Historias, Polibio – Libro octavo

Historias, por Polibio de Megalópolis - Tomo II - Libro 8. Obra pionera de la Historia universal escrita alrededor del año 140 a.C.

Historias

Polibio de Megalópolis

Las Historias, también llamadas Historia universal bajo la República romana, es la obra máxima del historiador griego Polibio de Megalópolis (203 – 120 a. C.). Junto a Tucídides, Polibio fue uno de los primeros historiadores en escribir sobre sucesos históricos como un fenómeno meramente humano, ignorando el accionar de los dioses. Las Historias son un trabajo pionero de la Historia universal, abarcando los acontecimientos ocurridos en los pueblos mediterráneos entre el año 264 a.C. hasta el año 146 a.C. (y más específicamente entre los años 220 a.C. a 167 a.C.). Exactamente el período en el cual Roma derrota a Cartago y se vuelve una potencia marítima y militar en el Mediterráneo. La obra, que fue preservada a lo largo de los siglos en una biblioteca bizantina, se divide en tres tomos y cuarenta libros, algunos de los cuales han llegado incompletos hasta nuestros días.

Historias

Tomo I (Libros 1 a 4)

Tomo II (Libros 5 a 14)
Libro 5Libro 6Libro 7Libro 8Libro 9Libro 10Libro 11Libro 12Libro 13Libro 14

Tomo III (Libros 15 a 40)

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Libro octavo

Capítulo primero

Advertencia de Polibio acerca de la confianza, y reprensión de los que de modo temerario e indiscretamente se fían de otros.

Resultaría muy arriesgado decidir en general qué personas merecen vituperio, y cuáles perdón en tales casos. Vemos a muchos que, luego de tomadas todas las precauciones que dicta la razón, vienen con todo a ser despojo de los que sin reparo violan los derechos establecidos entre las gentes. Esto no obstante, sin eludir la dificultad, daremos rápidamente nuestro juicio, y con respecto a las ocasiones y circunstancias, vituperaremos a unos jefes y perdonaremos a otros. Los ejemplos siguientes evidenciarán lo que digo.

Arquidamo, rey de Lacedemonia, temeroso de la ambición de Cleomenes, huyó de Esparta; pero poco después, dejándose otra vez persuadir, se entregó en manos de su enemigo; con lo cual, privado del reino y de la vida, ni aun disculpa dejó de su credulidad a los siglos venideros. Porque subsistiendo las mismas disposiciones, y yendo en aumento la ambición al mando de Cleomenes, pregunto: ¿será de extrañar le ocurriese lo que hemos manifestado, poniéndose en manos del que poco antes había escapado y por un milagro había salvado la vida?

Pelópidas el Tebano, conociendo la malignidad del tirano Alejandro, y firmemente persuadido de que todo tirano reputa por sus mayores enemigos a los promovedores de la libertad, empeñó a Epaminondas a que tomase a su cargo la defensa, no sólo de la república de Tebas, sino la de toda la Grecia; y hallándose ya dentro de la Tesalia para destruir la monarquía de Alejandro, tuvo la debilidad de ir dos veces en calidad de embajador a verse con el tirano. Así fue que, venido a poder de su enemigo, perjudicó infinito a los intereses de los tebanos, y fiándose necia e indiscretamente de quien menos convenía, oscureció la gloria de sus anteriores acciones. Igual desgracia sufrió Cneio Cornelio, cónsul romano en la guerra de Sicilia, por haberse fiado imprudentemente de sus contrarios. Esta flaqueza la han tenido otros muchísimos.

Convengamos, pues, en que se debe vituperar a los que sin consideración se fían de sus enemigos, pero no se ha de culpar a los que toman las medidas posibles. Porque no fiarse absolutamente de ninguno, es no terminar jamás los negocios; y así, no se debe culpar al que, tomadas las precauciones convenientes, obra lo que la razón dicta. Las seguridades necesarias contra la mala fe son los juramentos los hijos, las mujeres, y sobre todo, la conducta pasada. Si a pesar de estas prevenciones se falta a la fe y se cae en el lazo, esto ya no es culpa del engañado, sino del que engaña. Por eso es preciso tomar tales resguardos por los cuales aquel en quien se fía no pueda faltar a la palabra. Pero como es difícil hallarlos de esta naturaleza, por eso se podrá usar otro arbitrio, y es tomar todas las precauciones razonables, para que, caso que seamos engañados, al menos merezcamos perdón con los extraños. De esta sabia conducta ha habido infinitos ejemplos en la antigüedad, pero el más ilustre y más próximo a los tiempos de que vamos hablando es el que sucedió a Aqueo; el cual, después de no haber omitido precaución ni seguridad de cuantas puede prever la prudencia humana, sin embargo vino a ser cebo de sus contrarios. Pero este accidente, al paso que le atrajo la compasión y perdón de los extraños, excitó el odio y aborrecimiento contra los autores.


Capítulo II

Grandes batallas de romanos y cartagineses.- Constancia de una y otra república en sus empresas.- Sabidas ventajas de una historia universal.

Debo decir que no me parece ajeno del intento y objeto general que me propuse al principio, excitar la atención de los lectores sobre las grandes acciones de Roma y Cartago, y sobre la obstinada perseverancia de uno y otro gobierno en sus empresas. Porque a la verdad, ¿no se admirará que teniendo una y otra república encendida una guerra principal dentro de Italia, otra de no menor importancia dentro de España, ambas con inciertas esperanzas aún de sus resultados, y ambas amenazadas de iguales peligros, con todo, no contentas con estos vastos proyectos, se hayan lanzado a disputar la Cerdeña y la Sicilia, y hayan acudido a todo, no sólo con los deseos, sino con las provisiones y pertrechos necesarios? Pero aun causará más admiración si se considera el por menor de las cosas. Los romanos tenían a la sazón dos ejércitos completos con sus cónsules en la Italia, otros dos en la España, uno de tierra a cuyo frente estaba Cn. Cornelio Scipión, y otro de mar que mandaba P. Scipión. Los cartagineses mantenían igual número de ejércitos. Había asimismo al ancla en las costas de la Grecia, para observar los propósitos de Filipo, una escuadra que primero mandó M. Valerio, y después Publio Sulpicio. A más de estos aparatos, Appio y M. Claudio cubrían la Sicilia, aquel con cien quinquerremes, y éste con un ejército de tierra. Amílcar hacía lo mismo por parte de los cartagineses.

A la vista de esto, me parece que se ve ahora comprobado por los mismos hechos lo que tantas veces hemos repetido en el prólogo de nuestra obra; a saber, que no es posible por las historias particulares comprender la disposición y economía de todo lo que ha sucedido. Y a la verdad, ¿cómo es posible que con la mera lectura de las cosas de Sicilia y de España, cada una de por sí, se conozca y entienda la grandeza de los hechos pasados, y lo principal, de qué modo y de qué género de gobierno se ha servido la fortuna para obrar en nuestros días el mayor prodigio, esto es, haber reducido a un solo imperio y poder todas las partes conocidas del universo, cosa que carece de ejemplo en la historia? Cómo tomaron los romanos a Siracusa, y cómo se apoderaron de la España, se puede saber tal cual por las historias particulares; pero cómo llegaron a dominar el orbe, qué circunstancias particulares acaecieron en pro y en contra para su universal designio, y en qué tiempo; esto sin una historia universal es muy dificultoso comprenderlo, así como lo es también concebir la grandeza de las acciones y la actividad de un gobierno. Porque que los romanos fuesen a conquistar la España o la Sicilia, y que hiciesen la guerra con ejércitos de mar y tierra, estas noticias, consideradas cada una de por sí, no tienen nada de extraordinario; pero si se considera que junto con estas expediciones se realizaban otras muchas por el mismo poder y por el mismo gobierno, y se considera que al mismo tiempo los que manejaban todas estas empresas se veían agobiados de sediciones y guerras dentro de su propio país, ya entonces penetraremos el espíritu de las acciones y nos parecerán admirables. Ésta es la única forma de dar a las cosas el aprecio que se merecen. Se ha dicho esto contra los que presumen que por la historia particular se puede adquirir conocimiento de la común y universal.


Capítulo III

Ataque de Marco Marcelo por mar contra la Achradina de Siracusa.- Descripción de la máquina llamada Sambuca.- Invenciones de Arquímedes contra las máquinas de Marcelo y Appio.

