Comentarios sobre la guerra de las Galias – Julio César – Libro I

El siguiente es el libro I de la obra de Julio César La Guerra de las Galias, también conocida como De bello Gallico. Guerra de helvecios y Ariovisto.

LA GUERRA DE LAS GALIAS – Libro I

Guerra de helvecios y Ariovisto.

Los Comentarios sobre la guerra de las Galias (Commentarii de bello Gallico o, de manera abreviada, De bello Gallico) fueron una serie de siete libros escritos por Gayo Julio César en tercera persona durante la Guerra de las Galias y publicados tras su finalización (más un octavo libro continuador por Aulo Hircio). César publica estos libros a manera de defensa propia, cuando sus enemigos en Roma comenzaron a desparramar rumores en su contra e intentaron proscribirlo, algo que podía poner seriamente en riesgo su vida. Al relatar sus victorias y hazañas en la guerra contra los galos, César buscó ganar el apoyo del pueblo y el favor del ejército. Para entender el contexto histórico de dicho período histórico puede leer el siguiente artículo. Estos libros se consideran como una obra antecesora a los Comentarios de la guerra civil. De bello Gallico es una obra no solo de importante valor histórico y militar, es también un rico tratado sobre las culturas, tradiciones y costumbres de los pueblos galos.

Nota: Las anotaciones pueden hallarse al final de la página. Así mismo también pueden hallarse las anotaciones realizadas por Napoleón buena parte.

De bello Gallico

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Libro I

I. La Galia (1) está dividida en tres partes: una que habitan los belgas, otra los aquitanos, la tercera los que en su lengua se llaman celtas y en la nuestra galos. Todos estos se diferencian entre sí en lenguaje, costumbres y leyes. A los galos separa de los aquitanos el río Carona, de los belgas el Marne y Sena. Los más valientes de todos son los belgas, porque viven muy remotos del fausto y delicadeza de nuestra provincia; y rarísima vez llegan allá los mercaderes con cosas a propósito para enflaquecer los bríos; y por estar vecinos a los germanos, que moran a la otra parte del Rin, con quienes traen continua guerra. Ésta es también la causa porque los helvecios (2) se aventajan en valor a los otros galos, pues casi todos los días vienen a las manos con los germanos, ya cubriendo sus propias fronteras, ya invadiendo las ajenas. La parte que hemos dicho ocupan los galos comienza del río Ródano, confina con el Carona, el Océano y el país de los belgas; por el de los secuanos (3) y helvecios toca en el Rin, inclinándose al Norte. Los belgas toman su principio de los últimos límites de la Galia, dilatándose hasta el Bajo Rin, mirando al Septentrión y al Oriente. La Aquitania entre Poniente y Norte por el río Carona se extiende hasta los montes Pirineos, y aquella parte del Océano que baña a España.

II. Entre los helvecios fue sin disputa el más noble y el más rico Orgetórige. Éste, siendo cónsules (4) Marco Mésala y Marco Pisón, llevado de la ambición de reinar, ganó a la nobleza y persuadió al pueblo «a salir de su patria con todo lo que tenían; diciendo que les era muy fácil, por la ventaja que hacían a todos en fuerzas, señorearse de toda la Galia». Poco le costó persuadírselo, porque los helvecios, por su situación, están cerrados por todas partes; de una por el Rin, río muy ancho y muy profundo, que divide el país Helvético de la Germania; de otra por el altísimo monte Jura, que lo separa de los secuanos; de la tercera por el lago Lemán y el Ródano, que parte términos entre nuestra provincia y los helvecios. Por cuya causa tenían menos libertad de hacer correrías, y menos comodidad para mover guerra contra sus vecinos; cosa de gran pena para gente tan belicosa. Demás que para tanto número de habitantes, para la reputación de sus hazañas militares y valor, les parecía término estrecho el de doscientas cuarenta millas de largo, con ciento ochenta de ancho.

III. En fuerza de estos motivos y del crédito de Orgetórige, se concertaron de apercibir todo lo necesario para la expedición, comprando acémilas y carros cuantos se hallasen, haciendo sementeras copiosísimas a trueque de estar bien provistos de trigo en el viaje, asentando paz y alianza con los pueblos comarcanos. A fin de efectuarlo, pareciéndoles que para todo esto bastaría el espacio de dos años, fijaron el tercero con decreto en fuerza de ley por plazo de su partida. Para el manejo de todo este negocio eligen a Orgetórige, quien tomó a su cuenta los tratados con las otras naciones; y de camino persuade a Castice, secuano, hijo de Catamantáledes (rey que había sido muchos años de los secuanos, y honrado por el Senado y Pueblo Romanos con el título de amigo) que ocupase el trono en que antes había estado su padre: lo mismo persuade a Dumnórige eduo, hermano de Diviciaco (que a la sazón era la primera persona de su patria, muy bienquisto del pueblo) y le casa con una hija suya. «Representábales llana empresa, puesto que, habiendo él de obtener el mando de los helvecios, y siendo éstos sin duda los más poderosos de toda la Galia, con sus fuerzas y ejército los aseguraría en la posesión de los reinos. » Convencidos del discurso, se juramentan entre sí, esperando que, afianzada su soberanía y unidas tres naciones poderosísimas y fortísimas, podrían apoderarse de toda la Galia.

IV. Luego que los helvecios tuvieron por algunos indicios noticia de la trama, obligaron a Orgetórige a que diese sus descargos, aprisionado (5) según estilo. Una vez condenado, sin remedio había de ser quemado vivo. Aplazado el día de la citación, Orgetórige compareció en juicio, acompañado de toda su familia, que acudió de todas partes a su llamamiento en número de diez mil personas (6), juntamente con todos sus dependientes y adeudados, que no eran pocos, consiguiendo, con su intervención, substraerse al proceso. Mientras el pueblo irritado de tal tropelía trataba de mantener con las armas su derecho y los magistrados juntaban las milicias de las aldeas, vino a morir Orgetórige, no sin sospecha en opinión de los helvecios, de que se dio él a sí mismo la muerte. (7)

V. No por eso dejaron ellos de llevar adelante la resolución concertada de salir de su comarca. Cuando les pareció estar ya todo a punto, ponen fuego a todas sus ciudades, que eran doce, y a cuatrocientas aldeas con los demás caseríos; queman todo el grano, salvo el que podían llevar consigo, para que perdida la esperanza de volver a su patria, estuviesen más prontos a todos los trances. Mandan que cada cual se provea de harina (8) para tres meses. Inducen a sus rayanos los rauracos, (9) tulingos, latobrigos a que sigan su ejemplo y, quemando las poblaciones, se pongan en marcha con ellos, y a los boyos, (10) que, establecidos a la otra parte del Rin, y adelantándose hasta el país de los noricos, tenían sitiada su capital, empeñándolos en la facción, los reciben por compañeros.

VI. Sólo por dos caminos podían salir de su tierra: uno por los secuanos, estrecho y escabroso entre el Jura y el Ródano, por donde apenas podía pasar un carro y señoreado de una elevadísima cordillera, de la cual muy pocos podían embarazar el paso; el otro por nuestra provincia, más llano y ancho, a causa de que, corriendo el Ródano entre los helvecios y alóbroges, (11) con quien poco antes (12) se habían hecho paces, por algunas partes es vadeable. Junto a la raya de los helvecios está Ginebra, última ciudad de los alóbroges, donde hay un puente que remata en tierra de los helvecios. Daban por hecho que, o ganarían a los alóbroges, por parecerles no del todo sincera su reconciliación con los romanos, o los obligarían por fuerza a franquearles el paso. Aparejado todo para la marcha, señalan el día fijo en que todos se debían congregar a las riberas del Ródano. Era éste el 28 de marzo en el consulado de Lucio Pisón y Aulo Gabinio. VIL Informado César de que pretendían hacer su marcha por nuestra provincia, parte aceleradamente de Roma; y encaminándose a marchas forzadas a la Galia Ulterior, se planta en Ginebra. Da luego orden a toda la provincia de aprestarle el mayor número posible de milicias, pues no había en la Galia Ulterior sino una legión sola. Manda cortar el puente de junto a Ginebra. Cuando los helvecios supieron su venida, despáchanle al punto embajadores de la gente más distinguida de su nación, cuya voz llevaban Numeyo y Verodocio, para proponerle que ya que su intención era pasar por la provincia sin agravio de nadie, por no haber otro camino, que le pedían lo llevase a bien. César no lo juzgaba conveniente, acordándose del atentado de los helvecios cuando mataron al cónsul Lucio Casio, derrotaron su ejército y lo hicieron pasar bajo el yugo; ni creía que hombres de tan mal corazón, dándoles paso franco por la provincia, se contuviesen de hacer mal y daño. Sin embargo, por dar lugar a que se juntasen las milicias provinciales, respondió a los enviados: «que tomaría tiempo para pensarlo; que si gustaban, volviesen por la respuesta en (13) de abril».

