgar que las velas no tendrían aguante contra las tempestades deshechas del Océano y la furia de los vientos en vasos de tanta carga. Nuestra escuadra viniéndose a encontrar con semejantes naves, sólo les hacía ventaja en la ligereza y manejo de los remos. En todo lo demás, según la naturaleza del golfo y agitación de sus olas, nos hacían notables ventajas; pues ni los espolones de nuestras proas podían hacerles daño (tanta era su solidez), ni era fácil alcanzasen a su borde los tiros por ser tan altas, y por la misma razón estaban menos expuestas a varar. Demás de eso, en arreciándose el viento, entregadas a él, aguantaban más fácilmente la borrasca, y con mayor seguridad daban fondo en poca agua; y aun quedando en seco, ningún riesgo temían de las peñas y arrecifes, siendo así que nuestras naves estaban expuestas a todos estos peligros.

XIV. César, viendo que si bien lograba apoderarse de los lugares, nada adelantaba, pues ni incomodar podía a los enemigos ni estorbarles la retirada, se resolvió a aguardar a la escuadra. Luego que arribó ésta y fue avistada de los enemigos, salieron contra ella del puerto casi doscientas veinte naves, bien tripuladas y provistas de toda suerte de municiones. Pero ni Bruto, director de la escuadra, ni los comandantes y capitanes de los navíos sabían qué hacerse, o cómo entrar en batalla, porque visto estaba que con los espolones no podían hacerles mella; y aun erigidas torres encima, las sobrepujaba tanto la popa de los bajeles bárbaros, que sobre río ser posible disparar bien desde abajo contra ellos, los tiros de los enemigos, por la razón contraria, nos habían de causar mayor daño. Una sola cosa prevenida de antemano nos hizo muy al caso, y fueron ciertas hoces bien afiladas, caladas en varapalos a manera de guadañas murales. Enganchadas éstas una vez en las cuerdas con que ataban las entenas a los mástiles, remando de boga, hacían pedazos el cordaje; con ello caían de su peso las vergas, por manera que consistiendo toda la ventaja de la marina galicana en velas y jarcias, perdidas éstas, por lo mismo quedaban inservibles las naves. Entonces lo restante del combate dependía del valor, en que sin disputa se aventajaban los nuestros, y más, que peleaban a vista de César y de todo el ejército, sin poder ocultarse hazaña de alguna cuenta, pues todos los collados y cerros que tenían las vistas al mar estaban ocupados por las tropas.

XV. Derribadas las entenas en la forma dicha, embistiendo a cada navío dos o tres de los nuestros, los soldados hacían el mayor esfuerzo por abordar y saltar dentro. Los bárbaros, visto el efecto, y muchas de sus naves apresadas, no teniendo ya otro recurso, tentaron huir por salvarse. Mas apenas enderezaron las proas hacia donde las conducía el viento, de repente se les echó y calmó tanto, que no podían menearse ni atrás ni adelante; que fue gran ventura para completar la victoria, porque, siguiendo los nuestros al alcance, las fueron apresando una por una, a excepción de muy pocas, que sobreviniendo la noche, pudieron arribar a tierra, con ser que duró el combate desde las cuatro del día (63) hasta ponerse el Sol.

XVI. Con esta batalla se terminó la guerra de los vaneses y de todos los pueblos marítimos; pues no sólo concurrieron a ella todos los mozos y ancianos de algún crédito en dignidad y gobierno, sino que trajeron también de todas partes cuantas naves había, perdidas las cuales, no tenían los demás dónde guarecerse, ni arbitrio para defender los castillos. Por eso se rindieron con todas sus cosas a merced de César, quien determinó castigarlos severísimamente, a fin de que los bárbaros aprendiesen de allí adelante a respetar con mayor cuidado el derecho de los embajadores. Así que, condenados a muerte todos los senadores, vendió a los demás por esclavos.

