Historias, Polibio – Libro undécimo

Historias, por Polibio de Megalópolis - Tomo II - Libro 11. Obra pionera de la Historia universal escrita alrededor del año 140 a.C.

Historias

Polibio de Megalópolis

Las Historias, también llamadas Historia universal bajo la República romana, es la obra máxima del historiador griego Polibio de Megalópolis (203 – 120 a. C.). Junto a Tucídides, Polibio fue uno de los primeros historiadores en escribir sobre sucesos históricos como un fenómeno meramente humano, ignorando el accionar de los dioses. Las Historias son un trabajo pionero de la Historia universal, abarcando los acontecimientos ocurridos en los pueblos mediterráneos entre el año 264 a.C. hasta el año 146 a.C. (y más específicamente entre los años 220 a.C. a 167 a.C.). Exactamente el período en el cual Roma derrota a Cartago y se vuelve una potencia marítima y militar en el Mediterráneo. La obra, que fue preservada a lo largo de los siglos en una biblioteca bizantina, se divide en tres tomos y cuarenta libros, algunos de los cuales han llegado incompletos hasta nuestros días.

Historias

Tomo I (Libros 1 a 4)

Tomo II (Libros 5 a 14)
Libro 5Libro 6Libro 7Libro 8Libro 9Libro 10Libro 11Libro 12Libro 13Libro 14

Tomo III (Libros 15 a 40)

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Libro undécimo

Capítulo primero

Penetración de Asdrúbal, hermano de Aníbal, con su ejército en Italia.- Victoria que sobre él obtienen los romanos.- Completa derrota de este general.- Magnanimidad con que se porta en el combate, conforme en todo a sus anteriores acciones.- Consideración de Polibio acerca de este suceso.- Diversidad de efectos en Roma con la noticia de la victoria.

No hallando Asdrúbal en nada de esto cosa que le satisficiese (208 años antes de J. C.), y viendo por otra parte que no admitían dilación los negocios, porque los enemigos formados en batalla venían avanzando, se vio forzado a ordenar sus españoles y los galos que le acompañaban. Situó al frente los diez elefantes que tenía, aumentó el fondo de sus líneas para que todo el ejército ocupase un corto espacio, y puesto él en el centro de la formación detrás de las fieras, atacó la izquierda del enemigo, decidido a vencer o morir en esta jornada. Livio se adelantó fiero al enemigo, y trabada la acción con toda su gente, peleó con denuedo. Claudio, que mandaba el ala derecha, ni podía pasar adelante ni rodear al enemigo por la espalda, sirviendo de obstáculo la desigualdad del terreno, en la cual fiado Asdrúbal había empezado el ataque por la izquierda. Le tenía inquieto esta inacción, cuando el lance mismo le advirtió lo que tenía que hacer. Toma sus gentes del ala derecha, da un rodeo por detrás del campo de batalla, y puesto de parte allá de la izquierda del ejército romano, ataca en flanco a los cartagineses que peleaban sobre sus fieras. Hasta entonces estuvo dudosa la victoria. Se peleaba en competencia por ambas partes, porque ni a unos ni a otros quedaba esperanza de vida, si eran vencidos. Los elefantes prestaban igual servicio a unos que a otros, porque cogidos entre los dos ejércitos y acribillados de saetas, confundían ya las líneas de los romanos, ya las de los españoles. Pero lo mismo fue carear Claudio por la espalda, que perder la acción el equilibrio. Atacados los españoles por detrás y por delante, los más quedaron sobre el campo mismo de batalla. De los elefantes, seis fueron muertos con sus conductores, y los cuatro restantes, que habían roto las líneas, fueron capturados después solos y desamparados de los indios que los gobernaban. Asdrúbal, tanto antes como ahora en el último trance de su vida, se portó como bueno, y perdió la vida en el combate. Pero no es razón que dejemos de hacer el elogio de un tan grande hombre.

Ya hemos dicho antes que fue hermano natural de Aníbal, y que éste, al partir para Italia, le encargó el gobierno de España. Hemos visto también cuántas batallas haya dado a los romanos, con cuántas y cuán diversas dificultades haya tenido que luchar por causa de los jefes que de cuando en cuando enviaba Cartago a España, cómo en todas estas revueltas se portó siempre como digno hijo de Barca, y cómo sobrellevó con firmeza y generosidad todos los reveses y menoscabos. Ahora sólo hablaremos de sus últimos combates, en los cuales a mi entender merece principalmente que se pare la consideración y se procure imitarle. Se ve que los más de los generales y reyes cuando entran en una batalla general, únicamente se proponen la gloria y utilidad que lograrán ganada la victoria, y sólo paran la atención y echan cuenta cómo se portarán con cada uno, caso que las cosas salgan según sus deseos; pero jamás se les ponen por delante las derrotas, ni extienden la consideración a cómo se conducirán y qué harán en un revés de la fortuna; y esto, porque lo uno se presenta por sí mismo, y lo otro pide mucha previsión. Por eso los más por esta falta de reflexión y este no contar con las desgracias, han sufrido ignominiosos descalabros a pesar del valor de sus soldados, han echado un borrón a sus anteriores acciones, y han sacado un oprobio para el resto de sus días. Es fácil convencerse de que muchos generales han sido víctimas de este descuido, y que en esta previsión consiste principalmente la diferencia que va de hombre a hombre. La edad pasada nos presenta innumerables ejemplos de iguales casos.

Asdrúbal, por el contrario, mientras tuvo probables esperanzas de poder hacer alguna cosa digna de sus primeras expediciones, de nada cuidó más en los combates que de su propia conservación; pero cuando ya, falto de todo recurso para el futuro, le tuvo la fortuna encerrado en el último apuro, sin omitir cosa, sea en los aprestos, sea en la misma batalla, que pudiese contribuir a la victoria, no dejó por eso de premeditar, caso que fuese vencido, cómo se avendría con la adversa fortuna, sin sufrir cosa que deshonrase la vida pasada. Se ha dicho esto en gracia de los que gobiernan ejércitos, para que ni desmientan las esperanzas de los que están fiados a su cargo, por exponerse temerariamente, ni a la derrota añadan la infamia e ignominia por demasiado amor a la vida.

Los romanos, después de obtenida la victoria, saquearon al momento el real enemigo, degollaron como a víctimas a incontables galos, que la borrachera tenía tendidos en sus cañizos, y recogieron el restante despojo de los prisioneros, de cuya venta entraron en el erario más de trescientos talentos. Murieron de los cartagineses no menos de diez mil, contando los galos, y de los romanos alrededor de dos mil. Se hicieron prisioneros algunos principales cartagineses; los demás fueron pasados a cuchillo.

Llegada a Roma la noticia, al principio no se dio crédito, por lo mismo que se deseaba tanto. Pero después que con la venida de muchos se supo no sólo la victoria, sino sus circunstancias, toda la ciudad se dejó llevar de un gozo inmoderado, todo lugar sagrado fue adornado, todo templo lleno de tortas y víctimas, y, en una palabra, se concibió tan buen ánimo y confianza, que se creyó que Aníbal, a quien hasta entonces se había temido tanto, ya no estaba dentro de Italia.


Capítulo II

Avance de Filipo hacia los pantanos de Triconida.- Sus sacrílegos saqueos.

Filipo, en su avance hacia los pantanos de Triconida, llegó a Therme, en cuya ciudad se elevaba un templo dedicado a Apolo, y saqueó todas las sagradas ofrendas que había respetado en la primera invasión, dominándole, como en otras ocasiones, la violencia de su carácter. Dejarse arrebatar por el odio a los hombres hasta ser sacrílego con los dioses, es la prueba más segura de colmo de demencia.


