El orador (De Oratore), por Marco Tulio Cicerón – Libro tercero

El orador (De Oratore), por Marco Tulio Cicerón - Libro tercero. Fecha de publicación 55 a. C., último siglo de la República romana.

El orador

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El orador

Marco Tulio Cicerón

Libro tercero

Cuando yo me preparaba, oh hermano Quinto, a referir y copiar en este tercer libro el razonamiento que después de Antonio hizo Craso, un acerbo recuerdo vino a renovar en mi ánimo los antiguos cuidados y molestias. Aquel ingenio digno de la inmortalidad, aquella cortesía y virtud de Lucio Craso fue extinguida de súbito por la muerte, apenas habían pasado diez días después de la conversación que en este libro y en el anterior se refiere. Pues habiendo vuelto a Roma en el último día de los juegos escénicos, muy indignado con el discurso que había hecho ante el pueblo el cónsul Filipo, de quien constaba haber dicho que con aquel Senado era imposible gobernar la república: por la mañana, el día de los idus de Setiembre, vino a la curia, donde Druso había convocado el Senado. Y habiéndose quejado del discurso de Filipo, refirió al Senado la grave ofensa que contra aquel orden se había hecho ante el pueblo.

Siempre oí decir a los hombres más sabios que, cuando Craso hablaba con algún cuidado, parecía imposible hacerlo mejor, y superaba a todos; pero aquel día, por unánime confesión de los oyentes, se excedió a sí mismo. Deploró la desdicha y orfandad del Senado, de cuyo orden debía ser el Cónsul como un buen padre o un tutor fiel, y no un nefando ladrón que disipase el patrimonio de su dignidad, y añadió que no era de admirar que quien con sus consejos había trastornado la república, quisiera rechazar el buen consejo del Senado. Como Filipo era hombre vehemente, de fácil palabra y muy fuerte para la resistencia, no toleró aquellas encendidas teas; enojóse mucho y quiso refrenar a Craso con la amenaza de confiscarle los bienes. Cuentan que Craso dijo entonces cosas divinas, declarando que él no estimaba como Cónsul, a quien no le consideraba a él mismo como Senador. «¿Acaso tú, que miras como usurpada la autoridad de todo el orden senatorial y pretendes desacreditarle ante el pueblo romano, piensas aterrarme con esa amenaza de la confiscación? Si quieres contener a Craso, no le has de quitar los bienes sino la lengua, y aun arrancada ésta, respirará en su aliento la libertad y el odio a tu tiranía.»

Consta que habló largo tiempo con extraordinaria vehemencia de ingenio y de fuerzas, y que redactó en graves y magníficas palabras el parecer que siguió todo el Senado: «Que estuviese satisfecho el pueblo de que nunca habían faltado a la república el consejo y fidelidad del Senado.» Él mismo escribió estas palabras, según consta en los registros. Fue aquella oración como la voz del cisne de aquel hombre divino, y nosotros, cual si esperáramos todavía oirle, íbamos después de su muerte a la curia, para contemplar el sitio en que había pronunciado aquellas últimas palabras. Cuando aun estaba hablando, te acaeció un dolor de costado seguido de copiosísimo sudor; volvió con fiebre a su casa, y a los siete días murió. ¡Oh falaz esperanza de los hombres! ¡Oh frágil fortuna y vanas ambiciones nuestras que tantas veces se quebrantan y hunden en mitad de la carrera o antes de ver el puerto! Mientras la vida de Craso estuvo ocupada por los cuidados de la ambición, brilló más por sus beneficios privados y la fama de su ingenio, que por los altos honores y dignidades que tuviera en la república. Y cuando pasado un año después de su censura, el consentimiento de todos le abría el camino a los más altos honores, vino a destruir todas sus esperanzas y proyectos la muerte. Lamentable fue esto para los suyos, acerbo para la patria, doloroso para todos los buenos; pero tales calamidades vinieron luego sobre la república, que bien puede decirse que los Dioses inmortales no quitaron a Lucio Craso la vida, sino que le dieron la muerte. No vio ardiendo en guerra la Italia, en envidia el Senado, y a los principales de la ciudad reos de nefandos crímenes, ni el llanto de su hija, ni el destierro de su yerno, ni la triste fuga de Cayo Mario, ni la cruelísima matanza que siguió a su muerte, ni, finalmente, el completo desorden de aquella ciudad, antes tan floreciente y teatro de su gloria.

Pero ya que he venido a tratar del poder e inconstancia de la fortuna, no necesito ir a buscar ejemplos muy lejanos; basta ver a los mismos varones que en este diálogo hablan. ¿Quién no llamará con razón dichosa la muerte de Lucio Craso que fue llorado por muchos, cuando traiga a la memoria el fin que tuvieron todos los que por última vez hablaron entonces con él? Todos recordamos que Quinto Cátulo, varón en todo excelente, cuando pedía, no ya la salvación, sino el destierro y la fuga, se vio obligado a privarse él mismo de la vida. La cabeza de Marco Antonio, que había salvado las de tantos ciudadanos, fue clavada en aquellos mismos rostros donde él había defendido con tanta constancia la república, y que, siendo censor, había adornado con los despojos imperatorios. No lejos de él fue puesta la cabeza de Cayo Julio, entregado por traición de su huésped Arusco, y con ella la de su hermano Lucio Julio.
De quien tales cosas no llegó a ver, bien puede decirse que vivió con la república y murió juntamente con ella. No vio a su pariente Publio Craso, varón de tan esforzado ánimo, muerto por su propia mano, ni vio el simulacro de Vesta teñido con la sangre de su colega el Pontífice máximo. ¡Con cuánta tristeza (siendo tan grande como era su amor a la patria) hubiera visto aquel día la horrenda muerte de Cayo Carbon, con ser éste tan enemigo suyo! No vio la miserable suerte de aquellos dos jóvenes que entonces acompañaban a Craso. Cayo Cota, a quien él había dejado en tanta prosperidad, fue desposeído del tribunado por envidia, no muchos días después de la muerte de Craso, y a los pocos meses fue arrojado de la ciudad. Sulpicio, víctima del mismo odio, hizo, siendo tribuno, despojar de toda dignidad a los mismos que en otro tiempo habían sido sus amigos, y cuando empezaba a florecer para gloria de la elocuencia, el hierro le quitó la vida en pena de su temeridad, aunque no sin grave daño de la república. Por eso yo, cuando veo a Craso tan ilustre en vida y muerto tan a tiempo, no puedo menos de atribuir a divina y especial providencia su nacimiento y su fin, porque según era el valor y constancia de su ánimo, o hubiera sido víctima de la crueldad de las guerras civiles, o si la fortuna le hubiera librado de muerte tan atroz, hubiera tenido que ser espectador de la ruina de su patria, y no sólo la admiración de los malos, sino la misma victoria de los buenos le hubiera causado tristeza grande, por venir manchada con la sangre de tantos ciudadanos. Considerando yo, hermano Quinto, estas calamidades y las que yo mismo, por mi amor increíble y singular a la república, he sufrido, ha llegado a parecerme verdadero y sabio tu consejo, cuando citándome tantas y tan arrebatadas caídas de ilustres y excelentes varones, procurabas apartarme de toda contienda y disputa. Pero como ya no es hora de desandar lo andado, y la gloria viene a compensar mis mayores trabajos, prosigamos en estos solaces, que no sólo pueden ser agradables, sino provechosos en las molestias que de continuo nos abruman, y recordemos el razonamiento de Lucio Craso, casi el único que pronunció en su vida, y démosle la debida alabanza, si no igual a su ingenio, a lo menos proporcionada a nuestra afición. Ninguno de nosotros cuando lee los admirables libros de Platón, en todos los cuales se dibuja la figura de Sócrates, deja de formarse una idea aun más alta del personaje, con estar divinamente escritos aquellos diálogos. Yo también pido, no a tí que me lo concedes todo, sino a los demás que tomen en manos este libro, que sospechen del mérito de Craso algo más de lo que yo acierte a expresar. Porque como yo no estuve presente a la conversación, y Cota me refirió sólo los principales puntos y argumentos, he procurado hacer hablar a cada uno en su estilo propio, tal como le conocí por sus discursos; y si hay alguno que, llevado de la opinión vulgar, piense que Antonio fue más seco, o Craso más abundante que como yo los he descrito, será sin duda quien nunca los oyó o quien no puede juzgar. Porque, como antes dije, uno y otro, así en estudio como en ingenio y doctrina, se aventajaron a todos, y en su línea fueron perfectos, de suerte que ni faltaba ornato en los discursos de Antonio ni redundaba en los de Craso.

Así que se separaron antes del mediodía y descansaron un poco, narraba Cota que había llamado mucho la atención el ver que Craso había estado en atenta y fija meditación, y que él, como conocía muy bien, por haberlo visto en muchas ocasiones, el semblante y la mirada que Craso solía tener cuando meditaba o se disponía a hablar, vino entonces, mientras los otros descansaban, a aquel aposento donde Craso se había acostado en su lecho, y viéndole absorto en la meditación, se retiró en seguida, pasándose en este silencio no menos de dos horas. Y cuando ya el día se inclinaba hacia el ocaso, vinieron todos a ver a Craso, y dijo Julio: «¿Qué es eso, no nos sentamos? Venimos, no a pedirte, sino a recordarte tu palabra.» A lo cual respondió Graso: «¿Me juzgáis tan imprudente que pueda dilatar por más tiempo el cumpliros lo que os prometí? -¿Y qué lugar te parece bien en medio de la selva? Este es el más opaco y frío. -Sea, dijo Craso: nada más a propósito que ese lugar para nuestra conversación.» Y habiéndoles parecido bien a todos, fuéronse al bosque, y allí se sentaron con gran deseo de oír. Craso comenzó a hablar así: «Ya que por una parte vuestra amistad y por otra la facilidad de Antonio me ha quitado en tan excelente causa como es la mía toda libertad de negar, procuraré complaceros, por más que al partir la materia de que tratamos tomara Antonio para sí el hablar de las cosas que debe decir el orador, dejándome a mí el explicar cómo han de adornarse, con lo cual vino a dividir lo que nunca puede estar separado. Constando todo discurso de cosas y palabras, ni las palabras pueden tener valor si se quita el asunto, ni las cosas luz si se quitan las palabras. Paréceme que los antiguos alcanzaron y vieron mucho más que cuanto pueden ver y alcanzar nuestros ingenios, porque los antiguos filósofos decían que todo, así lo superior como lo inferior, es uno, y que una fuerza y una ley rige a toda la naturaleza. Ni hay cosa alguna que separada de las otras tenga existencia por sí misma, ni tampoco las demás, si ella les falta, pueden conservar su fuerza y eterna duración.

»Pero si esta razón parece superior al entendimiento y sentido humanos, no acontece así ciertamente con aquellas tan verdaderas y para tí, oh Cátulo, no desconocidas palabras de Platón, cuando sostiene que todas las artes humanas y liberales tienen entre sí cierto vínculo y alianza; y considerando bien las causas y fines de las cosas, se halla un admirable concierto y armonía entre todas las doctrinas. Y si todavía parece esta consideración demasiado alta para que nosotros tan apegados a la tierra la podamos contemplar, a lo menos debemos comprender y recordar el arte que hemos abrazado, el que profesamos y al que nos dedicamos. Una sola es la elocuencia de que yo hablaba ayer, y la que Antonio nos explicaba hace algunas horas en la conversación de esta mañana, sea cualquiera el terreno en que la discusión se coloque. Porque ya trate de la naturaleza del cielo, ya de la tierra, ya de las cosas divinas, ya de las humanas, ya de lo inferior, ya de lo igual, ya de lo superior; ya determine a los hombres a la acción, ya los instruya, ya los disuada, ya los arrebate, ya reflexione, ya encienda, ya calme las pasiones; ora se dirija a pocos oyentes, ora a muchos, a los extraños o a los propios, o aunque sea, finalmente, un monólogo, siempre brota la elocuencia de las mismas fuentes, por más que luego se divida en arroyos; y a donde quiera que llega va adornada y ataviada con las mismas galas. Pero como estamos dominados por las falsas opiniones, no sólo del vulgo, sino de los hombres de liviana erudición que, no pudiendo comprenderlo todo, gustan de aprender las cosas separadas y sueltas, y que apartan las palabras de la sentencia como quien separa el alma del cuerpo, cual si el una pudiera existir sin la otra, no abrazará en mi discurso más que lo que se me encarga: sólo indicará brevemente, que ni puede encontrarse el ornato de la palabra sin pensamientos claros y bien divididos, ni hay sentencia alguna que brille sin la luz de la palabra. Por eso antes de llegar a estos matices y lumbres de la oración, dirá en pocas palabras lo que pienso de la elocuencia en general. »Nada hay, a mi ver, en la naturaleza, que no abrace en su género muchas cosas desemejantes entre sí, aunque todas ellas dignas de alabanza. Porque nuestros oídos perciben muchas voces tan variadas que siempre la última nos parece la más agradable, y son casi innumerables las formas que se ofrecen a nuestros ojos y de diverso modo nos deleitan, sin que sea fácil decidir cuál es la más agradable. Lo mismo acontece en los demás sentidos; y lo que se dice de la naturaleza puede aplicarse a las artes. Hay un solo arte de escultura, en el cual sobresalieron Miron, Policleto, Lisipo, todos diversos entre sí, pero de tal suerte, que no quisiéramos que ninguno de ellos fuese diferente de sí mismo. Uno es también el arte de la pintura, y muy diferentes son entre sí Zeuxis, Aglaofon, Apeles, y no hay uno entre ellos a quien haya faltado ninguno de los primores de su arte. Y si esto es admirable, aunque sea verdad, en artes casi mudas, ¿cuánto más admirable no será en el discurso y en el lenguaje, que aun manejando las mismas sentencias y palabras, presenta grandes diferencias, pero no de suerte que merezcan vituperio los que no se amoldan a un determinado estilo, sino antes bien alabanza en géneros diversos? Y esto es de ver sobre todo en los poetas, que tienen tan próximo parentesco con los oradores. Ved cuán diferentes son entre sí Ennio, Pacuvio, Accio; cuánto lo son entre los griegos Esquilo, Sófocles y Eurípides, por más que a todos se otorgue casi igual alabanza en géneros diversos. Contemplad ahora a los oradores de quien tratamos, y ved qué diferencias hay entre ellos. Isócrates tuvo suavidad, Lisias sutileza, Hipérides agudeza, Esquines armonía, Demóstenes fuerza. ¿Quién de ellos no fue excelente, y sin embargo, a quién se pareció cualquiera de ellos sino a sí mismo? Escipion el Africano fue grave en su oratoria, Lelio suave, Galba áspero, Carbon rotundo y abundante. ¿Quién de ellos no fue el primero en su tiempo y modelo en un género distinto?