XVII. Mientras esto pasaba en Vannes. Quinto Titurio Sabino llegó con su destacamento a la frontera de los únelos, cuyo caudillo era Viridovige, como también de todas las comunidades alzadas, en donde había levantado un grueso ejército. Asimismo en este poco tiempo los aulercos, ebreusenses y lisienses, degollando a sus senadores porque se oponían a la guerra, cerraron las puertas y se ligaron con Viridovige juntamente con una gran chusma de bandoleros y salteadores que se les agregó de todas partes, los cuales, por la esperanza del pillaje y afición a la milicia, tenían horror al oficio y continuo trabajo de la labranza. Sabino, que se había acampado en lugar ventajoso para todo, no salía de las trincheras, dado que Viridovige, alojado a dos millas de distancia, sacando cada día sus tropas afuera, le presentaba la batalla, con que ya no sólo era despreciado Sabino de los contrarios, sino también zaherido de los nuestros. A tanto llegó la persuasión de su miedo, que ya los enemigos se arrimaban sin recelo a las trincheras. Hacía él esto por juzgar que un oficial subalterno no debía exponerse a pelear con tanta gente sino en sitio seguro, o con alguna buena ocasión, mayormente en ausencia del general.

XVIII. Cuando andaba más válida esta opinión de su miedo, puso los ojos en cierto galo de las tropas auxiliares, hombre abonado y sagaz a quien con grandes premios y ofertas le persuade se pase a los enemigos, dándole sus instrucciones. Él, llegado como desertor al campo de los enemigos, les representa el miedo de los romanos; pondera cuan apretado se halla César de los vaneses; que a más tardar, levantando el campo Sabino secretamente la noche inmediata, iría a socorrerle. Lo mismo fue oír esto, que clamar todos a una voz que no era de perder tan buen lance, ser preciso ir contra ellos. Muchas razones los incitaban a eso: la irresolución de Sabino en los días antecedentes; el dicho del desertor; la escasez de bastimentos, de que por descuido estaban mal provistos; la esperanza de que venciesen los vaneses; y en fin, porque de ordinario los hombres creen fácilmente lo que desean. Movidos de esto, no dejan a Viridovige ni a los demás capitanes salir de la junta hasta darles licencia de tomar las armas e ir contra el enemigo. Conseguida, tan alegres como si ya tuviesen la victoria en las manos, cargados de fagina con que llenar los fosos de los romanos, van corriendo a los reales.

XIX. Estaba el campamento en un altozano que poco a poco se levantaba del llano, y a él vinieron apresuradamente corriendo casi una milla por quitarnos el tiempo de apercibirnos, si bien ellos llegaron jadeando. Sabino, animados los suyos, da la señal que tanto deseaban. Mandóles salir de rebato por dos puertas, estando aún los enemigos con las cargas a cuestas. La ventaja del sitio, la poca disciplina y mucho cansancio de los enemigos, el valor de los nuestros y su destreza adquirida en tantas batallas fueron causa de que los enemigos, sin resistir ni aun la primera carga nuestra, volviesen al instante las espaldas. Mas como iban tan desordenados, alcanzados de los nuestros que los perseguían con las fuerzas enteras, muchos quedaron muertos en el campo; los demás, fuera de algunos que lograron escaparse, perecieron en el alcance de la caballería. Con esto, al mismo tiempo que Sabino recibió la noticia de la batalla naval, la tuvo César de la victoria de Sabino, a quien luego se rindieron todos aquellos pueblos, porque los galos son tan briosos y arrojados para emprender guerras, como afeminados y mal sufridos en las desgracias.

XX. Casi a la misma sazón, llegado Publio Craso a la Aquitania, que, como queda dicho, por la extensión del país y por sus poblaciones merece ser reputada por la tercera parte de la Galia; considerando que iba a guerrear donde pocos años antes el legado Lucio Valerio Preconino perdió la vida con el ejército, (64) y de donde Lucio Manilio, procónsul, perdido el bagaje, había tenido que escapar, juzgó que debía prevenirse con la mayor diligencia. Con esa mira, proveyéndose bien de víveres, de socorros y de caballos, convidando en particular a muchos militares conocidos por su valor de Tolosa, Carcasona y Narbona, ciudades de nuestra provincia confinantes con dichas regiones, entró con su ejército por las fronteras de los sociates. (65) Los cuales al punto que lo supieron, juntando gran número de tropas y su caballería, en que consistía su mayor fuerza, acometiendo sobre la marcha a nuestro ejército, primero avanzaron con la caballería; después, rechazada ésta, y yendo al alcance los nuestros, súbitamente presentaron la infantería que tenían emboscada en una hondonada, con lo cual, arremetiendo a los nuestros, renovaron la batalla.