VIII. Entre tanto, con la legión que tenía consigo y con los soldados que llegaban de la provincia desde el lago Lemán, que se ceba del Ródano hasta el Jura, que separa los secuanos de los helvecios, tira un vallado a manera de muro de diecinueve millas en largo, dieciséis pies en alto, y su foso correspondiente; pone guardias de trecho en trecho, y guarnece los cubos para rechazar más fácilmente a los enemigos, caso que por fuerza intentasen el tránsito. Llegado el plazo señalado a los embajadores, y presentados éstos, responde: «que, según costumbre y práctica del Pueblo Romano, él a nadie puede permitir el paso por la provincia; que si ellos presumen abrírselo por sí, protesta oponerse». Los helvecios, viendo frustrada su pretensión, parte en barcas y muchas balsas que formaron, parte tentando vadear el Ródano por donde corría más somero, unas veces de día y las más de noche, forcejando por romper adelante, siempre rebatidos por la fortificación y vigorosa resistencia de la tropa, hubieron de cejar al cabo.

IX. Quedábales sólo el camino por los secuanos; mas sin el consentimiento de éstos era imposible atravesarlo, siendo tan angosto. Como no pudiesen ganarlos por sí, envían legados al eduo Dumnórige para recabar por su intercesión el beneplácito de los secuanos, con quienes podía él mucho y los tenía obligados con sus liberalidades; y era también afecto a los helvecios, por estar casado con mujer de su país, hija de Orgetórige; y al paso que por la ambición de reinar intentaba novedades, procuraba con beneficios granjearse las voluntades de cuantos pueblos podía. Toma, pues, a su cargo el negocio y logra que los secuanos dejen el paso libre a los helvecios por sus tierras, dando y recibiendo rehenes en seguridad de que los secuanos no embarazarán la marcha, y de que los helvecios la ejecutarán sin causar daño ni mal alguno.

X. Avisan a César que los helvecios están resueltos a marchar por el país de los secuanos y eduos hacia el de los santones,13 poco distantes de los tolosanos, que caen dentro de nuestra jurisdicción. (14) Si tal sucediese, echaba de ver el gran riesgo de la provincia con la vecindad de hombres tan feroces y enemigos del Pueblo Romano en aquellas regiones abiertas y sumamente fértiles. Por estos motivos, dejando el gobierno de las fortificaciones hechas a su legado Tito Labieno, él mismo en persona a grandes jornadas vuelve a Italia, donde alista dos legiones; saca de los cuarteles otras tres que invernaban en los contornos de Aquileia, y con todas cinco, atravesando los Alpes por el camino más corto, marcha en diligencia hacia la Galia Ulterior. Opónense al paso del ejército los centrones, gravocelos y caturiges, (15) ocupando las alturas; rebatidos todos en varios reencuentros, desde Ocelo, último lugar de la Galia Cisalpina, en siete días se puso en los voconcios, territorio de la Transalpina; desde allí conduce su ejército a los alóbroges; de los alóbroges a los segusianos, que son los primeros del Ródano para allá fuera de la provincia.

XI. Ya los helvecios, transportadas sus tropas por los desfiladeros y confines de los secuanos, habían penetrado por el país de los eduos, y le corrían. Los eduos, no pudiendo defenderse de la violencia, envían a pedir socorro a César, representándole: «haber sido siempre tan leales al Pueblo Romano, que no debiera sufrirse que casi a vista de nuestro ejército sus labranzas fuesen destruidas, cautivados sus hijos y sus pueblos asolados». Al mismo tiempo que los eduos, sus aliados y parientes los ambarros (16) dan parte a César cómo arrasadas ya sus heredades, a duras penas defienden los lugares del furor enemigo; igualmente los alóbroges, que tenían haciendas y granjas al otro lado del Ródano, van a ampararse de César diciendo que nada les queda de lo suyo sino el suelo desnudo de sus campos y heredades. César, en vista de tantos desafueros, no quiso aguardar a que los helvecios, después de una desolación general de los países aliados, llegasen sin contraste a los santones.

XII. Habían llegado los helvecios al río Arar, el cual desagua en el Ródano, corriendo por tierras de los eduos y secuanos tan mansamente, que no pueden discernir los ojos hacia qué parte corre, y lo iban pasando en balsas y barcones. Mas informado César por sus espías que los helvecios habían ya pasado tres partes de sus tropas al otro lado del río, quedando de éste la cuarta sola, sobre la medianoche moviendo con tres legiones, alcanzó aquel trozo, que aún estaba por pasar el río, y acometiéndolos en el mayor calor de esta maniobra, deshizo una gran parte de ellos; los demás echaron a huir, escondiéndose dentro de los bosques cercanos. Éste era el cantón Tigurino, uno de los cuatro (17) en que está dividida toda la Helvecia, y aquel mismo que, habiendo salido solo de su tierra en tiempo de nuestros padres, mató al cónsul Lucio Casio y sujetó su ejército a la ignominia del yugo. Así, o por acaso o por acuerdo de los dioses inmortales, la parte del cuerpo helvético que tanto mal hizo al Pueblo Romano, ésa fue la primera que pagó la pena; con la cual vengó César las injurias no sólo de la República, sino también las suyas propias; pues los tigurinos habían muerto al legado Lucio Pisón, abuelo de su suegro, del propio nombre, en la misma batalla en que mataron a Casio.

XIII. Después de esta acción, a fin de poder dar alcance a las demás tropas enemigas, dispone echar un puente sobre el Arar, y por él conduce su ejército a la otra parte. Los helvecios, espantados de su repentino arribo, viendo ejecutado por él en un día el pasaje del río, que apenas y con sumo trabajo pudieron ellos en veinte, despáchanle una embajada, y por jefe de ella a Divicón, que acaudilló a los helvecios en la guerra contra Casio; y habló a César en esta sustancia: «que si el Pueblo Romano hacía paz con los helvecios, estaban ellos prontos a ir y morar donde César lo mandase y tuviese por conveniente; mas si persistía en hacerles guerra, se acordase de la rota del ejército romano y del valor de los helvecios. Que la sorpresa de un cantón sólo en sazón que los otros de la orilla opuesta no podían socorrerle, ni era motivo para presumir de su propia valentía, ni para menospreciarlos a ellos; que tenían por máxima recibida de padre a hijos confiar en los combates más de la fortaleza propia que no de ardides y estratagemas. Por tanto, no diese lugar a que el sitio donde se hallaba se hiciese famoso por una calamidad del Pueblo Romano, y testificase a la posteridad la derrota de su ejército».

XIV. A estas razones respondió César: «que tenía muy presente cuanto decían los embajadores helvecios; y que por lo mismo hallaba menos motivos para vacilar en su resolución; los hallaba sí grandes de sentimiento, y tanto mayor, cuanto menos se lo había merecido el Pueblo Romano, quien, si se creyera culpado, hubiera fácilmente evitado el golpe; pero fue lastimosamente engañado, por estar cierto de no haber cometido cosa de qué temer, y pensar que no debía recelarse sin causa. Y cuando quisiese olvidar el antiguo desacato, ¿cómo era posible borrar la memoria de las presentes injurias, cuales eran haber intentado el paso de la provincia mal de su grado, y las vejaciones hechas a los eduos, a los ambarros, a los alóbroges? Que tanta insolencia en gloriarse de su victoria, y el extrañar que por tanto tiempo se tolerasen sin castigo sus atentados, dimanaba de un mismo principio; pues que suelen los dioses inmortales, cuando quieren descargar su ira sobre los hombres en venganza de sus maldades concederles tal vez prosperidad con impunidad más prolongada, para que después les cause mayor tormento el trastorno de su fortuna. Con todo esto, hará paz con ellos, si le aseguran con rehenes que cumplirán lo prometido, y si reparan los daños hechos a los eduos, a sus aliados y a los alóbroges». Respondió Divicón: «que de sus mayores habían los helvecios aprendido la costumbre de recibir rehenes, no de darlos; de que los romanos eran testigos». Dicho esto, se despidió.

XV. Al día siguiente alzan los reales de aquel puesto. Hace lo propio César; enviando delante la caballería compuesta de cuatro mil hombres que había juntado en toda la provincia, en los eduos, y los confederados de éstos, para que observasen hacia dónde marchaban los enemigos. Más como diesen tras ellos con demasiado ardimiento, vienen a trabarse en un mal paso con la caballería de los helvecios, y mueren algunos de los nuestros. Engreído ellos con esta ventaja, pues con quinientos caballos habían hecho retroceder a cuatro mil, empezaron a esperar a los nuestros con mayor osadía, y a provocarlos a combate vuelta de frente la retaguardia. César reprimía el ardor de los suyos, contentándose por entonces con estorbar al enemigo los robos, forrajes y talas. De este modo anduvieron cerca de quince días, no distando su retaguardia de la vanguardia nuestra más de cinco a seis millas.

XVI. Mientras tanto instaba César todos los días a los eduos por el trigo que por acuerdo de la República le tenían ofrecido; y es que, a causa de los fríos de aquel clima, que, como antes se dijo, es muy septentrional, no sólo no estaba sazonado, pero ni aun alcanzaba el forraje; y no podía tampoco servirse del trigo conducido en barcas por el Arar, porque los helvecios se habían desviado de este río, y él no quería perderlos de vista. Dábanle largas los eduos con decir que lo estaban acopiando, que ya venía en camino, que luego llegaba. Advirtiendo él que era entretenerlo no más, y que apuraba el plazo en que debía repartir las raciones de pan a los soldados, habiendo convocado a los principales de la nación, muchos de los cuales militaban en su campo, y también a Diviciaco y Lisco, que tenían el supremo magistrado (que los eduos llaman Vergobreto, y es anual con derecho sobre la vida y muerte de sus nacionales) quéjase de ellos agriamente, porque no pudiendo haber trigo por compra ni cosecha, en tiempo de tanta necesidad, y con los enemigos a la vista, no cuidaban de remediarle; que habiendo él emprendido aquella guerra obligado en parte de sus ruegos, todavía sentía más el verse así abandonado.