Al mando de la expedición de tierra, Appio tenía acampadas sus tropas en torno al pórtico Scithico, lugar por donde la muralla tocaba con la lengua misma del agua. Como era grande el número de operarios, en cinco días quedaron dispuestos los cestones, armas arrojadizas y demás prevenciones para un asedio, esperando por esta prontitud coger desprevenido al enemigo. No contaban con la habilidad de Arquímedes, ni preveían que en ocasiones un buen ingenio puede más que muchas manos; mas entonces los desengañó la misma experiencia. Pues a más de que la ciudad era fuerte por estar construidos sus muros en redondo sobre un terreno elevado y tener su barbacana, a la cual, aun sin oposición de los de adentro, era difícil aproximarse como no fuese por ciertos y determinados sitios, Arquímedes había hecho tales prevenciones dentro de la plaza contra los ataques de mar y tierra, que nada se echaba de menos de lo que pedía urgencia, y se podía acudir rápidamente a cuanto intentasen los contrarios. A pesar de estos obstáculos, Appio previno sus cestones y escalas, y emprendió aplicarlas al muro contiguo a las Hexapilas por la parte de Levante.

Marcelo atacó por mar la Achradina con sesenta quinquerremes, todas bien tripuladas de soldados armados de arcos, hondas y flechas para reprimir a los que peleasen desde las almenas. A más de éstas había ocho quinquerremes, a las cuales se les había quitado de un lado los bancos de remos, a las unas del derecho y a las otras del izquierdo; y unidas de dos en dos por el costado que estaba sin ellos acercaban a la muralla las sambucas, a impulsos de los remeros del costado exterior. La construcción de esta máquina es como sigue: se construye una escalera cuatro pies de ancha, la cual, derecha, iguale con la altura del muro. Se la coloca unas barandas por ambos lados, y se la cubre por cima con cotas bien altas. Después se la tiende a lo largo sobre los costados de las dos embarcaciones emparejadas, de suerte que sobresalga mucho fuera de los espolones, y en lo alto de los mástiles se clavan unas poleas con sus cuerdas. Cuando es necesario ponerla en uso, se atan las cuerdas a la punta de la escalera; y mientras que unos desde la popa tiran de ellas por medio de las poleas, otros en la proa, empujando igualmente con palancas, ayudan a levantar la máquina. Una vez levantada, los remeros de uno y otro costado exterior acercan a tierra las quinquerremes y procuran fijarla al muro. En lo alto de la escalera hay un tablado guarnecido de zarzos de mimbres por tres lados, en el cual van cuatro hombres para pelear y desalojar de las almenas la gente que sirva de impedimento a que se arrime la sambuca. Ya que, fijada ésta, se ven los cuatro sobre la muralla, quitan los balaustres de uno y otro para atacar las almenas o merlones. Los demás van siguiendo por la máquina arriba, sin peligro de que falle, por estar bien afirmada con maromas la escalera sobre las dos embarcaciones. Con razón se denomina así esta máquina; porque después de levantada, el conjunto de la embarcación y de la escalera representa una figura parecida a la sambuca.

Prevenido todo del modo referido, los romanos pensaban atacar las torres. Pero Arquímedes, que tenía prevenidas máquinas para arrojar dardos a todas distancias, mientras los enemigos se hallaban lejos, hiriéndoles con ballestas más elásticas y catapultas de mayor alcance, los reducía al último apuro. Si veía que los tiros pasaban de la otra parte, usando de otros de menor calibre a proporción de la distancia, los ponía en tal confusión, que desbarataba del todo sus empresas y ataques; de suerte que Marco Marcelo, rodeado de dificultades, se vio en la precisión de hacer acercar silenciosamente sus galeras durante la noche. Atracadas éstas junto a tierra debajo de tiro, Arquímedes tenía flecha otra prevención contra los que atacasen desde las embarcaciones. Había llenado el muro de troneras del tamaño de la estatura de un hombre, pero por la parte exterior solo un palmo de anchas. Había colocado allí, por la parte de adentro, gentes con flechas y escorpiones que arrojándolos por las troneras frustrasen los esfuerzos de los romanos. De suerte que bien los contrarios estuviesen lejos, bien cerca, no sólo utilizaba sus intentos, sino que les mataba mucha gente. Para el caso en que intentasen los romanos levantar las sambucas, tenía prevenidas por todo el muro máquinas que, ocultas todo el tiempo restante, sólo en la ocasión se dejaban ver sobre la muralla con los extremos bien sacados a la parte exterior de las almenas. Unas de éstas sostenían peñascos que pesaban diez talentos, otras pedazos de plomo de igual tamaño. Cuando se aproximaban las sambucas, se conducían estas máquinas a donde era necesario por medio de maromas que tenían atadas a sus extremos, y dejando caer la piedra sobre la sambuca, no sólo desbarataba esta máquina, sino que ponía en un sumo peligro a la galera y a la gente que estaba dentro.

Existían también otras máquinas contra los que atacaban, las cuales, bien que los enemigos se hallasen cubiertos con sus escudos y seguros de ser ofendidos de los tiros que se disparaban desde la muralla, sin embargo, arrojaban peñascos tan desmesurados, que hacían huir de la proa a los combatientes. Al mismo tiempo dejaban caer una mano de hierro atada a una cadena, con la cual aquel que gobernaba la máquina, así que con la parte anterior de ésta había agarrado la proa del navío, bajaba la posterior por dentro de la muralla. Una vez levantada la proa, y puesto el buque perpendicular sobre la popa, quedaba inmóvil la parte anterior de la máquina; pero mediante cierta polea se aflojaba la mano de hierro y la cadena, con lo cual unos navíos caían de costado, otros de espaldas, y la mayor parte, dejaba caer la proa desde lo alto, eran sumergidos y echados a pique. Marcelo no sabía qué hacerse con los inventos de Arquímedes; veía que los sitiados eludían todos sus intentos con menoscabo y oprobio propio; y aunque sufría con impaciencia lo que ocurría, no obstante, mofándose de las invenciones de Arquímedes, decía: «Este hombre se sirve de nuestros navíos como de pucheros para sacar agua; y castigando a nuestras sambucas, las desecha con ignominia como indignas de su compañía.» Tal fue el éxito del asedio por mar.

Appio, embarazado con semejantes dificultades, había tenido que desistir del empeño. Porque sus tropas, mientras estuvieron a larga distancia, habían sido incomodadas por los tiros de los pedreros y catapultas; tan admirable era la estructura, el número y la eficacia de los dardos, como que Hierón había hecho los gas-tos, y Arquímedes había sido el arquitecto y artífice de semejantes inventos. Y cuando ya estuvieron próximos a la ciudad unos, rechazados con los dardos que de continuo se arrojaban por las troneras del muro, como hemos dicho, no habían podido acercarse; otros, que habían pasado adelante cubiertos con sus escudos, habían sido acogotados con peñascos y vigas que dejaban caer sobre sus cabezas. «No habían causado menores daños las manos de hierro que pendían de las máquinas, y de que ya hemos hablado anteriormente; porque con ellas levantaban en alto los soldados con sus armas, y los estrellaban contra la tierra. Finalmente Appio tuvo que retirarse a su campamento, y después de haber deliberado con los tribunos, unánimes convinieron en que, no siendo sitio formal, todo lo demás se debía aventurar por tomar a Siracusa, como al cabo pusieron por obra. En ocho meses que tuvieron bloqueada la ciudad, no hubo estratagema o acción de valor que se perdonase; pero jamás osaron intentar un asedio a viva fuerza. Tanto y tan admirable es el poder que tiene en ciertos lances un solo hombre y un solo arte empleado a propósito. Sáquese un solo viejo de Siracusa; con tantas fuerzas de mar y tierra, sin dilación se hubieran apoderado de la ciudad los romanos; pero estando dentro, ni aun intentar osaban el ataque, al menos del modo que Arquímedes pudiese prohibirlo. Así fue que, persuadidos a que sólo la hambre podía reducirles la ciudad por la mucha gente que en sí encerraba, a esta sola esperanza se atuvieron, cortándoles los víveres que les podían venir por mar con la escuadra, y los de tierra con el ejército. Para no pasar infructuosamente el tiempo que habían de permanecer delante de Siracusa, sino al mismo tiempo adelantar exteriormente algún tanto sus conquistas, los dos cónsules dividieron el ejército. Appio con dos partes quedó delante de Siracusa, y Marcelo con la tercera taló las tierras de los siracusanos que tenían el partido de los cartagineses.