XXI. El combate fue largo y porfiado; como que, ufanos los sociates por sus antiguas victorias, estaban persuadidos que de su valor pendía la libertad de toda la Aquitania. Los nuestros, por su parte, deseaban mostrar por la obra cuál era su esfuerzo aun en ausencia del general y sin ayuda de las otras legiones, mandándolos un mozo de poca edad. Al fin, acuchillados los enemigos, volvieron las espaldas, y muertos ya muchos, Craso de camino se puso a sitiar la capital de los sociates. Viendo que era vigorosa la resistencia, armó las baterías. Los sitiados, a veces, tentaban hacer salidas, a veces minar las trincheras y obras, en lo cual son diestrísimos los aquitanos a causa de las minas que tienen en muchas partes. Mas visto que nada les valía contra nuestra vigilancia, envían diputados a Craso, pidiéndole los recibiese a partido. Otorgándoselo, y mandándoles entregar las armas, las entregan.

XXII. Estando todos los nuestros ocupados en esto, he aquí que sale por la otra parte de la ciudad su gobernador Adcantuano con seiscientos de su devoción, a quienes llaman ellos soldurios. (66) Su profesión es participar de todos los bienes de aquellos a cuya amistad se sacrifican, mientras viven, y si les sucede alguna desgracia, o la han de padecer con ellos, o darse la muerte, y jamás hubo entre los tales quien, muerto su dueño, quisiese sobrevivirle. Habiendo, pues, (67) hecho su salida con estos adcuatanos, a la gritería que alzaron los nuestros por aquella parte, corrieron los soldados a las armas, y después de un recio combate los hicieron retirar adentro. No obstante, recabó de Craso el ser comprendido en la misma suerte de los ya entregados.

XXIII. Craso, luego que recibió las armas y rehenes, marchó la vuelta de los vocates y tarusates. (68) En consecuencia, espantados los bárbaros de ver tomada a pocos días de cerco una plaza no menos fuerte por naturaleza que por arte, trataron, por medio de mensajeros despachados a todas partes, de mancomunarse, darse rehenes y alistar gente. Envían también embajadores a las ciudades de la España Citerior que confinan con Aquitania, pidiendo tropas y oficiales expertos. Venidos que fueron, emprenden la guerra con gran reputación y fuerzas muy considerables. Eligen por capitanes a los mismos que acompañaron siempre a Quinto Sertorio, y tenían fama de muy inteligentes en la milicia. En efecto, abren la campaña conforme a la disciplina de los romanos, tomando los puestos, fortificando los reales, y cortándonos los bastimentos. Craso, advirtiendo no serle fácil dividir por el corto número sus tropas, cuando el enemigo andaba suelto ya en correrías ya en cerrarle los pasos, dejando buena guarnición en sus estancias, que con eso le costaba no poco el proveerse de víveres, que por días iba creciendo el número de los enemigos, determinóse a no esperar más, sino venir luego a batalla. Propuesta su resolución en consejo, viendo que todos la aprobaban, dejóla señalada para el día siguiente.

XXIV. En amaneciendo, hizo salir todas sus tropas, y habiéndolas formado en dos cuerpos con las auxiliares en el centro, estaba atento a lo que harían los contrarios. Ellos, si bien por su muchedumbre y antigua gloria en las armas, y a vista del corto número de los nuestros se daban por seguros del feliz éxito en el combate, todavía juzgaban por más acertado, tomando los pasos e interceptando los víveres, conseguir la victoria sin sangre; y cuando empezasen los romanos a retirarse por falta de provisiones, tenían ideado dejarse caer sobre ellos a tiempo que con la faena de la marcha y del peso de las cargas se hallasen con menos bríos. Aprobada por los capitanes la idea, aunque los romanos presentaron la batalla, ellos se mantuvieron dentro de las trincheras. Penetrado este designio Craso, como con el crédito adquirido en haber esperado a pie firme al enemigo, hubiese infundido temor a los contrarios y ardor a los nuestros para la pelea, clamando todos que ya no se debía dilatar un punto el asalto de las trincheras, exhortando a los suyos, conforme al deseo de todos, marchó contra ellas.