»¿Pero para qué busco ejemplos antiguos, cuando puedo valerme de otros presentes y vivos? ¿Qué cosa tan agradable ha sonado nunca en nuestros oídos como la dicción de Cátulo, la cual es tan pura que parece que él sólo sabe hablar el latín, y en la cual dichosamente se unen con singular majestad las gracias y los donaires? ¿Y qué mucho? Cuando lo oigo, juzgo siempre que no se puede añadir, quitar o alterar algo de sus discursos sin echarlos a perder. ¿Y qué diré de nuestro César, que ha introducido un nuevo género de oratoria y un estilo casi singular? ¿Quién sino él trató nunca las cosas trágicas cómicamente, las tristes y severas con hilaridad y alegría, las forenses, con todo el arte de la escena, y de tal modo que ni la gravedad de los asuntos excluyese los chistes, ni éstos aminorasen lo grave y serio de la cuestión? Presentes están Cota y Sulpicio, los dos casi de la misma edad: ¡qué cosa menos parecida entre sí, y sin embargo, cada cual en su género es eximio! El uno, limado y sutil, explicando las cosas con palabras propias y exactas, está siempre atento a la causa, y cuando su agudo ingenio le inspira el argumento de más fuerza para convencer a los jueces, omite todas las demás pruebas y en ella concentra todo su vigor y atención. Sulpicio, vehemente y arrebatado, junta a una voz llena y sonora y a un noble ademán y gracia en los movimientos, una gravedad y abundancia de palabras, que lo hacen parecer privilegiado por la naturaleza en disposiciones oratorias.

»Vengo ahora a nosotros mismos, ya que siempre nos han comparado, como en un juicio de competencia. ¿Qué cosa hay menos parecida que Antonio y yo en el decir? Él es tan grande orador, que no se puede hallar otro más excelente, y yo me avergüenzo de verme comparado con él. Veis qué género es el de Antonio: fuerte, vehemente, animado en la acción, apercibido y resguardado por todas partes, agudo, claro; se detiene en cada cosa, cede cuando honradamente puede cederse, y persigue y rinde al adversario, amenazando unas veces, suplicando otras, con una infinita variedad que jamás cansa nuestros oídos. Pero yo, ya que queréis contarme en el número de los oradores, sea cualquiera mi valor absoluto, ciertamente disto mucho de ese género. No me atrevo a decir cuál es mi estilo, porque nadie se conoce a sí propio, y es muy difícil juzgarse; pero se ve una diferencia en lo calmoso y reposado de mi acción, y en que suelo caminar siempre sobre las huellas que estampé al principio, y por lo mismo que pongo más cuidado que él en elegir las sentencias y las palabras, ando siempre temeroso de que parezca mi discurso afectado e indigno de la expectación del auditorio y del silencio con que me escuchan.

»Pues si sólo entre los que estamos aquí hay tanta diferencia de estilos y cada uno tiene el suyo, distinguiéndose más por sus facultades que por el género de elocuencia en que se ejercita, y siendo digno de alabanza todo lo que en su género es perfecto, ¿qué sucedería si nos fijáramos en todos los oradores que han existido o existen? ¿No encontraríamos tantos estilos como hombres?

»Todo este razonamiento se encamina a probar que siendo casi innumerables las formas y modos de decir, diversos en especie, aunque todos ellos laudables, no se pueden reducir a los mismos preceptos y a un mismo arte cosas que tanto discrepan entre sí.

»Por eso los que educan e instruyen a otros deben tener muy en cuenta el género a que más inclina a cada cual la naturaleza. Vemos que de una misma escuela de excelentes artífices y maestros han salido discípulos nada semejantes entre sí, pero todos ilustres, porque el maestro supo acomodar su enseñanza al genio de cada uno. De esto es grande ejemplo (omitiendo otras artes) lo que decía Isócrates, singular maestro: «que usaba de espuelas con Eforo, y de freno con Teopompo», porque en el uno reprimía el excesivo lujo y audacia de dicción, mientras que tenía que alentar la timidez y modestia del otro. Y no los hizo semejantes, pero tanto añadió al uno y limó al otro, que los conformó en cuanto la índole peculiar de cada uno consentía.

»He anticipado todas estas ideas para que entendáis que si no todo lo que voy a proponeros se acomoda a la índole y gusto particular de cada uno de vosotros en la oratoria, es porque sólo me he propuesto explicar el método y estilo que yo tengo por mejor.

»El orador ha de hacer todo lo que explicó Antonio y ha de decir las cosas de cierto modo. ¿Y qué modo mejor da decir (porque de la acción hablaré luego) que expresarse con pureza latina, con claridad y ornato y en los términos más acomodados al fin que nos proponemos? No creo que me preguntéis la razón que tengo para exigir pureza y claridad en el lenguaje, porque ni tratamos de enseñar a quien no sabe su lengua, ni es de esperar que quien no sepa latín pueda hablar nunca con elegancia, ni es posible admirar a quien habla de modo que no se le entiende. Dejemos, pues, esto, que es de conocimiento fácil y uso necesario, ya que la pureza de lengua se aprende en la niñez y en los primeros estudios, y la claridad es lo menos que se la puede exigir a un orador.

»Pero toda elegancia de estilo, aunque se perfecciona con la ciencia de las letras, todavía se acrecienta más con la lectura de los oradores y poetas, y aquellos antiguos escritores nuestros que aun no sabían adornar su estilo, casi todos hablaron con mucha pureza de lengua, y tan acostumbrados estaban a ello, que ni aun poniéndose de intento hubieran conseguido hablar malamente. Ni por eso se ha de abusar de las palabras que el uso tiene ya desterradas, a no ser por causa de ornato y con moderación; aunque el escoger, entre las palabras que están en uso, las más selectas, requiera largo y diligente estudio de los antiguos escritores.»Para hablar bien el latín, no basta emplear palabras que nadie pueda reprender con razón, y usarlas en sus casos, tiempos, género y número, evitando toda perturbación, discrepancia y trastorno, sino que debe educarse la lengua, el aliento y hasta el mismo sonido de voz; las letras no se han de pronunciar oscura y confusamente, ni las palabras han de salir flojas y desmayadas, ni por el contrario, hinchadas y como nacidas de fatigosa respiración. Y no hablo aquí todavía de la voz, como parte de la acción, sino en cuanto tiene enlace con el discurso. Hay ciertos vicios que todo el mundo quiere evitar: una voz afeminada y mujeril, o por el contrario, desentonada y absurda. Hay otro defecto que algunos buscan de propósito. Agrádales una voz rústica y agreste, y creen que esto da a sus discursos cierto color de antigüedad: así lo hace, oh Cátulo, tu amigo Lucio Cota, que a mi entender confunde lo rústico con lo anticuado. Por el contrario, a mí me deleita la suavidad de tu voz; prescindo ahora de la suavidad de las palabras, aunque es la más esencial y sólo se adquiere con el estudio y con el ejercicio de leer y de hablar. Sólo trato de la perfecta pronunciación, que así como entre los Griegos es propia de los áticos, así entre los latinos es gala de nuestra ciudad. Mucho tiempo hace que en Atenas se extinguió la sabiduría de los mismos Atenienses; sólo queda en aquella ciudad la morada de los estudios, en que ya no se ejercitan los ciudadanos, sino los extranjeros atraídos por el nombre y autoridad de aquel pueblo. Y, sin embargo, a los hombres más doctos de Asia los vence cualquier Ateniense indocto, no en las palabras, sino en el acento, y no tanto por hablar bien cuanto por hablar con dulzura. Los nuestros se dedican a las letras menos que los latinos, y no obstante, ninguno de los de la ciudad, por pocas letras que tenga, dejará de vencer en condiciones de voz y acento a Quinto Valerio Sorano, el más sabio de todos los Itálicos.

»Teniendo, pues, los Romanos de la ciudad una pronunciación suya, en la cual nada que ofenda, nada que desagrade, nada que suene o huela a peregrino y anticuado puede admitirse, imitémosla, y no sólo huyamos la rústica aspereza, sino también las innovaciones extranjeras. Cuando oigo a mi suegra Lelia (porque es sabido que las mujeres conservan mejor la tradición, antigua, y como oyen hablar a poca gente, retienen siempre lo primero que oyeron) me parece oír a Plauto o a Nevio; su pronunciación es recta y sencilla, sin rastro de ostentación o imitación: así habló su padre, así sus mayores; no con aspereza, como el orador que antes cité; no con grosería y rusticidad, sino con precisión, llaneza y agrado. Por eso nuestro Cota, a quien tú, Sulpicio, sueles imitar cuando suprimes la jota y pronuncias muy llena la e, no me parece que imita a los oradores antiguos, sino a los segadores.» Habiéndose reído Sulpicio, añadió Craso: «Ya que me habéis obligado a hablar, me he de vengar mostrándoos algunos de vuestros defectos.

-Ojalá lo hagas, replicó él; todos lo deseamos, y creo que si lo haces, dejaremos hoy muchos de nuestros defectos.

-Pero a tí, Sulpicio, dijo Craso, no te puedo reprender sin peligro propio, porque dijo Antonio que te pareces mucho a mí.

-También nos aconseja, replicó Sulpicio, que imitemos lo mejor de cada uno, y mucho me temo no haber imitado de tí más que los golpes que das con el pié en el suelo, y unas cuantas palabras, y quizá algún movimiento.

-De lo que tengas parecido a mí, respondió Craso, no te reprenderé, por no reprenderme a mí mismo: son mis defectos muchos más y mayores que los que tú imaginas: en cuanto a los que son tuyos enteramente o imitados de algún otro, de éstos ya te advertiré cuando la ocasión se presente.

»Pasemos en silencio los preceptos relativos a la lengua latina, que se aprenden en la enseñanza de la niñez, se desarrollan con el más sutil y razonado conocimiento de las letras o con el hábito diario y familiar de la conversación, y se acrecen con la lectura de los antiguos historiadores y poetas. Ni nos paremos tampoco a disputar cómo podremos hacer inteligibles las cosas que decimos.

»Hablando en buen latín, con palabras usadas y que indiquen propiamente lo que queremos significar y declarar, sin vocablos ni frases ambiguas, sin períodos demasiado largos, sin dilatar excesivamente los símiles, sin sentencia desligada, sin confusión de tiempos, de personas o de orden. ¿Qué más? Tan fácil es todo esto, que muchas veces me admiro de que sea más difícil entender lo que el patrono nos quiere decir, que lo que diría el mismo cliente si hablase en causa propia.

»Los que vienen a encargarnos causas, suelen explicarse de tal modo que no puede apetecerse más claridad. Pero cuando tratan el mismo asunto Furio o vuestro amigo Coponio, no puedo entender lo que dicen, si no presto mucha atención: tan confuso, tan enredado es su discurso; allí no se distingue lo primero de lo segundo, y es tal el tropel y lo desusado de las palabras, que lejos de dar luz a las ideas, traen oscuridad y tinieblas, viniendo a reducirse la oración a un vano ruido. Pero si esto no os agrada, principalmente a los que sois de mayor edad, y os parece molesto y pesado, hablemos de otras cosas todavía menos agradables.

-Ya ves, dijo Antonio, con qué disgusto te oímos; yo de mí sé decir que lo abandonaría todo por oírte: tienes el arte de dar claridad a lo más escabroso, plenitud a lo más seco, novedad a lo más vulgar.

-Fáciles eran, continuó Craso, las dos partes que hasta ahora he recorrido, o que más bien he pasado en silencio: el hablar con pureza latina, y la claridad de expresión. Las demás cualidades son muchas, difíciles, variadas, graves, y en ellas se funda todo el triunfo del ingenio y toda la gloria de la elocuencia. Nadie hay que se admire de un orador porque hable bien el latín. Si le habla mal, se rien de él lo mismo que de cualquiera otro, aunque no sea orador. Nadie ensalza la claridad del que se deja entender de sus oyentes, pero todos desprecian al que no puede hacerlo. ¿De qué se admiran, pues, los hombres? ¿Qué es lo que les deja estupefactos y arranca sus exclamaciones? ¿A quién tienen, digámoslo así, por Dios entre los hombres? Al que habla con distinción, riqueza, abundancia y lucidez en cosas y palabras, y pone en la oración un ritmo y número poético. Esto es lo que llamo ornato: los que modelan su estilo según el asunto y las personas lo exigen, merecen ser alabados, pues hablan con oportunidad y afluencia. Dice Antonio que nunca ha visto oradores de este género, y que a ellos solos debe concederse el lauro de la elocuencia. Burlaos de todos aquellos que con haber aprendido los preceptos de los retóricos, creen haber alcanzado toda la facultad oratoria, sin saber siquiera qué papel representan o qué se proponen. Ya que la vida humana es materia propia del orador, debe investigar, oir, leer, disputar, tratar y experimentar todo lo que ella abraza. La elocuencia es una de las principales virtudes; y no porque las virtudes dejen de ser todas iguales entre sí, sino porque hay algunas más hermosas y esclarecidas que otras, como es ésta que, abrazando la ciencia de las cosas, de tal manera explica con palabras los designios y afectos del ánimo, que fácilmente puede llevar adonde quiera el ánimo de los que oyen. Cuanto mayor es su fuerza, más conviene que vaya unida con una probidad y exquisita prudencia: si al que carece de estas virtudes le damos la facilidad y abundancia en el decir, no haremos de él un orador, sino que pondremos un arma en manos de un loco furioso.

»A este arte de pensar y bien decir le llamaban los antiguos Griegos sabiduría. Ella educó a los Licurgos, Pitacos, Solones, y muy semejantes a ellos nuestros Coruncanios, Fabricios, Catones, Escipiones, quizá no tan doctos, pero con igual vehemencia de ánimo e incorrupta voluntad. Otros por el mismo entendimiento, pero con diversas ambiciones, prefirieron la quietud y el sosiego: así Pitágoras, Demócrito, Anaxágoras, que, abandonando el gobierno de la ciudad, se dedicaron del todo a la investigación de las causas: la cual vida, por su tranquilidad y por la dulzura de la misma ciencia, que es lo más agradable que hay entre los hombres, deleitó a muchos más de los que convenía a la utilidad pública. Así que se dedicaron a este estudio hombres de excelente ingenio, libres de toda otra ocupación y cuidado, siguiéronles en las mismas investigaciones y estudios otros muchos, quizá en mayor número que el que hubiera convenido. Porque la antigua sabiduría era a la vez maestra del bien decir y del bien obrar, y eran unos mismos los preceptos de la vida y de la elocuencia: así, en Homero aquel Fénix, a quien Peleo había elegido por compañero de su hijo en la guerra, le enseñaba a ser orador elocuente y ejecutor de grandes hazañas. Pero así como los hombres habituados a un trabajo diario y asiduo, cuando por el mal tiempo tienen que suspenderlo, se refugian en el juego de pelota, o de los dados, o de las tesseras, o inventan en la ociosidad alguna nueva recreación; así ellos, excluidos de los negocios públicos por la mala condición de los tiempos o por su propia voluntad, se dedicaron unos a la poesía, otros a la geometría, otros a la música, otros, como los dialécticos, inventaron nueva ocupación y nuevo juego, y consumieron su tiempo y su vida en aquellas artes inventadas para educar y formar el ánimo de los jóvenes.