XVII. En fin, Lisco, movido del discurso de César, descubre lo que hasta entonces había callado; y era «la mucha mano que algunos de su nación tenían con la gente menuda, los cuales, con ser unos meros particulares, mandaban más que los mismos magistrados; ésos eran los que, vertiendo especies sediciosas y malignas, disuadían al pueblo que no aprontase el trigo, diciendo que, pues no pueden hacerse señores de la Galia, les vale más ser vasallos de los galos que de los romanos; siendo cosa sin duda, que si una vez vencen los romanos a los helvecios, han de quitar la libertad a los eduos no menos que al resto de la Galia; que los mismos descubrían a los enemigos nuestras trazas, y cuanto acaecía en los reales; y él no podía irles a la mano; antes estaba previendo el gran riesgo que corría su persona por habérselo manifestado a más no poder, y por eso, mientras pudo, había disimulado».

XVIII. Bien conocía César que las expresiones de Lisco tildaban a Dumnórige, hermano de Diviciaco; mas no queriendo tratar este punto en presencia de tanta gente, despide luego a los de la junta, menos a Lisco; examínale a solas sobre lo dicho; explícase él con mayor libertad y franqueza; por informes secretos tomados de otros halla ser la pura verdad: «que Dumnórige era el tal; hombre por extremo osado, de gran séquito popular por su liberalidad, amigo de novedades; que de muchos años atrás tenía en arriendo bien barato el portazgo y todas las demás alcabalas de los eduos, porque haciendo él postura, nadie se atrevía a pujarla. Con semejantes arbitrios había engrosado su hacienda, y amontonado grandes caudales para desahogo de sus profusiones; sustentaba siempre a su sueldo un gran cuerpo de caballería, y andaba acompañado de él; con sus larguezas dominaba, no sólo en su patria, sino también en las naciones confinantes; que por asegurar este predominio había casado a su madre entre los bituriges con un señor de la primera nobleza y autoridad; su mujer era helvecia; una hermana suya por parte de madre y varias parientas tenían maridos extranjeros; por estas conexiones favorecía y procuraba el bien de los helvecios; por su interés particular aborrecía igualmente a César y a los romanos; porque con su venida le habían cercenado el poder, y restituido al hermano Diviciaco el antiguo crédito y lustre. Que si aconteciese algún azar a los romanos, entraba en grandes esperanzas de alzarse con el reino con ayuda de los helvecios, mientras que durante el imperio romano, no sólo desconfiaba de llegar al trono, sino aun de mantener el séquito adquirido». Averiguó también César en estas pesquisas que Dumnórige y su caballería (mandaba él la que los eduos enviaron de socorro a César) fueron los primeros en huir en aquel encuentro mal sostenido pocos días antes, y que con su fuga se desordenaron los demás escuadrones.

XIX. Hechas estas averiguaciones y confirmados los indicios con otras pruebas evidentísimas de haber sido él promotor del tránsito de los helvecios por los secuanos, y de la entrega recíproca de los rehenes; todo no sólo sin aprobación de César y del gobierno, pero aun sin noticia de ellos; y, en fin, siendo su acusador el juez supremo de los eduos, parecíale a César sobrada razón para castigarle o por sí mismo, o por sentencia del tribunal de la nación. La única cosa que le detenía era el haber experimentado en su hermano Diviciaco una grande afición al Pueblo Romano, y para consigo una voluntad muy fina, lealtad extremada, rectitud, moderación; y temía que con el suplicio de Dumnórige no se diese por agraviado Diviciaco. Por lo cual, antes de tomar ninguna resolución, manda llamar a Diviciaco, y dejados los intérpretes ordinarios, por medio de Cayo Valerio Procilo, persona principal de nuestra provincia, amigo íntimo suyo, y de quien se fiaba en un todo, le declara sus sentimientos, trayéndole a la memoria los cargos que a su presencia resultaron contra Dumnórige en el consejo de los galos, y lo que cada uno en particular había depuesto contra éste. Le ruega y amonesta no lleve a mal que o él mismo, substanciado el proceso, sentencie al reo, o dé comisión de hacerlo a los jueces de la nación.

XX. Diviciaco, abrazándose con César, deshecho en lágrimas, se puso a suplicarle: «que no hiciese alguna demostración ruidosa con su hermano; que bien sabía ser cierto lo que le achacaban; y nadie sentía más vivamente que él los procederes de aquel hermano, a quien cuando por su poca edad no hacía figura en la nación, le había valido él con la mucha autoridad que tenía con los del pueblo y fuera de él, para elevarlo al auge de poder en que ahora se halla, y de que se vale, no sólo para desacreditarle, sino para destruirle si pudiera. Sin embargo, podía más consigo el amor de hermano, y el qué dirán las gentes, siendo claro que cualquiera demostración fuerte de César la tendrían todos por suya, a causa de la mucha amistad que con él tiene; por donde vendría él mismo a malquistarse con todos los pueblos de la Galia». Repitiendo estas súplicas con tantas lágrimas como palabras, tómale César de la mano, y consolándolo, le ruega no hable más del asunto; asegúrale que aprecia tanto su amistad, que por ella perdona las injurias hechas a la República y a su persona. Luego hace venir a su presencia a Dumnórige; y delante de su hermano le echa en cara las quejas de éste, las de toda la nación, y lo que él mismo había averiguado por sí. Encárgale no dé ocasión a más sospechas en adelante, diciendo que le perdona lo pasado por atención a su hermano Diviciaco, y le pone espías para observar todos sus movimientos y tratos.

XXI. Sabiendo ese mismo día, por los batidores, que los enemigos habían hecho alto a la falda de un monte, distante ocho millas de su campo, destacó algunos a reconocer aquel sitio, y qué tal era la subida por la ladera del monte. Informáronle no ser agria. Con eso, sobre la medianoche ordenó al primer comandante Tito Labieno, que con dos legiones, y guiado de los prácticos en la senda, suba a la cima, comunicándole su designio. Pasadas tres horas, marcha él en seguimiento de los enemigos por la vereda misma que llevaban, precedido de la caballería, y destacando antes con los batidores a Publio Considio, tenido por muy experto en las artes de la guerra, como quien había servido en el ejército de Lucio Sila y después en el de Marco Craso.

XXII. Al amanecer, cuando ya Labieno estaba en la cumbre del monte y César a milla y media del campo enemigo, sin que se trasluciese su venida ni la de Labieno, como supo después por los prisioneros, viene a él a la carrera abierta Considio con la noticia de «que los enemigos ocupan el monte que había de tomar Labieno, como le habían cerciorado sus armas y divisas». César recoge luego sus tropas al collado más inmediato, y las ordena en batalla. Como Labieno estaba prevenido con la orden de no pelear mientras no viese a César con los suyos sobre el ejército enemigo, a fin de cargarle a un tiempo por todas partes, dueño del monte, se mantenía sin entrar en acción, aguardando a los nuestros. En conclusión, era ya muy entrado el día cuando los exploradores informaron a César que era su gente la que ocupaba el monte; que los enemigos continuaban su marcha, y que Considio en su relación supuso de miedo lo que no había visto. Con que César aquel día fue siguiendo al enemigo con interposición del trecho acostumbrado, y se acampó a tres millas de sus reales.

XXIII. Al día siguiente, atento que sólo restaban dos de término para repartir las raciones de pan a los soldados, (18) y que Bibracte, ciudad muy populosa y abundante de los eduos, no distaba de allí más de dieciocho millas, juzgó conveniente cuidar de la provisión del trigo; por eso, dejando de seguir a los helvecios, tuerce hacia Bibracte, resolución que luego supieron los enemigos por ciertos esclavos de Lucio Emilio, decurión (19) de la caballería galicana. Los helvecios, o creyendo que los romanos se retiraban de cobardes, mayormente cuando apostados el día antes en sitio tan ventajoso habían rehusado la batalla, o confiando el poder interceptarles los víveres, mudando de idea y de ruta, comenzaron a perseguir y picar nuestra retaguardia.

XXIV. Luego que César lo advirtió, recoge su infantería en un collado vecino, y hace avanzar la caballería con el fin de reprimir la furia enemiga. Él, mientras tanto, hacia la mitad del collado dividió en tres tercios las cuatro legiones de veteranos; por manera que, colocadas en la cumbre y a la parte superior de las suyas las dos nuevamente alistadas en la Galia Cisalpina y todas las tropas auxiliares, el cerro venía a quedar cubierto todo de gente. Dispuso sin perder tiempo que todo el bagaje se amontonase en un mismo sitio bajo la escolta de los que ocupaban la cima. Los helvecios, que llegaron después con todos sus carros, lo acomodaron también en un mismo lugar, y formados en batalla, muy cerrados los escuadrones, rechazaron nuestra caballería; y luego, haciendo empavesada, arremetieron a la vanguardia. César, haciendo retirar del campo de batalla todos los caballos, primero el suyo, y luego los de los otros, para que siendo igual en todos el peligro, nadie pensase en huir, animando a los suyos trabó el choque. Los soldados, disparando de alto a bajo sus dardos, rompieron fácilmente la empavesada enemiga, la cual desordenada, se arrojaron sobre ellos espada en mano. Sucedíales a los galos una cosa de sumo embarazo en el combate, y era que tal vez un dardo de los nuestros atravesaba de un golpe varias de sus rodelas, las cuales, ensartadas en el astil y lengüeta del dardo retorcido, ni podían desprenderlas, ni pelear sin mucha incomodidad, teniendo sin juego la izquierda, de suerte, que muchos, después de repetidos inútiles esfuerzos, se reducían a soltar el broquel y pelear a cuerpo descubierto. Finalmente, desfallecidos de las heridas, empezaron a cejar y retirarse a un monte distante cerca de una milla. Acogidos a él, yendo los nuestros en su alcance, los boyos y tulingos, que en número de casi quince mil cerraban el ejército enemigo, cubriendo su retaguardia, asaltaron sobre la marcha el flanco de los nuestros, tentando cogerlos en medio. Los helvecios retirados al monte que tal vieron, cobrando nuevos bríos, volvieron otra vez a la refriega. Los romanos se vieron precisados a combatirlos dando tres frentes al ejército; oponiendo el primero y el segundo contra los vencidos y derrotados, y el tercero contra los que venían de refresco.