Capítulo III

Ellopium y Phytoeum.

Ellopium, ciudad de Etolia…

Phytoeum, ciudad de Etolia…


Capítulo IV

Embajadores del rey Ptolomeo, de Rodas, de Bizancio y de otras ciudades a los etolios.- Discurso que uno de éstos les hace, en nombre de toda la Grecia, para que desistan de la guerra contra Filipo, acuerden la paz, y se prevengan de los consejos de los romanos.- Ratificación de los embajadores de Filipo sobre los finales que sobrevendrían en el futuro a la Grecia.

«Los hechos mismos, varones etolios, están manifestando, en mi opinión, que ni el rey Ptolomeo, ni Rodas, ni Bizancio, ni Chío, ni Mitilene miran con indiferencia vuestra amistad. No es esta la vez primera ni la segunda que os hemos hablado sobre la paz. Por el contrario, desde que emprendisteis la guerra siempre os hemos estado instando, sin dejar perder ocasión de recordaros esto mismo, atentos por ahora a la ruina próxima de vos y de los macedonios, y deseosos para el futuro de remediar con tiempo los males que amenazan a vuestra patria y al resto de la Grecia. Así como ocurre en el fuego, que si una vez llega a prender en materia combustible, ya no es posible evitar su efecto, sino que a medida que sopla el viento y se enciende la materia que sirve de pábulo, va tomando cuerpo, y frecuentemente el mismo autor viene a ser sin saber cómo el primero que prueba su violencia; lo mismo sucede en la guerra: una vez encendida, las primeras víctimas son los mismos que la han suscitado, de allí pasa a asolar sin motivo cuanto encuentra, y como si cobrara siempre nuevas fuerzas, va creciendo con la necesidad de los pueblos contiguos, a manera de si le soplara el viento. En esto supuesto figuraos, varones etolios, que presentes todos los griegos, tanto insulares como habitantes del Asia, os ruegan que abracéis la paz y depongáis la guerra, pues también a ellos ha cundido el daño, y que os piden que toméis mejor acuerdo y creáis sus consejos. Porque si sólo hicierais una guerra perjudicial (en el supuesto de que rara es la que no lo sea), pero por otra parte os fuera gloriosa, tanto en el motivo que dio a ella principio como en el honor que os resultaría después de su terminación, ya entonces se os pudiera perdonar una emulación tan laudable; pero si es la más vergonzosa de todas, si os cubre de infamia y atrae la execración de todos, ¿pide acaso madura reflexión el asunto? Diré francamente lo que siento; y vosotros, si sois cuerdos, recibiréis con paciencia mis palabras. Pues más importante es un oprobio en tiempo que os salve del peligro, que una lisonja que después os pierda, y envuelva a toda la Grecia en vuestra ruina.

»Ved ahora el error en que estáis. Decís que mantenéis la guerra contra Filipo, para que los griegos no le presten vasallaje; pero con esta guerra esclavizáis y arruináis la Grecia. Esto es exactamente lo que contienen los tratados que habéis concertado con los romanos, tratados que existentes antes únicamente en los archivos, ahora vemos puestos en ejecución; tratados que si escritos sólo os cubrían de ignominia, practicados ahora la hacen pública a todo el mundo. Por otra parte, Filipo aquí no es más que una ilusión y vano pretexto de la guerra, pues que a él no se le sigue perjuicio, mientras que recae todo el daño sobre sus aliados, los pueblos de la mayor parte del Peloponeso, los beocios, eubeos, focenses, locros, tesalos y epirotas. He aquí una de sus condiciones: Que los hombres y muebles pertenecerán a los romanos, y que las ciudades y tierras serán para los etolios. Vosotros, después de tomada una plaza, no sufriréis que se ultraje a hombres libres, ni prenderéis fuego a las ciudades, porque creeréis que esto es una crueldad y acción propia de bárbaros; pues con todo habéis terminado un tal tratado, que abandona a los bárbaros el resto de la Grecia, y la entrega a las afrentas y ultrajes más vergonzosos. Hasta aquí nadie sabía estos vuestros propósitos, pero ahora con lo que acaba de ocurrir a los oritas y a los infelices eginetas, los ha visto todo el mundo; tomando adrede la fortuna por su cuenta representar en público teatro vuestra imprudencia. Tales han sido los principios y sucesos que hasta aquí han pasado de la guerra; ahora, si todo corresponde a vuestros deseos, ¿qué debemos esperar de su conclusión, sino que será el origen de los mayores males para toda la Grecia?

Efectivamente, al punto que los romanos se desembaracen de la guerra que tienen en Italia (lo que se verificará bien pronto, estando como está Aníbal encerrado en un rincón del Abruzo), no hay duda que atacarán después la Grecia con todas sus fuerzas, en la apariencia para auxiliaros contra Filipo, pero en la realidad para someterla toda a su dominación. Una vez dueños de ella, si nos tratan con benignidad, para ellos será todo el lauro y reconocimiento; y si nos tratan con rigor, todos los despojos de los muertos y el haber de los vivos vendrá a su poder. Entonces vosotros llamaréis a los dioses por testigos, cuando ni los dioses querrán, ni los hombres podrán daros socorro. Debierais haber previsto desde el principio todos estos males, esto os hubiera tenido mucha cuenta, pero pues que muchas cosas futuras se escapan a la comprensión humana, ahora os estaría bien que, infiriendo lo que ocurrirá por lo que pasa, tomaseis mejor acuerdo en lo porvenir. Nosotros no hemos dejado de decir o hacer cuanto correspondía a verdaderos amigos sobre el estado presente, y os hemos dicho con libertad nuestro sentir sobre el futuro. Sólo resta suplicaros y exhortaros que no perjudiquéis la libertad y salud de vosotros mismos ni la del resto de la Grecia.»

Visto que este discurso había hecho alguna impresión sobre el espíritu de muchos, se ordenó entrar a los embajadores de Filipo, quienes en pocas palabras manifestaron que tenían dos órdenes de su soberano: la una para admitir con gusto la paz si los etolios la deseaban; y cuando no, otra para retirarse, poniendo por testigos a los dioses y a los embajadores que allí se hallaban, de que no se debía atribuir a Filipo, sino a los etolios, la causa de lo que después sucediese a la Grecia.


Capítulo V

La dignidad castrense y los aqueos.

Existen ciertamente tres medios para ser dignos del cargo de general los que por su razón y juicio lo obtienen. Es el primero la lectura de la historia y la sabiduría que con ello se adquiere; el segundo, los preceptos de los hombres hábiles en el arte del mando; el tercero, la costumbre y experiencia propias. Los jefes de los aqueos ignoraban en absoluto todos estos conocimientos.

Así emulados por el fausto e intemperancia de otros, la mayor parte de los soldados afectaban cuidadoso esmero en elegir su vestido y amistades, y con frecuencia empleaban en su persona y traje un lujo superior a su fortuna; pero a las armas ninguna atención prestaban.


Capítulo VI

Actitud equivocada de muchos hombres.

En verdad la mayoría de los hombres no procura imitar los actos serios de los personajes, sino sus niñerías, y de esta suerte exponen a los ojos del mundo su ligereza.


Capítulo VII

El adorno y resplandor de las armas sirve de espanto al enemigo.- Los aqueos, persuadidos por Filopemen, sustituyen el esplendor de las armas en vez del esmero que antes ponían en los vestidos.- Batalla campal de Machanidas contra Filopemen.- Ventaja que el tirano obtiene al principio.- Derrota y muerte que sufre más tarde por el inmoderado deseo de vencer.