XXV. Unos se ocupaban en cegar los fosos, otros en derribar a fuerza de dardos a los que montaban las trincheras, y hasta los auxiliares, de quienes Craso fiaba poco en orden de pelear, con aprontar piedras y armas y traer céspedes para el terraplén, pasaban por combatientes. Defendíanse asimismo los enemigos con tesón y bravura, disparando a golpe seguro desde arriba, por lo que nuestros caballos, dado un giro a los reales, avisaron a Craso que hacia la puerta trasera no se veía igual diligencia y era fácil la entrada.

XXVI. Craso, exhortando a los capitanes de caballería que animasen a sus soldados prometiéndoles grandes premios, les dice lo que han de hacer. Ellos, según la orden, sacadas de nuestros reales cuatro cohortes que estaban de guardia y descansadas, conduciéndolas por un largo rodeo, para que no pudieran ser vistas del enemigo, cuando todos estaban más empeñados en la refriega, llegaron sin detención al lugar sobredicho de las trincheras; y rompiendo por ellas, ya estaban dentro cuando los enemigos pudieron caer en cuenta de lo acaecido. Los nuestros sí que, oída la vocería de aquella parte, cobrando nuevo aliento, como de ordinario acontece cuando se espera la victoria, comenzaron con mayor denuedo a batir los enemigos, que acordonados por todas partes y perdida toda esperanza, se arrojaban de las trincheras abajo por escaparse. Mas perseguidos de la caballería por aquellas espaciosas llanuras, de cincuenta mil hombres, venidos, según constaba, de Aquitania y Cantabria, apenas dejó con vida la cuarta parte, y ya muy de noche se retiró a los cuarteles.

XXVII. A la nueva de esta batalla, la mayor parte de Aquitania se rindió a Craso, enviándole rehenes espontáneamente, como fueron los tarbelos, los bigorreses, los precíanos, vocates, tarusates, elusates, garites, los de Aux y Carona, sibutsates y cocosates. (69) Solas algunas naciones más remotas, confiadas en la inmediación del invierno, dejaron de hacerlo.

XXVIII. César casi por entonces, aunque va el estío se acababa, sin embargo, viendo que después de sosegada toda la Galia, solos los merinos y menapios se mantenían rebeldes, sin haber tratado con él nunca de paz, pareciéndole ser negocio de pocos días esta guerra, marchó contra ellos. Éstos habían determinado hacerla siguiendo muy diverso plan que los otros galos, porque considerando cómo habían de ser destruidas y sojuzgadas naciones muy poderosas que se aventuraron a pelear, teniendo ellos alrededor grandes bosques y lagunas, trasladáronse a ellas con todos sus haberes. Llegado César a la entrada de los bosques, y empezando a fortificarse, sin que por entonces apareciese enemigo alguno, cuando nuestra gente andaba esparcida en los trabajos, de repente se dispararon por todas las partes de la selva y echáronse sobre ella. Los soldados tomaron al punto las armas, y los rebatieron matando a muchos aunque, por querer seguirlos, entre las breñas» perdieron tal cual de los suyos. XXIX. Los días siguientes empleó César en rozar el bosque, formando de la leña cortada bardas opuestas al enemigo por las dos bandas, a fin de que por ninguna pudiesen asaltar a los soldados cuando estuvieran descuidados y sin armas. De este modo, avanzando en poco tiempo gran trecho con presteza increíble; tanto que ya los nuestros iban a tomar sus ganados y la zaga del bagaje, emboscándose ellos en lo más fragoso de las selvas, sobrevinieron temporales tan recios, que fue necesario interrumpir la obra, pues no podían ya los soldados guarecerse por las continuas lluvias en las tiendas. Así que, talados sus campos, quemadas las aldeas y caseríos, César retiró su ejército, alojándolo en cuarteles de invierno, repartido por los aulercos, lisienses y demás naciones que acababan de hacer la guerra.