Capítulo IV

El historiador sigue tratando de Filipo.- Los biógrafos de este famoso príncipe: los entusiastas y los detractores.- El autor pondera la objetividad que debe presidir el cultivo de la Historia.- El caso representado por Teopompe, como biógrafo contradictorio de Filipo.

Una vez hubo llegado Filipo a Messena, saqueó toda la comarca, produciendo en ella terribles destrozos. El arrebato de la ira le privó de reflexión en esta violencia. ¿Esperaba acaso que las infelices poblaciones continuamente atropelladas sufrirían los daños sin quejarse ni odiarle? Me induce a referir francamente en este libro y en el anterior lo que conozco de las malas acciones de Filipo, además de los motivos antedichos, el silencio de ciertos historiadores acerca de los asuntos de los messenios, y la flaqueza de otros que por inclinación al príncipe o por temor a desagradarle, en vez de censurar sus actos reprensibles, los convierten en mérito. Como en los historiadores del rey de Macedonia, notase este defecto en los de otros príncipes, siendo más bien que historiadores, panegiristas.

Jamás se debe en la historia de un monarca censurar ni elogiar contra la verdad, cuidando no desmentir en una parte lo afirmado en otra, y describir al natural sus inclinaciones. Ciertamente es tan fácil dar este consejo, como difícil realizarlo; que en determinadas circunstancias no se puede decir o escribir lo que se piensa. Perdono, pues, a algunos escritores no observar las prescritas reglas de buen sentido, mas no se debe perdonar a Teopompe que las viole tan groseramente.

Da a entender que emprendió la historia de Filipo, hijo de Amintas, por no haber nacido en Europa hombre alguno que pudiera compararse a este príncipe, y no obstante, desde las primeras páginas y en el curso de su obra, nos le presenta excesivamente aficionado a las mujeres, y expuesto por ello a perder su propia casa. Descríbele injusto y pérfido con sus amigos y aliados, sometiendo a servidumbre las ciudades por engaño o violencia, y aficionado al vino hasta el punto de mostrarse ebrio en mitad del día. Vea el que leyere cómo empiezan los libros nueve y cuarenta, y admirará el arrebato de este escritor, vea lo que entre otras cosas tiene la osadía de decir:

«Si existe entre griegos y bárbaros insignes disolutos, absolutamente desprovistos de pudor, tales hombres en Macedonia se agrupaban a Filipo y eran sus favoritos. El honor, la prudencia, la probidad, no penetraban en su corazón. Para ser bien recibido en su casa, atendido y elevado a los más importantes cargos, precisaba ser pródigo, borracho o jugador, y alentaba estas criminales inclinaciones en sus amigos, prefiriendo al de más desordenadas costumbres. ¿Qué vergüenza o infamia no manchaba en efecto sus almas? ¿Qué sentimiento de honor o de virtud podía penetrar en sus corazones? Afeminados unos en el vestir, entregados otros a los más asquerosos vicios antifísicos, les acompañaban a todas partes dos o tres niños, tristes víctimas de su detestable lubricidad. Al ver aquella corte sumida en la molicie y en los placeres más vergonzosos, podía decirse que Filipo tenía en vez de favoritos, amantes en vez de soldados, prostitutas, siendo los cortesanos que le rodeaban crueles y sanguinarios por naturaleza, y afeminados y disolutos en sus costumbres hasta donde cabe imaginar. En resumen, porque la necesidad de hablar de muchas cosas me impiden detenerme largo tiempo en cada asunto, los llamados amigos y favoritos de Filipo eran peores que centauros y fieras.»

¿Es posible sufrir tales exageraciones, tanta hiel, tan envenenado lenguaje?

Varias son en este caso las culpas de Teopompe: no está de acuerdo consigo, es calumnioso lo que de Filipo y sus amigos dice, y además calumnia en términos indignos de un escritor que se estima. Ni para pintar a Sardanápalo y su corte, a ese Sardanápalo tan vituperado por su molicie y lujuria, a ese rey en cuya tumba se lee el epitafio «Llevo conmigo todos los placeres que los excesos del amor y de la mesa han podido darme», se hubiera atrevido acaso a emplear tales colores. Filipo y sus amigos no merecen censura alguna de cobardía o deshonra, y el escritor que quiera elogiarles, nada dirá de su valor, firmeza y demás virtudes que supere a sus merecimientos. Con su intrepidez y esfuerzo ensancharon los límites de Macedonia, y sin mencionar lo que hicieron en tiempo de Filipo, después de su muerte, ¡cuántas veces no han sobresalido por su valor en las batallas a las órdenes de Alejandro! Cierto es que a este príncipe cabe la principal parte en las victorias; pero asimismo es innegable que sus amigos le ayudaron eficazmente, derrotando repetidas veces al contrario, sufriendo las mayores fatigas y exponiéndose a toda clase de peligros. Poseedores de grandes Estados en época posterior, y con sobrados medios para satisfacer todas sus pasiones, jamás se dejaron dominar por ellas hasta el punto de alterar su salud o de hacer algo contrario a justicia o a la pública conveniencia. Siempre mostraron en tiempo de Filipo o en el de Alejandro igual nobleza de sentimientos, la misma grandeza de alma, la misma prudencia, el mismo valor. No les nombro, porque harto conocidos son sus nombres.

Muerto Alejandro, disputáronse entre sí las mayores partes del universo, y ellos mismos con gran número de monumentos históricos nos transmitieron la gloria alcanzada durante estas guerras. Traspasa Timeo contra Agatocles, tirano de Sicilia, los límites de una justa moderación; mas no sin motivo, porque referíase a un enemigo, a un mal hombre, a un tirano. Para Teopompe no hay justificación posible. Propónese escribir la historia de un príncipe que parece formado por la naturaleza para la virtud y no hay acusación vergonzosa o infame que no le dirija. El elogio que de Filipo hace al principio de su historia es mentida y baja adulación, y en el curso de su obra pierde el ingenio hasta el punto de creer que, censurando, a veces sin razón ni justicia, a su héroe, acredita de imparcialidad las alabanzas que le prodiga en otros capítulos.

No se puede, en mi concepto, aprobar el plan general de este historiador. Empieza a escribir la historia de Grecia a partir de donde la dejó Tucídides, y cuando se esperaba verle describir la batalla de Leuctras y las acciones más brillantes de los griegos, abandona a Grecia y se aplica a narrar las empresas de Filipo. Más atinado hubiera sido, en mi opinión, incluir la historia de Filipo en la de Grecia, que envolver la de Grecia en la de Filipo. Por mucho que ofusque la dignidad y acaso el poder real, nadie censurará a un historiador que al hablar del rey mencione los asuntos de Grecia; pero ningún historiador sensato, después de empezar y escribir en parte la historia de Grecia, la interrumpirá para narrar la de un rey. ¿Por qué no ha reparado Teopompe en hacer esto? Porque la gloria estaba de un lado y su interés de otro. En último caso, si se le preguntara por qué cambió de plan, quizá tuviera razones en su defensa, pero ninguna tiene, en mi sentir, para difamar tan cruelmente a la corte de Filipo, faltando a la verdad y a su deber de historiador.


Capítulo V

Filipo da muerte a Arato con un veneno.- Moderación de éste y honores heroicos que se le tributan.

En verdad jamás pudo Filipo tomar un castigo conveniente de los messenios, sus enemigos declarados, por más esfuerzos que hizo para asolar su país (539 años antes de J. C.); mas fue pública a todos la demasiada insolencia con que trató a sus más íntimos amigos. Hizo envenenar al viejo Arato, por no haber aprobado lo que él había llevado a cabo en Messena, valiéndose para esta bajeza de los servicios de Taurión, que en su nombre gobernaba el Peloponeso. Por el pronto estuvo oculta la acción entre los extraños, pues la actividad del veneno no era de las que matan al momento, sino de las que hacen su efecto transcurrido algún tiempo. Pero no se le ocultó a Arato esta perfidia. La causa de haberse publicado fue que aunque quiso ocultarla a todos no pudo menos de descubrirla a Cefalón, uno de sus domésticos con quien tenía confianza. Este tal le había asistido cuidadosamente durante toda su enfermedad, y habiendo reparado en un esputo que había en la pared mezclado en sangre, Arato le dijo: «Cefalón estas son las recompensas de la amistad que he tenido con Filipo»: tan grande y admirable es el efecto de la moderación, causar mayor vergüenza al injuriado que al autor de la ofensa. Tal fue el pago que recibió Arato de la amistad de Filipo, después de haberle acompañado en tantas y tan gloriosas empresas con gran ventaja de sus intereses. Pero bien que muriese este Arato, que tantas veces había obtenido la pretura entre los aqueos, y que había hecho tantos y tan señalados servicios a su nación; sin embargo, la patria y la República aquea le tributaron los aplausos debidos, le decretaron sacrificios, le señalaron honores heroicos, y, en una palabra, cuanto podía contribuir a hacer inmortal su memoria. De suerte que si queda alguna sensación a los muertos, no puede menos que Arato, al ver el reconocimiento de los aqueos, haya dejado de complacerse con las penalidades y peligros que sufrió por ellos durante la vida.