Decía Filopemen, mucho contribuye el brillo de las armas para aterrar al enemigo, y mucho importa para el servicio el que estén bien construidas. Por eso sería sumamente conveniente que el cuidado que ahora se pone en los trajes, se pusiese en las armas; y por el contrario, el descuido que ha habido hasta aquí en las armas, se trasladase a los vestidos. De esta forma ahorrarían los particulares muchos gastos a su casa, y podrían subvenir mejor a los públicos del Estado. En este supuesto conviene que el que ha de salir a una expedición o a una campaña, cuando se vaya a poner las botas repare si le están bien ajustadas y más brillantes que los zapatos y calzas; y que cuando tome el escudo, el peto o el morrión, examine si estos arneses están más limpios y aseados que su capote y su túnica. Porque una nación que aprecia más el bien parecer que las cosas útiles, bien da a conocer por sí misma lo que hará en una batalla. En una palabra, les pedía se persuadiesen a que la nimiedad en el vestido es propia de mujeres, y de mujeres no muy recatadas; pero el coste y brillantez en las armas conviene a hombres buenos, que se proponen defender su propia gloria y la de la patria. Todos los que se hallaban presentes aprobaron lo que decía Filopemen, y aplaudieron la prudencia del que les exhortaba; de suerte que lo mismo fue salir del consejo, se tildaba con el dedo a los nimiamente adornados, y se llegó a echar a algunos de la plaza. Pero donde mejor se observó esta reforma fue en las expediciones y campañas.

Tanto puede una palabra dicha a tiempo por un hombre de autoridad, que a voces no sólo nos retrae del vicio, sino que nos impele a la virtud; sobre todo si la vida particular del que aconseja corresponde a las palabras, porque entonces no pueden menos de tener el mayor imperio sus persuasiones. Éste era precisamente el carácter de Filopemen, sencillo en el vestir, parco en la comida, moderado en el culto de su persona, comedido y nada mordaz en las conversaciones. Su principal preocupación durante toda la vida fue decir siempre verdad. Por eso, la menor palabra que profiriera, aunque fuese por incidencia, se le daba el mayor crédito. Como en todas partes presentaba por modelo su conducta, necesitaba pocas razones para persuadir a los oyentes. Y así, pocas palabras, junto a la autoridad y peso de sus consejos, bastaban muchas veces para destruir los más largos y al parecer más bien fundados razonamientos de sus antagonistas en el gobierno.

Finalizada la asamblea, todos se retiraron a sus ciudades, sumamente gozosos con lo que habían oído al pretor, y persuadidos a que mientras él estuviese al frente de los negocios, no ocurriría cosa adversa a la República. Filopemen partió sin demora para las ciudades, para visitarlas con mucha prolijidad y cuidado. En cada una reunía al pueblo y le ordenaba… lo que había de hacer. Por último, después de haber empleado ocho meses no completos en aprestar y disciplinar sus tropas, reunió un ejército en Mantinea para defender contra Machanidas la libertad de todo el Peloponeso.

Machanidas, que confiaba mucho en sus fuerzas, creyó que aquella expedición de los aqueos le venía muy a cuento. Y así, lo mismo fue saber que los contrarios se habían congregado en Mantinea, que exhortados sus lacedemonios en Tejea, conforme lo pedían las circunstancias, dirigirse allá al día siguiente al rayar el día. Conducía él mismo el ala derecha de la falange, a uno y otro costado iban en la misma línea de la vanguardia los soldados mercenarios, y detrás se seguían los carros cargados de multitud de catapultas y dardos. Al mismo tiempo Filopemen sacó su ejército de Mantinea, dividido en tres trozos. Los ilirios, los coraceros, todos los extranjeros y la infantería ligera salieron por la puerta que conduce al templo de Neptuno: la falange por la que seguía después hacia el Occidente, y la caballería urbana por la contigua a ésta. Lo primero que hizo fue ocupar con la infantería ligera una colina bastante elevada frente a la ciudad, que dominaba el camino llamado Jenis y el templo de Neptuno, situar en su proximidad los coraceros mirando al Mediodía, y junto a éstos colocar los ¡lirios. Detrás de estas tropas estaba formada la falange sobre una línea recta, y dividida de trecho en trecho por cohortes a todo lo largo del foso que por medio de los campos de Mantinea se dirige al templo de Neptuno y llega hasta los montes que limitan con el país de los elisfasios. No lejos de la falange, sobre el ala derecha, formaba la caballería aquea al mando de Aristeneto el Dimeo, y él ocupaba la izquierda con todos los extranjeros, cuyas líneas estaban sin intervalos. Una vez que llegó la hora del combate y los enemigos estuvieron a tiro, Filopemen recorrió los intervalos de la falange alentándola con palabras, pocas por cierto, pero eficaces para el caso. La mayor parte de lo que dijo no se le entendió, porque el afecto y confianza que en él tenía el soldado, hizo concebir tal ardor y excitó tal alegría en las tropas, que como impelidas de una especie de entusiasmo, animaban por el contrario ellas a su general, y le pedían las llevase al enemigo. En resumen, todo lo que se esforzaba hacerlas entender, siempre que podía, era que había llegado el caso que iba a decidir, o de una abominable y vergonzosa servidumbre, o de una libertad gloriosa y memorable para siempre. Machanidas, al principio simulaba querer atacar el ala derecha del contrario, puesta a lo largo su falange; pero cuando estuvo próximo y a una distancia proporcionada, hizo doblar hacia la derecha sus tropas, y prolongando su derecha hasta darle un frente igual a la izquierda de los aqueos, situó las catapultas de trecho en trecho delante de todo el ejército. Filopemen conoció bien que su intención era disparar piedras con las catapultas sobre las cohortes de la falange, e incomodada ésta, provocar la confusión en todo el ejército. Por eso, sin darle tiempo ni lugar, ordenó empezar la acción con vigor por los tarentinos hacia el templo de Neptuno, sitio llano y cómodo para maniobrar la caballería. A la vista de esto, Machanidas tuvo que hacer lo mismo y destacar allá sus tarentinos.

Así fue que al principio se trabó el combate con vigor por sólo estas gentes; pero acudiendo poco a poco la infantería ligera a sostener los que peligraban, en breve tiempo se vio empeñada toda la tropa extranjera de una y otra parte. Como se peleaba de cerca y de hombre a hombre, la batalla estuvo por largo tiempo tan dudosa, que ni el resto de las tropas que estaba esperando el evento podía distinguir hacia qué lado iba a parar el polvo, porque los combatientes se habían separado mucho… de los puestos que habían ocupado al principio. Pero al fin prevalecieron los extranjeros del tirano, que eran más en número y tenían más aptitud en el manejo de las armas. Con razón ocurrió esto entonces, y es muy regular que siempre así ocurra. Porque cuanto exceden en las batallas campales los soldados de una República a los que obedecen a un tirano, otro tanto sobrepujan y son superiores las tropas que ganan sueldo de los tiranos respecto de las que se ponen al servicio de las repúblicas. La razón de esto es, porque así como las tropas naturales de una República pelean por la libertad, y las de un tirano por afirmar más su servidumbre, así también las extranjeras de una República se animan únicamente por el sueldo pactado, en vez de que las de un tirano se obstinan por el daño manifiesto que se les sigue. Porque una República, después de deshechos los que maquinaban contra su libertad, ya no se sirve de extranjeros para conservarla; pero un tirano, cuanto más ambicioso, tantas más tropas extranjeras necesita; porque cuantas más injusticias hace, tantos más insidiadores tiene contra su vida. La seguridad de los tiranos estriba por lo común en el afecto y poder de la tropa extranjera.