»Y como había muchos que florecían en la república por esa doble sabiduría de bien obrar y de bien decir, que no puede separarse, y que brilló en Temístocles, en Pericles y Teramenes, y como había otros que, sin ejercitarse en el gobierno de la república, eran preceptores de esa misma sabiduría, como Gorgias, Trasímaco, Isócrates, encontráronse también algunos varones en ingenio y doctrina excelentes, pero que calculadamente se apartaban de los negocios civiles, y reprendían y tenían en poco este ejercicio oratorio. El principal de ellos fue Sócrates, a quien por universal testimonio de los doctos y juicio de toda la Grecia nadie venció en prudencia, agudeza, ingenio y gracia, ni tampoco en variedad y copia de decir, fuese cual fuese el asunto en que se ejercitara. Cuando los maestros de quienes hemos hablado, trataban, enseñaban y disputaban estas materias retóricas, cuando todos los conocimientos, y entre ellos el de la oratoria, se llamaban filosofía, Sócrates les arrebató este nombre común, y separó las ciencias antes tan unidas, el discurrir bien, y el hablar con ornato. Esto hizo en aquellos coloquios y disputas suyas, que Platón inmortaliza en sus obras, porque Sócrates no dejó escrita ni una letra. De aquí esa discordia entre el pensamiento y la lengua, absurdo ciertamente, inútil y digno de reprensión, como si a unos estuviera concedido el recto juicio y a otros el bien decir. Habiendo sido tantos los discípulos de Sócrates, y conservando todos alguna parte de su enseñanza esparcida en tantas y tan variadas discusiones, nacieron de aquí muchas sectas entre sí discordes, aunque todos sus adeptos se llamasen socráticos y se tuviesen por fieles discípulos de Sócrates. Y primero fueron discípulos de Platón Aristóteles y Xenócrates, padre el uno de la escuela peripatética, y el otro de la Academia; fueron después discípulos de Antístenes (que había tomado de los discursos de Sócrates la paciencia y la severidad), primero los cínicos y luego los estoicos. De Aristipo, a quien agradaban más las disputas sobre el placer, nació la filosofía cirenáica que él y sus sucesores defendieron de buena fe, mientras hoy los que lo miden todo por el deleite, aun cuando con más delicadeza lo hagan, ni satisfacen a la dignidad humana, que no desprecian sin embargo, ni saben defender esa misma causa del deleite que quieren que abracemos. Hubo otras sectas filosóficas, que casi todas se llamaban socráticas: los Eretrios, Heríilios, Megareos y Pirrónicos, pero ya todas estas escuelas están quebrantadas y deshechas. Entre las que quedan, la que ha tomado a su cargo la defensa del placer, aunque a algunos les parezca verdadero, dista mucho, no obstante, de convenir al orador que estamos formando y que queremos sea autor del consejo público, caudillo en el gobierno de la ciudad, y el primero por su elocuencia y sabiduría en el Senado, en el pueblo y en las causas públicas. Y no por eso hacemos injuria alguna a esta filosofía. Cumpla en buen hora lo que desea, pero descanso en sus huertos, donde recostada muelle y delicadamente, nos aparta de los rostros, del tribunal y de la curia. Quizá obra sabiamente, sobre todo en el presente estado de la república. Pero yo no trato ahora de averiguar cuál es la filosofía más verdadera, sino cuál es la que conviene más al orador. Por lo cual dejémoslos sin agraviarlos en nada: después de todo son hombres de bien y se creen felices: sólo les aconsejaremos que, aunque sea verdad, tengan oculta como un misterio esa sentencia de que el sabio no ha de tomar parte en el gobierno de la república, porque si llegan a persuadirnos de eso a los que somos buenos ciudadanos, no podrán ellos mismos gozar por mucho tiempo de ese ocio que tanto desean.

»A los estoicos no los reprendo en nada, porque no quiero que se enojen, aunque no saben ni enojarse. Hasta les agradezco el haber sido los únicos que han dicho que la elocuencia es virtud y sabiduría. Pero hay en ellos dos cosas que no convienen al orador: la primera el decir, como dicen, que todo el que no es sabio, es siervo, ladrón, enemigo, insano, y afirmar por otra parte que no hay ningún hombre verdaderamente sabio. Es muy absurdo que hable en el foro, en el Senado o en cualquiera otra reunión de hombres, uno a quien le parezca que ninguno de los presentes está sano ni es buen ciudadano ni hombre libre. Añádase a esto que tienen un estilo quizá sutil y ciertamente agudo, pero que para un orador es seco, desusado, ingrato a los oídos del vulgo, oscuro, árido; tal, en suma, que de ninguna manera puede usarse ante el pueblo. Los estoicos discurren acerca del bien y el mal de un modo muy distinto que los demás ciudadanos, o por mejor decir, estiman de otra manera que los demás el honor, la ignominia, el premio y el suplicio. Si en esto aciertan o yerran no es ahora ocasión de discutirlo, pero siguiendo su doctrina, nunca haremos nada en el campo de la oratoria.

»Restan sólo los peripatéticos y los académicos: éstos forman dos escuelas con un mismo nombre, porque Espeusipo, hijo de una hermana de Platón; Xenócrates, discípulo del mismo Platón, y Polemon y Crántor, que lo fueron de Xenócrates, se diferencian poco de Aristóteles, que fue, juntamente con ellos, discípulo de Platón; sólo difieren mucho en la abundancia y variedad del estilo. Arcesilao, discípulo de Polemon, fue el primero que de varios diálogos platónicos y razonamientos de Sócrates dedujo la consecuencia de que no hay certidumbre alguna en el conocimiento adquirido por los sentidos o por el entendimiento, y cuentan que con suma gracia en el decir despreció todo criterio, lo mismo el de la razón que el de los sentidos, y fue el primero en renovar el método ya usado por Sócrates: no demostrar lo que él mismo pensaba, sino disputar contra la opinión de cualquier otro. De aquí nació la nueva Academia, en la cual se distinguió por su divina prontitud de ingenio y abundancia de decir, Carneades. Y aunque yo conocí muchos discípulos suyos en Atenas, sin embargo, los testigos más fidedignos que puedo citar son mi suegro Scévola, que le oyó en Roma siendo joven, y mi amigo Quinto Metelo, hijo de Lucio, varón muy ilustre, que lo alcanzó en Atenas, aunque muy viejo, y le oyó por muchos días.

»Así como los ríos se dividen al caer de la cumbre del Apenino, así huyendo de esta común altura de la sabiduría, se dividieron los estudios, cayendo los filósofos en el mar superior de Jonia, mar griego y abundante en puertos, al paso que los oradores cayeron en este mar inferior Tirreno y bárbaro, lleno de escollos y de peligros, en el cual el mismo Ulises hubiera andado errante. Por lo cual, si nos contentamos con un orador que sepa negar lo que se le arguye o defender a lo menos la conducta del acusado sosteniendo que ha obrado bien, o por culpa de otro, o según la ley, o no contra la ley, o con imprudencia, o por necesidad, o que no se ha de dar a su acción el nombre que se le da, o que la acusación no es en debida forma; y si creéis que basta aprender lo que los preceptistas de este arte enseñan, y que con mucho más ornato y abundancia que ellos acaba de exponer Antonio; si os contentáis, digo, con estas cosas y con lo que queréis que yo añada, venís a reducir al orador a un círculo exiguo, quitándole el vasto e inmenso campo en que se espaciaba. Pero si queréis imitar al antiguo Pericles o a Demóstenes, que nos es más familiar por la multitud de sus escritos, y si amáis aquella hermosa y soberana idea del orador perfecto, tenéis que seguir el método de Carneades o el de Aristóteles. Porque, como ya he dicho, los antiguos que precedieron a Sócrates juntaban con el arte de bien decir la ciencia de las costumbres, de la vida, de la virtud y de la república, hasta que separados después por Sócrates y sus discípulos los disertos de los doctos, despreciaron los filósofos la elocuencia y los oradores la sabiduría, y sólo de vez en cuando tomaban algo prestado los unos de los otros, siendo así que antes hubieran podido usar alternativamente de la misma riqueza, a haber permanecido en su primitiva alianza. Y así, como los antiguos Pontífices, aunque Numa les había encargado de los convites sagrados, quisieron que hubiese tres Epulones por ser tantos los sacrificios, así los socráticos apartaron de su gremio y del nombre común de filósofos a los defensores de causas, cuando por el contrario habían querido los antiguos que hubiese una admirable unión entre el arte de bien decir y la sabiduría.

»Siendo esto así, he de pediros sinceramente que en lo que voy a decir, no creáis que hablo de mí mismo, sino del orador. Porque yo, habiendo sido educado por mi padre con grande estudio en la niñez, y habiendo traído al foro el ingenio que en mí conozco y no el que vosotros imagináis, nunca he aprendido, sin embargo, las materias de que voy a hablar, con el esmero que os recomiendo a vosotros; empecé a defender antes que nadie causas públicas, y cuando tenía veintiun años, llamé a juicio a un hombre muy ilustre y elocuentísimo: mi disciplina fue el foro, mi maestro el uso, y las leyes e instituciones del pueblo romano, y las costumbres de los mayores. Sediento luego de adquirir esos conocimientos de que hablo, sólo llegué a buscarlos cuando estuve de cuestor en Asia, donde fue mi maestro el académico Metrodoro, de cuya memoria ha hablado Antonio; de allí me fui a Atenas, donde hubiera permanecido más tiempo a no haberme enojado con los Atenienses, porque no querían repetir los misterios que habían celebrado dos días antes de mi llegada. Así es que, cuando extiendo el término de la elocuencia a tanta variedad de conocimientos y doctrina, no sólo no hablo de mí, sino contra mí, ni disputo de mis facultades, sino de las del orador, y tengo por muy ridículos a todos los que escriben arte retórica y disputan del género judicial, de los principios y de las narraciones. Pero el poder de la elocuencia es tal, que explica el origen, la naturaleza y las alteraciones de todas las cosas, las virtudes, los deberes; describe las costumbres, y las leyes, dirige la república, y da palabras copiosas y elegantes en cualquier asunto. En este género nos hemos ejercitado, a decir verdad, cuanto podemos, con mediano ingenio, y, sin embargo, no concedemos mucha ventaja en la disputa a los que han hecho de la filosofía el tabernáculo de su vida.

»¿Qué puede decir mi amigo Cayo Veleyo para probar que el deleite es el sumo bien, lo cual yo no pueda, si quiero, defender más copiosamente, valiéndome de los argumentos que expuso Antonio, con este arte de decir, en que Veleyo es rudo, y en que cada uno de nosotros está versado? ¿Qué pueden decir Sexto Pompeyo, o los dos Balbos, o mi amigo Marco Vigelio, el que vivió con Panecio, de la virtud al modo de los estoicos, hasta el punto de obligarme a mí o a cualquiera de vosotros a ceder en la disputa? Porque la filosofía no se asemeja a las demás artes. ¿Qué hará en geometría el que no la ha aprendido? ¿Qué en música? Tendrá que callar o pensaremos que no está en su juicio. Pero en filosofía sólo un ingenio acre y agudo descubrirá lo más verosímil y lo expondrá con elegancia. Un orador vulgar y poco docto, pero que esté ejercitado en el decir, sólo con esto tiene bastante para triunfar de los maestros y para no dejarse despreciar ni tener en menos por ellos.

»Pero si ha existido alguno que al modo de Aristóteles pueda sostener acerca de todas las cosas dos pareceres contrarios, y lo mismo en toda causa, sólo con conocer los preceptos de aquel filósofo, y que sepa refutar al modo de Arcesilao y Carneades toda proposición, y que a este método una el arte oratorio y el hábito y ejercicio de decir, éste será el verdadero, perfecto y solo orador. Sin el nervio forense no puedo ser el orador bastante enérgico y grave, ni sin la variedad de la doctrina bastante culto y sabio. Dejemos, pues, a ese vuestro Córax empollar en el nido sus hijuelos hasta que tomen el vuelo, convertidos en declamadores odiosos, y molestos: dejemos a ese Pánfilo, que no sé quién es, pintar en vendas o fajas una cosa tan importante, tratándola como si fuera algún juego de niños: y nosotros, en esta breve discusión de ayer y hoy, expliquemos todo el oficio del orador, mostrando que nada de lo contenido en los libros de los filósofos está fuera de los límites de la oratoria.»

Entonces dijo Cátulo: «En verdad, Craso, que no es admirable que haya en tí tanta fuerza, suavidad y abundancia de decir; yo creí antes que estas cualidades eran naturales y que no sólo eras un grande orador, sino también un hombre sapientísimo; pero ahora entiendo que has estimado siempre más lo que se dirige, a la sabiduría, y que de ahí nace esa tu abundancia oratoria. Pero cuando recuerdo los sucesos de tu vida y considero tus estudios, ni puedo comprender cuándo has aprendido ni cómo has tenido tiempo para oír a los filósofos y estudiar sus libros. Ni sé qué es lo que me causa más admiración, si el que hayas aprendido en medio de tantas ocupaciones todas esas cosas, cuya utilidad quieres persuadirnos, o el que no habiéndolas aprendido, puedas hablar del modo que lo haces.»

Respondió Craso: «Lo primero que quiero persuadirte, Cátulo, es que hablo del orador casi como podría hablar de un histrion. Yo negaría que éste pudiera sobresalir en el gesto si no había aprendido la palestra y la danza. Para decir esto, no era necesario que yo fuera histrion, sino que me bastaba con ser no mal apreciador del artificio ajeno. De un modo semejante, estoy ahora, a ruego vuestro, hablando del orador, es decir, del orador perfecto, y siempre que se pregunta por algún arte o facultad, se habla de ella como absoluta y perfecta. Si queréis tenerme por orador mediano o bueno, no lo repugnaré, ni soy tan necio que ignore que esa es la fama que tengo. Como quiera que sea, no soy perfecto. Ni hay entre los hombres cosa más difícil, ni mayor, ni que exija más aparato de doctrina. Pero claro es que si disputamos del orador, nos hemos de referir al orador perfecto. Porque si no se tiene a la vista la idea perfecta de la cosa, nunca se entenderá bien cuán grande es su excelencia. Confieso, Cátulo, que hoy no vivo con los filósofos ni con sus libros, y como has advertido muy bien, nunca he tenido tiempo para aprender, ni he dedicado al estudio mas que seis años infantiles y mis vacaciones forenses.