Capítulo VI

Ocupación inesperada de Lisso y de su ciudadela por Filipo.

Hacía ya largo tiempo que Filipo maquinaba y revolvía en su idea cómo apoderarse de Lisso y de su ciudadela, cuando al fin se dirigió allá con ejército (540 años antes de J. C.) Tras dos días de camino y haber cruzado los desfiladeros, sentó su campo en las riberas del Ardajano, no lejos de la ciudad. Al ver el ámbito de ésta y lo bien fortificada que la naturaleza y el arte la habían hecho, tanto por el lado del mar como por el lado de tierra; y al considerar que la ciudadela que tenía contigua, por su encumbrada altura y demás fortaleza daba de sí una idea que quitaba aun la esperanza de poder ser tomada por fuerza, renunció del todo al empeño cuanto a esta parte, pero no desesperó enteramente de tomar la ciudad. Había observado que entre ésta y el pie de la montaña donde se hallaba la ciudadela mediaba un espacio muy a propósito para un ataque. Allí se propuso trabar una escaramuza, para lo cual se valió de un ardid oportuno. Después de haber dado un día de descanso a los macedonios y haberles exhortado según pedía la ocasión, emboscó antes de amanecer la mayor y más fuerte parte de su infantería ligera en ciertos barrancos montuosos, hacia el interior del país y por cima del espacio de que ya hemos hablado. Al día siguiente condujo por la orilla del mar su infantería pesadamente armada, y el resto de la ligera del otro lado de la ciudad. Ya que hubo dado la vuelta, y apostándose en el sitio que hemos dicho, nadie dudó que por allí intentaría el ataque.

Como había sido pública la llegada de Filipo, se había reunido en Lisso un gran número de ¡lirios de todos los contornos. Satisfechos de la fortaleza de la ciudadela, no habían puesto en ella sino una guarnición muy corta. Y así, lo mismo fue acercarse los macedonios, que fiados en el número y ventajas del terreno, lanzarse fuera de la ciudad. El rey situó su infantería pesada en el llano y ordenó avanzar la ligera hacia las eminencias y batirse con vigor con el enemigo. Obedecida la orden, la acción estuvo dudosa por algún tiempo; pero al fin los de Filipo, cediendo a la desigualdad del terreno y al número de enemigos, tuvieron que volver la espalda. Refugiados éstos en los rodeleros, los sitiados, llenos de desprecio, pasan adelante, descienden al llano y cierran con la infantería pesada. La guarnición de la ciudadela, al ver que Filipo iba retirando lentamente una por una sus cohortes, creyendo que esto era ceder el campo, abandonó imprudentemente su puesto, persuadida a que la naturaleza del lugar bastaría a su defensa. Efectivamente, estas tropas desamparan unas tras otras la ciudadela y bajan por caminos extraviados a un sitio llano y descampado, con la esperanza de algún botín después de ahuyentados los enemigos. Pero a este tiempo los que estaban emboscados en el interior del país, saliendo de repente, hacen un vigoroso ataque y al mismo tiempo la infantería pesada vuelve a la carga. Este accidente desconcertó al enemigo; la guarnición de Lisso se retiró en desorden, y se salvó en la ciudad; pero la que había abandonado la ciudadela fue cortada por los que salieron de la emboscada. De aquí provino lo que menos se esperaba: que la ciudadela se tomó al momento sin riesgo alguno y la ciudad al día siguiente, después de vivos y terribles ataques. Dueño Filipo de Lisso y de su ciudadela de un modo tan extraordinario, por el mismo hecho lo vino a ser de todos los alrededores, ya que los más de los ilirios le vinieron a ofrecer de grado sus ciudades. Una vez tomadas por fuerza estas fortalezas, se vio claramente que ya no había asilo contra el poder de este príncipe ni defensa que le pudiese resistir.


Capítulo VII

Aqueo cercado en la ciudadela de Sardes es puesto en poder de sus enemigos por alevosía de Bolis el Cretense y sentenciado a muerte vergonzosa por Antíoco.

En realidad, Bolis era un personaje de nacionalidad cretense, pero que había vivido mucho tiempo en la corte con los primeros cargos del gobierno (214 años antes de J. C.) Pasaba por hombre inteligente, de espíritu fogoso, y experimentado en la ciencia militar como ninguno. Sosibio supo ganarle a fuerza de un largo trato, y luego de haberle tenido afecto y propenso a sus ideas, le declaró que en nada podía dar más gusto al rey en las actuales circunstancias como en excogitar un medio de salvar a Aqueo. A esta propuesta Bolis respondió que pensaría en ello, y se retiró. Después de haberlo bien reflexionado, fue a los dos o tres días a casa de Sosibio y le dijo que tomaba por su cuenta el asunto, que había vivido mucho tiempo en Sardes, que tenía noticia del terreno, y que Cambilo, gobernador de las tropas cretenses a sueldo de Antíoco, era no sólo su paisano, sino también su pariente y amigo. Daba la casualidad que a Cambilo y a los cretenses de su mando estaba encomendada la guarda de uno de los fuertes situados a espaldas de la ciudadela, los cuales, por no admitir fortificación alguna, tenían que estar custodiados de continuo por la tropa de Cambilo. Sosibio se alegró infinito con esta circunstancia, y se llegó a persuadir, o que era imposible sacar a Aqueo del peligro en que se hallaba, o una vez dable, ninguno lo podía ejecutar mejor que Bolis. Como en éste se advertía tal anhelo, al punto se promovió con empeño la empresa. Sosibio, al paso que le ofrecía dinero para que no faltase requisito al propósito, y le prometía mucho más si llegaba a tener buen éxito, le exageraba por añadidura las recompensas que recibiría del mismo rey y de Aqueo, con lo cual hinchó el corazón de Bolis de magníficas esperanzas. Efectivamente, pronto a la ejecución, después de haber tomado el salvoconducto y las credenciales necesarias, se hizo a la vela sin dilación; primero para Rodas, a verse con Nicomaco, que en afecto y confianza hacía con Aqueo veces de padre; y después para Éfeso, a tratar con Melancoma. Éstos eran los dos confidentes de quienes Aqueo se había servido en los tiempos anteriores, tanto para los asuntos pertenecientes a Ptolomeo, como para los demás negocios externos.