XXV. Así en doble batalla (20) estuvieron peleando gran rato con igual ardor, hasta que no pudiendo los enemigos resistir por más tiempo al esfuerzo de los nuestros, los unos se refugiaron al monte, como antes; los otros se retiraron al lugar de sus bagajes y carruajes: por lo demás, en todo el discurso de la batalla, dado que duró desde las siete de la mañana hasta la caída de la tarde, nadie pudo ver las espaldas al enemigo; y gran parte de la noche duró todavía el combate donde tenían el bagaje, puestos alrededor de él por barrera los carros, desde los cuales disparaban con ventaja a los que se arrimaban de los nuestros, y algunos por entre las pértigas y ruedas los herían con pasadores (21) y lanzas. En fin, después de un porfiado combate, los nuestros se apoderaron de los reales, y en ellos, de una hija y un hijo de Orgetórige. De esta jornada se salvaron al pie de ciento treinta mil de los enemigos, los cuales huyeron sin parar toda la noche; y no interrumpiendo un punto su marcha, al cuarto día llegaron a tierra de Langres, sin que los nuestros pudiesen seguirlos, por haberse detenido tres días a curar los heridos y enterrar los muertos. Entre tanto César despachó correos con cartas a los langreses, intimidándoles «no los socorriesen con bastimentos ni cosa alguna, so pena de ser tratados como los helvecios»; y pasados los tres días marchó con su ejército en su seguimiento.

XXVI. Ellos, apretados con la falta de todas las cosas, le enviaron diputados a tratar de la entrega; los cuales, presentándosele al paso y postrados a sus pies, como le instasen por la paz con súplicas y llantos, y respondiese él le aguardasen en el lugar en que a la sazón se hallaban, obedecieron. Llegado allá César, a más de la entrega de rehenes y armas, pidió la restitución de los esclavos fugitivos. Mientras se andaba en estas diligencias, cerró la noche; y a poco después unos seis mil del cantón llamado Urbígeno (22) escabulléndose del campo de los helvecios, se retiraron hacia el Rin y las fronteras de Germania, o temiendo no los matasen después de desarmados, o confiando salvar las vidas, persuadidos a que entre tantos prisioneros se podría encubrir su fuga, o ignorarla totalmente.

XXVII. César, que lo entendió, mandó a todos aquellos, por cuyas tierras habían ido, que si querían justificarse con él, fuesen tras ellos y los hiciesen volver. Vueltos ya, tratólos como a enemigos, y a todos los demás, hecha la entrega de rehenes, armas y desertores, los recibió bajo su protección. A los helvecios, tulingos y latóbrigos mandó volviesen a poblar sus tierras abandonadas; y atento que, por haber perdido los abastos, no tenían en su patria con qué vivir, ordenó a los alóbroges los proveyesen de granos, obligando a ellos mismos a reedificar las ciudades y aldeas quemadas. La principal mira que en esto llevó, fue no querer que aquel país desamparado de los helvecios quedase baldío; no fuese que los germanos de la otra parte del Rin, atraídos de la fertilidad del terreno, pasasen de su tierra a la de los helvecios, e hiciesen con eso mala vecindad a nuestra provincia y a los alóbroges. A petición de los eduos les otorgó que en sus Estados diesen establecimientos a los boyos, por ser gente de conocido valor; y, en consecuencia, los hicieron por igual participantes en sus tierras, fueros y exenciones.

XXVIII. Halláronse en los reales helvecios unas Memorias, escritas con caracteres griegos que, presentadas a César, se vio contenían por menor la cuenta de los que salieron de la patria en edad de tomar armas, y en lista aparte los niños, viejos y mujeres. La suma total de personas, era: de los helvecios doscientos setenta y tres mil; de los tulingos treinta y seis mil; de los latóbrigos catorce mil; de los rauracos veintidós mil; de los boyos treinta y dos mil; los de armas eran noventa y dos mil: entre todos componían trescientos sesenta y ocho mil. Los que volvieron a sus patrias, hecho el recuento por orden de César, fueron ciento diez mil cabales.

XXIX. Terminada la guerra de los helvecios, vinieron legados de casi toda la Galia los primeros personajes de cada república a congratularse con César; diciendo que, si bien el Pueblo Romano era el que con las armas había tomado la debida venganza de las injurias antiguas de los helvecios, sin embargo, el fruto de la victoria redundaba en utilidad no menos de la Galia que del Pueblo Romano; siendo cierto que los helvecios en el mayor auge de su fortuna habían abandonado su patria con intención de guerrear con toda la Galia, señorearse de ella, escoger entre tantos para su habitación el país que más cómodo y abundante les pareciese, y hacer tributarias a las demás naciones. Suplicáronle que les concediese grata licencia para convocar en un día señalado Cortes generales de todos los Estados de la Galia, pues tenían que tratar ciertas cosas que de común acuerdo querían pedirle. Otorgado el permiso, aplazaron el día; y se obligaron con juramento a no divulgar lo tratado fuera de los que tuviesen comisión de diputados.

XXX. Despedida la junta, volvieron a César los mismos personajes de antes, y le pidieron les permitiese conferenciar con él a solas de cosas en que se interesaba su vida y la de todos. Otorgada también la demanda, echaronsele todos llorando a los pies, y le protestan «que no tenían menos empeño y solicitud sobre que no se publicasen las cosas que iban a confiarle, que sobre conseguir lo que pretendían; previniendo que al más leve indicio incurrirían en penas atrocísimas». Tomóles la palabra Diviciaco, y dijo: «estar la Galia toda dividida en dos bandos: que del uno eran cabeza los eduos, del otro los alvernos. Que habiendo disputado muchos años obstinadamente la primacía, vino a suceder que los alvernos, unidos con los secuanos, llamaron en su socorro algunas gentes de la Germania; de donde al principio pasaron el Rin con quince mil hombres. Mas después que, sin embargo, de ser tan fieros y bárbaros, se aficionaron al clima, a la cultura y conveniencias de los galos, transmigraron muchos más hasta el punto que al presente sube su número en la Galia a ciento veinte mil. Con éstos han peleado los eduos y sus parciales de poder a poder repetidas veces; y siendo vencidos, se hallan en gran miseria con la pérdida de toda la nobleza, de todo el Senado, de toda la caballería. Abatidos en fin con sucesos tan desastrados lo que antes, así por su valentía como por el arrimo y amistad del Pueblo Romano, eran los más poderosos de la Galia, se han visto reducidos a dar en prendas a los secuanos las personas más calificadas de su nación, empeñándose con juramento a no pedir jamás su recobro, y mucho menos implorar el auxilio del Pueblo Romano, ni tampoco sacudir el impuesto yugo de perpetua sujeción y servidumbre. Que de todos los eduos él era el único a quien nunca pudieron reducir a jurar, o dar sus hijos en rehenes; que huyendo por esta razón de su patria, fue a Roma a solicitar socorro del Senado; como quien solo ni estaba ligado con juramento, ni con otra prenda. Con todo eso, ha cabido peor suerte a los vencedores secuanos que a los eduos vencidos; pues que Ariovisto, rey de los germanos, avecinándose allí, había ocupado la tercera parte de su país, el más pingüe de toda la Galia; y ahora les mandaba evacuar otra tercera parte, dando por razón que pocos meses ha le han llegado veinticuatro mil harudes, a quien es forzoso preparar alojamiento. Así que dentro de pocos años todos vendrán a ser desterrados de la Galia, y los germanos a pasar el Rin; pues no tiene que ver el terreno de la Galia con el de Germania, ni nuestro trato con el suyo. Sobre todo Ariovisto, después de la completa victoria que consiguió de los galos en la batalla de Amagetobria, ejerce un imperio tiránico, exigiendo en parias los hijos de la primera nobleza; y si éstos se desmandan en algo que no sea conforme a su antojo, los trata con la más cruel inhumanidad. Es un hombre bárbaro, iracundo, temerario; no se puede aguantar ya su despotismo. Si César y los romanos no ponen remedio, todos los galos se verán forzados a dejar, como los helvecios, su patria, e ir a domiciliarse en otras regiones distantes de los germanos, y probar fortuna, sea la que fuere. Y si las cosas aquí dichas llegan a noticia de Ariovisto, tomará la más cruel venganza de todos los rehenes que tiene en su poder. César es quien, o con su autoridad y el terror de su ejército, o por la victoria recién ganada, o en nombre del Pueblo Romano, puede intimidar a los germanos, para que no pase ya más gente los límites del Rin, y librar a toda la Galia de la tiranía de Ariovisto».