Notas

57 El alto y el bajo Valois.

58 Martigny.

59 Cuatro solían ser las de los reales: la Praetoria, en el frente de ellos, donde se alojaba el general; la Decumana, al lado opuesto, en las espaldas; la Principal por donde solían entrar y salir los oficiales de la plana mayor; la Quintana por donde se introducían las provisiones. La Decumana que se llama trasera o d« socorro, tenía también los nombres extraordinaria, quaest. eria.

60 Las naves romanas no sallan, en efecto del Mediterráneo.

61 Los de Quimpercorentin, Coutance y Lisieux.

62 César: pedalibus in latitudinem trabibus: entiéndese que quiere decir que las vigas tenían un pie de grosor y otro de anchura, esto es, tanto de tabla como de canto, sin hablar del largo que vendrían a tener. 63 Esto es desde las diez de la mañana. Se sabe que los romanos dividían el día en doce horas,

empegando a las seis de la mañana o desde que sale el Sol hasta que se pone; por consiguiente la noche en otras doce horas, a contar desde su puesta ante su salida, las cuales eran ya mayores, ya menores, según las estaciones del año. 64 En el tiempo de la guerra de Sertorio.

65Territorio de Gascuña.

66 Esta casta de gentes, que se consagraban a su capitán con las veras que escribe César, no sólo se conoció en la Galia, mas también en Grecia, Germania y España.

67 Se ha repetido en la versión este trozo de periodo, porque a causa del paréntesis interpuesto también César lo repitió en el texto: tal es el estilo de los historiadores, que para anudar el hilo roto de la historia, repiten en gracia del lector y por amor de la claridad el principio de la cláusula, y aun del capitulo pendiente.

68 Los de Aire y Bazas.

69 Los de Bayona, Bigorra. Bearne, Bazas, Aire, Armañac, Condado de Gaure, Ausch. Burdeos, Leitoure y Dax.

NOTAS DE NAPOLEÓN AL LIBRO III

  1. No puede menos de abominarse la conducta observada por César con el Senado de Vannes. Estos pueblos no se habían sublevado; habían entregado rehenes; habían hecho promesa de mantenerse al margen de toda contienda; pero estaban en posesión de su libertad y de todos sus derechos. Habían dado, ciertamente, motivos a César para hacerles la guerra, pero no para violar el derecho de gentes ni para abusar de la victoria de manera tan atroz. Esta conducta no era justa y menos aún política, porque tales medios nunca conducen a nada práctico y sólo se consigue con ellos exasperar y sublevar a los pueblos. El castigo de algunos jefes es todo lo que autorizan la política y la justicia; el buen trato a los prisioneros es una de las reglas importantes que se deben observar. Cap. XVI.
  2. La Bretaña, esta provincia tan grande y tan difícil, se sometió sin oponer una resistencia proporcionada a su poder. Lo mismo sucedió con la Aquitania y la baja Normandia; esto se debió a causas que es imposible apreciar o determinar con exactitud, aunque no sea difícil ver que la principal consistió en el espíritu de aislamiento y de localismo que caracterizaba a los pueblos, de la Galia. En esa época carecían de sentimiento de nación y hasta de provincia, viviendo dominados por un espíritu de ciudad. Es el mismo espíritu que forjó después las cadenas de Italia. Nada hay más opuesto al espíritu nacional, a las ideas generales de libertad, que el espíritu particular de familia o de caserío. De estas divisiones resultaba además que los galos no poseían ningún ejército regular permanente experimentado, y por consiguiente, ningún arte ni ciencia militar. Por esto, si la gloria de César estuviese sólo cimentada sobre la conquista de las Galias, podría dudarse de su legitimidad. Toda nación que no tenga en cuenta la importancia de un ejército regular permanentemente en pie y que se confie a los reclutamientos o a milicias nacionales, correrá la suerte de los galos, sin alcanzar siquiera la gloria de oponer una resistencia igual, consecuencia del estado salvaje en que se vivía y del terreno, cubierto d« selvas, de marismas, de hondonadas y sin caminos, lo que le hacia difícil a la conquista y fácil a la defensa. Cap. XXVII.