Llegado Bolis a Rodas y después a Éfeso, comunicó el asunto con estos dos personajes, y habiéndolos hallado dispuestos para su empresa, despachó uno de los suyos llamado Ariano a Cambilo, con orden de decirle que había venido de Alejandría a reclutar tropas extranjeras, pero que deseaba comunicarle ciertos asuntos importantes; y así, le suplicaba se sirviese señalarle tiempo y sitio en que pudiesen verse sin testigos. No bien hubo llegado Ariano y mostrado las cartas a Cambilo, cuando éste accedió a lo que le pedía, y señalado día y lugar en que los dos pudiesen verse durante la noche, volvió a enviar al mensajero. Bolis, cretense en efecto, y por consiguiente doble por naturaleza, había rumiado bien el asunto, y tenía atados todos los cabos. Por fin llegó a verse con Cambilo según le había prevenido Ariano, y le entregó una carta, sobre la que tuvieron un consejo propio de dos cretenses. Lo que menos cuidaron ellos fue de sacar a Aqueo del inminente riesgo, y guardar la fe a los que les habían confiado tal empresa; sólo consultaron su seguridad y su propia conveniencia. Y así a pocas razones, como buenos cretenses, convinieron en un mismo parecer; a saber, que repartirían por igual los diez talentos, que ya habían recibido de Sosibio; que descubrirían a Antíoco todo el asunto, y siempre que éste les diese por el pronto dinero, y para el futuro esperanzas proporcionadas a tan gran servicio, le prometerían poner en sus manos a Aqueo, prestándoles su ayuda. Dispuesto así el negocio Cambilo tomó por su cuenta manejar el asunto con Antíoco; y Bolis ofreció por la suya, que en pocos días enviaría a Ariano con una cifra y unas cartas para Aqueo de parte de Nicomaco y Melancoma, pero que él tuviese cuidado de introducir y sacar a Ariano de la ciudadela con seguridad. Y caso que Aqueo, aprobado el pensamiento, respondiese a Nicomaco y Melancoma Bolis por sí solo se encargaría de la ejecución y vendría a reunirse con Cambilo. Hecha esta repartición, se separaron, y cada uno pensó en ejecutar lo que le tocaba. A la primera ocasión que se presentó, sacó Cambilo la conversación al rey. Éste, con una oferta tan lisonjera e inesperada, por una parte, alegre en extremo, todo lo prometía; por otra, desconfiado, examinaba con individualidad el proyecto y medios de conseguirlo. Pero al fin asintió, y persuadiéndose que los dioses favorecían la empresa, rogaba e instaba encarecidamente a Cambilo llevase la acción a efecto. Bolis practicaba iguales oficios con Nicomaco y Melancoma, los cuales, creyendo que esto iba de buena fe, despacharon sin recelo a Ariano con unas cartas para Aqueo, escritas con ciertas cifras en que estaban convenidos según su costumbre. Las tales cartas le exhortaban a que se fiase en un todo de Bolis y Cambilo, y estaban escritas con tal arte, que aunque fuesen interceptadas era imposible descifrar su contenido. Ariano, introducido en la ciudadela por medio de Cambilo, entregó las cartas a Aqueo; y como desde el principio había presenciado toda la conjuración, daba razón exactamente de todo. Preguntado sobre varias y diferentes cosas de Sosibio y de Bolis, de Nicomaco y Melancoma, y sobre todo de Cambilo, respondía con sinceridad y sobre sí a todo lo que se le preguntaba, porque se hallaba ignorante de lo principal que Cambilo y Bolis tenían entre sí concertado. Aqueo, a la vista de las respuestas de Ariano, y sobre todo convencido con las cifras de Nicomaco y Melancoma, respondió a las cartas y despachó al instante a Ariano. Esta correspondencia se repitió muchas veces de una y otra parte, y finalmente Aqueo, como no le quedaba otra esperanza de salud, se entregó a Nicomaco, y le ordenó que enviase a Bolis con Ariano una noche sin luna, para ponerse en sus manos. El propósito de Aqueo era, primero, evitar el peligro que le amenazaba, y después, penetrar sin dilación en la Siria. Tenía bien fundadas esperanzas que si mientras Antíoco se hallaba delante de Sardes se dejaba ver a los sirios de repente y cuando menos lo pensaban, su presencia causaría una gran conmoción, y daría mucho gusto a las gentes de Antioquía, de la Cæle-Siria y de la Fenicia. Lleno de estas expectativas y pensamientos, aguardaba con impaciencia la llegada de Bolis. Melancoma recibió a Ariano, y leídas las cartas, le despacha a Bolis, a quien exhorta encarecidamente, y ofrece magníficas esperanzas si consigue su propósito. Éste, con el aviso anticipado que por medio de Ariano había dado a Cambilo de su llegada, fue por la noche al lugar señalado. Pasaron allí todo el día en deliberar el expediente de cada una de las circunstancias, al cabo del cual se retiraron por la noche al campamento. La cosa se hallaba dispuesta de este modo: que si Aqueo salía de la ciudadela solo o acompañado de otro con Bolis y Ariano, era fácil a los emboscados burlarse y apoderarse de su persona; pero si salía con mucha gente, ya era negocio arduo, cuando sólo aspiraban a cogerle vivo, por consistir en eso principalmente la gracia que se prometían de Antíoco; que por esta razón era preciso que Ariano, una vez fuera de la ciudadela Aqueo, fuese guiando, ya que conocía aquella senda por donde tantas veces había ido y venido; y que Bolis siguiese detrás, para que cuando se llegase al lugar donde habían de estar los emboscados dispuestos por Cambilo, éste agarrase y echase mano a Aqueo, no fuese que en la confusión y con la oscuridad se les escapase por sitios montuosos, o desesperado se arrojase por algún despeñadero, y se frustrase el propósito de cogerle vivo. Dispuesto así el lance, fue Bolis a verse con Cambilo, quien aquella misma noche le condujo a Antíoco, y le dejó con él a solas. El rey le recibió con mucho agasajo, le confirmó sus promesas, y después de haber exhortado encarecidamente a uno y otro a que no retardasen el proyecto, se retiraron a su campo. Bolis, al amanecer, marchó con Ariano y entró en la ciudadela antes del día. Aqueo recibió con mucho obsequio y urbanidad a Bolis, le examinó muy por menor sobre cada una de las circunstancias, y advirtiendo en su rostro y conversación que era hombre de la firmeza requerida para el caso, a veces se alegraba con la esperanza de la salud, y a veces quedaba atónito y lleno de inquietudes a la vista de las grandes consecuencias. Sin embargo, como a una penetración singular unía una experiencia en los negocios nada común, decidió no abandonarse enteramente a la fe de Bolis. Por esta razón le manifestó que por el momento no le era posible acompañarle, pero que enviaría con él tres o cuatro amigos suyos, y después de haber conferenciado éstos con Melancoma se hallaría él dispuesto a la salida.

Efectivamente, Aqueo tomaba todas las precauciones posibles, mas no sabía que trataba con un cretense, porque Bolis se había prevenido para todo lo que se le pudiera ofrecer sobre el caso. Llegada la noche en que había dicho que le acompañarían cuatro de sus amigos, envió por delante a Ariano y a Bolis a la salida de la ciudadela, y les mandó esperar allí hasta tanto que llegasen los que habían de partir con ellos. Mientras que éstos obedecían la orden él descubrió su pecho a Laodice, su mujer, la cual quedó fuera de sí con una nueva tan extraordinaria. Después de haberla consolado y mitigado su dolor con las ventajas que se prometía, en lo que se detuvo algún tiempo, acompañado de sus cuatro amigos, a quienes dio vestidos medianos, tomó para sí uno vil y despreciable, y reducido a condición humilde echó a andar, previniendo a uno de ellos que él solo respondiese a todas las preguntas de Ariano, que siempre se informase de él para lo que sucediese y dijese que los otros eras bárbaros. Después que llegaron a donde estaba Ariano, éste echó adelante por la noción que tenía del camino, pero Bolis se quedó atrás, según estaba dispuesto, dudoso e inquieto sobre el éxito de la acción. Porque aunque era cretense y, por consiguiente, propenso a sospechar todo mal de su prójimo, con todo, la oscuridad no le dejaba distinguir, no digo quién era Aqueo, pero ni aún si venía en la compañía. Aunque como la mayor parte del camino era una bajada pendiente y escabrosa y a trechos tenía precipicios muy resbaladizos y peligrosos, le fue fácil distinguir cuál de ellos era Aqueo; porque siempre que se llegaba a uno de estos parajes, unos le agarraban, otros le sostenían, no pudiendo aún aquí dejar de prestarle aquel respeto que tenían de costumbre. Ya que hubieron llegar al lugar señalado por Cambilo, Bolis hizo señal con un silbato, y al punto salieron los emboscados y se apoderaron de los otros cuatro. Bolis mismo agarró a Aqueo, que tenía las manos envueltas con el ropaje, receloso de que, conocido el engaño, no intentase darse muerte con una espada que traía encubierta. En un momento se vio Aqueo rodeado por todos lados en poder de sus enemigos y llevado sin dilación con sus amigos a presencia de Antíoco. Ya hacía tiempo que este príncipe se hallaba suspenso y pendiente del éxito de la acción. Despedidos los comensales, se había quedado solo y despierto en su tienda con dos o tres guardias de su persona. Cuando hubo entrado a su presencia Cambilo y dejado Aqueo atado sobre la tierra, la admiración le embargó el habla de tal modo que por mucho tiempo estuvo callando, y por fin, enternecido, se le cayeron las lágrimas. A mi modo de entender, procedió esta compasión de contemplar cuán inevitables e inopinados son los acasos de la fortuna. Aqueo, que era hijo de Andrómaco y hermano de Laodice, mujer de Seleuco; que había contraído matrimonio con Laodice, hija del rey Mitrídates; que había sido dueño de todo el país de parte acá del monte Tauro, y que a la sazón, en opinión de sus tropas y las de sus contrarios, se hallaba en la plaza más fuerte del universo; este mismo Aqueo yacía ahora atado en tierra, hecho despojo de sus contrarios, sin tener alguno otro noticia de la traición más que los que la habían cometido.