XXXI. Apenas cesó de hablar Diviciaco, todos los presentes empezaron con sollozos a implorar el auxilio de César, quien reparó que los secuanos entre todos eran los únicos que a nada contestaban de lo que hacían los demás, sino que tristes y cabizbajos miraban al suelo. Admirado César de esta singularidad, les preguntó la causa. Nada respondían ellos, poseídos siempre de la misma tristeza y obstinados en callar. Repitiendo muchas veces la misma pregunta, sin poderles sacar una palabra, respondió por ellos el mismo Diviciaco: «Aquí se ve cuánto más lastimosa y acerba es la desventura de los secuanos que la de los otros; pues solos ellos ni aun en secreto osan quejarse ni pedir ayuda, temblando de la crueldad de Ariovisto ausente como si le tuvieran delante; y es que los demás pueden a lo menos hallar modo de huir; mas éstos, con haberle recibido en sus tierras y puesto en sus manos todas las ciudades, no pueden menos de quedar expuestos a todo el rigor de su tiranía. »

XXXII. Enterado César del estado deplorable de los galos procuró consolarlos con buenas razones, prometiéndoles tomar el negocio por su cuenta, y afirmándoles que concebía firme esperanza de que Ariovisto, en atención a sus beneficios y autoridad, pondría fin a tantas violencias. Dicho esto, despidió la audiencia; y en conformidad se le ofrecían muchos motivos que le persuadían a pensar seriamente y encargarse de esta empresa. Primeramente por ver a los eduos, tantas veces distinguidos por el Senado con el timbre de parientes y hermanos, avasallados por los germanos, y a sus hijos en manos de Ariovisto y de los secuanos; cosa que, atenta la majestad del Pueblo Romano, era de sumo desdoro para su persona no menos que para la República. Consideraba además, que acostumbrándose los germanos poco a poco a pasar el Rin y a inundar de gente la Galia, no estaba seguro su Imperio; que no era verosímil que hombres tan fieros y bárbaros, ocupada una vez la Galia, dejasen de acometer, como antiguamente lo hicieron los cimbros y teutones, a la provincia, y de ella penetrar la Italia; mayormente no habiendo de por medio entre los secuanos y nuestra provincia sino el Ródano; inconvenientes que se debían atajar sin la menor dilación. Y en fin, había ya Ariovisto cobrado tantos humos y tanto orgullo, que no se le debía sufrir más.

XXXIII. Por tanto, determinó enviarle una embajada con la demanda de que «se sirviese señalar algún sitio proporcionado donde se avistasen; que deseaba tratar con él del bien público y de asuntos a entrambos sumamente importantes». A esta embajada respondió Ariovisto: «que si por su parte pretendiese algo de César, hubiera ido en persona a buscarle; si él tenía alguna pretensión consigo, le tocaba ir a proponérsela. Fuera de que no se arriesgaba sin ejército a ir a parte alguna de la Galia cuyo dueño fuese César, ni podía mover el ejército a otro lugar sin grandes preparativos y gastos. No comprendía que César ni el Pueblo Romano tuviesen que hacer en la Galia, que por conquista era suya».

XXXIV. César, en vista de estas respuestas, repitió la embajada, replicando así: «Ya que después de recibido un tan singular beneficio suyo y del Pueblo Romano, como el título de rey y amigo, conferido por el Senado en su consulado, (23) se lo pagaba ahora con desdeñarse de aceptar el convite de una conferencia, desentendiéndose de proponer y oír lo que a todos interesaba, supiese que sus demandas eran éstas: primera, que no condujese ya más tropas de Germania a la Galia; segunda, que restituyese a los eduos los rehenes que tenía en prendas, y permitiese a los secuanos soltar los que les tenían: en suma, no hiciese más agravios a los eduos, ni tampoco guerra contra ellos o sus aliados. Si esto hacía, César y el Pueblo Romano mantendrían con él perpetua paz y amistad; si lo rehusaba, no disimularía las injurias de los eduos; por haber decretado el Senado, siendo cónsules Marcos Mésala y Marco Pisón, que cualquiera que tuviese el gobierno de la Galia, en cuanto pudiera buenamente, protegiese a los eduos y a los demás confederados del Pueblo Romano. »

XXXV. Respondióle Ariovisto: «ser derecho de la guerra que los vencedores diesen leyes a su arbitrio a los vencidos; tal era el estilo del Pueblo Romano, disponiendo de los vencidos, no a arbitrio y voluntad ajena, sino a la suya. Y pues que él no prescribía al Pueblo Romano el modo de usar de su derecho, tampoco era razón que viniese el Pueblo Romano a entremeterse en el suyo; que los eduos, por haberse aventurado a moverle guerra y dar batalla en que quedaron vencidos, se hicieron tributarios suyos, y que César le hacía grande agravio en pretender con su venida minorarle las rentas. Él no pensaba en restituir los rehenes a los eduos; bien que ni a éstos ni a sus aliados haría guerra injusta, mientras estuviesen a lo convenido y pagasen el tributo anual; donde no, de muy poco les serviría la hermandad del Pueblo Romano. Al reto de César sobre no disimular las injurias de los eduos, dice que nadie ha medido las fuerzas con él que no quedase escarmentado. Siempre que quiera haga la prueba, y verá cuál es la bravura de los invencibles germanos, destrísimos en el manejo de las armas, y que de catorce años a esta parte nunca se han guarecido bajo techado».

XXXVI. Al mismo tiempo que contaban a César esta contrarréplica, sobrevienen mensajeros de los eduos y trevirenses (24): los eduos a quejarse de que los harudes nuevamente trasplantados a la Galia talaban su territorio, sin que les hayan servido de nada los rehenes dados a Ariovisto por redimir la vejación; los trevirenses a participarle cómo las milicias de cien cantones suevos cubrían las riberas del Rin con intento de pasarle, cuyos caudillos eran dos hermanos, Nasua y Cimberio. Irritado César con tales noticias, resolvió anticiparse, temiendo que si la nueva soldadesca de los suevos se unía con la vieja de Ariovisto, no sería tan fácil contrastarlos. Por eso, proveyéndose lo más presto que pudo de bastimentos, a grandes jornadas marchó al encuentro de Ariovisto.

XXXVII. A tres días de marcha tuvo aviso de que Ariovisto iba con todo su ejército a sorprender a Besanzón, plaza muy principal de los secuanos, y que había ya caminado tres jornadas desde sus cuarteles. Juzgaba César que debía precaver con el mayor empeño no se apoderase de aquella ciudad, abastecida cual ninguna de todo género de municiones, y tan bien fortificada por su situación, que ofrecía gran comodidad para mantener la guerra; la ciñe casi totalmente el río Dubis como tirado a compás; y por donde no la baña el río, que viene a ser un espacio de seiscientos pies no más, la cierra un monte muy empinado, cuyas faldas toca el río por las dos puntas. Un muro que lo rodea hace de este monte un alcázar metido en el recinto de la plaza. César, pues, marchando día y noche la vuelta de esta ciudad, la tomó, y puso guarnición en ella.

XXXVIII. En los pocos días que se detuvo aquí en hacer provisiones de trigo y demás víveres, con ocasión de las preguntas de los nuestros y lo que oyeron exagerar a los galos y negociantes la desmedida corpulencia de los germanos, su increíble valor y experiencia en el manejo de las armas, y cómo en los choques habidos muchas veces con ellos ni aun osaban mirarles a la cara y a los ojos, de repente cayó tal pavor sobre todo el ejército, que consternó no poco los espíritus y corazones de todos. Los primeros a mostrarlo fueron los tribunos y prefectos de la milicia, con otros que, siguiendo desde Roma por amistad a César, abultaban con voces lastimeras el peligro a medida de su corta experiencia en los lances de la guerra. De éstos, pretextando unos una causa, otros, otra de la necesidad de su vuelta, le pedían licencia de retirarse. Algunos, picados de pundonor, por evitar la nota de medrosos quedábanse, sí, mas no acertaban a serenar bien el semblante ni a veces a reprimir las lágrimas; cerrados en sus tiendas o maldecían su suerte, o con sus confidentes se lamentaban de la común desgracia, y entre ellos no se pensaba sino en otorgar testamentos. Con los quejidos y clamores de éstos, insensiblemente iba apoderándose el terror de los soldados más aguerridos, los centuriones y los capitanes de caballería. Los que se preciaban de menos tímidos decían no temer tanto al enemigo como el mal camino, la espesura de los bosques intermedios y la dificultad del transporte de los bastimentos. Ni faltaba quien diese a entender a César que cuando mandase alzar el campo y las banderas, no querrían obedecer los soldados ni llevar los estandartes de puro miedo.