Así sucedió entonces, que la tropa extranjera de Machanidas luchó con tanta obstinación y valentía, que ni los ilirios ni los coraceros que entraron a sostener los extranjeros pudieron sufrir su ímpetu, sino que arrollados todos, emprendieron la huída de tropel hacia Mantinea, que distaba de allí siete estadios. En esta ocasión todo el mundo vio probada con evidencia aquella máxima tan controvertida por algunos, que los más de los sucesos de la guerra… provienen de la pericia o impericia de los generales. No hay duda que es grande habilidad, después de bien iniciada una acción, hacer que corresponda el éxito; pero mayor lo es aún después de haber tenido lo peor en el primer encuentro, estar sobre sí, advertir con serenidad las imprudencias del victorioso y aguardar la ocasión de sacar partido de sus defectos. Se ven frecuentemente generales que, victoriosos ya en su opinión, poco después han sido derrotados completamente; y otros que, habiendo empezado al parecer con desgracia, han sabido por su astucia hacer cambiar de aspecto las cosas y conseguir una victoria inesperada. Esto es exactamente lo que entonces sucedió a nuestros dos generales. Después de puesta en fuga la tropa extranjera de los aqueos y derrotada su ala izquierda, Machanidas, en vez de persistir en su propósito, rodear con una parte de los suyos el costado enemigo y atacar con otra de frente para intentar el éxito de la acción, todo lo contrario: sin poderse contener, y llevado del ardor juvenil, se mezcla con sus extranjeros y sigue el alcance de los que huían, como si el miedo mismo en los que una vez vuelven la espalda, no fuera bastante a hacerlos correr hasta las puertas de la ciudad.

Filopemen, por el contrario, hizo cuanto pudo para contener a sus extranjeros, y animó a los oficiales llamándolos por su nombre; pero después que los vio enteramente desalojados, no por eso se turbó ni emprendió la huida, no por eso se desalentó ni desistió de la empresa: nada menos que eso; se metió en una de las alas de la falange, y luego que el enemigo hubo dejado vacío el campo donde había sido la refriega, por seguir el alcance, ordena volver a la izquierda de las primeras cohortes de la falange, y avanza allá corriendo sin perder el orden. Ocupado rápidamente el sitio que Machanidas había abandonado, a un mismo tiempo cortó la retirada a los que perseguían los extranjeros y quedó dominando el ala de los enemigos. En este estado exhortó su falange a tener buen ánimo y permanecer allí hasta que se diese la señal de acometer unida. A Polibio ordenó que recogiese los ilirios, coraceros y extranjeros que habían quedado y emprendido la huida, que se apostase al costado de la falange y observase con vigilancia la vuelta de los que habían marchado al alcance. Los lacedemonios, engreídos con la ventaja de su infantería ligera, avanzan sin esperar orden contra los aqueos, puestas en ristre sus lanzas. Cuando ya estuvieron junto al borde del foso, sea que estando ya tocando con los contrarios no era tiempo de cambiar de resolución, sea que para ellos fuese objeto de desprecio un foso de fácil bajada, sin gota de agua y sin ninguna maleza, lo cierto es que ellos se arrojaron por él sin reflexión ni reparo.

Filopemen, lo mismo fue presentársele la ocasión de obrar con ventaja que ya de mucho antes tenía prevista, ordena a la falange enristrar las lanzas y cerrar contra el enemigo. Efectuado el ataque a un tiempo y con gritos espantables, muchos lacedemonios que al bajar al foso habían perdido la formación, emprendieron la huída por temor al enemigo que los oprimía desde arriba. Una gran parte quedó muerta en el mismo foso, unos a manos de los aqueos y otros por los suyos propios. Este suceso no se debe atribuir al azar u ocasión, sino a la penetración del general. Porque Filopemen desde el principio se había cubierto con el foso, no por evitar el combate, como algunos se imaginaban, sino porque como buen capitán había reflexionado atentamente que si llegado Machanidas hacía pasar el foso a sus tropas sin haberle antes reconocido, sucedería precisamente a su falange lo que hemos dicho y entonces acreditó la experiencia; y si, conocida la dificultad de salvarlo, se arrepentía, y por miedo rompía el orden de batalla, se acreditaría de poco experimentado, por haber dado la victoria al enemigo sin combate general, y haber sacado para sí solo la ignonimia. En este error ya han caído otros muchos generales, los cuales después de formados en batalla, no creyéndose con fuerzas bastantes para contrarrestar al enemigo, unos por el ventajoso terreno que ocupaba, otros por el número de tropas que tenía, y otros por otras causas, poco peritos en el arte militar, han deshecho el orden de batalla, en la opinión de que vencerían fiados en su retaguardia, o que se alejarían del enemigo sin peligro; falta la más vergonzosa… que puede cometer un general.

Pero a Filopemen todo le salió como tenía previsto, porque los lacedemonios huyeron a banderas desplegadas. Viendo entonces a su falange victoriosa, y que todo le salía a medida del deseo, acudió a lo que le faltaba por coronar la acción, esto es, a no dejar escapar al tirano. Informado de que se hallaba con sus extranjeros en aquel paraje del foso que está enfrente de la ciudad, neciamente empeñado en seguir el alcance, y cerrado el camino de volver a los suyos, se puso a esperarle. Machanidas, a la vuelta de la persecución, advirtió que su ejército huía, y conociendo entonces el error que había hecho y que todo lo había perdido, ordenó en forma de cuña a los extranjeros que con él estaban, e intentó así estrechado atravesar por medio de los enemigos, que desmandados andaban siguiendo el alcance. Al principio se le unieron algunos, en la opinión de que así salvarían la vida. Pero cuando ya cerca advirtieron que los aqueos guardaban el puente del foso, entonces desanimados le abandonaron, y cada uno cuidó de salvarse como pudo. A este momento el tirano, desesperanzado de atravesar el puente, echó a correr a lo largo del foso, para buscar con diligencia algún paraje.

Filopemen conoció a Machanidas en la púrpura y en el jaez del caballo, y dejando a Anaxidamo con orden de custodiar el puente con cuidado y no dar cuartel a ningún extranjero, pues por ellos se aumentaba cada día más la tiranía en Esparta, él con Polieno el Cipariense y Simias, entonces sus confidentes, atraviesa al otro lado del foso y va costeando de frente al tirano y otros dos que le acompañaban, Anaxidamo y un extranjero, para impedirles el paso. Lo mismo fue hallar Machanidas un paraje cómodo para pasar, que metiendo espuelas al caballo, hacerle dar un brinco y saltar del otro lado. Pero a este tiempo, encarándose a él Filopemen, le da un bote de lanza, y volviéndole a segundar de rebote otro golpe con la asta, mata al tirano. Lo mismo hicieron con Anaxidamo los que acompañaban a Filopemen; el tercero, desesperanzado de poder pasar, emprendió la huida, mientras mataban a los otros dos. Después de lo cual, Simias despojó los dos muertos, y quitando las armas y la cabeza al tirano, se dirigió corriendo a enseñársela a las tropas que perseguían al enemigo, para que, cercioradas de su muerte, siguiesen sin recelo y con más confianza el alcance de los contrarios hasta Tejea. Esto contribuyó tanto a inspirar ardor en los soldados, que se apoderaron de rebato de esta ciudad, y dueños ya de la campiña sin disputa, acamparon al día siguiente en las márgenes del Eurotas. Así los aqueos, que después de mucho tiempo no habían podido arrojar al enemigo de su país, talaban entonces impunemente toda la Laconia. De éstos murió poca gente en la batalla; pero de los lacedemonios quedaron sobre el campo lo que menos cuatro mil, sin contar muchos más que fueron hechos prisioneros, y sin el bagaje todo y las armas, de que también se apoderaron.