»Pero si me preguntas, oh Cátulo, lo que pienso de esta enseñanza, te diré que un hombre ingenioso ocupado en el foro, en la curia, en las causas y en la república, no necesita tanto tiempo como el que se toman los que en aprender gastan la vida. Todas las artes son tratadas de diverso modo por los que las aplican a la práctica y por los que, absortos en el arte mismo, no hacen otra cosa en la vida. El maestro de los gladiadores Samnitas es muy anciano, y sin embargo todos los días hace ejercicios y no se cuida de más. Pero Quinto Velocio aprendió la esgrima cuando muchacho, y como era apto para ella y la sabía muy bien, fue, como dice Lucilio, «buen Samnita en la lid y hábil en el florete,» aunque dedicaba mucho más tiempo al foro, a los amigos y a la hacienda. Valerio cantaba todos los días, porque era cómico. ¿Qué otra cosa podía hacer? Pero Numerio Furio, nuestro amigo, canta cuando le viene bien: porque es padre de familia, es caballero romano, y aprendió de niño lo que tenía que enseñar. Lo mismo sucede con otros estudios mayores.

»Día y noche veíamos a Quinto Tuberon, hombre de suma virtud y prudencia, dedicarse a la filosofía. Pero de su tío el Africano pocos sabían que se dedicase al mismo estudio, y sin embargo lo hacía. Todo esto se aprende fácilmente tomando sólo lo necesario en cada ocasión, y teniendo alguno que pueda enseñarnos bien, y sabiendo nosotros aprender. Pero si en toda la vida no hacemos otra cosa, la misma ciencia y ejercicio producirá cada día nuevas cuestiones, en cuya indagación te empeñarás afanoso. Así resulta que el conocimiento es movible o infinito. El uso fácilmente confirmará la doctrina, con tal que se emplee un mediano trabajo, y no se abandone la memoria y el estudio. Yo gustaría de aprender a jugar bien a los dados o a la pelota, aunque quizá no pudiera conseguirlo; pero otros, por lo mismo que lo hacen bien, se deleitan en ello más de lo justo, como Ticio con la pelota y Brula con los dados.

»Nadie tema, pues, la dificultad de las artes, sólo porque vea a los viejos aprenderlas. Esto consiste, o en que se dedicaron al estudio siendo ya muy ancianos, o en que prolongaron su estudio hasta en la vejez, o en que son muy tardos. Yo opino que el que no pueda aprender pronto, nunca aprenderá bien.

-Ya entiendo, Craso, lo que dices, replicó Cátulo, y mi opinión es la misma. Comprendo que con tu facilidad de aprender te haya sobrado tiempo para adquirir esos conocimientos que muestras.

-¿Persistes, dijo Craso, en creer que hablo de mí, y no del arte? Volvamos, si te place, a la materia comenzada.-Si que me place, dijo Cátulo.»

Y prosiguió Craso: «¿A qué viene, ese discurso tan largo y traído de tan lejos? Las dos partes que me restan, y que sirven para ilustrar el discurso y coronar el edificio de la elocuencia, dándole esplendor y ornato, tienen la cualidad de ser las más agradables, las que influyen más en el ánimo de los oyentes, y las más adornadas con todo género de riquezas. El estilo forense es litigioso, acre, vulgar, pobre y miserable, en una palabra; y el estilo que enseñan esos que se dicen maestros de retórica, es mucho mejor que el vulgar y el forense. Requiere éste grande aparato de cosas exquisitas traídas y recogidas de todas partes, como tendrás que hacerlo tú, César, dentro de un año, porque calculo que con cosas diarias y vulgares no podrás satisfacer a este pueblo. El método de elegir y colocar las palabras y de cerrar los períodos es fácil, y aun sin método basta el mismo ejercicio. De conocimientos hay una gran selva que los últimos Griegos no han tenido, y por eso nuestra juventud salía de las escuelas ignorando más que sabiendo. También entre los latinos hubo durante estos dos años últimos maestros de retódonde los libros son gratis rica, que yo siendo censor prohibí por un edicto, no porque yo no quisiera (como sé que decían algunos) que se aguzasen los ingenios de los jóvenes, sino antes al contrario, porque no quise que se embotasen sus entendimientos y que creciese su petulancia. A lo menos entre los Griegos veía (fuera de este ejercicio de lengua) alguna doctrina de humanidades digna del nombre de ciencia; pero estos nuevos maestros nada podían enseñar, sino la audacia, que aun unida a un verdadero mérito, es intolerable, y mucho más cuando nada la disculpa. Como sólo esto enseñaban, y su escuela lo era de impudencia, juzgué obligación del censor atajar el daño. Mas no por eso desespero de que alguna vez se traten en lengua latina digna y decorosamente las materias de que ahora disputamos; porque así nuestra lengua como la naturaleza de las cosas, toleran que aquella antigua y excelente sabiduría de los Griegos se aplique y traslade a nuestros usos y costumbres; mas para esto se requieren hombres eruditos que todavía en este género no han florecido, y si alguna vez aparecieren, quizá merezcan ser antepuestos a los mismos Griegos.

»Ornase, pues, el discurso conforme a su naturaleza y con un color y jugo propio, y para que sea grave, elegante, erudito, liberal, admirable, culto, para que tenga afectos y grandes ideas, no se requiere el ornato en cada una de las articulaciones, sino que debe verse en todo el cuerpo. »Las flores de palabras y sentencias no han de estar derramadas igualmente por toda la oración, sino distribuidas con oportunidad y gusto, como matices y lumbres del estilo.

»Ha de elegirse un modo de decir que entretenga mucho a los que oyen y que no sólo deleite, sino que deleite sin saciedad; no creo necesario advertiros que vuestro discurso no ha de ser pobre, ni vulgar ni anticuado: algo más importante exigen vuestro ingenio y vuestra edad. »Es difícil explicar la razón de que las cosas que más deleitan nuestros sentidos, y que más nos conmueven a primera vista, son las que más pronto nos producen saciedad y fastidio. ¡Cuánto más brillantes suelen ser en colorido, las pinturas nuevas que las antiguas! Y, sin embargo, las nuevas, aunque a primera vista nos deslumbren, no nos deleitan largo tiempo, y por el contrario en las antiguas su misma severidad nos encanta y detiene. ¡Cuánto más blandas y delicadas son en el canto las flexiones y las voces falsas que las ciertas y severas! Y, sin embargo, no sólo la gente austera, sino la misma multitud prefiere las segundas. Lo mismo puede verse en los demás sentidos: nos agradan menos los ungüentos de fuerte y penetrante aroma, que los suaves y delicados: más alabado suele ser el olor de la cera que el del azafrán; y al mismo tacto no convienen superficies demasiado tersas y bruñidas. El gusto mismo, que es de todos los sentidos el más voluptuoso y el que más siente la dulzura, llega a hastiarse y a repugnar pronto lo que es demasiado dulce, así en alimentos como en bebidas, siendo así que en uno y otro género lo que ligeramente agrada a los sentidos es lo que menos cansa. Así en todas las cosas, sobre todo en los mayores placeres, está muy cerca el fastidio. No es de admirar que lo mismo acontezca en los poetas que en los oradores, y que un discurso claro, distinto, adornado, festivo, sin intermisión, sin desaliños, sin variedad, aunque esté adornado de bellísimos colores poéticos, no puede causar un largo deleite.

»Y todavía desagradan más en el orador o en el poeta los afeites y relumbrones, porque en los deleites de los sentidos proviene la saciedad de la naturaleza y no del entendimiento, mientras que en los escritos y en los discursos juzga los defectos no sólo el oído sino el entendimiento. Gusto de oír: «Bien, admirablemente,» aunque me lo digan muchas veces; pero no me agrada oir a cada paso: «Hermosamente, con gracia,» si bien no me pesaría que fuese más frecuente aquella exclamación: «¡No se puede hacer mejor!». Pero esta misma admiración y suma alabanza ha de tener cierta sombra y claro-oscuro que hagan brillar y sobresalir la parte iluminada.

»Nunca dice Roscio con toda la fuerza que puede, este verso:
Premio y honor, y no riquezas, buscacon la virtud el sabio,
Y cuando añade :
¿Mas qué miro?
de hierro armado invade nuestros templos,
lo dice con aire de admiración, estupor y aturdimiento. Y cuando exclama:
¿Mas qué defensa buscaré?
¡con qué abandono, con qué dulzura pronuncia estas palabras! Y
luego exclama con más entonación:
¡Oh patria, oh casa de Príamo!

»No sería tanta su conmoción en este último verso si hubiera consumido y agotado sus fuerzas en el primero; y esto antes que los actores lo conocieron los poetas, que establecieron esa variedad de tonos empezando por los más humildes, y ora aumentando, ora disminuyendo, ora elevando, introdujeron variedad y distinción. El ornato y dulzura del orador tiene que ser austero y sólido, no liviano y empalagoso. Los preceptos que se dan para el ornato, son tales, que el más vicioso orador puede explicarlos. Por eso, como antes dije, lo primero que ha de adquirirse, es una selva de palabras y sentencias, como antes dijo Antonio: con estas ha de irse tejiendo e hilando el discurso, iluminado con palabras y variado en sentencias.

»El mayor mérito de la elocuencia es la amplificación, que consiste no sólo en encarecer y ponderar las cosas, sino en despreciarlas y abatirlas. Es necesaria en todos los argumentos que Antonio señaló para dar autoridad al discurso, vg., cuando explanamos algo o cuando queremos conciliarnos los ánimos o mover los afectos. En esto último puede mucho la amplificación, y en ella debe extenderse el orador. Aún es mayor el uso de la amplificación en la alabanza y en el vituperio, que es lo último que explicó Antonio. Porque nada hay tan a propósito para exagerar y amplificar, como poder hacerlo con abundancia y ornato. Vienen después aquellos lugares que, aunque deben ser propios de la causa y salir de sus mismas entrañas, como quiera que suelen aplicarse a asuntos generales, recibieron entre los preceptistas antiguos el nombre de lugares comunes. Algunos de ellos encierran una censura amplificada de los vicios y pecados, o una invectiva a la cual nada suele ni puede responderse, vg., contra un concusionario, un traidor, o un parricida: estos argumentos sólo pueden usarse cuando los crímenes están bien comprobados: de otro modo, serán una declamación vana e inútil. Otros tienen por objeto mover a compasión, a misericordia, y otros se aplican a cuestiones dudosas, en que puede discutirse largamente por ambas partes. Este último ejercicio es propio ahora de las dos filosofías de que hablé antes. Entre los antiguos pertenecía también a los que se dedicaban a la enseñanza forense. Sobre la virtud, el deber, lo justo y bueno, la dignidad, utilidad, honor, ignominia, premio, pena, y otras cosas semejantes, debemos estar prontos a disputar con habilidad y fuerza por entrambas partes. Pero ya que arrojados de nuestras posesiones, se nos ha encerrado en este pequeño predio, y aun éste anda en litigio, y siendo nosotros patrones y defensores de otros no hemos podido conservar lo que era nuestro, tomemos prestado lo que necesitamos, de los que indignamente usurparan nuestro patrimonio. »Dicen, los que de una parte y lugar pequeño de la ciudad de Atenas se llaman filósofos peripatéticos o académicos, y a quienes por su exquisito conocimiento de las cosas más importantes y aun de los negocios públicos, llamaron antiguamente los Griegos filósofos políticos; dicen, repito, que todo discurso civil entra en uno de estos dos géneros: o es una controversia definida, en que se señalan personas y tiempos, vg.: «¿Convendrá rescatar de los Cartagineses nuestros cautivos, entregándoles los suyos?» o es una cuestión indefinida y universal, vg.: «¿Qué hemos de pensar y decidir respecto de los cautivos?» Al primer género le llaman causa o controversia, y le dividen en tres especies: litigio, deliberación y alabanza. A las cuestiones indefinidas las llaman consultas. La misma división usan para enseñar; pero no por derecho propio, ni por sentencia, ni por recuperar una posición perdida, sino por una usurpación que han cometido, según el derecho civil, rompiendo una rama en señal de dominio. También poseen el segundo género de cuestiones, en que se señalan tiempos, lugares y personas; pero tampoco esta posesión es muy segura. Hoy se celebra mucho en Filon, el más ilustre de los académicos, este conocimiento y ejercicio de las causas. Las cuestiones indefinidas tan sólo las nombran al principio del arte, y dicen que son propias del orador; pero ni penetran su naturaleza, ni las dividen en partes o géneros; así es que más les valiera pasarlas del todo en silencio, que abandonar la materia después de haberla empezado a tratar, pues ahora parece que callan por ignorancia, y entonces podía creerse que lo hacían por buen juicio.

»Toda cuestión está sujeta a dudas, ya verse sobre materias indefinidas, ya sobre las causas que se discuten en la ciudad y en el foro, y no hay ninguna que no se refiera o al conocimiento o a la acción. Porque, o se busca el conocimiento y ciencia de la cosa misma, vg.., «¿Ha de apetecerse la virtud por su dignidad o por sus propios frutos?» o se trata de tomar consejo para determinarse a la acción, vg.: «¿Debe el sabio gobernar la república?» Los modos de conocimientos son tres: conjetura, definición y consecuencia. Conjetura, vg.: «¿Existe en el género humano la sabiduría?» La definición explica la naturaleza de la cosa, vg.: «¿Qué es la sabiduría?» Consecuencia, vg.: «¿Puede mentir alguna vez el hombre de bien?» La conjetura pueden dividirla en cuatro géneros; porque, o se pregunta lo que es, vg.: «¿El derecho entre los hombres procede de la naturaleza o de la opinión?» o se investiga el origen de alguna cosa, vg.: «¿Cuál es el origen de las leyes y del gobierno?» o se pregunta la causa y razón, vg.: «¿Por qué los hombres más doctos disienten en asuntos de grande importancia?» o se disputa acerca de las alteraciones y mudanzas, vg.: «¿Puede morir la virtud en el hombre o convertirse en vicio?» Son casos de definición cuando se habla de principios universales y grabados en la mente de todos, vg.: «Lo justo es lo que conviene a la mayor parte de los ciudadanos,» o cuando se investigan las propiedades de una cosa, vg.: «¿El hablar con ornato es propio del orador, o puede hacerlo algún otro?» o cuando la cosa se divide en partes, vg.: «¿Cuántos géneros hay de bienes apetecibles? ¿Son por ventura tres, bienes de alma, de cuerpo o exteriores?» o cuando se describe la forma y carácter de alguna persona, vg., el avaro, el sedicioso y el vanaglorioso.