XXXIX. César, en vista de esta consternación, llamando a consejo, a que hizo asistir a centuriones de todas clases, los reprendió ásperamente: «lo primero, porque se metían a inquirir el destino y objeto de su jornada. Que si Ariovisto en su consulado solicitó con tantas veras el favor del Pueblo Romano, ¿cómo cabía en seso de hombre juzgar que tan sin más ni más faltase a su deber? Antes tenía por cierto que sabidas sus demandas, y examinada la equidad de sus condiciones, no había de renunciar su amistad ni la del Pueblo Romano; mas dado que aquel hombre perdiese los estribos y viniese a romper, ¿de qué temblaban tanto?, ¿o por qué desconfiaban de su propio esfuerzo o de la vigilancia del capitán? Ya en tiempo de nuestros padres se hizo prueba de semejantes enemigos, cuando en ocasión de ser derrotados los cimbros y teutones por Cayo Mario, (25) la victoria, por opinión común, se debió no menos al ejército que al general. Hízose también no ha mucho en Italia con motivo de la guerra servil, (26) en medio de que los esclavos tenían a su favor la disciplina y pericia aprendida de nosotros, donde se pudo echar de ver cuánto vale la constancia; pues a éstos, que desarmados llenaron al principio de un terror pánico a los nuestros, después los sojuzgaron armados y victoriosos. Por último, esos germanos son aquellos mismos a quienes los helvecios han batido en varios encuentros, no sólo en su país, sino también dentro de la Germania misma; los helvecios, digo, que no han podido contrarrestar a nuestro ejército. Si algunos se desalientan por la derrota de los galos, con averiguar el caso, podrán certificarse de cómo Ariovisto al cabo de muchos meses que sin dejarse ver estuvo acuartelado, metido entre pantanos, viendo a los galos aburridos de guerra tan larga, desesperanzados ya de venir con él a las manos y dispersos, asaltándolos de improviso, los venció, más con astucia y maña que por fuerza. Pero el arte que le valió para con esa gente ruda y simple, ni aun él mismo espera le pueda servir contra nosotros. Los que coloran su miedo con la dificultad de las provisiones y de los caminos, manifiestan bien su presunción, mostrando que, o desconfían del general, o quieren darle lecciones, y no hay motivo para lo uno ni para lo otro. Los secuanos, leucos (27) y lingones están prontos a suministrar trigo; y ya los frutos están sazonados en los campos. Qué tal sea el camino, ellos mismos lo verán presto; el decir que no habrá quien obedezca ni quiera llevar pendones, nada le inmuta; sabiendo muy bien que, cuando algunos jefes fueron desobedecidos de su ejército, eso provino de que o les faltó la fortuna en algún mal lance, o por alguna extorsión manifiesta descubrieron la codicia. Su desinterés era conocido en toda su vida; notoria su felicidad en la guerra helvecia. Así que iba a ejecutar sin más dilación lo que tenía destinado para otro tiempo; y la noche inmediata de madrugada movería el campo para ver si podía más con ellos el punto y su obligación que el miedo. Y dado caso que nadie le siga, está resuelto a marchar con sólo la legión décima, de cuya lealtad no duda; y ésa será su compañía de guardias». Esta legión le debía particulares finezas, y él se prometía muchísimo de su valor.

XL. En virtud de este discurso se trocaron maravillosamente los corazones de todos, y concibieron gran denuedo con vivos deseos de continuar la guerra. La legión décima fue la primera en darle por sus tribunos las gracias por el concepto ventajosísimo que tenía de ella, asegurando estar prontísima a la empresa. Tras ésta luego las demás por medio de sus decuriones y oficiales de primera graduación dieron satisfacción a César, protestando que jamás tuvieron ni recelo, ni temor, ni pensaron sujetar a su juicio, sino al del general, la dirección de la campaña. Admitidas sus disculpas, y habiendo interrogado sobre los caminos a Diviciaco, de quien se fiaba más que de los otros galos, con un rodeo de casi cuarenta millas, a trueque de llevar el ejército por lo llano, al romper del alba, conforme había dicho, se puso en marcha. Y como no la interrumpiese, al séptimo día le informaron los batidores que las tropas de Ariovisto distaban de las nuestras veinticuatro millas.

XLI. Noticioso Ariovisto de la venida de César, envíale una embajada, ofreciéndose por su parte a la conferencia antes solicitada, ya que se había él acercado, y juzgaba poderlo hacer sin riesgo de su persona. No se negó César, y ya empezaba a creer que Ariovisto iba entrando en seso, pues de grado se ofrecía a lo que antes se había resistido siendo rogado, y concebía grandes esperanzas de que a la luz de tantos beneficios suyos y del pueblo romano, oídas sus pretensiones, depondría en fin su terquedad. Aplazáronse las vistas para de allí a cinco días. Mientras tanto, yendo y viniendo frecuentemente mensajeros de un campo al otro, pidió Ariovisto que César no llevase consigo a la conferencia gente de a pie; viniesen ambos con guardias montadas, que de otra suerte él no iría, pues se recelaba de alguna sorpresa. César, que ni quería se malograse la conferencia por ningún pretexto, ni osaba fiar su persona de la caballería galicana, tomó como más seguro el partido de apear a los galos de sus caballos, montando en ellos a los soldados de la legión décima, de quien estaba muy satisfecho, para tener en cualquier lance una guardia de toda confianza. Al tiempo de montar dijo donosamente un soldado de dicha legión: «Mucho más hace César de lo que prometió: prometió hacernos guardias, y he aquí que nos hace caballeros. »

XLII. Había casi en medio de los dos ejércitos una gran llanura, y en tila un altozano de capacidad competente. Aquí se juntaron a vistas según lo acordado. César colocó la legión montada a doscientos pasos de este sitio. A igual distancia se apostó Ariovisto con los suyos, pidiendo que la conferencia fuese a caballo, y cada uno condujese a ella consigo diez soldados. Luego que allí se vieron, comenzó César la plática, recordándole sus beneficios y los del Senado, como el haberle honrado con el título de rey, de amigo, enviándole espléndidos regalos (28); distinción usada de los romanos solamente con pocos, y ésos muy beneméritos; cuando él, sin recomendación ni motivo particular de pretenderlo, por mero favor y liberalidad suya y del Senado, había conseguido estas mercedes. Informábale también de los antiguos y razonables empeños contraídos con los eduos; cuántos decretos del Senado, cuántas veces y con qué términos tan honoríficos se habían promulgado en favor de ellos; cómo siempre los eduos, aun antes de solicitar nuestra amistad, tuvieron la primacía de toda la Galia; ser costumbre del Pueblo Romano el procurar que sus aliados y amigos, lejos de padecer menoscabo alguno, medren en estimación, dignidad y grandeza. ¿Cómo, pues, se podría sufrir los despojasen de lo que habían llevado a la alianza con el Pueblo Romano? Finalmente insistió en pedir las mismas condiciones ya propuestas por sus embajadores: que no hiciese guerra a los eduos ni a sus aliados; que le restituyese los rehenes, y caso que no pudiera despedir ninguna partida de los germanos, a lo menos no permitiese que pasasen otros el Rin.

XLIII. Ariovisto respondió brevemente a las proposiciones de César, y alargóse mucho en ensalzar sus hazañas: «que había pasado el Rin, no por propio antojo, sino a ruegos e instancias de los galos; que tampoco abandonó su casa y familia sin esperanza bien fundada de grande recompensa; que tenía en la Galia las habitaciones concedidas por los mismos naturales, los rehenes dados voluntariamente; por derecho de conquista cobraba el tributo que los vencedores suelen imponer a los vencidos; que no movió él la guerra a los galos, sino los galos a él, conspirando aunados todos y provocándole al combate; que todas estas tropas desbarató y venció en sola una batalla; que si quieren otra vez tentar fortuna, está pronto a la contienda, mas si prefieren la paz, no es justo le nieguen el tributo que habían pagado hasta entonces de su propia voluntad; que la amistad del Pueblo Romano debía redundar en honra y ventaja suya, no en menoscabo, pues con este fin la pretendió; que si los romanos le quitan el tributo y los vasallos tan presto, renunciaría su amistad como la había solicitado. El conducir tropas de Germania era para su propia seguridad, no para la invasión de la Galia; prueba era de ello no haber venido sino llamado, y que su guerra no había sido ofensiva, sino defensiva; que entró él en la Galia antes que el Pueblo Romano; que jamás hasta ahora el ejército de los romanos había salido de los confines de su provincia. Pues ¿qué pretende?, ¿por qué se mete en sus posesiones? Que tan suya es esta parte de la Galia, como es nuestra aquélla; que así como él no tiene derecho a invadir nuestro distrito, del mismo modo tampoco le teníamos nosotros para inquietarle dentro de su jurisdicción. En orden a lo que decía, que los eduos, por decreto del Senado, gozaban el fuero de amigos, no se hallaba él tan ignorante de lo que pasaba por el mundo que no supiese cómo ni los eduos socorrieron a los romanos en la última guerra (29) con los alóbroges, ni los romanos a los eduos en las que habían tenido con él y con los secuanos; de que debía sospechar que César, con capa de amistad, mantiene su ejército en la Galia con el fin de oprimirle; que si no se retira, o saca las tropas de estos contornos, le tratará como a enemigo declarado, y si logra él matarle, complacerá en ello a muchos caballeros y señores principales de Roma, que así se lo tienen asegurado por sus expresos, y con su muerte se ganará la gracia y amistad de todos éstos; pero si se retira, dejándole libre la posesión de la Galia, se lo pagará con grandes servicios, y cuantas guerras se le ofrezcan se las dará concluidas, sin que nada le cuesten».