Capítulo VIII

Alabanza de Aníbal y consideración de Polibio acerca de la disciplina de sus tropas en los campamentos.

Ciertamente no se puede por menos de admirar el talento, el valor y la pericia de Aníbal en acamparse, al considerar el número de años que mantuvo la guerra, las batallas generales y particulares que dio, los sitios de plaza que puso, las ruinas de ciudades que ocasionó, las difíciles coyunturas en que se vio, y, en fin, el cúmulo de propósitos y operaciones que excogitó en el espacio de dieciséis años continuos que llevó las armas contra los romanos dentro de Italia, sin dejar de tener jamás sus tropas a campo raso. Ni se puede dejar de aplaudir el que, como sabio gobernador, supiese mantener obedientes y observar tan exacta disciplina a sus tropas, que jamás se excitase alboroto ni entre sí mis-mas ni contra su persona. No obstante que su ejército se componía, no digo de una nación, sino de un conjunto de pueblos, africanos, españoles, celtas, fenicios, italianos y griegos, entre quienes no mediaba ley, costumbre, lenguaje u otro vínculo de naturaleza; con todo, su astucia hizo que tantas y tan diversas naciones se redujeran al mandato de un solo jefe y obedeciesen a una sola voluntad; y eso que no le fue siempre una misma la fortuna, pues aunque muchas veces le sopló favorable, algunas la tuvo adversa. A la vista de esto, con justa razón aplaudirá cualquiera la habilidad de Aníbal en el arte de la guerra, y podrá proferir sin reparo, que si después de haber empezado sus expediciones en las otras partes del mundo, por remate hubiera ido a Roma, no le hubiera desmentido ninguno de sus proyectos; pero como comenzó por donde debiera haber terminado, allí tuvieron cuna y sepulcro sus empresas.


Capítulo IX

Batalla perdida por Asdrúbal, hijo de Giscón, frente a Publio Escipión.- Dos ardides que emplea este general para la victoria.- Uno con que coge desapercibido al enemigo, y otro que le inutiliza lo más escogido del ejército.

Habiendo recogido Asdrúbal sus tropas de las ciudades donde se hallaban invernando (207 años antes de J. C.), se puso en marcha, y acampó al pie de una montaña, no lejos de cierta ciudad llamada Elinga, donde bien atrincherado, tenía frente a sí una llanura cómoda para un encuentro o una batalla. Se componía su ejército de setenta mil infantes, cuatro mil caballos y treinta y dos elefantes. Escipión despachó a M. Junio Silano a Colichas para tomar las tropas que éste le tendría prevenidas, las cuales consistían en tres mil hombres de a pie y quinientos de a caballo. Todos los demás aliados se le incorporaron en el camino, conforme iba marchando a su destino. Una vez que estaba inmediato a Castulón y en las cercanías de Becula, encontró aquí a Silano con la gente que Colichas le enviaba. En este estado empezó a darle mucha inquietud la actualidad de los negocios. Por una parte las legiones romanas, sin las aliadas, no eran suficientes para dar una batalla; por otra, arriesgar un trance decisivo fiado en sus aliados, le parecía peligroso y demasiado expuesto. En esta incertidumbre estaba, cuando forzado de la necesidad decidió valerse de los españoles, de tal modo, que sólo sirviesen para aparentar al enemigo y dar la batalla con sus propias legiones. Tomada esta resolución, hizo levantar el campo a todo el ejército, que se componía de cuarenta y cinco mil infantes y cerca de tres mil caballos; y una vez que estuvo próximo y en presencia del enemigo, sentó el campo sobre unas colinas que se hallaban a su vista.

Magón, juzgando que era buena ocasión de dar sobre los romanos mientras sentaban los reales, toma la mayor parte de su caballería y a Massanisa con los númidas, y se dirige contra el campamento romano, persuadido a que hallaría a Escipión desprevenido. Pero éste, que ya de antemano tenía previsto lo que había do ocurrir, había emboscado al pie de cierta eminencia un número de caballos igual al de los cartagineses; los cuales, cargando de improviso y cuando menos se pensaba, aunque de momento hicieron volver la espalda a muchos que después fueron despeñados por sus caballos en la huida, con todo, el resto se hizo fuerte y peleó con valor. Pero al fin no pudiendo sostener la agilidad de los romanos en apearse de sus caballos, muertos muchos de ellos, tuvieron que retroceder después de alguna resistencia. Al principio se retiraron en buen orden; pero perseguidos por los romanos, abandonaron sus filas y huyeron de tropel al campamento. Este suceso aumentó el ardor de los romanos para la batalla, y desanimó a los cartagineses. Sin embargo, por espacio de algunos días después estuvieron sacando ambos generales sus tropas al medio del llano, hubo varias escaramuzas entre la caballería e infantería ligera de una y otra parte, y ensayados ya unos y otros, decidieron llegar a un combate decisivo.

Entonces Escipión se valió de dos estratagemas. Como acostumbraba a retirarse de su campamento más tarde que Asdrúbal, había observado que éste ponía los africanos en el centro y los elefantes sobre ambas alas. Él, llegado el día en que se había propuesto pelear, en vez de situar sus romanos al frente de los africanos y colocar los españoles sobre las alas, hizo todo lo contrario; formación que contribuyó infinito a los suyos para la victoria, e incomodó no poco a los enemigos. Al rayar el día dio orden por sus edecanes para que todos los tribunos y soldados comiesen, y tomadas las armas saliesen fuera del campo. Obedecida la orden rápidamente por presumirse todos lo que sería, destacó por delante la caballería e infantería ligera, para que, aproximándose al campamento contrario, escaramucease con vigor. Él, con la infantería, avanzó al salir el sol, y puesto en medio de la llanura, ordenó sus haces al contrario que antes, situando a los españoles en el centro y a los romanos sobre las alas. Como la caballería se aproximó de improviso al real enemigo, y el demás ejército se presentó formado a su vista, los cartagineses apenas tuvieron tiempo para tomar las armas. De suerte que Asdrúbal, desprevenido, se vio forzado a enviar de prisa y en ayunas su caballería y los armados a la ligera contra la caballería romana, y entretanto ordenar su infantería cerca del pie de la montaña, en aquel mismo sitio que tenía por costumbre. Hasta cierto tiempo estuvieron quietas las legiones romanas; pero una vez que fue entrado el día, como la refriega de los armados a la ligera estuviese dudosa e indecisa, porque a medida que eran oprimidos se retiraban a sus respectivas falanges y reemplazaban otros su puesto, Escipión recogió adentro por los intervalos de las cohortes a los que escaramuceaban, y distribuidos sobre ambas alas, primero los vélites y después la caballería a espaldas de los que ya estaban formados, avanzó contra el enemigo, presentándole al principio todo el frente. Cuando ya estuvo a distancia de un estadio, ordenó a los españoles que sin perder la formación fuesen avanzando del mismo modo, y a las cohortes y manípulos del ala derecha que tornasen a la derecha, y los de la izquierda a la izquierda.