»La consecuencia abraza dos géneros de cuestiones, porque, o es sencilla, vg.: «¿Ha de apetecerse la gloria?» o procede por comparación, vg.: «¿Es más apetecible la gloria que la riqueza?» La discusión sencilla tiene tres modos, según se trate de lo que se ha de apetecer o huir, vg.: «¿Podemos desear los honores? ¿Debemos huir de la pobreza?» O se disputa de lo justo y de lo injusto, vg.: «¿Es justo vengar las injurias de nuestros parientes?» O de lo honesto y de lo torpe, vg.: «¿Es honesto morir por alcanzar gloria?» Los modos de la comparación son dos: en el uno se busca la semejanza o diferencia entre dos cosas, vg., entre temer y respetar, entre el rey y el tirano, entre el adulador y el amigo; o se pregunta cuál de dos cosas ha de ser preferida, vg.: «¿El sabio ha de guiarse por la alabanza de los mejores o por el aplauso popular?» Estas son las divisiones que los retóricos más doctos hacen de las cuestiones relativas al conocimiento.

»Las que se refieren a la acción, o versan sobre el deber, y se pregunta qué es lo recto y lo que debe hacerse (y aquí entra todo el tratado de las virtudes y los vicios), o tienen por objeto excitar o calmar los afectos. A este género pertenecen las exhortaciones, reprensiones, consuelos, quejas y todo impulso propio para mover los ánimos o para mitigarlos.

»Explicados estos géneros y modos de controversia, poco importa que nuestra división difiera algo de la de Antonio, porque iguales son los miembros de una y otra, aunque yo los distribuyo de un modo algo diferente que él. Paso adelante, y vuelvo a mi asunto y propósito. »De los lugares que expuso Antonio, pueden tomarse argumentos para todo género de cuestiones; pero los hay más acomodados a unas cuestiones que a otras. En esto no insistiré, por ser cosa tan evidente. »Son más elegantes las oraciones que ofrecen más campo donde explayarse y que de una controversia singular y privada se elevan a los principios generales, de suerte que los oyentes, conocida la naturaleza, género y universalidad del asunto, puedan juzgar del caso particular, del reo, del crimen o del litigio. A este género de ejercicio ha convidado a estos jóvenes Antonio, y ha juzgado que de las más estrechas y agudas cuestiones debíais elevaros en vuestros discursos a lo más universal y variado. Este no es asunto de pocos libros, como se persuaden los que escribieron del arte de bien decir, ni se aprende con un paseo por el Tusculano antes de comer, ni con una sesión como la de esta tarde. No basta aguzar y tener expedita la lengua, sino henchir y llenar el pecho de cosas admirables y excelentes por su dulzura, elegancia y variedad. Si somos oradores, si figuramos como los primeros en las contiendas de los ciudadanos, en los peligros y en las deliberaciones públicas, nuestra es, repito, la posesión de toda esa sabiduría y doctrina, de la cual otros hombres que tenían ocio mientras nosotros estábamos ocupados, se apoderaron como si se tratara de cosa abandonada y baldía. Y después de esto, o se burlan del orador con cavilaciones, como hace Sócrates en el Gorgias, o escriben sobre el arte oratoria algunos librillos que llaman retóricos, cual si no fuera propio de los oradores lo que los mismos filósofos discuten acerca de la justicia, el deber, el régimen y gobierno de las ciudades, el método de vida y hasta la naturaleza de las cosas. Todo lo cual, ya que no podemos tomarlo de otra parte, quitémoslo a los mismos que nos lo han robado; con tal que lo apliquemos a la ciencia política a que se refiere, y, como antes dije, no gastemos toda la vida en aprender estas cosas, sino que, en habiendo conocido las fuentes, que nunca sabremos bien si no las sabemos pronto, vengamos a beber en ellas siempre que la ocasión lo exija. Ni es tan agudo el ingenio del hombre, que pueda ver tantas cosas si no se le muestran, ni es tanta la oscuridad de las cosas que un hombre de agudo ingenio no alcance a distinguirlas si con atención las mira. En este tan inmenso campo donde es lícito al orador vagar libremente por dominios suyos, fácilmente hallará aparato y adorno para sus discursos. La abundancia de ideas engendra la abundancia de palabras. Y si hay nobleza en las cosas mismas de que se habla, en el esplendor de la materia se reflejan las palabras. Si el que habla o escribe ha recibido una educación liberal y esmerada, y arde en amor al estudio, y la naturaleza le ayuda, y se ha ejercitado en todo linaje de disputas, y conoce e imita a los más elegantes oradores y escritores, ni siquiera tendrá que preguntar a sus maestros cómo ha de dar ornato y esplendor a su palabra, porque en tanta abundancia de ideas y conocimientos la naturaleza misma con poco ejercicio encuentra todos los adornos del discurso.» Entonces dijo Cátulo: «¡Oh dioses inmortales, qué variedad de cosas, qué fuerza, abundancia y grandeza has abrazado en tu discurso, Craso, y cómo de un círculo estrecho has sacado al orador para colocarle en el reino de sus mayores! Bien sabemos que los antiguos maestros en el arte de hablar, ningún género de disputa tuvieron por ajeno de su arte, y se ejercitaron en todo linaje de oratoria. Por lo cual Hipias Eleo, habiendo venido a Olimpia en aquella gran festividad de los juegos, se glorió, delante de casi toda la Grecia, de no haber arte alguno que ignorase, y no sólo las artes liberales e ingenuas, la geometría, la música, el conocimiento de las letras y de los poetas, y las ciencias que tratan de la naturaleza de las cosas, de las costumbres y de los negocios públicos, sino que dijo que él, por su propia mano, había hecho el anillo que llevaba, el manto con que iba vestido, y los zuecos con que estaba calzado. Sin duda que éste fue demasiado adelante; pero de aquí es fácil conjeturar qué amor tuvieron aquellos oradores a las artes liberales, cuando ni siquiera despreciaron las más humildes.

»¿Qué diré de Pródico Ceo, qué de Trasimaco Calcedonio o de Protágoras Abderita? Cada uno de estos disertó y escribió mucho en sus tiempos, aun sobre ciencias naturales. Y el mismo Gorgias Leontino, a quien quiso describirnos Platón como a un orador vencido por un filósofo, o no fue vencido nunca por Sócrates, ni es verdadero aquel diálogo de Platón; o aunque fuese vencido, no ha de negarse que Sócrates era más elocuente y diserto, o, como tú dices, más copioso y mejor orador. Y con todo, en ese mismo libro de Platón ofrece Gorgias hablar copiosamente de todo asunto que se presente a discusión, y fue el primero en proponer ante un concurso numeroso que él hablaría de lo que cada uno quisiera. Por eso se le tributó tanto honor en Grecia, y a él sólo se erigió en Delfos una estatua, no dorada, sino de oro. Estos que nombro, y otros muchos excelentes maestros de elocuencia, florecieron casi al mismo tiempo, de donde puede inferirse que las cosas pasaron como tú, Craso, las has expuesto, y que el nombre de orador tuvo entre los antiguos Griegos más estimación, y exigía más ciencia. Pero dudo si se debe a tí más alabanza que vituperio a los Griegos, porque tú, nacido en otra lengua y costumbres, en una ciudad ocupadísima, distraído en los negocios de casi todos los particulares y en el gobierno de una ciudad que rige todo el orbe, has llegado a abarcar tanta suma de conocimientos y a unirlos con la ciencia y ejercicio del que por tus consejos y palabra tiene más autoridad en la república, mientras que ellos, nacidos en las letras y entregados con ardor a los estudios en medio del ocio más completo, no sólo no acrecentaron nada, sino que ni aun supieron conservar ni trasmitir lo que sus mayores les habían dejado.»

Prosiguió Craso: «No sólo en esto, sino en otras muchas cosas, se ha menoscabado la grandeza de los conocimientos con la distribución y separación de partes. ¿Crees que en tiempo de Hipócrates el de Cos hubo médicos que curaban, unos las enfermedades, otros las heridas, otros los ojos? Cuando Euclides o Arquímedes enseñaban la geometría, cuando Damon o Aristójeno profesaban la música, o Aristófanes y Calímaco las letras, ¿crees que estuvieron tan separadas que nadie abrazó la totalidad, sino que cada uno eligió una parte para trabajar en ella? Yo mismo oí a mi padre y a mi suegro que nuestros mayores, cuando querían alcanzar la gloria de la sabiduría, abrazaban todas las ciencias conocidas entonces en nuestra ciudad. Ellos se acordaban de Sexto Elio. Nosotros hemos visto a Marco Manilio pasearse por el foro, como ofreciendo a todos los ciudadanos el auxilio de su consejo. Y ora estuviese en el foro, ora en su casa sentado en la silla de jurisconsulto, no sólo iban a consultarle sobre el derecho civil, sino sobre el matrimonio de una hija, sobre la compra de un fundo, sobre el cultivo de un campo, sobre todo negocio u obligación. Esta fue la sabiduría del antiguo Publio Craso; esta la de Tiberio Coruncanio; esta la del prudentísimo Escipion, bisabuelo de mi yerno, todos los cuales fueron Pontífices máximos, y se les consultaba sobre todas las cosas divinas y humanas, y ellos daban su parecer y consejo en el Senado y ante el pueblo, y en las causas de los amigos, en la paz y en la guerra. ¿Qué le faltó a Marco Caton sino esta culta doctrina, venida del otro lado del mar? ¿Acaso porque sabía el derecho civil no era elocuente, o porque lo era, ignoraba el derecho civil? En uno y otro género sobresalió igualmente. ¿Acaso por servir a los particulares dejó de atender a los negocios públicos? No hubo en el pueblo mejor senador ni más excelente general. En suma, nada se supo o hizo en aquellos tiempos en la ciudad sin que él lo investigara y supiera, y aun escribiese sobre ello. Ahora, por el contrario, vienen muchos a pretender los honores y a gobernar la república desprevenidos e inermes, sin ningún conocimiento de las cosas ni ciencia alguna. Y si se aventaja al uno entre muchos, bástale para envanecerse el sobresalir en un solo concepto, vg., en el valor guerrero o en el manejo de las armas, cosas ahora algo anticuadas, o en la ciencia del derecho, y no todo, por que nadie estudia el derecho pontificio, o en la elocuencia, que ellos hacen consistir en el ruido y torrente de las palabras, pero ignorando el parentesco y alianza de todas las buenas artes y de las virtudes entre sí.

»Volviendo ahora a los Griegos (ya que no se puede prescindir de ellos en esta discusión, porque así como tomamos de los nuestros ejemplos de valor, hemos de tomar de los Helenos ejemplos de doctrina), dícese que hubo al mismo tiempo siete llamados sabios y tenidos por tales. Todos éstos, fuera de Thales de Mileto, tuvieron el poder supremo en sus ciudades respectivas. ¿Quién fue más docto en aquellos tiempos, o quién supo unir la elocuencia y las bellas letras tan bien como Pisistrato, de quien se dice que fue el primero en corregir los libros de Homero, confusos antes, y en disponerlos por el orden en que ahora los tenemos?

»No fue, ciertamente, hombre útil a sus conciudadanos; pero en elocuencia, como en letras y doctrina, aventajó a todos. ¿Y qué diremos de Pericles? cuya abundancia en el decir fue tal, que hasta cuando se oponía a la voluntad de los Atenienses, y por el interés de la patria hablaba con alguna dureza contra el pueblo, era a pesar de todo popular y aplaudido, y de él dijeron los antiguos cómicos (aunque alguna vez le satirizaron según la costumbre de Atenas) que la gracia habitaba en sus labios, y que era tanta la fuerza de su palabra que dejaba siempre una especie de aguijón en el ánimo de los que le oían. Pero no le había enseñado ningún hablador a dar gritos, midiendo el tiempo por la Clepsidra, sino que su maestro fue Anaxágoras de Clazomene, varón consumado en muchas ciencias. Éste con su doctrina, consejo y elocuencia, gobernó cuarenta años a Atenas, así en la paz como en la guerra. Y Cricias y Alcibiades, malos ciudadanos uno y otro, pero en verdad doctos y elocuentes, ¿no habían recibido las enseñanzas de Sócrates? ¿Y quién hizo consumado en todas las ciencias a Dion Siracusano? ¿No fue Platón, el cual, maestro no sólo de lengua, sino de ánimo y virtud, le impulsó y armó para que libertase su patria? ¿Fue distinta la enseñanza que dio Platón a este su discípulo, de la que dio Isócrates al hijo del ilustre caudillo Conon, a Timoteo, gran general al mismo tiempo que hombre doctísimo, o el pitagórico Lisís al tebano Epaminondas, quizá el hombre más esclarecido de toda la Grecia, o Jenofonte a Agesilao, o Arquitas Tarentino a Filolao, o el mismo Pitágoras a toda aquella Italia griega que se llamó Magna Grecia? Yo pienso que no. De aquí infiero que en otro tiempo fue una misma la enseñanza propia del hombre erudito y del que había de gobernar la república, y que los que recibían esta enseñanza, si tenían ingenio para la oratoria y se dedicaban a ella, eran los que más se aventajaban en la elocuencia. Así, el mismo Aristóteles, viendo tan floreciente y llena de discípulos la escuela de Isócrates, porque había convertido éste en vana elegancia la oratoria del foro y de la plaza pública, mudó de repente todo su método de enseñanza, y aplicóse con poca alteración un verso del Filoctetes. Había dicho éste: «Vergonzoso es callar cuando hablan los bárbaros.» Y dijo Aristóteles: «Vergüenza es permitir que hable Isócrates. «Y por eso adornó e ilustró toda esta doctrina, y procuró juntar el conocimiento de las cosas con el ejercicio de la palabra. Ni se ocultó esto al sapientísimo rey Filipo, que le puso por maestro de su hijo Alejandro, para que aprendiera de él al mismo tiempo los preceptos de bien decir y de bien obrar.

»Y si alguno quiere llamar orador al filósofo que posea abundancia de ideas y riqueza de dicción, yo no me opondré, ni tampoco a que se llame filósofo al orador que une la sabiduría con la elocuencia; siempre que convengamos en que no es digna de alabanza ni la torpeza del que tiene ideas, pero que no sabe expresarlas, ni la vana locuacidad del que habla sin tener nada que decir. Y si hubiera de elegir entre una de las dos cosas, mejor escogería la sabiduría inelegante que la locuaz ignorancia. Pero si buscamos lo mejor de todo, deberemos otorgar la palma al orador sabio. Consintamos en que le llamen filósofo, y cesa toda controversia. Si se quiere establecer división entre oradores y filósofos, siempre resultarán estos últimos inferiores, porque el orador perfecto posee la ciencia del filósofo, al paso que en el filósofo no es de rigor la elocuencia. Quizá ellos la desprecien, pero siempre tendrán que convenir en que es algo que se añado a su arte.»