XLIV. Alegó César muchas razones en prueba de que no podía desistir de la empresa: «que tampoco era conforme a su proceder ni al del Pueblo Romano el desamparar unos aliados que se habían portado tan bien; ni entendía cómo la Galia fuese más de Ariovisto que del Pueblo Romano; sabía, sí, que Quinto Fabio Máximo sujetó por armas a los de Alvernia y Ruerga (30); si bien por indulto y gracia que les hizo el Pueblo Romano no los redujo a provincia, (31) ni hizo tributarios. Con que si se debe atender a la mayor antigüedad, el imperio romano en la Galia se funda en justísimo derecho; si se ha de estar al juicio del Senado, la Galia debe ser libre; pues, sin embargo, de la conquista quiso que se gobernase por sus leyes». XLV. En estas razones estaban cuando avisaron a César que la caballería de Ariovisto, acercándose a la colina, venía para los nuestros arrojando piedras y dardos. Dejó César la plática y se retiró a los suyos, ordenándoles no disparase ni un tiro contra los enemigos; porque, si bien estaba cierto de que con su legión escogida no tenía que temer a la caballería de Ariovisto, todavía no juzgaba conveniente dar ocasión a que, batidos los contrarios, se pudiese decir que, por fiarse de su palabra, fueron sorprendidos a traición. Cuando entre los soldados corrió la voz del orgullo con que Ariovisto excluía de toda la Galia a los romanos; cómo sus caballos se habían desmandado contra los nuestros, y que con tal insulto se cortó la conferencia, se encendió en el ejército mucho mayor coraje, y deseo más ardiente de venir a las manos con el enemigo.

XLVI. Dos días después Ariovisto despachó a César otra embajada sobre que quería tratar con él de las condiciones entre ambos entabladas y no concluidas; que de nuevo señalase día para las vistas, o cuando menos, le enviase alguno de sus lugartenientes. El abocarse con él no pareció del caso a César, y más cuando el día antes no pudieron los germanos contenerse sin disparar contra los nuestros. Enviarle de los suyos un emisario, en su sentir era lo mismo que entregarlo a ojos vistas a las garras de hombres más fieros que las fieras. Tuvo por más acertado el valerse para esto de Cayo Valerio Procilo, hijo de Cayo Valerio Caburo, joven muy virtuoso y apacible (cuyo padre obtuvo de Cayo Valerio Flaco los derechos de ciudadano romano), lo uno por su lealtad y pericia en la lengua galicana, que ya por el largo uso era casi familiar a Ariovisto, y lo otro por ser persona a quien los germanos no tenían motivo de hacer vejación alguna, enviándolo con Marco Meció, huésped que había sido de Ariovisto. Encomendóles que se informasen de las pretensiones de Ariovisto, y volviesen con la razón de ellas. Ariovisto que los vio cerca de sí en los reales, dijo a voces, oyéndolo su ejército: « ¿A qué venís aquí?, ¿acaso por espías?» Queriendo satisfacerle, los atajó y puso en prisiones.

XLVII. Ese día levantó el campo, y se alojó a la falda de un monte a seis millas de las reales de César. Al siguiente condujo a sus tropas por delante del alojamiento de César, y acampó dos millas más allá con el fin de interceptar los víveres que veían de los secuanos y eduos. César cinco días consecutivos presentó el ejército armado y ordenadas las tropas, con la mira de que si Ariovisto quisiese dar batalla, no tuviese excusa. Todos esos días mantuvo Ariovisto quieta su infantería dentro de los reales, escaramuzando diariamente con la caballería. El modo de pelear en que se habían industriado los germanos era éste: seis mil caballos iban escoltados de otros tantos infantes, los más ligeros y bravos, que los mismos de a caballo elegían privadamente cada uno el suyo. Con éstos entraban en batalla; a éstos se acogían; éstos les socorrían en cualquier lance. Si algunos, heridos gravemente, caían del caballo, luego estaban allí para cubrirlos. En las marchas forzadas, en las retiradas más presurosas, era tanta su ligereza por el continuo ejercicio, que agarrados a la crin de los caballos corrían parejas con ellos.

XLVIII. Viendo César que Ariovisto se hacía fuerte en las trincheras, para que no prosiguiese en interceptarle los víveres, escogió lugar más oportuno como seiscientos pasos más allá de los germanos, adonde fue con el ejército dividido en tres escuadrones. Al primero y segundo mandó estar sobre las armas, al tercero fortificar el campo, que, como se ha dicho, distaba del enemigo cosa de seiscientos pasos. Ariovisto destacó al punto contra él dieciséis mil soldados ligeros con toda su caballería, y con orden de dar una alarma a los nuestros y estorbar los trabajos. Firme César en su designio, encargó a los dos escuadrones que rebatiesen al enemigo, mientras el tercero se ocupaba en trabajar. Fortificados estos reales, dejó en ellos dos legiones con parte de sus tropas auxiliares, volviéndose al alojamiento principal con las otras cuatro.

XLIX. Al día siguiente César, como lo tenía de costumbre, sacó de los dos campos su gente, la ordenó a pocos pasos del principal, y presentó batalla al enemigo; mas visto que ni por eso se movía, ya cerca del mediodía recogió los suyos a los reales. Entonces por fin Ariovisto destacó parte de sus tropas a forzar las trincheras de nuestro segundo campo; peleóse con igual brío por ambas partes hasta la noche, cuando Ariovisto, dadas y recibidas muchas heridas, tocó la retirada. Inquiriendo César de los prisioneros la causa de no querer pelear Ariovisto, entendió ser cierta usanza de los germanos (32) que sus mujeres hubiesen de decidir por suertes divinatorias si convenía, o no, dar la batalla, y que al presente decían: «no poder los germanos ganar la victoria si antes de la luna nueva daban la batalla».

L. Al otro día César, dejando en los dos campos la guarnición suficiente, colocó los auxiliares delante del segundo a la vista del enemigo, para suplir en apariencia el número de los soldados legionarios, que en la realidad era inferior al de los enemigos. Él mismo en persona, formado su ejército en tres columnas, fue avanzando hasta las trincheras contrarias. Los germanos, entonces, a más no poder salieron fuera, repartidos por naciones a trechos iguales, harudes, marcómanos, tribocos, vangiones, nemetes, sedusios y suevos, (33) cercando todas las tropas con carretas y carros para que ninguno librase la esperanza en la fuga. Encima de los carros pusieron a las mujeres, las cuales desmelenado el cabello y llorando amargamente, al desfilar los soldados, los conjuraban que no las abandonasen a la tiranía de los romanos.

LI. César señaló a cada legión su legado y cuestor, (34) como por testigos del valor con que cada cual se portara; y empezó el ataque desde su ala derecha, por haber observado caer allí la parte más débil del enemigo. Con eso los nuestros, dada la señal, acometieron con gran denuedo. Los enemigos de repente se adelantaron corriendo, para que a los nuestros no quedase lugar bastante a disparar sus lanzas. Inutilizadas éstas, echaron mano de las espadas. Mas los germanos, abroquelándose prontamente conforme a su costumbre, recibieron los primeros golpes. Hubo varios de los nuestros que saltando sobre la empavesada de los enemigos y arrancándoles los escudos de las manos, los herían desde encima. Derrotados y puestos en fuga en su ala izquierda los enemigos, daban mucho quehacer en la derecha a los nuestros por su muchedumbre. Advirtiéndolo Publio Craso el mozo, que mandaba la caballería, por no estar empeñado en la acción como los otros, destacó el tercer escuadrón a socorrer a los que peligraban de los nuestros.

LII. Con lo cual se rehicieron, y todos los enemigos volvieron las espaldas; ni cesaron de huir hasta tropezar con el Rin, distante allí poco menos de cincuenta millas, donde fueron pocos los que se salvaron, unos a nado a fuerza de brazos, y otros en canoas que allí encontraron. Uno de éstos fue Ariovisto, que hallando a la orilla del río una barquilla, pudo escaparse en ella. Todos los demás, alcanzados de nuestra caballería, fueron pasados a cuchillo. Perecieron en la fuga dos mujeres de Ariovisto; la una de nación sueva, que había traído consigo de Germania, nórica la otra, hermana del rey Voción, que se la envió a la Galia por esposa. De dos hijas de éstas una fue muerta, otra presa. Cayo Valerio Procilo, a quien sus guardas conducían en la huida atado con tres cadenas, dio en manos de César, siguiendo el alcance de la caballería; encuentro que para César fue de no menos gozo que la victoria misma, por ver libre de las garras de los enemigos y restituido a su poder el hombre más honrado de nuestra provincia, huésped suyo y amigo íntimo; con cuya libertad dispuso la fortuna que no faltase circunstancia alguna de contento y parabienes a esta victoria. Contaba él cómo por tres veces a su vista echaron suertes sobre si luego le habían de quemar vivo o reservarlo para otro tiempo, y que a las suertes debía la vida. Hallaron asimismo a Marco Meció, y trajéronsele a César. LIII. Esparcida la fama de esta victoria por la otra parte del Rin, los suevos acampados en las riberas trataron de dar la vuelta a sus casas; los ubios, habitantes de aquelias cercanías, que los vieron huir amedrentados, siguieron al alcance y mataron a muchos de ellos. César, concluidas dos guerras de la mayor importancia en un solo verano, más temprano de lo que pedía la estación, retiró su ejército a los cuarteles de invierno en los secuanos, y dejándolos a cargo de Labieno, él marchó la vuelta de la Galia Cisalpina a presidir las juntas. (35)

Notas

1 César no Incluye en esta división el país de los alóbroges, ni a la Galia Narbonense, que formaban ya parte de la provincia romana.