Lo mismo fue amanecer, acudieron los cortesanos a la tienda del rey, como tenían por costumbre, y al contemplar un espectáculo semejante les ocurrió lo mismo que había pasado por Antíoco. La admiración fue tal, que dudaban de lo que veían. Reunido el consejo, hubo muchos altercados sobre el castigo que se le había de imponer. Finalmente se decidió que se mutilase a este desgraciado príncipe, y después de cortada la cabeza y cosida en una piel de asno, se pusiese en una cruz el resto de su cuerpo. No bien conocieron las tropas la ejecución de la sentencia, cuando se esparció tal furor y enajenación por todo el ejército, que Laodice, que sabía sola la salida de su marido, conjeturó desde la ciudadela lo que sucedía por el alboroto y conmoción de la armada. Al poco rato fue un trompeta a darle cuenta de la suerte de su marido y ordenarle que sobreseyese en los negocios y evacuase la ciudadela. Por el pronto la guarnición no dio otra respuesta más que gemidos y sollozos inexplicables, no tanto por el amor que profesaba a Aqueo, cuanto porque nada menos esperaba que un fracaso tan extraordinario e inesperado; pero después se vieron en una extrema dificultad y embarazo los sitiados. Antíoco, después de haberse deshecho de Aqueo, estrechaba de continuo la ciudadela, persuadido a que los mismos de adentro, y principalmente los soldados, le darían ocasión de tomarla, como sucedió al cabo. Porque sublevada la guarnición, se dividió en bandos, unos en favor de Ariobazo y otros de Laodice. Este accidente causó una mutua desconfianza, y al punto unos y otros rindieron al rey sus personas y la ciudadela. Así acabó la vida Aqueo, príncipe que, a pesar de haber tomado cuantas precauciones dicta la prudencia, vencido al fin por la perfidia de aquellos de quienes se había fiado, vino a servir de ejemplo provechoso a la posteridad de dos formas: una, que nos enseña a no fiarnos fácilmente de cualquiera, y otra, a no ensoberbecernos en la prosperidad, sino a temerlo todo como mortales.


Capítulo VIII

Cavarus, gobernador de los galos.- Sus virtudes

En verdad, Cavarus, gobernador de los galos que habitaban la Tracia, pensaba con nobleza y poseía sentimientos dignos de un rey. Procuró que las mercancías pudieran navegar sin riesgo por el Ponto Euxino, y prestó gran auxilio a los bizantinos en el transcurso de sus guerras contra tracios y bitinios.


Capítulo IX

Corrupción de Cavarus

El galo Cavarus, hombre virtuoso, fue pervertido por Sócrates de Calcedonia.


Capítulo X

Antíoco se dispone a sitiar a Armosata.- Magnanimidad de Antíoco.

Habiendo acampado Antíoco junto a Armosata (ciudad situada entre el Éufrates y el Tigris, en el territorio llamado Bella Llanura), disponíase a sitiarla. El gobernador de esta plaza, Jerjes, comprendió los preparativos del rey, y al principio quiso huir. Temiendo después que, tomada la capital, le arrebataran todos sus Estados, solicitó una conferencia a Antíoco. Opinaron los cortesanos del rey que debía apoderarse de este joven príncipe al presentársele voluntariamente y entregar el reino a su sobrino Mitrídates; pero en vez de aceptar estos consejos de violencia, el rey de Siria recibió al príncipe, concertó paces con él y le perdonó la mayor porción de los tributos que su padre le debía, contentándose con trescientos talentos, mil caballos y mil mulas con sus arneses. Puso además en orden los asuntos de este reino, y dio su propia hija en matrimonio a Jerjes. Mucha honra ganó por tan noble y generosa conducta y la estimación y afecto de todas las poblaciones de aquella comarca.


Capítulo XI

Aníbal se apodera por traición de la ciudad de Tarento.

En los primeros días (213 años antes de J.C.) los tarentinos no salían de la ciudad sino para hacer alguna correría. Una noche que se aproximaron al campamento de los cartagineses se quedaron todos ocultos en cierto bosque que se hallaba a orillas del camino, menos Filemenes y Nicón, que pasaron al campo. Las guardias, como no decían de dónde venían ni quiénes eran, sólo sí significaban que querían hablar al general, les cogieron y los condujeron a Aníbal. Apenas le fueron presentados, manifestaron que deseaban hablarle a solas, y admitidos sin dilación a una conferencia, hicieron una apología de su conducta y de la de su patria, acriminando al mismo tiempo a los romanos en muchos y diferentes puntos, para darle a entender que no sin motivo habían tomado la decisión de abandonarlos. Aníbal, después de haberles aplaudido la decisión y haberlos recibido en su amistad, los despidió, previniéndoles que volviesen cuanto antes a tratar con él sobre el asunto. Por lo pronto, les ordenó que después que estuviesen a una buena distancia del campo, se llevasen por delante los primeros ganados que encontrasen, con los hombres que los guardaban, y regresaran sin temor a los suyos, que él cuidaría de su seguridad. Su propósito en esto era tomarse tiempo para rumiar lo que los jóvenes le habían propuesto y hacer creer a los tarentinos que éstos únicamente habían salido por el pillaje. Efectivamente, Nicón cumplió exactamente lo que se le había encargado, y Aníbal estaba sumamente gozoso de que al cabo se le hubiese presentado oportunidad para lo que proyectaba, Filemenes, por su parte, promovía aún con más calor el negocio, ya por la seguridad que tenía de tratar con Aníbal y la buena acogida que en él había hallado, ya también porque el mucho ganado que robaba le había afianzado suficientemente el crédito para con sus con ciudadanos. En efecto, con los sacrificios y convites que hacía del ganado robado no sólo tenía sentada su fe con los tarentinos, sino que había excitado la emulación de otros muchos.

Realizada después una segunda salida, y practicadas puntualmente las mismas diligencias, dieron sus seguridades a Aníbal, y éste las recibió de ellos con estos pactos: que Aníbal pondría en libertad a los tarentinos; que por ningún acontecimiento exigiría Cartago tributos de Tarento, ni impondría otros nuevos, mas que sería lícito a los cartagineses, después de apoderarse de la ciudad, saquear las casas y habitaciones de los romanos. Convinieron asimismo en la señal que habían de dar para que las guardias los recibiesen sin detención en el campo cuando volviesen. Por este medio consiguieron la libertad de venir a verse frecuentemente con Aníbal, ya con el pretexto de hacer correrías, ya con el de salir a caza. Tomadas estas medidas para el futuro, mientras los demás conjurados aguardaban la ocasión, se ordenó a Filemenes que saliese de caza. Porque como ésta era su pasión dominante, todos creían que lo hacía por un efecto de predilección a este ejercicio. Con este motivo se le encargó que con las fieras que capturase ganase primero la amistad de Cayo Livio, gobernador de la ciudad, y después la de los centinelas de la puerta llamada Temenida. Filemenes, después de haberse adquirido esta confianza, introducía de continuo caza en la ciudad, ya la que él cogía, ya la que Aníbal le tenía preparada. Daba una parte al gobernador y otra a las guardias de la puerta para que estuviesen dispuestas a abrirle el postigo, porque por lo regular entraba y salía de noche, pretextando en la apariencia el temor a los contrarios, y en realidad disponiéndose para lo que tenía proyectado. Cuando ya tuvo acostumbradas las centinelas a no poner reparo en abrirle el postigo al punto que se acercase al muro y diese un silbido, entonces los conjurados, que ya tenían observado que en cierto día había de ir el gobernador con grande acompañamiento a lo que se llama el Museo, cerca de la plaza, señalaron con Aníbal aquel día para la ejecución de su propósito. Aníbal tenía ya buscado de antemano un pretexto de indisposición, a fin de que los romanos no extrañasen la noticia de que se detenía más tiempo en un mismo lugar; pero entonces fingió más grave enfermedad, y separó su campo de Tarento tres días de camino. Llegado el día señalado, eligió entre su caballería o infantería los diez mil hombres más ágiles y bravos y les ordenó tomar ración para cuatro días. Con esto levantó el campo al amanecer y echó a andar con diligencia, previniendo a ochenta caballeros númidas escogidos que marchasen delante del ejército, a distancia de treinta estadios, y talasen los parajes de uno y otro lado del camino para que nadie percibiese el grueso del ejército; y de los que hallasen, unos fuesen cogidos, otros, caso que escapasen, sólo contasen en la ciudad que era una cabalgada de los númidas. Ya que estuvo esta caballería a ciento veinte estadios de distancia, Aníbal hizo cenar a sus gentes a la orilla de un río, de donde con dificultad podía ser visto, por correr por un barranco. Allí reunió sus capitanes, y sin descubrirles del todo el pensamiento, únicamente les exhortó: primero, a que obrasen como buenos, pues jamás se habían presentado a su valor mayores recompensas; segundo, a que cada uno contuviese en buen orden a sus soldados durante la marcha, y castigase severamente a los que se desmandasen de sus líneas; y últimamente, a que estuviesen atentos a las órdenes y no obrasen cosa por sí sin mandato de sus jefes. Dicho esto, despidió los capitanes, y luego que anocheció, hizo avanzar la vanguardia, a fin de estar junto al muro a medianoche. Llevaba por guía a Filemenes, a quien tenía prevenido un jabalí para que le abriesen la puerta. Livio había pasado todo aquel día con sus amigos en el Museo, según los conjurados se lo habían imaginado; y ya al ponerse el sol, cuando el vino hacía su mayor efecto, le trajeron la noticia de que los númidas corrían la campiña. Únicamente atento a lo que le referían, y por consiguiente, más satisfecho con esta nueva de todo lo que podría ser, llamó a algunos capitanes y dispuso que con la mitad de la caballería saliesen al amanecer a contener la tala del enemigo. Apenas anocheció, Nicón, Tragisco y demás conjurados, reunidos en la ciudad, se pusieron a observar la vuelta de Livio a su casa. No tardó éste en levantarse de la mesa, porque el convite había sido por el día.