En este momento Escipión en el ala derecha, y Luc. Marcio y Mar. Junio en la izquierda, tomaron las tres primeras escuadras de caballería, los vélites, que iban siempre por delante según costumbre, y los tres primeros manípulos, lo cual todo compone una cohorte romana; y tornando aquel sobre su izquierda y éstos sobre su derecha, avanzaron en columna y se dirigieron a paso redoblado al enemigo, yéndose uniendo a los primeros con la misma conversión los que venían detrás. Ya se hallaban éstos no lejos de los contrarios, cuando los españoles, que ocupaban el frente, distaban aún un buen espacio, porque marchaban lentamente. Entonces Escipión atacó a un tiempo ambas alas cartaginesas con sus legiones romanas puestas en columna, según se había propuesto al principio. Las demás evoluciones, por las cuales los que se seguían se iban incorporando sobre una misma línea recta con los que estaban delante, y viniendo a las manos con el enemigo, parecían opuestas las unas a las otras, bien se las considerase en general de ala a ala, bien en particular de la infantería a la caballería. Porque en el ala derecha, la caballería y los armados a la ligera, conforme se iban uniendo por la derecha con los que estaban delante, procuraban extenderse para rodear al enemigo, y la infantería, por el contrario, iba entrando en formación por la izquierda: en vez de que en el ala izquierda, la infantería iba ocupando sus puestos por la derecha, y la caballería con los armados a la ligera por la izquierda. De suerte que por esta maniobra la caballería y los armados a la ligera de una y otra ala pasaron, los de la derecha a la izquierda, y los de la izquierda a la derecha. Pero no era esto lo que atraía la atención de Escipión; más cuidado le daba ver cómo podría rodear al enemigo. Y a la verdad pensaba con acierto; porque no basta saber las evoluciones si no se sabe adaptarlas al caso presente.

En esta batalla sufrieron mucho los elefantes, que asaeteados por los vélites y la caballería, y acosados por todas partes, no hacían menos daño a los amigos que a los enemigos. Porque corriendo de una parte a otra sin guía, atropellaban a los que se ponían por delante de uno y otro ejército. Por lo que hace a la tropa, ya estaban rotas las alas de los cartagineses, cuando el centro donde estaban los africanos, la flor del ejército estaba aún mano sobre mano. Porque ni podían, abandonando su puesto, acudir al socorro de las alas por temor de que no se echasen encima los españoles, ni les era dable, permaneciendo en él, contribuir en algo a la victoria, por no estar a tiro los contrarios del frente para venir a las manos. Esto no obstante, las alas, de quienes dependía por una y otra parte el éxito de la acción, se batieron con valor por algún tiempo; pero cuando el calor estuvo en su fuerza, los cartagineses, como que habían salido contra su gusto y sin tener tiempo para tomar un bocado, empezaron a desfallecer; en vez de que los romanos, superiores en fuerzas y buen ánimo, tenían por la prudencia de su jefe la especial ventaja de haber puesto en contraste la flor de los suyos… con lo más débil de los enemigos. Al principio Asdrúbal, estrechado, se fue batiendo en retirada; después, arrollado todo el ejército, se acogió al pie de la montaña; y finalmente, perseguido con viveza, huyó de tropel al campamento, de donde sin duda hubiera sido al instante desalojado si algún dios no hubiera venido en su socorro. Pero levantándose una furiosa tempestad, cayó una lluvia tan copiosa y abundante, que apenas pudieron los romanos volver a sus trincheras.


Capítulo X

Ilurgia.

Ilurgia, ciudad de España…


Capítulo XI

Avaricia de los romanos.

Así las llamas consumieron a muchos romanos que andaban en busca de plata y oro derretidos.


Capítulo XII

Grande inconveniente y embarazo en que pone a Escipión la sedición de una parte de su ejército.- Ardid de este general para hacer venir los amotinados a Cartagena y aprehender a los cabecillas.- Discurso de Escipión a los amotinados.- Perdón de la muchedumbre y castigo severo de los autores.

Aunque ya con bastante experiencia en los negocios, Escipión, sin embargo, jamás se vio más confuso y afligido que cuando supo la sedición de las tropas romanas (207 años antes de J.C.) Y con razón: porque así como entre las incomodidades del cuerpo, las exteriores, como el frío, el calor, el cansancio y las heridas, se pueden precaver antes que sucedan, y remediarse con facilidad después de ocurridas, las interiores, como los tumores y enfermedades que dentro del cuerpo se engendran, con dificultad se pueden prever, y con dificultad curar después de originadas; lo mismo se ha de juzgar de un Estado o de un ejército. Es fácil, tomándose el trabajo, prevenir y remediar los malos propósitos y guerras exteriores; pero los bandos, sediciones y alborotos que se originan dentro de un Estado es muy difícil curarlos. Esto pide una grande habilidad y maña extraordinaria. No obstante, existe un antídoto, en mi opinión adaptable a todo ejército, república o cuerpo político, y es no dejar jamás descansar los miembros por mucho tiempo ni estar mano sobre mano, sobre todo si hay prosperidad y abundancia de lo necesario. Pero Escipión, que a una singular vigilancia unía la astucia y la actividad, para remediar el daño se valió de este expediente. Reunió los tribunos, les dijo que ofreciesen a los soldados la paga de sus sueldos; y para que no se dudase de su promesa, que los impuestos con que antes contribuían las ciudades para la manutención del ejército, éstos ahora se cobrasen públicamente y con maña, a fin de que todos se persuadiesen que esta recolección se hacía para satisfacerles las pagas. Para ello quiso que los tribunos fuesen otra vez a los amotinados y los exhortasen a corregir su error y venir al general cada uno de por sí, si así lo querían, o todos juntos para cobrar sus raciones. Después de efectuado esto, dijo, el tiempo mismo dictará lo que se ha de hacer en adelante.

Tomado este arbitrio, sólo se pensó en recoger el dinero. Cuando ya supo Escipión que los tribunos habían notificado la orden que se les había dado, reunió el consejo para deliberar lo que se había de hacer. Todos estuvieron de acuerdo en que se fijase día dentro del cual compareciesen todos en Cartagena; que se perdonase a la multitud, pero que se castigase con rigor a los autores en número de treinta y cinco. Llegado el día y venidos los rebeldes para efectuar la pacificación y recibir sus sueldos. Escipión previno en secreto a los siete tribunos que antes habían mediado en el concierto que saliesen a recibirles, y repartidos los autores de la rebelión, cada uno se llevase consigo cinco, los saludasen amistosamente, les ofreciesen su casa para dormir, y aun cuando no aceptasen, al menos los convidasen para merendar o cenar con ellos. Tres días antes había ordenado a las tropas que con él estaban que hiciesen provisión para muchos días, pues tenían que ir con Silano contra Indíbilis, que había dejado el partido de Roma. Esta nueva hizo más insolentes a los rebeldes, ya que así se persuadían a que una vez marchadas las tropas dispondrían de todo a su arbitrio con el general.

Una vez que estuvieron próximos a la ciudad, intimó la orden a las tropas que se hallaban dentro a partir al día siguiente al amanecer; y a los tribunos y prefectos les previno que después que hubiesen salido enviasen por delante los primeros bagajes, pero ordenasen hacer alto a la tropa sobre las armas, la distribuyesen después por cada una de las puertas y cuidasen de que ninguno de los sediciosos saliese de la ciudad. Los tribunos que tenían el encargo de salir a recibirles, después que los encontraron trataron con mucho agasajo a los autores, y se los trajeron consigo, como estaba dispuesto. Se les había ordenado que a todos los cogiesen a un mismo tiempo, y después de cenar los atasen y custodiasen, sin dejar salir a ninguno de los que estaban dentro más que a aquel que había de llevar al general toda la noticia de lo sucedido con cada uno. Ejecutada así la orden por los tribunos, Escipión al día siguiente al amanecer, viendo a los sediciosos reunidos en la plaza, llamó a junta. Lo mismo fue hacerse la señal, que todos concurrieron según costumbre, suspensos los ánimos hasta ver al general y saber lo que ocurría. Entonces Escipión, que ya había enviado orden a los tribunos que custodiaban las puertas para traer sus tropas sobre las armas y rodear la asamblea, se presentó, y de momento todos se sorprendieron. Pues como le creían enfermo, al verle ahora de repente bueno y sano, les aterró su semblante.