Habiendo dicho esto Craso, guardó silencio por algunos instantes y callaron también los demás, hasta que dijo Cota: «No puedo quejarme, Craso, de que hayas hablado de otra cosa distinta de la que te habíamos pedido, porque nos has dado mucho más que lo que acertábamos a desear; pero ciertamente, lo que habías tomado a tu cargo era explicarnos el ornato del discurso, y ya habías entrado en materia, dividiéndola en cuatro partes, y nos habías dicho bastante de las dos primeras, aunque a tu parecer breve y ligeramente, pero todavía te faltaba explicar las otras dos: primera, cómo se ha de hablar con ornato; segunda, con oportunidad. Apenas habías comenzado a tratar este punto, el ardor de tu ingenio te levantó a tal distancia de la tierra, que casi te perdimos de vista. Abrazaste todo linaje de ciencias, y aunque en tan breve tiempo no pudiste agotar todo el caudal de tu saber, ni sé el efecto que en los demás harías, de mí puedo decirte, que me moviste a entrar en la Academia. Mas no por eso juzgo necesario consumir toda la vida en esos estudios, sino poder (como tú mismo has dicho) abarcarlos de una mirada. Pero aunque fuera su estudio más difícil o yo más tardo y rudo que lo que soy, no descansaré hasta haber aprendido el doble método que tienen los académicos para defender el pro y el contra en todo género de cuestiones.»

Entonces dijo César: «Una cosa hay en tu discurso, Craso, que me ha llamado mucho la atención, y es el negar tú que pueda aprender nunca el que no aprende pronto. La prueba no es difícil: o yo adquiriré pronto esa ciencia que tanto condenas, o si no lo consigo no me empeñaré en perder el tiempo, y me contentaré con la escasa doctrina que ahora poseo.»

A esto añadió Sulpicio: «Yo, Craso, no quiero competir ni con Aristóteles, ni con Carneades, ni con ninguno de los filósofos. Tú dirás si es porque desespero de poder aprender sus filosofías, o porque hago de ellas muy poca estimación. Para la elocuencia que yo busco, bástame un vulgar conocimiento de las cosas forenses y comunes, y aun de éstas ignoro muchas, que sólo aprendo cuando la causa que he de defender lo exige. Por lo cual, si no estás ya cansado y no te parece molesto, vuelve a tratar de lo que se refiere al esplendor y ornato del discurso; lo cual he querido oír de tí, no para perder yo toda esperanza de conseguir alguna vez la elocuencia, sino para aprender algo y ponerme en camino.

-Vulgares cosas me preguntas, respondió Craso, y de tí, oh Sulpicio, no desconocidas. Porque, ¿quién no ha enseñado o ha dejado escrito algo sobre esta materia? Pero te daré gusto y te expondré brevemente lo que yo alcanzo, remitiéndote en lo demás a los autores e inventores de estas menudas reglas.

»Toda oración se compone de palabras, y éstas pueden considerarse ya separadas, ya unidas. Hay un género de ornato propio de cada una de las palabras, y otro que resulta de su construcción y enlace. Usemos, pues, o de palabras propias, que son el nombre verdadero de las cosas, y nacieron, digámoslo así; con las cosas mismas, o de palabras trasladadas de su significado primitivo, o de palabras nuevas e inventadas por nosotros mismos. Cuando se usa de palabras propias, el mérito del orador está en huir de las abatidas y desusadas, y valerse de las más selectas y elegantes, de las más llenas y armoniosas; el oído será el juez en la elección de estas palabras, para lo cual influye mucho la costumbre de hablar correctamente. Por eso, lo que dice de los oradores el vulgo: «éste usa de palabras elegantes, o usa de palabras no elegantes,» no es efecto del arte, sino de un cierto sentido natural, porque no es grande alabanza huir de los defectos (aunque esto importe mucho). El fundamento casi único del edificio es la elección y uso de las palabras. Qué especie de edificio es el que el orador levanta y cómo ha de adornarle, es lo que vamos a indagar y a explicar ahora. Tres son, pues, los géneros de palabras de que el orador se sirve para ilustrar y adornar el discurso: inusitadas, nuevas o trasladadas. Inusitadas son las arcaicas y vetustas, desterradas ya del lenguaje común, y de las cuales pueden hacer más uso los poetas que nosotros. No obstante, hace buen efecto en el discurso alguna frase poética, y yo no dejaría de decir como Celio: «cuando el Cartagines vino a Italia,» y usaría otros muchos giros que, colocados oportunamente, dan a la oración un aspecto de antigüedad. Se usan también palabras nuevas, formadas ya por composición, ya sin composición.

»De la tercera clase son las palabras trasladadas, nacidas, ya de la necesidad y de la pobreza de lenguaje, ya del deleite y elegancia. porque así como los vestidos se inventaron primero para defenderse del frío, y luego se usaron para adorno y gala del cuerpo, así las traslaciones reconocieron por primera causa la necesidad, por segunda el placer. Que las vides producen yemas, que las hierbas están lujosas y los sembrados alegres, hasta los rústicos lo dicen. Las palabras trasladadas explican lo que con palabras propias apenas puede declararse, y la semejanza en que la traslación se funda aclara más nuestro pensamiento. Estas traslaciones son una especie de préstamo en que tomamos de otra parte lo que no tenemos. Hay otras más audaces, que no indican pobreza, sino que añaden algún esplendor al discurso. ¿Pero para qué he de explicar sus géneros y el modo de hallarlos?

»En la metáfora la comparación está reducida a una sola palabra, puesta en lugar ajeno como si fuera propio: si se comprende, agrada; si la semejanza no existe, la metáfora queda sin efecto alguno. Solo conviene usar de metáforas para hacer más clara una cosa, vg.: «el mar se alborota; las tinieblas se duplican; la negra noche lo oscurece todo; la llama brilla entre las nubes; el cielo se estremece con los truenos; el granizo mezclado con larga lluvia cae precipitado de las nubes; por todas partes se agitan los furiosos vientos y se levantan recios torbellinos; el piélago hierve.» Aquí casi todas las expresiones son figuradas, y ellas hacen más clara la descripción de las cosas materiales. Lo mismo sucede con un hecho humano, o un propósito o intención, como aquel que aludiendo a uno que hablaba oscuramente para que nadie penetrara su intención, lo da a entender con dos palabras trasladadas: «Este disfraza y rodea sus discursos.» A veces por medio de la transición se consigue la brevedad, vg.: «Si el arma se escapó de sus tiranos.» Muchas palabras propias no darían a entender tan bien como una sola trasladada, la imprudencia de haber dejado escapar el arma. »Y me parece digno de notarse por qué agradan más a todos las palabras trasladadas y ajenas que las propias y naturales. Si la cosa no tiene nombre propio, como el pié en la nave, como el nexo en el matrimonio, como en la Mujer el divorcio, la necesidad obliga a tomar de otra parte lo que no se tiene; pero por grande que sea la abundancia de palabras propias, siempre agradan más las ajenas, si la traslación está hecha con arte. Creo que esto sucede o porque es una prueba de ingenio el saltar por encima de los obstáculos y traer cosas de lejos, o porque el oyente muda de puntos de vista, sin apartarse, no obstante, del principal asunto, o porque vemos al mismo tiempo el asunto y lo que a él se parece, o porque toda traslación que está racionalmente hecha se dirige a los sentidos, y especialmente al de la vista, que es el más agudo de todos. El perfume de la urbanidad, la delicada cortesía, el murmullo del mar, la dulzura del discurso, son comparaciones tomadas de los demás sentidos; pero las de los ojos son mucho más vivas, y ponen casi en presencia del ánimo lo que no podemos ver con los ojos. No hay en la naturaleza cosa alguna de cuyo nombre no podamos servirnos para expresar cosas diferentes. De donde quiera que se tomen similitudes (y se pueden hallar casi en todo), puede sacarse también la metáfora, que por el símil que contiene, da luz y esplendor a todo el discurso. »Lo primero que debe evitarse en este, género es la falta de exactitud en la comparación, vg.: «grandes arcos del cielo;» y por más que Ennio, según cuentan, llevara una esfera a la escena, nunca podría encontrarse semejanza entre una esfera y un arco. «Vive mientras puedes, oh Ulises: arrebata con los ojos este último rayo de luz.» No dijo toma ni recibe, porque eso indicaría más esperanzas de vivir largo tiempo que las que podía tener Ulises, sino que dijo: arrebata, lo cual conviene mejor con lo que antes había dicho: mientras puedes.

»El símil tampoco ha de estar traído de lejos. Yo diría mejor el escollo, que no la sirte del patrimonio; mejor el abismo que la Caribdis de los bienes, porque más fácilmente se inclinan los ojos del entendimiento a lo que se ha visto que a lo que se ha oído.

»Y aunque es gran mérito de la traslación el que hiera los sentidos, ha de evitarse, sin embargo, toda torpeza en las ideas. No quiero que se diga que con la muerte de Escipion el Africano quedó castrada la república; no quiero que se llame a Glaucias el estiércol de la curia, porque aunque la comparación no sea inexacta, la idea que sugiere nada tiene de limpia. No quiero tampoco que la comparación sea mayor que lo que pide el asunto, vg.: «la tempestad de la revuelta,» ni tampoco menor, vg.; «la revuelta de la tempestad.» No quiero que la palabra trasladada exprese menos que lo que expresaría la propia, vg. «¿Por qué me haces señas para que no vaya a tu casa?» Mejor estaría: me lo vedas, me lo prohibes, me lo impides, porque él había dicho: «Pronto, ahí mismo, para que mi contagio ni mi sombra no dañe a los buenos.»

»Y si temes que la traslación parezca un poco dura, puedes suavizarla anteponiendo alguna palabra. vg.: decir que, muerto Marco Caton, quedó como huérfano el Senado, es un poco duro; pero diciendo quedó como huérfano, digámoslo así, resulta ya algo más suave. Porque ha de haber cierto pudor en la metáfora, de suerte que parezca que ha entrado en lugar ajeno, no por fuerza sino rogada.

»Entre las figuras que consisten en una sola palabra, no hay ninguna más galana que esta, ni que comunique más esplendor al discurso. La alegoría que de aquí nace, no consiste en una sola palabra trasladada, sino en muchas continuadas, de suerte que se diga una cosa y se entienda otra, vg.: «ni he de consentir otra vez que la armada de los Aquivos, tropiece en el mismo escollo y en las mismas armas.» Y aquel otro ejemplo: «Yerras: tu insolente y temeraria confianza será contenida por las fuertes riendas de la ley y del imperio.»

»Esta figura es grande ornato del discurso, pero ha de huirse de la oscuridad, porque de aquí resulta lo que llaman enigmas. Este modo de la metáfora no consiste en una sola palabra, sino en el hilo y continuación de todas. Ni el artificio de aquella traslación y cambio consiste en las palabras del discurso, vg.: «El Africa se estremece y tiembla al horrible tumulto.» Aquí el Africa está tomada por los Africanos. Ni es una palabra inventada, como: «las olas quebrantan las peñas;» ni trasladada, como: «la mar se calma;» sino que es una palabra propia puesta en lugar de otra, vg.: «Roma, deja a tus enemigos,» o en este otro ejemplo: «Testigos son estos dilatados campos.»

»Al mismo género pertenecen Marte, por la guerra, Céres, por los frutos; Baco, por el vino; Neptuno, por el mar; la Curia, por el Senado; el campo Marcio, por los Comicios; la Toga, por la Paz, las Armas, por la guerra. De la misma manera se sustituyen los nombres de las virtudes y de los vicios a los de las personas que los tienen: así se dice que la lujuria o la avaricia penetraron en una casa, o que la fe y la justicia prevalecieron. Ya veis cómo todo este género de figuras, por medio de inflexiones y cambios de palabras, expresan las cosas con más elegancia. Enlázanse con esta figura otras menos notables, pero que tampoco deben pasarse en silencio: así, se toma la parte por el todo, vg., las paredes o los techos por todo el edificio; o bien el todo por la parte, como cuando decimos de un sólo escuadrón: la Caballería romana; o se usa el singular por el plural, vg.: «El soldado romano, aunque salga vencedor, tiembla en su corazón;» o el plural por el singular, vg.«Somos Romanos los que antes éramos Rudinos.» O de cualquier modo que sea se da a entender en este género una cosa distinta de lo que se dice.

»El abusar del sentido de las palabras no es tan elegante como la metáfora, pero aunque es muy atrevido, puede usarse con cierta parsimonia, vg., un gran discurso, en vez de un discurso largo.

»Ya habéis visto que estas figuras no resultan de una sola palabra trasladada, sino de la conexión y encadenamiento de muchas. Las que nacen del cambio de una sola palabra o de que esta se entienda de diverso modo que como suena, pueden considerarse también como metáforas. De aquí resulta, que todo el mérito y fuerza de las palabras depende de tres cosas: o de que la palabra sea anticuada (aunque no la haya desterrado del todo la costumbre); o nueva y formando composición, en lo cual se ha de atender mucho al uso y al juicio del oído; o trasladado. Las palabras de esta última clase son como estrellas que iluminan todo el discurso.

»Síguese la continuación y enlace de las palabras, que requiere sobre todo dos cosas: primero, la colocación; segundo, cierto modo y forma. A la colocación pertenece el componer y colocar las palabras de suerte que en su concurso no haya aspereza ni hiato, sino que todo sea terso y fácil. De este esmero se burló en la persona de mi suegro Scévola el elegantísimo poeta Lucilio cuando dijo: «¡Qué palabras tan bien colocadas! Parecen piedrecillas, emblemas y labores que adornan con arte el pavimento.» Y después de haberse burlado de Albucio, ni siquiera me perdonó a mí: «Tengo por yerno a Craso, que es más retórico que tú.» Ahora bien: ¿qué te hizo ese Craso, de cuyo nombre abusas? Yo intenté lo mismo que tú, hacer lo que hizo mi suegro, y hacerlo algo mejor que Albucio; pero él quiso burlarse de mí, como acostumbra.

»Ha de atenderse mucho, repito, a la colocación de las palabras, porque ellas hacen el discurso enlazado, coherente, suave y armonioso. Conseguiréis esto si se enlazan las palabras antecedentes con las consiguientes, de modo que el concurso no resulte áspero, ni la pronunciación dificultosa.»