2 Los suizos, llamados entonces helvecios, estaban ya comprendidos en la Galia, a la cual limitaba el Rin por este lado.

3 El país ocupado por los secuanos corresponde al Franco Condado.

4 Este consulado fue el año de 693 de Roma.

5 Quiere decir que le obligaron a que, atado con cadenas, amarrado en prisiones o aherrojado como estaba, se justificase y diese razón de sí. Este modo de proceder en las causas graves no fue particular de los helvecios, sino que se usó también entre los romanos. Tito Livio refiere un ejemplo en el libro XXIX, capítulo IX.

6 César: familia ad hominum milia decem. Este número no debe parecer exorbitante, porque la familia se componía de esclavos, horros o libertos, y criados que servían en casa, cultivaban los campos, pastoreaban los ganados y atendían a las demás haciendas y negocios, que crecían y se multiplicaban a proporción del poder y riquezas del dueño. Igual extensión da Suetonio a la voz familia en César, cap. X.

7 Algunos anotadores se detienen a inquirir la causa por que los helvecios trataron con tanta severidad a un príncipe de la nación, que les recomendaba proyectos no menos conformes al genio de ellos que ventajosos al Estado. El mismo César la insinúa con decir que aquel príncipe helvecio se dejó llevar de la ambición de reinar; y otros historiadores, como Dión y Paulo Orosio, la declararon expresamente, Orgetórige aspiraba a la soberanía universal de la Galia; receláronse de esto los grandes que entraron en la conjura; y como aborreciesen toda superioridad, le malquistaron con el pueblo hasta el término de obligarle a darse la muerte.

8 César: molita cifraría. No parece se deben entender aquí otras viandas: nuestro Henríquez traduce harina; Luis XIV forines, y fariña el italiano de Albrici. Ni se debe tener por insoportable tanta carga para un soldado, cuando de los de Escipión dice Mariana, «que en España llevaban en sus hombros trigo para treinta días y siete estacas para las trincheras, con que cercaban y barreaban los reales». Historia de España, libro III, cap. IX.

9 Territorio de Basilea. Los tulingos y los latobrigos no son conocidos; debían de pertenecer a alguna región de la Germania, vecina de Suiza.

10 La Baviera.

11 Ocupaban la actual Saboya y el Delfinado.

12 Esto es, dos años antes que los helvecios saliesen de su patria.

13 La Santonge.

14 Por pertenecer a la Galia Narbonense, que, como se ha dicho, estaba sometida a los romanos.

15 Pueblos de la Turantesa, del monte Genis, de Embrum.

16 Los ambarros ocupaban el territorio de Chalóns.

17 Corresponde al de Zurich.

18 Todos los meses se repartían las raciones a los soldados y se les pagaban sus haberes.

19 Cada compañía de caballos se componía de treinta hombres, y el primero de cada diez se llamaba decurión, semejante a nuestros sargentos; bien que aun después de varias reformas en la milicia romana se dio igual nombre al que mandaba toda la compañía.

20 César: ancipiti proelio. Se usa ordinariamente de esta frase latina para significar que la victoria no se declara o in dina; que está pendiente, en peso o en balanzas, con suceso dudoso; mas en este lugar de César, es de creer, por las circunstancias, que la batalla se daba en dos distintas partes, y que esto es lo que dice César, que era doble el combate. Así se debe entender también esta frase en el séptimo de estos Comentarios, cuando, en el sitio de Alesia, César escribe así: Nec erat omnium (Gallorum) quisquam, qui aspectum modo tantae multitudinis sustinere posse arbitraretur, praesertin ancipite praelio; quum ex oppido eruptione pugnaretur, et foris tantae copae cornerentur.

21 Según el Diccionario de la lengua castellana, pasador es cierto género de flecha o saeta muy aguda que se dispara con ballesta.

22 Se ignora dónde estaba situado este cantón.

23 Dice expresamente Dión que el titulo de amigo del Pueblo Romano se confirió a Ariovisto en el consulado de César.

24 Ocupaban el territorio de Tréveris.

25 Véase la Vida de Cayo Mario en las VIDAS PARALELAS

26 Véase Vida de Craso en las VIDAS PARALELAS.

27 Habitaban la actual Lorena.

28 Cuando los romanos concedían a algún príncipe el título de amigo o aliado, le enviaban costosos regalos; las alhajas en que consistían pueden leerse en Tito Livio, lib. XXX, capítulo XVII, y en Tácito, Anal. IV.

29 Véase nota 5

30 Los rovernates.

31 La derrota de los albernos por Fabio Máximo acaeció por los años de 628 de Roma. Epít. Livian., lib. LXI. Cuando los romanos reducían alguna nación en forma de provincia, la sujetaban al vasallaje, privándola de sus fueros y nombrando un magistrado que la gobernase y cobrase los tributos en nombre del Pueblo Romano. Sigon., de Antiq. jur. prov., lib. I, cap. I.

32 Los germanos estaban persuadidos de que las mujeres eran buenas adivinas, como escribe Tácito, lib. IV, Hist., capitulo LXI: Vetere apud Germanos more, quo plerasque faeminanim fatídicas arbitrantur. De las que estaban en el campo de Ariovisto refiere Plutarco en la Vida de César que facían sus observaciones mirando los remolinos del agua en los ríos, su movimiento, figura y ruido.

33 Los tribocos habitaban la Alsacia; los vangiones el territorio de Worms: Espicea los nemetes. Los sedusios las orillas del Rin, y los suevos, la Suabia y territorios vecinos. No se sabe con certeza la región que ocupaban los marcómanos.

34 En Roma eran como tesoreros y contadores de la República, que llevaban la cuenta y razón de las rentas, y cualquiera otra hacienda de ella. También con los capitanes generales del ejército de tierra y mar enviaban los romanos sus cuestores, que tenían cuenta de la paga del sueldo y de todos los otros gastos; a ellos se entregaba lo que pertenecía a la República de la presa que se tomaba de los enemigos.

35 Los procónsules y pretores empleaban el invierno, tiempo en que cesaban las operaciones militares, en decidir pleitos y administrar justicia dentro de sus provincias.

NOTAS DE NAPOLEÓN AL LIBRO I

  1. César empleó ocho días en trasladarse de Roma a Ginebra; hoy podría hacer este trayecto en cuatro días. Cap. VII
  2. Los atrincheramientos ordinarios de los romanos estaban compuestos de un foso de doce pies de anchura por nueve de profundidad, en forma de sección triangular; con las tierras extraídas formaban una masa de cuatro pies de alto y doce de ancho, sobre la cual levantaban un parapeto de cuatro pies; en él disponían las empaliadas, fijándolas en la tierra a dos pies de profundidad; de manera que el nivel máximo del parapeto se elevaba diecisiete pies sobre el fondo del foso. En la toesa corriente de este atrincheramiento, que cubicaba 324 pies (toesa y media), un hombre empleaba treinta y dos horas, o sea tres días de trabajo; doce hombres la hacían, en dos o tres horas. La legión que estaba de servicio pudo levantar estas seis leguas de atrincheramiento que cubicaban 21.000 toesas, en ciento veinte horas, o sean de diez a quince días. Cap. VIII.
  3. Cuando los helvecios intentaron pasar el Ródano era en el mes de abril. (El calendario romano estaba entonces en un gran desorden; y adelantaba ochenta días, de modo que el 13 de abril correspondía al 23 de enero.) Desde esta fecha las legiones de Iliria pudieron llegar a Lyón y el alto Saona, empleando en ello cincuenta días. Veinte días después de haber atravesado el Saona, César venció en batalla campal a los helvecios, la cual se dio el 1° al 15 de mayo, que correspondía a mediados de agosto del calendario romano. Cap. XII.
  4. Mucha intrepidez se necesitaba de parte de los helvecios para haber sostenido tanto tiempo el ataque de un ejército de línea romano tan numeroso como el suyo. Se dice que emplearon veinte días en pasar el Saona, lo que daría una pésima idea de su organización, pero es cosa difícil de creer. Cap. XXV.
  5. De que los helvecios fuesen 130.000 a su regreso a Suiza, no debe inferirse que hubiesen perdido 230.000 hombres, ya que muchos se refugiaron en los pueblos de la Galia, estableciéndose en éstos, y un gran número de ellos regresaron después a su patria. El número de combatientes que poseían era de 90.000; estaban, pues, en la proporción de uno a cuatro con relación a su población total, lo cual parece excesivo. Unos 30.000 del cantón de Zurich habían sido muertos o hechos prisioneros en el paso del Saona. Tenían, pues, a lo sumo, 60.000 combatientes en la batalla. El ejército de César, compuesto de seis legiones y gran número de tropas auxiliares, era más numeroso.
  6. El ejército de Ariovisto no poseía sobre el de César superioridad numérica; el número de alemanes establecidos en el Franco Condado era de 120.000 hombres. Pero, ¡qué diferencia no debía de existir entre ejércitos formados por milicias, es decir, por todos los hombres de una nación capaces de empuñar las armas, y un ejército romano formado por tropas de línea, hombres solteros en su mayoría y soldados de profesión! Los helvecios, los suevos, eran sin duda valientes, pero ¿qué puede el valor contra un ejército disciplinado y organizado como el ejército romano? Nada hay, pues, de extraordinario en los éxitos obtenidos por César en esta campaña, lo que no disminuye, por otra parte, la gloria que tiene merecida. Cap. L.
  7. La batalla contra Ariovisto se dio en el mes de septiembre, en los alrededores de Belfort. Cap. LII.