En este tenor comenzó a hablarles: «No acabo de comprender qué disgustos os he dado, o qué ventajas os han ensoberbecido para intentar esta deserción. Tres son las causas por donde el hombre se lanza a rebelarse contra la patria y contra los jefes: o por tener alguna queja y sentimiento de los que le mandan, o por no estar contento con la situación actual, o por aspirar a fortuna mayor y más placentera. Pregúntoos ahora: cuál de éstas os ha movido? ¿Estabais disgustados conmigo porque no os daba vuestras raciones? Pero yo en esto no tengo la culpa; porque cuando ha estado en mi mano, nunca os ha faltado el sueldo; si alguna existe, es en Roma, que no satisface ahora lo que os está debiendo después de tanto tiempo. ¿Y será éste bastante motivo para rebelaros y tomar las armas contra la patria, que os ha criado y alimentado? ¿No valdría más que hubierais acudido a mí, o que hubierais implorado el socorro e intercesión de vuestros amigos? A mi parecer, éste era camino más acertado. Que aquellos que están a sueldo de una república extraña la abandonen, vaya enhorabuena; pero que lo hagan hombres que sostienen la guerra por sus personas, sus mujeres e hijos, éste es un crimen irremisible. Esto es como si un hijo, por creerse agraviado de su padre en punto a intereses, marchase con las armas a quitar la vida a aquel de quien él la ha recibido. Por otra parte, ¿os he mandado mayores trabajos, ni expuesto a mayores peligros que a los demás? ¿He repartido mayor parte del botín entre los otros? No me parece que os atreveréis a decir semejante cosa, y aun cuando os atrevieseis no podríais justificarlo. Pues ahora bien: ¿qué sentimiento tenéis contra mí para haberme abandonado? Esto quisiera saber, porque me parece que nada tenéis que decir ni aun pensar contra mi conducta.

»Por otra parte, el estado presente de los negocios tampoco os puede haber molestado. Porque ¿cuándo mayor prosperidad? ¿Cuándo se vio Roma con mayores ventajas? ¿Ni cuándo sus tropas con más lisonjeras esperanzas que ahora? Acaso me dirá alguno de estos desconfiados que se presentan mayores ganancias y más sólidas esperanzas entre los enemigos. ¿Y qué enemigos son éstos? ¿Son acaso Indibilis y Mandonio? Pero ¿quién no sabe que éstos se pasaron a nosotros cuando ya habían vendido a los cartagineses; y ahora, faltando a la fe del juramento, se han tornado nuestros enemigos? ¡Grande hazaña por cierto! sobre la fe de semejantes hombres haberos constituido traidores de la propia patria. Vosotros de ningún modo esperaríais llegar a apoderaros de España; porque ni unidos con Indibilis, ni obrando por sí propios, seríais capaces de hacernos frente. ¿Pues qué miras eran las vuestras? Porque deseo saberlas. ¿Era la habilidad y valor de los capitanes que ahora habéis elegido lo que fundaba vuestra confianza? ¿O los fasces y hachas que les preceden? Pero es indecoroso hablar más sobre la materia. Nada de esto es, romanos; no tenéis cosa grande ni pequeña que oponer a vuestro general ni a vuestra patria. Yo no hallo otra disculpa de que echar mano para justificaros con Roma y conmigo mismo que aquella común a todos los hombres; a saber: que toda multitud es fácil de ser seducida, que con facilidad se deja llevar a cualquier exceso, y que el pueblo y la mar son susceptibles de unas mismas impresiones. Así como ésta inocente y quieta por su naturaleza, si una vez se ve impelida por la violencia de los vientos, se porta ella con los navegantes a medida de la agitación que recibe de aquellos, del mismo modo el pueblo obra siempre con sus jefes según los cabezas y consejeros que le influyen. En este supuesto, todos los oficiales del ejército y yo os concedemos ahora el perdón y os damos nuestra palabra de no volvernos a acordar de lo pasado; pero inexorables con los autores de la rebelión, estamos resueltos a imponerles una pena condigna a la ofensa que han hecho a su patria y a nosotros mismos.»

Apenas había terminado Escipión, cuando se hizo la señal para que la tropa que rodeaba la asamblea, puesta sobre las armas, hiciese ruido con las espadas en los escudos. Inmediatamente fueron conducidos atados y desnudos los autores de la rebelión. La multitud cobró tanto miedo con la tropa que estaba alrededor y con el espectáculo que tenía a la vista, que mientras unos eran azotados con varas, y otros acogotados con hachas, ni mudó el semblante, ni profirió la más mínima palabra; por el contrario, todos quedaron inmóviles y sin chistar, aterrados con lo que sucedía. Mientras que los cabezas de la sedición, atormentados y muertos, eran arrastrados por medio de la asamblea, el general y demás oficiales iban tomando la palabra a los demás soldados de que jamás recordarían a los sediciosos lo pasado; y éstos iban jurando uno por uno, en manos de los tribunos, que obedecerían las órdenes de sus jefes y no maquinarían jamás cosa contra Roma. Así reprimió Escipión con su prudencia una rebelión que pudo ser origen de grandes males, y restableció sus tropas a su antiguo estado.


Capítulo XIII

Incursión de Escipión contra Indibilis y otros españoles que le habían abandonado.- Victoria sobre los rebeldes, con la que, terminadas las expediciones de España, regresa a Roma para recibir el triunfo.

Convocadas a junta sus tropas en la misma Cartagena (207 años antes de J. C.), Escipión hizo un discurso sobre la audacia y perfidia de Indibilis; y con las muchas razones que aportó sobre el asunto, avivó el ardor de la multitud contra este príncipe. Les hizo relación de los combates que antes habían sostenido contra los españoles y cartagineses juntos, siendo éstos quienes mandaban las armas; y que si entonces habían salido siempre vencedores, ahora que sólo tenían que pelear contra los españoles conducidos por Indibilis, no había que dudar de la victoria. Atento a esto, dijo, no he querido valerme para esta empresa del auxilio siquiera de un español, sino echar mano de los romanos solos, para que sepa el mundo que no hemos deshecho y arrojado de España a los cartagineses con ayuda de los españoles, como algunos piensan, sino que es nuestro valor y ardimiento el que ha vencido a los cartagineses y celtíberos. Después de lo cual los exhortó a vivir concordes y marchar a esta expedición con más confianza que a otra alguna, pues a su cargo quedaba la victoria con el auxilio de los dioses. Con esto los soldados cobraron tal ardor y espíritu, que al mirarles a la cara se creería que se hallaban ya en presencia del enemigo y a punto menos de venir a las manos. Dicho esto, despidió la asamblea.