A esta diligencia síguese el modo de dar armonía a la expresión, lo cual temo que a Cátulo le parezca pueril. Los antiguos, sin embargo, creyeron que cabía en la prosa número y hasta versos. Querían que las cláusulas estuviesen separadas, no por los intervalos de nuestra respiración, ni por las notas del manuscrito, sino por la armonía de las palabras y sentencias, lo cual dicen que inventó Isócrates para sujetar a números la ruda manera de decir de los antiguos y deleitar así los oídos, según escribe su discípulo Naucrates. Los músicos, que en otro tiempo eran también poetas, inventaron el verso y el canto, para que con el número de las palabras y la modulación de las voces no llegara a hastiarse el oído, de un solo deleite. Creyeron, pues, que todo esto podía aplicarse a la oratoria, en cuanto la severidad de ésta lo consiente. Y aquí es de notar que cuando resulta algún verso en la prosa, es un defecto, y sin embargo, queremos que la prosa, al modo del verso, tenga cierto número y cadencia, y apenas hay cosa que distinga tanto al orador del que ignora el arte de bien decir, como que el uno dice sin arte cuanto se le ocurre, no haciendo más pausas que las del aliento, mientras que el orador de tal manera liga la sentencia con las palabras, que da a la frase un número más o menos libre y suelto. Y cuando ya ha encadenado las palabras con cierta medida y ritmo, vuelve a dejarlas libres con sólo alterar el orden, de suerte que las palabras ni están sujetas a ninguna ley tan rigurosa como la del metro, ni están tampoco desordenadas y sueltas.

»¿Cómo nos abriremos camino para conseguir esta armonía de dicción? No es cosa tan difícil como necesaria. Nada hay tan blando ni tan flexible, nada que tan fácilmente vaya por donde quiera que le lleves, como el discurso. De aquí resultan los versos, de aquí los números desiguales, de aquí la prosa en sus varios géneros. No son unas las palabras de la conversación y otras las de la disputa, ni unas las del uso diario y otras las de la escena y pompa, sino que nosotros tomándolas, por decirlo así, de un fondo común, las trabajamos a nuestro arbitrio como blandísima cera, y unas veces usamos el estilo grave, otras un medio entre los dos, acomodándose el estilo al pensamiento, de modo que deleite los oídos y conmueva los afectos. Sabiamente dispuso la naturaleza que las cosas que tienen en sí mayor utilidad, tengan también más gracia y hermosura. Contemplemos la armonía del mundo y de la naturaleza. El cielo redondo; la tierra en medio, sostenida por su propio peso; el sol, que ora se acerca al solsticio de invierno, y luego insensiblemente asciende al otro hemisferio; la luna que en su creciente y menguante recibe luz del sol, y las cinco estrellas, que con diverso movimiento y curso recorren el mismo espacio. Tan admirable es este orden, que cualquiera pequeña alteración le destruiría, y tanta hermosura tiene, que nada puede imaginarse más perfecto. Volved ahora la atención a la forma y figura del hombre o de los demás animales, y no hallaréis ninguna parte del cuerpo que no sea necesaria, y ninguna forma que no sea perfecta; y esto no por casualidad, sino por arte.

»¿Y qué diré de los árboles, en los cuales ni el tronco, ni las ramas, ni las hojas, sirven para otra cosa que para retener y conservar su naturaleza, y sin embargo, no hay ninguna de esas partes que no sea hermosa? ¿Qué cosa hay tan necesaria en una nave como la quilla, los costados, la proa, la popa, las antenas, las velas, los mástiles, todo lo cual tiene tal hermosura que no parece inventado sólo para la utilidad, sino para el deleite? Las columnas sostienen los pórticos y los templos, mas no por eso dejan de ser tan hermosas como útiles. La cima del Capitolio, como la de cualquier otro edificio, no la fabricó en primer lugar el arte, sino la necesidad, pues no habiendo medio de que el agua cayera por los dos lados del techo, vino a inventarse aquel remate tan útil como grandioso; de tal suerte que si el Capitolio estuviera en el cielo, donde no hay lluvia, parecería que sin aquella cúpula le faltaba gran parte de su majestad.

»Lo mismo acontece en todas las partes del discurso, donde a lo útil y necesario se junta casi siempre la gracia y la hermosura. Porque las cláusulas y la distinción de los períodos nacieron de la necesidad de respirar y tomar aliento; y, sin embargo, la invención de estas pausas es tan agradable, que si hubiera algún orador que tuviese un aliento incansable, no por eso desearíamos que eternizase sus períodos.

»El período más largo es el que puede decirse de un sólo aliento. Puede ser natural o artificioso. Y siendo muchos los pies métricos, oh Cátulo, vuestro preceptor Aristóteles suele excluir de la oratoria el yambo y el troqueo, los cuales, sin embargo, ocurren naturalmente muchas veces en la conversación y en el razonamiento, pero son pies ligeros y de poco grave sonido. Mucho más nos convidan los pies heroicos, el dáctilo, el anapesto, el espondeo, en el cual impunemente podemos alargarnos hasta dos pies o más, con tal que no hagamos versos o algo que a versos se parezca. Estos tres pies heroicos suelen caer bien al principio de la cláusula. Aristóteles gusta mucho del peón, el cual es doble. Porque consta, o de una larga seguida de tres breves, vg., desinite, incipito, comprimite, o de tres breves y una larga, vg., domueran, sonnípedes. Quiere el filósofo que se empiece por el primero de estos peones y se acabe por el segundo, el cual se parece no por el número de sílabas, sino por la impresión que hace en el oído (lo cual es el juicio más infalible), al pie crético, que consta de larga, breve y larga, vg., ¿Quid petam proesidii, aut exequar? quodve nunc? Con este número empezó el discurso de Fannio.

»Aristóteles quiere que las cláusulas se acaben, siempre que sea posible, con una sílaba larga.

»Todo esto no exige tanto cuidado y esmero como el que han de usar los poetas, a quienes obliga la necesidad y el mismo número y ritmo a incluir de tal manera las palabras en el verso, que nada haya más breve ni más largo que lo necesario, sin que se les permita añadir ni quitar una sola sílaba. La prosa es más libre y suelta, pero no tanto que ande errante y vagabunda, sino que ella misma se modere y corrija. Yo pienso, como Teofrasto, que la prosa por culta y esmerada que sea, no ha de estar sujeta a un número riguroso: por eso él sospecha que entre todos los pies métricos floreció primero el anapesto, y que de él nació el libre y audaz ditirambo, cuyos miembros y pies, como el mismo dice, están derramados en todo elegante discurso.

»Y si lo más armonioso en todo género de sonidos y de voces es lo que causa ciertas impresiones y lo que podemos medir por intervalos iguales, con razón se cuenta este género de armonía, siempre que no sea continua, entre los méritos del orador. Si tenemos por ruda e inculta la locuacidad perenne, copiosa y sin intervalos, ¿cuál es la causa de que la rechacemos, sino el que nuestro oído tiene instinto natural de las modulaciones? lo cual no podría suceder si en la voz no hubiese número. En la continuidad no cabe el número, porque éste resulta de la distinción y percusión de intervalos iguales, y muchas veces variados, los cuales podemos distinguir en el caer de las gotas, pero no en el río desbordado. Y si este género de períodos, libremente dividido en artículos y miembros, es mucho más agradable que los períodos continuados y sin fin, necesario será que estos miembros tengan cierta medida, porque si son demasiado breves, se pierde el ámbito de las palabras, que así llaman los Griegos a las cláusulas de la oración. Los miembros posteriores deben ser iguales a los anteriores, y aun es preferible y agrada más que sean más largos.

»Esta es la doctrina de esos filósofos griegos que tanto admiras, olh Cátulo, y bueno es que me escude con su autoridad para que no digáis que me he entretenido en simplezas.

-¿Cómo así? dijo Cátulo. ¿Qué cosa puede haber más elegante ni más sutil que ese razonamiento tuyo?

-Pero temo, dijo Craso, que todo esto les parezca a esos jóvenes muy difícil, o que, por el contrario, viendo que no se enseña por los preceptores vulgares, vengan a creer que hemos querido dar a tales cosas mayor importancia que la que realmente tienen.

-Mucho te equivocas, Craso, si piensas que yo o alguno de éstos esperábamos de tí esos preceptos triviales y vulgares. Lo que dices es lo que deseamos oir, y sobre todo, dicho de esa manera; te lo aseguro con toda sinceridad, en nombre propio y en el de todos éstos.

-Yo, dijo Antonio, he encontrado por fin el orador perfecto que había buscado en vano, según dije en aquel librillo que escribí; pero no he querido interrumpirte ni aun con alabanzas, para no perder ni una palabra sola de tu breve discurso.

-Conforme a esta ley, prosiguió Craso, formaremos el estilo, mediante el ejercicio de hablar y escribir, que es de tanta importancia en la oratoria, sobre todo para el ornato y rima. Ni es esto de tanto trabajo como parece, ni hemos de sujetarnos a las duras leyes de los poetas y los músicos; sólo hemos de procurar que la oración no corra demasiado, ni se aparte del camino, ni se detenga, ni se extravíe; que estén bien distinguidos los miembros y redondeadas las cláusulas. Ni el estilo ha de ser siempre periódico: conviene muchas veces usar miembros más cortos, pero sujetos también a cierto número. Ni os asusten el pié ni el metro heroico; ellos se os ocurrirán y responderán sin que los llaméis, con tal que hayáis adquirido costumbre de escribir y de hablar, de redondear las sentencias y de juntar los números majestuosos con los libres, especialmente el pie heroico con el peón primero o el crético, todo con la posible variedad y distinción. Nótese también la semejanza en las pausas, y siempre que estén colocados así los primeros y los últimos pies, pueden quedar ocultos los del medio, con tal que no sea la cláusula más breve que lo que esperan los oídos ni más larga que lo que las fuerzas y el aliento consienten.

»En el modo de cerrar los períodos está la mayor perfección y dificultad. En el verso llama la atención, así la primera como la media y última parte, y el efecto se pierde o debilita en habiendo cualquier tropiezo; pero en la prosa pocos ven los primeros miembros, y casi todos se fijan en los últimos. Por esto conviene variar las terminaciones para que no causen hastío en el ánimo ni en los oídos de los jueces. Si los primeros miembros no son muy breves y concisos, bastará acentuar los dos o tres pies últimos, que conviene que sean coréos, heroicos o alternados; o el peón posterior, que Aristóteles recomienda; o el crético, que es casi igual. Esta variedad hará que ni los oyentes sientan el fastidio de la monotonía, ni parezca que obramos de caso pensado. Y si aquel Antipatro Sidonio, de quien tú, Cátulo, te acordarás muy bien, solía improvisar versos exámetros y otros de varias medidas y números, y había conseguido tanto con su ejercicio, ingenio y memoria, que en aplicando la atención a componer un verso, se le ocurrían en seguida las palabras, ¿cuánto más fácilmente podrá conseguirse esto en la oratoria, contando siempre con el hábito y estudio?

»Y nadie se admire de que el vulgo indocto note y censure los defectos del orador, porque en esto y en otras muchas cosas es grande e increíble la espontaneidad de la Naturaleza. Todos, por un secreto instinto, sin ningún arte ni razón, distinguen lo que es bueno y lo que es malo en las artes. Y si esto hacen con las estatuas y los cuadros y otras obras de arte, para cuya inteligencia les dio la Naturaleza menos auxilios, mucho más lo muestran en el juicio de las palabras, números y voces, porque este juicio es de sentido común y la Naturaleza no ha querido privar de él a nadie; así es que todos se conmueven, no sólo por las palabras colocadas según arte, sino con los números y la armonía. ¡Cuán pocos hay que sepan este arte! Y sin embargo, apenas se comete el más leve tropiezo y se alarga una breve, o se abrevia una larga, todo el teatro estalla en clamores. La multitud y el pueblo silba lo mismo a los coros que a cada uno de los cantores, apenas desafinan.

»Admirable es que haya tanta diferencia entre el hombre docto y el rudo en cuanto a la ejecución, habiendo tan poca en cuanto al juicio. Porque el arte, como nacido de la Naturaleza, si no mueve y deleita a la Naturaleza misma, puede decirse que nada ha conseguido. Nada es tan conforme con la índole de nuestros ánimos como los números y la armonía: ellos nos excitan, nos inflaman, nos sosiegan y nos hacen sentir alegría o tristeza; de aquí el sumo poder de los versos y del canto, no olvidado por Numa, rey doctísimo, y por nuestros mayores, como lo indican las flautas y cantos de los convites, y los versos de los sacerdotes Sálios, pero todavía más celebrada por la antigua Grecia. ¡Ojalá que hubiérais querido disputar de estas y semejantes cosas, más bien que de pueriles traslaciones de palabras!

»Así como el vulgo ve cualquier defecto que haya en los versos, así nota la falta de armonía en el discurso; pero al poeta no lo perdona, mientras que con nosotros tiene alguna indulgencia, por más que tácitamente reconozcamos todos que lo que dijimos no es oportuno ni perfecto.

»Por eso los antiguos, como todavía lo hacen algunos, no pudiendo hacer períodos redondos, porque ésta es invención que de poco acá hemos empezado a ejercitar, ponían las palabras de tres en tres, de dos en dos, y aun de una en una; y aun en aquella infancia del arte, no ignoraban lo que podía halagar los oídos, y procuraban que las frases se correspondiesen y estuvieran separadas por pausas iguales.

»Ya expuse como he podido lo que principalmente toca el ornato del discurso. Hablé de cada una de las palabras, de su unión, de su número y forma. Si queréis saber cómo ha de ser el colorido general del discurso, os diré que puede ser rico, pero al mismo tiempo firme y entero: o sencillo, pero no sin nervio y fuerzas: o templado y que participe de los dos en cierta medianía.

»En estas tres figuras hay cierto color de belleza, no postizo, sino difundido en la sangre. El orador ha de perfeccionarse en palabras y sentencias. A la manera que los gladiadores o los que combaten en la palestra, que no sólo hacen estudio de evitar los golpes y de herir, sino también de moverse con elegancia, así el orador usará de las palabras para la mejor composición y decoro del discurso, y de las sentencias para la brevedad de él.

»Hay innumerables formas de palabras y de sentencias. De seguro que no las ignoráis. Hay entre ellas esta diferencia: que la figura de palabras desaparece cuando las palabras se mudan, y la de sentencia permanece, sean cualesquiera las voces de que se use. Y aunque vosotros ya lo ejecutáis, sin embargo, quiero advertiros que el orador no tiene que hacer otras maravillas sino cumplir en cada una de las palabras estas tres condiciones: usar con frecuencia de vocablos trasladados, a veces de los nuevos, rarísima vez de los antiguos. En lo que hace al conjunto de la oración, después que hayamos cumplido todas las condiciones de suavidad y armonía, adornaremos el discurso con todo el esplendor de palabras y sentencias.