Entonces, mientras unos se quedan a cierta distancia, salen otros a divertir a Livio con obscenidades y chocarrerías que se dicen unos a otros, como para imitar a los que salían del convite. Así que estuvieron cerca de Livio, a quien el vino tenía más enajenado, todo fue risa y algazara de una y otra parte; y vueltos hacia atrás, le restituyeron a su casa, donde, sin pensamiento que le inquietase o entristeciese, rebosando alegría y deleite, quedó durmiendo la borrachera, como suelen los que se exceden en el vino por el día. Después, Nicón y Tragisco vuelven a incorporarse con los compañeros de quienes se habían separado, y divididos en tres trozos, procuran ocupar las avenidas más cómodas de la plaza para que no se les ocultase cosa de cuanto pasase fuera o dentro de la ciudad. Apostaron unos cuantos junto a la casa del gobernador, firmemente persuadidos que, si se suscitaba alguna sospecha de lo que iba a ocurrir, primero habían de ir a parar las nuevas a Livio y de él habían de salir las providencias. Ya que todos se habían retirado del convite, la algazara toda había cesado y el pueblo se hallaba durmiendo, como a eso de medianoche, viendo que todo estaba como se habían prometido, se reunieron y marcharon a ejecutar su propósito.

Estaban convenidos con los cartagineses en que Aníbal se aproximaría a la ciudad por aquel lado del Oriente que desde el interior del país viene a parar a la puerta Temenida; que encendería una antorcha sobre el túmulo llamado por unos de, Hyacinto y por otros de Apolo Hyacinto; que Tragisco, al punto que la viese, le correspondería con otra dentro de la ciudad, y que a consecuencia de esto Aníbal apagaría su fuego y se encaminaría a lento paso hacia la puerta. Tomadas estas medidas, los conjurados cruzan la parte habitada de la ciudad y vienen a parar a los cementerios. Es de suponer que los tarentinos tienen aquella parte de la ciudad que mira al Oriente llena de sepulcros, por enterrar aún hasta el día de hoy a todos sus muertos dentro de los muros, en cumplimiento de un antiguo oráculo que les había predicho que cuantos más habitantes fuesen, serían más dichosos y felices; y ellos, entendiendo que la manera de llegar a ser su ciudad la más dichosa era si retenían consigo a los que morían, sepultan aún hasta el día de hoy sus cadáveres dentro de las puertas. Apenas llegaron al túmulo de Pithionico, aguardaron la señal. Efectivamente, se acerca Aníbal y enciende su antorcha, la cual apenas fue vista por Nicón y Tragisco, cuando llenos de confianza le corresponden con la suya, y después de apagada la de Aníbal echan a correr con diligencia a la puerta para degollar la guardia antes que llegasen los cartagineses que, según lo convenido, habían de venir a lento paso y sin meter ruido. La cosa sale felizmente, sorprenden las centinelas, las degüellan, rompen los cerrojos, abren las puertas sin tardanza y viene Aníbal al momento crítico, habiendo dispuesto su marcha con tanto pulso, que no se tenía en la ciudad la más mínima sospecha de su llegada.

Efectuada la entrada con seguridad y sin alboroto, como se había propuesto, Aníbal creyó que lo principal del propósito estaba conseguido y echó a andar lleno de confianza por una ancha calle, llamada la Batea, que conduce a la plaza. Había dejado fuera de la muralla su caballería, que ascendía a dos mil hombres, para que sirviese de retén contra las incursiones exteriores o cualquier otro lance imprevisto de los que suceden en semejantes empresas. Ya que estuvo en la plaza, ordenó hacer alto a las tropas para esperar atener noticia de Filemenes. Se hallaba inquieto por saber cómo habría salida esta otra parte do su proyecto. Porque mientras que él encendía el fuego y echaba a andar a la puerta Temenida, había destacado a Filemenes con su jabalí en unas angarillas y mil africanos a la puerta contigua, a fin de que, según su primer designio, no dependiese el proyecto únicamente de un solo arbitrio, sino de muchos.

Filemenes, cuando ya estuvo próximo a la muralla, dio un silbido según costumbre, y al momento bajó el guarda a abrirle el postigo. Para obligarle a que lo abriese pronto, le dijo desde fuera que venía cargado y traía un jabalí. El guarda, prometiéndose que le tocaría alguna parte de la presa, porque siempre participaba de lo que Filemenes introducía, alegre con estas palabras, se dio prisa a abrirle. Efectivamente, entran cogidos de los brazos delanteros de las angarillas Filemenes y otro vestido de pastor que figuraba un hombre del campo, y después de ellos otros dos que llevaban la fiera asidos de los brazos posteriores. Así que estos cuatro se hallaron dentro del postigo, matan a puñaladas al que les había abierto, que inocentemente se entretenía en mirar y palpar el jabalí, e inmediatamente hacen entrar en silencio a otros treinta africanos que venían en pos de éstos y delante del resto del escuadrón. Efectuado esto, sin dilación unos rompen los cerrojos, otros matan las centinelas, otros hacen señal a los africanos que estaban fuera para que vengan, y ya que también estuvieron éstos dentro, echan a andar sin peligro hacia la plaza, como estaba dispuesto.

Lo mismo fue incorporarse estas tropas con las demás, Aníbal, alegre en extremo de que la acción le salía a medida del deseo, procedió a lo que faltaba. Dividió en tres trozos los dos mil celtas que tenía, y puso al frente de cada uno dos de los conjurados. Destacó en compañía de éstos algunos de sus capitanes con orden de ocupar las avenidas más ventajosas de la plaza. Ya que estuvo esto prevenido, mandó a los conjurados que libertasen y salvasen las vidas delos ciudadanos que encontrasen, avisándoles desde lejos que se estuviesen quietos, que no había que temer; pero dio orden a los oficiales cartagineses y celtas para que matasen a cuantos romanos se pusiesen delante. Efectivamente, esparcidos por diversas partes, se puso en ejecución la orden.

Cuando ya fue cierto que los enemigos habían penetrado en la ciudad, todo fue clamores y alboroto. Livio, advertido del suceso, conociendo que el vino no le tenía en estado de obrar, salió al momento de casa con sus criados y se encaminó a la puerta que conduce al puerto. El guarda se la franqueó, salió por ella, y metiéndose en un esquife de los que se hallaban anclados, pasó con sus gentes a la ciudadela. Poco después, Filemenes, que tenía prevenidas unas trompetas romanas y algunas gentes enseñadas a tocarlas, hizo una llamada desde el teatro, con lo cual, acudiendo a la ciudadela los romanos a tomar las armas, como lo tenían por costumbre, todo salió como los cartagineses tenían pensado. Porque conforme iban llegando de tropel y sin orden a las plazuelas, unos se encontraban con los cartagineses, otros con los celtas, que de este modo hicieron una gran carnicería. Llegado el día, los tarentinos permanecían quietos en sus casas, sin poder adivinar a punto fijo lo que ocurría. Porque al considerar la trompeta y el ningún desorden ni pillaje que existía en la ciudad, presumían que el alboroto provenía de los mismos romanos; pero cuando vieron muertos en las plazas a muchos de éstos y a algunos galos que los despojaban, entonces ya sospecharon que habían entrado los cartagineses.