Al día siguiente levantó el real y se puso en marcha. Transcurridos diez días llegó al Ebro, y a los cuatro de haberlo cruzado acampó a la vista del enemigo, mediando sólo un valle entre los dos campamentos. Al día siguiente, después de haber ordenado a C. Lelio tener pronta la caballería y a los tribunos tener dispuestos los vélites, echó al valle algún ganado del que venía en pos del ejército. No bien los españoles se hubieron lanzado sobre la presa, cuando destacó allá algunos vélites, que, venidos a las manos y sostenidos de una y otra parte con más gente, armaron en el valle una atroz escaramuza de infantería. Lelio, que según la orden tenía prevenida la caballería, pareciéndole esta buena ocasión de echarse encima, ataca a los que escaramuceaban, les corta la comunicación con el pie de la montaña y derrota la mayor parte de los que andaban desmandados por el valle. Este accidente irritó a los bárbaros, quienes, por no parecer vencidos y que rehusaban un trance general, sacaron al amanecer toda su gente y la ordenaron en batalla. Escipión, aunque ya estaba dispuesto para el combate, sin embargo, como vio que los españoles bajaban imprudentemente al valle y que ordenaban en el llano no sólo la caballería, sino también la infantería, se detuvo un rato a fin de que los enemigos formasen la mayor parte. Porque, aunque contaba con su caballería, fiaba aún más en su infantería, la cual en las batallas ordenadas y a pie firme era muy superior, ya en armas, ya en valor, a la de los españoles.

Así que le pareció que ya era tiempo, él se situó al frente de los contrarios, que estaban ordenados al pie de la montaña, y sacando de su campo cuatro cohortes bien unidas, las envió contra la infantería enemiga que había bajado al valle. En este momento, C. Lelio con la caballería avanza por las colinas que desde el campo de batalla se extendían hasta el valle, da por la espalda sobre la caballería contraria y la obliga a pelear con él. Con esto la infantería enemiga, privada del apoyo de su caballería en cuya confianza había bajado al valle, era estrechada y oprimida, bien que también a la caballería alcanzaba la misma suerte. Porque encerrada en un paso angosto y apurada por todas partes, mataba más de sus mismas gentes que la que mataban los romanos, ya que su propia infantería la incomodaba por los costados, la de los contrarios de frente y la caballería por la espalda. En esta especie de combate perdieron la vida casi todos los que bajaron al valle; pero la infantería ligera que estaba formada al pie de la montaña y Imponía la tercera parte de todo el ejército emprendía la huida, y con ella Indibilis, que se salvó en un lugar fortificado. Escipión, después de haber puesto fin a los asuntos de España, alegre sobremanera fue a Tarragona para llevar desde allí a su patria el más glorioso triunfo y la más memorable victoria. Con el anhelo de no llegar tarde a las elecciones de los cónsules, después de haber arreglado todo lo tocante a España y entregado el mando del ejército a Silano y Marcio, se hizo a la vela para Roma con Lelio y otros amigos.


Capítulo XIV

Antíoco, contrariado por la lentitud de la guerra que sostenía contra los sublevados, admite en su gracia a Eutidemo por mediación de Teleas.

Entretanto, Eutidemo sostenía con el embajador de Antíoco que su amo no tenía razón para empeñarse tanto en arrojarle del reino; que él jamás le había faltado a la fe, antes bien, había quitado la vida a los descendientes de otros que contra él se habían rebelado, y de esta forma se había apoderado de la Bactriana. Después de expuestas muchas más razones sobre este asunto, rogó a Teleas que mediase con Antíoco para un ajuste y le exhortase amistosamente a no quitarle el nombre y dignidad de rey, pues de no condescender a sus ruegos, ni uno ni otro estarían seguros; que un gran número de númidas estaban próximos a entrar en el país, cuya irrupción amenazaba a entrambos; y si una vez llegaban a estar dentro, convertirían en bárbaros a todos los naturales. Dicho esto, despachó a Teleas con la embajada para Antíoco. El rey, que ya hacía días que andaba buscando modo de concluir la guerra, se alegró con el mensaje de Teleas y dio oídos con gusto a las proposiciones de paz. Después de muchas idas y venidas de este embajador a uno y otro soberano, Eutidemo envió a su hijo Demetrio para ratificar el tratado. Antíoco le recibió bien, y pareciéndole que el joven merecía el reino por su presencia, su trato y aire majestuoso, le prometió una de sus hijas en matrimonio y concedió a su padre el título de rey.

Una vez que estuvieron puestas por escrito las demás condiciones del tratado y firmada la alianza con juramentos, se puso en marcha, habiendo antes provisto de víveres el ejército con abundancia y tomado para sí los elefantes que tenía Eutidemo. Superado el monte Cáucaso, penetró en la India y renovó la amistad con el rey Sophagaseno. Aquí aumentó el número de sus elefantes, de suerte que llegó a tener ciento cincuenta; volvió a proveer el ejército de víveres y levantó el campo, dejando a Androstenes el Ciziceno para conducir el dinero que este rey le había prometido. Cruzada la Arachosia pasó el río Erimantes, y entró por la Drangiana en la Carmania, donde por aproximarse ya el invierno, puso en cuarteles sus tropas. Tal fue el éxito que tuvo la expedición de Antíoco en las provincias superiores; expedición por la que no sólo sometió a su obediencia los sátrapas de las provincias superiores, sino también las ciudades marítimas y potentados de esta parte del Tauro; expedición por la cual su valor y actividad aseguró el reino y puso en respeto a todos sus vasallos; de suerte que por ella se hizo digno de reinar, no sólo en los países del Asia, sino en los de la Europa.


Capítulo XV

Advertencia del autor.

Quizá llamará la atención que no ponga sumario en este libro como en los anteriores, y que emplee la exposición que agrupa los acontecimientos por olimpíadas. No lo he hecho por juzgar inútil el método de los sumarios, que atraen la atención de los lectores y facilitan encontrar lo que se busca; pero observo que esta costumbre va cayendo en desuso, y acudo al procedimiento ahora empleado. Con la exposición se consigue lo mismo que con el sumario, y bajo algunos puntos de vista es ventajosa. Unida además al cuerpo de la historia, ocupa un sitio más a propósito. Por ello he preferido aplicarla en mi obra, a excepción de los cinco primeros libros, donde puse sumarios por ser allí más convenientes.


Capítulo XVI

Carácter de ciertos discursos.

Los discursos pronunciados eran especiosos, y la verdad nunca tiene, dicho está, este carácter…


Capítulo XVII

Utilidad de ciertos relatos.

Pero ¿qué utilidad saca el lector de las narraciones de guerras, combates, asedio y toma de ciudades reduciendo los habitantes a servidumbre, si al mismo tiempo no se le dicen las causas que en cada circunstancia determinan los triunfos de unos y las derrotas de otros? La sencilla narración de los hechos tiene frívolo interés, mientras el juicioso examen del ideal que preside a las empresas es fructífero para quien desea instruirse, y más aún la exposición detallada de la forma en que cada asunto es conducido para que sirva de guía al atento lector.


Capítulo XVIII

Declaraciones de Publio Escipión.

Una vez expulsados los cartagineses de España, todo el mundo celebraba la fortuna de Publio Escipión, aconsejándole el descanso y la tranquilidad, puesto que había concluido la guerra. «Felicito- dijo- a quienes tales esperanzas abrigan; por mi parte, ahora es cuando más me ocupo del giro que va a tomar la guerra contra Cartago. Hasta aquí eran los cartagineses quienes la hacían a los romanos; pero hoy proporciona a éstos la fortuna ocasión favorable para declararla a Cartago.»


Capítulo XIX

Un juicio sobre el decir de Publio Escipión.

Así Publio Escipión, insinuante en las conversaciones, tan ameno y hábil fue en una con Siphax, que pocos días después dijo Asdrúbal a éste: «Paréceme Publio más temible hablando que peleando.»