»Porque la commoración, deteniéndose mucho en un asunto, mueve en gran manera los afectos, y la explanación pone, digámoslo así, a la vista las cosas que van sucediendo, lo cual vale mucho, ya para ilustrar lo que se expone, ya para amplificar. A esta figura es contraria la precisión, y la significación que da a entender más que lo que se dice, y la brevedad distinta y concisa, y la atenuación y la ironía que pertenece a la materia tratada por César, y la digresión que debe volver con gracia el asunto, después de algún agradable incidente, y la proposición en que se anuncia lo que se va a decir, y la separación de lo que se ha dicho, y la vuelta al propósito, y la repetición, y la conclusión, y la exageración o hipérbole, ya para engrandecer, ya para disminuir un objeto, y la interrogación y la exposición de su parecer, y la disimulación que se va insinuando en los ánimos, diciendo una cosa y significando otra, lo cual es, muy agradable, no en la disputa, sino en la conversación, y la duda, y la distribución, y la corrección, o antes de decir una cosa, o después de haberla dicho, o cuando rechazamos alguna objeción que pueda hacérsenos, y la prevención, y la reyección de la culpa a otro y la comunicación, que es una especie de deliberación con los mismos oyentes; la imitación de las costumbres y de la vida, ya introduciendo a las personas, ya sin ellas, grande ornamento del discurso y muy a propósito para conciliar los ánimos o conmoverlos: la introducción de personas fingidas que da tanta luz a la amplificación, la descripción, la inducción a error, el impulso a la alegría, la anteocupación, la semejanza y el ejemplo, la distribución, la interpelación, la contraposición, la reticencia, la recomendación, el uso da alguna palabra libre o atrevida para encarecer más un objeto, la ira, la reprensión, la promesa, el ruego, la obsecración, un breve apartarse del asunto, la justificación, la conciliación, la ofensa, la optación y la execración. Todas estas son las figuras de sentencia que ilustran el discurso. En cuanto a las figuras de palabras, el discurso es como el arte de las armas, que no sólo sirve para el acometimiento y la pelea, sino también para la gallardía y destreza. Porque la duplicación de las palabras unas veces da fuerza, y otras gracia al discurso, y lo mismo las pequeñas alteraciones y mudanzas de palabras, y la repetición de una palabra al principio, y su conversión al fin, y el ímpetu y concurso de los vocablos, y la adyección, y la progresión y la distinción de una misma palabra frecuentemente repetida, y la revocación y similicadencia o similidisidencia, y la igualdad o semejanza de los miembros que entre sí se corresponden. Hay también la gradación y la conversión, y la elegante trasposición de las palabras, la contrariedad, la disolución, la declinación, la reprensión, la exclamación, la disminución, y la prueba añadida a cada una de las proposiciones, y la concesión y otro género de duda, y las palabras imprevistas, y la y enumeración y otro linaje de corrección, y la separación, y lo continuado o interrumpido, y la imagen y la respuesta a sí mismo, la metonimia, la disyunción, el orden, la relación, la digresión y circunscripción. Estas y otras semejantes a estas (porque puede haber muchas más) son las figuras de palabras y sentencias que ilustran y embellecen el discurso.

-Veo, Craso, dijo Cota, que nos has dicho esas figuras sin definiciones y sin ejemplos, como si nos fueran ya conocidas.

Yo, respondió Craso, nunca pensé que fueran nuevas para vosotros las mismas cosas que antes os dije; pero quise obedecer a la voluntad de todos. Cuando empezaba a hablar, el sol me advirtió que fuera yo breve: ahora que ya declinando, me obliga a acabar cuanto antes este razonamiento. Afortunadamente, la explicación de estas figuras y su doctrina misma es bastante vulgar; en cambio su aplicación es lo más difícil de este arte. Ya, pues, que hemos mostrado todos los elementos del ornato del discurso, veamos qué es lo más oportuno y lo que más conviene en la oración. Porque es claro que no a toda causa, auditorio, persona o tiempo conviene un mismo género de discursos. De distinta manera ha de hablarse en las causas capitales que en las privadas y pequeñas: diverso estilo ha de usarse en las deliberaciones, en las alabanzas, en los juicios, en los sermones, en la consolación, en la reprensión, en la disputa, en la historia. Repárese también si quien oye es el Senado, el pueblo o los jueces; si son muchos, pocos o uno solo, y quién es el orador mismo, qué edad, honores y autoridad tiene; y si el tiempo es de paz o de guerra, de apresuramiento o de reposo. En esta parte no puede darse más precepto, sino que elijamos un estilo, más o menos grave, sencillo o templado, que se acomode al asunto de que tratamos. Los adornos serán casi siempre los mismos; pero unas veces con más parsimonia, otras con más abundancia. En todas las cosas, al arte y a la naturaleza corresponde el poder hacer lo que conviene; a la prudencia el saber cuándo y en qué manera conviene.

»Pero a todo esto ha de añadirse la acción, verdadera reina del discurso: sin ésta no puede haber orador perfecto, y con ella un orador mediano vencerá a los más insignes. A ésta dicen que dio la primacía Demóstenes, cuando le preguntaban cuál era la primera dote del orador: a ésta dio el segundo lugar y también el tercero. Esto me recuerda aquel dicho de Esquines, que habiendo salido de Atenas, condenado en un juicio, y trasladóse a Rodas, leyó a instancia de los Rodios aquel admirable discurso que había pronunciado contra Ctesifon y Demóstenes: rogáronle al día siguiente que leyese el de Demóstenes en defensa de Ctesifon: hízolo él con voz suavísima y entonada: admiráronse todos, y él dijo: «¡Cuánto más os admiraríais si le hubiérais oído a él!» Con lo cual, bien claramente dio a entender el poder de la acción, como que le parecía que el discurso era otro en cuanto se mudaba el actor. Y tú te acordarás muy bien, oh Cátulo, de aquel rasgo de un discurso de Graco tan ponderado cuando yo era niño: «¿A dónde iré, infeliz? ¿a dónde me encaminaré? ¿al Capitolio? ¡Si está teñido con la sangre de mi hermano! ¿A mi casa, para ver a mi madre mísera, llorosa y abatida?» Y cuentan que esto lo dijo con tal voz, gesto y mirada, que ni siquiera pudo contener las lágrimas. Y hablo mucho de esto, porque los oradores, que son representantes de la verdad misma, tienen muy abandonada la acción, de la cual se han apoderado los histriones, meros imitadores de la verdad. Sin duda en todas las cosas vence a la imitación la verdad; pero si ésta bastara por sí a la acción, no necesitaríamos ciertamente del arte. Por que los afectos del ánimo, que han de ser declarados o imitados con la acción, suelen estar tan perturbados, oscurecidos y casi borrados, que hay que apartar las nieblas que los oscurecen, y escoger la expresión más fácil y propia.

»Toda pasión del alma ha recibido de la naturaleza, digámoslo así, su semblante, gesto y sonido, y todo el cuerpo humano, y su semblante y su voz resuenan como las cuerdas de la lira, así que la pasión las pulsa.

»Las voces, como las cuerdas, están tirantes y responden a cualquier tacto: una es aguda, otra grave, una pronto, otra tarda; una grande, otra pequeña; entre todas las cuales, sin embargo, y en todas ellas caben variedades intermedias.

»De aquí nacen muchos tonos: suave, áspero, rápido, difuso, continuo, interrumpido, quebrado, roto, hinchado, atenuado, etc.: no hay ninguno de ellos que no pueda tratarse con arte y moderación; son como los colores que tiene a su disposición el pintor.

»Otro tono debe usarse para la ira: agudo, y arrebatado, vg.: «¡Mi hermano impío me exhorta a devorar infeliz a mis propios hijos!» y aquello que decías antes, ¡oh Antonio! «¿Te atreviste a separarle de tí?», y aquel otro pasaje: «¿Quién le oye? atadle.» Y casi todo el Atreo. »Otro tono exige la compasión y el llanto: flexible, lleno, interrumpido y lloroso, vg.: «A dónde iré? ¿qué camino seguirá? ¿me dirigiré a la casa paterna o a la del hijo de Pelias?» Y aquellos otros versos: «¡Oh padre, oh patria, oh casa de Príamo!» y los que siguen:

«Vimos ardiendo todo, y arrancada la vida a Príamo.»

»El tono del miedo será sumiso, vacilante y abatido, vg.: «¡Muchos males me cercan; la enfermedad, el destierro, la pobreza; el temor me quita toda prudencia: me amenazan con tormentos y muerte: nadie hay de tan firme condición y de tanta audacia a quien la sangre no se le hiele y retire con el miedo!»

»El tono de la violencia, será apresurado, impetuoso, amenazador, vg.: «Otra vez quiere Tiestes ablandar a Atreo; otra vez me insta y despierta mi enojo. Yo le oprimiré con mayores males, hasta que reprima y abata su corazón cruel.» Requiere el placer un acento suave, tierno, alegre y sumiso: «Cuando me ofreció la corona nupcial, a tí te la daba fingiendo dársela a otra; fue ardid ingenioso y delicado para engañarte.» El tono del pesar ha de ser grave sin mover a conmiseración, triste y monótono, vg.: «Cuando Páris se juntó a Elena en ilícita unión, yo estaba ya a punto de cumplir los meses del embarazo. Por el mismo tiempo tuvo Hécuba a Polidoro, en su último parto.»

»A todos estos movimientos debe acompañar el gesto; no el gesto escénico que expresa cada palabra, sino el que declara, no por demostración, sino por significación, la totalidad de la idea. La inflexión del cuerpo ha de ser fuerte; y varonil, no como la de los histriones en la escena, sino como la del que se prepara a las armas o a la palestra. Las manos deben seguir con los dedos los movimientos de las palabras, pero no expresarlas; el brazo ha del estar levantado como para lanzar el rayo de la elocuencia; se han de dar golpes con el pie en la tierra, al comienzo o al fin de la disputa. Pero en el rostro consiste todo, y en él, lo principal son los ojos; y esto lo entendían bien nuestros mayores, que no aplaudían mucho a ningún actor con máscara, aunque fuese el mismo Roscio. El alma, es la que inspira la acción; el rostro es el espejo del alma; sus intérpretes son los ojos; sólo ellos pueden hacer tantos movimientos y cambios cuantas son las pasiones del alma, y no hay nadie que lo consiga mirando siempre a un mismo objeto.

»Contaba Teofrasto que un tal Taurisco solía decir que el actor hablaba vuelto de espaldas al público, siempre que al representar tenía los ojos fijos en un solo punto. Gran moderación se ha de tener con los ojos. Ni ha de alterarse mucho la expresión del semblante, para no caer en alguna vaguedad o extravagancia. Con los ojos ya atentos, ya sumisos, ya alegres, significamos los movimientos del alma, más conformes con la naturaleza del discurso. Es la acción como la lengua del cuerpo, y por eso ha de seguir siempre al pensamiento. Para declarar los afectos del alma, nos dio la naturaleza los ojos, como dio al caballo y al león la melena, la cola y los oídos.

»Después de la voz, lo más poderoso es el semblante, y en éste los ojos. En todo lo que depende de la acción hay una fuerza natural que mueve hasta a los ignorantes, al vulgo y a los bárbaros.

»Las palabras no conmueven a nadie sino al que entiende la lengua, y las sentencias, por demasiado agudas, a veces se dejan entender sólo de ingenios delicados; pero la acción, que expresa por sí los afectos del alma, conmueve a todos y excita las pasiones que cada cual siente en sí mismo y conoce en los demás.

»Grande importancia tiene sin duda en la acción la voz. Hemos de desearla buena, pero sea cual fuere, conviene educarla. El cómo, no es materia propia de este lugar: sólo diré que conviene educarla con mucho esmero, y repetiré lo que antes dije, que en muchas cosas lo más provechoso es también lo más agradable. Para conservar la voz nada más útil que una frecuente variedad de tonos; nada más pernicioso que una entonación monótona e inflexible. ¿Qué cosa hay más acomodada a nuestros oídos que la alternativa y variada sucesión de tonos? Por eso el mismo Graco (según puedes oírlo, oh Cátulo, de tu cliente Licinio, hombre literato que le sirvió de esclavo y amanuense) solía tener detrás de sí, cuando hablaba, un músico diestro que con una flauta de marfil le daba rápidamente el tono, haciéndole pasar de lo más sumiso a lo más remontado, o al contrario.

-Sí que lo he oído contar, dijo Cátulo, y he admirado muchas veces así el estudio de este hombre como su doctrina y ciencia.

-Mucho me duelo, continuó Craso, de que tan esclarecidos varones cayesen en aquella traición contra la república, aunque tal tela se va tejiendo, y tal modo de vivir se va entrando en nuestra ciudad, que ya quisiéramos tener ciudadanos semejantes a los que no pudieron sufrir nuestros padres.

-Ruégote, Craso, replicó Julio, que dejes esa conversación, y vuelvas a la flauta de Graco, cuyo uso todavía no comprendo bien.

-En toda voz, dijo Craso, hay un medio propio de ella: el ir desde él subiendo la voz gradualmente, es útil y agradable. Gritar desde el principio tiene algo de rústico: levantar la voz poco a poco, es muy conveniente. Hay también un extremo cercano a los clamores agudos, al cual la flauta no te dejará llegar, antes te apartará de él, si a él te acercas. Hay, por el contrario, sonidos muy bajos, a los cuales tampoco ha de descenderse sino gradualmente. Esta variedad y este tránsito de un sonido a otro hará mucha gracia a la acción. Pero al flautista podéis dejarle en casa, y llevar con vosotros y al foro tan sólo la razón de esta costumbre. He dicho lo que he podido, no como he querido, sino como la estrechez del tiempo me lo permitía. Ya sabéis que es costumbre echar la culpa al tiempo, cuando no se puede decir más aunque se quiera.

-Mas yo creo, dijo Cátulo (en cuanto puedo juzgar), que has recogido todos los preceptos tan admirablemente, que no parece que los has aprendido de los Griegos, sino que se los puedes enseñar. Mucho me huelgo de haber participado de esta conversación, y siento que no haya estado presente mi yerno y amigo tuyo Hortensio, de quien espero que llegará a reunir todos los méritos que en tu discurso has enumerado.

-¿Dices que llegará a ser un gran orador? replicó Craso. Yo creo que ya lo es, y lo mismo juzgué cuando en el Senado defendió la causa del África, y todavía más ahora poco, cuando habló en defensa del rey de Bitinia. Pienso que a este joven no le falta ninguna de las dotes de la naturaleza ni del arte. Por tanto, Cota y Sulpicio, debéis trabajar con mucho esfuerzo, porque no es un orador mediano el que se levanta a vuestro lado, sino de agudo ingenio, de ardiente estudio, rico en sabiduría y de memoria singular. Yo, aunque lo admiro mucho, quiero sólo que florezca entre los de su edad: a vosotros, que sois mucho menores, fuera casi vergonzoso dejaros vencer por él. »Levantémonos, continuó: hora es ya de que descansen nuestros ánimos de esta prolija disputa.»