Cuando ya fue de día claro, Aníbal, formadas en batalla sus tropas en la plaza y retirados los romanos a la ciudadela donde tenían guarnición, ordenó por un pregón que todos los tarentinos se reuniesen en la plaza sin armas. Al instante los conjurados discurrieron por toda la ciudad proclamando libertad e infundiendo buen ánimo, pues que los cartagineses habían venido para su remedio. Aquellos de los tarentinos que tenían alguna conexión con los romanos, lo mismo fue oír el pregón, que retirarse a la ciudadela; pero los demás se congregaron sin armas, como prevenía el edicto. El cartaginés les habló con dulzura, y ellos, unánimes, aplaudieron sus razones por una salud tan inesperada. Entonces despidió la reunión, previniendo a cada uno que tan pronto llegase a su casa pusiese sobre la puerta esta palabra, Tarentino, e imponiendo pena de muerte al que escribiese lo mismo sobre la habitación de algún romano. Después distribuyó las tropas que le parecieron más a propósito para el caso, las envió a saquear las casas de los romanos, que reconocerían no viendo rótulo alguno escrito sobre las puertas, y retuvo consigo los demás en batalla para auxiliar a estas gentes.

Efectuado de este saqueo un rico botín de alhajas de todas clases, y tal que llenaba las esperanzas que los cartagineses habían concebido, pasaron aquella noche sobre las armas; pero al día siguiente Aníbal, tenido consejo con los tarentinos, decidió levantar un muro entremedias de la ciudad y de la ciudadela, a fin de que los ciudadanos no tuviesen que temer en adelante de los romanos que ocupaban ésta. Al principio se propuso levantar un vallado paralelo al muro de la ciudadela, y al foso que éste tenía por delante; pero no dudando que los contrarios, lejos de permitirlo, harían todos los esfuerzos por estorbarlo, escogió sus mejores tropas, en la opinión de que no había cosa más conducente para el futuro que aterrar a los romanos, e inspirar confianza a los tarentinos. Efectivamente, lo mismo fue empezarse a hacer la trinchera, que atacar los romanos con intrepidez y valentía. Aníbal al principio trabó sólo una leve escaramuza, para provocar el ardor de los romanos; pero cuando ya estuvieron los más fuera del foso, da la señal a los suyos y rompe con el enemigo. El combate fue rudo, ya que se luchaba en un corto recinto, y ese murado; pero al fin forzados los romanos volvieron la espalda. Muchos quedaron sobre el campo de batalla, pero la mayor parte pereció rechazada y precipitada en el foso.

De allí adelante Aníbal, viendo cumplidos sus deseos, continuó su vallado, libre de que le inquietasen. Con esto, encerrados los romanos, los forzó a vivir dentro de los muros, por temor no sólo de aventurar sus personas, sino de perder la ciudadela; y a los tarentinos infundió tal espíritu, que con ellos solos sin el auxilio de los cartagineses se creía capaz de hacer frente a los romanos. Después cavó un foso un poco más acá del vallado hacia la ciudad, paralelo a la trinchera y muro de la ciudadela, y al borde de éste que estaba de parte de la ciudad, levantó con tierra… un parapeto, sobre el cual formó una trinchera poco menos fuerte que una muralla. Contiguo a ésta y dentro del corto espacio que mediaba hasta la ciudad, emprendió construir un muro, que principiaba desde el sitio llamado Soteira, hasta la calle Batea; de suerte que sólo estas fortificaciones, sin necesidad de gentes que las defendiesen, bastaban por sí a poner a cubierto los tarentinos de todo insulto. Efectuado esto, dejó una buena guarnición de a pie y de a caballo para custodia de la ciudad y defensa de sus muros, y fue a acampar a cuarenta estadios de distancia, sobre las márgenes de un río que algunos llaman Galeso, y los más Eurotas, denominado así de otro que pasa por Lacedemonia del mismo nombre. Existen en Tarento y sus alrededores otras muchas cosas semejantes a las de aquella ciudad, tanto porque es colonia de lacedemonios, como porque tiene un parentesco indudable con aquella república. Terminada la muralla, que no fue tarde, a causa de la actividad y diligencia de los tarentinos y la ayuda que los cartagineses prestaron, Aníbal pensó después en tomar la ciudadela.

Ya que tenía dispuestos todos los pertrechos para el asedio, llegó de Metaponte un socorro por mar a la ciudadela; con el cual alentados algún tanto los espíritus de los romanos, hacen una salida de noche alas obras, arruinan todos los trabajos, y destruyen las máquinas. Este accidente hizo desistir a Aníbal del asedio pero como ya tenía completamente concluida la muralla, congregó a los tarentinos y les manifestó que lo que más les importaba en tales circunstancias era hacerse señores del mar. Porque dominando corno dominaba la ciudadela la entrada del puerto, según dijimos, ellos no podían absolutamente hacer uso de sus embarcaciones ni salir al mar, en vez de que a los romanos les venía por mar cuanto necesitaban sin peligro; y mientras esto subsistiese, era imposible asegurar la libertad de Tarento. En vista de esto Aníbal les mostró que si quitaban este recurso a los sitiados, al punto tendrían que rendirse, abandonar la ciudadela, y entregarla. Los tarentinos bien hubieran asentido a su discurso; mas no podían comprender cómo pudiera esto hacerse, a no presentarse una escuadra cartaginesa, lo cual por entonces era imposible. Y así no acababan de concebir a dónde iba a parar Aníbal con estas palabras. Pero cuando les hubo dicho que ellos solos, sin necesidad de los cartagineses, eran capaces de adueñarse del mar, entonces creció más la sorpresa, sin poder adivinar su pensamiento. Aníbal había observado que de esta parte del muro que había fabricado había un llano, que extendiéndose a lo largo de la muralla desde el puerto hasta el mar exterior, era muya propósito para transportar los navíos desde el puerto al lado meridional de la ciudad. Así fue que al instante que descubrió el pensamiento a los tarentinos, no sólo aprobaron lo que decía, sino que llenos de admiración por este grande hombre, reconocieron que no había cosa tan ardua que no cediese a su penetración y audacia. Efectivamente, construidas prontamente máquinas con ruedas, concebirse la idea y llevarla a cabo, todo fue uno: tanta era la actividad, y tanto el número de manos que cooperaron al proyecto. Los tarentinos, habiendo transportado de este modo sus navíos al mar exterior, y privado a los romanos de todo socorro extranjero, estrecharon el sitio de la ciudadela sin peligro. Aníbal, dejada guarnición en la ciudad, se puso en marcha con sus tropas, y llegó al tercer día a su primer campo, donde pasó tranquilamente el resto del invierno.


Capítulo XII

Prosíguese la historia del asedio de Siracusa.

Mas supo por un tránsfuga que los siracusanos celebraban una fiesta pública, y que economizando los víveres, a causa de la escasez a que se hallaban reducidos, derrochaban sin embargo el vino, y decidió atacar la ciudad.


Capítulo XIII

Efecto de la conquista de Epipolis en los romanos.

Tomada Epipolis, recuperaron los romanos el valor y la audacia.


Capítulo XIV

Importancia del silencio.

Así la mayoría de los hombres no se deciden a cosa tan fácil como lo es guardar silencio.


Capítulo XV

Los tarentinos y Pirro, rey de Epiro.

Cansados los tarentinos por lo excesivo de su dicha, llamaron a Pirro, rey de Epiro. Natural es, efectivamente, a todos los hombres que gozan libertad, unida a largo ejercicio de ilimitado poder, cobrar despego a su situación presente y buscar amo; mas, si le encuentran, pronto le odian, por advertir que el cambio empeora su estado. Así ocurrió a los tarentinos. Lo porvenir parece siempre mejor que lo presente…


Capítulo XVI

Ancara y sus habitantes.

Ancara, ciudad de Italia. Los habitantes llamábanse ancaritos.


Capítulo XVII

Los Dessaritas.

Los Dessaritas- o mejor, Dessaretas-, pueblo de Iliria…


Capítulo XVIII

Hiscana.

Hiscana, ciudad de Ilira…